domingo, 6 de diciembre de 2015

Carlos Fuentes. Los cinco Soles de México.


Prefacio
LOS CINCO SOLES DE MÉXICO
Recientemente, un periodista nos preguntó a un grupo de mexicanos: «¿Cuándo empezó México?»
Un tanto perplejo, consulté mi respuesta con un amigo argentino, toda vez que la Argentina es, en América Latina, el polo opuesto de México, tanto geográfica como culturalmente.
Mi amigo, el novelista Martín Caparrós, me contestó primero con un famoso chiste:
«Los mexicanos descienden de los aztecas. Los argentinos descendimos de los barcos.»
Y es cierto: el carácter migratorio reciente de la Argentina contrasta con el perfil antiquísimo de México.
Pero Caparrós me dijo algo más:
«La verdadera diferencia es que la Argentina tiene un comienzo, pero México tiene un origen.»
Se puede decir con cierta facilidad cuándo comenzó algo. Es mucho más difícil entender cuándo se originó algo.
Yo quisiera poseer la convicción, o la clarividencia, necesarias para definir el origen de México, para ponerle fecha precisa a mi país, pero siempre me encuentro con numerosas dudas que se me vuelven preguntas:
¿Empezó «México» cuando creció en su suelo la primera planta de maíz?
¿O aquella noche en que los dioses se reunieron en Teotihuacán y decidieron crear al mundo?
¿Comenzamos con la agricultura, o con el mito?
¿Con el hambre de la palabra, o con la palabra del hombre?
¿Quién dijo, en México, la primera palabra?
¿Hubo siquiera una primera palabra, o bastó escuchar el rumor desarticulado, el ladrido del perro, el trino del ave, la oración del sufriente, para convocar un mundo?
Y algo más: ¿Nació México aislado singularmente, o somos, desde un principio, origen y destino de vastas migraciones, hermanados con el resto del mundo por los pies de muchos caminantes?
Hay diversos orígenes posibles para una tierra tan vasta, tan antigua, y tan misteriosa como la nuestra, y todavía tan poco explorada hacia el pasado y hacia el porvenir: mi visión de México está siempre capturada entre el enigma de la aurora y el acertijo del crepúsculo y, en verdad, no se cuál es cuál, pues, ¿no contiene cada noche el día que la precedió, y cada mañana la memoria de la noche que le dio origen?
Permítanme entonces imaginar que, al principio, no había nada.
Entonces, de noche, en la oscuridad, los dioses se reunieron en Teotihuacán y crearon a la humanidad.
Que haya luz —exclama el Popol Vuh—, que ilumine la aurora los cielos y la tierra. No habrá gloria para los dioses hasta que la criatura humana exista.
Cuentan las memorias vivas de Yucatán que el mundo fue creado por dos dioses, el uno llamado Corazón de los Cielos y el otro Corazón de la Tierra.
Al encontrarse, la Tierra y el Cielo fertilizaron todas las cosas al nombrarlas.
Nombraron la tierra, y la tierra fue hecha.
La creación, a medida que fue nombrada, se disolvió y multiplicó.
Nombradas, las montañas se disiparon desde el fondo del mar. Nombrados, se formaron mágicos valles, nubes y árboles. Los dioses se llenaron de alegría cuando dividieron las aguas y dieron nacimiento a los animales.
Pero nada de esto poseía lo mismo que lo había creado, es decir, la palabra.
Bruma, tierra, pino y agua, mudos.
Entonces los dioses decidieron crear los únicos seres capaces de hablar y nombrar a todas las cosas creadas por las palabras de los dioses.
Y así nacieron los hombres, con el propósito de mantener día con día la creación divina mediante lo mismo que dio origen a la tierra, el cielo y cuanto en ellos se halla: la palabra.
El ser humano y la palabra se convirtieron en la gloria de los dioses.
Sin embargo, no hay mito de la creación que no contenga la advertencia de la destrucción.
Esto es así porque la creación ocurre en el tiempo: paga su existencia con cuotas de tiempo. Los antiguos mexicanos inscribieron el tiempo del hombre y su palabra en una sucesión de soles: cinco soles.
El primero fue el Sol de Agua y pereció ahogado.
El segundo se llamó Sol de Tierra, y lo devoró, como una bestia feroz, una larga noche sin luz.
El tercero se llamó Sol de Fuego, y fue destruido por una lluvia de llamas.
El cuarto fue el Sol de Viento y se lo llevó un huracán.
El Quinto Sol es el nuestro, bajo él vivimos, pero también él desaparecerá un día, devorado, como por el agua, como por la tierra, como por el fuego, como por el viento, por otro temible elemento: el movimiento.
El Quinto Sol, el sol final, contenía esta terrible advertencia: El movimiento nos matará.
¿Cómo no ver en estas profecías de la antigua creación mexicana un espejo para nuestro propio tiempo, para nuestra empecinada divergencia entre la promesa de la vida y la certeza de la muerte, entre la adelantada conciencia humanista, científica, verbalizable, ética, y la fatal inconciencia política de la destrucción, el silencio y la muerte? La creación, gozo de la vida, nace así acompañada siempre de la destrucción, anuncio de la muerte. Nosotros los seres llamados «modernos» —¿y cómo nos llamará a nosotros el porvenir?— disimulamos y nos hacemos sordos ante esta advertencia. Pero los pueblos del origen saben que creación y catástrofe van siempre juntas.
Saben, como el Edipo de Hölderlin, que en el origen de la historia está el temor de ser devorado por la naturaleza y el tiempo, pero también el temor de ser expulsado de la naturaleza y el tiempo.
Sofocados por el abrazo de los padres.
O exiliados del propio hogar, declarados huérfanos, sin techo.
Veo en este sentimiento el origen de la vida mexicana, común a todas las culturas, pero singularmente vigente en la nuestra. Pero desde el origen, surge la pregunta política: ¿quién ejerce el poder en nombre de los hombres?
Esta proximidad de la creación y la muerte, del tiempo original y del apocalipsis histórico, otorga un inmenso poder a quienes, como dice un poema maya, «poseen el poder de contar los días». Pues sólo ellos, añade el poema, «tienen el derecho de hablarle a los dioses». Los hombres que asumen el poder —príncipes, sacerdotes, guerreros, escribas— lo usan para asegurarle al pueblo que el tiempo durará, que el caos natural —fuego, tierra, agua, viento— no nos aniquilará otra vez...
La población rural del México antiguo, para conciliar la creación y el tiempo, trató de explotar poco y bien la riqueza de la selva y la fragilidad del llano.
Pero cuando las castas gobernantes pusieron la grandeza del poder por encima de la grandeza de la vida, la tierra no bastó para sostener, tanto y tan rápidamente, las exigencias de reyes, sacerdotes, guerreros y funcionarios.
Vinieron, en el antiguo imperio maya, las guerras, el abandono de las tierras, la fuga a las ciudades primero, y de las ciudades después. La tierra ya no pudo mantener el poder. Cayó el poder. Permaneció la tierra.
Permanecieron los hombres y las mujeres sin más poder que el de la tierra.
Mirémonos en estos espejos de la antigüedad mexicana.
Estemos atentos, ayer y hoy, al momento en que el cristal se empaña y deja de reflejar la vida; el momento en que el espejo se rompe y anuncia los años de la mala suerte que al cabo cayó sobre el mundo indígena de México.
El dios más celebrado de las antiguas cosmogonías mexicanas fue Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, dios creador de la agricultura, la educación, la poesía, las artes y los oficios.
Envidiosos de él, los demonios menores, encabezados por el dios de la noche Tezcatlipoca, cuyo nombre significa «espejo de humo», se dirigieron al palacio de Quetzalcóatl para ofrecerle un regalo envuelto en algodones.
¿Qué es?, se preguntó el dios bienhechor.
Era un espejo.
Cuando Quetzalcóatl lo desenvolvió, vio su rostro reflejado por primera vez.
Siendo un dios, creía que no tenía rostro. Era eterno.
Ahora, al descubrir sus facciones humanas en el reflejo del cristal, temió tener, también, un destino humano; es decir, histórico; es decir, pasajero, mortal. Esa noche, se emborrachó y cometió incesto con su hermana.
Al día siguiente, abandonó México en una balsa de serpientes y partió rumbo al levante, prometiendo regresar un día a ver si los hombres y las mujeres habían cumplido la obligación de cuidar la tierra.
Prometió regresar en una fecha precisa durante el período del Quinto Sol: el año Ce Acatl, que significa Uno Caña y que, en los calendarios europeos, correspondía al año 1519 de la Era Cristiana.
Es el año preciso —el día de pascua de 1519— en que el capitán español Hernán Cortés, al frente de 508 hombres, 16 caballos y 11 navíos, desembarcó en la costa de Veracruz y emprendió la conquista del mayor reino indígena de la América del Norte: el imperio azteca gobernado por Moctezuma desde la ciudad más poblada —ayer y hoy— del hemisferio occidental, México-Tenochtitlán.
Fundada por un pueblo de inmigrantes en un lago donde encontraron un águila devorando una serpiente, la ciudad de los aztecas se apropió la promesa cultural de Quetzalcóatl —la vida como creación y paz— pero la alió a la exigencia del dios de la guerra, Huitzilopochtli, y ésta era una demanda de expansión territorial, sumisión de los pueblos más débiles, exacciones, tributos y el terror del sacrificio humano.
Toda nación, advierte Isaiah Berlin, nace como respuesta a una herida infligida a la sociedad.
Es una respuesta en busca de una adhesión, de una identidad: Familia, tribu, casta, clan, nación.
Si nacer es posiblemente una herida para el ser que abandona el seno materno, pronto la cicatriza el hecho mismo de estar vivo, en el mundo.
Morir tan terriblemente como murió el universo de los aztecas, es una herida que difícilmente cicatriza pero que nos obligó a los mexicanos a construir algo nuevo, algo distinto y sin embargo algo fiel a nosotros mismos, con la sangre que mana de la gran lanzada española contra el cuerpo de la nación mexicana.
Moctezuma, el Gran Tlatoani de México, es decir el Señor de la Gran Voz, el Dueño Absoluto de la Palabra, es despojado de sus atributos por la alianza de un europeo renacentista, un Maquiavelo avant la lettre, Hernán Cortés, y una mujer que le da la lengua indígena a los conquistadores y la lengua española a los conquistados: Marina, La Malinche, princesa esclava, traductora, amante de Cortés y madre, simbólicamente, del primer mestizo mexicano, el primer niño de sangre india y europea.
Moctezuma duda entre someterse a la fatalidad de lo que ocurre —el regreso de Quetzalcóatl, en el día previsto por las profecías— o combatir a estos seres blancos y barbados, montados sobre monstruos de cuatro patas y armados de fuego y trueno. La duda de Moctezuma le cuesta la vida: ya no es dueño ni del tiempo ni de las palabras. Su propio pueblo lo lapida.
Cuauhtémoc, el último emperador, combate por la supervivencia de la nación azteca como centro de identificación y de adhesión de los pueblos mexicanos.
Es demasiado tarde.
Cortés, el político maquiavélico, ha descubierto la debilidad secreta del imperio azteca: los pueblos sometidos a Moctezuma lo detestan y se unen a los españoles contra el déspota centralista. Pierden la tiranía azteca, pero ganan la tiranía española.
Ganan, sin embargo, algo más. La sangre de la Conquista mana hacia un país nuevo, indio y europeo, pero no sólo español, sino, a través de España, mediterráneo, griego y romano, árabe y judío. La profecía se cumplió: el Quinto Sol fue matado por el movimiento, el mito por la épica, el aislamiento por el trasiego de culturas.
El primer México, aislado entre sus montañas, separado por el océano, fiel a los mitos de sus antepasados, se abrirá al movimiento épico de un universo en expansión, mundo de descubrimientos y migraciones, de mercantilismo y colonización.
Súbitamente, las tradiciones que conforman a México se multiplican y diversifican. Dejamos de ser centro de exclusiones para convertirnos en centro de inclusiones.
El Quinto Sol se apagó en medio de la pólvora y el fuego.
Cayó la nación azteca.
Pero el nuevo sol, naciente, inacabado, aparece inmediatamente en el horizonte por donde regresó Quetzalcóatl.
Viejos centros de adhesión e identificación desaparecen, nuevas alianzas e identidades se establecen para construir eso que llamamos «México».
Entre el 27 de agosto y el 2 de septiembre de 1520, en el palacio real de Bruselas, Alberto Durero fue el primer artista europeo en ver los objetos del arte azteca enviados por el conquistador Cortés al emperador Carlos V. «He visto las cosas enviadas al rey desde la nueva tierra del sol —escribe Durero—. En todos los días de mi vida, no he visto nada que regocije mi corazón tanto como estas cosas, pues en ellas vi obras de arte, que me hicieron asombrarme ante el sutil ingenio de los pueblos de esas tierras extrañas.»
De un golpe, Durero universaliza el arte de los antiguos mexicanos, lo hace fraternal del suyo en Europa.
Pero va más allá. Ve su significado profundo, no sólo su belleza formal. Lo ve como signos creadores del tiempo: Durero copia los símbolos de la luna y el sol para encabezar el capítulo de un libro titulado «Cómo se demuestra el tiempo».
Sin saberlo anecdóticamente, pero entendiéndolo mediante la simpatía artística, Flandes le devolvió a México el regalo de un tiempo humano compartido.
La mirada privilegiada de Durero explica inmediatamente una de las consecuencias fundamentales de la Conquista: México sale del aislamiento, descubre y es descubierto por el mundo.
Y aunque, repetidamente, nuestra nostalgia materna nos lleve a darle la espalda al mundo, nuestra maldición paterna —si lo es— nos fuerza a mirar el mundo, estar en él, ver al otro y saber que nosotros mismos somos el otro del otro.
El Quinto Sol, tal fue la profecía, fue destruido por el movimiento.
El Sexto Sol —sol sexual, plexo solar— es el sol que se mueve y nos acompaña para crear esa movilidad de lo eterno que es el tiempo humano, la historia.
La mirada de Durero en Flandes nos anuncia, también, que ha empezado un nuevo tiempo para México.
No sólo el tiempo de la Conquista, sino el de la Contraconquista. Pues por cada pica española puesta en suelo de México, hay una pica mexicana puesta en suelo de España.
Quiero decir Conquista, sí, pero también Contraconquista.
