jueves, 22 de octubre de 2015

Howard Phillips Lovecraft. Necronomicon


Howard Phillips Lovecraft mencionó por vez primera al Necronomicon en el año 1922. La posibilidad de la existencia de lo que se presentaba como auténtica guía al feudo de los muertos suscitó de inmediato un inmenso interés en todo el mundo. Los libreros se vieron asediados por montones de pedidos, mientras que los anticuarios se lanzaron a la búsqueda febril de la misteriosa obra. A partir de entonces se generó una viva controversia entre los partidarios de S.T. Joshi, de la Miskatonic University, en cuya opinión el Necronomicon no existió jamás. atribuyendo la obra a Lovecraft mismo, y aquellos estudiosos de los conocimientos ocultos que estaban convencidos de la autenticidad del libro de los nombres muertos. En un texto publicado en 1938 por Wilson H. Shepherd en The Rebel Press, Oakman (Alabama), H.P. Lovecraft resume la historia del Necronomicon. Puntualiza allí que el titulo original era Al Azif, siendo Azif el término utilizado por los árabes para designar el rumor nocturno producido por los insectos y que se suponía era el murmullo de los demonios. La obra fue compuesta por Abdul al-Hazred, un poeta loco de Sana, en el Yemen, que habría vivido en la época de los Omeyas, hacia al año 700 Este poeta visitó las ruinas de Babilonia y los subterráneos secretos de Menfis, y pasó diez años en la soledad del gran desierto que cubre el sur de Arabia, el Rub al Khali o «espacio vacío» de los antiguos y el Dahna o «desierto escarlata» de los árabes modernos. Se dice que este desierto está habitado por espíritus que protegen el mal y por monstruos de muerte. Las personas que dicen haber penetrado en él cuentan que se producen allí cosas extrañas y sobrenaturales. Durante los últimos años de su vida, al-Hazred vivió en Damasco, en donde escribió el Necronomicon, y en donde circularon rumores terribles y contradictorios concernientes a su muerte o a su desaparición, en el año 738. Su biógrafo del siglo XII, Ibn-Khallikan, cuenta que fue asido en pleno día por un monstruo invisible y devorado de forma horrible ante un gran número de testigos aterrados por el miedo. Se cuentan también muchas cosas de su locura. Pretendía haber visto a la famosa Irem, la ciudad de los pilares, y haber hallado bajo las ruinas de cierta ciudad situada en el desierto los anales y los secretos de una raza más antigua que la humanidad. Fue un musulmán poco devoto, adorando entidades desconocidas que llamaba Yog-Sothoth y Cthulhu. En el año 950, el Azif, que había circulado secretamente entre los filósofos contemporáneos, fue traducido al griego por Theodorus Philetas, bajo el título de Necronomicon. Durante un siglo se sucedieron a raíz de este libro una serie de terribles experiencias, por lo que el libro fue prohibido y quemado por el patriarca Miguel. Después ya no se volvió a hablar más que esporádicamente del Necronomicon hasta que en 1228 Olaus Wormius hiciera una traducción latina del mismo, que fue impresa en dos ocasiones, una en el siglo XV, en letras negras, y la otra en el siglo XVII. Ambas ediciones están desprovistas de cualquier mención particular y únicamente puede especularse con la fecha y el lugar de su impresión a partir de su tipografía. La obra, tanto en su versión griega como en la latina, fue prohibida por el papa Gregorio IX en 1232, poco después de ser traducida al latín. La edición árabe original se perdió en la época de Wormius. Hay una vaga alusión a cierta copia secreta localizada en San Francisco a principios de siglo, pero que habría desaparecido con ocasión del gran incendio de 1906. No queda ningún vestigio tampoco de la versión griega, impresa en Italia entre 1500 y 1550, tras el incendio de la biblioteca de un habitante de Salem en 1692. Habría igualmente una traducción preparada por el Dr. Dee, que jamás fue impresa y cuyos fragmentos procederían del manuscrito original. De los textos latinos que aún quedan, uno – del siglo XV – estaría encerrado en el British Museum y el otro – del siglo XVII – en la Bibliothèque Nationale de París. Un ejemplar del siglo XVII se halla en la biblioteca Widener en Harvard y otro en la biblioteca de la universidad Miskatonic en Arkham, en Massachusetts. Existe otro igualmente en la biblioteca de la universidad de Buenos Aires. Existen probablemente numerosos ejemplares secretos más, Mundo Desconocido: El Necronomicon y un rumor insistente asegura que un ejemplar del siglo XV forma parte de la colección de un célebre multimillonario americano. Otro rumor menos consistente asegura que un ejemplar del siglo XVI en versión griega está en poder de la familia Pickman de Salem. Pero este ejemplar habría desaparecido con el artista R.U. Pickman, en 1926. Esta es la historia que nos cuenta Lovecraft del Necronomicon. Los estudios más serios realizados sobre esta enigmática obra, tan buscada como desconocida, están recogidos junto con fragmentos originales en este dossier especial, cuya publicación creemos que satisfará a muchos de nuestros lectores.
Salud.
A. Faber-Kaiser.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Raymond Chandler. Novela: Adiós muñeca.


1940- Adios muñeca(Farewell my lovely)

El detective Philip Marlowe tiene el encargo de encontrar a Velma, una bailarina que había trabajado en un club nocturno, y a su amigo Moose, que acaba de salir de la cárcel. Las investigaciones que lleva a cabo Marlowe le colocan ante situaciones peligrosas, ya que tiene que ver a personajes oscuros y de dudosa honestidad. En estas circunstancias no le resultará nada fácil cumplir con su misión.
Fue llevada al cine en1944 con Dick Powell, Claire Trevor y Anne Shirley dirigida por Edward Dmytryk y 1975 con Robert Mitchun, Charlotte Rampling, Silvia Miles y John Ireland,entre otros. Dirigida por Dick Richards .
Fuente:
Patricia. 17-02-11
Enrico Pugliatti.
(Fragmento).

1

  Era una de las manzanas de Central Avenue donde todavía no todos los habitantes son negros. Yo acababa de salir de una peluquería de cierta importancia en la que una agencia de colocaciones creía que podía estar trabajando un barbero suplente llamado Dimitrios Aleidis. Era un asunto de poca monta. Su mujer estaba dispuesta a gastar algún dinero para conseguir que volviera a casa.

  No llegué a encontrarlo, pero la verdad es que la señora Aleidis tampoco me pagó por el tiempo empleado.

  Era un día tibio, casi a finales de marzo, y, delante de la peluquería, me paré a mirar un prominente cartel luminoso que anunciaba, en el piso de arriba, un emporio de comidas y juego de dados llamado Florian's. Otra persona miraba también el anuncio. Contemplaba las polvorientas ventanas con una fijeza en la expresión cercana al éxtasis, como un robusto inmigrante que divisara por vez primera la Estatua de la Libertad. Era un hombre grande, aunque no medía más allá de un metro noventa y cinco ni era mucho más ancho que un camión de cerveza. Se hallaba a una distancia de unos tres metros, con los brazos completamente caídos y un humeante cigarro olvidado entre los enormes dedos de su mano izquierda.

  Negros esbeltos y silenciosos iban y venían por la calle y lo miraban de reojo porque era todo un espectáculo. Llevaba el sombrero de fieltro típico de un gánster, una chaqueta gris de sport con bolas de golf en miniatura a modo de botones, una camisa marrón, una corbata amarilla, pantalones grises de franela con la raya muy marcada y zapatos de piel de cocodrilo con las punteras de color blanco. Del bolsillo del pecho le caía en cascada un pañuelo que hacía juego con el amarillo brillante de la corbata. También llevaba dos plumas de colores metidas en la banda del sombrero, pero hay que reconocer que no las necesitaba. Incluso en Central Avenue, que no es la calle más discreta del mundo en materia de vestimenta, pasaba tan inadvertido como una tarántula en un trozo de bizcocho.

  Estaba demasiado pálido y necesitaba un afeitado. Pensándolo bien, siempre daría la impresión de necesitar un afeitado. Pelo negro rizado y cejas muy tupidas que casi se unían por encima de su nariz porruda. Las orejas, en cambio, resultaban pequeñas y delicadamente dibujadas para un individuo de su tamaño, y sus ojos tenían un brillo similar al que otorgan las lágrimas y que a menudo parece una característica de los ojos grises. Durante un rato conservó la inmovilidad de una estatua y, finalmente, sonrió.

  Luego cruzó despacio la acera hacia la doble puerta batiente que cerraba la escalera por la que se subía al piso de arriba. La empujó para abrirla, examinó desapasionadamente la calle a izquierda y derecha, y acabó entrando. Si hubiera sido un tipo menos gigantesco y hubiese ido vestido de manera un poco menos llamativa, quizá habría pensado yo que se disponía a perpetrar un atraco a mano armada. Pero no con aquella ropa; no con aquel sombrero y todo aquel conjunto.

  Las puertas batientes giraron de nuevo hacia afuera y casi se detuvieron, pero antes de inmovilizarse por completo se abrieron de nuevo, con violencia. Algo atravesó volando la acera y fue a caer en la calzada, entre dos coches estacionados. Aterrizó sobre las manos y las rodillas y emitió un sonido muy agudo, como de rata acorralada. Luego se levantó muy despacio, recogió el sombrero que había perdido y regresó a la acera. Era un negro joven de tez clara, delgado, estrecho de hombros, con un traje color lila y un clavel en el ojal. Pelo negro muy brillante y repeinado. Mantuvo la boca abierta y lloriqueó durante un momento. La gente lo miró con aire distraído. El joven optó por volver a colocarse el sombrero con rapidez, se deslizó hasta la pared de la casa y echó a andar sin hacer nuevos ruidos, los pies hacia afuera, calle adelante.

  Silencio. El tráfico recobró la normalidad. Yo me acerqué a las puertas batientes y me detuve delante. Se habían inmovilizado ya. No eran asunto mío. Pero las empujé para abrirlas y miré dentro.

  Una mano en la que me podría haber sentado salió de la oscuridad, me agarró por un hombro y lo hizo añicos. Luego la mano me hizo atravesar la puerta y sin esfuerzo alguno me levantó en el aire la altura de un escalón. La cara de grandes dimensiones se me quedó mirando. Una voz suave y grave me habló muy bajo:

   -¿Morenos aquí, no es eso? Explíquemelo, amigo.

