miércoles, 16 de agosto de 2017

Vladimir Nabokov. Cuento:Una cuestión de suerte.


 Una cuestión de suerte

 Era camarero en el vagón restaurante internacional de un expreso alemán. Se llamaba Aleksey Lvovich Luzhin. Había abandonado Rusia cinco años antes, en 1919, y desde entonces, a medida que se iba abriendo camino de una ciudad a otra, había probado un sinnúmero de oficios y ocupaciones: trabajó de bracero en Turquía, de mensajero en Viena, fue pintor de brocha gorda, empleado de comercio, y así sucesivamente. Pero en estos momentos era un camarero que veía cómo a cada lado del vagón restaurante flotaban sin cesar los prados, las colinas cubiertas de brezo, las arboledas de pino, y el consomé humeaba y chapoteaba dentro de las gruesas tazas que él transportaba en la bandeja con agilidad a lo largo del angosto pasillo que separaba las mesas dispuestas junto a las ventanillas. Era un camarero que dominaba su oficio, y lo demostraba en la maestría con que servía los filetes de buey o de jamón que llevaba en la fuente, y los depositaba en los platos, mientras inclinaba sin tambalearse la cabeza con su cabello bien corto, su frente tensa y sus tupidas cejas negras.
 El vagón llegaría a Berlín a las cinco en punto y a las siete volvería a iniciar la marcha en sentido contrario, en dirección a la frontera francesa. Luzhin vivía en una especie de sierra de acero: sólo tenía tiempo de deleitarse en sus recuerdos por la noche, en un agujero estrecho que olía a pescado y a calcetines sucios. Sus recuerdos más frecuentes eran de una casa en San Petersburgo, y de su despacho en aquella casa, con sus muebles tapizados en cuero y sus botones insertos entre las curvas y también de su mujer Lena, de quien no había tenido noticias en cinco años. En estos momentos sentía que estaba desperdiciando su vida. Su excesiva familiaridad con la cocaína le había destrozado la mente; las pequeñas llagas del interior de su nariz le empezaban a comer el tabique nasal.
 Cuando reía, sus dientes relampagueaban en un estallido blanco, y gracias a esta sonrisa de marfil ruso se había granjeado las simpatías de los otros dos camareros, Hugo, un berlinés rubio y fuerte, encargado de cobrar las comidas, y el pelirrojo Max, de nariz afilada y aspecto de zorro, cuyo cometido era llevar el café y la cerveza a los distintos compartimientos. En los últimos tiempos, sin embargo, Luzhin sonreía menos.
 En las horas de recreo cuando las olas cristalinas de la droga estallaban contra él, penetrando sus pensamientos con su resplandor y transformando la menudencia más mínima en un milagro etéreo, anotaba con esfuerzo en una hoja de papel las distintas medidas que pensaba tomar para averiguar el paradero de su mujer. Mientras emborronaba las cuartillas con todas esas sensaciones todavía felizmente vivas, sus anotaciones le parecían sobremanera importantes y también correctas. Por la mañana, sin embargo, cuando la cabeza le estallaba y la camisa se le ceñía pegajosa al cuerpo, miraba con expresión de asco y aburrimiento sus notas confusas y su letra irregular. Recientemente, sin embargo, una nueva idea había venido a ocupar sus pensamientos. Empezó a elaborar con diligencia un plan para su muerte; dibujaba una especie de gráfico en el que indicaba los altos y bajos de su sentido del miedo; y por fin, como para simplificar las cosas, se ponía una fecha fija, la noche entre el primer y el segundo día de agosto. Lo que le interesaba no era tanto la muerte misma sino todos los detalles que la precedían, y se metía tanto en los detalles que la muerte misma se le olvidaba. Pero en cuanto volvía a estar sobrio, la escena pintoresca de tal o cual método de autodestrucción palidecía, y sólo una cosa permanecía clara: su vida había ido consumiéndose en la nada y no tenía sentido continuar con ella.
 El primer día de agosto siguió su curso. A las seis y media de la tarde, en el gran bufé mal iluminado de la estación de Berlín, la anciana princesa María Ukhtomski estaba sentada en una mesa vacía: una mujer gorda, vestida completamente de negro, con el rostro cetrino como el de un eunuco. Los contrapesos de bronce de las arañas resplandecían bajo el alto techo empañado. De cuando en cuando alguien movía una silla y el sonido hueco reverberaba en el espacio.
 La princesa Ukhtomski lanzó una mirada severa a la manecilla dorada del reloj de pared. La manecilla dio un paso adelante. Un minuto más tarde volvió a estremecerse. La anciana dama se levantó, tomó su sac de voyage de brillante cuero negro, y se arrastró hasta la salida, apoyada en su bastón masculino con su gran pomo de madera.
 Un mozo la estaba esperando en la puerta. El tren entraba de espaldas a la estación. Uno tras otro, los lúgubres coches alemanes color de hierro pasaron ante su vista. La teca parda y ya vieja de un coche-cama mostraba bajo la ventana central una señal donde se leía BERLÍN-PARÍS; el coche internacional, así como el vagón restaurante con su madera de teca, en una de cuyas ventanillas se distinguían los codos y la cabeza del camarero de pelo color de zanahoria, eran lo único que recordaba al elegante y severo Nord-Express de antes de la guerra.
 El tren se detuvo con un chasquido metálico de los parachoques, y un silbido largo de los frenos.
 El mozo instaló a la princesa Ukhtomski en un compartimiento de segunda clase de un vagón Schnellzug, un compartimiento de fumadores, tal como ella había pedido. En un rincón, junto a la ventana, un hombre en un traje beige con rostro insolente y tez olivácea estaba cortando el extremo de un puro.
 La anciana princesa se instaló enfrente. Comprobó, con una mirada lenta y meditada, que todas sus cosas estuvieran colocadas en la red que había sobre sus cabezas. Dos maletas y una cesta. Todo estaba allí. Y el reluciente bolso de viaje en su regazo. Sus labios se movieron en un gesto adusto como si estuviera mascando algo.
 Una pareja de alemanes irrumpió jadeante y presurosa en el compartimiento.
 Y a continuación, un minuto justo antes de que el tren se pusiera en marcha, llegó una mujer joven con la boca pintada y un sombrerito negro que le cubría la frente. Dispuso sus cosas y salió al pasillo. El hombre del traje beige se la quedó mirando. Abrió la ventanilla con sacudidas inexpertas, y se apoyó en ella para despedirse de alguien. La princesa creyó distinguir el repiqueteo del idioma ruso.
 El tren se puso en movimiento. La mujer volvió al compartimiento. La sonrisa que tenía en el rostro se había desvanecido, y había sido reemplazada por una expresión preocupada. Las traseras de ladrillo de las casas se deslizaban al otro lado de la ventanilla: una de ellas mostraba el anuncio pintado de un cigarrillo ingente, relleno de lo que parecía paja dorada. Los tejados, mojados con la lluvia, brillaban bajo los rayos del sol poniente.
 La anciana princesa Ukhtomski no pudo aguantar más. Preguntó amablemente en ruso: «¿Le molesta que ponga mi bolso aquí?».
 La mujer dio un respingo y contestó: «No, en absoluto, por favor».
 El hombre de beige y oliva del rincón escrutaba su periódico con atención.
 —Yo voy a París —inició la conversación la princesa con un leve suspiro—. Tengo un hijo allí. Me da miedo Alemania, sabe usted.
 Y sacó de su bolso de viaje un gran pañuelo que se pasó por la nariz y por toda la cara.
 —Sí, miedo. La gente dice que va a estallar una revolución comunista en Berlín. ¿No ha oído usted nada?
 La mujer negó con la cabeza. Miró con suspicacia al hombre del periódico y al matrimonio alemán.
 —Yo no sé nada. Llegué de Rusia, de Petersburgo, anteayer.
 El rostro cetrino y regordete de la princesa Ukhtomski expresaba una intensa curiosidad. Sus cejas diminutas se levantaron.
 —¡No me diga!
 Con los ojos fijos en la punta de su zapato gris, la mujer dijo rápidamente en una voz muy dulce:
 —Sí, una persona de buen corazón me ayudó a salir. Ahora voy a París. Tengo parientes allí.
 Y empezó a quitarse los guantes. Una alianza de oro se le deslizó del dedo. La cogió con presteza.
 —No hago más que perder mi alianza. Debo de haber adelgazado o algo así.
 Se quedó en silencio, sin dejar de parpadear. A través de la ventanilla del pasillo, al otro lado de la puerta de cristal del compartimiento, se veía la hilera imperturbable de los hilos telefónicos que se alzaban vertiginosos hacia arriba.
 La princesa Ukhtomski se acercó a su vecina.
 —Dígame —preguntó en un susurro—. A esos soviéticos no les va tan bien ahora, ¿no es cierto?
 Un poste telegráfico, negro contra el sol poniente, pasó raudo, interrumpiendo el ascenso suave de los cables. Cayeron, como cae la bandera cuando el viento cesa de soplar. Y luego, furtivamente, comenzaron a ascender de nuevo. El expreso viajaba rápido entre los muros espaciosos de una noche inmensa y encendida de fuego. Desde algún lugar en el techo de los compartimientos, se oía un ligero tembleteo como si la lluvia cayera sobre techos de pizarra. Los vagones alemanes oscilaban violentamente. El internacional, tapizado de azul en su interior, se movía menos y hacía menos ruido que los otros. Tres camareros ponían las mesas en el vagón restaurante. Uno de ellos, con el pelo muy corto y cejijunto pensaba en el pequeño vial que guardaba en su bolsillo. No dejaba de pasar la lengua por los labios y sorberse los mocos. El vial contenía un polvo cristalino y llevaba la marca de Kramm. Estaba colocando los cuchillos y los tenedores e insertando botellas cerradas en los correspondientes aros de las mesas, cuando de repente ya no pudo más. Le dirigió una sonrisa convulsa a Max Fuchs, que estaba bajando las persianas, y cruzó la plataforma que conectaba los coches para llegar al vagón siguiente. Se encerró en el baño. Calculando con cuidado los vaivenes del tren, vertió un montoncito de polvo en la uña de su pulgar; con fruición se lo aplicó a un agujero de la nariz y luego al otro; lo inhaló; con la lengua se limpió el polvo brillante que se había quedado en la uña; parpadeó con fuerza un par de veces como reacción ante el amargor gomoso y abandonó el baño, borracho y boyante, con la cabeza llena del delicioso aire helado. Al cruzar el diafragma en su camino de vuelta al vagón restaurante pensó: «¡Qué sencillo sería morir ahora!». Sonrió. Sería mejor que esperara hasta que cayera la noche. Sería una pena cortar el efecto de aquel veneno encantador.
 —Dame las reservas, Hugo. Voy a distribuirlas.
 —No, deja que vaya Max. Max trabaja más deprisa. Ten, Max.
 El camarero pelirrojo agarró la caja con los cupones en su puño pecoso. Se deslizó como un zorro entre las mesas y por el pasillo azul del coche-cama. Cinco cuerdas de arpa se alzaban distintas y precisas contra el cielo y tras las ventanillas. El cielo se estaba oscureciendo. En el compartimiento de segunda clase de uno de los vagones alemanes una anciana vestida de negro, con aspecto de eunuco, escuchaba, puntuando su escucha con unos leves suspiros, el relato de una vida distante y monótona.
 —¿Y su marido... tuvo que quedarse?
 Los ojos de la joven se abrieron de par en par mientras negaba con la cabeza.
 —No. Lleva fuera bastante tiempo. Sencillamente, las cosas ocurrieron así. Al comienzo de la Revolución viajó hacia el sur, a Odesa. Le perseguían. Yo pensaba reunirme allí con él, pero no conseguí salir a tiempo.
 —Terrible, terrible. ¿Y no ha tenido noticias suyas?
 —Ninguna. Recuerdo que un buen día decidí que estaba muerto. Empecé a llevar la alianza en la cadena donde llevo la cruz. Temía que también me quitaran eso. Y luego, en Berlín, unos amigos me dijeron que estaba vivo. Alguien le había visto. Ayer mismo puse un anuncio en un periódico de exiliados.
 Apresuradamente sacó una página doblada del Rul’ de su ajado bolso de seda.
 —Aquí lo tiene, mire.
 La princesa Ukhtomski se puso las gafas y comenzó a leer: «Elena Nikolayevna Luzhin está buscando a su marido Aleksey Lvovich Luzhin».
 —¿Luzhin? —preguntó, quitándose las gafas—. ¿No será el hijo de Lev Sergeich? Tenía dos hijos. No recuerdo sus nombres.
 Elena sonrió radiante.
 —Oh, qué maravilloso. Esto sí que es una sorpresa. No me diga que conocía a su padre.
 —Claro que sí, desde luego —interrumpió la princesa en un tono amable y complaciente—. Lyovushka Luzhin, antiguo Ulano. Nuestras propiedades estaban una al lado de la otra. Solía visitarnos.
 —Murió —interrumpió Elena.
 —Sí, sí, eso he oído. Descanse en paz. Siempre llegaba a nuestra casa con sus perros de caza. Pero de sus hijos no me acuerdo tan bien. Llevo fuera del país desde 1917. El más joven era rubio, creo recordar. Y tartamudeaba un poco.
 Elena volvió a sonreír.
 —No, ése era su hermano mayor.
 —En ese caso, los tengo confundidos, querida —dijo la princesa con aplomo—. Mi memoria ya no es demasiado buena. Ni siquiera me habría acordado de Lyovushka si usted no lo hubiera mencionado. Pero ahora lo recuerdo todo. Solía venir a nuestra casa a tomar el té y, déjeme que le cuente... —la princesa se acercó y siguió, con una voz clara y un punto melodiosa, sin tristeza, porque sabía que de las cosas felices sólo es posible hablar de una forma feliz, sin dolerse porque se hayan ido.
 —Déjeme que le cuente —siguió—, teníamos un juego de platos muy divertido, con una cenefa de oro en derredor y, en el centro, un mosquito tan realista que nadie que no estuviera al tanto escapaba al gesto de intentar quitarlo del plato.
 La puerta del compartimiento se abrió. Un camarero pelirrojo les iba entregando las reservas de mesa para la cena. Elena cogió una. Y lo mismo hizo el hombre sentado en el rincón, que llevaba algún tiempo tratando de despertar su atención.
 —Yo he traído mi propia comida —dijo la princesa—. Jamón y un panecillo.
 Max pasó por todos los vagones y volvió al vagón restaurante. Al pasar, dio un codazo a su compañero ruso que estaba de pie a la entrada del coche con una servilleta bajo el brazo. Luzhin se quedó mirando a Max con ojos brillantes de ansiedad. Sintió que un hormigueo de vacío y de frío se le colaba en el cuerpo y suplantaba sus huesos y sus órganos, como si todo su cuerpo estuviera a punto de estornudar de un momento a otro, exhalando el alma en un suspiro. Se imaginó por centésima vez cómo iba a organizar su muerte. Calculó hasta el más mínimo detalle, como si estuviera ante un problema de ajedrez. Planeó bajarse del tren por la noche en una determinada estación, rodear caminando el vagón inmóvil hasta colocar la cabeza en el extremo de los topes justo en el momento en el que otro vagón, que iban a acoplar al vagón inmóvil, iniciara su marcha. Los topes chocarían. Entre ellos estaría su cabeza inclinada. Estallaría como una burbuja de jabón y se convertiría en aire iridiscente. Tendría que sostenerse con fuerza en las traviesas y apoyar la sien firmemente contra el frío metal del tope.
 —¿Es que no me oyes? Ya es hora de que llames a cenar.
 Ahora era Hugo quien hablaba. Luzhin respondió con una sonrisa asustada e hizo lo que le decía, abriendo por un momento las puertas de los compartimientos al pasar, mientras anunciaba rápidamente y a plena voz:
 —¡Primera llamada para la cena!
 En uno de los compartimientos sus ojos se fijaron fugazmente en el rostro relleno y amarillento de una anciana que estaba desempaquetando un bocadillo. Algo en aquel rostro le resultaba familiar. Mientras rehacía su camino atravesando los distintos compartimientos, no dejaba de pensar en quién podía ser. Era como si la hubiera visto en un sueño. La sensación de que su cuerpo estaba a punto de estornudarle el alma en cualquier momento se hizo más concreta ——en cualquier momento recordaré a quién se parece esa mujer. Pero cuanto más se esforzaba por recordar, más se le resistía el recuerdo que parecía esfumarse en la distancia. Cuando llegó al vagón restaurante se movía con lentitud, la nariz parecía dilatársele y sentía un espasmo en la garganta que le impedía tragar.
 —Al cuerno con ella, vaya estupidez.
 Los pasajeros, caminando torpemente y agarrándose a las barandillas de metal, empezaron a recorrer los pasillos en dirección al vagón restaurante. En las ventanas oscurecidas empezaban a brillar diferentes reflejos, aunque todavía se dejaba ver el rayo amarillo del sol poniente. Elena Luzhin se fijó no sin cierta alarma en que el hombre del traje beige había esperado a que ella se pusiera en pie para levantarse. Tenía unos desagradables ojos saltones y vidriosos que parecían llenos de un yodo oscuro. Caminaba por el pasillo de tal forma que continuamente se tropezaba con ella y la pisaba, y cuando un brusco movimiento del tren le hacía perder el equilibrio (los vagones traqueteaban violentamente), él se aclaraba la garganta mordaz como respondiendo a no sé qué oscuras intenciones. Por alguna razón pensó que tenía que ser un espía, un confidente, y aunque sabía que era una tontería pensar eso —después de todo ya no estaba en Rusia— no conseguía quitarse la idea de la cabeza.
 Él dijo algo cuando atravesaron el pasillo del coche cama. Ella aceleró el paso. Cruzó las placas metálicas traqueteantes que conectaban con el restaurante, situado a continuación del coche-cama. Y allí, de repente, en el vestíbulo del vagón restaurante, aquel hombre, con una especie de ternura brutal, la cogió por el brazo. Ella ahogó un grito y liberó el brazo de un tirón tan violento que casi la llevó al suelo.
 El hombre dijo en alemán con acento extranjero: «¡Querida!».
 Elena torció el gesto intempestivamente. Volvió, rehizo su camino a través de las planchas metálicas, a través de los distintos vagones, a través del coche-cama. Se sentía profundamente herida. Prefería no cenar a tener que enfrentarse con aquel monstruo de zafiedad. «¡Dios sabe por quién me ha tomado! —pensó— y todo porque llevo carmín de labios».
 —¿Qué ocurre? ¿Es que no vas a cenar?
 La princesa Ukhtomski tenía un bocadillo de jamón en la mano.
 —No, ya no me apetece. Le ruego me disculpe pero creo que voy a dormir un poco.
 La anciana arqueó las cejas sorprendida, y luego continuó con su bocadillo.
 En cuanto a Elena, apoyó la cabeza en el respaldo e hizo como si durmiera. Muy pronto cayó en un sopor. De tanto en tanto, su rostro pálido y cansado se movía en un gesto sorprendido. Su nariz brillaba en aquellas zonas en las que el maquillaje había desaparecido. La princesa Ukhtomski encendió un cigarrillo con un filtro larguísimo.
 Media hora más tarde el hombre volvió, se sentó imperturbable en su rincón y se dedicó a limpiarse las muelas con un palillo. Luego cerró los ojos, jugueteó un rato con las manos, y finalmente se tapó la cara con la solapa del abrigo que colgaba de un gancho en la pared. Pasó una media hora y el tren aminoró la marcha. Las luces de un andén pasaron como espectros a lo largo de las ventanas llenas de niebla. El vagón se detuvo con un prolongado suspiro de alivio. Se oían diversos ruidos: alguien que tosía en el compartimiento vecino, pisadas que corrían por el andén de la estación. El tren se quedó parado un largo rato, mientras que los silbidos nocturnos se llamaban unos a los otros en la distancia. Luego, dio un respingo y empezó a moverse.
 Elena se despertó. La princesa seguía durmiendo, su boca abierta una caverna negra. La pareja alemana había desaparecido. El hombre, con la cabeza cubierta por el abrigo, tenía las piernas completamente abiertas en una postura grosera.
 Elena se lamió los labios, secos, y con preocupación se pasó la mano por la frente. De repente dio un respingo: no llevaba la alianza en el dedo anular.
 Por un instante se quedó inmóvil contemplando su mano desnuda. Luego, con el corazón en vilo, empezó a buscarlo apresurada por el asiento, por el suelo. Miró las rodillas huesudas del hombre.
 —¡Dios mío!, claro, debí de dejarla caer cuando iba al vagón restaurante, cuando luché por liberarme...
 Salió corriendo del compartimiento; con los brazos extendidos, apoyándose en ambos lados del pasillo, conteniendo las lágrimas, atravesó un vagón, y después otro. Llegó al final del coche-cama, y a través de la puerta trasera, no vio sino aire, vacío, el cielo nocturno, la oscura cuña del lecho vacío donde los raíles se perdían en la distancia.
 Pensó que se había confundido y había tomado la dirección equivocada. Llorando, rehizo su camino.
 Junto a ella, en la puerta del baño, había una anciana con un viejo delantal y un brazalete que parecía una enfermera del turno de noche. Llevaba en la mano un cubo del que sobresalía un cepillo.
 —Desengancharon el vagón restaurante —dijo la vieja, y quién sabe por qué razón, suspiró—. Después de atravesar Colonia, engancharán otro.