Los antiguos dioses son desterrados, sus templos aniquilados, sus sacrificios prohibidos.
Pero el cristianismo se impone doblemente, con fuerza genética, paterna y materna.
Por vía del Padre, porque la figura de Cristo crucificado asombra y subyuga a los indios: el nuevo dios no pide que nos sacrifiquemos por él, él se sacrifica por nosotros.
Por vía de la Madre, porque la sensación de orfandad y abandono que sigue a la Conquista es pronto superada por una operación política y racial asombrosa: la Virgen María, la Madre de Dios, se aparece ante el más humilde campesino indígena y le ofrece rosas en invierno. Es una virgen morena, tiene un nombre árabe, se convierte en la madre pura del mexicano nuevo: Santa María de Guadalupe.
El arte del barroco, que en la Europa de la Reforma y la Contrarreforma sirve de refugio a las sensualidades prohibidas, en México salva un abismo aún mayor.
El barroco mexicano colma el vacío entre la promesa utópica del Nuevo Mundo imaginado por Europa —la política de Tomás Moro— y la realidad terrible de la colonización impuesta por Europa —la política de Nicolás Maquiavelo—. Entre Moro y Maquiavelo, Erasmo de Rotterdam abre el campo del humanismo, la serena locura donde todo es relativo, tanto la fe como la razón. No hay influencia intelectual moderna más grande en el mundo hispánico que la del sabio de Rotterdam.
El barroco, asimismo, abre un espacio donde el pueblo conquistado puede enmascarar su antigua fe y manifestarla en la forma y el color, ambos abundantes, de un altar de ángeles morenos y diablos blancos.
Pero hay un nuevo pueblo, mestizo y criollo, descendiente de México y de España, que se pregunta:
¿Cuál es nuestro sitio en el mundo?
¿A quién le debemos lealtad?
¿A nuestros padres españoles?
¿A nuestras madres aztecas y mayas?
¿A quién debemos rezarle ahora: a los antiguos dioses, o a los nuevos?
¿Qué lengua debemos hablar ahora, la de los conquistados o la de los conquistadores?
El barroco mexicano abre un espacio para todas estas preguntas. Pues nada expresa estas ambigüedades mejor que un arte de la paradoja, el barroco, nombre de una perla —es decir, de una irritación exasperada—, arte de la abundancia pero nacido de la necesidad; arte de la proliferación basada en la inseguridad; arte opulento pero nacido de la miseria: Tonantzintla, Santo Domingo en Oaxaca, el Rosario en Puebla, la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz.
El barroco llena rápidamente los vacíos de nuestra historia colectiva e individual después de la Conquista con cuanto encuentra a la mano, plata y polvo, oro y excremento.
Un arte en movimiento perpetuo, semejante a un espejo acelerado en el que vemos el rostro de nuestra identidad en constante transformación.
Un arte que concilia el esplendor del origen mítico, inmutable, y los accidentes del devenir épico.
Es el arte un nuevo sol, Sol sexual del mestizaje, plexo solar de la emoción.
Una nueva genealogía americana creció bajo las cúpulas del barroco. En ella ganaron su voz los silenciosos, y adquirieron un nombre los anónimos: indios, mestizos y negros.
Todos estos hechos nos convierten a los mexicanos en testigos del acto terrible de nuestra propia muerte y resurrección inmediatas.
Tenemos todos ante la mirada del presente el acto que nos gestó.
Testigos eternos de nuestra propia creación, los descendientes de españoles e indígenas en México sabemos que la Conquista fue un hecho cruel, sangriento, criminal. Fue un hecho catastrófico. Pero no fue un hecho estéril.
María Zambrano, la gran pensadora andaluza, solía decir que una catástrofe sólo es verdaderamente catastrófica si de ella no se desprende algo que la rescata, algo que la sobrepasa.
Para ello se necesita tiempo. El tiempo necesario para transformar la experiencia en conocimiento y el conocimiento, con suerte, en destino.
No permanecimos en el desastre porque nacimos de él.
De la catástrofe de la Conquista nacimos todos nosotros, los mexicanos.
Fuimos, inmediatamente, mestizos. Hablamos, mayoritariamente, español.
Y creyentes o no, nos creamos en la cultura del catolicismo —pero de un catolicismo sincrético incomprensible sin sus máscaras indias.
Somos el rostro de un occidente rayado, como dijo el poeta mexicano Ramón López Velarde, de moro y de azteca —y, añadiría yo, de judío y de africano, de romano y de griego.
No permanecimos en el desastre porque nacimos de él.
Y desde el primer momento nos hicimos las preguntas de la identidad.
¿Quiénes somos?
¿Cómo se llama ahora este río?
¿Cómo se llamó antes esa montaña?
¿Quiénes fueron nuestros padres y nuestras madres?
¿Reconocemos a nuestros hermanos?
¿Qué recordamos?
¿Qué deseamos?
Y nos hicimos también las preguntas de la justicia:
¿A quiénes pertenecen legítimamente estas tierras y sus frutos?
¿Por qué tienen tan pocos, tanto, y tantos, tan poco?
Haber formulado estas preguntas desde el siglo XVI, nos convierte a los mexicanos en los más antiguos ciudadanos del siglo XXI.
Porque las preguntas de la fundación del México mestizo son las preguntas de la sociedad contradictoria y migrante de nuestro tiempo, capturada entre la identidad tradicional y la alteridad moderna, entre la aldea local y la aldea global, entre la interdependencia económica y la balcanización política.
México ha vivido con esta, nuestra radical modernidad presente, desde hace quinientos años.
Vean ustedes en lo que digo una aproximación urgida, un deseo de aprovechar lecciones, pero sobre todo un esfuerzo de relación vital entre las culturas del Viejo y el Nuevo Mundos, hoy que ambos, europeos y americanos, compartimos la enorme crisis de nuestra vida urbana y nos debatimos entre la mezquindad de excluir o la generosidad de incluir.
Las respuestas a estas preguntas fueron hechas desde la ciudad barroca como centro político, cultural y comercial de las nuevas naciones —México, Perú, Venezuela, Argentina, Chile— que se fueron gestando bajo la protección tutelar del imperio español y sus tradiciones trasplantadas a América:
El pensamiento de origen griego, árabe y judío. El derecho, la lengua y la religión derivados de Roma. Una cultura política medieval, escolástica: San Agustín y Santo Tomás de Aquino son los padres fundadores del pensamiento político en México e Iberoamérica.
Pero bajo esta cúpula tutelar española, un mundo nuevo, mestizo, indígena, criollo, se gestó con características culturales propias, con ritmos, voces, colores nuevos: ni europeo ni indígena, rara vez buen salvaje, más a menudo trabajador de la hacienda y de la mina, rígidamente situado dentro de clases sociales y mal que bien protegido por instituciones que querían lograr un equilibrio entre la autoridad y la justicia, entre las expectativas y las desilusiones, entre los viejos y los nuevos dioses, entre la aldea aislada y la lejana metrópolis imperial, entre las promesas y las injusticias, el latinoamericano de la Colonia convirtió a la ciudad barroca en el centro del Nuevo Mundo mexicano e hispanoamericano, como lo es, con conflictos similares, la ciudad moderna en este final de nuestro brevísimo siglo XX, que empezó en Sarajevo en 1914 y terminó en Sarajevo en 1994.
Con brazos indígenas y negros, España fundó en las Américas un rosario incomparable de ciudades, verdaderas urbes del Nuevo Mundo, de San Francisco en California a Santiago del Nuevo Extremo en Chile, de San Agustín en la Florida a Buenos Aires en el Plata, ciudades fortaleza de las costas y las islas: La Habana, San Juan de Puerto Rico, Cartagena de Indias; serpentinas ciudades mineras de las montañas: Guanajuato, Taxco, Potosí; grandes capitales: Lima, México, Quito, Santa Fe de Bogotá.
Nadie, nunca, sobre territorio tan vasto, ha construido tanto, con tanta energía y en tan poco tiempo, como España en América. Ciudades con imprentas, universidades, pintores y poetas, un siglo antes de que nada de esto apareciese en Angloamérica —ciudades con injusticia también: ciudades nacidas bajo los signos de la energía, el contraste y la imaginación omni-inclusivas del barroco.
Culturas inclusivas: La fachada de la iglesia de la Soledad, en Oaxaca, exhibe ejemplarmente los tres órdenes clásicos, Corintio, Jónico y Dórico, instantánea y simultáneamente, sin hiato temporal o concesión a las etapas del desarrollo. El barroco tiene prisa, es impaciente:
La iglesia de Jolalpan en Puebla, de un solo golpe, cuenta en su portada tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento en una sola visión barroca, instantánea, sin aliento.
A imagen y semejanza de su arte, una sociedad enérgica, impaciente, injusta, ambiciosa, imaginativa, mestiza, criolla, empieza a tener sueños y a reclamar derechos.
Más allá del mundo del imperio, el oro y el poder, más acá de las guerras entre religiones y dinastías en Europa, un mundo nuevo acabó por formarse en las Américas, con voces y manos americanas.
Las revoluciones de independencia contra España a partir de 1810 fueron una afirmación de la identidad nacional alcanzada por países como México, Chile, Argentina y Venezuela.
Pero también fueron combates contra las fuerzas centrífugas —las republiquetas, los caudillos— que intentaban balcanizar la ruptura del imperio español ayer, como la ruptura del imperio soviético hoy; la nación fue el compromiso entre el imperialismo y el separatismo. Establecer bases de unidad en las antiguas colonias: sólo la identificación de la nación y su cultura podía lograrlo.
La dinámica modernizante de las revoluciones de independencia en cambio, y por desgracia, terminó por excluir el pasado indígena y el pasado negro, considerados bárbaros, así como el pasado español, considerado oscurantista.
México y la América Latina crearon una fachada legal modernizadora, que ocultó un arrière pays pobre, retrasado, injusto.
La libertad fue proclamada. La igualdad fue olvidada.
Por un acto de voluntarismo político quisimos convertirnos en democracias instantáneas: Bastaba copiar las leyes de Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, para ser, como ellos, naciones viables, sociedades progresistas... Repúblicas Nescafé.
La nación legal ocultó a la nación real.
Y una nueva herida se abrió en nuestro cuerpo:
Perdimos el paternalismo imperial de España, autoritario y lejano con los Habsburgo, intervencionista y demasiado cercano con los Borbones.
Fuimos huérfanos de vuelta. Caímos en la anarquía o la dictadura.
México, en las palabras del historiador Enrique González Pedrero, se convirtió en el país de un solo hombre: el general Antonio López de Santa Anna. —Como Paraguay en el país del Doctor Francia, o Argentina en el país de Juan Manuel de Rosas.
Pero la paradoja del dictador es que, para salvarnos de la anarquía, crea otro caos, éste despótico, autoritario.
México, desorganizado, sin rumbo, se volvió campo de invasiones extranjeras.
Perdimos la mitad del territorio nacional en una guerra injusta iniciada por los Estados Unidos de América para cumplir su destino manifiesto.
Pero rechazamos un imperio impuesto desde Francia por Napoleón III con dos figuras desventuradas, el archiduque austríaco Maximiliano y la princesa belga Carlota Amalia.
Estuvimos a punto de perder la nación independiente.
El presidente liberal Benito Juárez, al derrotar al partido conservador, al imperio de Maximiliano y a la intervención francesa, le devuelve el sentido a la Nación y sienta las bases del Estado. Juárez era un indio zapoteca que sólo aprendió el español a los doce años de edad. Para derrotar a los franceses, se convirtió en un abogado más francés que los franceses.
Pero el Estado liberal, progresista de la República restaurada, no recogió la pluralidad cultural de México, las culturas indígenas, míticas, españolas, católicas, sincréticas, barrocas...
El liberalismo del siglo XIX colocó a la ley, y al desarrollo económico, por encima de la cultura.
La experiencia no nos es privativa.
En toda la América Latina, la civilización europea, progresista, legalista y romántica, se debía imponer a la barbarie agraria, indígena, negra, ibérica. Era el mandato de la civilización.
La larga dictadura de Porfirio Díaz, entre 1876 y 1910, quiso darnos progreso sin libertad. Díaz convirtió la república liberal de Juárez en un Estado autoritario, desarrollista, despótico.
A los indios y a los campesinos (pero también a la naciente clase obrera) les dio más barbarie: represión y esclavitud.
En cambio, el factor económico de la ecuación liberal fue protegido y desarrollado: progreso sin libertad, sin democracia, sin ley. El país terminó por rechazar esta fórmula, así como la discriminación cultural que identificaba civilización con Europa, raza blanca, positivismo.
La Revolución Mexicana fue un intento —el mayor de nuestra historia— de reconocer la totalidad cultural de México, ninguna de cuyas partes era sacrificable.
Las grandes cabalgatas de los hombres de Pancho Villa desde el Norte y de los guerrilleros de Emiliano Zapata desde el Sur, son una revancha contra la muerte del Quinto Sol que mató con su movimiento al universo indígena.
Ahora, el movimiento revolucionario de todos los mexicanos, a lo largo y ancho del país, funda un nuevo sol, el Sol del reconocimiento mutuo, la aceptación de todo lo que hemos sido, el valor otorgado a todas y cada una de las aportaciones que hacen, de México, una nación multicultural en un mundo, a su vez, cada vez más variado y pluralista.
No nos engañemos: la Revolución Mexicana fue una revolución verdadera, tan profunda y decisiva para los destinos de nuestro país como lo fueron las revoluciones francesa, soviética y china, o la norteamericana en sus dos etapas (Washington en el siglo XVIII, Lincoln en el siglo XIX) para los suyos.
La Revolución Mexicana, en las palabras del historiador Enrique Florescano, «no es una ilusión ideológica, es un cambio real que revoluciona al Estado, desplaza violentamente a la antigua oligarquía dominante, promueve el ascenso de nuevos actores políticos, e instaura un nuevo tiempo, el tiempo de la revolución...».
Este tiempo revolucionario nace de una nueva herida: un millón de muertos en diez años de encarnizados combates; una incalculable destrucción de riqueza...