  Al comienzo de la escalera estaba a oscuras y en silencio. De lo alto llegaban vagos ruidos de humanidad, pero nosotros estábamos solos. El gigante me miró fijamente con expresión solemne y siguió aplastándome el hombro.

   -Un negro -dijo-. Acabo de echarlo fuera. ¿Me ha visto echarlo fuera?

  Me soltó el hombro. No parecía tener roto el hueso, pero sí dormido el brazo.

   -Es uno de esos sitios -dije, frotándome la parte dolorida-. ¿Qué esperaba?

   -No diga eso, amigo -ronroneó suavemente el gigante, como cuatro tigres después de cenar-. Velma trabajaba aquí. Mi pequeña Velma.

  Me buscó otra vez el hombro. Traté de esquivarlo, pero era tan rápido como un felino. Empezó a machacarme otra vez los músculos con sus dedos de hierro.

   -Sí -dijo-. Mi pequeña Velma. Llevo ocho años sin verla. ¿Dice que es un local para negros?

  Respondí que sí con un hilo de voz.

  El gigante me levantó dos escalones más. Me zafé como pude y traté de conseguir un mínimo de espacio para maniobrar. No llevaba pistola. No había considerado que me hiciera falta para buscar a Dimitrios Aleidis. Tampoco creo que me hubiera servido de gran cosa. Probablemente mi acompañante me la hubiese quitado y se la habría comido.

   -Suba y compruébelo usted mismo -dije, tratando de que mi voz no reflejara el dolor que sentía.

  Me soltó una vez más y se me quedó mirando con una expresión como de tristeza en los ojos grises.

   -Me siento bien -dijo-. No me gustaría que nadie se enfadara conmigo. Vamos a subir usted y yo y quizá nos tomemos unas copas.

   -No le servirán bebidas. Ya le he dicho que es un local para negros.

   -Hace ocho años que no veo a Velma -dijo con su voz grave y triste-. Ocho largos años desde que le dije adiós. Y seis sin escribirme. Pero seguro que ha tenido sus razones. Trabajaba aquí. Era una preciosidad. Vamos a subir usted y yo, ¿eh?

   -De acuerdo -grité-. Subiré con usted. Pero deje de llevarme. Permítame que ande. Estoy perfectamente. Ya terminé de crecer. Incluso voy solo al cuarto de baño. Deje de llevarme.

   -Mi pequeña Velma trabajaba aquí -dijo con suavidad. No me estaba escuchando.

  Subimos las escaleras. Me permitió que caminara. Me dolía el hombro y tenía húmeda la nuca.

martes, 20 de octubre de 2015

Du Maurier Daphne - Rebecca.


Novelista romántica inglesa y escritora de cuentos de aventuras y misterio, a menudo ambientados en la costa de Cornualles. Nació en Londres y estudió en casa con sus hermanas. A los 18 años empezó a escribir relatos que más tarde se publicarían en El manzano (1952). En 1932 se casó con sir Frederick Browning, comandante general, y en 1943 se establecieron con sus tres hijos en Menabilly, una casa situada en Cornualles. Con `La posada de Jamaica` (1936) logró su primer éxito comercial. Se trata de un relato melodramático sobre el contrabando en la costa de Cornualles, en el que retrata la desigual relación entre los sexos, que fue llevado al cine por Alfred Hitchcock en 1939. Pero fue su novela `Rebeca` (1938), adaptada al cine también por Hitchcock (1940), la que levantó los elogios del público y de la crítica. En ella, Du Maurier describe la ambivalencia de poder entre los sexos y el sometimiento que la sociedad exige a la mujer dentro del matrimonio. La prenda de punto rebeca procede de esta película cuya actriz Joan Fontaine usaba unas prendas de vestir de este tipo. `La cala del francés` (1941) es otra novela romántica inspirada en una breve relación amorosa.
A pesar de que su estilo ha sido criticado por melodramático, Du Maurier atrajo la atención literaria por su talento como narradora. Su novela `Mi prima Raquel` (1951) alcanzó cierta popularidad y también fue adaptada al cine en 1953. Sus relatos `Los pájaros` (1952) y `Ahora no mires` (1971) fueron llevados al cine en 1963 y 1973, respectivamente. En ambos, junto con `La cita` (1980), comenzó a aparecer el lado más desconcertante de la habilidad de Du Maurier como escritora de misterio, lo que incrementó su interés literario. También escribió obras históricas, de teatro y una biografía de su padre, el actor y director Gerald du Maurier.

***

A la mansión de Manderley llegan Maxim de Winter y su nueva esposa, una mujer joven, tímida e inocente. Pronto ésta se verá apresada por el perturbador recuerdo de la primera mujer de su marido, llamada Rebeca. Una mujer brillante en todos los aspectos a la que todos parecen adorar, y que murió mientras guiaba su velero durante una tormenta.
La presencia obsesiva de su recuerdo en todo lo que les rodea, y en especial la arisca actitud de la siniestra y misteriosa ama de llaves (antigua niñera de Rebeca), está a punto de destrozarles la relación y hasta la existencia.
Nadie que conozca la película basada en esta novela ha olvidado el conflicto de pasiones e intereses que se desarrolla en la mansión de Manderley. Pero sólo la lectura del libro le permitirá penetrar en la psicología de los protagonistas y comprender sus reacciones, profundamente humanas y convincentes. Los personajes de esta novela son seres complejos, pero el arte de la autora, de extraordinaria fuerza dramática, los recrea hasta lo más mínimo.

***

(Fragmento).
 Capítulo 1
ANOCHE soñé que había vuelto a Manderley. En mi sueño me encontraba ante la verja del parque, pero durante algunos momentos no pude entrar. La puerta estaba cerrada con candado y cadena. Llamé en sueños al guarda, pero nadie me contestó, y cuando miré detenidamente a través de los mohosos barrotes de la verja, vi que la caseta estaba abandonada.
No humeaba la chimenea, y las ventanucas y sus celosías bostezaban en su abandono. Entonces, como todos los que sueñan, me sentí de repente dotada de una fuerza sobrenatural y atravesé como un espíritu la barrera que me detenía. Serpenteaba el camino ante mí, retorcido y tortuoso como siempre, pero según avanzaba noté que había cambiado; ahora era estrecho y estaba descuidado, no como yo lo había conocido. Al principio me extrañó y no comprendí lo que había cambiado; pero cuando tuve que bajar la cabeza para no tropezar con una rama que cruzaba el camino, me di cuenta de lo ocurrido. La naturaleza había reconquistado lo que fue suyo y, poquito a poco, con métodos arteros e insidiosos, había ido invadiendo el camino, extendiendo por él sus dedos, largos y tenaces. El bosque, siempre amenazador, incluso en tiempos pasados, había triunfado al fin. Oscura y salvaje, la vegetación llegaba hasta los bordes del camino. Las hayas, de tronco blanco y desnudo, se inclinaban las unas hacia las otras y entrelazaban sus ramas en un extraño abrazo, formando sobre mi cabeza una bóveda como la nave de una iglesia. Vi otros árboles mezclados con las hayas, que no reconocí: robles achaparrados y olmos retorcidos que habían nacido inopinadamente de la tierra silenciosa, junto a plantas y arbustos disformes de los que tampoco me acordaba.
El camino había quedado reducido a un estrecho sendero, ya sin grava, ahogado de hierbas y musgo. Abundaban en los árboles las ramas bajas que estorbaban el paso; las retorcidas raíces parecían garras esqueléticas. Aislados entre la maleza pude reconocer algunos macizos, que en nuestros tiempos resaltaban graciosos y cuidados, como aquel de hortensias de tallos elegantes, cuyas azuladas flores llegaron a adquirir cierto renombre. Nadie las cultivaba ya y se habían vuelto silvestres, creciendo desmesuradas, incapaces de florecer, negruzcas, feas, como los anónimos parásitos que junto a ellas crecían.
Aquel pobre hilillo blanco que un día fue nuestro camino avanzaba más y más, torciendo ora a la derecha, ora a la izquierda. Algunas veces lo creí ahogado para siempre, pero aparecía de nuevo, acaso bajo un árbol caído o luchando con el barro de una charca nacida de las lluvias invernales. Me pareció el camino más largo que antes. Evidentemente, los kilómetros se habían multiplicado, como los árboles, y el camino conducía únicamente a un laberinto, a una espesura impenetrable, y no a la casa. Pero, de repente, apareció esta ante mí. La avenida que conducía hasta la puerta estaba casi borrada por el desmesurado crecimiento de matojos exuberantes que se extendían por todas partes. Me detuve, con el corazón palpitante, mientras sentía en los ojos la extraña punzada de las lágrimas.
¡Allí estaba Manderley! ¡Nuestro Manderley!, reservado y silencioso, como siempre. Sus grises piedras brillaban a la luz de la luna de mi sueño, y las vidrieras reflejaban los verdes macizos de césped y la terraza. El tiempo no había logrado destruir la perfecta simetría de aquellos muros, ni el lugar sobre el que se alzaban como una joya mostrada en el hueco de la mano.
La terraza se fundía en los macizos y los macizos en el mar; volviendo la cabeza, pude ver la sábana de plata, tranquila a la luz de la luna, como lago no inquietado por brisa o por aquilón. Ni una ola rizaba aquellas aguas de ensueño, ninguna nube impelida por el poniente oscurecía la claridad del pálido firmamento. Volví a mirar hacia la casa, y aunque se alzaba inviolada e intacta, como si la acabáramos de abandonar, vi que el jardín había obedecido la ley de la selva, igual que el bosque. Los rododendros medían más de quince metros y se retorcían abrazados en extraño maridaje a una multitud de arbustos anónimos, pobres advenedizos, que se agarraban a sus raíces como si se dieran cuenta de su origen bastardo. Se veía un lilo enlazado con una haya roja, y, como si quisiera hacer la unión más fuerte, la hiedra malévola, sempiterna enemiga de lo grácil, había extendido sus tenaces zarcillos alrededor de la pareja, que así resultaba prisionera. La hiedra reinaba en el abandonado jardín; sus largas ramas se arrastraban sobre el césped, y pronto llegarían hasta la misma casa. Otra planta, espurio brote del bosque, cuyas semillas caían y morían antes bajo los árboles, marchaba ahora junto a la hiedra, e imponía su fealdad de ruibarbo monstruoso sobre los suaves bancales de césped donde antes florecían los narcisos.
Crecían por todas partes las ortigas, vanguardia del ejército invasor. Ahogaban la terraza, se desperezaban en los senderos, se inclinaban, vulgares y delgaduchas, hasta contra las ventanas de la casa. Centinelas descuidadas, habían dejado que rompieran sus filas los arbustos de ruibarbo; sus cabezas arrugadas, sus tallos encogidos, formaban veredas frecuentadas por los conejos. Pasé del camino a la terraza, pues las ortigas no eran barrera para mí. Caminaba encantada, y nada podía detenerme.
La luna sabe jugar con la imaginación, hasta con la imaginación de una persona que duerme. Estaba frente a la casa, callada, silenciosa, y hubiera podido jurar que Manderley no era un caparazón vacío, sino que vivía y respiraba como en otros tiempos.
Veía luz en las ventanas; la brisa nocturna movía suavemente las cortinas; y allí, en la biblioteca, estaba la puerta mal cerrada, como la habíamos dejado, y junto a un jarrón de rosas, mi olvidado pañuelo.
El cuarto mismo era testigo de nuestra presencia allí: un montón de libros preparados para ser devueltos a la biblioteca circulante y un desechado número del Times; ceniceros con alguna colilla; almohadones que aún conservaban las huellas de nuestras cabezas, tirados sobre las sillas. En el hogar, los rescoldos del fuego, que durarían hasta la madrugada, y Jasper, nuestro querido Jasper, con sus ojos expresivos y sus dientes poderosos, estaría tumbado dando con el rabo sobre el suelo porque había oído las pisadas del amo.
Una nube, antes no vista, cubrió de repente la luna y se detuvo un instante, como mano sombría que escondiera una cara. Desapareció la ilusión con ella y las luces de las ventanas se apagaron. Volví a ver solamente un caserón desolado, inanimado, abandonado hasta de los fantasmas, sin que ni un eco del pasado se agarrase a sus paredes desnudas.
La casa era una tumba, y nuestras angustias y sufrimientos estaban allí enterrados en las ruinas. No resucitarían. Cuando, ya despierta, recordase a Manderley, lo haría sin amargura. Pensaría en lo que hubiera podido ser, pensaría que yo hubiera podido vivir allí sin sufrimientos. Me acordaría de la rosaleda en verano y del gorjeo de los pajarillos al amanecer. De la hora del té bajo el castaño, del rumor del mar que nos llegaba a través de los prados.
Pensaría en los lilos en flor y en el Valle Feliz. Eran cosas permanentes y no podían desaparecer. Eran recuerdos y no podían causarnos dolor. Todo esto pensaba aún soñando, mientras las nubes ocultaban la cara de la luna, pues, como muchos que sueñan, me daba cuenta de ello. La verdad era que me encontraba durmiendo a muchos cientos de kilómetros, en tierra extranjera, y que despertaría, pasados unos segundos, en el desnudo cuartito de un hotel cuya vulgaridad anónima me servía de consuelo. Suspiraría un instante, me desperezaría, daría la vuelta, y al abrir los ojos me sorprendería el sol resplandeciente, el cielo límpido y duro, tan distinto de la suave claridad de la luna de mi sueño. Comenzaría nuestro día, largo y monótono, es verdad, pero lleno de cierta paz, de cierta bendita tranquilidad que antes no habíamos conocido. De Manderley no hablaríamos, ni yo le contaría mi sueño. Porque Manderley ya no era nuestro; Manderley ya no existe.