 En el vagón restaurante que había quedado atrás bajo la bóveda de una estación donde debería aguardar a la mañana para volver a ponerse en camino en dirección a Francia, los camareros limpiaban y recogían los manteles. Luzhin terminó y se quedó en la puerta abierta a la entrada del vagón. La estación estaba oscura y desierta. En la distancia lucía una lámpara como si fuera una estrella húmeda que atravesara una nube gris de humo. El torrente de raíles brillaba todavía levemente. Seguía sin entender por qué el rostro de aquella anciana del bocadillo le había trastornado tan profundamente. Todo lo demás estaba claro, sólo aquel punto concreto permanecía oscuro.
 Max, el pelirrojo de nariz afilada, salió a la puerta. Se puso a barrer el suelo. Se dio cuenta de que había un brillo de oro en una esquina. Se agachó. Era un anillo. Lo escondió en el bolsillo de su chaleco y miró furtivamente para asegurarse de que nadie lo había visto. La espalda de Luzhin seguía inmóvil en la misma puerta. Max sacó el anillo con cuidado; a la débil luz distinguió una palabra y unos números grabados en el interior. Debe de ser chino, pensó. En realidad la inscripción decía: «1-VIII-1915, ALEKSEY». Se volvió a meter el anillo en el bolsillo.
 La espalda de Luzhin se movió. Silenciosamente se bajó del vagón. Caminó en diagonal hasta la próxima vía, con paso tranquilo, relajado, como si estuviera dando un paseo.
 Un tren directo, sin paradas, tronó en su entrada a la estación. Luzhin fue hasta el borde del andén y bajó de un salto. La pista de ceniza crujió bajo su peso.
 En ese preciso instante, la locomotora lo engulló de un golpe voraz. Max, totalmente ignorante de lo que acababa de ocurrir, miraba desde lejos mientras las ventanas iluminadas se sucedían vertiginosamente en una tira continua.

martes, 15 de agosto de 2017

LUIS CERNUDA. OCNOS. FRAGMENTO 2. LITERATURA DE RESCATE.