Muchas de estas heridas cicatrizan gracias al logro mayor de la revolución: el proceso de autoconocimiento nacional, el descubrimiento de una continuidad cultural que ha sobrevivido a todos los avatares de la historia, pero que aún no se refleja plenamente en la historia política y económica del país.
Es en la cultura donde la revolución encarna: pensamiento, pintura, literatura, música, cine... pues revolución que acalla las voces de la creación y de la crítica, es revolución muerta.
La Revolución Mexicana, con todos sus defectos, no silenció a sus artistas: México entendió que la crítica es un acto de amor, y el silencio una condena de muerte.
Somos lo que somos gracias al autodescubrimiento de los años de la revolución.
Somos lo que somos gracias a la filosofía de José Vasconcelos, a la prosa de Alfonso Reyes, a las novelas de Mariano Azuela, a la poesía de Ramón López Velarde, a la música de Carlos Chávez, a la pintura de Orozco, Siqueiros, Diego Rivera y Frida Kahlo...
Nunca más podremos ocultar nuestros rostros indígenas, mestizos, europeos: son todos nuestros.
El espejo de Quetzalcóatl se llenó de caras: las nuestras.
El tiempo de la revolución estableció, sin embargo, un compromiso indiscutible, un contrato nacional.
En esencia, es éste: Organicemos al país devastado por la anarquía y la guerra. Creemos instituciones, creemos riqueza, creemos progreso, educación, salud, y un mínimo de justicia social.
Pero, a fuer de buenos escolásticos, mantengamos la unidad, contra la reacción interna, contra las presiones norteamericanas, para alcanzar las metas de la revolución: alcancemos el bien común tomista, gracias a la intercesión de la jerarquía agustiniana. La gracia divina —es decir, la democracia— no la alcanzan los fieles —es decir, los ciudadanos— por sí solos.
Evitemos las dictaduras militares, las permanencias prolongadas en el poder, los factores del desequilibrio latinoamericano. El Ejército se vuelve institucional, la presidencia también: todo el poder para César, pero sólo por seis años, nunca más; no reelección, como pidió Madero al iniciar la revolución en 1910.
Pero Madero también pidió sufragio efectivo. Y éste, pleno, transparente, creíble, luchamos por alcanzarlo. Estamos luchando por alcanzarlo. No nos rendiremos hasta alcanzarlo.
La revolución, mediante sus políticas de salud, educación y desarrollo material, creó nuevas clases medias, trabajadoras, juveniles.
Varias generaciones de mexicanos fueron educadas en los ideales de justicia, libertad, progreso, democracia. Ahora, los hijos de la revolución piden los frutos finales de la revolución: Desarrollo económico con democracia política y con justicia social.
No están solos. Toda la América Latina pide la unión de esos tres factores, democracia, desarrollo y justicia, sin aplazamientos bizantinos, sin sofismas intolerables: democracia, desarrollo y justicia.
Sólo así nuestra gran cultura ininterrumpida alimentará, y le dará vigor y estabilidad, a nuestros sistemas políticos, a nuestras aún débiles instituciones.
Una revolución, dice también María Zambrano, es como una anunciación. Es tan importante por lo que logra como por lo que promete. Su vigor puede medirse por sus caídas pero también por su capacidad para levantarse y reanudar su marcha.
La ruptura del compacto autosatisfecho de la política mexicana comenzó en 1968. El movimiento estudiantil creyó en las promesas de la Revolución Mexicana, las aprendió en la escuela y las exigió en la calle. El gobierno no tuvo respuestas políticas para demandas políticas; empleó, en cambio, la fuerza, culminando con la matanza de Tlatelolco.
Los acontecimientos a partir de enero de 1994 en el estado de Chiapas son un poderoso recordatorio de todo lo que la Revolución Mexicana no hizo: Pancho Villa nunca cabalgó hasta Chiapas, y a Emiliano Zapata le tomó ochenta años llegar allí.
Chiapas nos ha obligado a todos a recordar que somos todo lo que hemos sido, pero también todo lo que nos falta ser y hacer.
Chiapas nos recordó todo lo que habíamos olvidado, cuánto habíamos olvidado, y qué incompletos y mutilados seremos si no incorporamos Chiapas a México o si permitimos que México sufra su propia balcanización, una fractura entre un norte relativamente próspero y un sur fatalmente abandonado.
Pero el desarrollo económico no puede llegar a Chiapas sin la democracia tanto en Chiapas como en México.
Ésta es la gran lección del movimiento zapatista: la reforma económica no basta. Es necesaria la reforma democrática. De lo contrario, los frutos de la economía jamás llegarán a las manos y a las bocas de la mayoría.
México no tiene sólo una cultura política autoritaria; tiene una cultura democrática íntimamente aliada a la libertad de su cultura pero sobre todo a la lucha social ininterrumpida de su pueblo.
Tenemos dos continuidades asombrosas: la cultura y la lucha social, y dos fracturas superables: el autoritarismo político y la desigualdad económica. La democracia es el puente entre cultura y política, entre sociedad y equidad.
Lo que hemos ganado es porque lo hemos exigido, todos; no es una concesión graciosa.
Lo que falta por obtener también será fruto de la demanda social y cultural.
Tenemos una urgente agenda en México, a partir del año 2000, una agenda de reformas políticas y sociales, que requieren el concurso activo y actualizado de los partidos y la sociedad civil.
Un nuevo sol parece nacer, después de la Guerra Fría, en el horizonte de México y del Mundo.
El movimiento de la Conquista, que destruyó el Quinto Sol de los aztecas, renació como movimiento revolucionario en 1910 y hoy, cargado de promesas y de peligros, aparece como movimiento de pueblos, de culturas, de economías.
El Tratado de Libre Comercio entre México, los Estados Unidos y Canadá, más allá de sus virtudes y de sus defectos —ambos abundantes— representa una apertura inevitable aunque paradójica.
México, el país tradicionalmente aislado, se abre y busca un sitio en los nuevos sistemas de relación internacional que seguirán al rígido mundo bipolar de los pasados 50 años.
Los Estados Unidos, la nación abierta, se cierra, fatigada, acaso, después de medio siglo de liderazgo internacional: incierta, acaso, ante problemas internos largo tiempo aplazados y escondidos en nombre de la lucha contra el comunismo.
Pero el sol se mueve y nos recuerda a todos los habitantes del continente americano, que todos somos inmigrantes en las Américas, que todos llegamos de otra parte, desde el primer hombre que cruzó el estrecho de Bering desde Asia hace treinta o sesenta mil años, hasta el último trabajador que anoche cruzó la frontera entre Tijuana y San Diego, sin olvidar a esos ilustres inmigrantes sin visas ni permisos de trabajo, los puritanos ingleses que desembarcaron en Plymouth Rock en 1620.
Durante quinientos años, el Occidente se paseó por lo que hoy llamamos «el Tercer Mundo», imponiendo sus valores políticos, económicos y culturales sin pedirle permiso a nadie.
Hoy, el Tercer Mundo regresa al Primer Mundo y pone a prueba la capacidad occidental, europea, y norteamericana, de recibir al otro, de reconocerse en el otro y de evitar los holocaustos que han denigrado la humanidad de nuestra civilización común en el siglo XX.
México es parte de la América Latina y con nuestros hermanos del Sur estamos viviendo una profunda transformación:
Económica, en busca de modelos adecuados para un desarrollo con justicia.
Política, en busca de una identificación de la cultura con las instituciones públicas.
Social, mediante una dolorosa voluntad de superar las terribles desigualdades e injusticias de nuestra creciente población: somos 450 millones de latinoamericanos, la mitad menores de dieciocho años, la mitad viviendo en la pobreza.
En el año 2000, la población de Latinoamérica duplicará la de los Estados Unidos.
Después de la Guerra Fría, los latinoamericanos queremos relacionarnos cada vez más con el mundo.
Pero el movimiento del mundo nos habla bien alto a todos.
Aprendamos a vivir con él o ella que no son como tú y yo.
Éste será, quizás, el desafío más serio del siglo venidero.
Cada uno de nosotros —individuos, naciones— seremos cada vez más importantes los unos para los otros.
Ya no por consideraciones estratégicas derivadas de la Guerra Fría, sino por consideraciones concretas, jurídicas, económicas, culturales, humanas, propias de un mundo que, de repente, se encuentra con muchos centros, no sólo dos; muchas culturas, no sólo una.
Vivimos en el tiempo, el tiempo es historia y en la historia nunca estamos solos.
Jean-Paul Sartre dijo, famosamente, que el infierno son los demás. Pero ¿hay otro paraíso que el que podamos construir con nuestros hermanos?
Necesitamos al otro. Nadie puede ver una realidad completa por sí solo. Necesitamos al otro para completarnos a nosotros mismos. Si rehúso al otro —distante de mí, detrás de mí, o muy por delante de mí— minimizo mi propia integridad: Cada uno de nosotros sólo es único porque hay otro, distinto de nosotros, ocupando otro tiempo y otro espacio en el mundo. Entender la relatividad del mundo es entender el carácter inacabado del mundo. El mundo no está terminado, el mundo se está haciendo, nosotros estamos haciéndonos constantemente, pero portando nuestro pasado, la cultura que nosotros mismos hemos hecho.
Preservemos nuestra identidad nacional y regional, pero también pongámosla a prueba, aceptemos el desafío del otro. El otro define nuestro yo. Una identidad aislada pronto fenece. Sólo las culturas que se comunican viven y florecen.
Estamos en el mundo, vivimos con los otros, vivimos en la historia y debemos responder a la historia en nombre de la continuidad de la vida.
Pero sólo seremos efectivos globalmente si somos responsables nacionalmente.
A todos nos corresponde poner nuestras casas en orden.
México es un país fluido, no enajenado a ideologías rígidas, consciente de su patrimonio cultural, rico en recursos naturales pero rico, sobre todo, en su capital humano.
Somos cien millones de mexicanos.
Estamos pasando rápidamente del concepto de población al concepto de ciudadanía.
Estamos trasladando nuestra cultura, nuestra pasión, nuestra historia, nuestro amor —todo lo que he evocado aquí— a las organizaciones de la sociedad civil, a los grupos ecológicos y de derechos humanos, a los sindicatos obreros y a las cooperativas agrarias, a las universidades y a la prensa, a los grupos empresariales y a las asociaciones de barrio.
Pero al trabajar por nosotros, trabajamos por el mundo.
Cada vez más, las cosas que nos unen a los demás superan a las que nos separan.
Cada vez más, Norte y Sur, Este y Oeste, compartimos los inmensos problemas de la crisis de la civilización urbana: Crimen, violencia, droga, falta de techo, falta de escuela, discriminación racial, xenofobia, epidemias incontrolables, los derechos de la mujer, del anciano, de las minorías... Hay mendigos en Boston, Birmingham y Bogotá. Hay niños asesinados en las calles de Río, Los Ángeles y Chicago.
El Tercer Mundo tiene su Primer Mundo de privilegio.
Pero el Primer Mundo tiene su Tercer Mundo de injusticia y miseria.
Con razón nos pregunta el estadista sueco Pierre Schori: ¿Cuánta pobreza soporta la democracia, cuánto subdesarrollo tolera la seguridad global?
La gran cultura de México, la inmensa energía de mi país, contesta con las voces de la imaginación, de la diversidad racial, del pluralismo cultural, de la vocación internacional y de la voluntad de creación.
Completamos así el círculo y regresamos a los orígenes de México: Basta sentir el pulso de nuestra gente, mirar el cráter de un volcán, hacer camino al andar y subir a una pirámide, bañarse en una cañada serpentina, o hincarse frente a un altar barroco, para descubrir que México tiene el rostro de la creación inacabada.
Y que esto es así porque en México la creación del país coincide con la creación del mundo, del ser humano, y de la palabra.
Ahora, vivimos todos en el hogar común de la humanidad.
Sepamos todos afirmar el valor supremo de la historia, para asegurar la continuidad de la vida.
El propósito de este libro es recordar, al inicio de un nuevo milenio, la extraordinaria vivencia del pasado milenio mexicano. Narrativa, ensayo, teatro: las voces que aquí se escuchan tienen diversas modulaciones, pero obedecen todas a una preocupación central de mi obra. Cuándo, dónde, cómo ocurre el encuentro del individuo y la historia. Cuándo, dónde, cómo se cruzan los caminos del ser personal y del ser colectivo.
Ojalá que esta antología sirva para animar nuestras memorias, nuestras imaginaciones y nuestras interrogantes acerca de nosotros mismos. La divisa de este Memorial mexicano bien podría ser: Imagina el pasado. Recuerda el futuro.
La grandeza de México es que el pasado siempre está vivo. No como una carga, no como una losa, salvo para el más crudo ánimo modernizador. La memoria salva, escoge, filtra, pero no mata. La memoria y el deseo saben que no hay presente vivo con pasado muerto, ni habrá futuro sin ambos. Recordamos hoy, aquí. Deseamos aquí, hoy. México existe en el presente, su ahora es ahora porque no olvida la riqueza de un pasado vivo, una memoria insepulta. Su horizonte también es hoy, porque no disminuye la fuerza de su vivo deseo.
Sí, somos más que los calendarios. No cabemos en ellos. Sabemos que nada tiene principio ni fin absoluto. A veces pienso que México posee una visión renacentista permanente que no acepta la tiranía de la Razón ni la tiranía de la Fe —nuestros extremos— sino que celebra incansablemente la continuidad de la vida, múltiple, portadora del pasado que nosotros creamos, inventora del porvenir que nosotros imaginamos.
No nos atemos nunca a un dogma, a una esencia, a una meta excluyente. Ayudemos al mundo a recrear una modernidad INcluyente, capaz de abrazar razas, culturas, aspiraciones diversas.
Abracemos la emancipación de los signos, la escala humana de las cosas, la inclusión, el sueño del otro.
Carlos Fuentes
México, D.F., febrero 2000

