viernes, 4 de noviembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.CLASE 1.


Introducción

"A mí me gusta mucho enseñar, sobre todo porque mientras en-seño, estoy aprendiendo", decía Jorge Luis Borges en una de sus numerosas entrevistas.  Poco antes, se había referido a la cátedra como "una de las felicidades que me quedan". Y no hay duda so-bre el doble placer que le causaba a Borges estar al frente de una clase.
Semejante placer puede constatarse en este libro, que recoge un curso completo dictado por el escritor en la Facultad de Fi-losofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, ubicada en-tonces en el viejo edificio de la calle Independencia, en el año 1966. Para ese entonces, Borges ya llevaba varios años dando clases en dicha institución. Había sido aceptado como titular de la cátedra de Literatura Inglesa y Norteamericana en 1956, esco-gido por sus antecedentes frente a otro postulante pese a no ha-ber obtenido nunca un título universitario.  Borges expresó en varias oportunidades (en ese tono suyo que combinaba la mo-destia con el humor y la plena confianza en su capacidad) su sor-presa frente a la designación.
En su Autobiografía Borges explicaba, tras referirse a su nombramiento como director de la Biblioteca Nacional en 1955: "Al año siguiente recibí una nueva satisfacción, al ser designado en la cátedra de literatura inglesa y norteamericana de la Univer-sidad de Buenos Aires. Otros candidatos habían enviado minu-ciosos informes de sus traducciones, artículos, conferencias y demás logros. Yo me limité a la siguiente declaración: 'Sin darme cuenta me estuve preparando para este puesto toda mi vida'. Esa sencilla propuesta surtió efecto. Me contrataron y pasé doce años felices en la Universidad". 
El curso reunido en este libro nos presenta entonces a un Borges que ya tenía a cuestas diez años dedicados a la enseñan-za, incluyendo no sólo sus clases universitarias, sino también di-ferentes cursos en instituciones como la Asociación Argentina de Cultura Inglesa. Nos presenta además a Borges en una faceta distinta a la del texto literario o la entrevista, y quizá más cerca-na a las conferencias. Sin embargo, las clases difieren de estas úl-timas en un punto esencial: aquí el escritor, tan dado a la anéc-dota y al cambio de tema, debía restringirse a cumplir con un programa fijado. No podía, como hacía con frecuencia en otros ámbitos, al cabo de media hora preguntar en tono jocoso: "¿Cuál era el título de esta charla?" Es por eso interesante ver cómo se las arreglaba —sin dejar de hacer digresiones— para dar a sus clases unidad y coherencia.
Borges mismo era consciente de esta diferencia: "A mí me gustaban más las clases que las conferencias. En las conferencias, si hablo de Spinoza o de Berkeley, al oyente le interesa más mi presencia que el contenido. Por ejemplo, mi forma de hablar, mis gestos, el color de mi corbata o el corte de mi pelo. En las clases de la universidad, que tienen una continuidad, vienen solamente los estudiantes a quienes les interesa el contenido de la clase. De este modo uno puede mantener un diálogo pleno. Yo no veo, pero puedo sentir el ambiente que me rodea. Por ejemplo, si me están escuchando con atención o distraídamente. 
Un punto importante en las clases es el lugar que Borges da-ba a la literatura. "Juzgo la literatura de un modo hedónico —di-jo en otra entrevista—. Es decir, juzgo la literatura según el pla-cer o la emoción que me da. He sido durante muchos años pro-fesor de literatura y no ignoro que una cosa es el placer que la li-teratura causa y otra cosa el estudio histórico de esa literatura."  Tal postura queda clara ya desde la primera clase, en la que Borges explica que se referirá a la historia sólo cuando el estudio de las obras literarias del programa así lo requiera.
Del mismo modo, Borges pone a los autores por encima de los movimientos literarios, a los que al comienzo de la clase so-bre Dickens define como una "comodidad" de los historiadores. Aunque no olvida las características estructurales de los textos estudiados, Borges se concentra sobre todo en la trama y en la individualidad de los autores. El programa incluye textos que el escritor ama, y esto lo demuestra constantemente en su fascina-ción al narrar los argumentos y las biografías. Lo que Borges pretende como profesor, más que calificar a los estudiantes, es entusiasmarlos y llevarlos a la lectura de las obras y al descubri-miento de los escritores. Así, hay en todo el curso apenas una re-ferencia a los exámenes, y resulta conmovedor su comentario del final de la segunda clase sobre Browning, cuando les dice a los alumnos:
"Tengo una especie de remordimiento. Me parece que he si-do injusto con Browning. Pero con Browning sucede lo que su-cede con todos los poetas, que debemos interrogarlos directa-mente. Creo, sin embargo, haber hecho lo bastante para intere-sarlos a ustedes en la obra de Browning".
Más de una vez ese entusiasmo desvía ligeramente a Borges del camino, y en el segundo teórico sobre Samuel Johnson, tras narrar la leyenda del Buddha, se disculpa:
"Ustedes me perdonarán esta digresión, pero la historia es hermosa".
Otra prueba de que los libros y autores estudiados son algu-nos de los favoritos de Borges, es que él se encargó a lo largo de su vida de prologar ediciones de muchos de ellos, e incluyó a buena parte en la colección Biblioteca personal de Hyspamérica, la última selección de textos ajenos que hizo antes de morir. Es-ta predilección resulta más obvia en el caso de la elección de los poemas. Borges no siempre analiza los versos más famosos de los autores, sino que, al contrario, se ocupa por lo general de los trabajos que más lo impresionaron a él, aquellos que menciona también a lo largo de su obra literaria.
La pasión por las historias o la admiración por los autores no son sin embargo obstáculo para que Borges los someta a un jui-cio crítico con frecuencia implacable. Al exponer las falencias de las obras o los errores de los escritores, Borges no busca denos-tarlos sino quizá quitarles toda aureola sagrada y acercarlos al estudiante. Al resaltar sus falencias, resalta además sus virtudes. De este modo, se atreve a decir en más de una ocasión que la fá-bula del Beowulf está "mal inventada", y describe de este modo a Samuel Johnson: "Era físicamente maltrecho, aunque poseía una gran fuerza. Era pesado y feo. Tenía lo que llamamos 'tics nerviosos'. (...) Se casa con una mujer vieja, mayor que él. Era una mujer vieja, fea y ridícula. Pero él le fue fiel. (...) Tuvo ade-más rasgos maniáticos".
Ésa es sólo la preparación para captar el interés de los estu-diantes. Enseguida viene la conclusión: "Y sin embargo, a pesar de estos rasgos de excentricidad, fue una de las inteligencias más razonables de la época, una inteligencia realmente genial".
Frente a las escuelas de crítica literaria que se cuestionan el rol del autor, Borges acentúa el carácter humano e individual de las obras. De cualquier modo, no establece por cierto una rela-ción de necesidad entre la vida de los autores y sus textos. Sen-cillamente se fascina y fascina a los estudiantes narrando las cir-cunstancias vitales de la existencia de los artistas y sumergiéndo-se en sus poemas o narraciones desde una mirada crítica y actual, en la que siempre están presentes la ironía y el humor.
En su afán de bajar los textos a la tierra, Borges establece además insólitas comparaciones, que sin embargo cumplen per-fectamente el rol de enmarcar cada obra y dejar en claro su va-lor. Así, al explorar el tema de la jactancia y la valentía en el Beo-wulf compara a sus personajes con los compadritos porteños de principios de siglo y pasa a recitar no una, sino tres coplas, que deben haber sonado muy curiosas en medio de una clase sobre literatura anglosajona del siglo VIII. El escritor se detiene además en detalles apasionantes que no hubieran sido imprescindibles para el curriculum, como las distintas concepciones sobre los co-lores en la poesía anglosajona, griega y celta, o su digresión so-bre la duración de las batallas, cuando compara a la batalla de Brunanburh con nuestra batalla de Junín.
En su análisis de los textos sajones, por otra parte, Borges se abandona con frecuencia a la narración pura, olvidando su rol de profesor, acercándose más bien al antiguo narrador oral. Refiere historias contadas por otros hombres, por otros hombres muy anteriores a él, y lo hace con absoluta fascinación, como si cada vez que repite un relato lo estuviera descubriendo por primera vez. Y dentro de esa fascinación, sus comentarios son casi cues-tionamientos metafísicos. Borges se pregunta de maneras distin-tas qué pasaba por la mente de los antiguos poetas sajones al escri-bir sus textos, sospechando que nunca alcanzará una respuesta.
Otro gesto típico del narrador es la anticipación de cosas que contará más adelante, con el objeto de mantener a los oyentes en suspenso. Este mecanismo se ve reforzado por el uso permanen-te de adjetivos, declarando que lo que narrará a continuación o en la próxima clase es algo "extraño", "curioso" o "interesante".
En el marco de las clases, un aspecto que salta permanente-mente a la vista es la erudición de Borges. Sin embargo, esa eru-dición no se presenta en ningún momento como una limitación para la comunicación con los estudiantes. Borges no cita para demostrar sus conocimientos, sino sólo cuando las citas le pare-cen apropiadas al tema. Lo que le importa son las ideas, no tan-to la exactitud en el dato. Pese a eso, y a que en un teórico se dis-culpa por su mala memoria para las fechas, es sorprendente la cantidad de datos que recuerda, con increíble exactitud. Debe-mos pensar que para la fecha en que dictó estas clases —y desde 1955— Borges estaba casi completamente ciego, y ciertamente inhabilitado para leer. Sus citas, por lo tanto, y el recitado de los poemas, dependen de su memoria y son testimonio de sus inter-minables lecturas anteriores.
Por las clases deambulan Leibniz, Dante, Lugones, Virgilio, Cervantes y, ciertamente, el infaltable Chesterton, que parece haber escrito prácticamente sobre todo. Aparecen también algu-nos de los fragmentos favoritos de Borges, como el famoso sue-ño de Coleridge que incluyó en tantos libros y conferencias. Pe-ro también tenemos aquí análisis de ciertas obras mucho más profundos y extensos que los que aparecen en sus libros, parti-cularmente la clase sobre Dickens, autor al que no parece haber-se referido en detalle en ninguno de sus escritos, y las lecturas que hace de los textos anglosajones —su última pasión—, a los que les dedica las siete primeras clases, y sobre los que se expla-ya sin las limitaciones de espacio que tenía en sus historias de la literatura.
Con respecto a la textualidad de las citas y el recitado, es in-teresante destacar lo que Borges mismo dice hacia el final del se-gundo teórico sobre Browning. Recordando un volumen de Chesterton dedicado a la vida y obra de aquel poeta, Borges co-menta que Chesterton conocía a tal punto la poesía de Browning que no consultó ninguno de sus libros en el momento de redac-tar el estudio, confiando plenamente en su memoria. Aparente-mente, esas citas eran en muchos casos incorrectas, pero fueron corregidas por los editores. Borges lamenta entonces que se ha-yan perdido esas modificaciones quizá geniales que la mente de Chesterton había hecho a las obras de Browning, y que hubie-ran resultado apasionantes de comparar con los originales. En el caso de estas clases, respetando su postura, los recitados de Bor-ges se han dejado intactos, manteniendo los cambios impuestos por su propia memoria, y en notas al pie se han incluido los poe-mas originales para permitir la comparación.
Asimismo, las notas han pretendido completar algunos datos que Borges da por sobreentendidos, a fin de facilitar la lectura, pero para hacer más claras las clases, ya que éstas son —sin nece-sidad de modificación alguna— claras, didácticas y apasionantes.
Por último, mientras leemos estas clases podemos imaginar a un profesor Borges ciego, sentado frente a sus alumnos, recitan-do con su tono de voz tan personal los versos de ignotos poetas sajones en su lengua original y participando de polémicas con célebres escritores románticos junto a los cuales hoy, quizás, es-té reunido discutiendo.
Martín Arias

  Borges en clase

... He ðe us ðas beagas geaf...
Beowulf: 2631


Editar este libro fue como correr detrás de un Borges que se per-día entre los libros de una biblioteca o —para usar una metáfo-ra cara a nuestro escritor— que se nos escapaba corriendo, gi-rando en cada esquina de un vasto laberinto. No bien encontrá-bamos el año o la biografía que buscábamos, Borges se nos ade-lantaba y desaparecía detrás de un ignoto personaje o de una os-cura leyenda oriental. Cuando otra vez lo encontrábamos, tras mucho buscar, Borges arrojaba enseguida a nuestras manos algu-na anécdota sin fecha, alguna cita sin autor, y de nuevo lo veía-mos perderse, escapando por la rendija entreabierta de una puer-ta o entre filas de estantes y anaqueles. Para recuperar sus pala-bras lo seguimos por las páginas de incontables enciclopedias y las salas de la Biblioteca Nacional, lo buscamos en las páginas de sus libros y en decenas de conferencias y entrevistas, lo encon-tramos en su nostalgia del latín, en las sagas del Norte y en los recuerdos de sus colegas y amigos. Cuando llegamos por fin a nuestra meta, habíamos recorrido más de dos mil años de histo-ria, los siete mares y los cinco continentes. Pero Borges nos es-peraba tranquilo y sonriente. Correr de la antigua India al me-dioevo europeo no lo había fatigado. Pasar de Caedmon a Cole-ridge era para él moneda común.
Dos alegrías nos reconfortan después de terminada esta la-bor. La primera es haber contribuido a abrir una puerta en el es-pacio y en el tiempo; permitir a otros lectores asomarse con no-sotros a las aulas de la calle Independencia. La segunda es haber disfrutado estas clases con la misma intensidad que aquellos es-tudiantes que las presenciaron hace más de treinta años. Investi-gar y revisar cada recoveco del texto nos llevó —sin quererlo— a memorizar cada poema y cada frase, a asociar cada oración de Borges con sus cuentos, sus poemas y sus dichos, a formar y des-cartar hipótesis sobre cada coma, cada punto y cada renglón. Borges escribe: "Que alguien repita una cadencia de Dunbar o de Frost o del hombre que vio en la medianoche el árbol que sangra, la Cruz, y piense que por primera vez la oyó de mis la-bios. Lo demás no me importa".  Al terminar este libro, el lector encontrará que recuerda con placer líneas de Wordsworth y de Coleridge, que la música de William Morris lo ha hechizado, que personajes remotos como Hugh O'Neill o Harald Hardrada se han vuelto familiares, que gracias a Borges resuenan en sus oídos los hierros de la batalla de Brunanburh o los versos anglosajones de la Visión de la Cruz. Borges sonreiría satisfecho.
En las veinticinco clases que conforman este curso, Borges nos lleva en un verdadero viaje por la literatura inglesa, tan cer-cana a sus lecturas y a su obra. Este viaje —que comienza en las nieblas del tiempo con la llegada a Inglaterra de anglos, jutos y sajones, continúa luego con las obras de Samuel Johnson, se de-tiene en Macpherson, los poetas románticos y la época victoria-na— nos ofrece un panorama de la vida y obras de los prerrafae-listas, y termina en el siglo XIX, en Samoa, con uno de los escri-tores más cercanos a Borges: Robert Louis Stevenson.
"He enseñado exactamente cuarenta trimestres de literatura inglesa en la facultad, más que enseñado, he tratado de traducir el amor de esa literatura" —dijo Borges una vez—. "He preferi-do enseñarles a mis estudiantes no la literatura inglesa —que ig-noro— pero sí el amor de ciertos autores, o, mejor aún, de cier-tas páginas, o mejor aún, de ciertas líneas. Y con eso basta, me parece. Uno se enamora de una línea, después de una página, después del autor. ¿Bueno, por qué no? Es un hermoso proceso. Yo he tratado de llevar a mis estudiantes a eso." 
Desde la primera clase queda claro que se trata de un reco-rrido particular, guiado por las preferencias literarias del escritor. El hilo que une a todas estas clases es el placer literario, el afec-to con el que Borges aborda cada una de estas obras, y su inten-ción clara de contagiar su entusiasmo por cada autor y período estudiado.
Dentro de estas preferencias, hay una que ocupa un lugar prominente: la literatura anglosajona, a la que el profesor dedica nada menos que siete clases, más de una cuarta parte del curso. Esto —que es ya del todo inusual para cualquier curso de litera-tura inglesa— resulta aun más curioso para un curso dictado en un país de lengua castellana. Borges dedica una clase a las ken-nings, dos al estudio de la Gesta de Beowulf y otras tantas al bes-tiario anglosajón, a los poemas guerreros de Maldon y Brunan-burh, a "La visión de la Cruz" y "La sepultura". Indagar las ra-zones de este énfasis en las letras de la Inglaterra medieval se vuelve entonces inevitable: ¿Qué encontraba Borges en esta lite-ratura? ¿Qué representaba para Borges el estudio del inglés an-tiguo? Preguntas amplias en cuyas respuestas se entretejen reali-dad y ficción, el pasado familiar de Borges y su concepción filo-sófica y literaria del mundo.
Para responderlas, debemos analizar brevemente la historia del idioma inglés, tradicionalmente dividida en tres períodos:
Inglés antiguo o anglosajón: siglo V hasta 1066
Inglés medio: 1066-1500
Inglés moderno: 1500 hasta el presente
El anglosajón, primer estadio de la lengua inglesa, es una for-ma arcaica que conserva muchas de las características del germá-nico común, entre ellas tres géneros gramaticales (tenemos así sustantivos masculinos como se eorl, "el hombre" o se hring, "el anillo" y neutros como þæt hus, "la casa", o þæt boc, "el libro", y femeninos como seo sunne, "el sol", o seo guð, "la batalla"),  tres números en los pronombres (singular ic: "yo" plural we: "noso-tros", dual wit: "nosotros dos"), un complejo sistema de conju-gación de verbos, cinco casos de inflexión y numerosos paradigmas de declinación de sustantivos y adjetivos, junto con un vo-cabulario casi puro, influido al comienzo apenas por unas pocas palabras de origen celta y latino. Se trata pues de una lengua del todo incomprensible incluso para los hablantes de inglés moder-no, quienes deben estudiarlo como si fuera un idioma extranje-ro para poder entenderlo. Vaya a modo de ejemplo el anal co-rrespondiente al año 793 de la Crónica anglosajona:

Her wæron reðe forebecna cumene ofer Norðanhymbra land, and pæt folc earmlic bregdon, pæt wæron ormete ligræs-cas, and fyrenne dracan wæron gesewene on þam lifte fleo-gende. þam tacnum sona fyligde mycel hunger, and litel æfter þam, pæs ilcan geares, on vi Idus Ianuarii, earmlice heþenra manna hergung adilegode Godes cyrican in Lindisfarnaee purh hreaflac ond mansliht.