OCNOS. (FRAGMENTO 2).
 El huerto


Alguna vez íbamos a comprar una latania o un rosal para el patio de casa. Como el huerto estaba lejos había que ir en coche; y al llegar aparecían tras el portalón los senderos de tierra oscura, los arriates bordeados de geranios, el gran jazminero cubriendo uno de los muros encalados.
Acudía sonriente Francisco el jardinero, y luego su mujer. No tenía hijos, y cuidaban de su huerto y hablaban de él tal si fuera una criatura. A veces hasta bajaban la voz al señalar una planta enfermiza, para que no oyese, ¡la pobre!, cómo se inquietaban por ella.
Al fondo del huerto estaba el invernadero, túnel de cristales ciegos en cuyo extremo se abría una puertecilla verde. Dentro era un olor cálido, oscuro, que se subía a la cabeza: el olor de la tierra húmeda mezclado al perfume de las hojas. La piel sentía el roce del aire, apoyándose insistente sobre ella, denso y húmedo. Allí crecían las palmas, los bananeros, los helechos, a cuyo pie aparecían las orquídeas, con sus pétalos como escamas irisadas, cruce imposible de la flor con la serpiente.
La opresión del aire iba traduciéndose en una íntima inquietud, y me figuraba con sobresalto y con delicia que entre las hojas, en una revuelta solitaria del invernadero, se escondía una graciosa criatura, distinta de las demás que yo conocía, y que súbitamente y sólo para mí iba acaso a aparecer ante mis ojos.
¿Era dicha creencia lo que revestía de tanto encanto aquel lugar? Hoy creo comprender lo que entonces no comprendía: cómo aquel reducido espacio del invernadero, atmósfera lacustre y dudosa donde acaso habitaban criaturas invisibles, era para mí imagen perfecta de un edén, sugerido en aroma, en penumbra y en agua, como en el verso del poeta gongorino: «Verde calle, luz tierna, cristal frío».

  El miedo


A Guadalupe Dueñas

Por el camino solitario, sus orillas sembradas de chumberas y algún que otro eucalipto, al trote de las mulas del coche, volvía el niño a la a la ciudad desde aquel pueblecito con nombre árabe. ¿Cuántos años tendría entonces: cinco, seis? Él mismo no lo sabía, porque el tiempo, la idea del tiempo no había entrado aún en su alma. Pero aquel anochecer entraría en ella otra idea nueva y terrible, a la que sólo el adulto puede, si es que puede, enfrentarse.
A través de la ventanilla del coche iba viendo cómo el cielo palidecía, desde el azul intenso de la tarde al celeste desvaído del crepúsculo, para luego llenarse lentamente de sombra. ¿Le alcanzaría fuera de la casa y de la ciudad la noche, de cuya oscuridad creciente le habían protegido hasta entonces las paredes amigas, la lámpara encendida sobre el libro de estampas?
Un miedo, de cuya aparición súbita en él acaso no se daba cuenta, atendiendo más al efecto que a la causa, le prevenía contra el mundo nocturno a campo abierto: el miedo frente a lo extraño y lo desconocido, y que comenzaba a traducirse para su conciencia infantil, con prisa, con afán, con angustia, en la presión de un movimiento incontenible (que las mulas del coche apresurasen el paso) huyendo hacia adelante.
Muchos años más tarde te dijo alguna vez que él mismo desconocía aquella voz que de su entraña salió, oscura, amedrentada, diciendo: «Que va a caer la noche, que va a caer la noche», para prevenir a los otros, que no le hacían caso, que nadar podían quizá, contra aquel horror antes desconocido: el horror a los poderes contrarios al hombre sueltos y al acecho en la vida.
Tú, que le conociste bien, puedes relacionar (con el margen inevitable de error que hay entre el centro hondo e insobornable de un ser humano y la percepción externa de otro, por amistosa que sea) aquel despertar del terror primario y ancestral en un alma predestinada a sentirlo siempre, aunque intermitente, con la expresión que luego él mismo iba a darle cuando hombre en un verso: «Por miedo de irnos solos a la sombra del tiempo».

  El bazar


En la media luz brillaban las lunas biseladas de cristales y espejos, y un aroma confuso de piel de Rusia y ámbar flotaba por el aire. Tras de las vitrinas, junto al terciopelo oscuro de los estuches, encerrando como en una concha irisados reflejos de plata y de porcelana, surgían los grandes frascos de agua de colonia o los más frágiles de perfume. Apenas si quedaba espacio para los mueblecillos modern style, cuyas formas irregulares e imprevistas se percibían aquí o allá, entre los colores vivos y puros de los juguetes. Era una confusión múltiple y rica de colores, reflejos y aromas.
El encanto de aquel ambiente llegaban a cifrarlo enigmáticas unas etiquetas de estrecha forma rectangular, donde el nombre del bazar aparecía en blancas letras de realce sobre fondo escarlata, y las cuales se destacaban sobre el cartón de las cajas que por mi santo o en día de reyes traían a casa los juguetes maravillosos, envueltos en papel de seda y finas virutas ensortijadas, tal un bucle de pelo rubio.
Era aquella atmósfera del bazar una atmósfera femenina, y su seducción particular no se dispersaba con los objetos que de allí salían, en paquetillos atados por una cinta, ocultos en el inmenso manguito de una mujer. Y aunque ésta, con leve rumor de seda, asomando apenas la punta del pie entre los pliegues de la estrecha falda, bajara los escalones de mármol para apelotonarse luego en la berlina que aguardaba afuera, aquel encanto no desaparecía. Quedaba flotando, impersonal e indivisible, como el aroma mismo de las pieles, los polvos de arroz y el opoponax, hecho ya época él mismo, leyenda e historia.

  El tiempo


Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien). Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre una vez ha vivido libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?
Recuerdo aquel rincón del patio en la casa natal, yo a solas y sentado en el primer peldaño de la escalera de mármol. La vela estaba echada, sumiendo el ambiente en una fresca penumbra, y sobre la lona, por donde se filtraba tamizada la luz del mediodía, una estrella destacaba sus seis puntas de paño rojo. Subían hasta los balcones abiertos, por el hueco del patio, las hojas anchas de las latanias, de un verde oscuro y brillante, y abajo, en torno de la fuente, estaban agrupadas las matas floridas de adelfas y azaleas. Sonaba el agua al caer con un ritmo igual, adormecedor, y allá en el fondo del agua unos peces escarlata nadaban con inquieto movimiento, centelleando sus escamas en un relámpago de oro. Disuelta en el ambiente había una languidez que lentamente iba invadiendo mi cuerpo.
Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar.

  Pregones


Eran tres pregones.
Uno cuando llegaba la primavera, alta ya la tarde, abiertos los balcones, hacia los cuales la brisa traía un aroma áspero, duro y agudo, que casi cosquilleaba la nariz. Pasaban gentes: mujeres vestidas de telas ligeras y claras; hombres, unos con traje de negra alpaca o hilo amarillento, y otros con chaqueta de dril desteñido y al brazo el canastillo, ya vacío, del almuerzo, de vuelta del trabajo. Entonces, unas calles más allá, se alzaba el grito de «¡Claveles! ¡Claveles!» grito un poco velado, a cuyo son aquel aroma áspero, aquel mismo aroma duro y agudo que trajo la brisa al abrirse los balcones, se identificaba y fundía con el aroma del clavel. Disuelto en el aire había flotado anónimo, bañando la tarde, hasta que el pregón lo delató, dándole voz y sonido, clavándolo en el pecho bien hondo, como una puñalada cuya cicatriz el tiempo no podrá borrar.
El segundo pregón era al mediodía, en el verano. La vela estaba echada sobre el patio, manteniendo la casa en fresca penumbra. La puerta entornada de la calle apenas dejaba penetrar en el zaguán un eco de la luz. Sonaba el agua de la fuente adormecida bajo su corona de hojas verdes. Qué grato en la dejadez del mediodía estival, en la somnolencia del ambiente, balancearse sobre la mecedora de rejilla. Todo era ligero, flotante; el mundo, como una pompa de jabón, giraba frágil, irisado, irreal. Y de pronto, tras de las puertas, desde la calle llena de sol, venía dejoso, tal la queja que arranca el goce, el grito de «¡Los pejerreyes!». Lo mismo que un vago despertar en medio de la noche, traía consigo la conciencia justa para que sintiéramos tan sólo la calma y el silencio en torno, adormeciéndonos de nuevo. Había en aquel grito un fulgor súbito de luz escarlata y dorada, como el relámpago que cruza la penumbra de un acuario, que recorría la piel con repentino escalofrío. El mundo, tras de detenerse un momento, seguía luego girando suavemente, girando.
El tercer pregón era al anochecer, en otoño. El farolero había pasado ya, con su largo garfio al hombro, en cuyo extremo se agitaba como un alma la llamita azulada, encendiendo los faroles de la calle. A la luz lívida del gas brillaban las piedras mojadas por las primeras lluvias. Un balcón aquí, una puerta allá, comenzaban a iluminarse por la acera de enfrente, tan próxima en la estrecha calle. Luego se oía correr las persianas, cerrar los postigos. Tras el visillo del balcón, la frente apoyada al frío del cristal, miraba el niño la calle un momento, esperando. Entonces surgía la voz del vendedor viejo, llenando el anochecer con un pregón ronco de «¡Alhucema fresca!», en el cual las vocales se cerraban, como el grito ululante de un búho. Se le adivinaba más que se le veía, tirando de una pierna a rastras, nebulosa y aborrascada la cara bajo el ala del sombrero caído sobre él como una teja, que iba, con su saco de alhucema al hombro, a cerrar el ciclo del año y de la vida.
Era el primer pregón la voz, la voz pura; el segundo el canto, la melodía; el tercero el recuerdo y el eco, la voz y la melodía ya desvanecidas.

  El poeta y los mitos


Bien temprano en la vida, antes que leyeses versos algunos, cayó en tus manos un libro de mitología. Aquellas páginas te revelaron un mundo donde la poesía, vivificándolo como la llama al leño, trasmutaba lo real. Qué triste te apareció entonces tu propia religión. Tú no discutías ésta, ni la ponías en duda, cosa difícil para un niño; mas en tus creencias hondas y arraigadas se insinuó, si no una objeción racional, el presentimiento de una alegría ausente. ¿Por qué se te enseñaba a doblegar la cabeza ante el sufrimiento divinizado, cuando en otro tiempo los hombres fueron tan felices como para adorar, en su plenitud trágica, la hermosura?
Que tú no comprendieras entonces la casualidad profunda que une ciertos mitos con ciertas formas intemporales de la vida, poco importa: cualquier aspiración que haya en ti hacia la poesía, aquellos mitos helénicos fueron quienes la provocaron y la orientaron. Aunque al lado no tuvieses alguien para advertirte del riesgo que así corrías, guiando la vida, instintivamente, conforme a una realidad invisible para la mayoría, y a la nostalgia de una armonía espiritual y corpórea y desterrada siglos atrás de entre las gentes.

  El escándalo


En las largas tardes del verano, ya regadas las puertas, ya pasado el vendedor de jazmines, aparecían ellos, solos a veces, emparejados casi siempre. Iban vestidos con blanca chaqueta almidonada, ceñido pantalón negro de alpaca, zapatos rechinantes como el cantar de un grillo, y en la cabeza una gorrilla ladeada, que dejaba escapar algún rizo negro o rubio. Se contoneaban con gracia felina, ufanos de algo que sólo ellos conocían, pareciendo guardarlo secreto, aunque el placer que en ese secreto hallaban desbordaba a pesar de ellos sobre las gentes.
Un coro de gritos en falsete, el ladrar de algún perro, anunciaba su paso, aun antes de que hubieran doblado la esquina. Al fin surgían, risueños y casi envanecidos del cortejo que les seguía insultándoles con motes indecorosos. Con dignidad de alto personaje en destierro, apenas si se volvían al séquito blasfemo para lanzar tal pulla ingeniosa. Mas como si no quisieran decepcionar a las gentes en lo que éstas esperaban de ellos, se contoneaban más exageradamente, ciñendo aún más la chaqueta a su talle cimbreante, con lo cual redoblaban las risotadas y la chacota del coro.
Alguna vez levantaban la mirada a un balcón, donde los curiosos se asomaban al ruido, y había en sus descarados ojos juveniles esa burla mayor, un desprecio más real que en quienes con morbosa curiosidad les iban persiguiendo. Al fin se perdían al otro extremo de la calle.
Eran unos seres misteriosos a quienes llamaban «los maricas».