Fuente:
ePub r1.2
Titivillus 29.08.15
Dr. Enrico Pugliatti.

Agatha Christie. Novela:El Asesinato De Roger Ackroyd.


Novelista inglesa, prolífica escritora de relatos policiacos. Nació en Torquay. `El misterioso caso de Styles` (1920) inauguró su carrera. Sus relatos se caracterizan por los sorprendentes desenlaces y por la creación de dos originales detectives: Hercules Poirot y Miss Marple. Poirot es el héroe de la mayor parte de sus novelas, entre las que destacan `El asesinato de Roger Ackroyd` (1926) y `Telón` (1975), donde se produce la muerte del detective. Su primer matrimonio, con Archibald Christie, terminó en divorcio en 1928. En 1930, durante un viaje por Oriente Próximo, Christie conoció al prestigioso arqueólogo inglés Max Mallowan. Se casaron ese mismo año, y desde entonces Christie acompañó a su marido en sus visitas anuales a Irak y Siria. Utilizó estos viajes como material para `Asesinato en Mesopotamia` (1930), `Muerte en el Nilo` (1937), y `Cita con la muerte` (1938). Entre las obras teatrales de Christie cabe citar `La ratonera`, representada en Londres ininterrumpidamente desde 1952, y `Testigo de cargo` (1953, llevada al cine en 1957 en una magnífica versión de Billy Wilder y protagonizada por Charles Laughton, Marlene Dietrich y Tyrone Power), por la que recibió el premio de la crítica teatral de Nueva York para la temporada 1954-1955. Escribió también novelas románticas bajo el seudónimo de Mary Westmacott. Sus historias han sido llevadas al cine y la televisión, especialmente las protagonizadas por Hercules Poirot y Miss Marple. En 1971, fue condecorada con la Orden del Imperio Británico.

***

El Asesinato De Roger Ackroyd

La señora Ferrars ha aparecido muerta, víctima de una sobredosis de somníferos. Un año antes había fallecido también su marido, oficialmente de una gastritis aguda, aunque para Caroline Sheppard, la hermana del doctor del pueblo, se trata de un asesinato. Poco después, el cadáver de Roger Ackroyd, hombre rico del pueblo, aparece con una daga tunecina clavada en la espalda. Caroline sospecha que hay una relación entre las tres muertes. Afortunadamente, para ayudarla, el pueblo cuenta con un nuevo vecino, de corta estatura y grandes bigotes, con el curioso nombre de Hercules...
Fuente:
RBA.
Dr. Enrico Pugliatti.

lunes, 19 de octubre de 2015

Raymond Chandler. Novela: El sueño eterno.


Publicada en 1939, EL SUEÑO ETERNO supuso la fulgurante irrupción de Raymond Chandler (1888-1959) en el ámbito de la novela negra. Tomando como modelo en muchos aspectos a Dashiell Hammett, principalmente en la concepción de esta clase de relatos como reflejo y crítica de una sociedad más que como propuesta de acertijo o enigma a resolver, Chandler inició con su apuesta por su detective Philip Marlowe, con su inconfundible sentido del humor, una de las vetas más ricas del género. En «El sueño eterno» -novela repleta de nervio y de ingeniosos diálogos- es un caso de chantaje el que lleva a Marlowe a asomarse a las alcantarillas de una sociedad en apariencia espléndida.
Fuente:
Editorial Debate.

(Fragmento).
Capítulo 1
Eran cerca de las once de la mañana, a mediados de octubre. El sol no brillaba y en la claridad de las faldas de las colinas se apreciaba que había llovido. Vestía mi traje azul oscuro con camisa azul oscura, corbata y vistoso pañuelo fuera del bolsillo, zapatos negros y calcetines de lana del mismo color adornados con ribetes azul oscuro. Estaba aseado, limpio, afeitado y sereno, y no me importaba que se notase. Era todo lo que un detective privado debe ser. Iba a visitar cuatro millones de dólares.
El recibidor del chalet de los Sternwood tenía dos pisos. Encima de las puertas de entrada, capaz de permitir el paso de un rebaño de elefantes indios, había un vitral en el que figuraba un caballero con armadura antigua rescatando una dama que se hallaba atada a un árbol, sin más encima que una larga y muy oportuna cabellera. Tenía levantada la visera de su casco, como muestra de sociabilidad, y jugueteaba con las cuerdas que ataban a la dama, al parecer sin resultado alguno. Me detuve un momento y pensé que de vivir yo en esta casa, tarde o temprano tendría que subir allí y ayudarle, ya que parecía que él, realmente, no lo intentaba.
La parte trasera del vestíbulo tenía puertaventanas; tras ellas, un gran cuadro de césped se extendía delante de un garaje blanco, ante el cual el chófer, joven, moreno y esbelto, con brillantes polainas negras, limpiaba un Packard descapotable, color castaño. Detrás del garaje había árboles recortados tan cuidadosamente como el pelaje de los perros de lanas y después de ellos, un inmenso invernadero con techo en forma de cúpula. A continuación había más árboles y, completamente al fondo, se veían las líneas sólidas, desiguales y apacibles de las faldas de las colinas.
En el lado este del edificio, una escalera pavimentada con baldosines daba a un balcón corrido con barandilla de hierro forjado y un vitral, con otra escena romántica. Enormes sillas, con asiento redondo de felpa roja, adosadas a la pared, en los espacios vacíos, daban la sensación de que nunca se hubiese sentado nadie en ellas. En medio de la pared oeste había una enorme chimenea con pantalla de cobre formada por cuatro panales unidos con bisagras, y en aquélla una repisa de mármol en cuyas esquinas había cupidos. En la repisa había un gran retrato al óleo, y encima de éste dos gallardetes de caballería, agujereados con bala o comidos por la polilla, cruzados dentro de un marco de cristal. El retrato era el de un rígido oficial con uniforme de la época de la guerra contra México. El hombre del retrato tenía perilla y bigotes negros y, en conjunto, el aspecto de un hombre con el que convenía estar a bien. Pensé que debía ser el abuelo del general Sternwood. No podía ser el propio general, aunque había oído que éste era demasiado viejo para un par de hijas que rondaban la peligrosa edad de los veintitantos.
Estaba contemplando aún los ojos negros y ardientes cuando se abrió una puerta debajo de la escalera. No era el mayordomo que volvía. Era una muchacha. Tendría alrededor de veinte años; era pequeña y delicadamente formada, aunque parecía fuerte. Vestía pantalones azul pálido, que le sentaban muy bien. Andaba como flotando. Su pelo tostado era fino y ondulado y lo llevaba más corto de lo que se estilaba entonces: a lo paje con puntas vueltas hacia dentro. Sus ojos eran azul pizarra y no tenían expresión ninguna cuando miraron hacia mí. Se me acercó y sonrió; tenía dientes pequeños y rapaces, tan blancos como el corazón de la naranja fresca y tan nítidos como la porcelana. Brillaban entre los labios delgados, demasiado tirantes. Su rostro carecía de color y no parecía muy saludable.
—Es usted muy alto —me dijo.
—Ha sido sin querer.
Sus ojos se agrandaron. Estaba confundida. Pensaba. Y pude darme cuenta en el poco tiempo que la conocía que pensar iba a ser siempre un fastidio para ella.
—Y buen mozo. Además, apuesto a que usted ya lo sabe.
Gruñí.
—¿Cómo se llama?
—Reilly —dije—. Doghouse Reilly.
—Es un nombre muy raro —comentó.
Se mordió el labio y volvió la cabeza un poco mirando hacia mí de soslayo. Entonces bajó las pestañas, que casi acariciaron sus mejillas, y las levantó de nuevo lentamente, como un telón. Llegaría a conocer bien este truco, que tenía como finalidad hacerme caer de espaldas, patas arriba.
—¿Es usted luchador? —preguntó al ver que no me caía.
—No exactamente. Soy un sabueso.
—¿Un qué...? —preguntó, ladeando la cabeza con enfado, y su hermoso color brilló en la luz, más bien tenue, del gran vestíbulo—. Se está usted burlando de mí.
—¡Hum...!, ¡hum!
—¿Qué?
—Prosiga —dije— ya me oyó.
—No ha dicho nada. Es usted un grandísimo bromista —dijo, y levantó un pulgar y se lo mordió.
Era un pulgar extrañamente formado, delgado y estrecho como un dedo suplementario, sin curva alguna en la primera articulación. Se lo mordió y lo chupó lentamente, dándole vueltas en la boca, como haría un niño con el chupete.
—Es usted terriblemente alto —dijo y soltó una risita divertida.
Se volvió con lentitud, sin levantar los pies. Sus manos estaban caídas a los costados. Se inclinó hacia mí de puntillas. Se precipitó en mis brazos. Tenía que cogerla o dejar que se estrellase en el suelo embaldosado. La sostuve por las axilas y, como un muñeco desarticulado, cayó sobre mí. Tuve casi que abrazarme a ella para levantarla. Cuando su cabeza estuvo sobre mi pecho, la levanté y me miró riéndose:
—Es usted listo —dijo, divertida—, yo también lo soy.
No contesté nada. El mayordomo eligió tan oportuno momento para volver a través de las puertaventanas y verme sujetándola.
Esto no pareció preocuparle. Era un hombre alto, delgado y con el pelo blanco, de unos sesenta años. Tenía ojos azules, de mirada completamente abstraída. Su piel era suave y brillante, y se movía como un hombre de firmes músculos. Atravesó la habitación despacio hacia nosotros y la muchacha se separó de mí de un salto y desapareció antes de que yo pudiera dejar escapar un suspiro.
El mayordomo dijo sin entonación: —El general le recibirá ahora mismo, señor Marlowe. Levanté la barbilla y señalando con la cabeza pregunté: —¿Quién es?