sábado, 5 de diciembre de 2015

EL BUEN CRÍTICO EN 10 PUNTOS. J. Méndez-Limbrick.




EL BUEN CRÍTICO EN 10 PUNTOS.
J. Méndez-Limbrick.
1. El crítico que no dice el por qué una novela es buena o mala y por el contrario se queda en frases ambiguas, marginales, elogios abstractos e indefinidos nunca será un crítico.
2. El crítico literario no hace de su trabajo un laudatorio, un panegírico - o algo por el estilo - de la obra en estudio para complacer al autor.
3. El buen crítico señala el por qué la obra es buena o mala, señala los errores y contradicciones en las páginas de la obra comentada.
4. Un buen crítico analiza los personajes de la novela, comenta de sus características psicológicas, señala los ejes narrativos que conforman la obra en estudio. E Igual habla de la capacidad o incapacidad narrativa del escritor, habla de su estilo y de su riqueza de lenguaje, de su imaginación o por el contrario de su torpeza al escribir la novela o el panfleto.
5. El buen crítico realiza una tarea de disección literaria: todo lo descompone y lo vuelve a armar con el buen ojo de su labor de erudito. El buen crítico realiza su trabajo con referentes claros y notas del texto analizado. Si no se hace de esa manera, lo producido y escrito es un panfletillo redactado con urgencia para salir del paso, un remedo de crítica.
6. El buen crítico no desmerece una buena obra para enaltecer la obra del mediocre.
7. El buen crítico no ignora la obra valiosa por capricho o mala fe. Por el contrario, su obligación moral es señalar las virtudes de la buena obra literaria.
8. El buen crítico no se deja llevar por las adulaciones de los demás.
9. El buen crítico no es inmoral que leyendo una décima parte de la obra literaria engaña al lector con verborrea afirmando con frases machoteras lo buena o mala que es la obra a sabiendas que no posee los elementos necesarios para afirmar positiva o negativamente el valor de la misma.
10. El buen crítico, es aquel que no se deja llevar por la moda, ni teme que la mayoría adverse su opinión. Por el contrario, sabe que su sentencia es sostenible, fundamentada, lógica, estructurada y armónica.

Patricia Highsmith. Crímenes imaginarios.


Patricia Highsmith (19 de enero de 1921 en Forth Worth, Texas, U.S. - 4 de febrero de 1995 en Lucarno, Suiza) fue una estadounidense.

Nació en Forth Worth (Texas) pero luego se traslado al Greenwich Village de Nueva York, donde pasó su juventud. Sus padres se habían divorciado nueve días antes de su nacimiento y pasó los primeros años de su vida con su abuela. A su padre no lo conoció hasta que tenía 12 años. A pesar de sus aptitudes para la pintura y la escultura, durante su época en el instituto ya supo que quería ser escritora y escribió que los asuntos que más le interesaban eran la culpa, la mentira y el crimen. Poe, Conrad y Dostoievski encabezaban la lista de sus autores preferidos en esa época. A los nueve años leía a Dickens y releía `Crimen y castigo` de Dostoievski. Siendo muy joven leyó `The human mind` de Karl Menninger, libro que incluye estudios científicos sobre conductas anormales. `Me di cuenta de que el hombre o la mujer de la casa de al lado podía tener una extraña psicosis sin que yo pudiera apreciarlo`, escribió años más tarde en uno de sus diarios.

Empezó a escribir gruesos volúmenes de apuntes a los 16 años y continuó hasta su muerte. Apuntaba minuciosamente sus ideas sobre relatos y novelas, a las que llamaba `gérmenes`, borradores y esquemas, observaciones y reflexiones. También escribió durante muchos años diarios. Son 8.000 folios que, tras su muerte, quedaron depositados en los Archivos Literarios Suizos, en Berna.

Cursó estudios de periodismo en la Universidad de Columbia. Era guapa, inteligente, perseverante y muy seria y tímida. No se entendía bien con sus padres y tenía sentimientos de culpabilidad por sus tendencias homosexuales.

Publicó su primer cuento a los 24 años en la revista Harper´s Bazaar y, cinco años más tarde, saltó a la fama de la mano de Alfred Hitchcock, quien adaptó su primera novela, `Extraños en un tren` (1951). Tanto el libro como el film son considerados clásicos del suspense. Graham Greene la apodó `la poetisa del miedo` y escribió que `había creado un mundo propio, un mundo claustrofóbico e irracional, en el cual entramos cada vez con un sentimiento de peligro personal, con la cabeza inclinada para mirar por encima del hombro, incluso con cierta renuencia, pues vamos a experimentar placeres crueles, hasta que, en algún punto, allá por el capítulo tercero, se cierra la frontera detrás de nosotros, y ya no podemos retirarnos.` The New Yorker consideró el libro de Highsmith `incomparablemente perturbador.` Desde muy joven escribía relatos con personajes sobre los que pendía la amenaza, personajes que no podían conciliar el sueño, como ella, que odiaba la noche porque sentía que no podía respirar.

En 1953, debido a una prohibición de su editora, decidió lanzar el libro `The price of salt` bajo el seudónimo Claire Morgan. La novela que trataba de un amor homosexual llegó al millón de copias y fue reeditada en 1991 bajo el título de `Carol`.

Pero fue la creación del personaje de Tom Ripley, ex convicto y asesino bisexual, la que más satisfacciones le dió en su carrera. Su primera aparición fue en 1955 en `El talento de Mr.Ripley`, y en 1960 se rodó la primera película basada en esta popular novela bajo el el título `A pleno sol`, dirigida por el francés René Clément y protagonizada por Alain Delon. A partir de allí, se sucederían las secuelas: `La máscara de Ripley` (1970), `El juego de Ripley` (`El amigo americano`, 1974) y `El muchacho que siguió a Ripley` (1980), entre otras. El asesino Ripley, un poco patoso pero adorable, también inspiró a Win Wenders para dirigir `El amigo americano` en 1977. Recientemente, Anthony Minghella ha dirigido una nueva versión del ya clásico texto de `El talento de Mr.Ripley` (1999).