  Mañanas de verano


Algunos días de fiesta religiosa, cuya celebración tenía resonancia particularmente local o familiar, fiestas que siempre caían durante el verano, salía el niño por la mañana, camino de la iglesia. Unas veces le llevaban a la catedral, otras más lejos, a algún barrio popular, nunca o raramente visitado, donde estaba la iglesia en cuestión, y en ocasiones hasta había que atravesar el río, cuya densa luminosidad verde parecía metal fundido entre las márgenes arcillosas.
Qué aire inusitado cobraba todo. Era primero lo de ir y volver en horas cuando ya comenzaba a apretar el calor, porque las salidas veraniegas acostumbradas se hacían al caer la tarde o a la noche. Luego lo de ir por las calles matinales, entoldadas unas, otras descubiertas hacia el cielo radiante, cuyo igual no encontraría después en parte alguna. Por último lo de mirar al paso y de cerca la actividad tranquila del barrio popular y del mercado.
Cuánta gracia tenían formas y colores en aquella atmósfera, que los esfumaba y suavizaba, quitándoles a unas dureza y a otros estridencia. Ya era el puesto de frutas (brevas, damascos, ciruelas), sobre las que imperaba la rotundidad verde oscuro de la sandía, abierta a veces mostrando adentro la frescura roja y blanca. O el puesto de cacharros de barro (búcaros, tallas, botellas), con tonos rosa o anaranjado en panzas y cuellos. O el de los dulces (dátiles, alfajores, yemas, turrones), que difundían un olor almendrado y meloso de relente oriental.
Pero siempre sobre todo aquello, color, movimiento, calor, luminosidad, flotaba un aire limpio y como no respirado por otros todavía, trayendo consigo también algo de aquella misma sensación de lo inusitado, de la sorpresa, que embargaba el alma del niño y despertaba en él un gozo callado, desinteresado y hondo. Un gozo que ni los de la inteligencia luego, ni siquiera los del sexo, pudieron igualar ni recordárselo.
Parecía como si sus sentidos, y a través de ellos su cuerpo, fueran instrumento tenso y propicio para que el mundo pulsara su melodía rara vez percibida. Pero al niño no se le antojaba extraño, aunque sí desusado, aquel don precioso de sentirse en acorde con la vida y que por eso mismo ésta le desbordara, transportándole y transmutándole. Estaba borracho de vida, y no lo sabía; estaba vivo como pocos, como sólo el poeta puede y sabe estarlo.
Fuente:
Ocnos


ePub r1.0


Titivillus 23.04.15


 
 Luis Cernuda, 1942

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

domingo, 13 de agosto de 2017

Jorge Luis Borges. LAWRENCE Y LA ODISEA. Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 25, octubre de 1936.


LAWRENCE Y LA ODISEA

En tiempos de reforma, la esperanza ilimitada y el asco suelen imaginar una operación que linda con Dios: el incendio total de las bibliotecas. Hacia 1910, los futuristas concibieron ese propósito y aprovecharon los diversos servicios de la Unión Postal Universal para que figurase en los diarios. Hacia 1650, se discutió en el Parlamento Inglés la aniquilación de cuanto pudiera recordar el orden antiguo, empezando por los archivos depositados en la Torre de Londres. Dos siglos antes de la era cristiana, el rey de Tsin abolió el sistema feudal, asumió el título de Primer Emperador y decretó la quemazón de todos los libros anteriores a Él... Si un incendio no menos analfabeto consumiera todas las bibliotecas de Londres y no se rescataran sino las traducciones de la Odisea, yo afirmo que éstas bastarían, no a reemplazar a Bernard Shaw o a Sir Thomas Browne, pero sí a presentar la evolución, la diversa y ardiente evolución, de la literatura británica. La amistad de Inglaterra y de la Odisea es larga en el tiempo y numerosa de fatigas y glorias. Hay la efusión isabelina de Chapman, hay el glacial y reluciente edificio de Pope, hay la rapsodia miltónica de Cowper, hay la "saga" de Morris, hay la Authorized Versión de Andrew Lang, hay la novela de costumbres burguesas de Samuel Butler, hay veintiocho versiones. Hay la más reciente de todas ellas, la de Lawrence de Arabia: muerto hace poco en Inglaterra, pero que no necesitó de la muerte para ser mitológico. Fue ejecutada en 1928, en Miramshah, "en un fortín de adobe, cercado por las tribus del Uaziristán". Una edición barata acaba de aparecer en New York (Oxford University Press).

Inútil agregar que la prensa ha abundado en elogios. El New York Herald Tribune ensayó el epigrama y dijo que se trataba de la versión más interesante del más interesante libro del mundo. Harper's declaró con algún candor que la versión de Lawrence era más fiel que la de Chapman —que data de 1614, fecha que ni buscó ni sospechó las virtudes de la precisión literal. La naturaleza homérica del traductor no pasó inadvertida: todos sintieron que una Odisea traducida al inglés por el coronel T. E. Lawrence era no menos prodigiosa que una Odisea traducida al inglés por el hábil Ulises, hijo de Laertes, rey de Itaca, de la simiente de Zeus. El mismo Lawrence alegó en un catálogo conmovedor sus muchas aptitudes. "He cazado jabalíes", dijo, "he acechado leones, he navegado 1 Mar Egeo, he doblado arcos, he vivido con pueblos astoriles, he urdido redes, he construido botes y he muerto a muchos hombres." En esa enumeración de capacidades, nótese el buen contacto de hechos tranquilos y de echos de violencia y de sangre; es rasgo que demuestra la osesión de la aptitud retórica, quizá no menos conveniente en un traductor que las de orden textil, naviero, sagitario, marítimo, leonino y homicida. Por lo demás, la destreza verbal del historiador de Revolt in the Desert —otra coalición eficaz de una palabra tumultuosa y poblada y otra vacía— es harto célebre.

¿Qué juzgar de la novísima Odisea de Lawrence, hombre sin duda heroico y gran escritor? Digo que es admirable, pero —y el pero es alarmante— no es superior a la que suministraron Butcher y Lang, hombres de letras sedentarios del siglo diecinueve. Daré algunos ejemplos, cuya forzada brevedad, lo prometo, no encierra una perfidia.

No hay ser humano que haya alcanzado el Hades en uno de nuestros barcos negros (Lawrence, página 149).

Ningún hombre, hasta ahora, ha navegado hasta el infierno en un barco negro (Lang, pág. 169).

Con el tiempo, esas yeguas fueron su muerte, porque lo enfrentaron con aquel supremo hombre de acción: Herakles, hijo valeroso de Zeus (Lawrence, página 281).

Esas yeguas le trajeron la muerte y destino en el fin postrero, cuando llegó al hijo de Zeus, valeroso de corazón, el hombre Hércules, que sabía de grandes aventuras (Lang, página 344).

Una cabeza obscena, con tres hileras de poblados colmillos negramente cargados de muerte (Lawrence, página 171).

Una terrible cabeza y en la cabeza tres hileras de dientes apretados, llenas de negra muerte (Lang, página 195).


En medio del vinoso mar está Creta, una hermosa isla rica poblada más allá del cálculo, con noventa ciudades de habla mezclada, donde coexisten varios idiomas (Lawrence, página 260).

Hay una tierra que se llama Creta en el medio del mar vinoso, una tierra fértil y placentera, rodeada de agua, y en ella hay muchos hombres innumerables y noventa ciudades. Y todas no hablan el mismo idioma, sino que hay confusión de lenguas (Lang, página 316).

A través de mi traducción de esas traducciones, algunos rasgos de Andrew Lang se adivinan: el manejo un poco sonriente de modos de decir de la Biblia —confusión de lenguas...—, la preservación graciosa o conmovedora de los pleonasmos y torpezas del griego. Creo que no es menos sensible el método irregular de Lawrence, o su falta de método: el vaivén de locuciones familiares (con el tiempo, esas yeguas fueron su muerte... aquel supremo hombre de acción) y de los epítetos clásicos: el vinoso mar. Lo anterior no quiere decir que no haya en la Odisea de Lawrence, pasajes resueltos ejemplarmente; los hay y muchos. Verbigracia, la apasionada invocación liminar; verbigracia, la breve escena cavernario-amorosa del quinto libro y las altas palabras que la preceden; verbigracia, la ran matanza de los reyes, del libro XXII.

Puestos a imaginar la epopeya, Lawrence —con el caudal de "vivencias" que conocemos— lo supera infinitamente a Andrew Lang. Puestos a traducirla, el sedentario helenista de Oxford no vale mucho menos que el héroe que guerreó en el desierto. Lo cual nos restituye a la casi escandalosa comprobación: La literatura es arte verbal, es rte de palabras.

Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 25, octubre de 1936.

sábado, 12 de agosto de 2017

NOVELA: APOLLO. (HISTORIA DE UNA NOSTALGIA).


NOVELA APOLLO: (HISTORIA DE UNA NOSTALGIA). Por: J. Méndez-Limbrick.