Este año terribles portentos asolaron a las tierras de Nor-tumbria y atemorizaron miserablemente a sus gentes: hubo terribles relámpagos de luz y se vieron feroces dragones vo-lando en el aire. A estos ominosos signos siguió una gran hambruna, y muy poco después, el 8 de junio de ese mismo año, las hordas de hombres paganos cayeron sobre la iglesia de Dios en Lindisfarne, a la que devastaron con rapiña y muerte.

Que el inglés antiguo fuera el ancestro remoto de la lengua inglesa,  tan querida por nuestro escritor, es explicación suficien-te para justificar su interés en estudiarlo: las composiciones que el profesor Borges analiza en sus clases se encuentran entre las primeras escritas en una lengua que podríamos llamar inglesa. Pero el idioma anglosajón tiene para Borges dos atractivos adi-cionales. En primer lugar, posee una significación personal: se trata de la lengua que hablaban los ancestros remotos del escri-tor por vía paterna: su abuela Frances Haslam había nacido en Staffordshire. "Quizá no sea más que una superstición mía" —escribió Borges una vez— "pero el hecho de que los Haslam hayan vivido en Nortumbria y Mercia —o, como se las llama hoy, Northumberland y las Midlands— me vincula con un pasa-do sajón y quizá también danés."
En su conferencia sobre "La ceguera" de Siete noches, Bor-ges escribe:
Yo era profesor de literatura inglesa en nuestra universidad. ¿Qué podía hacer para enseñar esa casi infinita literatura, esa literatura que sin duda excede el término de la vida de un hombre o de las generaciones?... Vinieron a verme unas alumnas que habían dado examen y lo habían pasado. ..A las niñas (serían nueve o diez) les dije: 'Tengo una idea, ahora que ustedes han pasado y yo he cumplido con mi deber de pro-fesor, ¿no sería interesante que emprendiéramos el estudio de un idioma y una literatura que apenas conocemos?' Me pre-guntaron cuál era ese idioma y cuál era esa literatura. 'Bueno, naturalmente, el idioma inglés y la literatura inglesa. Vamos a empezar a estudiarlos, ahora que estamos libres de la frivoli-dad de los exámenes; vamos a empezar por los orígenes'. 
En segundo lugar, Borges encuentra en las escenas de esta poesía el auténtico "sabor de lo épico" que lo conmueve y emo-ciona. Más de una vez Borges explica este disfrute contraponien-do la pluma a la espada, lo sentimental a lo heroico, su condición de poeta enfrentada al coraje que mostraron sus mayores en combate.
A esto se agrega lo inesperado de su descubrimiento. En su "Ensayo autobiográfico", Borges afirma:
Siempre consideré a la literatura inglesa como la más rica del mundo; el descubrir una cámara secreta en los orígenes de esa literatura me pareció un regalo adicional. 
Esta idea se repite en el hermosísimo prólogo a su Breve an-tología anglosajona.
Hará unos doscientos años se descubrió que [la literatura in-glesa] encerraba una suerte de cámara secreta, a manera del oro subterráneo que guarda la serpiente del mito. Ese oro an-tiguo es la poesía de los anglosajones. 
Borges encuentra en ese oro antiguo algo remoto, extraño y valioso, un tesoro que, al ser desenterrado y recuperado, lo de-vuelve a la época azarosa y heroica de sus mayores. A este carác-ter originario y épico se suma el placer fonoestético que este idioma le produce. Al comenzar a estudiarlo, Borges siente que sus palabras resuenan con una extraña belleza:
Los versos en un idioma extranjero tienen un prestigio que no tienen en el idioma propio, porque se oye, porque se ve cada una de las palabras. 
Borges nunca olvidará esta embriaguez inicial. Cada vez que se refiera al inglés antiguo, describirá una vez más este mundo auditivo:
El lenguaje anglosajón, el inglés antiguo, estaba por su mis-ma aspereza predestinado a la épica, es decir a la celebración del coraje y de la lealtad. Por eso... lo que les sale especial-mente bien a los poetas es la descripción de batallas. Es como si oyéramos el ruido de las espadas, el golpe de las lanzas so-bre los escudos, el tumulto de los gritos de la batalla. 
Pareciera que a nuestro profesor le hubiera gustado estar allí, en medio de la lucha, presenciando el choque de las espadas, el crujido de los estandartes y el encuentro de los hombres. Pero el poder evocativo que los versos anglosajones tienen para Borges no termina allí. A estas imágenes auditivas las complementan otras, de carácter visual. Cada vez que la parquedad del poeta deja un detalle o una imagen sin describir, Borges complementa los versos con descripciones de su propia imaginación. Encontramos un ejemplo en su narración de la Batalla de Maldon. El poema original comienza con las siguientes líneas:
Het þa hyssa hwæne hors forlætan,                                                                                                                                                     feor afysan, and forð gangan,
Que se traducen literalmente de la siguiente manera:
Le ordenó entonces a cada guerrero que dejara atrás su caballo                                                   Que lo enviara lejos y que avanzara
La traducción que Borges ofrece, sin embargo, tiene ligeras variaciones:
Les pidió que rompieran filas, que se apearan,                                                                                     que mandaran a latigazos a los caballos a la querencia y que avanzaran.
Ni los latigazos ni ningún equivalente a la "querencia" figu-ran en el texto original. No nos consta que los guerreros de Byrhtnoth tuvieran fustas a la mano, y el poema anglosajón no indica el lugar adonde debían ser enviados sus caballos (el alcal-de sólo ordena que los alejen). Son estos agregados de Borges, que tienen tal vez poco que ver con la Inglaterra medieval, pero que contribuyen sin lugar a dudas a acercar la batalla de Maldon y a los protagonistas de ese combate del siglo X a nuestro país y nuestra época.
Al continuar el estudio de este poema, Borges recrea el pai-saje y la escena inicial del combate:
Entonces el alcalde les dice que se formen en fila. Más allá se verían las altas naves de los vikings, esas naves con un dra-gón en la proa y con velas rayadas, y los vikings noruegos ha-brían desembarcado ya.
Una vez más, la descripción de Borges es una versión libre, enriquecida por su imaginación. La orden del alcalde sí se en-cuentra en los versos de "Maldon", pero ni las altas naves, ni las velas rayadas ni el desembarco de los vikings figuran en el poe-ma, cuyo comienzo se ha perdido. Borges, sin embargo, necesi-ta imaginar la escena en detalle para que la acción comience a transcurrir:
Los sajones ven cómo van desembarcando los vikings. Pode-mos imaginar a los vikings con sus yelmos ornamentados de cuernos, ver que llega toda esta gente...
Estas descripciones parecen verdaderas películas, y Borges de hecho asocia estas imágenes visuales con el cinematógrafo en más de una oportunidad:
Y luego entra en escena —porque este poema es muy lindo— un muchacho... Y este muchacho... tiene un halcón en el pu-ño: es decir, estaba entregado a lo que se llama caza de alta-nería. Y algo hay que ocurre, algo que un director cinemato-gráfico aprovecharía ahora. El muchacho siente que las cosas van en serio, y entonces deja que el querido halcón vuele al bosque, y entra en la batalla.
Igual procedimiento utiliza al describir la batalla de Stam-ford Bridge:
El ejército sajón salió con treinta o cuarenta jinetes... Podemos imaginarlos cubiertos de hierro. Quizá los caballos tuvieran hierro también. Si ustedes [la] han visto, [la película] Alejan-dro Nevsky puede servirles para imaginar esta escena. 
Como si se tratara de films de acción, las descripciones de Borges nos sumergen en la tensión de los versos. En su rol de profesor, Borges no sólo describe y analiza, sino que, de alguna manera, insufla vida, significado y movimiento a estas obras épi-cas.
Es esta misma sensibilidad la que lleva a Borges a entretejer en estas clases historia y leyenda, mito y realidad. Sin las restric-ciones que imponen una conferencia o el número de páginas de un manual, Borges despliega aquí su costumbre de mezclar he-chos reales con ficción literaria, desdibujando los límites de esos dos ámbitos que en el universo borgeano se desdoblan siempre para luego fusionarse.
Así, en su descripción de la batalla de Hastings, Borges in-tercala un episodio poético de Heine o hechos legendarios toma-dos de la Gesta Regum Anglorum de William de Malmesbury; en su explicación sobre las expediciones vikingas irrumpen citas de la Crónica de los Reyes de Noruega, obra que combina verda-des históricas con material de carácter legendario o ficticio. De más está decir que no se trata de descuidos, sino de una actitud coherente con la cosmovisión del escritor.  A Borges, para quien la historia representaba por momentos una rama más de la literatura fantástica, le preocupaban menos la realidad de los he-chos que el goce literario o la emoción que produce cada relato o escena. Así, al explicar las razones que llevaron a la batalla de Stamford Bridge, nuestro profesor se lamenta:
Tenemos pues al rey Harold y a su hermano, el conde Toste o Tostig, según los textos. Ahora, el conde creía que él tenía de-recho a parte del reino, que el rey debía dividir Inglaterra con él. El rey Harold no accedió, y entonces Tostig se fue de Inglaterra y se hizo aliado del rey de Noruega, a quien lla-maban Harald Hardrada, Harald el resuelto, el duro... Es una lástima que tenga casi el mismo nombre de Harold, pero no se puede modificar la historia. 
¡A Borges le gustaría cambiar nada menos que los nombres de los protagonistas para mejorar la calidad literaria de este epi-sodio!
En conclusión: No importa si en realidad hubo un vikingo que saqueó una ciudad creyendo que era Roma; no importa si el Rey Olaf Haraldsson poseía en verdad una agilidad extraordina-ria; no importa si el juglar Taillefer entró realmente en Hastings haciendo malabarismos con su espada. Más allá de su veracidad puntual, estas escenas tienen valor por la atmósfera que contri-buyen a crear.
Entregado al placer literario que le producen estas obras, su exaltación del coraje y las sílabas de hierro de su idioma, Borges juega durante estas clases con etimologías, intercala en su análi-sis palabras y versos anglosajones; los recita, explica y analiza, e intenta —por sobre todo— despertar en sus alumnos el mismo placer que él encuentra en esta lengua.
En otras palabras: Borges siente la necesidad y la vocación de compartir este oro antiguo. En las últimas líneas de la Gesta, los geatas afirman que Beowulf era un guerrero gentil, amable con sus súbditos y ansioso de alabanza. Sabemos que Borges era un hombre gentil; nos consta que no le interesaba la fama. Podemos estar seguros, sin embargo, de que hubiera recibido con agrado el título real del que lo hace merecedor este curso: beahgifa,   "dador de anillos", "distribuidor de tesoros", "repartidor de ri-quezas" expresión que utilizaban los anglosajones para subrayar la generosidad del monarca al repartir el oro entre sus hombres.
Martín Hadis


 Agradecimientos

Agradecemos muy especialmente a la Dra. Ana María Barrenechea, quien re-visó las pruebas e hizo valiosas sugerencias; a los profesores Dan Donoghue y Joseph Harris de la Universidad de Harvard por sus observaciones y comenta-rios en temas relacionados con las literaturas medievales de Inglaterra e Islan-dia; a María Kodama por su amable disposición en la preparación de este libro. Queremos agradecer también a las siguientes personas: profesor Roberto Ca-sazza y Eduardo Calabrese, de la Biblioteca Nacional; profesor Hugo M. Cas-tro, profesora Silvia Delpy; profesora Carmen Dragonetti; profesora Alejandri-na Falcón; profesor Jack Lynch, de la Universidad de Rutgers; Lic. Pablo Man-tel; Dr. Orrin W. Robinson, de la Universidad de Stanford; Amanda Sobel, de la Universidad de Harvard; profesora María Teresa Villares, de la U.B.A.









"Yo sé, o más bien me dicen, porque desde luego yo no puedo verlo,                                           que mis clases se llenan cada vez más de alumnos, y que                                                                  muchos no están ni siquiera inscriptos en la materia. De modo                                                               que debiéramos suponer que quieren oírme, ¿no?"

Jorge Luis Borges, entrevista con B.D., 1968                                                                         Publicada en Clarín el 7 de diciembre de 1989.











Los títulos de libros, publicaciones periódicas, films y obras de teatro se indican en cursiva.
Los nombres de poemas, cuentos, artículos y ensayos se indi-can entre comillas.
Los números de página indicados en citas tomadas de Litera-turas germánicas medievales y Breve antología anglosajona co-rresponden a la edición de 1997 de las Obras Completas en cola-boración (OCC) publicadas por Emecé Editores.
Las demás citas que se refieren a otras obras de Borges corres-ponden a la edición de sus Obras Completas (OC), publicadas por Emecé Editores en Buenos Aires en 1997.
Cuando se especifica en una nota el número del capítulo de una saga, éste corresponde siempre a la edición que aparece en la Bibliografía seleccionada, al final de este volumen.
  Viernes 14 de octubre de 1966


Clase Nº 1

Los anglosajones. La poesía y las kennings.                                                    Genealogía de los reyes germánicos.