—La señorita Carmen Sternwood, señor —Deberían destetarla. Ya tiene edad suficiente. Miró hacia mí con grave cortesía y repitió lo que él había dicho.

sábado, 17 de octubre de 2015

Josephine Tey. Novela: La hija del tiempo.


1990 elegida mejor novela de misterio escrita en inglés por la Crime Writers’ Association de Gran Bretaña.
«Suspense de primera categoría, hábilmente trenzado y bellamente escrito». Los Angeles Times
«Un clásico ineludible de la literatura detectivesca». The NY Times.

ARGUMENTO
Las largas horas de convalecencia en la cama de un hospital pueden llegar a ser mortales para una mente despierta como la de Alan Grant, inspector de Scotland Yard. Pero sus días de tedio acaban cuando alguien le propone un interesante tema sobre el que meditar: ¿podría adivinarse el carácter de alguien solo por su aspecto?
Grant se basará en un retrato de Ricardo III para demostrar que ello es posible: el monarca más despiadado de la historia del Reino Unido podría haber sido, según Grant, inocente de todo crimen.
Aquí comienza una investigación llena de conjeturas acerca de la persona y el reinado de Ricardo III, un controvertido pasaje de la historia británica que, tras haber leído esta novela, indudablemente será visto con otros ojos.
Fuente: Editorial RBA