Cuando estaba en el colegio escuché una pregunta y definición de mi profesora de: “¿Qué es Literatura?”. Dijo que la Literatura es: “el encuentro de dos almas”. Quizá la definición parezca simplona e incluso un poco “cursi”. Sin embargo, han pasado casi 5 décadas de aquella definición y la verdad, creo que en efecto, aún cuando sea bastante sencillo el concepto, la misión de la literatura, la misión del lenguaje es: la comunicación.
El arte de la palabra es la comunicación, el mensaje que lleva implícito el signo lingüístico es la transmisión de sentimientos, crear mundos, que nos sintamos en pocas palabras identificados con lo que estamos leyendo: la obra literaria gusta o no gusta.
A lo anterior tenemos que añadirle –y quizá como una verdad de perogrullo como decimos los abogados- que la Literatura tiene por misión crear un mundo a partir del lenguaje.
De ahí, que me disgustara en una ocasión escuchar a un Catedrático de Filología decir que la Literatura es “embuste”. Por supuesto que la Literatura no es embuste porque, crea un mundo a partir del lenguaje, crea un universo que es real dentro de sus propias leyes o lo que se llama lo verosímil del relato.
Apollo – es a mi parecer- un texto que engloba todo lo anterior: la comunicación por medio del lenguaje, el arte de la palabra. APOLLO es ese mundo de palabras que se va construyendo como una hermosa catedral gótica y que, nos hace irnos adentrando poco a poco en el mundo de Shaíto y de Gustavo, los protagonistas de la historia.
Apollo posee la facultad, el privilegio, la posibilidad – como toda obra literaria – de construir un cosmos mágico del adolescente (en este caso Shaíto) y su primo Gustavo o “Tavito”. Los diálogos son constantes, unos diálogos ágiles que le dan fuerza e interés a la narración. Esa es una de las virtudes que tiene la novela: unos diálogos no cajoneros, por el contrario son diálogos jocosos, inteligentes, y que incluso llaman a la reflexión del lector acercándonos a un mundo rico en acontecimientos de todo tipo –políticos, científicos, movimientos culturales y de protesta como la época de los hippies que queda plasmada en la narración del campus universitario cuando un grupo de jóvenes interpela a las autoridades policiales de querer violar la autonomía universitaria dado que unos hippies recurren al cobijo de la universidad y, se refugian en su territorio para quedar impunes del delito por fumar marihuana y de una protesta en contra de la violencia: signos visibles de una segunda mitad del siglo pasado como fueron los años 60 en una memoria colectiva.
Apollo es una historia que se monta y se desmonta en el contexto de los años 60 e inicios de los años 70 del siglo XX.
El autor ha escogido hábilmente un momento histórico rico en matices, convulso, período interesante en donde las ideas de todo tipo están en ebullición tanto en Europa como en América: basta recordar unos pasajes de Apollo en donde se hace referencia a la revolución cultural y social de mayo del 68 en Francia.
Los referentes históricos, las anécdotas están a lo largo de las 285 páginas de este mundo proustiano. Y digo, no en forma gratuita mundo proustiano: lo señalo porque, Apollo posee la posibilidad y la habilidad de sumergirnos desde la primera hasta la última página en un universo melancólico, en donde proliferan las anécdotas y los citas musicales, científicas, de erudición. Allí nos encontraremos referentes musicales desde: los beatles, Sergio Endrigo, Rabi Sankar, Santana, etc.
Igual se habla del cine y política, de aquellos años convulsos de la Guerra Fría. Nada escapa a esa pupila abarcadora de ambos primos.
La novela se divide en 5 acápites como un corpus armónico en donde todas las partes se van uniendo en un fino tejido de remembranzas que tienen como hilo conductor los vuelos espaciales Geminis y Apollo que culminarán la historia con el alunizaje de los norteamericanos en el año 1969 y de una carrera espacial entre la ya desaparecida URSS y USA. Y por supuesto no faltan los espías y los contra-espías en el marco de la Guerra Fría y su famosa “cortina de hierro” como definiría al bloque comunista Churchill.
Rica en matices, no existe nada que se le escape al ojo escrutador y mágico del narrador principal Shaíto y su contertulio y cuestionador primo Tavito, quién realiza preguntas de todo tipo. No por ser menor Tavito será ajeno a las especulaciones.
Los personajes y las referencias históricas son abundantes, exageradamente abundantes pero, no por ello cansan. Al contrario, el autor ha tenido la habilidad de insertar en los diálogos o episodios de cada acápite citas musicales de obras clásicas como populares, e igual se hace alusión a películas de los años 70 como “Benjamín o el despertar de un joven” que en lo particular me hizo mucha gracia y más que gracia me identifiqué con Shaíto cuando una bella mujer cuarentona y vecina tiene un affaire con el protagonista principal y a quien llama una y otra vez Benjamín haciendo referencia a la película en mención.
En cuanto a Gustavo es el niño inteligente y preguntón –reitero - que interpela una y otra vez a su primo mayor de todo cuanto sucede a su alrededor y en cuanto los acontecimientos mundiales.
Apollo es un texto con un estilo anecdótico pero, lo más importante que la anécdota o todas las anécdotas son contadas con humor fino e inteligente, las conversaciones de los primos son siempre acompañadas por acontecimientos e información de todo tipo como ya dije anteriormente.
Frase corta, punzante, de bellas metáforas, es lo que se observa en Apollo.
Otro rasgo que me llamó profundamente la atención es el símbolo de la Luna (Selene) como un símbolo de nostalgia, misterio, e incluso de erotismo como cuando se hace referencia a Barbarella reina del Espacio. (Y que yo en lo particular me recuerdo cuando la estrenaron en el ya perdido en el tiempo Cine Rex y hoy convertido en una MacDonalds).
No recuerdo en la narrativa nacional una obra tan particular y tan original como la de Gonzálo.
Apollo no solo entretiene, sino que es testigo de los años 60 del siglo pasado. Apollo es una obra que tiene la virtud –otro rasgo que la caracteriza - de no ser maniquea cuando se habla o se cuestiona la política tanto de los Estados Unidos y de la antigua URSS en aquellos años.
De todas maneras, - pienso- que la intención del autor fue y que lo logró con creces, construir un bello mosaico de los años del rock and roll, los beatles, la época de Yuri Gagarin, el asesinato de Kennedy, y todos aquellos acontecimientos que siempre recordaremos en los ojos de estos dos protagonistas.-

jueves, 10 de agosto de 2017

Federico García Lorca. Poeta en Nueva York. Por Carmen M.ª Matías López & Philippe Campillo, (2),

 (En la gráfica: Lorca con Neruda. La fotografía habla por sí sola de quién es el MAESTRO... al menos en ese momento).
«Poesía es la unión de dos palabras
que uno nunca supo que pudieran juntarse,
 y que forman algo así como un misterio.»
FEDERICO GARCÍA LORCA
 
 
«Tu infancia en mentón». Poeta en Nueva York
Federico García Lorca (1898-1936) forma parte de la ‘generación del 27’ y se convierte en el poeta que más influencia la literatura del siglo XX. La serie de poemas que componen Poeta en Nueva York no es más que una recopilación de poemas que se publica en 1940, escritos no como un libro sino como un grupo de poemas aislados que se estructuran más tarde. La crítica literaria en general pone en duda que Lorca hubiera previsto el orden de los poemas que conocemos hoy. El poeta los compone entre 1929 y 1930 en Nueva York, donde reside como estudiante en la universidad de Columbia.
Poeta en Nueva York es, en parte, una obra autobiográfica. Muchos de estos poemas utilizan la primera persona y expresan las experiencias del autor. Son la consecuencia de una crisis personal asociada a la crisis económica de los Estados Unidos entre 1929-1930. El tema del amor es el del amor homosexual. En Poeta en Nueva York no hay mujeres, únicamente niñas. Sin embargo, aparecen muchos hombres, imágenes fálicas y alusiones al amor dirigido a un personaje o personajes masculinos.
Dicha recopilación esta dedicada a sus amigos Bebe y Carlos Mora, y otras amistades. La obra contiene citas de poemas de Luis Cernuda y Vicente Aleixandre, poetas del ‘grupo del 27’, amigos de Lorca. Todos estos poemas son de inspiración surrealista. La soledad y la desesperación son los temas principales. La ciudad de Nueva York aparece como un lugar de oprimidos en el que las máquinas y la evolución de la metrópolis deshumanizan y desnaturalizan al hombre.
Los poemas aluden a temas muy variados: 1. Poemas de la soledad en Columbia University; 2. Los negros; 3. Calles y sueños; 4. Poema del lago Edem Mills; 5. En la cabaña del Farmer, campo de Newbury; 6. Introducción a la muerte. Poemas de la soledad de Vermont; 7. Vuelta a la ciudad; 8. Dos odas; 9. Huida de Nueva York. Dos valses hacia la civilización; y 10. El poeta llega a La Habana.

***
Los negros
Iglesia abandonada
(Balada de la gran guerra)

Yo tenía un hijo que se llamaba Juan.
Yo tenía un hijo.
Se perdió por los arcos un viernes de todos los muertos.
Le vi jugar en las últimas escaleras de la misa
y echaba un cubito de hojalata en el corazón del sacerdote.
He golpeado los ataúdes. ¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
Saqué una pata de gallina por detrás de la luna y luego
comprendí que mi niña era un pez
por donde se alejan las carretas.
Yo tenía una niña.
Yo tenía un pez muerto bajo la ceniza de los incensarios.
Yo tenía un mar. ¿De qué? ¡Dios mío! ¡Un mar!
Subí a tocar las campanas, pero las frutas tenían gusanos.
y las cerillas apagadas
se comían los trigos de la primavera.
Yo vi la transparente cigüeña de alcohol
mondar las negras cabezas de los soldados agonizantes
y vi las cabañas de goma
donde giraban las copas llenas de lágrimas.
En las anémonas del ofertorio te encontraré, ¡corazón mío!,
cuando el sacerdote levanta la mula y el buey con sus fuertes brazos,
para espantar los sapos nocturnos que rondan los helados paisajes del cáliz.
Yo tenía un hijo que era un gigante,
pero los muertos son más fuertes y saben devorar pedazos de cielo.
Si mi niño hubiera sido un oso,
yo no temería el sigilo de los caimanes,
ni hubiese visto el mar amarrado a los árboles
para ser fornicado y herido por cl tropel de los regimientos.
¡Si mi niño hubiera sido un oso!
Me envolveré sobre esta lona dura para no sentir el frío de los musgos.
Sé muy bien que me darán una manga o la corbata;
pero en el centro de la misa yo romperé el timón y entonces
vendrá a la piedra la locura de pingüinos y gaviotas
que harán decir a los que duermen y a los que cantan por las esquinas:
él tenía un hijo.
¡Un hijo! ¡Un hijo! ¡Un hijo
que no era más que suyo, porque era su hijo!
¡Su hijo! ¡Su hijo! ¡Su hijo!
...oooOOOooo...

Calles y sueños
Danza de la muerte

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Cómo viene del África a New York!
Se fueron los árboles de la pimienta,
los pequeños botones de fósforo.
Se fueron los camellos de carne desgarrada
y los valles de luz que el cisne levantaba con el pico.
Era el momento de las cosas secas,
de la espiga en el ojo y el gato laminado,
del óxido de hierro de los grandes puentes
y el definitivo silencio del corcho.
Era la gran reunión de los animales muertos,
traspasados por las espadas de la luz;
la alegría eterna del hipopótamo con las pezuñas de ceniza
y de la gacela con una siempreviva en la garganta.
En la marchita soledad sin honda
el abollado mascarón danzaba.
Medio lado del mundo era de arena,
mercurio y sol dormido el otro medio.
El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
!Arena, caimán y miedo sobre Nueva York!

Desfiladeros de cal aprisionaban un cielo vacío
donde sonaban las voces de los que mueren bajo el guano.
Un cielo mondado y puro, idéntico a sí mismo,
con el bozo y lirio agudo de sus montañas invisibles,
acabó con los más leves tallitos del canto
y se fue al diluvio empaquetado de la savia,
a través del descanso de los últimos desfiles,
levantando con el rabo pedazos de espejos.
Cuando el chino lloraba en el tejado
sin encontrar el desnudo de su mujer
y el director del banco observando el manómetro
que mide el cruel silencio de la moneda,
el mascarón llegaba al Wall Street.
No es extraño para la danza
este columbario que pone los ojos amarillos.
De la esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso
que atraviesa el corazón de todos los niños pobres.
El ímpetu primitivo baila con el ímpetu mecánico,
ignorantes en su frenesí de la luz original.
Porque si la rueda olvida su fórmula,
ya puede cantar desnuda con las manadas de caballos:
y si una llama quema los helados proyectos,
el cielo tendrá que huir ante el tumulto de las ventanas.
No es extraño este sitio para la danza, yo lo digo.
El mascarón bailará entre columnas de sangre y de números,
entre huracanes de oro y gemidos de obreros parados
que aullarán, noche oscura, por tu tiempo sin luces,
¡oh salvaje Norteamérica! ¡oh impúdica! ¡oh salvaje,
tendida en la frontera de la nieve!
El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Qué ola de fango y luciérnaga sobre Nueva York!
Yo estaba en la terraza luchando con la luna.
Enjambres de ventanas acribillaban un muslo de la noche.
En mis ojos bebían las dulces vacas de los cielos.
Y las brisas de largos remos
golpeaban los cenicientos cristales de Broadway.

La gota de sangre buscaba la luz de la yema del astro
para fingir una muerta semilla de manzana.
El aire de la llanura, empujado por los pastores,
temblaba con un miedo de molusco sin concha.
Pero no son los muertos los que bailan,
estoy seguro.
Los muertos están embebidos, devorando sus propias manos.
Son los otros los que bailan con el mascarón y su vihuela;
son los otros, los borrachos de plata, los hombres fríos,
los que crecen en el cruce de los muslos y llamas duras,
los que buscan la lombriz en el paisaje de las escaleras,
los que beben en el banco lágrimas de niña muerta
o los que comen por las esquinas diminutas pirámides del alba.
¡Que no baile el Papa!
¡No, que no baile el Papa!
Ni el Rey,
ni el millonario de dientes azules,
ni las bailarinas secas de las catedrales,
ni constructores, ni esmeraldas, ni locos, ni sodomitas.
Sólo este mascarón,
este mascarón de vieja escarlatina,
¡sólo este mascarón!
Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos,
que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas,
que ya la Bolsa será una pirámide de musgo,
que ya vendrán lianas después de los fusiles
y muy pronto, muy pronto, muy pronto.
¡Ay, Wall Street!
El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Cómo escupe veneno de bosque
por la angustia imperfecta de Nueva York!
Diciembre 1929
...oooOOOooo...