La literatura inglesa comienza a desarrollarse a fines del siglo VII o a principios del VIII. De esa época son las primeras manifesta-ciones que poseemos, anteriores a las de las demás literaturas eu-ropeas. En las dos primeras bolillas vamos a tratar de esa literatu-ra: de la poesía y la prosa anglosajonas. Será útil, para cubrir el material de estas bolillas, un libro que he escrito con la señorita Vázquez, llamado Literaturas germánicas medievales. Está en Editorial Falbo.  Antes de continuar, deseo aclarar que este estu-dio que vamos a hacer lo desarrollaremos de acuerdo al punto de vista de la literatura, con referencia al medio económico, político o social sólo cuando sea necesario para la inteligibilidad del texto.
Empezamos entonces la primera bolilla, que trata de la épica y los anglosajones que llegaron a las Islas Británicas luego del abandono de éstas por las legiones romanas; se señala el siglo V, aproximadamente el año 449. Las islas británicas eran la colonia más alejada de Roma, la más septentrional y habían sido con-quistadas hasta Caledonia, actual territorio escocés, donde vi-vían los pictos, pueblo de origen celta separado del resto de Bre-taña por la muralla de Adriano. Al sur habitaban los celtas con-vertidos al cristianismo y los romanos. En las ciudades, la gente culta hablaba latín; las clases bajas hablaban diversos dialectos gaélicos. Los celtas eran un pueblo que ocupaba los territorios de Iberia, Suiza, Tirol, Bélgica, Francia y Bretaña. La mitología que poseían fue borrada por la acción de los romanos y de las in-vasiones bárbaras, a no ser en los territorios de Gales y en Irlan-da, donde se salvaron algunos restos de ella.
En el año 449, Roma se desintegra y retira las legiones de Bre-taña. Este fue un acontecimiento importantísimo, porque el país quedó sin la defensa con que contaba y expuesto a los ataques de los pictos por el norte y de los sajones por el este. Se supone que estos últimos eran una confederación de pueblos piratas, ya que como pueblo no están incluidos en la Germania de Tácito. Eran "germanos del mar", afines a los posteriores vikings. Habitaron en el Rhin bajo y en los Países Bajos. Los anglos vivían en el sur de Dinamarca y los jutos, como lo dice su nombre, en Jutlandia. Y ocurrió entonces que a un jefe celta, britano, al ver que el sur y el oeste estaban amenazados por los piratas, se le ocurrió usar a los unos contra los otros. A este fin, llamó a los jutos para que lo ayudaran en la lucha con los pictos. Y es entonces que llegan dos jefes germanos, Hengest,  cuyo nombre significa "potro", y Horsa, cuyo nombre significa "yegua".
"Germanos" es, entonces, el nombre de una serie de tribus con diversos gobiernos y que hablaban dialectos afines, que lue-go originaron las actuales lenguas danesa, alemana, inglesa, etc. Tenían mitologías comunes, de las que se ha salvado solamente la escandinava, en el punto más alejado de Europa: Islandia. Co-nocemos por esta mitología salvada en las Eddas  algunas corres-pondencias: por ejemplo, el Odín escandinavo era el Wotan ale-mán y el Woden inglés. Los nombres de los dioses han quedado en los días de la semana, que se tradujeron del latín al inglés an-tiguo: Monday, lunes, día de la luna, "moon"; martes, día de Marte, es Tuesday, día del dios germano de la guerra y de la glo-ria; miércoles, día de Mercurio, se asimiló a Woden en Wednes-day; el día de Jove, Jueves, dio Thursday, día de Thor, con el nombre escandinavo; el día de Venus es Friday, la Frija alemana, Frig en Inglaterra, la diosa de la belleza; Saturday es el día de Sa-turno; el domingo, día del señor —cosa que se ve en el italiano, "domenica"— quedó como el día del sol: Sunday.
De las mitologías sajonas queda poco. Como sabemos, en Es-candinavia se adoraba a las valquirias, divinidades guerreras que volaban y llevaban el alma de los guerreros muertos al paraíso; y sabemos que también fueron veneradas en Inglaterra gracias a un proceso del siglo IX, en el que una vieja fue acusada de ser una valquiria. Es decir que estas mujeres guerreras que en sus caba-llos voladores llevaban al paraíso a los muertos, fueron transfor-madas por el cristianismo en brujas. Así, en el concepto común, los viejos dioses fueron interpretados como demonios.
Si bien no existía una unidad política germana, esos pueblos reconocían una unidad de otro tipo, nacional. Así a los extranje-ros se los llamaba "wealh", que luego da en el inglés "welsh" que se aplica a los galeses. Queda esta palabra también en el nombre "Galicia", "galo", etc. Es decir que aplicaban este nombre a todo aquel que no fuera germano. El jefe celta Vortigern llamó a los jutos en su ayuda. Éstos partieron en sus naves a remo —no te-nían mástiles— y desembocaron en el condado de Kent. Inme-diatamente emprendieron la guerra y derrotaron a los pictos con gran facilidad. Y tan fácil lo hicieron que pensaron en ocupar el país. No se puede, en realidad, hablar de una invasión armada, porque esta conquista fue llevada a cabo casi pacíficamente. In-mediatamente después se forma el primer reino germánico de Inglaterra, regido por Hengest. Se fueron formando así multitud de pequeños reinos. Al mismo tiempo, los germanos abandona-ron en masa los territorios del sur de Dinamarca y Jutlandia y fundaron Northumbria, Wessex, Bernicia. Toda esta muche-dumbre de pequeños reinos se convirtió un siglo después al cris-tianismo, por la acción de monjes venidos de Roma y de Irlan-da. Estas acciones, en principio complementadas, llegaron a crear rivalidades entre los monjes de las dos procedencias. Acer-ca de esta conquista espiritual hay varios detalles para subrayar, primeramente la manera en que recibieron a Cristo los paganos. Cuenta Beda el Venerable  de un rey que tenía dos altares: uno dedicado a Cristo y otro para los demonios.  Estos demonios son, sin duda alguna, los dioses germánicos.
Aquí se presenta otro problema. Los reyes germánicos des-cendían directamente de los dioses. No había cómo negarle a un jefe que rindiese homenaje a sus antepasados. Así que los sacer-dotes cristianos que fueron encargados por su cultura de redac-tar las genealogías de los reyes —algunas han llegado a noso-tros—, se encontraron en el dilema de no contradecir a los reyes y, al mismo tiempo, de no negar la Biblia. La solución que en-contraron fue realmente curiosa. Tenemos que notar que para los antiguos el pasado se remontaba no más allá de quince o veinte generaciones: no podían ellos concebir un pasado en la extensión con que lo concebimos nosotros. Así que en estas ge-nealogías, luego de unas cuantas generaciones, vemos el entron-que con los dioses, que a su vez se entroncaban con los patriar-cas hebreos. Así que, por ejemplo, el bisabuelo es Odín, el cual es nieto de algún patriarca. Y luego se remontan directamente a Adán. Como máximo, su concepción del pasado llegaba a quin-ce generaciones, o poco más.
La literatura de estos pueblos abarca muchos siglos. Se ha per-dido en grandísima parte. Por Beda el Venerable la fechamos co-mo desde mediados del siglo V. Y desde el año 449 hasta el año 1066, en que se libró la batalla de Hastings, de todo ese gran pe-ríodo, sólo nos quedan cuatro códices y poco más.  El primero, el Códice de Vercelli, fue encontrado en el monasterio del mismo nombre, en el norte de Italia, en el siglo pasado. Es un cuaderno en anglosajón, que se supone fue llevado por peregrinos ingleses que volvían de Roma y que, afortunadamente para nosotros, ol-vidaron en el convento este manuscrito. Hay otros códices: la Crónica anglosajona, una traducción de Boecio, de Orosio, leyes, un "Diálogo de Salomón y Saturno".  Y nada más. Están luego las epopeyas. El famoso Beowulf, composición de más de 3.200 ver-sos, supondría, quizás, otras epopeyas desaparecidas. Pero éstas son absolutamente hipotéticas. Además, dado que, luego de la proliferación de cantos breves y a partir de éstos, se forma la epo-peya, es lícito suponer que ésta pueda estar aislada.
La poesía es, en todos los casos, anterior a la prosa. Parecería que el hombre canta antes de hablar. Pero hay otras razones muy importantes. Un verso, una vez compuesto, actúa como mode-lo. Se lo repite una y otra vez y llegamos al poema. En cambio, la prosa es mucho más complicada, requiere un esfuerzo mayor. Además, no debemos olvidar la virtud mnemónica del verso. Así, en la India, los códigos están en verso.  Supongo que han de tener algún valor poético, pero no están escritos en verso por eso sino simplemente porque en esa forma es más fácil recordarlos.
Debemos ver bien lo que significa "verso". Esta palabra tiene un sentido muy elástico. No es la misma concepción en todos los pueblos ni en todas las épocas. Por ejemplo, nosotros pensa-mos en verso isosilábico y rimado; los griegos pensaban en ver-so entonado, caracterizado por el paralelismo, frases que se ba-lancean. Pero nada de esto es el verso germánico. Fue difícil en-contrar la ley de construcción de estos versos, porque en los có-dices no están —como lo hacemos nosotros— escritos uno bajo el otro, sino que se encuentran escritos en forma corrida. Ade-más, no hay signos de puntuación. Pero de todas maneras, al fin se encontró que en cada verso hay tres palabras cuya primera sí-laba es tónica y que estaban aliteradas. Se han encontrado rimas, pero son casuales: el que escuchara esa poesía seguramente no las oiría. Y digo el que las escuchara, porque eran poemas para ser leídos o cantados con acompañamiento de arpa. Con respecto al verso aliterado, un germanista dice que tiene la ventaja de confi-gurar una unidad. Pero debemos agregar su desventaja y es que no permite la estrofa. En efecto, si en castellano nosotros escu-chamos el juego de rimas, éstas nos conducen a esperar la con-clusión; esto es, si en un cuarteto se empieza con rima en "-ía", siguen dos versos con "-aba", esperamos que el cuarto sea tam-bién en "-ía". Pero con la aliteración no ocurre así. Al cabo de unos cuantos versos, el sonido del primero, por ejemplo, ha de-saparecido de nuestra mente y así la sensación de estrofa desapa-rece. La rima, en cambio, permite la agrupación en estrofas.
Un recurso que los poetas germánicos descubrieron tardía-mente y que utilizaron poco fue el estribillo. Pero la poesía ha-bía desarrollado otro instrumento poético de jerarquía: éste está representado por los kennings,  metáforas descriptivas, cristali-zadas. Porque como los poetas hablaban siempre de las mismas cosas, tocaban los mismos temas siempre —esto es: la lanza, el rey, la espada, la tierra, el sol— y éstas eran palabras que no em-pezaban con la misma letra, debieron buscar un recurso. La poe-sía era, como digo, solamente épica. No existía la poesía erótica. La poesía sentimental aparecerá mucho después, en el siglo IX, con las elegías anglosajonas. Así que en la poesía, que era sola-mente épica, para nombrar esas cosas cuyos nombres no empe-zaban con la misma letra, se formaron palabras compuestas. Es-te tipo de formaciones son absolutamente posibles y usuales en las lenguas germánicas. Y luego se dieron cuenta de que esas pa-labras compuestas podían perfectamente ser utilizadas como metáforas. Así fue que comenzaron a llamar al mar "camino de la ballena", "camino de las velas" o "baño del pez"; llamaron a la nave "potro del mar" o "ciervo del mar" o "jabalí de las olas", siempre usando nombres de animales; como regla general, sen-tían a la nave como un ser vivo. Al rey se lo llamó "pastor del pueblo" y también —esto seguramente por los juglares, para su beneficio—, "generoso de anillos" Estas metáforas, algunas de las cuales son hermosas, se utilizaron como lugares comunes. Todos las usaban y todos las entendían.
En Inglaterra, los poetas acabaron por darse cuenta, sin em-bargo, de que estas metáforas —algunas de las cuales, repito, eran muy hermosas, como aquella que hablaba del pájaro diciéndole "guardián del verano"—, llegaban a trabar la poesía, así que pau-latinamente las abandonaron. Pero en cambio, en Escandinavia, se las llevó a su último grado de desarrollo: se hicieron metáforas de metáforas, mediante combinaciones sucesivas. Así que si nave era "caballo del mar" y mar era "campo de la gaviota", entonces la nave sería "el caballo del campo de la gaviota". Y ésta es una metáfora, por así decirlo, de primer grado. Como el escudo era la "luna de los piratas" —los escudos eran redondos, hechos de ma-dera— y la lanza era la "serpiente del escudo", ya que lo destruía, entonces la lanza sería la "serpiente de la luna de los piratas"
Evolucionando así, se llegó a una poesía complicadísima, os-cura. Por supuesto, esto se dio en la poesía culta, en los medios más altos de la sociedad. Y como estos poemas eran recitados o cantados, se suponía que las metáforas primeras, las que sirven de base, ya eran conocidas por el público. Conocidas y muy co-nocidas, casi identificadas con la palabra. Pero sea como sea, lle-garon a ser oscurísimas, tanto que hay que hacer un verdadero acertijo para reconocerlas en su sentido real. Tanto es así que transcriptores de siglos posteriores, en otras versiones de los mismos poemas que tenemos, demuestran no entenderlas. Una bastante simple, como ésta: "el cisne de la cerveza de los muer-tos", a nosotros, cuando nos la presentan, no sabemos interpre-tarla. Así que si la desglosamos y vemos que "la cerveza de los muertos" significa la sangre y que el "cisne de la sangre" es de-cir el ave de la muerte, es el cuervo, tenemos que "el cisne de la cerveza de los muertos" significa simplemente "cuervo". Y en Escandinavia se hicieron así poemas enteros y con una comple-jidad cada vez mayor. Pero esto no ocurrió en Inglaterra. Las metáforas se mantuvieron en primer grado, sin avanzar más allá.
Con respecto al uso de la aliteración, es curioso notar que, si en un verso aparecen las palabras tónicas que comienzan por vo-cales distintas entre sí, el verso se considera igualmente alitera-do. Si en un verso hay una palabra con vocal "a", otra con "e" y otra con "i", están aliteradas. En realidad, no podemos saber exactamente cómo se pronunciaban las vocales en el anglosajón. El inglés antiguo era, sin duda, de un sonido más abierto y más sonoro que el actual. El actual se construye con las consonantes actuando como cumbres de la sílaba. En cambio, el anglosajón o inglés antiguo —ambas palabras son sinónimas—   era de carác-ter eminentemente vocálico.
El léxico del anglosajón era, por lo demás, absolutamente ger-mánico. Antes de la conquista normanda, la única influencia de interés que pueda registrarse es la entrada de unas quinientas pa-labras aproximadamente, que fueron tomadas del latín. Estas pa-labras eran religiosas sobre todo o, si no, conceptos que no exis-tían anteriormente en esos pueblos.
En cuanto a la conversión de los germanos, cabe decir que a los germanos politeístas no les fue difícil aceptar otro dios: uno más no es nada. Pero a nosotros, por ejemplo, aceptar el paga-nismo politeísta nos sería bastante difícil. A los germanos, no; en un principio Cristo no fue más que un dios nuevo. El problema de la conversión, además, no ofrecía grandes dificultades. La conversión no era, como sería actualmente, individual, sino que, convertido el rey, se convertía todo el pueblo.
Las palabras que encontraron cabida en el anglosajón por re-presentar conceptos nuevos fueron aquellas tales como "empera-dor", noción que ellos no poseían. Aún ahora, la palabra alemana "kaiser", que tiene esa significación, viene de la latina "cæsar". En efecto, los germanos, en general, conocían bien a Roma. La reco-nocían como una cultura superior y la admiraban. Por eso, la conversión al cristianismo significaba la conversión a una civili-zación superior. Era un incontrastable atractivo, sin duda.
En la próxima clase veremos el Beowulf, poema del siglo VII, el más antiguo de toda la épica, anterior al Poema del Cid, del si-glo XI o X, y a la Chanson de Roland,  un siglo anterior al Cid y al Nibelungenlied.   Es la más antigua epopeya de todas las li-teraturas europeas. Luego proseguiremos con el "Fragmento de Finnsburh".


 Sin fecha, probablemente 15/10/1966 



jueves, 3 de noviembre de 2016

BORGES PROFESOR Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.