La verdad es la hija del tiempo.
(Fragmento de novela).
Proverbio Antiguo

1

Grant yacía en su cama alta de color blanco contemplando el techo. Lo miraba con aversión. Se sabía de memoria hasta la más ínfima grieta de aquella limpia superficie. Había trazado mapas del techo y los había explorado: ríos, islas y continentes. Había jugado a las adivinanzas y hallado objetos ocultos: rostros, pájaros y peces. Había realizado cálculos matemáticos y redescubierto su infancia: teoremas, ángulos y triángulos. Prácticamente no había otra cosa que hacer que observarlo. Lo odiaba.
Había propuesto a la Enana que girara un poco la cama para poder explorar un nuevo tramo de techo. Pero al parecer eso estropearía la simetría de la habitación, y en los hospitales, la simetría está un escalafón por debajo de la limpieza y dos por encima de la devoción a Dios. En un hospital, cualquier cosa que estuviese desalineada era una blasfemia. ¿Por qué no leía?, le preguntaba ella. ¿Por qué no se enfrascaba en la lectura de una de aquellas novelas caras recién editadas que sus amigos no paraban de traerle?
—Nace demasiada gente en el mundo y se escriben demasiadas palabras. Cada minuto salen millones y millones de ellas de las imprentas. La idea me horroriza.
—Parece que esté usted estreñido —le dijo la Enana.
La Enana era la enfermera Ingham, quien en realidad medía un metro sesenta y estaba muy bien proporcionada. Grant la llamaba la Enana para desquitarse del hecho de recibir órdenes de una figurita de porcelana de Dresde a la que podría sostener en una mano. Siempre que pudiese ponerse en pie, claro está. No solo le decía qué podía y qué no podía hacer, sino que manejaba su metro ochenta de humanidad con una soltura que a Grant le resultaba humillante. Por lo visto, el peso no era obstáculo para la Enana. Volteaba los colchones con la abstraída elegancia de un malabarista. Cuando acababa su turno, Grant era atendido por la Amazona, una diosa con unos brazos como las ramas de una haya. La Amazona era la enfermera Darroll, que provenía de Gloucestershire y se ponía nostálgica cuando llegaba la temporada de los narcisos. (La Enana era de Lytham St. Anne’s, y a ella los narcisos le importaban un comino.) Tenía las manos grandes y tersas y ojos de vaca, y siempre parecía lamentarse por los demás, pero el menor esfuerzo físico la hacía jadear como si fuese una bomba de succión. A Grant le parecía todavía más humillante ser tratado como un peso muerto que como si no pesara nada.
Grant estaba postrado y al cargo de la Enana y la Amazona porque se había caído por una trampilla, el colmo de la humillación. En comparación con eso, los empujones de la Amazona y los leves tirones de la Enana eran un mero corolario. Caerse por una trampilla era el colmo del absurdo, algo patético y grotesco, digno de una pantomima. En el momento de su desaparición del nivel del suelo estaba persiguiendo implacablemente a Benny Skoll. El único aunque escaso consuelo en esa situación insufrible era que cuando Benny Skoll dobló la esquina a todo correr, fue a parar a los brazos del sargento Williams.
Ahora Benny debería estar tres años entre rejas, lo cual era muy satisfactorio para los jefazos, pero seguramente vería reducida su condena por buena conducta. En los hospitales no había indultos por buen comportamiento.
Grant dejó de contemplar el techo y miró de soslayo la pila de libros caros y llamativos en los que tanto había insistido la Enana. El que estaba encima, con la hermosa imagen de Valetta vestida de un rosa imposible, era el relato anual de Lavinia Fitch sobre las vicisitudes de una intachable heroína. En vista de la representación del Gran Puerto que adornaba la cubierta, la Valeria, Angela, Cecile o Denise de turno debía de ser esposa de un marino. Solo había abierto el libro para leer el amable mensaje que Lavinia había escrito en su interior.
El sudor y el surco era Silas Weekley en plan campechano y franco a lo largo de setecientas páginas. La situación, a juzgar por el primer párrafo, no había cambiado sustancialmente desde su último libro: la madre tumbada en el piso de arriba con su decimoprimer hijo, el padre tumbado en el piso de abajo después del noveno trago, el hijo mayor tumbado a la bartola en el establo, la hija mayor tumbada con su amante en el granero y el resto de la familia pasando desapercibida en la cuadra. La lluvia se filtraba por el techo de paja y el estiércol humeaba en el muladar. Silas jamás se olvidaba del estiércol. No era culpa suya que el vapor fuese el único elemento ascendente de la escena. Si Silas hubiera descubierto un vapor que humeara hacia abajo, lo habría incluido.
Bajo los ásperos claroscuros de la sobrecubierta del libro de Silas se ocultaba una elegante historia de florituras eduardianas y absurdidades barrocas titulada Campanas en sus pies. En dicha obra, Rupert Rouge abordaba el vicio en un tono malicioso. Rupert siempre te arrancaba unas francas carcajadas durante las dos primeras páginas. Pero al llegar a la tercera te percatabas de que Rupert había aprendido de George Bernard Shaw, esa maliciosa criatura (pero, ni que decir tiene, nada viciosa), que la manera más sencilla de resultar ingenioso era el facilón y conveniente método de la paradoja. Después te veías venir los chistes con tres frases de antelación.
El libro con un fogonazo rojo de pistola sobre un fondo verde oscuro en la portada era lo último de Oscar Oakley. Tipos duros ladeando la boca y hablando en un estadounidense sintético sin el ingenio ni la mordacidad necesarios para rezumar autenticidad. Rubias, barras cromadas y persecuciones trepidantes. Una auténtica bazofia.
El caso del abrelatas perdido, de John James Mark, contenía tres errores de procedimiento en las dos primeras páginas. Al menos le había proporcionado a Grant cinco minutos de deleite mientras redactaba una carta imaginaria a su autor.
No alcanzaba a recordar cuál era el delgado libro azul situado abajo del montón. Algo serio y estadístico, pensó. Moscas tsé tsé, calorías, conductas sexuales o algo por el estilo.
Incluso en esos casos sabías qué ocurriría en la página siguiente. ¿Acaso ya nadie era capaz de variar de registro de cuando en cuando? ¿Es que todos se aferraban a la misma fórmula? Los escritores se limitaban a seguir una pauta, de manera que los lectores ya sabían lo que iba a suceder. Hablaban de «un nuevo Silas Weekley» o de «una nueva Lavinia Fitch» exactamente igual que hablaban de «un nuevo ladrillo» o «un nuevo cepillo de pelo». Jamás decían «un nuevo libro de» quien fuese. No les interesaba la obra, sino la novedad. Tenían bastante claro cómo sería.
Mientras apartaba su asqueada mirada de la variopinta pila, pensó que quizás estaría bien que todas las imprentas del mundo se detuvieran durante una generación. Debería imponerse una moratoria literaria. Algún Supermán debería inventar un rayo que las estropeara todas al mismo tiempo. Eso evitaría que la gente te enviase un montón de estupideces cuando estás tumbado en la cama y ningún retaco mandón te pediría que las leyeras.
Grant oyó que se abría la puerta, pero no se volvió para mirar. Se había puesto de cara a la pared, literal y metafóricamente.
Notó que alguien se acercaba a la cama y cerró los ojos para eludir cualquier posibilidad de conversación. En aquel momento no deseaba la simpatía de Gloucestershire ni la vivacidad de Lancashire. En el silencio que siguió, una leve tentación, una nostálgica fragancia de todos los campos de Grasse, acarició sus fosas nasales e inundó su cerebro. La saboreó, reflexionando. La Enana olía a detergente de lavanda y la Amazona a jabón y a yodo. Aquel lujoso olor que flotaba en el aire era «L’Enclos Numéro Cinq». Solo una persona a la que conociera utilizaba ese perfume, y esa era Marta Hallar.
Abrió un ojo y miró de soslayo. Evidentemente, ella se había inclinado para ver si estaba dormido y ahora observaba con aire indeciso —si es que podía decirse que Marta hacía algo con indecisión—, prestando atención al montón de publicaciones manifiestamente vírgenes que había sobre la mesa. En un brazo llevaba dos libros nuevos, y en el otro un gran ramo de lilas blancas. Grant se preguntó si había elegido lilas blancas porque las consideraba la ofrenda floral más adecuada para el invierno (adornaban su camerino del teatro de diciembre a marzo) o porque no desmerecían su elegante blanco y negro. Llevaba un sombrero nuevo y sus habituales perlas, unas perlas que en su día Grant le había ayudado a recuperar. Estaba muy guapa, muy parisina y, por suerte, desentonaba sobremanera con el hospital.
—¿Te he despertado, Alan?
—No, no estaba durmiendo.
—Parece que vengo a echar agua en el mar —dijo Marta, dejando los dos libros junto a sus despreciados hermanos—. Espero que te parezcan más interesantes que esos otros. ¿Ni siquiera has hojeado el de nuestra querida Lavinia?
—No puedo leer nada.
—¿Tienes dolores?
—Estoy agonizando. Pero no es la pierna ni la espalda.
—¿De qué se trata entonces?
—Es lo que mi prima Laura llama «las punzadas del aburrimiento».
—Pobre Alan. ¡Y cuánta razón tiene Laura! —Marta sacó un puñado de narcisos de un jarrón demasiado grande para acogerlos, los tiró en el lavabo con uno de sus más refinados ademanes y procedió a sustituirlos por las lilas—. Uno podría pensar que el aburrimiento es una emoción enorme, pero no lo es, por supuesto. Es algo absurdo, insignificante.
—Ni una cosa ni la otra. Es como si te atizaran con ortigas.
—¿Por qué no te pones a hacer algo?
—¿Perfeccionar mis hobbies?
—Perfeccionar la mente. Por no hablar de tu alma y tu humor. Podrías estudiar filosofía. Yoga o algo así. Pero supongo que una mente analítica como la tuya no es la más adecuada para reflexionar sobre lo abstracto.
—Me he planteado retomar el álgebra. Tengo la sensación de que nunca le hice justicia en la escuela. Pero he estudiado tanta geometría en ese maldito techo que estoy un poco harto de las matemáticas.
—Bueno, imagino que no tiene sentido recomendar rompecabezas a alguien que se encuentra en tu situación. ¿Qué tal unos crucigramas? Puedo traerte un cuadernillo, si quieres.
—Dios me libre.
—Siempre puedes inventártelos. Dicen que es más divertido que resolverlos.
—Es posible, pero un diccionario pesa varios kilos. Además, nunca me ha gustado buscar cosas en libros de consulta.
—¿Juegas al ajedrez? Yo ya no me acuerdo. ¿Qué te parecen unos problemas de ajedrez? Salen las blancas y mate en tres movimientos y cosas así.
—Solo me interesa el ajedrez desde una perspectiva pictórica.
—¿Pictórica?
—Los peones, los alfiles y demás son muy decorativos, de lo más elegantes.
—Muy bien. Puedo traerte un tablero. De acuerdo, olvidemos el ajedrez. Podrías realizar alguna investigación académica. Es como las matemáticas, tienes que dar con la solución a un problema no resuelto.
—¿Te refieres a delitos? Me sé todos los casos de memoria.
Ya no se puede hacer nada más al respecto, y menos si estás postrado en una cama.
—No me refería a los archivos de Scotland Yard. Me refería a algo más... ¿Cómo decirlo? Algo más clásico. Algo que haya traído de cabeza al mundo durante siglos.
—¿Por ejemplo?
—Pues las cartas del cofre.
—¡Ah no! ¡María, reina de Escocia no!
—¿Y por qué no? —preguntó Marta, que al igual que todas las actrices veía a María Estuardo a través de una bruma de velos blancos.
—Podría interesarme una mujer mala, pero una tonta no.
—¿Tonta? —dijo Marta con su mejor registro grave de Electra.
—Mucho.
—Pero Alan, ¿cómo puedes decir eso?
—Si hubiese llevado otro tocado nadie se habría interesado nunca por ella. Lo que seduce a la gente es ese sombrerito.
—¿Crees que habría amado con menos pasión si hubiese llevado un sombrero de paja?
—Nunca amó con pasión, llevara el sombrero que llevara.
Marta parecía tan escandalizada como le permitían toda una vida en el teatro y una hora de concienzudo maquillaje.
—¿Por qué piensas eso?
—María Estuardo medía uno ochenta. Casi todas las mujeres demasiado altas son frías. Pregúntale a cualquier médico.
Y al pronunciar esas palabras, Grant se preguntó por qué desde que Marta lo adoptó como acompañante de repuesto cuando necesitaba uno no se le había ocurrido sopesar si su célebre racionalidad con los hombres obedecía precisamente a su estatura. Pero Marta no había trazado ningún paralelismo; seguía pensando en su reina favorita.
—Al menos fue una mártir. Eso tendrás que reconocérmelo.
—¿Mártir de qué?
—De su religión.
—Lo único que la martirizó fue el reuma. Se casó con Darnley sin la dispensa papal y con Bothwell por el rito protestante.
—¡Y por supuesto ahora me dirás que tampoco estuvo presa!
—El problema es que te la imaginas en una pequeña habitación en lo alto de un castillo, con barrotes en las ventanas y una vieja sirvienta fiel que comparte con ella las oraciones, cuando en realidad contaba con sesenta personas a su servicio. Se quejó amargamente cuando las redujeron al miserable número de treinta personas y a punto estuvo de morirse del disgusto cuando se quedó con dos secretarios, varias mujeres, una bordadora y un par de cocineros. E Isabel tuvo que pagarlo todo de su bolsillo. Estuvo pagando durante veinte años, y durante veinte años María Estuardo fue ofreciendo la corona de Escocia por toda Europa a cualquiera que estuviese dispuesto a iniciar una revolución y le devolviera el trono que había perdido o, dicho de otra manera, el trono que ocupaba Isabel.
Grant miró a Marta y vio que estaba sonriendo.
—¿Ya van un poco mejor ahora? —preguntó.
—¿Mejor el qué?
—Las punzadas.
Grant se echó a reír.
—Sí, durante un minuto me había olvidado de ellas. ¡Al menos podemos atribuirle algo bueno a María Estuardo!
—¿Cómo sabes tanto sobre María?
—En mi último año de colegio hice un trabajo sobre ella.
—Y no te gustó, deduzco.
—No me gustó lo que descubrí sobre ella.
—Es decir, que no la consideras un personaje trágico.
—Sí, mucho. Pero no trágico en el sentido que suele creer la gente. Su tragedia fue que nació siendo reina con la actitud de un ama de casa. Tomarle el pelo a tu vecina, la señora Tudor, es inofensivo e incluso divertido; a lo sumo no podrás justificar una serie de compras a plazos, pero eso te afecta solo a ti. Cuando utilizas la misma técnica con un reino, el resultado es desastroso. Si estás dispuesto a empeñar un país de diez millones de habitantes para mofarte de un rival monárquico, acabas siendo un fracasado sin amigos. —Grant reflexionó unos instantes—. Habría tenido un éxito arrollador como maestra en una escuela para chicas.
—¡Qué bruto eres!
—Lo digo en el buen sentido. Les habría caído bien a los empleados, y las niñas la habrían adorado. A eso me refiero cuando digo que es trágica.
—En fin, que tampoco te apetecen las cartas del cofre. ¿Qué más tienes por ahí? El hombre de la máscara de hierro.
—No recuerdo quién era, pero no me interesa un hombre tímido que se esconde detrás de un trozo de lata. No me interesa nadie a quien no pueda verle la cara.
—Ah, sí, olvidaba tu pasión por las caras. Las de los Borgia eran maravillosas. Seguro que en ellas encontrarías más de un misterio con el que entretenerte. También estaba Perkin Warbeck, por supuesto. La impostura siempre es fascinante. ¿Era o no era? Es un juego fantástico. La balanza nunca se decanta por completo de un lado o de otro. Si la empujas sube otra vez, como un tentetieso.
Se abrió la puerta y en el umbral apareció el familiar rostro de la señora Tinker, coronado por su todavía más familiar e histórico sombrero. La señora Tinker lucía el mismo tocado desde que empezó a trabajar en casa de Grant, y era incapaz de imaginársela con ningún otro. Sabía que tenía otro, porque combinaba con algo que ella denominaba el «conjuntito azul». Ese «conjuntito azul» se lo ponía únicamente en determinadas ocasiones, lo que quiere decir que jamás aparecía con él en el 19 de Tenby Court. Se lo ponía con conciencia ritual y le servía de baremo con el que medir el acontecimiento («¿Se divirtió señora Tink? ¿Cómo fue?» «No merecía la pena que me pusiera el conjuntito azul»). Lo había llevado en la boda de la princesa Isabel y en otros actos de la realeza, y aparecía con él durante dos fugaces segundos de una noticia en la que la duquesa de Kent cortaba una cinta, pero Grant lo conocía solo de oídas; era un criterio sobre la importancia social de un acontecimiento. Los sucesos eran o no dignos de que la señora Tinker se enfundara el «conjuntito azul».
—Me han dicho que tenía usted visita —comentó la señora Tinker—, y estaba a punto de marcharme cuando me di cuenta de que la voz me era conocida y me he dicho: «Pero si es la señorita Hallard», así que he decidido entrar.
Llevaba varias bolsas de papel y un ramillete de anémonas. Saludó a Marta de mujer a mujer; en su día había sido ayudante de vestuario y no profesaba un excesivo respeto a las diosas del mundo del teatro. Observó con recelo el hermoso centro de lilas que aparecían resplandecientes merced a la pericia de Marta. Esta no se percató de la mirada, pero sí del pequeño ramo de anémonas, y abordó la situación como si la tuviera ensayada.
—Con lo que me ha costado encontrar lilas blancas y llega la señora Tinker y me da en las narices con sus lirios del valle.
—¿Lirios? —dijo la señora Tinker con aire dubitativo.
—Como dijo Salomón: no tienen que trabajar ni tejer.
La señora Tinker solo pisaba la iglesia para asistir a bodas y bautizos, pero pertenecía a una generación que había ido a catequesis. Contempló con renovado interés la pequeña maravilla que sostenía en la mano, enfundada en un guante de lana.
—Pues no lo sabía, pero tiene más sentido, ¿no? Yo pensaba que eran azucenas. Campos y campos de azucenas. Son carísimas, pero un poco deprimentes. ¿Así que eran de colores? ¿Y por qué no lo dicen? ¿Por qué tienen que llamarlas lilas?
Y así siguieron hablando de traducción y de lo engañosas que podían ser las Sagradas Escrituras («Siempre me he preguntado qué era eso de echar el pan sobre las aguas», dijo la señora Tinker) para pasar tan incómodo momento.
Mientras seguían ocupadas con la Biblia, entró la Enana con más jarrones. Grant se percató de que los jarrones eran adecuados para las lilas blancas y no para las anémonas. Eran un tributo a Marta, un pasaporte para mejorar la comunicación. Pero a Marta nunca le interesaron las mujeres, a menos que les encontrara una utilidad inmediata. Su tacto con la señora Tinker había sido un mero savoir faire, un reflejo condicionado, de modo que la Enana quedó reducida a un papel funcional en lugar de social. Recogió los narcisos del lavamanos y los colocó dócilmente en otro jarrón. La sumisión de la Enana era lo más precioso que Grant había observado en mucho tiempo.
—Bueno —dijo Marta cuando terminó de colocar las lilas y las puso donde Grant pudiera verlas—. Me voy para que la señora Tinker te dé todas esas golosinas que lleva en la bolsa de papel. Por un casual, señora Tinker, no habrá traído esos maravillosos bollos suyos...
La señora Tinker estaba henchida de orgullo.
—¿Quiere un par de ellos? Están recién salidos del horno.
—Bueno, después tendré que hacer penitencia. Esos pastelitos son mortales para la cintura, pero déme un par. Me los llevaré para acompañar el té en el teatro.
La señora Tinker eligió dos con aduladora deliberación («Me gustan con los bordes un poco tostados»), los guardó en el bolso de Marta, y esta dijo:
—Bien, au revoir, Alan. Vendré en un par de días y te enseñaré a hacer calceta. Dicen que nada relaja tanto como tejer. ¿No es cierto, enfermera?
—Sí, sí, desde luego. Muchos pacientes se entretienen tejiendo. Les parece una buena manera de pasar el rato.
Marta le lanzó un beso desde la puerta y se marchó, seguida de la respetuosa Enana.
—Menuda bruja está hecha —dijo la señora Tinker mientras se disponía a abrir las bolsas. No se refería a Marta