Patricia Highsmith fué una exploradora del sentimiento de culpabilidad y de los efectos psicológicos del crimen sobre los personajes asesinos de sus obras. Siempre se interesó por las minorías y, de hecho, su última novela `Small G: un idilio de verano` (1995), mostraba un bar en Zurich, en la que sus personajes homosexuales, bisexuales y heterosexuales se enamoran de la gente incorrecta.

Era una trabajadora infatigable que no publicaba nada hasta que no lo había revisado numerosas veces. No se plegó a las modas del mercado, aunque durante algunos años tuvo que publicar `falsas` historias, como ella decía, más comerciales, para poder sobrevivir.

Sintió el rechazo por sus historias pesimistas y despiadadas, su conducta personal y por sus ideas políticas contrarias al ideal del `sueño americano` (se había vincluado en las juventudes comunistas en la universidad, aunque las dejó porque le robaban tiempo para la literatura). Dejó Estados Unidos y se trasladó permanentemente a Europa en 1963 donde residió en East Anglia (Reino Unido) y en Francia. Sus últimos años los pasó en una casa aislada en Locarno (Suiza), cerca de la frontera con Italia. Allí falleció el 4 de febrero de 1995.

A pesar de la popularidad de sus novelas, Highsmith prefirió pasar la mayor parte de su vida en solitario. Los únicos seres queridos que dejó en este mundo fue su gata Charlotte y sus caracoles, a los que criaba, dibujaba y hasta llegó a situar como protagonistas de algunas de sus historias, llevándolos consigo cada vez que se mudaba de casa.

Tenía un semblante agrio, lo que no le impedía expresarse en público con singular cortesía. Se dedicó íntegramente a la literatura los 74 años que le tocó vivir. Su extensa obra así lo atestigua: más de 30 libros entre novelas, colecciones de cuentos, ensayos y otros textos. A los 17 años publicó su primera novela, `El grito del amor`, y en forma póstuma la última, `Carol` y `Small G: un idilio de verano`.

Para los amantes de la novela negra Highsmith es tan importante como Raymond Chandler, Dashiell Hammett, James Cain, James Ellroy, Chester Himes o Elmore Leonard. Sus libros narran las historias de hombres y mujeres en situaciones comunes que se tornan peligrosas y los obligan a defenderse con una moral egoísta, tramposa.

Su nombre también es referencia de algunas películas de Michel Deville y Claude Autant-Lara, la citada `Extraños en un tren` de Hitchchcok, `A pleno sol` de René Clement, `El amigo americano` de Wim Wenders, `El cuchillo` de Claude Chabrol y otras basadas en sus novelas.

Ripley es su personaje más perverso, cruel, amoral, peligroso, cínico y dañino, un don nadie capaz de mentir, engañar y destruir para conseguir la buena vida a través de lo más tortuoso que alguien puede perpetrar: matar a otro y suplantarlo. Aparenta ser una persona culta que lee Shakespeare, toca Bach al piano, sabe comportarse en la mesa, resiste al vino y las comidas pesadas, intentando provocar la aprobación entre los demás, especialmente los hombres apuestos y ricos, hacia quienes se dirige como un tiburón. Este joven solitario fue creado por Highsmith en 1955 como un reflejo de sus propias aprensiones y dudas, sin ser inmoral, ni psicótico, ni siquiera un enfermo mental porque sus acciones son racionales: `Lo considero un hombre tan civilizado que mata cuando tiene necesariamente que hacerlo. No tienen que admirarlo pero tampoco hay que censurarlo. Vive su vida, a su manera, no es un criminal, es un arribista obligado a matar`.

Una de las últimas obras publicadas en español es `Pájaros a punto de volar` (2002), en la que se reúnen 14 relatos cuyos temas fundamentales son la soledad y el odio como variante del amor. Se trata de escritos de juventud de una narradora ya madura.


***


Sydney y Alicia Bartleby, un joven matrimonio, residen en un pequeño cottage en la campiña inglesa, él escribiendo, ella pitando. Están casados desde hace varios años y llevan una vida muy aislada. Sydney está redactando e intentando vender unos guiones para una serie televisiva, lo que les permitiría paliar sus estrecheces económicas, mientras sigue esperando la respuesta de un editor norteamericano sobre la publicación de una novela, que han rechazado ya varias editoriales. La relación entre ambos se va deteriorando y Alicia decide, como ya ha hecho en otras ocasiones, para descargar la tensión, ir a pasar una temporada a Brighton. Aunque en esta ocasión convienen que la separación será indefinida, hasta que ella sienta deseos de volver…
Sydney, cuya imaginación trabaja sin descanso, fabula sobre qué pasaría si él hubiera asesinado a Alicia, en vez de tratarse simplemente de una separación provisional, y empieza a comportarse de forma extraña… Y a fuerza de imaginar cosas horribles, acaban por suceder cosas horribles.

Patricia Highsmith
Crímenes imaginarios
Título original: A Suspension of Mercy
Patricia Highsmith, 1965
Traducción: Jordi Beltrán