Edición, investigación y notas de
Martín Arias y Martín Hadis

BORGES PROFESOR

Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires


Emecé Editores

 Va este libro para mis padres, Ana Maria Goldstein y Alfredo Arias, y para mi hermana Eva, por su constante apoyo hacia to-dos mis proyectos.
Martin Arias


A mi abuela, Ana Rosa R. de Genijovich, con cariño y gratitud por su vasta biblioteca de ilimitados libros ingleses.
Martín Hadis
 Sobre este libro
Estas clases fueron grabadas por un pequeño grupo de alumnos de literatura inglesa con el fin de que pudieran estudiar aquellos alumnos del curso que por su trabajo no podían asistir a las cla-ses en el horario establecido. De las grabaciones originales en cinta magnetofónica (aún no existían las cassettes), ese grupo de estudiantes realizó las transcripciones que fueron la base para la confección de este libro.
Las cintas se han perdido; probablemente hayan sido luego utilizadas para grabar otras clases, quizá de otras materias. Seme-jante descuido puede parecer hoy imperdonable. Sin embargo, debemos tener en cuenta que en 1966 —año en que fueron dic-tadas estas clases—Jorge Luis Borges aún no era considerado un genio indiscutido como hoy. Los constantes cambios políticos de nuestro país hacían resaltar más sus declaraciones sobre la actua-lidad que su labor literaria. Para muchos de los estudiantes de su curso, Borges, aunque escritor eminente y director de la Biblio-teca Nacional, debía ser sólo un profesor más. Las transcripcio-nes de las clases, por lo tanto, no fueron preparadas sino para el estudio de la materia, desgrabadas a máquina a las apuradas para cumplir, seguramente, con los tiempos de los exámenes.
Quizás eso debamos agradecerlo: no hubo al desgrabar nin-gún intento de modificar el lenguaje oral de Borges, ni de com-pletar sus palabras, que nos han llegado intactas con sus repeti-ciones y latiguillos. Esto, que resulta evidente al leer las clases, se confirma cotejando el lenguaje utilizado aquí por Borges con el de otros textos tomados de su discurso oral, como las diversas conferencias y entrevistas publicadas. Los transcriptores se preocuparon además por dejar constancia de la textualidad de sus notas, anotando debajo de la transcripción de cada clase la frase: "Es versión fiel". Esta fidelidad mantuvo, afortunadamen-te, no sólo el discurso docente de Borges sino también sus co-mentarios al margen y hasta las palabras coloquiales que el pro-fesor dirigía a sus alumnos.
En contrapartida, el apuro y el desconocimiento llevó a los transcriptores a desgrabar fonéticamente todo nombre propio, nombres de obras o frases en idioma extranjero que aparecieran en las clases, dando lugar a numerosos errores: la gran mayoría de los nombres de autores y títulos de obras citadas aparecían con sus nombres mal escritos; los recitados en anglosajón y en inglés, así como las disquisiciones etimológicas de Borges, resul-taban completamente ilegibles en las transcripciones originales.
Cada uno de los nombres que aparecen en el texto debió ser revisado y corregido. No fue difícil darse cuenta de que "Rose-ti" era Dante Gabriel Rossetti. Llevó sin embargo más tiempo desentrañar que quien aparecía como "Wado Thoube" era en realidad el poeta Robert Southey, o que el transcriptor había es-crito "Bartle" ante cada mención del filósofo George Berkeley. Muchos de estos nombres parecían inhallables y exigieron labo-riosas búsquedas. Tal fue el caso —entre otros— del jesuita del siglo XVIII Martino Dobrizhoffer, que aparecía en el original co-mo "Edoverick Hoffer" o del profesor Livingston Lowes, cuyo nombre había sido transcripto como el título de una presunta obra, titulada "Lyrics and Lows".
La falta de familiaridad de los transcriptores con los textos literarios estudiados queda en evidencia en numerosas ocasio-nes. Nombres tan conocidos como los del Dr. Jekyll y Mr. Hy-de aparecían en el original bajo extrañas denominaciones, que amenazaban con convertir en múltiple la ya terrible dualidad del personaje. El Dr. Jekyll es "Jaquil”, "Shekli" "Shake", "Sheke" o "Shakel", mientras que Mr. Hyde es a la vez "Hi", "Hid" y "Hait", variantes que conviven en una misma página y en oca-siones en un mismo párrafo. Otros personajes y autores adole-cían de problemas semejantes y a menudo resultó difícil detectar que se referían a una misma persona. Así el héroe Hengest apa-recía en una línea correctamente escrito, pero en la siguiente se había convertido en "Heinrich"; el filósofo Spengler se escondía indistintamente tras los apelativos de "Stendler" o "Spendler" o el mucho más lejano "Schomber".
Las citas poéticas de Borges eran asimismo ilegibles. Algu-nas, al ser develadas, resultaron directamente cómicas. Quizás el ejemplo más significativo de esta serie sea el verso de Leaves of Grass: "Walt Whitman, un cosmos, hijo de Manhattan", que en el original aparecía transcripto como "Walt Whitman, un cojo, hijo de Manhattan", cambio que sin duda hubiera inquietado al poeta.
Durante sus clases, Borges solicitaba a menudo a sus alum-nos que prestaran su vista y su voz para leer poemas en voz alta. A medida que un alumno leía, Borges iba comentando cada es-trofa. En la transcripción original, sin embargo, los poemas reci-tados por los alumnos habían sido eliminados por completo. Al faltar en la transcripción esos versos, los comentarios de Borges acerca de estrofas sucesivas aparecían apiñados unos sobre otros de modo indescifrable. Para devolverle coherencia a estas clases, las estrofas recitadas por alumnos fueron buscadas y restauradas consultando las fuentes. Los comentarios de Borges fueron lue-go intercalados en una verdadera tarea de montaje.
Un trabajo semejante exigió la restauración de citas en inglés antiguo, transcriptas en el original por fonética. Aunque grave-mente distorsionadas, éstas eran aún reconocibles y se las repu-so utilizando los textos originales.
La puntuación del texto, muy oscura en la apurada transcrip-ción original, debió ser modificada casi por completo, intentan-do siempre seguir el ritmo que las frases debieron llevar en su forma oral.
La presente edición tuvo entonces por tarea la corrección de todos los datos posibles, enmendando todo lo que pudiera ser error de transcripción y haciendo las correcciones necesarias pa-ra pasar de la transcripción original a un texto más o menos flui-do. Asimismo, se buscó la fuente original de buena parte de los textos mencionados, citando en notas al pie los poemas comple-tos en idioma original (si éstos eran lo suficientemente breves) o los fragmentos aludidos (cuando se trataba de obras más exten-sas).
Para facilitar la lectura de las clases, fue necesario en algunos casos realizar modificaciones menores:
1) El agregado de palabras faltantes (nexos coordinantes, conjunciones, etc.), que con seguridad Borges pronun-ció, a pesar de su ausencia en la transcripción original.
2) La eliminación de alguna conjunción, presente en el len-guaje oral pero que realmente dificultaba la comprensión del texto escrito.
3) En contadísimas ocasiones, fue necesario acercar el suje-to y el predicado de frases en las que el entusiasmo de Borges lo llevaba a una larga digresión, aceptable en el lenguaje oral pero que hacía perder completamente el hi-lo del discurso en el texto escrito. Esto fue hecho varian-do el orden de las proposiciones en la oración, pero sin omitir una sola de las palabras pronunciadas.
Dado que ninguno de estos cambios altera los dichos ni la esencia del discurso de Borges, preferimos no indicarlos a lo lar-go del curso, ya que se trata de detalles de edición que podrían molestar al lector, sin sumar por otra parte ninguna información útil al contenido. En toda otra ocasión, aquellas palabras no pro-nunciadas por Borges, agregadas al texto para facilitar su lectu-ra, aparecen marcadas entre corchetes.
De cualquier modo, y esto es obvio, en ningún caso se mo-dificaron las palabras de Borges más allá de estas correcciones.
Las notas al pie tienden a explicar referencias poco claras, o a suministrar información acerca de obras, personas o hechos mencionados que pueda enriquecer la lectura de las clases. Más allá de referencias bibliográficas puntuales, hemos resistido en gran medida la tentación de vincular los temas tratados en las clases con el resto de la obra de Borges. La relación entre el Bor-ges escritor y el Borges de cátedra es tan estrecha que esto hu-biera requerido una cantidad de notas poco menos que inacaba-ble; por lo demás, no ha sido nuestro objetivo realizar una críti-ca o análisis del texto principal.
Muchas de las notas consisten en breves biografías; la longi-tud de cada una de éstas no resulta de un juicio de valor sino que está —en la mayoría de los casos— en proporción a dos facto-res: 1) lo desconocida que puede resultar cada figura y 2) su in-terés e importancia en el contexto de las clases. Así, al pastor de los godos, Ulfilas, o al historiador islandés Snorri Sturluson les corresponden varias líneas; para aquellos personajes más recien-tes o más conocidos, o mencionados al pasar, consideramos su-ficiente dar sus fechas, nacionalidad y otros datos que permitan identificarlos.
El lector encontrará asimismo que muchas de estas breves notas biográficas corresponden a figuras célebres. Su inclusión no presupone, por cierto, que el lector las desconozca. En todos los casos, la presencia de estas notas apunta a brindar la posibi-lidad de situar históricamente a estas figuras, dada la libertad con que Borges salta en sus comparaciones de siglo a siglo y de con-tinente a continente.
Ignoramos si Borges sabía de la existencia de estas transcrip-ciones; estamos sin embargo seguros de que se alegraría al com-probar que estas páginas perpetúan su labor docente. A todos aquellos estudiantes a quienes Borges, durante sus años de cáte-dra, enseñó con dedicación y afecto la literatura inglesa, podrá unírseles ahora una cantidad ilimitada de lectores.
Esperamos que los lectores disfruten tanto al leer este libro como nosotros al preparar su edición.
Martín Arias                                                                               Martín Hadis

Buenos Aires, febrero de 2000

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Jorge Luis Borges. Desino escandinavo. Revista Sur, Buenos Aires, Nº 219-220, enero-febrero de 1953.


DESTINO ESCANDINAVO

Que el destino de las naciones puede no ser menos interesante y patético que el de los individuos, es algo que Homero ignoró, que Virgilio supo y que sintieron con intensidad los hebreos. Otro problema (el problema platónico) es inquirir si las naciones existen de un modo verbal o de un modo real, si son palabras colectivas o entes eternos, el hecho es que podemos imaginarlas y que la desventura de Troya puede tocarnos más que la desventura de Príamo. Versos como éste del Purgatorio:

Vieni a veder la tua Roma che piagne

prueban el patetismo de lo genérico, y Manuel Machado ha podido lamentar, en un poema sin duda hermoso, el melancólico destino de las estirpes árabes "que todo lo tuvieron y todo lo perdieron". Acaso es lícito recordar brevemente los rasgos diferenciales de ese destino: la revelación de la Divina Unidad, que hará catorce siglos aunó a los pastores de un desierto y los arrojó a una batalla que no ha cesado y cuyos límites fueron la Aquitania y el Ganges; el culto de Aristóteles que los árabes enseñaron a Europa, tal vez sin comprenderlo del todo, como si repitieran o transcribieran un mensaje cifrado... Por lo demás, tener y perder es la común vicisitud de los pueblos. Estar a punto de tener todo y perderlo todo es el trágico destino alemán. Más raro y más afín a los sueños es el destino escandinavo, que procuraré definir.

Jordanes, a mediados del siglo vi, dijo de Escandinavia que esta isla (por isla la tuvieron los cartógrafos y los historiadores latinos) era como el taller o vaina de las naciones; las bruscas tropelías escandinavas en los más heterogéneos puntos del orbe confirmarían este parecer, que legó a De Quincey la frase officina gentium. En el siglo IX los vikings irrumpieron en Londres, exigieron de París un tributo de siete mil libras de plata y saquearon los puertos de Lisboa, de Burdeos y de Sevilla. Hasting, merced a una estratagema, se apoderó de Luna, en Etruria, y pasó a cuchillo a sus defensores y la incendió, porque pensó que se había apoderado de Roma. Thorgils, jefe de los Forasteros Blancos (Finn Gaill), rigió el Norte de Irlanda; los clérigos, destruidas las bibliotecas, huyeron y uno de los exilados fue Escoto Erígena. Un sueco, Rurik, fundó el reino de Rusia; la capital, antes de llamarse Novgórod, se llamó Holmgard. Hacia el año 1000 los escandinavos, bajo Leif Eiriksson, arribaron a la costa de América. Nadie los inquietó, pero una mañana (según consta en la Saga de Erico el Rojo) muchos hombres en canoas de cuero desembarcaron y los miraron con algún estupor. "Eran oscuros y muy mal parecidos y el pelo de las cabezas era feo; tenían ojos grandes y anchas mejillas". Los escandinavos les dieron el nombre de skraelingar, gente inferior. Ni escandinavos ni esquimales supieron que el momento era histórico; América y Europa se miraron con inocencia. Un siglo después, las enfermedades y la gente inferior habían acabado con los colonos. Los anales de Islandia dicen: "En 1121, Erico, obispo de Groenlandia, partió en busca de Vinland". Nada sabemos de su suerte; el obispo y Vinland (América) se perdieron.

Desparramados por la faz de la tierra quedan epitafios de vikings, en piedras rúnicas. Uno es así:

"Tola erigió esta piedra a la memoria de su hijo Harald, hermano de Ingvar. Partieron en busca de oro, fueron muy lejos y saciaron al águila en el Oriente. Murieron en el Sur, en Arabia". Otro dice:

"Que Dios se apiade de las almas de Orm y de Gunnlaug, pero sus cuerpos yacen en Londres". En una isla del Mar Negro se halló el siguiente: "Grani erigió este túmulo en memoria de Karl, su compañero".

Este fue grabado en un león de mármol que estaba en el Pireo y que fue trasladado a Venecia:

"Guerreros labraron las letras rúnicas... Hombres de Suecia lo pusieron en el león".

Inversamente, suelen descubrirse en Noruega monedas griegas y árabes y cadenas de oro y viejas alhajas traídas del Oriente.

Snorri Sturlason, a principios del siglo XIII, redactó una serie de biografías de los reyes del Norte; la nomenclatura geográfica de esa obra, que comprende cuatro siglos de historia, es otro testimonio de la grandeza del orbe escandinavo; en sus páginas se habla de Jorvik (York), de Bjarmaland, que es Arkangel, o los Urales, de Nórvesund (Gibraltar), de Serkland (Tierra de Sarracenos), que abarca los reinos islámicos, de Blaaland (Tierra Azul, Tierra de Negros), que es África, de Saxland o Sajonia, que es Alemania, de Helluland (Tierra de Piedras Lisas), que es Labrador, de Markland (Tierra Boscosa), que es Terranova, y de Miklagard (Gran Población), que es Constantinopla, donde aventureros suecos y anglosajones integraron, hasta que el Oriente cayó, la guardia del emperador bizantino. Pese a la vastedad que surge de esta enumeración, la obra no configura la epopeya de un imperio escandinavo. Hernán Cortés y Francisco Pizarro conquistaron tierras para su rey; las dilatadas empresas de los vikings fueron individuales. "Carecieron de ambiciones políticas" explica Douglas Jerrold. Al cabo de un siglo, los normandos (hombres del Norte) que, bajo Rolf, se fijaron en la provincia de Normandía y le dieron su nombre, habían olvidado su lengua y hablaban en francés...

El arte medieval es connaturalmente alegórico; así, en la Vita Nuova, que es un relato de orden autobiográfico, la cronología de los hechos está supeditada al número 9, y Dante conjetura que la misma Beatriz era un nueve, "es decir un milagro, cuya raíz es la Trinidad". Ello ocurrió hacia 1292; cien años antes, los islandeses redactaban las primeras sagas, que son la perfección del realismo. Pruébelo este sobrio pasaje de la Saga de Grettir:

"Días antes de la noche de San Juan, Thorbjórn fue a caballo a Bjarg. Tenía un yelmo en la cabeza, una espada al cinto y una lanza en la mano, de hoja muy ancha. A la madrugada llovió. De los peones de Atli, algunos trabajaban en la siega del heno; otros se habían ido a pescar al Norte, a Hornstrandir. Atli estaba en su casa, con poca gente. Thorbjórn llegó hacia el mediodía. Solo, cabalgó hasta la puerta. Estaba cerrada y nadie había afuera. Thorbjórn llamó y se ocultó detrás de la casa, para que no lo vieran desde la puerta. La servidumbre oyó que llamaban y una mujer fue a abrir. Thorbjórn la vio, pero no dejó que lo vieran, porque tenía otro propósito. La mujer volvió al aposento. Atli preguntó quién estaba fuera. Ella dijo que no había visto a nadie y mientras hablaban así, Thorbjórn golpeó con fuerza.

"Entonces dijo Atli: 'Alguien me busca y trae un mensaje que ha de ser muy urgente'. Abrió la puerta y miró: no había nadie. Ahora llovía con violencia y por eso Atli no salió; con una mano en el marco de la puerta, miró en torno. En ese instante saltó Thorbjórn y le empujó con las dos manos la lanza en la mitad del cuerpo.