viernes, 16 de octubre de 2015

Harold Bloom y Gamerro. El canon literario.


CAPÍTULO 4
Los riesgos del resentimiento

Los siete pecados capitales de la «escuela del resentimiento»
En el capítulo anterior intentamos hacer una caracterización de las escuelas críticas a las que Bloom se opone. Veamos ahora cuáles son los principales defectos que les achaca.

• Producen indefectiblemente lecturas débiles y, lo que es peor, previsibles. Uno empieza, por ejemplo, a leer una crítica feminista del Rey Lear e indefectiblemente sabe que se encontrará con una condena de la figura de Lear –por representar al patriarcado–, una excusa para las malvadas hijas Goneril y Regan –su ingratitud hacia su padre se explicará como resistencia ante la autoridad patriarcal y efecto del sometimiento secular de la mujer– y puede adivinar que la hija leal, Cordelia, en lugar de salvadora de su padre, será vista como una víctima sacrificial del egoísmo paterno.
En su Shakespeare: la invención de lo humano, Bloom resume así el método de lectura que da como resultado lo que él denomina el «Shakespeare francés»: «En el “Shakespeare francés” el procedimiento consiste en empezar con una postura política completamente propia, muy alejada de las obras de Shakespeare, y localizar luego algún fragmento marginal de la historia del Renacimiento inglés que parezca apoyar esta postura. Con ese fragmento social en la mano, se abalanza uno desde afuera sobre la pobre comedia, y se encuentran algunas conexiones, establecidas como sea, entre ese supuesto hecho social y las obras de Shakespeare.» Bloom señala que una obra literaria se debe leer de adentro hacia fuera, sin expectativas previas. La crítica de la «escuela del resentimiento», en cambio, encuentra al final del camino aquello que desde el principio se había propuesto en contrar.

• Se complacen en leer a contrapelo del sentido manifiesto de la obra. Si para cualquier lector mínimamente perceptivo del Rey Lear el viejo rey es el héroe trágico, Cordelia la heroína y Goneril, Regan y Edmund los villanos, la crítica de la «escuela del resentimiento» se complacerá en demostrar que estamos equivocados y que el autor también lo estaba por estar nuestra visión –y la suya– deformada por ideologías que sirven a los intereses del poder y los grupos dominantes. La noción de «deconstrucción» aso ciada a la obra de Jacques Derrida suele invocarse como apoyo teórico de una lectura entre líneas o leer los silencios o hacer decir a la obra «otra cosa» de la que dice. –

• Subestiman al lector común. Son formas de crítica que no trabajan a partir de las percepciones iniciales e intuitivas del lector, elaborándolas y retinándolas, sino que de entrada le plantean que no entiende, que no ve, que está engañado por la ideología a la que pertenece. [No basta con leer atentamente la obra, con sentimiento y atención. Esto es especialmente peligroso porque el lector común tiene principalmente una debilidad: su inseguridad. Cree –le han dicho– que no sabe leer, y que los otros –críticos y académicos– leen mejor que él.
Estas escuelas críticas fomentan su inseguridad: en lugar de entrenarlo para confirmar y desarrollar sus apreciaciones e intuiciones iniciales, lo instan a hacer tabula rasa y reemplazar su sentido común por el sentido especial e idiosincrásico que le proponen.
Una tendencia particularmente enojosa es la de tomar las reacciones negativas del lector como objeto de análisis. Así, si el lector reacciona contra un análisis feminista es por su actitud patriarcal o sus prejuicios misóginos; si cuestiona la validez de un análisis marxista es por su conciencia burguesa, y así sucesivamente. El lector se ve atrapado en la situación del paciente ante el psicoanálisis: las diferencias con el analista y el análisis son invariablemente interpretadas como «resistencia» y convertidas en objeto de nuevas sesiones de análisis.

• Caen en el culto de lo políticamente correcto. A pesar de lo que Bloom sostiene, resulta difícil descartar sin más estas formas de crítica cultural cuando son realizadas por los mismos miembros de las culturas o grupos oprimidos o históricamente marginados.
Pero la situación se distorsiona cuando son miembros de los grupos dominantes o poderosos los que asumen su dominación como culpa y se proponen expiar sus pecados esforzándose por «no ofender» a las minorías u ofreciéndoles representaciones positivas «forzadas». Surge así una forma de discriminación negativa denominada «corrección política». La corrección política no se propone tanto terminar con la injusticia como disimularla, y en lo discursivo suele resolverse en una práctica sistemática del eufemismo.

• Desvirtúan la esencia del canon. Uno de los efectos más manifiestos de lo que Bloom ve como el trabajo de zapa de la «escuela del resentimiento» en EEUU ha sido el establecimiento de «cuotas» literarias. Esto resulta especialmente evidente en las antologías de literatura que se utilizan en las escuelas secundarias y en los programas de lectura de las universidades. Se intenta equilibrar el número de escritores hombres con el de mujeres, o de blancos con negros, hispanos o asiáticos. El resultado es que conviven textos de Hemingway, Jack London y Walt Whitman con los de ignotos escritores chicanos o navajos, que han sido elegidos por su representatividad étnica o genérica más que por su calidad literaria. Al ser colocadas sus obras junto a los de esos gigantes de la literatura se logra el efecto contrario al buscado: el de disminuir, por comparación, el valor de sus textos. En cambio, los textos de los «varones blancos muertos» entran no por su representatividad de grupo sino por su valor estético, y así esta forma de ampliar el canon termina confirmando las injusticias y distorsiones que dice combatir.