Calles y sueños
Paisaje de la multitud que vomita
Anochecer en Coney Island

La mujer gorda venía delante
arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores;
la mujer gorda
que vuelve del revés los pulpos agonizantes.
La mujer gorda, enemiga de la luna,
corría por las calles y los pisos deshabitados
y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma
y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos
y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido
y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas.
Son los cementerios, lo sé, son los cementerios
y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena,
son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora
los que nos empujan en la garganta.
Llegaban los rumores de la selva del vómito
con las mujeres vacías, con niños de cera caliente,
con árboles fermentados y camareros incansables

que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva.
Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.
No es el vómito de los húsares sobre los pechos de la prostituta,
ni el vómito del gato que se tragó una rana por descuido.
Son los muertos que arañan con sus manos de tierra
las puertas de pedernal donde se pudren nublos y postres.
La mujer gorda venía delante
con las gentes de los barcos, de las tabernas y de los jardines.
El vómito agitaba delicadamente sus tambores
entre algunas niñas de sangre
que pedían protección a la luna.
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi!
Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía,
esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol
y despide barcos increíbles
por las anémonas de los muelles.
Me defiendo con esta mirada
que mana de las ondas por donde el alba no se atreve,
yo, poeta sin brazos, perdido
entre la multitud que vomita,
sin caballo efusivo que corte
los espesos musgos de mis sienes.
Pero la mujer gorda seguía delante
y la gente buscaba las farmacias
donde el amargo trópico se fija.
Sólo cuando izaron la bandera y llegaron los primeros canes
la ciudad entera se agolpó en las barandillas del embarcadero.
New York, 29 de diciembre de 1929
...oooOOOooo...

miércoles, 9 de agosto de 2017

POETA EN NUEVA YORK-FEDERICO GARCÍA LORCA. (1).



FEDERICO GARCÍA LORCA.
SIMBOLISMO Y AMBIGÜEDAD DE UN POETA: CONTROVERSIA ENTRE IDENTIDAD E ILUSIÓN
Por Carmen M.ª Matías López & Philippe Campillo
 
 
Se ha considerado a Federico García Lorca el mayor representante de la poesía surrealista del siglo XX. Su obra poética puede dividirse en dos partes principales: la de sus poemas de juventud y otra más innovadora, constituida por la recopilación de poemas Poeta en Nueva York», donde el estilo de Lorca es el de la poesía surrealista. El poema «Tu infancia en mentón» evoca de manera latente la personalidad ambigua del poeta que expresa y justifica su homosexualidad, difícil de aceptar en un primer momento y de reconocer abiertamente más tarde. El simbolismo y las imágenes del poema reflejan el diálogo entre dos personalidades, su homosexualidad y su apariencia exterior. Las metáforas echan raíces en su infancia para resurgir en su estado de ánimo, inundado por la angustia y la decepción amorosa; la muerte, siempre latente en su pluma y a lo largo de su vida, aparece bajo la forma compleja de alusiones mitológicas. Lorca, poeta además de músico y dibujante, sigue inspirando, mediante los ritmos brillantes y poéticos de su obra Poeta en Nueva York, espectáculos y puestas en escena de gran éxito. Poeta de la muerte y de la alegría andaluza que, al mismo tiempo, desafía este miedo, se manifiesta en la original realización artística de su compatriota y paisana Blanca Li (2007). En los bailes, músicas y ritmos se entremezclan la visión sorprendente de un mundo nuevo, el de los años veinte en Nueva York, y la descripción surrealista del autor, que podría expresarse también en el cuadro de Dalí titulado «Poesía de América» (1943). (...)

***
Poemas de la soledad
en University Columbia.
Tu infancia en Mentón
Si, tu niñez ya fábula de fuentes.
Jorge Guillén
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
El tren y la mujer que llena el cielo.
Tu soledad esquiva en los hoteles
y tu máscara pura de otro signo.
Es la niñez del mar y tu silencio
donde los sabios vidrios se quebraban.
Es tu yerta ignorancia donde estuvo
mi torso limitado por el fuego.
Norma de amor te di, hombre de Apolo,
llanto con ruiseñor enajenado,
pero, pasto de ruina, te afilabas
para los breves sueños indecisos.
Pensamiento de enfrente, luz de ayer,
índices y señales del acaso.
Tu cintura de arena sin sosiego
atiende sólo rastros que no escalan.
Pero yo he de buscar por los rincones
tu alma tibia sin ti que no te entiende,
con el dolor de Apolo detenido
con que he roto la máscara que llevas.
Allí, león, allí furia del cielo,
te dejaré pacer en mis mejillas;
allí, caballo azul de mi locura,
pulso de nebulosa y minutero,
he de buscar las piedras de alacranes
y los vestidos de tu madre niña,
llanto de media noche y paño roto
que quitó luna de la sien del muerto.
Si, tu niñez ya fábula de fuentes.
Alma extraña de mi hueco de venas,
te he de buscar pequeña y sin raíces.
¡Amor de siempre, amor, amor de nunca!
¡Oh, sí! Yo quiero. ¡Amor, amor! Dejadme.
No me tapen la boca los que buscan
espigas de Saturno por la nieve
o castran animales por un cielo,
clínica y selva de la anatomía.
Amor, amor, amor. Niñez del mar.
Tu alma tibia sin ti que no te entiende.
Amor, amor, un vuelo de la corza
por el pecho sin fin de la blancura.
Y tu niñez, amor, y tu niñez.
El tren y la mujer que llena el cielo.
Ni tú, ni yo, ni el aire, ni las hojas.
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
...oooOOOooo...

Los negros
Norma y paraíso de los negros
Odian la sombra del pájaro
sobre el pleamar de la blanca mejilla
y el conflicto de luz y viento
en el salón de la nieve fría.
Odian la flecha sin cuerpo,
el pañuelo exacto de la despedida,
la aguja que mantiene presión y rosa
en el gramíneo rubor de la sonrisa.
Aman el azul desierto,
las vacilantes expresiones bovinas,
la mentirosa luna de los polos.
la danza curva del agua en la orilla.
Con la ciencia del tronco y el rastro
llenan de nervios luminosos la arcilla
y patinan lúbricos por aguas y arenas
gustando la amarga frescura de su milenaria saliva.
Es por el azul crujiente,
azul sin un gusano ni una huella dormida,
donde los huevos de avestruz quedan eternos
y deambulan intactas las lluvias bailarinas.
Es por el azul sin historia,
azul de una noche sin temor de día,
azul donde el desnudo del viento va quebrando
los camellos sonámbulos de las nubes vacías.
Es allí donde sueñan los torsos bajo la gula de la hierba.
Allí los corales empapan la desesperación de la tinta,
los durmientes borran sus perfiles bajo la madeja de los caracoles
y queda el hueco de la danza sobre las últimas cenizas.
***
Los negros
Oda al rey de Harlem
Con una cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.
Fuego de siempre dormía en los pedernales,
y los escarabajos borrachos de anís
olvidaban el musgo de las aldeas.
Aquel viejo cubierto de setas
iba al sitio donde lloraban los negros
mientras crujía la cuchara del rey
y llegaban los tanques de agua podrida.
Las rosas huían por los filos
de las últimas curvas del aire,
y en los montones de azafrán
los niños machacaban pequeñas ardillas
con un rubor de frenesí manchado.
Es preciso cruzar los puentes
y llegar al rubor negro
para que el perfume de pulmón
nos golpee las sienes con su vestido
de caliente piña.
Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente
a todos los amigos de la manzana y de la arena,
y es necesario dar con los puños cerrados
a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas,
para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre,
para que los cocodrilos duerman en largas filas
bajo el amianto de la luna,
y para que nadie dude de la infinita belleza
de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.
¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje.
Tenía la noche una hendidura
y quietas salamandras de marfil.
Las muchachas americanas
llevaban niños y monedas en el vientre,
y los muchachos se desmayaban
en la cruz del desperezo.
Ellos son.
Ellos son los que beben el whisky de plata
junto a los volcanes
y tragan pedacitos de corazón
por las heladas montañas del oso.
Aquella noche el rey de Harlem,
con una durísima cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.
Los negros lloraban confundidos
entre paraguas y soles de oro,
los mulatos estiraban gomas, ansiosos de llegar al torso blanco,
y el viento empañaba espejos
y quebraba las venas de los bailarines.
Negros, Negros, Negros, Negros.
La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba.
No hay rubor. Sangre furiosa por debajo de las pieles,
viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes,
bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de cáncer.
Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardos,
cielos yertos, en declive, donde las colonias de planetas
rueden por las playas con los objetos abandonados.
Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,
hecha de espartos exprimidos, néctares de subterráneos.
Sangre que oxida el alisio descuidado en una huella
y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana.
Es la sangre que viene, que vendrá
por los tejados y azoteas, por todas partes,
para quemar la clorofila de las mujeres rubias,
para gemir al pie de las camas ante el insomnio de los lavabos
y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.
Hay que huir,
huir por las esquinas y encerrarse en los últimos pisos,
porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas
para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse
y una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química.
Es por el silencio sapientísimo
cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua
las heridas de los millonarios
buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre.
Un viento sur de madera, oblicuo en el negro fango,
escupe a las barcas rotas y se clava puntillas en los hombros;
un viento sur que lleva
colmillos, girasoles, alfabetos
y una pila de Volta con avispas ahogadas.
El olvido estaba expresado por tres gotas de tinta sobre el monóculo,
el amor por un solo rostro invisible a flor de piedra.
Médulas y corolas componían sobre las nubes
un desierto de tallos sin una sola rosa.
A la izquierda, a la derecha, por el sur y por el norte,
se levanta el muro impasible
para el topo, la aguja del agua.
No busquéis, negros, su grieta
para hallar la máscara infinita.
Buscad el gran sol del centro
hechos una piña zumbadora.
El sol que se desliza por los bosques
seguro de no encontrar una ninfa,
el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño,
el tatuado sol que baja por el río
y muge seguido de caimanes.
Negros, Negros, Negros, Negros.
Jamás sierpe, ni cebra, ni mula
palidecieron al morir.
El leñador no sabe cuándo expiran
los clamorosos árboles que corta.
Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey
a que cicutas y cardos y ortigas tumben postreras azoteas.
Entonces, negros, entonces, entonces,
podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas,
poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas
y danzar al fin, sin duda, mientras las flores erizadas
asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.
¡Ay, Harlem, disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor,
me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de láminas grises,
donde flotan sus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado
cuyas barbas llegan al mar.

lunes, 7 de agosto de 2017

Vladimir Nabokov. Cuento: Dioses.