"Atli dijo, al recibir el golpe: 'Ahora se usan estas hojas tan anchas'. Luego cayó de boca sobre el umbral. Las mujeres salieron y lo hallaron muerto. Thorbjórn, desde su caballo, gritó que el matador era él y se volvió a su casa".

Con esta prosa de rigores clásicos convivió (el hecho es singular) una poesía barroca; los poetas no decían cuervo sino cisne rojo o cisne sangriento y no decían cadáver sino carne o maíz del cisne sangriento. Agua de la espada y rocío del muerto dijeron por la sangre; luna de los piratas, por el escudo...

El realismo español de la picaresca adolece de un tono sermoneador y de cierta gazmoñería ante lo sexual, ya que no ante lo inmundo; el realismo francés oscila entre el estímulo erótico y lo que Paul Groussac apodó "la fotografía basurera"; el realismo norteamericano va de lo sensiblero a lo cruel; el de las sagas corresponde a una observación imparcial. Con justa exaltación pudo escribir William Patón Ker: "La mayor proeza del antiguo mundo germánico en sus últimos días la constituyeron las sagas, que encerraban fuerza bastante para cambiar el mundo entero, pero no fueron conocidas ni comprendidas" (English Literature, Medieval, 1912), y en otra página de otro libro rememoró: "la gran escuela islandesa; la escuela que murió sin sucesión hasta que todos sus métodos fueron reinventados, independientemente, por los grandes novelistas, al cabo de siglos de tanteo y de incertidumbre" (Epic and Romance, 1896).

Bastan los hechos anteriores, entiendo, para definir el extraño y vano destino de las gentes escandinavas. Para la historia universal, las guerras y los libros escandinavos son como si no hubieran sido; todo queda aislado y sin rastro,

SUr, Buenos Aires, Nº 219-220, enero-febrero de 1953.

martes, 1 de noviembre de 2016

Stevenson Robert Louis. Cuentos completos. Tomo I.

 
RESEÑA Se reúnen en este volumen, por primera vez en castellano, todos los relatos del gran Stevenson, un escritor que ha encantado a sucesivas genereaciones de lectores desde finales del siglo XIX hasta nuestros días.

 Estos cuentos conforman uno de los universos literarios más ricos y mágicos de la literatura universal. Aquí nos encontramos con historias tan populares como El Extraño Caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde, además de otras obras maestras igualmente inolvidables. Ya sean historias fantásticas, románticas o de ambiente marino, los cuentos de Stevenson constituyen una lectura insustituible, un placer en esta edición renovada, gracias sobre todo a la espléndida traducción de Miguel Temprano García.
 EL CLUB DE LOS SUICIDAS EL DIAMANTE DEL RAJÁ EL PABELLÓN DE LAS DUNAS UN SITIO DONDE PASAR LA NOCHE LA PUERTA DEL SEÑOR DE MALÉTROIT LA PROVIDENCIA Y LA GUITARRA EL EXTRAÑO CASO DEL DOCTOR JEKYLL Y EL SEÑOR HYDE LOS JUERGUISTAS WILL EL DEL MOLINO MARKHEIM JANET LA CONTRAHECHA OLALLA EL TESORO DE FRANCHARD LA PLAYA DE FALESÁ EL DIABLO DE LA BOTELLA LA ISLA DE LAS VOCES UNA VIEJA CANCIÓN HISTORIA DE UNA MENTIRA EL LADRÓN DE CADÁVERES LAS DESVENTURAS DE JOHN NICHOLSON


      Robert Louis STEVENSON   CUENTOS COMPLETOS
  

MÁS MIL Y UNA NOCHES




   EL CLUB DE LOS SUICIDAS



 