• Son absolutos en un momento y obsoletos al siguiente. Resulta sintomático el caso de Jorge Luis Borges. En los politizados años sesenta y setenta era desechado por la crítica marxista como reaccionario, antipopular y fantástico, y por la nacionalista como extranjerizante, europeizante y cipayo. Hoy la obra de Borges es celebrada por todos ellos, en muchos casos por los mismos individuos que antes lo repudiaban. Incluso algunas escuelas recientes –como los estudios poscoloniales de orientación marxista que le disputan el campo a la vieja crítica nacionalista de derecha tienen en Borges a uno de sus héroes.

• Son soberbios. Hay una acritud que todas estas escuelas comparten: la soberbia crítica. Hasta principios del siglo XX no había duda de que la crítica literaria era una disciplina auxiliar de la literatura: su objetivo era ayudar a leer los textos literarios, y el crítico adoptaba una actitud de servicio hacia el lector, y de admiración y respeto –a veces rayano en la idolatría– por al autor. Se daba por sentado que el objeto literatura siempre excede a lo que la crítica pueda decir de él. La «escuela del resentimiento» parece en cambio empeñada en ense ñarle al autor una lección. ¿Acaso este tipo se cree mejor que yo?, parece ser la pregunta implícita con que acometen la lectura de una obra. La utopía de una crítica literaria pura, sin literatura, parece ser uno de los componentes de su imaginario. Otro, la idea de que crítica y literatura son dos objetos discursivos del mismo nivel. Incluso algunos hasta sostienen la idea de que llegará un momento en que la crítica pueda leerse como literatura sin más.

jueves, 15 de octubre de 2015

Harold Bloom y el canon literario.


Harold Bloom y el canon literario

Carlos Gamerro
INTRODUCCIÓN
La relación solitaria entre un hombre y algunos libros

Un niño del Bronx
Harold Bloom nació el 11 de julio de 1930 en el barrio neoyorquino del Bronx. Hijo de judíos ortodoxos provenientes de Rusia que nunca aprendieron a leer en inglés, se inició a los siete u ocho años en la lectura de literatura en lengua inglesa en la Biblioteca Pública de Nueva York. Comenzó por la poesía de Hart Crane, a la que luego siguió la de T. S. Eliot, W. H. Auden y William Blake, cuyos poemas más largos memorizaba. De Blake pasó a Milton y de Milton a Shakespeare, remontando hacia la fuente el camino de las influencias literarias que luego dedicaría su vida a exponer.
Tras impactar a sus profesores con su genio y su prodigiosa capacidad de lectura, Bloom se graduó en la Universidad de Cornell en 1951. Siguió sus estudios de posgrado en Yale, por consejo de su tutor en Cornell, el prestigioso M. H. Abrahams, autor de El espejo y la lámpara y una de las máximas autoridades en poesía romántica, que le sugirió cambiar de universidad pues «ya nada tenían que enseñarle». Cuatro años después se doctoró con las mejores calificaciones y se unió al departamento de inglés de Yale, New Haven, donde en la actualidad continúa enseñando. Allí conoció también a su esposa, Jeanne, con la que tuvo dos hijos.

El New Criticism dominaba en los años 50 y 60 en Yale como en la mayoría de las universidades estadounidenses. Era una escuela académica inspirada en los escritos críticos de T. S. Eliot, que desplazaba la tradición romántica a un segundo plano. Harold Bloom se opuso decididamente a esa tendencia e hizo de la poesía romántica inglesa su punto de partida; primero de la literatura inglesa y más adelante de la mundial. Este aislamiento crítico tenía, además, su faceta social: el New Criticism era también una escuela crítica conservadora, tradicionalista y muy WASP -siglas de «White Anglo-Saxon Protestant» («protestante anglosajón blanco»), que definen a la «auténtica» clase dominante estadounidense. Bloom, un judío del Bronx, «y además de clase baja», como él mismo confiesa, debe luchar para hacerse un lugar en el circuito de las universidades del Ivy League, y ese lugar sólo puede ser individual, nunca dentro de un grupo o camarilla. Tras coquetear en los setenta con la escuela deconsrructivista de Yale, de la que Bloom abjuraría más tarde, su orgullosa soledad se consolida en 1977, cuando se separa del departamento de inglés y se convierte en el único profesor de Humanidades de Yale, un «departamento» de un solo miembro. En la actualidad, su cerrada oposición a lo que denomina la «escuela del resentimiento» (en sus propias palabras: «feministas, marxistas, lacanianos, nuevos historicistas [foucaultianos], deconstruccionistas y semióticos») lo vuelve a colocar en su posición favorita: la heroica actitud del que sigue luchando «solo contra todos».

Motivos académicos y motivos personales. La enfermedad crónica de uno de sus hijos y la carga financiera que suponía obligaron a Bloom a buscar nuevas fórmulas para obtener recursos económicos. Desde 1984 es el director de la Chelsea House Library, una editorial que prácticamente fundó. Chelsea House publica recopilaciones de ensayos de crítica literaria precedidos por prefacios del propio Bloom; hasta la fecha ha publicado cerca de 500 títulos. Desde 1988 agrega a su cargo de Yale el de profesor de inglés en la Universidad de Nueva York. Pero fue hacia comienzos de la década de 1990 cuando la necesidad de ganar dinero suficiente para asegurar no sólo el presente sino el futuro de su hijo le dio el estímulo necesario para plantearse una nueva etapa en su carrera y comenzó a escribir para un público masivo; surgió el raro fenómeno de Bloom superestrella, un crítico literario en boca de todos los lectores, y no sólo de los especialistas.
Este cambio se aprecia sobre todo a partir de El libro de J (1990). En palabras del propio Bloom en una reciente entrevista:
«Me fui dando cuenta de que –aunque tengo la intención de seguir enseñando en Yale y en la Universidad de Nueva York hasta el día de mi muerte– ya no tenía nada en común con mis colegas de la academia, y de que me estaba haciendo falta un nuevo público. Descubrí que había llegado la hora de hablar el lenguaje común, y tuve que volver a aprender como escribir crítica; el cambio se advierte sobre todo a partir de El libro de J. Desde entonces, cuando escribo no miro más hacia la universidad, sino que me dirijo al lector común, y no sólo el del mundo angloparlante sino del mundo en general. No hablaría de estrellato crítico, un concepto que, lamentablemente, también pertenece al pasado, pero he encontrado un público muy amplio en muchos países. También me he encontrado a mí mismo, y he dado nueva forma a mi vocación. Lo que aprendí fue, en última instancia, a escribir como hablo, como hablo en clase, como hablo con mis amigos. Me he convertido en una especie de crítico vernáculo».

Los nuevos proyectos. En la misma entrevista, Bloom habla de sus proyectos más actuales: «He terminado un vasto libro, que se supone será mi magnum opus , llamado Genius: a Mosaic of One Hundred Exemplary Creative Minds (“El genio: un mosaico de cien mentes creativas ejemplares”), que incluye escritores de todas las latitudes. También he firmado un contrato para escribir otro libro, que no he comenzado aún, que se llamará Reaching Wisdom (Alcanzando la sabiduría), una reflexión personal sobre la utilidad que pueda tener el estudio de la literatura en aprender a vivir la propia vida, y que se supone será mi último libro. Porque me ha pasado algo muy extraño. [...] Aquí estoy, a los setenta y un años de edad, y quizá debido al impacto de haber enseñado Shakespeare durante casi treinta años– me encuentro, para mi inmensa sorpresa, escribiendo una obra de teatro, en prosa y en tres actos, que tiene un título tomado del poema «El puente», de Hart Crane: And We Have Seen Night Lifted in Thine Arms (Hemos visto la noche sostenida en tus brazos), que alude a una Pietá, y transcurre en la ciudad de Nueva York las noches del 11, 12 y 13 de septiembre de 2001. Mi esposa y yo estábamos ahí cuando sucedió, vivimos apenas a un kilómetro y medio del epicentro de la catástrofe, y aunque la obra no tratara específicamente sobre la destrucción del World Trade Center, ése será el punto de partida y el telón de fondo de su intensa acción dramática. No creo estar al comienzo de una nueva carrera, no puedo a mi edad abrigar semejantes ilusiones, pero me resulta sorprendente, y fascinante, que algo así me haya sucedido.»
Harold Bloom ha recibido las Guggenheim y MacArthur Foundation Fellowships y la Medalla de Oro de la crítica de la American Academy of Arts and Letters.

De la academia al gran mercado
Dos etapas. La carrera de Harold Bloom se divide así en dos etapas claramente diferenciadas: la «académica», de 1959 a 1989 aproximadamente, y la «popular» a partir de entonces, caracterizada por su acceso al mercado editorial de grandes ventas. De la primera, su obra más representativa es sin duda La angustia de las influencias, concepto que se ha convertido en moneda corriente de la crítica moderna, hasta el punto de que quien hoy quiera hablar sobre el tema lo hará, sea consciente de ello o no, usando los términos y aplicando los conceptos desarrollados por Bloom, y por ello éste será el punto de partida del presente estudio. En la segunda etapa de su carrera Bloom se dedica también a los textos religiosos, y por ello El libro de J, su contribución más reconocida, será el tema del tercer capítulo. El interés de Bloom por la religión per se le lleva a escribir además La religión americana, una profecía sobre la fusión de distintas corrientes religiosas de una forma poscristiana de religión auténticamente [norte]americana, y Presagios del milenio, un estudio sobre el surgimiento de formas de religiosidad popular (o más bien masivas) comúnmente agrupadas bajo el rótulo New Age, que Bloom ve como formas degradadas o bastardeadas de las creencias gnósticas del cristianismo y judaísmo de principios de la era cristiana. Esta etapa coincide también con el agravamiento de su polémica contra la «escuela del resentimiento»; el capítulo 4 está dedicado a examinar este enfrentamiento. De las dos obras más conocidas de esta etapa, la primera, el monumental El canon occidental, ocupa el capítulo 5; el capítulo 6 está dedicado a un análisis más detallado de tres autores canónicos: Shakespeare, Freud y Joyce. Shakespeare: la invención de lo humano es la otra gran obra que Bloom escribe en esta etapa, y a su análisis hemos dedicado el último capítulo, el séptimo.
Harold Bloom es para algunos un dinosaurio, defensor de nociones arcaicas y conservadoras sobre la literatura: la lectura solitaria, la genialidad y la grandeza de los grandes autores, la irrelevancia de consideraciones políticas, ideológicas o sociales a la hora de leer, la Generalidad de los dead white males (varones blancos y muertos) en la literatura occidental e incluso mundial. Para otros, es el último humanista clásico: un representante de cinco siglos de cultura escrita que han hecho de la erudición y la lectura (entendida en última instancia como la relación solitaria entre un hombre y un libro) la piedra fundamental del edificio de la cultura occidental.
Lo que resulta incuestionable es que Harold Bloom es uno de los pocos críticos que han logrado salirse del estrecho mundo de la especialización académica y alcanzar una posición de masivo estrellato. Esto le ha llevado a convertirse en el adalid y guía de los «lectores comunes», aquellos anónimos y silenciosos amantes de la literatura que no han perdido la esperanza de que la crítica literaria los vuelva a tener en cuenta, ayudándoles a saber qué y cómo leer.