 Dioses

 Esto es lo que veo ahora mismo en tus ojos: una noche lluviosa, una calle angosta, unas farolas que se pierden en la distancia. El agua se desliza vertiginosa por las laderas de los tejados empinados hasta los desagües. Debajo de la boca de serpiente de cada uno de los desagües hay un cubo con un aro verde. Las hileras de cubos bordean las paredes negras a ambos lados de la calle. Yo los observo mientras se van llenando de mercurio frío. El mercurio pluvial va creciendo hasta desbordarse. Las bombillas desnudas brillan en la distancia, sus rayos erizados en la lluviosa oscuridad. Los cubos ya se están desbordando.
 Y así logro entrar en tus ojos nublados, hasta llegar a una callejuela angosta de negra luz tenue donde la lluvia nocturna borbotea y susurra. Sonríeme. ¿Por qué me miras con expresión tan sombría y siniestra? Ya es de mañana. Las estrellas no han cesado de chillar con sus voces infantiles toda la noche mientras que en el tejado alguien laceraba y acariciaba un violín con un arco afilado. Mira, el cielo cruza la pared lentamente como una vela al viento. Tú emanas una niebla ahumada que todo lo envuelve. El polvo comienza a tejer remolinos en tus ojos, millones de palabras doradas. ¡Sonreiste!
 Salimos al balcón. Es primavera. Abajo, en medio de la calle, un chico de rizos amarillos trabaja a toda prisa, dibujando a un dios. El dios se extiende de una a otra acera. El chico agarra un trozo de tiza en la mano, un trocito de carboncillo blanco, y en cuclillas, sin dejar de dar vueltas, dibuja con amplios trazos en el suelo. Este dios blanco tiene grandes botones también blancos y los pies abiertos. Crucificado en el asfalto, mira hacia el cielo con ojos abiertos. Su boca es tan sólo y también un simple arco blanco. Un puro, del tamaño de un leño, ha aparecido en su boca. Con trazos helicoidales el chico dibuja unas espirales que quieren representar el humo. Contempla su obra, brazos en jarras. Añade un nuevo botón... El marco de una ventana suena en algún lugar; y una voz de mujer, enorme y feliz, llama al muchacho. El niño se desprende de la tiza con una patada y corre a casa. El dios blanco, geométrico, queda abandonado en el asfalto violeta, mirando al cielo.
 Y de nuevo tus ojos se volvieron tenebrosos. En seguida me di cuenta de lo que recordaban. En un rincón de nuestro dormitorio, bajo el icono, hay una pelota de goma de colores. A veces salta suave y triste de la mesa y cae rodando hasta el suelo.
 Vuélvela a poner en su sitio bajo el icono y luego ¿por qué no vamos a dar un paseo?
 Aire de primavera. Un poco velloso. ¿Ves esos tilos que bordean la calle? Negras ramas cubiertas con húmedas lentejuelas verdes. Todos los árboles del mundo están viajando hacia algún lugar. Un peregrinaje continuo. ¿Recuerdas, cuando estábamos de camino hacia aquí, hacia esta ciudad, los árboles que corrían a lo largo de las ventanillas de nuestro vagón de tren? Y antes de eso, en Crimea, vi una vez un ciprés que se inclinaba sobre un almendro en flor. En tiempos, el ciprés había sido un deshollinador muy alto, grande, con un escobón y una escalera bajo el brazo. Completamente enamorado, pobre hombre, de una pequeña lavandera, rosa como los pétalos del almendro. Su delantal rosa se hincha con la brisa; él se inclina tímidamente hacia ella, como si todavía le preocupara la posibilidad de mancharla de hollín. Una fábula de primera clase.
 Todos los árboles son peregrinos. Tienen su Mesías, al que van buscando. Su Mesías es un regio cedro del Líbano, o quizás sea un árbol pequeño, un pequeño matorral absolutamente discreto de la tundra...
 Hoy unos tilos pasan por la ciudad. Se hizo un intento de detenerlos. Se construyeron unas vallas circulares alrededor de sus troncos. Pero se mueven igual...
 Los tejados relumbran como espejos oblicuos cegados por el sol. Una mujer con alas está de pie en el alféizar de una ventana, limpiando los cristales. Se inclina, hace unas muecas, se quita un mechón de pelo llameante de la cara. El aire huele levemente a gasolina y a tilos. ¿Quién podrá decir, hoy en día, qué efluvios saludaban al viajero que entraba en un atrio de Pompeya? Dentro de medio siglo nadie conocerá los olores que triunfan hoy en nuestras calles y en nuestras habitaciones. Excavarán la estatua de algún héroe militar de piedra, de las que se encuentran a cientos en cualquier ciudad, y suspirarán por el Fidias de antaño. Todo en el mundo es bello, pero el Hombre sólo reconoce la belleza si la ve con poca frecuencia o desde lejos... Escucha... ¡Hoy, somos dioses! Nuestras sombras azules son enormes. Nos movemos en un mundo gigantesco, alegre. La columna de la esquina está envuelta en lonas mojadas, en las que un pincel ha esparcido remolinos de colores. La anciana que vende periódicos tiene unas canas grises en la barbilla, y unos ojos azules con un punto de locura. Los periódicos en rebujo se le escapan desordenadamente de la bolsa donde los lleva. Sus grandes tipos me llevan a pensar en cebras voladoras.
 Un autobús se detiene en su parada. Arriba, el revisor golpea con la mano en la regala de hierro. El timonel da un giro de ciento ochenta grados al timón. Un creciente lamento trabajoso, un breve chirrido. Las anchas ruedas han dejado huellas de plata en el asfalto. Hoy, en este día soleado, todo es posible. Mira, un hombre ha saltado de un tejado a un cable y está caminando por él, partiéndose de risa, con los brazos extendidos, sobre la calle que es puro movimiento. Mira, dos edificios acaban de jugar armoniosamente a la pídola; el número tres acabó entre el uno y el dos; no cayó en el lugar preciso. Vi un espacio vacío, una estrecha banda de sol. Y una mujer se detuvo en mitad de una plaza, echó atrás la cabeza, y empezó a cantar; un grupo de gente le hizo corro, y luego se marcharon: hay un vestido vacío en el asfalto, y en el cielo una nubecilla transparente.
 Te estás riendo. Cuando ríes, quiero que todo el mundo se transforme para que te refleje como un espejo. Pero tus ojos se apagan al instante. Dices, apasionada, temerosamente: «¿Te gustaría ir... allí? ¿No te importa? Se está tan bien allí, todo está en flor...».
 Es cierto, todo está en flor, es cierto que iremos. Porque ¿no somos dioses tú y yo? Siento en mi sangre la rotación de universos inexplorables...
 Escucha, quiero correr durante toda mi vida, gritando a pleno pulmón. Que toda la vida sea un aullido desbordado. Como la multitud que saluda al gladiador.
 No te pares a pensar, no interrumpas el grito, respira, libera el éxtasis de la vida. Todo está en flor. Todo vuela. Todo grita, y se atraganta con sus gritos. Risa. Carreras. Suéltate el pelo. Eso es todo en lo que consiste la vida.
 Llevan a unos camellos por la calle, el circo los devuelve de nuevo al zoo. Sus pesadas jorobas se escoran y se balancean. Sus rostros alargados y amables se alzan ligeramente, soñadores. ¿Cómo va a existir la muerte si hay alguien que conduce unos camellos por la calle de primavera? En la esquina, una bocanada inesperada de flores rusas; un mendigo, una monstruosidad divina, contorsionado, con pies que le crecen en las axilas, ofrece, con una pata mojada y peluda, un ramo de verduscos lirios del valle... Me tropiezo con un transeúnte... Colisión momentánea de dos gigantes. Jovialmente intenta golpearme magnífico con su bastón lacado. La punta, en su trayecto de vuelta, rompe un escaparate detrás de él. Cruzan el cristal una serie de zigzags. No —sólo es el chapoteo de la luz del sol que se refleja en mis ojos. ¡Mariposa, mariposa! Negra con rayas rojas... Un trozo de terciopelo... irrumpe en el asfalto, se eleva sobre un coche que pasa y sobre un edificio muy alto, hasta llegar al azul húmedo de un cielo de abril. Otra mariposa idéntica se posó en una ocasión en el borde blanco de un circo; Lesbia, la hija del senador, grácil, de ojos oscuros, con una cinta de oro en la frente, extasiada por las alas palpitantes, se perdió el segundo preciso, el remolino de polvo cegador, en el que el cuello de toro de uno de los gladiadores se rompió bajo la rodilla desnuda del otro.
 Hoy tengo el alma llena de gladiadores, de sol, del ruido del mundo...
 Bajamos por una amplia escalera y llegamos a una cámara bajo tierra, alargada, oscura. Las baldosas resuenan vibrantes bajo nuestras pisadas. Las figuras de unos pecadores ardiendo adornan las paredes grises. En la distancia, los truenos negros se hinchan en pliegues de terciopelo. Todo estalla a nuestro alrededor. Corremos, como si esperáramos a un dios. Estamos encerrados dentro de un brillo de cristal. Adquirimos velocidad. Nos precipitamos a una sima negra y corremos en un estruendo seco hasta las profundidades bajo tierra, colgados de cinchas de cuero. Con una detonación las lámparas ámbar se extinguen por un segundo durante el cual unos glóbulos frágiles se queman en luz cálida en la oscuridad —los ojos saltones de los demonios o quizás los puros de nuestros compañeros de viaje.
 Vuelven las luces. Mira, mira allí, el hombre alto del abrigo negro junto a la puerta de cristal del coche. Apenas reconozco aquel rostro estrecho, amarillento, el grueso puente de su nariz. Labios finos apretados, el surco atento entre las tupidas cejas, escucha una explicación que está dando otro hombre, pálido como una máscara de escayola, con una pequeña barba esculpida, circular. Estoy seguro de que están hablando en terza rima. Y tu vecina, aquella señora con aquel abrigo pálido sentada con los ojos bajos: ¿podría ser la Beatriz de Dante? Emergemos del malsano y húmedo infierno de nuevo a la luz del sol. El cementerio está lejos, en las afueras. Los edificios son cada vez más escasos. Hay vacíos entre los mismos, de un verde apagado. Me acuerdo del aspecto de esta ciudad en los grabados antiguos.
 Caminamos contra el viento a lo largo de vallas que impresionan. En un día como éste, soleado y trémulo, emprenderemos viaje al norte, a Rusia. Habrá pocas flores, sólo las estrellas amarillas de los dientes de león a lo largo de las zanjas. Los postes de telégrafo color ala de paloma cantarán cuando nos acerquemos. Cuando, tras la curva que tan bien conocemos, mi corazón se vea asaltado por los abetos, por la arena roja, por la esquina de la casa, tropezaré y me caeré de bruces.
 ¡Mira! Por encima de las extensiones vacías de tierra verde, en las alturas del cielo, un avión progresa con un tañido como un arpa eólica. Sus alas de cristal relucen. ¿Hermoso, no te parece? Oh, escucha, esto ocurrió en París, hace ciento cincuenta años. Una mañana temprano —era otoño, y los árboles flotaban en suaves masas naranjas a lo largo de los bulevares elevándose hacia el cielo—, una mañana temprano, los comerciantes se reunieron en la plaza del mercado; los puestos estaban rebosantes de manzanas relucientes y húmedas; había ráfagas de miel y de heno fresco. Un tipo algo mayor con canas en las orejas se ocupaba en disponer lentamente unas jaulas que contenían diversos tipos de aves, que no paraban de moverse en el aire helado; luego se reclinó soñoliento en una estera, porque la niebla de la aurora todavía oscurecía las manos doradas de la esfera negra del reloj del Ayuntamiento. Apenas se había dormido cuando alguien empezó a tirarle de la manga. De un saltó se levantó el anciano y vio ante sí a un joven sin aliento. Era larguirucho, enjuto, con la cabeza pequeña y una nariz puntiaguda. Su chaleco, plateado con rayas negras, estaba mal abotonado, la cinta de su coleta estaba suelta, una de sus medias blancas le caía toda arrugada sobre el zapato. «Necesito un pájaro, cualquier ave me basta... un pollo servirá», dijo el joven, después de lanzar una precipitada mirada a las jaulas todo nervioso. El anciano sacó cautelosamente una pequeña gallina blanca de la jaula y la depositó, no sin un combate de plumas, en las manos renegridas del joven. «¿Qué le pasa... está enferma?», preguntó el joven, como si estuviera discutiendo la compra de una vaca. «¿Enferma? Será de comer pescado», juró el vejete sin demasiada convicción.
 El joven le lanzó una moneda reluciente y corrió por entre los puestos apretando la gallina contra el pecho. Luego se detuvo, rehízo bruscamente su camino con la coleta volando al viento y corrió hasta el viejo comerciante.
 —También necesito la jaula —dijo.
 Cuando por fin se marchó, con la jaula en la mano extendida, separada del cuerpo y equilibrando el paso con el otro brazo que balanceaba como si llevara un cubo, el viejo dio un bufido y volvió a tenderse sobre su estera. Lo que vendiera aquel día o lo que le ocurriera después no es asunto que deba interesarnos para nada.
 En cuanto al joven, era nada más y nada menos que el hijo del famoso físico Charles. Charles miró por encima de sus lentes a la gallina, dio un breve golpe a la jaula con sus uñas amarillas y dijo: «Está bien... ahora también tendremos un pasajero». Luego, con un severo destello de sus gafas, añadió: «En cuanto a ti y a mí, hijo mío, nos tomaremos nuestro tiempo. Sólo Dios sabe cómo será el aire ahí arriba entre las nubes».
 Aquel mismo día a la hora fijada en los Campos de Marte, ante una multitud atónita, una cúpula enorme, liviana, bordada con arabescos chinos, que llevaba atada con cuerdas de seda una barquilla dorada, se fue hinchando lentamente a medida que se iba llenando de hidrógeno. Charles y su hijo trabajaban entre corrientes de humo que el viento hacía a un lado. La gallina miraba entre los alambres de su jaula con sus ojos pequeños, y la cabeza ladeada. En torno suyo, se movían caftanes de colores y lentejuelas, ligeros vestidos de mujer, sombreros de paja; y cuando la esfera inició su marcha ascendente, el viejo físico la siguió con la mirada, y luego rompió a llorar en el hombro de su hijo, y cientos de manos empezaron a saludar por todos lados con pañuelos y cintas. Unas nubes frágiles flotaban por el cielo soleado y tierno. La tierra se iba alejando, temblorosa, verde clara, cubierta por sombras que corrían vertiginosas y por las manchas encendidas de los árboles. Abajo pasó corriendo un jinete de juguete... pero pronto la esfera desapareció de la vista. La gallina seguía mirando hacia la tierra con uno de sus ojillos.
 El vuelo duró todo el día. El día terminó con una gran e intensa puesta de sol. Cuando cayó la noche, la esfera comenzó a descender lentamente. En tiempos, en un pueblo a la ribera del Loira, vivía un campesino amable y astuto. Sale al campo con las luces del alba. En medio del campo ve un prodigio: un montón inmenso de seda de colores. Cerca, volcada, hay una pequeña jaula. Un pollo, todo blanco, como si estuviera moldeado en nieve, sacaba la cabeza por la malla y movía el pico intermitentemente, como si buscara algún insecto entre la hierba. Al principio, el campesino se llevó un susto, pero luego se dio cuenta de que era sencillamente un regalo de la Virgen María, cuyo cabello flotaba en el aire como las telas de araña en el otoño. La seda la vendió su mujer poco a poco en la ciudad cercana, la pequeña barquilla dorada se convirtió en una cuna para su primer nacido envuelto en todo tipo de pañales, y el pollo fue enviado al corral.
 Escucha.
 Pasó algún tiempo, y un buen día, al pasar junto a una montañita de barcias en la puerta del corral, el campesino oyó un cloqueo de felicidad. Se detuvo. La gallina se destacó del polvo verde y miró hacia el sol mientras caracoleaba rápidamente no sin cierto orgullo. Entretanto, entre las barcias, calientes y lustrosos, lucían cuatro huevos dorados. ¡No es de extrañar! A merced del viento, la gallina había atravesado el arrebol entero del atardecer, y el sol, un gallo encendido con cresta carmesí, había batido sus alas sobre ella.
 No sé si el campesino lo entendió. Durante mucho tiempo se quedó inmóvil, abriendo y cerrando los ojos ante tal brillantez, sosteniendo en las palmas de las manos los huevos todavía calientes, enteros, dorados. Luego, arrastrando los zuecos, corrió por el patio dando tales aullidos que el mozo pensó que se debía haber cortado un dedo con el hacha...
 Ni que decir tiene que todo esto pasó hace mucho, mucho tiempo, mucho antes de que el aviador Latham, tras caerse con su avión en mitad del Canal de la Mancha, se sentara en la cola de libélula de su Antoinette mientras se sumergía en las aguas, a fumarse un cigarrillo que amarilleaba al viento, mientras observaba cómo, arriba en el cielo, su rival Blériot, en su asco de máquina de alas rechonchas, volaba por primera vez desde Calais hasta las costas azucaradas de Inglaterra.
 Pero no consigo vencer tu angustia. ¿Por qué tus ojos se han vuelto a llenar de oscuridad? No, no digas nada. Lo sé todo. No debes llorar. Seguro que ha oído mi fábula, no hay duda de que puede oírla. Es a él a quien va dirigida. Las palabras no tienen fronteras. ¡Trata de entender! Me miras de una forma tan oscura y tan siniestra. Recuerdo la noche después del funeral. No pudiste quedarte en casa. Tú y yo salimos al fango brillante de la nieve derretida. Nos perdimos. Acabamos en una calle extraña, angosta. No conseguí distinguir su nombre, pero lo que sí advertí es que estaba del revés, como en un espejo, en el cristal de una farola. Las luces se perdían en la distancia. De los tejados caía persistente el agua. Los cubos que se alineaban a ambos lados de la calle, a lo largo de las paredes negras, se llenaban de mercurio negro. Se llenaban y se derramaban. Y de repente, extendiendo las manos indefensa, hablaste.
 —Pero era tan pequeño, tan cálido...
 Perdóname si soy incapaz de llorar, sencillamente de llorar, eso tan humano, perdóname si en su lugar no hago más que cantar y correr hacia algún sitio, agarrándome a cualquier ala que pasa, alto, despeinado, con un ligero bronceado en la frente. Perdóname. Así debe ser.
 Caminamos despacio a lo largo de las vallas. El cementerio ya está cerca. Allí está, un islote de blanco y verde invernal entre unos polvorientos solares vacíos. Ahora ve tu sola. Te esperaré aquí. Tus ojos apuntan una fugaz sonrisa un punto tímida. Me conoces tan bien... El portillo de entrada rechinó, y luego se cerró de golpe. Yo me he quedado solo, sentado entre la hierba dispersa. A pocos pasos hay un huerto con coles moradas. Al otro lado del solar, fábricas, monstruos de ladrillo que flotan en la niebla azul. A mis pies, una lata aplastada reluce oxidada en un embudo de arena. A mi alrededor, silencio y una especie de vacío primaveral. No hay muerte. El viento me sorprende a mi espalda, cae sobre mí como una muñeca fláccida y me hace cosquillas en el cuello con su pata velluda. No puede haber muerte.
 Mi corazón, también, ha planeado en las alturas a través de la aurora. Tú y yo tendremos un hijo nuevo, dorado, una creación de tus lágrimas y de mis fábulas. Hoy he entendido la belleza de los cables que se cruzan en el cielo, y el mosaico nebuloso de las chimeneas de las fábricas, y esta hojalata oxidada con su tapa del revés, medio cortada y aserrada. La pálida hierba corre, corre hacia algún lugar, entre las olas polvorientas del solar. Alzo los brazos. La luz del sol resbala por mi piel. Mi piel está cubierta por chispas de muchos colores.
 Y quiero levantarme, abrir los brazos en un abrazo inmenso, dirigir un discurso largo y luminoso a la multitud invisible. Empezaría así:
 —Oh dioses color del arco iris...