(Fragmento).
 1
El terreno que rodeaba la casita de dos pisos de Sydney y Alicia Bartleby era llano, al igual que la mayor parte del condado de Suffolk. Una carretera asfaltada, de dos carriles, pasaba a unos veinte metros de la casa. A un lado del paseo frontal, construido con losas ligeramente torcidas, cinco olmos jóvenes proporcionaban cierta intimidad, mientras que al otro lado un seto alto y espeso formaba una pantalla todavía mejor a lo largo de treinta metros. Por esta razón Sydney nunca lo había recortado. El césped del jardín estaba tan descuidado como el seto. La hierba crecía en manojos y en algunos puntos dejaba al descubierto retazos de tierra entre marrón y verde. Los Bartleby se ocupaban más del jardín situado detrás de la casa y, además de un pequeño huerto y varios macizos de flores, tenían un estanque ornamental, de alrededor de metro y medio de ancho, construido por el propio Sydney, en cuyo centro había una columna de piedras unidas por medio de argamasa. Pero nunca habían logrado conservar vivos en el estanque peces de colores; incluso las dos ranas que habían metido en él habían decidido trasladarse a otra parte.
La carretera llevaba a Ipswich y Londres en una dirección y a Framlingham en otra. Detrás de la casa se extendían los terrenos de su propiedad, sin ningún límite visible, y más allá había un campo que pertenecía a un agricultor cuya casa no se veía desde la de los Bartleby. Estos vivían en Blycom Heath, aunque Blycom Heath propiamente dicho se encontraba a unos tres kilómetros en dirección a Framlingham. Vivían en la casa desde hacía año y medio, casi tanto tiempo como el que llevaban casados. La casa, en buena parte, era el regalo de bodas de los padres de Alicia, aunque ésta y Sydney habían pagado mil libras de las tres mil quinientas que costaba. Era un paraje solitario, en lo que respecta a gente y vecinos, pero Sydney y Alicia tenían sus propias ocupaciones —escribir y pintar—, se hacían compañía el uno al otro durante todo el día y habían hecho algunos amigos que vivían desparramados por los alrededores hasta puntos tan lejanos como Lowestoft. Pero tenían que conducir varios kilómetros para llegar a Framlingham aunque sólo fuese para llevar un par de zapatos a remendar o comprar un frasquito de tinta china. Los dos suponían que si la casa de al lado estaba vacía, era por lo solitario de aquel paraje. A simple vista, la casa de al lado, que era sólida, tenía dos pisos, fachada de piedra y una ventana puntiaguda, parecía hallarse en mejor estado que la suya, pero les habían dicho que era necesario hacer muchas, obras, ya que llevaba cinco años desocupada, aparte de que sus últimos habitantes, un matrimonio de edad avanzada, no habían podido hacer mejoras por falta de medios. La casa se alzaba a doscientos metros de la de los Bartleby; y a Alicia le gustaba asomarse a la ventana de vez en cuando a contemplarla, aunque estuviese vacía. A veces se sentía geográficamente muy sola, como si ella y Sydney vivieran aislados en el fin del mundo.
A través de Elspeth Cragge, que vivía en Woodbridge y conocía al señor Spark, un corredor de fincas, Alicia se enteró de que una tal señora Lilybanks acababa de comprar la casa de al lado. Elspeth le había dicho que la señora Lilybanks era una anciana de Londres, añadiendo que hubiera resultado más divertido que la casa la ocupara una pareja joven.
—La señora Lilybanks se ha instalado en la casa —dijo alegre mente Alicia una noche, cuando se encontraban la cocina.
—¿De veras? ¿La has visto?
—Muy fugazmente. Es bastante mayor.
Eso ya lo sabía Sydney. Los dos habían visto a la señora Lilybanks un mes antes, cuando había visitado la casa en compañía del corredor de fincas. Durante más de un mes varios trabajadores habían merodeado por la casa y el jardín dando martillazos aquí y allá, y ahora la señora Lilybanks ya estaba instalada en ella. Aparentaba unos setenta años y probablemente escribiría una breve nota de queja si los Bartleby celebraban alguna fiesta ruidosa en el jardín de atrás aprovechando el verano. Sydney preparó cuidadosamente dos martinis en un jarro de cristal y los sirvió en sendas, copas.
—Hubiese ido a verla, pero había un par de personas con ella y me dije que tal vez pasarían la noche allí.
—¡Hum! —dijo Sydney.
Estaba preparando la ensalada, como solía hacer para la cena. Con gesto automático sujetó con una mano el armarito de metal antes de abrir la puerta pegajosa y sacar la mostaza. Luego, sin darse cuenta, levantó súbitamente la cabeza, se dio un golpe en la frente y soltó una maldición.
—Oh, cariño —dijo distraídamente Alicia, atenta al pastel de carne y riñones que se cocía en el horno. Llevaba pantalones ceñidos color azul celeste; parecían tejanos, pero tenían una abertura en forma de uve en el extremo inferior de las perneras. Su camisa era de algodón, también azul, regalo de una amiga americana. El pelo, rubio y descuidado, le caía sobre los hombros. Su rostro era delgado, bien formado y bonito; grandes y de un gris azulado los ojos. Sobre el muslo izquierdo aparecía una mancha de pintura azul que seguía allí a pesar de numerosos lavados. Alicia pintaba en una habitación situada en la parte posterior del piso de arriba.
—Pero es probable que mañana le haga una visita —dijo Alicia, refiriéndose de nuevo a la señora Lilybanks.
El pensamiento de Sydney estaba a muchos kilómetros de allí, en la tarde que había pasado con Alex en Londres. Le molestó la tercera intrusión de la señora Lilybanks. ¿Por qué Alicia no le preguntaba sobre cómo había pasado la tarde, sobre su trabajo, como hubiera hecho cualquier esposa? A veces se empeñaba en hablar y hablar de lo mismo, a sabiendas de que él se aburría. De modo que Sydney no se molestó en contestar.
—¿Qué tal Londres? —preguntó finalmente Alicia, cuando ya se encontraban sentados a la mesa del comedor.
—Oh, igual. Sigue en el mismo sitio —dijo Sydney con una sonrisa forzada—. También Alex sigue siendo el mismo. Quiero decir que no tiene ideas nuevas.
—Ah. Creía que hoy ibais a preparar otra cosa.
Sydney suspiró, vagamente irritado, pero era el único tema del que quería hablar.
—Esa era nuestra intención. Yo tenía una idea. Pero no dio resultado —se encogió de hombros. La tercera serie que él y Alex habían escrito (en realidad la había escrito él, y Alex se había limitado a convertirla en un guión televisivo) había sido rechazada la semana anterior por el tercero y último de los posibles compradores de Londres. Tres o cuatro semanas de trabajo, por lo menos cuatro sesiones con Alex en Londres, una sinopsis completa y detallada, y el capítulo primero, de una hora de duración, todo ello cuidadosamente empaquetado y enviado a uno, dos, tres posibles compradores. Y todo para nada, sin contar la sesión de aquel mismo día. Diecisiete chelines para el billete de Ipswich a Londres, más ocho horas y cierta cantidad de energía física, más la frustración que producía ver cómo la cara ancha y sombría de Alex se ensombrecía aún más, y luego el silencio denso, roto finalmente por un «No, no. Esto no sirve». Era como para arrancarse los cabellos, tirar la máquina de escribir al arroyo más cercano y luego saltar tras ella.
—¿Cómo está Hittie?
Hittie era la esposa de Alex, una chica rubia y silenciosa, absorbida totalmente por el cuidado de sus tres hijos de corta edad.
—Como siempre —dijo Sydney.
—¿Hablasteis de tu nueva idea, la del hombre del petrolero? —preguntó Alicia.
—No, querida. Esa es la que me acaban de rechazar —Sydney se preguntó cómo Alicia era capaz de olvidarlo, teniendo en cuenta que había leído el primer capítulo y la sinopsis—. Mi nueva idea, no sé si te he hablado de ella, es una historia de tatuajes. El hombre que se hace un tatuaje falso para parecerse a otro hombre al que se da por muerto.
No se sentía con fuerzas para contarle la complicada historia. El y Alex habían creado un detective llamado Nicky Campbell, un joven que tenía un empleo corriente y una novia, y siempre se tropezaba con crímenes y resolvía misterios y capturaba delincuentes y siempre salía vencedor de las peleas a puñetazos y tiros. Pero nunca les compraban las historias. Alex, no obstante, estaba seguro de que algún día alcanzarían el éxito. A Alex le habían aceptado un guión para la televisión dos años antes y desde entonces había escrito cinco o seis que no le habían aceptado, pero se trataba de espacios normales, de una hora de duración, y Alex estaba convencido que lo que necesitaban ahora los de la televisión era una buena serie. Por suerte para él, Alex tenía un empleo fijo en una editorial. Sydney no tenía ningún empleo y no había conseguido colocar su última novela, aunque años antes le habían publicado en los Estados Unidos las dos primeras. Sus ingresos fijos consistían en un cien dólares mensuales que recibía cuatro veces al año y eran el fruto de unas acciones que un tío suyo de América le dejara en herencia. Vivían de ellos y de la renta de cincuenta libras mensuales que cobraba Alicia; con aquel dinero compraban tubos de pintura, lienzos, papel, cintas para la máquina de escribir y papel carbón, herramientas de sus respectivos oficios, aquellos oficios que tan pocos beneficios les proporcionaban. El dinero que Alicia había ganado hasta la fecha con sus cuadros se reducía a cinco libras, aunque ella no se tomaba la pintura tan en serio, como actividad lucrativa como Sydney se tomaba su profesión de escritor. No compraban nada que pudiera considerarse como artículo de lujo, salvo licor y cigarrillos, aunque, dado que ello resultaba tan caro en Inglaterra, el simple hecho de comprarlos parecía un lujo, una verdadera locura. Fumar cigarrillos era como enrollar billetes de diez chelines y encenderlos, mientras que el licor daba la impresión de ser oro derretido. Llevaban meses sin comprar un disco. El televisor lo habían alquilado en una tienda de Framlingham. La mayoría de los ingleses tenían un televisor alquilado, ya que constantemente aparecían modelos nuevos y el televisor que comprabas, en seguida quedaba anticuado. Sydney justificaba el alquiler del televisor diciendo que lo necesitaba para el trabajo que hacía con Alex.
—¿Piensas seguir trabajando con Alex? —preguntó Alicia a punto de comerse el último bocado.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? Detesto desperdiciar días en Londres como hoy, pero a lo mejor algún día tendremos suerte.
De pronto una sensación de rabia se apoderó de él, sintió odio hacia Alicia y la casa, y ganas de cambiar de tema; deseó borrar de su mente todas las palabras y pensamientos de aquel día, olvidarse de Alex y de sus malditos guiones. Encendió un cigarrillo, justo en el momento en que Alicia le pasaba la ensalada, y con gesto maquinal se sirvió un poco. Al día siguiente volvería a trabajar en la sinopsis, intentado incluir o mejorar las endebles ideas que se le habían ocurrido a Alex. Después de todo, se suponía que las historias las inventaba él, que él era la fuente de las mismas.
—Querido, esta noche toca la basura. No te olvides —dijo Alicia, con tal dulzura que Sydney se habría reído de haber estado de mejor humor o de haber estado presentes otras personas.
Probablemente Alicia quería hacerle reír, o sonreír, pero Sydney se limitó a mover distraídamente la cabeza, con expresión seria, y luego su mente se concentró en la palabra basura, como si se tratase de un problema vital, importantísimo. Los basureros sólo pasaban una vez cada quince días, de manera que la cosa era seria si se olvidaban de dejar toda la basura al borde del camino. Tenían un solo cubo de basura, de tamaño inadecuado, que se hallaba siempre al borde del camino y en el que únicamente tiraban botellas y latas. Los papeles los quemaban y los restos de verduras y frutas los utilizaban como abono compuesto; pero, dado que el zumo de naranja, los tomates y otras muchas cosas se vendían en latas y botellas, siempre tenían mucha basura y en el cobertizo del jardín había ya varias cajas de cartón llenas a rebosar cuando llegaban los basureros. Normalmente llovía la víspera de la recogida, por lo que Sydney se veía obligado a arrastrar las cajas de cartón por el terreno embarrado, dejarlas al lado del cubo y esperar que no se deshicieran durante la noche.
—Es una lata que tengas que sentirte avergonzado de tener basura en la campiña inglesa —dijo Sydney—. ¿Qué hay de anormal en tener basura? Me gustaría saberlo. ¿Acaso creen que la gente no come?
Alicia se dispuso serenamente a defender a su país.
—No es vergonzoso tener basura. ¿Quién dijo que lo fuera?
—Puede que no lo sea, pero hacen que lo parezca —dijo Sydney con igual serenidad—. Al ser tan espaciadas las recogidas, hacen que la gente se fije en ello… es como si les restregasen la cara en la basura. Justamente igual que ocurre con el horario de los «pubs»… Te dan con la puerta en las narices cuando tienes ganas de beber, de modo que luego, a la primera ocasión, bebes todavía más.
Alicia defendió el horario de cierre de los «pubs» alegando que así se evitaban los excesos, y defendió la infrecuente recogida de la basura diciendo que, de recogerse más a menudo, subirían los impuestos municipales, y de esta manera la discusión, que no era la primera que tenían, se prolongó otros dos o tres minutos y al final los dos quedaron un tanto irritados, ya que ninguno de ellos consiguió convencer al otro.
Alicia no estaba tan irritada como Sydney, en realidad fingía estarlo. Era su país, a ella le gustaba y a menudo tenía ganas de decirle a Sydney que se marchara si no se sentía a gusto allí, pero nunca había llegado a decírselo. Le encantaba tomarle el pelo a su marido, incluso en un tema tan delicado como era su trabajo, porque a ella la respuesta a su problema le parecía muy fácil: Sydney debía relajarse, ser más natural, más feliz, y escribir lo que le apeteciese; entonces lo que escribiera seria bueno y se vendería. Así se lo había dicho muchas veces y él le daba alguna respuesta compleja y masculina, defendiendo las virtudes de pensar mucho y dirigir la producción a unos mercados concretos.
—Pero si decidimos vivir en el campo para relajarnos… —le había dicho varias veces.
Pero era como arrojar gasolina al fuego, y entonces Sydney se inflamaba de veras, le preguntaba si creía que vivir en el campo con un millón de tareas bucólicas era más relajante que vivir en un piso de Londres, por pequeño que fuese. Bueno, los alquileres eran altos en Londres y cada vez subían más y, si quería saber la verdad, en realidad Sydney no deseaba vivir en Londres, porque prefería el paisaje del campo y prefería vestir despreocupadamente y, en realidad, hasta le gustaba reparar la valla de vez en cuando y trabajar en el jardín. Lo que necesitaba Sydney, desde luego, era vender una de las series que escribía con Alex o su novela Los estrategas, a la que seguía dando los últimos toques y que, si era preciso, debía mostrársela a todos los editores de Londres. Se la había enseñado a seis de ellos, incluyendo la Nerge Press, que era la editorial donde trabajaba Alex, y a tres de los Estados Unidos, y todos la habían rechazado, pero había muchas más editoriales y Alicia sabía de libros rechazados hasta treinta o más veces antes de que un editor los aceptan finalmente.
Mientras lavaba los platos, alzaba de vez en cuando la vista para mirar a Sydney, que iba de un lado a otro calzado con sus zapatillas con suela de goma; se las había puesto tan pronto como llegó a casa. Ya había sacado las cajas de cartón llenas de basura y ahora contemplaba el jardín a la luz del crepúsculo, agachándose de vez en cuando para arrancar algún hierbajo. Las lechugas acababan de brotar, pero eran lo único que había hecho.
Cada dos por tres Sydney miraba la luz solitaria que brillaba en una de las ventanas de la casa de la señora Lilybanks. Supuso quo sería una mujer a la que le gustaba retirarse temprano o que quería ahorrar electricidad. Probablemente ambas cosas. Resultaba extraño tener otra persona viviendo tan cerca de ellos, una persona que pudiera asomarse a la ventana en aquel preciso momento, por ejemplo, y verle, al menos vagamente, dando vueltas por el jardín posterior. A Sydney no le gustaba. Entonces se dio cuenta de que no miraba la ventana iluminada para ver a la señora Lilybanks, por la que no sentía ni pizca de curiosidad, sino para ver si ella le estaba, observando. Pero no vio absolutamente nada en la ventana salvo dos cortinas verticales y amarillentas, prácticamente ocultando lo que estuviera ocurriendo detrás de ellas.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Carlos Fuentes. Cantar de ciegos.




Aunque el libro es uno solo, en 'Cantar de ciegos' no hay una única historia ni una misma forma narrativa, sino siete cuentos protagonizados por diversos personajes que resultan sorprendidos por una serie de situaciones insólitas que incluyen desde incestos y encuentros sobrenaturales hasta amores secretos, misterios y adulterios.
Por las características de esta magnífica obra que, pese a su antigüedad, aún no ha perdido su vigencia, al conocer este trabajo el lector se ve cautivado por una propuesta que se desarrolla en un marco de espejismos que se repliegan ante la ambición del hombre y dejan al descubierto una tensión trágica donde hay espacio para los desengaños, la inocencia, la libertad y la búsqueda de plenitud.
'La muñeca reina', 'Un alma pura', 'A la víbora de la mar', 'El costo de la vida' y 'Las dos Elenas' son sólo algunos de los títulos que pueden encontrarse en el interior de este libro que ha inspirado la creación de algunas películas. Ya sea desde la gran pantalla o desde las páginas de un ejemplar, 'Cantar de ciegos' es un material que consigue atraer y dejar satisfechos a todos los admiradores del desempeño literario de Carlos Fuentes.

Fuente:
Autor: Carlos Fuentes
Colección: Biblioteca El mundo

jueves, 3 de diciembre de 2015

Mateo Alemán. Guzmán de Alfarache.


Mateo Alemán y de Enero (Sevilla, 1547 - México, ¿1615?), escritor español.
Novelista español, es el primer autor de la novela picaresca cuya identidad está claramente establecida. Nació en Sevilla, y tenía ascendientes judíos tanto por parte paterna como materna. Estudió Medicina en las universidades de Sevilla, Salamanca y Alcalá de Henares. Llevó una vida llena de dificultades que, según la crítica, le permitió forjar el estoicismo picaresco y la psicología sin entrañas de Guzmán de Alfarache. Estuvo preso por deudas en la misma cárcel donde Cervantes escribió El Quijote, y durante las mismas fechas. Posteriormente embarcó para México, donde murió. La obra más conocida de Mateo Alemán es la novela Guzmán de Alfarache (1599, y la segunda parte 1604), a la que sus contemporáneos llamaron El pícaro, como si los lectores vieran en el personaje la versión más lograda del carácter y el ambiente picarescos. No hay noticia de que ningún libro español haya alcanzado un éxito tan grande en el momento de su publicación, algo que quizá expliquen la animación del relato, la vivacidad y colorido de las escenas, el estilo incisivo, o la fuerza de observación que delata el autor. El protagonista ofrece una visión de la sociedad fragmentaria y deliberadamente limitada. Una visión realista, pero de una realidad enfocada desde un solo punto de vista. Como todo héroe picaresco, es un perpetuo vagabundo que ha aprendido desde su infancia que el resto de los humanos está siempre al acecho y sufre escarmientos a causa de su inocente buena fe que le sirven para justificar moralmente su desconfianza. Después de El Lazarillo de Tormes (1554), escrita por un autor desconocido, Guzmán de Alfarache constituye la cumbre de la picaresca. Su presentación implacable de las ruindades de los personajes que la habitan ya no constituye, como en el Lazarillo, un motivo de risa debido a ridiculeces individuales o de clase, sino la manifestación de una honda maldad inseparable de la condición humana. Éste es uno de los rasgos a partir de los que se puede apreciar la gran diferencia que existe entre el optimismo moderado del renacimiento y el aspecto dramático y moralista del barroco influido por la Contrarreforma. Guzmán de Alfarache ha sido ampliamente traducida, y ha influido de forma constante en la novela española e hispanoamericana.