  HISTORIA DEL JOVEN DE LOS PASTELES DE CREMA

En el tiempo en que residió en Londres, el distinguido príncipe Florizel de Bohemia se ganó el afecto de todos con su trato seductor y una generosidad bien entendida. Era un hombre notable por lo que de él se sabía, y eso que solo era parte de lo que en realidad hacía. Aunque de temperamento plácido en circunstancias normales, y acostumbrado a tomarse la vida con tanta filosofía como cualquier campesino, el príncipe de Bohemia también sentía inclinación por modos de vida más aventureros y excéntricos de aquellos a los que estaba destinado por su nacimiento. A veces, si estaba desanimado y no se representaba ninguna comedia divertida en alguno de los teatros londinenses, y si la estación del año impedía la práctica de esos deportes al aire libre en los que superaba a todos sus contrincantes, mandaba llamar a su confidente y caballerizo mayor, el coronel Geraldine, y le ordenaba prepararse para hacer una ronda nocturna. El caballerizo mayor era un joven oficial de disposición valiente e incluso temeraria. Recibía con agrado la invitación y se apresuraba a disponerlo todo. La larga práctica, unida a un considerable conocimiento de la vida, le habían dotado de una habilidad singular para el disfraz: sabía disimular no solo su rostro y porte, sino también su voz y casi sus pensamientos, para adaptarlos a los de cualquier rango, carácter o nacionalidad; y de ese modo desviaba la atención del príncipe, y a veces lograba que los admitieran en los círculos más extraños. Las autoridades civiles nunca supieron de aquellas aventuras secretas: el valor imperturbable del uno y la iniciativa y la caballerosa devoción del otro les habían sacado de muchas situaciones peligrosas, y con el paso del tiempo su confianza fue en aumento. Una tarde de marzo, un repentino chaparrón de aguanieve les obligó a refugiarse en un bar de ostras muy cerca de Leicester Square. El coronel Geraldine iba vestido y maquillado como un periodista de tercera, mientras que el príncipe, como de costumbre, había alterado su aspecto mediante la adición de unas patillas falsas y un par de gruesas cejas adhesivas. Estas le daban un aspecto tan curtido y desgreñado que, tratándose de una persona de su elegancia, constituían un disfraz impenetrable. Ataviados de aquel modo, el jefe y su ayudante saborearon su brandy con soda con total seguridad. El bar estaba repleto de parroquianos, hombres y mujeres; pero, aunque más de uno trató de entablar conversación con nuestros aventureros, ninguno de ellos les pareció digno de interés después de conocerlo. No había allí más que la hez de Londres, gente vulgar y poco respetable; y el príncipe había empezado a bostezar, y a estar harto de aquella excursión, cuando empujaron violentamente las puertas y entró en el bar un joven seguido de dos conserjes. Los dos conserjes llevaban cada uno una bandeja de pasteles de crema debajo de una tapadera, que quitaron enseguida, y el joven se paseó entre los presentes y animó a todos a probar aquellos dulces con exagerada cortesía. A veces su ofrecimiento era aceptado entre risas; en ocasiones era firme, e incluso ásperamente, rechazado. En ese caso, el recién llegado se comía él mismo el pastel entre comentarios de índole más o menos humorística. Por fin se acercó al príncipe Florizel. —Señor —dijo con una profunda reverencia y ofreciéndole al mismo tiempo el pastel entre el dedo pulgar y el índice—, ¿tendrá usted a bien honrar a un completo desconocido? Yo respondo de su calidad, pues llevo comidas más de dos docenas desde las cinco. —Tengo la costumbre —replicó el príncipe— de fijarme no tanto en la naturaleza de un regalo, como en la intención con que se hace. —La intención, señor —respondió el joven, con otra reverencia—, es la de una burla. —¿Una burla? —repitió Florizel—. ¿Y de quién pretende usted burlarse? —No he venido aquí a exponer mi filosofía —replicó el otro—, sino a repartir estos pasteles de crema. Si le digo que me incluyo encantado en lo ridículo de esta transacción, confío en que dará su honor por satisfecho y aceptará mi invitación. De lo contrario, me veré obligado a comerme el vigésimo octavo, y reconozco que ya empiezo a estar un poco harto. —Me ha conmovido usted —dijo el príncipe—, y nada me gustaría más que librarle de su dilema, pero con una condición: mi amigo y yo nos comeremos sus pasteles, por los que ninguno de los dos sentimos especial predilección, si nos compensa acompañándonos a cenar. El joven pareció reflexionar. —Todavía me quedan varias docenas —dijo por fin—, así que tendré que visitar varios bares más antes de concluir con mi cometido. Tardaré algún tiempo, y si tienen ustedes hambre… El príncipe le interrumpió con un gesto educado. —Mi amigo y yo le acompañaremos —dijo—, pues estamos muy intrigados por su agradable manera de pasar la tarde. Y ahora que hemos establecido los preliminares del acuerdo, permítame que firme el tratado por las dos partes. —Y se comió el pastel con la mayor elegancia imaginable—. Está delicioso —dijo. —Veo que es usted todo un sibarita —replicó el joven. El coronel Geraldine también hizo los honores al pastel y, después de que todos los presentes rechazaran o aceptaran sus manjares, el joven de los pasteles de crema emprendió la marcha hacia otro establecimiento parecido. Los dos conserjes, que parecían haberse acostumbrado a su absurdo empleo, le siguieron; y el príncipe y el coronel cerraron la retaguardia cogidos del brazo y sonriéndose mientras caminaban. En aquella formación, el grupo visitó otras dos tabernas, donde se escenificaron escenas de similar naturaleza a las ya descritas: unos rechazaron y otros aceptaron aquella hospitalidad vagabunda, y el joven se comió todos los pasteles rechazados. A la salida del tercer bar, el joven hizo recuento de provisiones. Solo quedaban nueve: tres en una bandeja y seis en la otra. —Caballeros —dijo, dirigiéndose a sus dos nuevos seguidores—, no quisiera retrasar su cena. Estoy convencido de que deben de estar hambrientos. Creo que les debo una consideración especial. Y en este gran día para mí, en que pongo fin a una carrera de insensateces con uno de mis mayores desvaríos, quiero portarme decentemente con quienes me han apoyado. Caballeros, no tendrán que esperar más. Aunque mi constitución se resiente por los excesos cometidos, acabaré, aun a riesgo de mi vida, con esta espera. —Y con esas palabras engulló los nueve pasteles restantes y se los tragó de un solo bocado. Luego se volvió hacia los conserjes y les entregó un par de soberanos—. Les agradezco su extraordinaria paciencia —dijo. Y los despidió con una reverencia a cada uno. Se quedó mirando unos segundos el monedero del que había sacado el dinero para pagar a sus ayudantes y luego, con una carcajada, lo tiró en mitad de la calle y anunció que estaba listo para ir a cenar. En un pequeño restaurante francés del Soho, que había disfrutado durante un tiempo de una reputación inmerecida y empezaba ya a caer en el olvido, y en un reservado del piso de arriba, los tres compañeros dieron cuenta de una cena muy refinada y se bebieron tres o cuatro botellas de champán, mientras conversaban acerca de asuntos sin importancia. El joven era alegre y locuaz, pero se reía de un modo más ruidoso de lo natural en una persona bien educada, sus manos temblaban violentamente y su voz adoptaba súbitas y sorprendentes inflexiones que parecían ser independientes de su voluntad. Cuando retiraron el postre y los tres encendieron los cigarros, el príncipe se dirigió a él con estas palabras: —Estoy seguro de que disculpará mi curiosidad. Lo que llevo visto de usted me ha complacido mucho pero me ha extrañado aún más. Y, aunque me resisto a ser indiscreto, debo decirle que a mi amigo y a mí se nos puede confiar cualquier secreto. Tenemos muchos propios, que siempre acaban llegando a oídos indiscretos. Y si, como supongo, su historia es un tanto absurda, no es preciso que se ande con delicadezas con nosotros, que somos dos de los hombres más absurdos de Inglaterra. Me llamo Godall, Teophilus Godall, y mi amigo es el comandante Alfred Hammersmith, o al menos así es como le gusta llamarse. Nos pasamos la vida buscando aventuras excéntricas, y no hay extravagancia alguna que no sepamos comprender. —Me resulta usted simpático —replicó el joven—, me inspira una confianza natural, y no tengo nada que objetar respecto a su amigo el comandante, a quien supongo un noble disfrazado. Desde luego estoy seguro de que no es militar. —El coronel sonrió ante aquel elogio a la perfección de su arte y el joven prosiguió cada vez más animado—: Hay muchas razones por las que no debería contarles mi historia. Tal vez por eso mismo vaya a hacerlo. Parecen tan dispuestos a oír un relato descabellado que no me siento capaz de decepcionarles. A pesar de su ejemplo, callaré mi nombre. Mi edad tampoco es esencial para la narración. Soy descendiente directo de mis antepasados y de ellos heredé el aceptable apartamento donde vivo todavía y una fortuna de trescientas libras al año. Imagino que también me legaron un temperamento un tanto alocado, que siempre me ha gustado fomentar. Sé tocar el violín lo bastante bien para ganarme la vida en la orquesta de un teatrillo, aunque no del todo. Lo mismo puede decirse de la flauta y la trompa. Aprendí a jugar lo suficiente al whist para perder unas cien libras al año en ese juego tan científico. Mis conocimientos de francés me bastaron para malgastar el dinero en París casi con la misma facilidad que en Londres. Soy, en suma, una persona de numerosos logros viriles. He vivido toda clase de aventuras, incluyendo un duelo por una insignificancia. Hace tan solo dos meses conocí a una joven que, por sus dotes morales y físicas, se ajustaba a la perfección a mis gustos; sentí que se me derretía el corazón y comprendí que por fin había encontrado mi destino y estaba a punto de enamorarme. Pero ¡cuando calculé el capital que me quedaba, comprobé que ascendía a poco menos de cuatrocientas libras! Déjenme preguntarles: ¿puede un hombre que se respete a sí mismo enamorarse con solo cuatrocientas libras en el banco? Decidí que era obvio que no. Me dediqué a esquivar a mi amada e, incrementando levemente mis gastos habituales, llegué esta mañana a mis últimas ochenta libras. Dividí esa suma en dos partes iguales: cuarenta las reservé para un propósito concreto; las otras cuarenta decidí gastarlas antes de la noche. He pasado un día muy entretenido y disfrutado de muchas bromas aparte de la de los pasteles de crema que me ha llevado a conocerles a ustedes; pues, como les dije, estaba decidido a poner un fin absurdo a una vida no menos disparatada, y cuando me vieron tirar el monedero al arroyo, fue porque había gastado las cuarenta libras. Ahora me conocen ustedes tan bien como yo: soy un loco coherente con su locura y, espero que me crean, no un llorón ni un cobarde. Por el tono de la declaración del joven era obvio que tenía una triste y amarga opinión de sí mismo. Lo que hizo pensar a sus interlocutores que aquel amorío le había tocado más hondo de lo que estaba dispuesto a reconocer, y que había tomado una decisión sobre su vida. La farsa de los pasteles de crema empezaba a tener tintes de tragedia disimulada. —¡Caramba! ¿No les parece raro —intervino Geraldine, mirando de reojo al príncipe Florizel— que los tres nos hayamos conocido por pura coincidencia en un lugar tan inmenso como Londres, cuando estamos pasando por circunstancias tan parecidas? —¿Cómo? —exclamó el joven—. ¿Es que también ustedes están desesperados? ¿Es esta cena una locura como la de mis pasteles de crema? ¿Ha reunido el diablo a tres de los suyos para que se corran juntos una última juerga? —Créame que el diablo hace a veces cosas muy caballerescas —replicó el príncipe Florizel—, estoy tan conmovido por la coincidencia que, aunque nuestro caso no sea exactamente el mismo, pienso poner fin a la diferencia. Que su heroico modo de despachar los últimos pasteles de crema me sirva de ejemplo. —Y, dicho y hecho, el príncipe echó mano a su monedero y sacó de él un pequeño fajo de billetes—. Como ve, me lleva usted una semana de ventaja, pero mi intención es darle alcance y cruzar a la par la línea de meta —prosiguió—. Con esto —afirmó, dejando uno de los billetes encima de la mesa— bastará para pagar la cuenta. En cuanto al resto… Los lanzó al fuego y se fueron por la chimenea con una llamarada. El joven trató de contener su brazo, pero tenía en medio la mesa y su intervención no llegó a tiempo. —Desdichado —gritó—, ¡no debería haberlos quemado todos! Debería haber guardado cuarenta libras. —¡Cuarenta libras! —repitió el príncipe—. En el nombre del cielo, ¿y por qué cuarenta libras? —¿Y por qué no ochenta? —gritó el coronel—. Me consta que debía de haber al menos cien en el fajo. —Solo le habrían hecho falta cuarenta —dijo el joven con aire lúgubre—. Pero sin ellas no le admitirán. La norma es estricta. Cuarenta libras por cabeza. ¡Qué triste vida esta en la que hasta para morir hace falta dinero! El príncipe y el coronel intercambiaron una mirada. —Explíquese —dijo el último—. Todavía tengo el billetero razonablemente bien provisto, y no necesito decirle lo gustosamente que compartiría mi dinero con Godall. Pero antes necesito saber con qué propósito: debe usted explicarnos a qué se refiere. El joven pareció despertarse, los miró inquieto y se ruborizó profundamente. —¿No me estarán tomando el pelo? —preguntó—. ¿De verdad están desesperados como yo? —Por mi parte, desde luego que lo estoy —replicó el coronel. —Y por la mía —dijo el príncipe—, ya se lo he demostrado. ¿Quién, si no estuviese desesperado, arrojaría al fuego su dinero? La acción habla por sí misma. —Alguien que estuviese desesperado, sí… —repuso suspicaz el otro—, o un millonario. —Basta, señor —dijo el príncipe—. Ya me ha oído, y no estoy acostumbrado a que se ponga en duda mi palabra. —¿Desesperados? —preguntó el joven—. ¿De verdad están tan desesperados como yo? ¿Han llegado ustedes, después de una vida de excesos, a un punto en el que solo pueden permitirse un exceso más? —Fue bajando la voz a medida que hablaba—. ¿Van a permitirse ese último exceso? ¿Van a evitar las consecuencias de sus desvaríos mediante el único camino fácil e infalible? ¿Van a darle esquinazo a los alguaciles de su conciencia por la única puerta abierta? —De pronto se interrumpió y trató de reírse—. ¡A su salud! —gritó, vaciando la copa—. Y que tengan muy buenas noches, mis alegres desesperados. El coronel Geraldine le cogió por el brazo justo cuando se disponía a levantarse. —No se fía usted de nosotros —dijo—, y hace mal. A todas sus preguntas respondo de manera afirmativa. Pero no soy tan tímido y no me importa llamar a las cosas por su nombre. Tanto nosotros como usted estamos hartos de vivir y decididos a morir. Tarde o temprano, solos o en compañía, tenemos intención de ir al encuentro de la muerte y desafiarla allí donde esté. Ya que le hemos conocido, y que su caso parece más apremiante, que sea esta noche, y cuanto antes, y si le parece bien los tres juntos. ¡Un trío tan pobre —exclamó— debería entrar hombro con hombro en los salones de Plutón e infundirse ánimos entre las sombras! Geraldine había dado justo con la actitud y la entonación apropiadas para el papel que estaba interpretando. El mismo príncipe se extrañó y miró a su amigo con aire perplejo. En cuanto al joven, el rubor volvió sombríamente a sus mejillas y en sus ojos brilló una chispa de luz. —¡Son ustedes los hombres que necesito! —gritó con una alegría que tenía algo de terrible—. ¡Sellemos el trato con un apretón de manos! —Tenía la mano fría y húmeda—. ¡No imaginan en compañía de quién van a emprender la marcha! Poco sospechan la suerte que tuvieron de compartir conmigo mis pasteles de crema. No soy más que una unidad, pero una unidad en un ejército. Conozco la puerta secreta de la Muerte. Soy uno de sus íntimos, y puedo conducirles a la eternidad sin ceremonias ni escándalos. Ambos le apremiaron a explicarse. —¿Pueden reunir ochenta libras entre los dos? —preguntó. Geraldine comprobó teatralmente su cartera y respondió que sí. —¡Seres afortunados! —gritó el joven—. Cuarenta libras es la cuota de admisión al Club de los Suicidas. —El Club de los Suicidas —repitió el príncipe—, caramba, ¿y qué demonios es eso? —Escuchen —dijo el joven—, vivimos en la era de los adelantos y tengo que hablarles de su último refinamiento. Tenemos intereses en distintos sitios, y por eso se inventaron los ferrocarriles. Los ferrocarriles nos separaban inevitablemente de nuestros amigos, y por eso el telégrafo permitió que pudiéramos comunicarnos a grandes distancias. Incluso en los hoteles tenemos ascensores para ahorrarnos una subida de apenas unos cientos de escalones. Pues bien, nosotros sabemos que la vida no es más que un escenario donde hacer payasadas mientras el papel nos divierta. A la comodidad moderna le faltaba todavía un adelanto: un modo fácil y digno de salir del escenario, una escalera trasera hacia la libertad; o, como he dicho hace un instante, la puerta secreta de la Muerte. Eso, mis dos compañeros de rebeldía, es lo que proporciona el Club de los Suicidas. No vayan a pensar que ustedes o yo somos únicos, o siquiera excepcionales, en compartir el muy razonable deseo que nos inspira. A muchos de nuestros compatriotas, asqueados de participar en esa representación que deben llevar a cabo a lo largo de toda una vida, solo una o dos consideraciones les separan de la huida. Unos tienen familias que sufrirían, y a las que tal vez culparían, si el asunto llegase a hacerse público; otros son débiles y temen las circunstancias de la muerte. Tal es, hasta cierto punto, mi propia experiencia. Soy incapaz de apuntarme a la cabeza con una pistola y apretar el gatillo, hay algo más fuerte que yo que me lo impide: por mucho que aborrezca la vida, no tengo fuerzas para asirme a la muerte y acabar con todo. Para aquellos como yo, y para quienes deseen poner fin a sus problemas sin escándalo póstumo, se ha fundado el Club de los Suicidas. Ignoro cómo se gestiona, cuál es su historia o cuáles puedan ser sus ramificaciones en otros países; y lo que sé de sus estatutos, no puedo comunicarlo. Con todas esas limitaciones, no obstante, estoy a su servicio. Si de verdad están cansados de vivir, les llevaré esta noche a una reunión; y, si no esta noche, al menos a lo largo de esta semana, se les librará de forma sencilla del peso de su existencia. Ahora son —dijo consultando su reloj— las once, a las once y media como muy tarde debemos salir de aquí, de modo que tienen media hora por delante para considerar mi propuesta. Es algo más serio que un pastel de crema —añadió con una sonrisa—, y sospecho que más sabroso. —Desde luego es más serio —contestó el coronel Geraldine—, y puesto que lo es, ¿me permitirá que hable cinco minutos en privado con mi amigo, el señor Godall? —Nada más justo —respondió el joven—. Me retiraré, si me lo permiten. —Le quedaré muy agradecido —dijo el coronel. En cuanto se quedaron los dos solos, el príncipe Florizel dijo: —¿A qué vienen tantos conciliábulos, Geraldine? Parecéis muy agitado; en cambio, yo he tomado mi decisión sin inmutarme. Quiero ver en qué termina esto. —Alteza —dijo el coronel, poniéndose pálido—, permitid que os pida que consideréis la importancia que tiene vuestra vida, no solo para vuestros amigos, sino también para el interés público. «Si no esta noche», ha dicho ese loco, pero suponiendo que esta noche le aconteciera a vuestra Alteza algún desastre irreparable, ¿cuál no sería mi desesperación, y la preocupación y el desastre para tan gran nación? —Quiero ver en qué termina esto —repitió el príncipe con voz decidida—, tened la bondad, coronel Geraldine, de recordar y respetar vuestra palabra de honor de caballero. En ninguna circunstancia, recordadlo bien, a menos que yo os autorice expresamente a hacerlo, traicionaréis el incógnito bajo el cual decido hacer estas salidas. Esas fueron mis órdenes, que ahora os repito. Y ahora —añadió— haced el favor de pedir la cuenta. El coronel Geraldine asintió con una reverencia, pero cuando llamó al joven de los pasteles de crema y le dio sus instrucciones al camarero, estaba pálido como la cera. El príncipe conservó su expresión imperturbable y le describió al joven suicida una comedia del Palais Royal con mucho sentido del humor y entusiasmo. Evitó discretamente las miradas implorantes del coronel y escogió otro cigarro con más atención de la habitual. De hecho era el único del grupo que seguía dominando sus nervios. Pagaron la cuenta, el príncipe le entregó todo el cambio al atónito camarero y partieron los tres en un coche de caballos. Poco después, el vehículo se detuvo a la entrada de un patio oscuro y todos se apearon. Cuando Geraldine pagó la carrera, el joven se volvió y se dirigió al príncipe Florizel con estas palabras: —Todavía está a tiempo, señor Godall, de resignarse a la servidumbre. Y usted también, comandante Hammersmith. Piénsenlo bien, y si sus corazones les dicen lo contrario…, están en plena encrucijada. —Adelante, señor —dijo el príncipe—. No soy de los que se retractan de lo que han dicho. —Su sangre fría me tranquiliza —replicó el guía—. Nunca he visto a nadie tan imperturbable en esta coyuntura; y eso que no es el primero al que he acompañado hasta esta puerta. Más de uno de mis amigos me ha precedido a donde sé que no tardaré en ir. Pero no creo que eso le interese. Espéreme aquí un instante, volveré en cuanto haya resuelto los preliminares de su admisión. Y, dicho y hecho, el joven hizo un ademán de despedida, entró por un portal y desapareció. —De todas nuestras locuras —dijo el coronel Geraldine en voz baja—, esta es la más descabellada y peligrosa. —Estoy totalmente de acuerdo —respondió el príncipe. —Todavía —prosiguió el coronel— estaremos un rato a solas. Permita vuestra Alteza que le suplique que aprovechemos la oportunidad para retirarnos. Las consecuencias de este paso son tan siniestras, y pueden ser tan graves, que me siento justificado a llevar un poco más allá de lo normal las libertades que vuestra Alteza tiene la amabilidad de concederme en privado. —¿Debo entender que el coronel Geraldine tiene miedo? —preguntó su Alteza, quitándose el cigarro de entre los labios y mirando con agudeza el rostro del otro. —Mi temor desde luego no es personal —replicó el coronel con orgullo—, de eso su Alteza puede estar seguro. —Ya lo imaginaba —respondió el príncipe, con imperturbable buen humor—, pero me resistía a recordaros nuestra diferencia de rangos. Basta…, basta… —añadió, al ver que Geraldine se disponía a excusarse—, queda usted perdonado. —Y siguió fumando tan tranquilo, apoyado contra una verja, hasta que volvió el joven—. Y bien —preguntó—, ¿ya ha resuelto lo de nuestra admisión? —Síganme —respondió—. El presidente les recibirá en su despacho. Permítanme aconsejarles que sean francos en sus respuestas. Respondo por ustedes, pero el club requiere un minucioso interrogatorio antes de la admisión, pues la indiscreción de uno solo de sus socios conduciría a la disolución de la sociedad para siempre. El príncipe y Geraldine cruzaron apresuradamente unas palabras. «No vayáis a desmentirme en esto», dijo el uno; «Corroborad vos aquello», dijo el otro; y, adoptando valientemente la actitud de los personajes que tan bien conocían, se pusieron de acuerdo en un abrir y cerrar de ojos y se prepararon para seguir a su guía hasta el