Fuente:
Traducción de María Lozano

 ALFAGUARA


sábado, 5 de agosto de 2017

Jorge Luis Borges.SOBRE LA DESCRIPCIÓN LITERARIA. Sur, Buenos Aires, Año XII, N° 97, octubre de 1942.


SOBRE LA DESCRIPCIÓN LITERARIA

Lessing, De Quincey, Ruskin, Remy de Gourmont, Unamuno, han preocupado y dilucidado el problema que voy a comentar. No me propongo refutar ni corroborar lo que han dicho; más bien indicaré, con acopio de ejemplos ilustrativos, las fallas habituales del género. La primera es de tipo metafísico; en los ejemplos desiguales que siguen el curioso lector la percibirá fácilmente.

Las torres de las iglesias y las chimeneas de las fábricas yerguen sus pirámides agudas y sus tallos rígidos... (Groussac.)

La luna conducía

su albo bajel por la extensión serena... (Oyuela.)

¡Oh luna que diriges como sportswoman sabia

por zodíacos y eclípticas tu lindo cabriolé... (Lugones.)

Al variar mínimamente la acomodación ocular, vemos la alberca habitada por todo un paisaje. El huerto se baña en ella: las manzanas nadan reflejadas en el líquido y la luna de prima noche pasea por el fondo su inspectora faz de buzo. (Ortega y Gasset.)

El puente viejo tiende su arco sobre el río, uniendo las quintas al campo tranquilo. (Güiraldes.)

Si no me engaño, los ilustres fragmentos que he congregado, sufren de una leve incomodidad. A una indivisa imagen sustituyen un sujeto, un verbo y un complemento directo. Para mayor enredo, ese complemento directo resulta ser el mismo sujeto, ligeramente enmascarado. El bajel conducido por la luna es la misma luna; las chimeneas y torres yerguen pirámides agudas y tallos rígidos que son las mismas torres y chimeneas; la luna de prima noche pasea por el fondo de la pileta una inspectora faz, que no difiere de la luna de prima noche. Güiraldes muy superfluamente distingue el arco sobre el río y el puente viejo y deja que dos verbos activos —tender y unir— agiten una sola imagen inmóvil. En el jocoso apostrofe de Lugones, la luna es una sportswoman que dirige "por zodíacos y eclípticas un lindo cabriolé" —que es la misma luna. Los defensores de ese desdoblamiento verbal pueden argumentar que el acto de percibir una cosa —la frecuentada luna, digamos— no es menos complicado que sus metáforas, pues la memoria y la sugestión intervienen; yo les replicaría con el principio taxativo de Occam: No hay que multiplicar en vano las entidades.

Otro método censurable es la enumeración y definición de las partes de un todo. Me limitaré a un solo ejemplo:

Ofrecía sus pies en sandalias de gamuza morada, ceñidas con una escarcha de gemas... sus brazos y su garganta desnudos, sin una luz de joyas; sus pechos firmes, alzados; su vientre, hundido, sin regazo, huyendo de la opulencia nacida en la cintura; las mejillas, doradas; los ojos, de un resplandor enjuto, agrandados por el antimonio: la boca, con el jugoso encendimiento de algunas flores; la frente, interrumpida por una senda de amatistas que se extraviaba en su cabellera de brillos de acero, repartida sobre los hombros en trenzas de una íntima ondulación. (Miró.)

Trece o catorce términos integran la caótica serie; el autor nos invita a concebir esos disjecta membra y a coordinarlos en una sola imagen coherente. Esa operación mental es impracticable: nadie se aviene a imaginar pies del tipo X y añadirles una garganta del tipo Y y mejillas del tipo Z... —Herbert Spencer (Thephilosophy of style, 1852) ha discutido ya este problema.

Lo anterior no quiere vedar toda enumeración. Las de los Salmos, las de Whitman y las de Blake tienen valor interjectivo; otras existen verbalmente, aunque son irrepresentables. Por ejemplo, ésta:

Salió al punto de en medio de la baraja de corchetes y reos un diablo padre, vejancón y potroso, descarriado de piernas, mellado de vista, cavernoso de carrillos, y con la herramienta de arañar tan larga como la de un escribano. Pareció éste tirando por el ramal de una difunta dromedario, con una jornada de cuerpo, tan pesada, terca y perezosa, que conduciéndola al teatro, le faltó poco para reventar el demonio añejo. (Torres Villarroel.)

He denunciado en esta página los dos errores habituales del género. En otras (verbigracia, en Discusión, 1932, págs. 109-114) he razonado el único procedimiento que me parece válido. El procedimiento indirecto, el que maneja con esplendor William Shakespeare en la escena primera del acto quinto del Merchant ofVenice.

Sur, Buenos Aires, Año XII, N° 97, octubre de 1942.


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