***


Prolegómenos

Aprobación


Por mandado de los señores del Consejo Real, he visto un libro intitulado Primera parte del Pícaro Guzmán de Alfarache, y en él no hallo alguna cosa que sea contra la Fe Católica, antes tiene avisos morales para la vida humana; por lo cual se puede dar la licencia que pide. Y por ser así, di ésta firmada de mi nombre en Madrid, y de enero 13, de 1598.
FRAY DIEGO DE ÁVILA

Yo, Gonzalo de la Vega, escribano de cámara del Rey, Nuestro Señor, y uno de los que en su Consejo residen, doy fe que habiéndose visto por los señores del Consejo un libro intitulado Primera parte de Guzmán de Alfarache y dádole privilegio a Mateo Alemán, criado del rey, Nuestro Señor, para que le pudiese imprimir y vender por tiempo de seis años, le tasaron cada pliego del dicho libro en papel a tres maravedís, que sesenta y cuatro pliegos que tiene el dicho libro, sin los principios, montan ciento y noventa y dos maravedís, y al dicho respeto se han de vender los principios, y al dicho precio y no más mandaron que se vendiese y que esta fe de tasa se ponga en la primera hoja de cada libro, para que se sepa el precio dél. Y porque dello conste, de pedimiento del dicho Mateo Alemán y mandamiento de los dichos señores, di la presente. En Madrid, a cuatro de marzo de mil y quinientos y noventa y nueve años.
GONZALO DE LA VEGA

El rey
Por cuanto por parte de vós, Mateo Alemán, nuestro criado, nos fue fecha relación que vós habíades compuesto un libro intitulado Primera parte de la vida de Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana, del cual ante los del nuestro Consejo hicistes presentación; y atento que en su composición habíades tenido mucho trabajo y ocupación y era libro muy provechoso, nos pedistes y suplicastes os mandásemos dar licencia para le poder imprimir y privilegio para le poder vender por tiempo de veinte años, o por el que fuésemos servido o como la nuestra merced fuese. Lo cual visto por los del nuestro Consejo, y como por su mandado se hicieron en el dicho libro las diligencias que la premática por Nós últimamente fecha sobre la impresión de los libros dispone, fue acordado que debíamos mandar esta carta para vós en la dicha razón, y Nós tuvímoslo por bien. Por la cual, por os hacer bien y merced, vos damos licencia y facultad para que por tiempo de seis años cumplidos primeros siguientes que corran y se cuenten desde el día de la data desta nuestra cédula, podáis imprimir y vender el dicho libro que de suso se hace mención, por el original que en el nuestro Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin dél de Gonzalo de la Vega, nuestro escribano de Cámara, de los que en el nuestro Consejo residen, con que antes y primero que se venda lo traigáis ante ellos, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, o traigáis fe en pública forma cómo por el corretor nombrado por nuestro mandado se vio y corrigió la dicha impresión por el original. Y mandamos al impresor que así imprimiere el dicho libro no imprima el principio y primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro con el original al autor o persona a cuya costa le imprimiere ni a otra alguna, para efeto de la dicha correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo, y estando fecho y no de otra manera pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, en el cual segundamente se ponga esta nuestra cédula y privilegio, y la aprobación, tasa y erratas, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en la dicha premática y leyes de nuestros Reinos. Y mandamos que durante el dicho tiempo persona alguna sin vuestra licencia no le pueda imprimir ni vender, so pena que el que lo imprimiere o vendiere haya perdido y pierda todos y cualesquier libros, moldes y aparejos que dél tuviere, y mas incurra en pena de cincuenta mil maravedís por cada vez que lo contrario hiciere; la cual dicha pena sea tercera parte para el denunciador, y la otra tercia parte para la nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare. Y mandamos a los del nuestro Consejo, presidente y oidores de las nuestras audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa, Corte y chancillerías, y a todos los corregidores, asistente, gobernadores, alcaldes mayores e ordinarios y otros jueces e justicias cualesquier de todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y, señoríos, así a los que agora son como a los que serán de aquí adelante que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula y merced que vos hacemos, y contra el tenor y forma de lo en ella contenido no vayan ni pasen ni consientan ir ni pasar en manera alguna, so pena de la nuestra merced y de diez mil maravedís para la nuestra Cámara. Fecha en Madrid, a diez y seis de febrero de mil y quinientos y noventa y ocho años.
YO, EL PRÍNCIPE.
Por mandado del Rey, Nuestro Señor,
Su alteza en su nombre.
DON LUIS DE SALAZAR

A Don Francisco de Rojas
Marqués de Poza, señor de la Casa de Monzón, presidente del consejo de la hacienda del rey nuestro señor y tribunales della

De las cosas que suelen causar más temor a los hombres, no sé cuál sea mayor o pueda compararse con una mala intención; y con mayores veras cuanto más estuviere arraigada en los de oscura sangre, nacimiento humilde y bajos pensamientos, porque suele ser en los tales más eficaz y menos corregida. Son cazadores los unos y los otros que, cubiertos de la enramada, están en acecho de nuestra perdición; y, aun después de la herida hecha, no se nos descubre de dónde salió el daño. Son basiliscos que, si los viésemos primero, perecería su ponzoña y no serían tan perjudiciales; mas como nos ganan por la mano, adquiriendo un cierto dominio, nos ponen debajo de la suya. Son escándalo en la república, fiscales de la inocencia y verdugos de la virtud, contra quien la prudencia no es poderosa.
A éstos, pues, de cuyos lazos engañosos, como de la muerte, ninguno está seguro, siempre les tuve un miedo particular, mayor que a los nocivos y fieros animales, y más en esta ocasión, por habérsela dado y campo franco en que puedan sembrar su veneno, calumniándome, cuando menos, de temerario atrevido, pues a tan poderoso príncipe haya tenido ánimo de ofrecer un don tan pobre, no considerando haber nacido este mi atrevimiento de la necesidad en que su temor me puso.
Porque, de la manera que la ciudad mal pertrechada y flacas fuerzas están más necesitadas de mejores capitanes que las defiendan, resistiendo al ímpetu furioso de los enemigos, así fue necesario valerme de la protección de Vuestra Señoría, en quien con tanto resplandor se manifiestan las tres partes -virtud, sangre y poder- de que se compone la verdadera nobleza. Y pues lo es favorecer y amparar a los que, como a lugar sagrado, procuran retraerse a ella, seguro estoy del generoso ánimo de Vuestra Señoría que, estendiendo las alas de su acostumbrada clemencia, debajo dellas quedará mi libro libre de los que pudieran calumniarle.
Conseguiráse juntamente que, haciendo mucho lo que de suyo es poco, de un desechado pícaro un admitido cortesano, será dar ser a lo que no lo tiene: obra de grandeza y excelencia, donde se descubrirá más la mucha de Vuestra Señoría, cuya vida guarde Nuestro Señor en su servicio dichosos y largos años.

Mateo Alemán:.
Al vulgo

No es nuevo para mí, aunque lo sea para ti, oh enemigo vulgo, los muchos malos amigos que tienes, lo poco que vales y sabes, cuán mordaz, envidioso y avariento eres; qué presto en disfamar, qué tardo en honrar, qué cierto a los daños, qué incierto en los bienes, qué fácil de moverte, qué difícil en corregirte. ¿Cuál fortaleza de diamante no rompen tus agudos dientes? ¿Cuál virtud lo es de tu lengua? ¿Cuál piedad amparan tus obras? ¿Cuáles defetos cubre tu capa? ¿Cuál atriaca miran tus ojos, que como basilisco no emponzoñes? ¿Cuál flor tan cordial entró por tus oídos, que en el enjambre de tu corazón dejases de convertir en veneno? ¿Qué santidad no calumnias? ¿Qué inocencia no persigues? ¿Qué sencillez no condenas? ¿Qué justicia no confundes? ¿Qué verdad no profanas? ¿En cuál verde prado entraste, que dejases de manchar con tus lujurias? Y si se hubiesen de pintar al vivo las penalidades y trato de un infierno, paréceme que tú sólo pudieras verdaderamente ser su retrato. ¿Piensas, por ventura, que me ciega pasión, que me mueve ira o que me despeña la ignorancia? No por cierto; y si fueses capaz de desengaño, sólo con volver atrás la vista hallarías tus obras eternizadas y desde Adam reprobadas como tú.
Pues ¿cuál enmienda se podrá esperar de tan envejecida desventura? ¿Quién será el dichoso que podrá desasirse de tus rampantes uñas? Huí de la confusa corte, seguísteme en la aldea. Retiréme a la soledad y en ella me heciste tiro, no dejándome seguro sin someterme a tu juridición.
Bien cierto estoy que no te ha de corregir la protección que traigo ni lo que a su calificada nobleza debes, ni que en su confianza me sujete a tus prisiones; pues despreciada toda buena consideración y respeto, atrevidamente has mordido a tan ilustres varones, graduando a los unos de graciosos, a otros acusando de lacivos y a otros infamando de mentirosos. Eres ratón campestre, comes la dura corteza del melón, amarga y desabrida, y en llegando a lo dulce te empalagas. Imitas a la moxca importuna, pesada y enfadosa que, no reparando en oloroso, huye de jardines y florestas por seguir los muladares y partes asquerosas.
No miras ni reparas en las altas moralidades de tan divinos ingenios y sólo te contentas de lo que dijo el perro y respondió la zorra. Eso se te pega y como lo leíste se te queda. ¡Oh zorra desventurada, que tal eres comparado, y cual ella serás, como inútil, corrido y perseguido! No quiero gozar el privilegio de tus honras ni la franqueza de tus lisonjas, cuando con ello quieras honrarme, que la alabanza del malo es vergonzosa. Quiero más la reprehensión del bueno, por serlo el fin con que la hace, que tu estimación depravada, pues forzoso ha de ser mala.
Libertad tienes, desenfrenado eres, materia se te ofrece: corre, destroza, rompe, despedaza como mejor te parezca, que las flores holladas de tus pies coronan las sienes y dan fragancia a el olfato del virtuoso. Las mortales navajadas de tus colmillos y heridas de tus manos sanarán las del discreto, en cuyo abrigo seré, dichosamente, de tus adversas tempestades amparado.