despacho del presidente. No tuvieron que sortear ningún obstáculo formidable. La puerta de la calle estaba abierta; la puerta del despacho, de par en par, y allí, en un cuartito muy pequeño de techos altos, el joven volvió a dejarlos solos. —No tardará en venir —dijo con una inclinación de cabeza, y se marchó. En el despacho se oían voces al otro lado de la puerta plegable que cerraba la habitación por un lado; y, de vez en cuando, el ruido del tapón de una botella de champán, seguido de unas carcajadas, interrumpía el sonido de la conversación. Una única ventana muy alta daba al río y al embarcadero; y, por la disposición de las luces, calcularon que no debían de estar muy lejos de la estación de Charing Cross. El mobiliario era escaso, las alfombras estaban tan usadas que se veían los hilos y no había más que una campanilla en el centro de una mesa redonda y varios abrigos y sombreros colgados de perchas en las paredes. —¿Qué clase de antro es este? —dijo Geraldine. —Eso es lo que hemos venido a averiguar —replicó el príncipe—. Si tienen diablos sueltos por aquí, la cosa puede ponerse entretenida. En ese momento la puerta plegable se abrió justo lo necesario para dejar pasar a una persona, y por ella se colaron al mismo tiempo el temible presidente del Club de los Suicidas y el ruidoso zumbido de la conversación. El presidente rondaba los cincuenta años y era un hombre corpulento de paso vacilante, patillas pobladas, cabeza casi calva y ojos grises y turbios, que de vez en cuando emitían un leve destello. Llevaba un enorme cigarro en la boca, que hizo girar a uno y otro lado mientras inspeccionaba con sagacidad y frialdad a los desconocidos. Iba vestido de tweed claro, con el cuello de la camisa a rayas muy abierto, y llevaba un libro diminuto debajo del brazo. —Buenas noches —dijo, después de cerrar la puerta a su espalda—. Tengo entendido que deseaban ustedes hablar conmigo. —Nos gustaría, señor, ingresar en el Club de los Suicidas —replicó el coronel. El presidente hizo girar el cigarro en la boca. —¿Y eso qué es? —preguntó con brusquedad. —Discúlpenos —replicó el coronel—, pero creo que es usted la persona más indicada para informarnos al respecto. —¿Yo? —gritó el presidente—. ¿Un Club de los Suicidas? ¡Vamos, vamos!, será una broma. Puedo disculpar a quienes se exceden un poco con el alcohol, pero esto pasa de la raya. —Llame a su club como quiera —dijo el coronel—, pero detrás de esas puertas se está celebrando una reunión, e insistimos en participar en ella. —Señor —replicó el presidente con sequedad—, se ha confundido usted. Esta es una casa particular, y tendrá que marcharse enseguida. El príncipe se había quedado tan tranquilo en su asiento durante aquella breve conversación, pero ahora, cuando el coronel le miró como diciendo «Acepte lo que le dice y vayámonos, ¡por el amor de Dios!», se sacó el cigarro de la boca y habló así: —He venido invitado por un amigo suyo. Sin duda ha debido de informarle de mis intenciones al entrometerme en sus asuntos. Permita que le recuerde que una persona en mis circunstancias tiene pocas ataduras y no es probable que tolere groserías. Normalmente soy un hombre muy pacífico, pero, señor mío, o me deja participar en lo que usted ya sabe, o se arrepentirá amargamente de haberme dejado entrar en su despacho. El presidente soltó una carcajada. —Así se habla —dijo—. Es usted todo un hombre. Sabe usted cómo convencerme y hará lo que quiera de mí. ¿Le importaría —continuó, dirigiéndose a Geraldine— dejarnos solos unos minutos? Tengo que atender primero a su compañero, y algunas de las formalidades del club deben tratarse en privado. Con esas palabras abrió la puerta de un pequeño gabinete donde encerró al coronel. —Me fío de usted —le dijo a Florizel en cuanto se quedaron solos—. Pero ¿está usted seguro de su amigo? —No tanto como de mí mismo, aunque a él le asisten razones más poderosas —respondió Florizel—, pero sí lo bastante para traerlo aquí. Ha sufrido lo suficiente para hastiar de la vida hasta al más tenaz de los hombres. El otro día lo degradaron por hacer trampas en el juego. —Un buen motivo, desde luego —replicó el presidente—, al menos tenemos a otro en la misma situación y me fío de él. ¿Puedo preguntarle si ha estado usted también en el ejército? —Lo estuve —respondió—, pero era demasiado perezoso y no tardé en dejarlo. —¿Y qué razón tiene para haberse cansado de vivir? —prosiguió el presidente. —Supongo que la misma que le acabo de decir —replicó el príncipe—, una pereza absoluta. El presidente pareció sorprendido. —¡Qué demonios! —dijo—. Alguna otra razón tendrá. —No me queda dinero —añadió Florizel—. Desde luego, eso también es un fastidio. Y agudiza extremadamente mi sensación de inutilidad. El presidente hizo girar su cigarro en la boca durante unos segundos mientras miraba a los ojos a aquel neófito tan peculiar, pero el príncipe soportó su escrutinio sin inmutarse. —Si no fuera por mi experiencia —dijo por fin el presidente—, le echaría de aquí ahora mismo. Pero soy un hombre de mundo, y sé que a menudo los motivos más frívolos para el suicidio son los más difíciles de aceptar. Y cuando doy con alguien tan sincero como usted, prefiero hacer una excepción a negarme a admitirle. El príncipe y el coronel respondieron, uno tras otro, a un largo y peculiar interrogatorio: el príncipe solo y Geraldine en presencia del príncipe, para que el presidente pudiera observar su semblante mientras lo interrogaban. El resultado fue satisfactorio y el presidente, después de anotar los detalles de cada caso, les entregó un formulario con el juramento que debían aceptar. Es inimaginable una obediencia más pasiva que la que allí se prometía, o unos términos que comprometiesen de forma tan rigurosa. Al hombre que pronunciase un juramento tan terrible difícilmente podría quedarle un rastro de honor o el consuelo de la religión. Florizel firmó el documento con un escalofrío; el coronel siguió su ejemplo con gesto muy abatido. Luego el presidente les cobró la cuota de admisión y, sin más preámbulos, condujo a los dos amigos al salón del Club de los Suicidas. Dicho salón tenía la misma altura que el despacho con el que se comunicaba, pero era mucho mayor y estaba empapelado de arriba abajo imitando unos paneles de roble. Un fuego alegre y vivo y varias lámparas de gas iluminaban al grupo. Con el príncipe y su acompañante eran dieciocho. La mayoría estaban fumando y bebiendo champán; reinaba una hilaridad febril en la que se producían de vez en cuando algunas pausas súbitas y espeluznantes. —¿Están aquí todos los socios? —preguntó el príncipe. —La mitad —dijo el presidente—. A propósito —añadió—, si les queda un poco de dinero, es costumbre invitar a un poco de champán. Ayuda a levantar los ánimos y constituye uno de mis pocos ingresos. —Hammersmith —dijo Florizel—, ocúpese usted del champán. Y con esas palabras se dio la vuelta y empezó a pasearse entre los presentes. Acostumbrado a hacer de anfitrión en los círculos más aristocráticos, cautivó y dominó a todos a los que se acercó: su forma de comportarse tenía algo de triunfador y autoritario, y su extraordinaria sangre fría le daba cierta distinción en aquella sociedad medio desquiciada. Mientras iba de uno a otro, tuvo los ojos y los oídos abiertos y pronto empezó a formarse una idea general de la clase de gente que había allí. Como en cualquier otro sitio de reunión, predominaba un tipo de persona: gente en plena juventud, en apariencia sensata e inteligente, pero sin la fuerza o la cualidad que suele imprimir el éxito. Muy pocos tenían más de treinta años, y algunos no habían cumplido los veinte. Se apoyaban en las mesas y arrastraban los pies; a veces fumaban con ansia y otras dejaban apagar los cigarros; algunos hablaban bien, pero la conversación de otros era tan solo fruto de la tensión nerviosa y carecía de ingenio e interés. A cada nueva botella de champán que se descorchaba la animación aumentaba notablemente. Solo dos estaban sentados: uno en una silla, junto a la ventana, con la cabeza ladeada, las manos en los bolsillos, pálido, empapado de sudor y sin decir una palabra, un auténtico despojo físico y moral; el otro, en el diván que había junto a la chimenea, llamaba la atención por lo distinto que era de los demás. Es probable que no tuviera más de cuarenta años, pero aparentaba diez más; y Florizel pensó que nunca había visto a un hombre más repulsivo por naturaleza, ni más carcomido por la enfermedad y los excesos. Era solo piel y huesos, estaba paralizado en parte y llevaba unas gafas de cristales tan gruesos que sus ojos parecían aumentados y distorsionados. A excepción del príncipe y el presidente, era la única persona en aquel salón que conservaba la compostura. Había poco decoro entre los miembros del club. Unos se jactaban de los actos vergonzosos cuyas consecuencias les habían obligado a buscar consuelo en la muerte y otros escuchaban sin desaprobarlos. Imperaba un acuerdo tácito contra los juicios morales, y quienes atravesaban las puertas del club gozaban ya en parte de la inmunidad de la tumba. Brindaban por los recuerdos de los demás y por los suicidas famosos del pasado. Comparaban y discutían sus opiniones sobre la muerte: unos afirmaban que no era más que negrura y cesación, y otros tenían la esperanza de que esa misma noche subirían a las estrellas y departirían con los muertos. —¡En memoria eterna del barón Trenck, suicida ejemplar! —gritó uno—, pasó de una pequeña celda a otra más pequeña todavía, para poder asomarse a la libertad. —Por mi parte —dijo un segundo—, no pido más que una venda en los ojos y un poco de algodón en los oídos. Aunque no hay en este mundo algodón lo bastante espeso. Un tercero aspiraba a desvelar los misterios de la vida en un estado futuro; y un cuarto afirmaba que nunca habría ingresado en el club si no le hubiesen hecho creer en el señor Darwin. —No soporto —decía aquel notable suicida— descender del mono. En conjunto, al príncipe le decepcionaron el aspecto y la conversación de los socios. «No me parece —pensó para sí— que haya por qué organizar tanto escándalo. Si uno ha decidido matarse, que lo haga, por el amor de Dios, como un caballero. Toda esta agitación y parloteo están fuera de lugar.» Entretanto, el coronel Geraldine era presa de las más negras aprensiones: el club y sus normas seguían siendo un misterio, y buscó en la sala a alguien que pudiera tranquilizarle. Mientras lo hacía, su mirada recayó en el paralítico de las gafas de cristales gruesos y, al reparar en que estaba extremadamente sereno, le pidió al presidente, que no hacía más que entrar y salir del salón con profesional apresuramiento, que le presentara al caballero del diván. El funcionario le explicó que aquellas formalidades eran innecesarias en el club, pero no obstante le presentó a Hammersmith al señor Malthus. El señor Malthus miró al coronel con curiosidad y luego le invitó a sentarse en el sillón que había a su derecha. —¿Es usted nuevo? —dijo—. ¿Y busca información? Ha acudido al hombre indicado. Hace ya dos años que ingresé en este club tan encantador. El coronel recobró el aliento. Si el señor Malthus llevaba frecuentando el lugar desde hacía dos años, no sería tan peligroso que el príncipe pasara allí una tarde. No obstante, se sorprendió y empezó a sospechar un engaño. —¿Qué? —gritó—. ¡Dos años! Pensaba que…, pero ya veo que me han gastado una broma. —Ni muchísimo menos —replicó amablemente el señor Malthus—. Mi caso es muy peculiar. En rigor no soy un verdadero suicida, sino, por así decirlo, un miembro honorario. A veces me paso dos meses sin visitar el club. Mi enfermedad y la bondad del presidente me han procurado esos pequeños beneficios, por los que pago además una cuota por adelantado. E incluso así he tenido mucha suerte. —Me temo —dijo el coronel— que debo pedirle que sea más explícito. Recuerde que todavía no estoy al corriente de las normas del club. —Cualquier socio ordinario que viene al encuentro de la muerte como usted —replicó el paralítico— tiene que pasarse por aquí cada tarde hasta que la fortuna le sea favorable. Incluso, si carece de fondos, puede solicitar al presidente comida y alojamiento: bastante pasable, según tengo entendido, y limpio, aunque, claro, no muy lujoso; eso sería difícil, teniendo en cuenta lo exiguo (si se me permite expresarlo así) de la cuota. Aparte de que gozar de la compañía del presidente es ya todo un lujo. —¿Ah, sí? —exclamó Geraldine—. Pues a mí no me ha impresionado demasiado. —¡Ah! —dijo el señor Malthus—. Usted no lo ha tratado tanto como yo. ¡Es un tipo muy ocurrente! ¡Cuántas historias sabe! ¡Y qué cinismo el suyo! Es admirable lo bien que conoce la vida. Entre nosotros, no me extrañaría que fuese el granuja más corrupto de la cristiandad. —¿Es también —preguntó el coronel—, y lo digo sin ánimo de ofenderle, socio permanente…, como usted? —Desde luego, es socio permanente en un sentido muy distinto al mío —replicó el señor Malthus—. A mí se me ha perdonado graciosamente la vida, pero tarde o temprano llegará mi hora. En cambio, él no juega nunca. Baraja y reparte las cartas en nombre del club, y se ocupa de todos los detalles. Ese hombre, mi querido señor Hammersmith, es el ingenio personificado. Lleva tres años dedicado a su útil y, creo que puedo añadir, artística ocupación en Londres, sin despertar ni la más leve sospecha. Creo que es un hombre inspirado. Sin duda recordará el famoso caso, ocurrido hace seis meses, del caballero que se envenenó accidentalmente en una farmacia. Esa fue una de sus ocurrencias menos brillantes, y aun así… ¡qué sencilla! ¡Y qué segura! —Me deja usted de una pieza —respondió el coronel—. ¿Acaso aquel desafortunado caballero fue… —estuvo a punto de decir «una de las víctimas», pero se corrigió a tiempo y dijo—… uno de los miembros del club? —Casi al mismo tiempo, reparó en que el señor Malthus no hablaba en el tono de quien tiene un idilio con la muerte y añadió—: Pero veo que aún sigo en tinieblas. Habla usted de barajar y repartir; acláreme, por favor, con qué objeto. Y, como no me parece usted muy dispuesto a morir, debo confesarle que no comprendo qué es lo que le trae por aquí. —Dice usted con razón que sigue en tinieblas —replicó el señor Malthus más animado—. Verá, amigo mío, este club es un templo de la embriaguez. Si mi debilitada salud soportase mejor la tensión, puede estar seguro de que vendría más a menudo. Hace falta un gran sentido del deber, motivado por un largo período de mala salud y un régimen cuidadoso, para impedir que me exceda en esto, que podría decirse que es mi última disipación. Créame que las he probado todas, señor mío —prosiguió, cogiendo del brazo a Geraldine—, todas sin excepción, y por mi honor que no he encontrado ninguna cuya importancia no haya sido falsamente sobrevalorada. La gente juega con el amor. Pues bien, yo niego que el amor sea una pasión muy fuerte. El miedo sí lo es. Y es con el miedo con lo que se debe jugar, si se quieren saborear los placeres más intensos de la vida. Envídieme…, envídieme usted, señor —añadió con una risita—, ¡pues soy un cobarde! Geraldine apenas pudo contener un gesto de repulsión por aquel deplorable canalla, pero se dominó haciendo un esfuerzo y continuó con sus preguntas. —¿Cómo prolongan la emoción artificialmente tanto tiempo? —preguntó—. ¿Y qué papel desempeña aquí la incertidumbre? —Le explicaré cómo se escoge a la víctima cada noche —replicó el señor Malthus—, y no solo a la víctima, sino también al socio que será el instrumento del club y el sumo sacerdote de la muerte en esa ocasión. —¡Dios mío! —dijo el coronel—. ¿Es que se matan unos a otros? —Así se elimina el problema del suicidio —respondió Malthus con un gesto. —¡Que el cielo se apiade de nosotros! —exclamó el coronel—. ¿Y podría usted…, yo…, el…, quiero decir mi amigo…, cualquiera de nosotros ser escogido para inmolar el cuerpo y el alma inmortal de otro? ¿Será posible algo así entre hombres nacidos de mujer? ¡Oh! ¡Infamia entre las infamias! —Estaba a punto de levantarse, horrorizado, cuando vio al príncipe. Le estaba mirando fijamente desde el otro extremo de la sala con gesto ceñudo y enfadado. Al instante, Geraldine recobró la compostura—. Aunque, bien mirado —añadió—, ¿por qué no? Y, ya que dice usted que el juego es entretenido, vogue la galère… ¡haré lo que diga el club! El señor Malthus había disfrutado mucho con la sorpresa y la repugnancia del coronel. Le gustaba alardear de su perversidad y le satisfacía ver cómo los demás se dejaban llevar por un impulso generoso, porque, en su corrupción, se creía por encima de tales emociones. —Ahora —dijo—, después del primer momento de sorpresa, podrá apreciar los deleites de nuestra sociedad. Verá cómo combina las emociones de la mesa de juego, el duelo y el anfiteatro romano. Los paganos no lo hacían mal del todo, admiro cordialmente lo refinado de su espíritu, pero ha tenido que ser en un país cristiano donde se haya llegado a estos extremos, esta quintaesencia y esta absoluta intensidad. Comprenderá lo insulsos que resultan todos los demás entretenimientos para quien se ha aficionado a este. El juego al que jugamos —prosiguió— no puede ser más sencillo. Una baraja…, pero ahora podrá verlo con sus propios ojos. ¿Le importaría prestarme el apoyo de su brazo? Por desgracia soy paralítico. Efectivamente, justo cuando el señor Malthus acababa de empezar su descripción, se abrió otra puerta plegable y todo el club comenzó a pasar, no sin cierta precipitación, al salón contiguo. Era similar en todo al anterior, pero estaba amueblado de forma diferente. El centro lo ocupaba una mesa verde y alargada a la que se había sentado el presidente a mezclar con gran cuidado una baraja. Incluso con la ayuda del bastón y el brazo del coronel, el señor Malthus andaba con tanta dificultad que todos se sentaron antes de que ellos dos y el príncipe, que les había esperado, entraran en la sala, y, en consecuencia, los tres tuvieron que sentarse juntos en un extremo. —La baraja tiene cincuenta y dos cartas —susurró el señor Malthus—. Estén atentos a la aparición del as de espadas, que es el signo de la muerte, y del as de bastos, que designa al ejecutor de la noche. ¡Dichosos, dichosos los jóvenes! —añadió—. Tienen ustedes buena vista y pueden seguir el juego. ¡Ay! Desde aquí, yo no distingo un as de un dos. —Y procedió a equiparse con un segundo par de gafas—. Al menos quiero ver las caras —explicó. El coronel informó rápidamente a su amigo de lo que había averiguado por el socio honorario, y del horrible dilema que se les planteaba. El príncipe sintió un escalofrío y notó cómo se le encogía el corazón; tragó con dificultad y miró de un lado a otro, como si estuviese en un laberinto. —Un golpe de audacia —susurró el coronel—, y todavía podemos escapar. No obstante, su sugerencia sirvió tan solo para hacer que el príncipe recobrara los ánimos. —¡Silencio! —dijo—. Demostradme que sois capaz de actuar como un caballero en cualquier circunstancia, por difícil que sea. Y miró a su alrededor, nuevamente en apariencia dueño de sí mismo, aunque el corazón le latía con fuerza y notaba un desagradable ardor en el pecho. Los socios seguían muy silenciosos y concentrados; todos estaban muy pálidos, pero ninguno tanto como el señor Malthus. Los ojos se le salían de las órbitas, cabeceaba sin cesar de modo involuntario, se llevaba sucesivamente las manos a la boca y se pellizcaba los labios trémulos y descoloridos. Era evidente que el socio honorario disfrutaba de su afiliación en términos de lo más sorprendentes. —¡Atención, caballeros! —dijo el presidente. Y empezó a repartir las cartas en dirección inversa, deteniéndose hasta que cada cual mostraba su carta. Casi todos dudaban, y más de una vez vieron temblar los dedos de algún jugador antes de que pudiera darle la vuelta al trascendental trozo de cartulina. A medida que se acercaba su turno, el príncipe sintió una emoción creciente y angustiosa, pero tenía madera de jugador y no le quedó más remedio que admitir casi con sorpresa que sus sensaciones eran hasta cierto punto placenteras. A él le tocó el nueve de bastos, el tres de espadas le correspondió a Geraldine y la reina de copas al señor Malthus, que no pudo reprimir un suspiro de alivio. El joven de los pasteles de crema iba justo después y, al darle la vuelta a su carta, vio que era el as de bastos y se quedó helado por el horror, con el naipe todavía entre los dedos: no había ido allí a matar, sino a que lo mataran, y el príncipe, generosamente conmovido por su situación, a punto estuvo de olvidar el peligro que todavía pendía sobre él y su amigo. Siguieron repartiendo las cartas, y la carta de la Muerte seguía sin salir. Los jugadores contenían la respiración y daban solo boqueadas. Al príncipe volvieron a tocarle bastos, a Geraldine oros, pero cuando el señor Malthus le dio la vuelta a su carta, escapó de su boca un sonido horrible, como el de algo que se rompe, se puso en pie y volvió a sentarse sin el menor síntoma de parálisis. Era el as de espadas. El miembro honorario había jugado demasiado a menudo con sus terrores. La conversación se reanudó casi de inmediato. Los jugadores se relajaron y se fueron levantando de la mesa para volver al salón en grupos de dos y de tres. El presidente se desperezó y bostezó, como quien ha terminado el trabajo del día. En cambio el señor Malthus se quedó en su sitio, borracho e inmóvil, con la cabeza apoyada en las manos y las manos sobre la mesa…, totalmente abatido. El príncipe y Geraldine se fueron de allí enseguida. El aire frío de la noche redobló el terror que les inspiraba la escena a la que acababan de asistir. —¡Ay! —gritó el príncipe—, ¡estar atado por un juramento en un asunto semejante y tener que permitir que este negocio criminal continúe con provecho e impunidad! ¡Ojalá me atreviese a violar mi palabra! —Eso es imposible para vuestra Alteza —replicó el coronel—, cuyo honor equivale al honor de Bohemia. Sin embargo, ¡yo sí me atrevo y podría violar la mía justificadamente! —Geraldine —dijo el príncipe—, si vuestro honor se viera menoscabado por culpa de las aventuras en que me servís de acompañante, no solo no os lo perdonaría nunca, sino que tampoco yo me lo perdonaría, lo que probablemente os afecte más. —Acepto las órdenes de vuestra Alteza —respondió el coronel—. ¿Nos vamos de este maldito lugar? —Sí —dijo el príncipe—. Llamad a un coche, por el amor de Dios, y dejad que trate de olvidar con el sueño el recuerdo de esta noche infame. No obstante, antes de marcharse, leyó cuidadosamente el nombre de la calle. A la mañana siguiente, en cuanto el príncipe empezó a agitarse en el lecho, el coronel Geraldine le llevó el periódico del día con el siguiente párrafo subrayado: LAMENTABLE ACCIDENTE — Esta mañana, hacia las dos en punto, el señor Bartholomew Malthus, domiciliado en el 16 de Chepstow Place, Westbourne Grove, se cayó por la barandilla de Trafalgar Square, cuando volvía a casa después de asistir a una fiesta en la residencia de un amigo, con el resultado de que se fracturó el cráneo y se partió un brazo y una pierna. La muerte fue instantánea. Cuando ocurrió el triste accidente, el señor Malthus iba acompañado de un amigo y estaba buscando un coche. Dado que el señor Malthus era paralítico, se cree que su caída debió de ser motivada por otro ataque. El desdichado caballero era muy conocido en los círculos más respetables, y su fallecimiento será profundamente sentido por todos.    

 —Si hay algún alma que se haya ido directa al Infierno —dijo Geraldine con aire solemne—, esa es la de aquel paralítico. —El príncipe se tapó la cara con las manos y guardó silencio—. Casi me alegra —continuó el coronel— saber que ha muerto. Pero reconozco que me apena pensar en nuestro joven de los pasteles de crema. —Geraldine —dijo el príncipe, levantando la cabeza—, anoche ese muchacho desdichado era tan inocente como vos o yo; y esta mañana pesa sobre su alma una culpa sangrienta. Cuando pienso en el presidente, se me revuelve el estómago. No sé cómo lo haré, pero como que hay Dios en el cielo, que algún día tendré a ese canalla a mi merced. ¡Qué vivencia y qué lección fue ese juego de cartas! —Sí —dijo el coronel—, ¡como para no repetirla jamás! —El príncipe guardó silencio tanto rato que Geraldine se alarmó—. No estaréis pensando en volver —dijo—. Habéis sufrido demasiado y asistido ya a demasiados horrores. El deber de vuestra elevada posición os prohíbe volver a arriesgaros. —No os falta razón —replicó el príncipe Florizel—, y no estoy precisamente satisfecho con mi decisión. ¡Ah! ¿Qué hay en los zapatos del más grande potentado sino un hombre? Nunca hasta ahora había sido tan consciente de mi debilidad, Geraldine, pero no puedo evitarlo. ¿Acaso debo dejar de interesarme por la suerte del desdichado joven que cenó con nosotros hace solo unas horas? ¿Debo permitir que el presidente prosiga con su infame negocio sin que nadie se lo impida? ¿Es que voy a emprender una aventura tan emocionante sin llevarla hasta el final? No, Geraldine, le pedís más al príncipe de lo que puede concederos. Esta noche, de nuevo, ocuparemos nuestro lugar en la mesa del Club de los Suicidas. El coronel Geraldine se hincó de rodillas. —¿Quiere vuestra Alteza quitarme la vida? —gritó—. Vuestra es y podéis disponer de ella a vuestro antojo, pero no me pidáis que os deje correr un riesgo tan terrible. —Coronel Geraldine —replicó el príncipe con cierta altivez—, vuestra vida os pertenece a vos. Yo solo quiero vuestra obediencia, y si habéis de ofrecérmela a regañadientes, prefiero no tenerla. Permitidme añadir una cosa más: ya me habéis importunado bastante en este asunto. El caballerizo mayor se puso en pie en el acto. —¿Vuestra Alteza me disculpará si no le acompaño esta tarde? —dijo—. No me atrevo, como hombre honorable que soy, a aventurarme por segunda vez en esa casa fatídica hasta haber puesto mis asuntos en orden. Puedo prometer a vuestra Alteza que no encontraréis más oposición del más devoto y agradecido de vuestros siervos. —Mi querido Geraldine —replicó el príncipe Florizel—, siempre lo lamento cuando me obligáis a recordaros mi rango. Disponed del día como mejor os parezca, pero presentaos aquí antes de las once con el mismo disfraz. El club, esa segunda noche, no estaba tan concurrido, y cuando llegaron Geraldine y el príncipe no habría más de media docena de personas en el salón. Su Alteza se llevó aparte al presidente y le felicitó calurosamente por el fallecimiento del señor Malthus. —Me gusta la gente eficiente —dijo—, y ciertamente usted lo es, y mucho. Su profesión es de naturaleza muy delicada, pero veo que se las arregla para desempeñarla con éxito y discreción. El presidente pareció conmoverse ante aquellos cumplidos dedicados por alguien del porte y la distinción de su Alteza. Los aceptó casi con humildad. —¡Pobre Malthus! —añadió—. El club no será lo mismo sin él. La mayoría de los socios son muchachos, señor, muchachos de espíritu poético, que no son compañía para mí. No es que Malthus careciese del todo de sensibilidad poética, pero era de una índole que yo podía comprender. —Entiendo perfectamente que simpatizara usted con el señor Malthus —replicó el príncipe—. Me pareció un hombre de temperamento muy original. El joven de los pasteles de crema estaba en la sala, aunque parecía silencioso y deprimido. Sus compañeros de la noche anterior trataron en vano de darle conversación. —¡No saben cómo me arrepiento —gritó— de haberles traído a este antro infame! Váyanse mientras tengan la conciencia tranquila. ¡Si lo hubieran oído gritar como yo, y el ruido de sus huesos contra la acera! ¡Deséenme, si es que sienten compasión por alguien que ha caído tan bajo, que esta noche me toque el as de espadas! A medida que pasaba la noche llegaron unos cuantos socios más, pero no habría más de una docena de miembros cuando ocuparon sus asientos en la mesa. El príncipe volvió a notar cierta satisfacción en sus aprensiones, aunque le sorprendió ver que Geraldine estaba mucho más tranquilo que la noche anterior. «Es extraordinario —pensó el príncipe— que un testamento sin redactar pueda influenciar así el estado de ánimo de un joven.» —¡Atención, caballeros! —dijo el presidente y empezó a repartir. Tres veces dio la vuelta a la mesa sin que apareciera ninguna de las cartas fatídicas. La tensión, cuando empezó a repartir por cuarta vez, se volvió insoportable. Solo quedaban cartas para una ronda más. El príncipe, que estaba sentado a la izquierda del que repartía, recibiría, por el modo de repartir utilizado en el club, la penúltima carta. Al tercer jugador le tocó un as negro: el as de bastos. Al siguiente le tocó una carta de oros, al siguiente una de copas y así siguieron, aunque el as de espadas seguía sin aparecer. Por fin, Geraldine, que se sentaba a la izquierda del príncipe, le dio la vuelta a su carta: era un as, pero el de copas. Cuando el príncipe Florizel vio su destino sobre la mesa, se le encogió el corazón. Era un hombre valiente, pero la cara se le cubrió de sudor. Tenía exactamente un cincuenta por ciento de probabilidades de que su suerte estuviera echada. Le dio la vuelta a la carta: era el as de espadas. Un ruidoso estruendo invadió su cerebro y la mesa pareció dar vueltas delante de sus ojos. Oyó que el jugador a su derecha soltaba una carcajada que sonaba entre alegre y decepcionada, vio que el grupo se dispersaba rápidamente, pero su imaginación estaba ocupada con otros pensamientos. Comprendió lo ilógica y criminal que había sido su conducta. Con una salud de hierro, en la flor de la edad, heredero a un trono, se había jugado su futuro y el de un país valiente y leal. —¡Dios! —gritó—. ¡Que Dios me perdone! Con esas palabras cesó su confusión y volvió a dominarse. Reparó con sorpresa en que Geraldine había desaparecido. No quedaba nadie en la habitación, salvo su futuro asesino, que departía con el presidente, y el joven de los pasteles de crema, que se acercó al príncipe y le susurró al oído: —Daría un millón, si lo tuviera, por su suerte. Cuando el joven se fue, su Alteza no pudo sino pensar que él la habría vendido por una suma mucho menos elevada. La conversación llegó a su fin. El poseedor del as de bastos salió de la sala con una mirada de connivencia, y el presidente se acercó al desafortunado príncipe y le ofreció su mano. —Me alegra haberle conocido, señor —dijo—, y haber estado en situación de prestarle este pequeño servicio. Al menos no podrá usted quejarse por la demora. La segunda noche… ¡menuda suerte! El príncipe trató en vano de articular una respuesta, pero tenía la boca seca y su lengua parecía paralizada. —¿Se siente usted un poco mareado? —preguntó solícito el presidente—. Le ocurre a la mayoría. ¿Le apetece un poco de brandy? El príncipe hizo un gesto afirmativo, e inmediatamente el otro le llenó un vaso de licor. —¡Pobre Malthus! —soltó el presidente mientras el príncipe vaciaba la copa—. ¡Se bebió más de medio litro y no pareció servirle de nada! —Yo soy mucho más disciplinado —dijo el príncipe, un poco más animado—. Habrá notado que ya vuelvo a ser dueño de mis actos. Así que permita que le pregunte qué debo hacer ahora. —Baje usted por la acera izquierda del Strand en dirección a la City, hasta encontrarse con el caballero que acaba de salir de la sala. Él le dará más instrucciones, tenga la amabilidad de obedecerle: esta noche la autoridad del club reside en su persona. Y ahora —añadió el presidente—, le deseo un paseo muy agradable. Florizel le dio las gracias con gesto extraño y se despidió. Atravesó el salón, donde la mayoría de los jugadores seguían bebiendo champán, parte del cual había pedido y pagado él mismo; y se sorprendió maldiciéndolos de corazón. Se puso el sombrero y el abrigo en el despacho, y escogió su paraguas de entre los que había en el rincón. La familiaridad de aquellos actos y la idea de que era la última vez que los hacía, le hizo soltar una carcajada que sonó de forma desagradable en sus oídos. Se le quitaron las ganas de salir del despacho y se volvió hacia la ventana. La oscuridad y las farolas le devolvieron a la realidad. «Vamos, vamos, tengo que comportarme como un hombre —pensó— y salir de aquí.» En la esquina de Box Court, tres hombres se abalanzaron sobre el príncipe Florizel y lo metieron sin más ceremonias en un carruaje, que partió de allí al galope. Dentro había ya otro ocupante. —¿Perdonará mi celo vuestra Alteza? —preguntó una voz bien conocida. El príncipe se abrazó al coronel lleno de alivio. —¿Cómo podré agradecéroslo? —gritó—. ¿Y cómo os las habéis arreglado? Aunque estaba dispuesto a ir al encuentro de la muerte, el príncipe no cabía en sí de gozo al verse obligado a ceder a una violencia amistosa y volver así a la vida y la esperanza. —Podéis agradecérmelo con creces —replicó el coronel— evitando estos peligros en el futuro. Y en cuanto a la segunda pregunta, todo se ha organizado de forma muy sencilla. Lo arreglé esta misma tarde con un famoso detective. Me ha prometido guardar el secreto y le he pagado por ello. Sus propios criados han intervenido en el asunto. La casa de Box Court está vigilada desde el anochecer, y este, que es uno de los carruajes de vuestra Alteza, lleva esperándole casi una hora. —¿Y qué se ha hecho del miserable que tenía que asesinarme…? —inquirió el príncipe. —Mandé que lo maniataran en cuanto salió del club —replicó el coronel—, y ahora espera vuestra sentencia en palacio, donde no tardará en reunirse con sus cómplices. —Geraldine —dijo el príncipe—, me habéis salvado contra mis órdenes explícitas, y habéis hecho bien. Os debo no solo la vida, sino también una lección; y sería indigno de mi rango si no me mostrase agradecido con mi maestro. Elegid vos la manera. Se hizo una pausa durante la cual el carruaje siguió recorriendo las calles a toda velocidad y los dos hombres se sumieron en sus propias reflexiones. El silencio lo rompió el coronel Geraldine. —Vuestra Alteza —dijo— tiene ya muchos prisioneros. Hay al menos un criminal entre ellos con quien habría que hacer justicia. Nuestro juramento nos impide recurrir a la policía y, aunque no estuviera de por medio el juramento, la discreción también nos lo impediría. ¿Puedo preguntar cuáles son las intenciones de vuestra Alteza? —Está decidido —respondió Florizel—, el presidente debe caer en duelo. Solo falta escoger a su adversario. —Vuestra Alteza me ha permitido escoger mi recompensa —dijo el coronel—. ¿Permitiréis que designe a mi propio hermano? Es una misión honorable, y me atrevo a aseguraros que el muchacho sabrá salir airoso de ella. —Me pedís un favor poco atractivo —repuso el príncipe—, pero no puedo negaros nada. El coronel le besó la mano con el mayor afecto, y en ese momento el carruaje pasó por debajo del arco de la entrada de la majestuosa residencia del príncipe. Una hora después, Florizel, de uniforme y luciendo todas las órdenes y condecoraciones de Bohemia, recibió a los miembros del Club de los Suicidas. —Gente malvada e irreflexiva —dijo—, todos los que os habéis visto empujados a estos excesos por la mala suerte recibiréis un empleo remunerado de mis funcionarios. Quienes sufrís por sentiros culpables tendréis que recurrir a alguien mucho más poderoso y generoso que yo. Todos me inspiráis lástima, mucha más de lo que imagináis; mañana me contaréis vuestra historia y, cuanto más sinceros seáis, mejor podré poner remedio a vuestra desgracia. En cuanto a vos —añadió volviéndose hacia el presidente—, si le ofreciera mi ayuda a alguien con vuestras aptitudes no haría más que ofenderle, pero sin embargo tengo una propuesta que haceros. Este —dijo poniendo una mano en el hombro del joven hermano del coronel Geraldine— es uno de mis oficiales que quiere hacer un viaje por Europa, y os pido, como favor personal, que le acompañéis. ¿Sabéis —prosiguió cambiando de tono— manejar bien la pistola? Porque podríais tener que recurrir a ella. Cuando dos hombres viajan juntos, es mejor estar preparado para todo. Dejadme añadir que, si por casualidad perdierais al joven Geraldine por el camino, siempre tendré otro miembro de mi casa dispuesto a acompañaros; tengo fama de tener la vista y el brazo muy largos, señor presidente. Con esas palabras, pronunciadas en tono muy severo, el príncipe concluyó su discurso. A la mañana siguiente, atendió a los miembros del club con su munificencia, y el presidente emprendió su viaje, bajo la supervisión del señor Geraldine, y un par de hábiles lacayos, bien entrenados en la casa del príncipe. No contento con eso, el príncipe hizo que sus agentes tomaran posesión discretamente de la casa de Box Court, a fin de que todas las cartas y visitas al Club de los Suicidas o a sus empleados pudieran ser supervisadas por el príncipe Florizel en persona.    


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