Del mismo al discreto lector

Suelen algunos que sueñan cosas pesadas y tristes bregar tan fuertemente con la imaginación, que, sin haberse movido, después de recordados así quedan molidos como si con un fuerte toro hubieran luchado a fuerzas. Tal he salido del proemio pasado, imaginando en el barbarismo y número desigual de los ignorantes, a cuya censura me obligué, como el que sale a voluntario destierro y no es en su mano la vuelta. Empeñéme con la promesa deste libro; hame sido forzoso seguir el envite que hice de falso.
Bien veo de mi rudo ingenio y cortos estudios fuera muy justo temer la carrera y haber sido esta libertad y licencia demasiada; mas considerando no haber libro tan malo donde no se halle algo bueno, será posible que en lo que faltó el ingenio supla el celo de aprovechar que tuve, haciendo algún virtuoso efeto, que sería bastante premio de mayores trabajos y digno del perdón de tal atrevimiento.
No me será necesario con el discreto largos exordios ni prolijas arengas, pues ni le desvanece la elocuencia de palabras ni lo tuerce la fuerza de la oración a más de lo justo, ni estriba su felicidad en que le capte la benevolencia. A su corrección me allano, su amparo pido y en su defensa me encomiendo.
Y tú, deseoso de aprovechar, a quien verdaderamente consideré cuando esta obra escribía, no entiendas que haberlo hecho fue acaso movido de interés ni para ostentación de ingenio, que nunca lo pretendí ni me hallé con caudal suficiente. Alguno querrá decir que, llevando vueltas las espaldas y la vista contraria, encamino mi barquilla donde tengo el deseo de tomar puerto. Pues doyte mi palabra que se engaña y a solo el bien común puse la proa, si de tal bien fuese digno que a ello sirviese. Muchas cosas hallarás de rasguño y bosquejadas, que dejé de matizar por causas que lo impidieron. Otras están algo más retocadas, que huí de seguir y dar alcance, temeroso y encogido de cometer alguna no pensada ofensa. Y otras que al descubierto me arrojé sin miedo, como dignas que sin rebozo se tratasen.
Mucho te digo que deseo decirte, y mucho dejé de escribir, que te escribo. Haz como leas lo que leyeres y no te rías de la conseja y se te pase el consejo; recibe los que te doy y el ánimo con que te los ofrezco: no los eches como barreduras al muladar del olvido. Mira que podrá ser escobilla de precio. Recoge, junta esa tierra, métela en el crisol de la consideración, dale fuego de espíritu, y te aseguro hallarás algún oro que te enriquezca.
No es todo de mi aljaba; mucho escogí de doctos varones y santos: eso te alabo y vendo. Y pues no hay cosa buena que no proceda de las manos de Dios, ni tan mala de que no le resulte alguna gloria, y en todo tiene parte, abraza, recibe en ti la provechosa, dejando lo no tal o malo como mío. Aunque estoy confiado que las cosas que no pueden dañar suelen aprovechar muchas veces.
En el discurso podrás moralizar según se te ofreciere: larga margen te queda. Lo que hallares no grave ni compuesto, eso es el ser de un pícaro el sujeto deste libro. Las tales cosas, aunque serán muy pocas, picardea con ellas: que en las mesas espléndidas manjares ha de haber de todos gustos, vinos blandos y suaves, que alegrando ayuden a la digestión, y músicas que entretengan.

Declaración para el entendimiento deste libro

Teniendo escrita esta poética historia para imprimirla en un solo volumen, en el discurso del cual quedaban absueltas las dudas que agora, dividido, pueden ofrecerse, me pareció sería cosa justa quitar este inconveniente, pues con muy pocas palabras quedará bien claro. Para lo cual se presupone que Guzmán de Alfarache, nuestro pícaro, habiendo sido muy buen estudiante, latino, retórico y griego, como diremos en esta primera parte, después dando la vuelta de Italia en España, pasó adelante con sus estudios, con ánimo de profesar el estado de la religión; mas por volverse a los vicios los dejó, habiendo cursado algunos años en ellos. Él mismo escribe su vida desde las galeras, donde queda forzado al remo por delitos que cometió, habiendo sido ladrón famosísimo, como largamente lo verás en la segunda parte. Y no es impropiedad ni fuera de propósito si en esta primera escribiere alguna dotrina; que antes parece muy llegado a razón darla un hombre de claro entendimiento, ayudado de letras y castigado del tiempo, aprovechándose del ocioso de la galera; pues aun vemos a muchos ignorantes justiciados, que habiendo de ocuparlo en sola su salvación, divertirse della por estudiar un sermoncito para en la escalera.

Va dividido este libro en tres. En el primero se trata la salida que hizo Guzmán de Alfarache de casa de su madre y poca consideración de los mozos en las obras que intentan, y cómo, teniendo claros ojos, no quieren ver, precipitados de sus falsos gustos. En el segundo, la vida de pícaro que tuvo, y resabios malos que cobró con las malas compañías y ocioso tiempo que tuvo. En el tercero, las calamidades y pobreza en que vino, y desatinos que hizo por no quererse reducir ni dejarse gobernar de quien podía y deseaba honrarlo. En lo que adelante escribiere se dará fin a la fábula, Dios mediante.

Elogio de Alonso de Barros
Criado del rey nuestro señor, en alabanza deste libro y de Mateo Alemán, su autor

Si nos ponen en deuda los pintores, que como en archivo y depósito guardaron en sus lienzos -aunque debajo de líneas y colores mudos- las imágenes de los que por sus hechos heroicos merecieron sus tablas y de los que por sus indignas costumbres dieron motivo a sus pinceles, pues nos despiertan, con la agradable pintura de las unas y con la aborrecible de las otras, por su fama a la imitación y por su infamia al escarmiento; mayores obligaciones, sin comparación, tenemos a los que en historias tan al vivo nos lo representan, que sólo nos vienen a hacer ventaja en haberlo escrito, pues nos persuaden sus relaciones, como si a la verdad lo hubiéramos visto como ellos.
En estas y en otras, si pueden ser más grandes, nos ha puesto el autor, pues en la historia que ha sacado a luz nos ha retratado tan al vivo un hijo del ocio, que ninguno, por más que sea ignorante, le dejará de conocer en las señas, por ser tan parecido a su padre, que como lo es él de todos los vicios, así éste vino a ser un centro y abismo de todos, ensayándose en ellos de forma que pudiera servir de ejemplo y dechado a los que se dispusieran a gozar de semejante vida, a no haberlo adornado de tales ropas, que no habrá hombre tan aborrecido de sí que al precio quiera vestirse de su librea, pues pagó con un vergonzoso fin las penas de sus culpas y las desordenadas empresas que sus libres deseos acometieron.
De cuyo debido y ejemplar castigo se infiere, con términos categóricos y fuertes y con argumento de contrarios, el premio y bien afortunados sucesos que se le seguirán al que ocupado justamente tuviere en su modo de vivir cierto fin y determinado, y fuere opuesto y antípoda de la figura inconstante deste discurso; en el cual, por su admirable disposición y observancia en lo verosímil de la historia, el autor ha conseguido felicísimamente el nombre y oficio de historiador, y el de pintor en los lejos y sombras con que ha disfrazado sus documentos, y los avisos tan necesarios para la vida política y para la moral filosofía a que principalmente ha atendido, mostrando con evidencia lo que Licurgo con el ejemplo de los dos perros nacidos de un parto: de los cuales, el uno por la buena enseñanza y habituación siguió el alcance de la liebre, hasta matarla, y el otro, por no estar tan bien industriado, se detuvo a roer el hueso que encontró en el camino. Dándonos a entender con demostraciones más infalibles el conocido peligro en que están los hijos que en la primera edad se crían sin la obediencia y dotrina de sus padres, pues entran en la carrera de la juventud en el desenfrenado caballo de su irracional y no domado apetito, que le lleva y despeña por uno y mil inconvenientes.
Muéstranos asimismo que no está menos sujeto a ellos el que, sin tener ciencia ni oficio señalado, asegura sus esperanzas en la incultivada dotrina de la escuela de la naturaleza, pues sin esperimentar su talento e ingenio o sin hacer profesión -habiéndola experimentado del arte a que le inclina- usurpa oficios ajenos de su inclinación, no dejando ninguno que no acometa, perdiéndose en todos y aun echándolos a perder, pretendiendo con su inconstancia e inquietud no parecer ocioso, siéndolo más el que pone la mano en profesión ajena que el que duerme y descansa retirado de todas.
Hase guardado también de semejantes objeciones el contador Mateo Alemán en las justas ocupaciones de su vida, que igualmente nos enseña con ella que con su libro, hallándose en él el opuesto de su historia, que pretende introducir. Pues habiéndose criado desde sus primeros años en el estudio de las letras humanas, no le podrán pedir residencia del ocio ni menos de que en esta historia se ha entremetido en ajena profesión; pues por ser tan suya y tan aneja a sus estudios, el deseo de escribirla le retiró y distrajo del honroso entretenimiento de los papeles de Su Majestad, en los cuales, aunque bien suficiente para tratarlos, parece que se hallaba violentado, pues, se volvió a su primero ejercicio, de cuya continuación y vigilias nos ha formado este libro y mezclado en él con suavísima consonancia lo deleitoso y lo útil, que desea Horacio, convidándonos con la graciosidad y enseñándonos con lo grave y sentencioso, tomando por blanco el bien público y por premio el común aprovechamiento.
Y pues hallarán en él los hijos las obligaciones que tienen a los padres, que con justa o legítima educación los han sacado de las tinieblas de la ignorancia, mostrándoles el norte que les ha de gobernar en este mar confuso de la vida, tan larga para los ociosos como corta para los ocupados; no será razón que los lectores, hijos de la doctrina deste libro, se muestren desagradecidos a su dueño, no estimando su justo celo. Y si esto no le salvare de la rigurosa censura e inevitable contradición de la diversidad de pareceres, no será de espantar; antes natural y forzoso, pues es cierto que no puede escribirse para todos y que querría, quien lo pretendiese, quitar a la naturaleza su mayor milagro y no sé si su belleza mayor, que puso en la diversidad, de donde vienen a ser tan diversos los pareceres como las formas diversas: porque lo demás era decir que todos eran un hombre y un gusto.

Ad Guzmanum de Alfarache, Vincentii Spinella epigramma

[SPINELLUS]
Quis te tanta loqui docuit, Guzmanule? quis te
Stecore submersum duxit ad astra modo?
Musca modo et lautas epulas et putrida tangis
Ulcera, iam trepidas frigore iamque cales.
Iura doces, suprema petis, medicamine curas;
Dulcibus et magis seria mixta doces.
Dum carpisque alios, alios virtutibus auges,
Consulis ipse omnes, consulis ipse tibi.
Iam sacrae Sophiae virides amplecteris umbras,
Transis ad ob[s]coenos sordidos inde iocos.
Es modo divitiis plenus, modo paupere cultu,
Tristibus et miseris dulce leuamen ades.
[GUZMÁN]

Sic speciem humanae vitae, sic praefero solus
Prospera complectens, aspera cuncta ferens.
Hac Aleman varie picta me veste decorat,
Me lege desertum tuque disertus eris.

Formas halló y mudanzas más que luna
Mi peregrinación y mi ejercicio;
Mas ya prostrado en tierra el edificio,
Le sirvo al escarmiento de coluna.
Vuelve a nacer mi vida con la historia,
Que forma en los borrones del olvido
Letras que vencerán al tiempo en años.
Tosco madero en la ventura he sido,
Que, puesto en el altar de la memoria,
Doy al mundo lición de desengaños.

De Hernando de Soto
Contador de la casa de castilla del rey nuestro señor
Al autor

Tiene este libro discreto
Dos grandes cosas, que son:
Pícaro con discreción
Y autor de grave sujeto.

En él se ha de discernir
Que con un vivir tan vario
Enseña por su contrario
La forma de bien vivir.
Y pues se ha de conocer
Que ella sola se ha de amar,
Ni más se puede enseñar
Ni más se debe aprender.
Así la voz general
Propriamente les concede
Que el pícaro honrado quede
Y el autor quede inmortal.

Fuente:
Ediciones Perdidas.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Dorothy Sayers. Novela: Los nueve sastres.



Los nueve Sastres.
ARGUMENTO

La noche de fin de año, Peter Wimsey sufre un accidente de coche y se ve obligado a pernoctar en Fenchurch St. Paul, donde el párroco de la aldea le ofrece alojamiento. Muchos de los aldeanos han enfermado a causa de una fuerte gripe, entre ellos el campanero, de modo que Wimsey se ofrece a cubrir su puesto esa noche.

Meses después, fallece el marido de una de las víctimas de la epidemia. Durante el entierro, descubren un cadáver sin identificar y Wimsey se verá implicado en la investigación de este desconcertante hallazgo, que oculta mucho más de lo que en principio aparenta.

Las historias de lord Wimsey se publicaron entre 1920 y 1940 y relatan las aventuras del hermano menor del duque de Denver, Peter Wimsey. En algún momento previo a las primeras novelas, Wimsey empezó a investigar crímenes como aficionado; ahora, la policía (especialmente el inspector Parker) valora su colaboración y lo considera un competente sabueso. Los nueve sastres es uno de los libros más conocidos de la serie de lord Peter.

Editorial Gimlet.

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