La crítica académica del siglo XX ha estado en general dominada por los especialistas, ganando en profundidad y especificidad y perdiendo en globalidad y alcance. Los críticos no se atreven a hablar ya de «toda la literatura.» Así, al menos, en la crítica académica la figura del humanista clásico (que va de Aristóteles a Samuel Johnson) ha ido perdiendo vigencia. En el siglo XX quienes se arriesgaron a la «irresponsabilidad» de leer la literatura occidental como una totalidad organizada fueron en general, salvo contadas excepciones como las de Arnold Hauser o Erich Auerbach, escritores: T. S. Eliot, Jean-Paul Sartre, Jorge Luis Borges, ítalo Calvino, Vladímir Nabokov. Harold Bloom, sobre todo en lo que hemos llamado su segunda etapa, intenta desarrollar esta línea de lectura más abarcadora, y defenderla de sus detractores.
Quizá, cuando el polvo de la polémica se haya asentado, habrá dos nociones fundamentales de la crítica literaria que los años venideros asociarán al nombre de Harold Bloom: la noción de angustia de las influencias y la noción del canon occidental. A ellas estará dedicado, entonces, en lo sustancial, este estudio.

La definición del Arte. Umberto Eco.


INTRODUCCIÓN.
Los capítulos del presente volumen recogen textos escritos
entre 1955 y 1963. Terminan en esta fecha porque los
estudios de la segunda parte a,nuncian, acompañan o comentan
las investigaciones contenidas en Opera Aperta, que es
de 1962. A partir de esta fecha mi trabajo se ha centrado en
las relaciones entre estética y comunicaciones de masa (véase
Apocalittici e Integrati) para terminar orientándose -fase
actual de mi trabajo de investigación- en tomo a una temática
de la comunicación tratada con instrumentos semiológicos.
La tercera parte de este volumen, Problemas de método,
comprende dos artículos de 1963, que pueden interpretarse
al mismo tiempo como un balance y como una introducción
al trabajo que estoy realizando en la actualidad y
que ha hallado su expresión más reciente en La Struttura.
Assente, 1968.
En la primera parte se recogen escritos históricos y teóricos.
Los primeros acusan la influencia de las experiencias
historiográficas adquiridas en mis primeras investigaciones
acerca- de la estética medieval (ll problema estetico in San
Tommaso, escrito en 1954 y publicado en 1956, y Sviluppo
dell'estetica medievale, obra de 1959). Los escritos teóricos,
por el contrario, a través del examen de diversas posiciones
estéticas contemporáneas, tienden a una discusión del concepto
-de arte.
El problema de la definición del arte -sin embargo- no
9
constituye simplemente el tema explícito del último ensayo
de la primera parte, ni aparece únicamente presente en el
examen de la estética de algunos filósofos contemporáneos:
vuelve a aparecer, en su forma más problemática, en los estudios
de la segunda parte, donde las nociones teóricas se
ponen a prueba frente a las poéticas de vanguardia, allí
donde aparentemente desaparecen todas las definiciones teo­
réticas expuestas hasta hoy por la estética. El ensayo final
de la segunda parte, Dos hipótesis sobre la muerte del arte,
trata, en efecto, de demostrar cómo los instrumentos utilizados
por la estética especulativa pueden servir todavía para
«poner en forma» las manifestaciones más extremas del arte
experimental de nuestros días. Así, discutiendo las formulaciones
de la estética teórica y enfrentándolas a las instancias
de las nuevas poéticas, el objeto de este libro más que
«la definición del arte» es «el problema de la definición
del arte».
No es casual el hecho de que el presente volumen co­
mience con un examen de la estética de Luigi Pareyson (o, al
menos, de la fase de su pensamiento que culmina en Este.­
tica - Teoria delta formativita): en realidad todos los estudios
de esta obra acusan las influencias del clima intelectual
en el que he vivido, en tomo a la Escuela de Estética de Turín,
y documentan de diversas formas la asimilación, a través
de los inevitables acentos personales, de los temas de la
estética de la formatividad.
U. E

martes, 13 de octubre de 2015

Umberto Eco. Arte y belleza en la Estética Medieval.


Historia. Compendio histórico y no teórico. Como quedará claro
también al final, lo que este libro persigue es ofrecer una imagen
de una época, no una aportación filosófica a la definición contemporánea
de la estética, de sus problemas y de sus soluciones. Esta
precisión debería de bastar, y bastaría si ésta fuera una historia de
la estética clásica o de la estética barroca. Pero como la filosofía
medieval ha sido objeto, desde el siglo pasado, de una reactualización
que ha tendido a presentarla como phi/osophia perennis, todo
discurso sobre la misma debe aclarar siempre sus propios presupuestos
filosóficos. Aclaro: este estudio sobre la estética medieval
tiene los mismos propósitos de comprensión de una época histórica
que podría haber tenido un estudio sobre la estética griega o
sobre la estética barroca. Naturalmente se decide estudiar una época
porque se la considera interesante y se cree que vale la pena comprenderla
mejor.
Umberto Eco.
Editorial Lumen.
Segunda edición 1999.

lunes, 12 de octubre de 2015

Umberto Eco. La estrategia de la ilusión.


PREFACIO
Los ensayos elegidos para formar este libro son artículos que he escrito en el transcurso de varios años para su publicación en diarios y semanarios (o como máximo en revistas mensuales, pero no especializadas). Muchos de ellos tratan de los mismos problemas, con frecuencia después de transcurrir cierto tiempo, otros se contradicen (siempre al cabo de un tiempo). Hay un método —aunque muy poco imperativo— en esta actividad de comentario sobre lo cotidiano. En caliente, bajo el impacto de una emoción o el estímulo de un acontecimiento, se escriben las propias reflexiones, esperando que serán leídas y después olvidadas. No creo que exista ruptura entre lo que escribo en mis libros «especializados» y lo que escribo en los periódicos. Hay una diferencia de tono, por supuesto, dado que al leer día tras día los acontecimientos cotidianos, al pasar del discurso político al deporte, de la televisión al «beau geste» terrorista, no se parte de hipótesis teóricas para evidenciar ejemplos concretos, sino que más bien se parte de
acontecimientos para hacerlos «hablar», sin que se esté obligado a llegar a conclusiones en términos teóricos definitivos. La diferencia reside, entonces, en que, en un libro teórico, si se avanza una hipótesis, es para probarla confrontándola con los hechos. En un artículo de periódico, se utilizan los hechos para dar origen a hipótesis, pero no se pretende transformar las hipótesis en leyes: se proponen y se dejan a la valoración de los interlocutores. Estoy quizás en vías de dar otra definición del carácter provisional del pensamiento coyuntural Todo descubrimiento filosófico o científico, decía Pierce, va precedido por lo que él llamaba «the play of musement»: un vagabundeo posible del espíritu, una acumulación de interrogantes frente a unos hechos particulares, un intento de proponer muchas soluciones a la vez. Antaño, ese juego se jugaba en privado, se confiaba a cartas personales o a páginas de diarios íntimos. Los periódicos son hoy el diario íntimo del intelectual y le permiten escribir cartas privadas muy públicas. Lo que protege del temor de equivocarse no reside en el secreto de la comunicación, sino en su difusión.
Me pregunto a menudo si, en un periódico, trato de traducir en [7] lenguaje accesible a todo el mundo o de aplicar a los hechos contingentes las ideas que elaboro en mis libros especializados, o si es lo contrario lo que se produce. Pero creo que muchas de las teorías expuestas en mis libros sobre la estética, la semiótica o las comunicaciones de masas se han desarrollado poco a poco sobre la base de las observaciones realizadas al seguir la
actualidad. Los textos de esta recopilación giran todos más o menos en torno a discursos que no son necesariamente verbales ni necesariamente emitidos como tales o entendidos como tales. He tratado de poner en práctica lo que Barthes llamaba el «olfato semiológico», esa capacidad que todos deberíamos tener de captar un sentido allí donde
estaríamos tentados de ver sólo hechos, de identificar unos mensajes allí donde sería más cómodo reconocer sólo cosas. Pero no quisiera que se viera en estos círculos unos ejercicios de semiótica. ¡Por el amor de Dios! Lo que entiendo hoy por semiótica se encuentra expuesto en otros libros míos. Es cierto que un semiótico, cuando escribe en un periódico, adopta una mirada particularmente ejercitada, pero eso es todo. Los capítulos de este libro son sólo artículos de periódico escritos por deber «político».
Considero mi deber político invitar a mis lectores a que adopten frente a los discursos cotidianos una sospecha permanente, de la que ciertamente los semióticos profesionales sabrían hablar muy bien, pero que no requiere competencias científicas para ejercerse. En suma, al escribir estos textos, me he sentido siempre como un experto en anatomía comparada, que sin duda estudia y escribe de manera técnica sobre la estructura de los organismos vivos, pero que, en un periódico, no trata de discutir los presupuestos o las conclusiones de su propio trabajo y se limita a sugerir, por ejemplo, que todas las mañanas sería oportuno realizar algunos ejercicios con el cuello, moviendo la cabeza, en primer lugar, de derecha a izquierda veinte veces seguidas y, después, veinte veces de arriba a abajo, para prevenir los ataques de artrosis cervical. La intención de este «reportaje social», como vemos, no es que cada lector se convierta en un experto en anatomía, sino que aprenda por lo menos a adquirir cierta conciencia crítica de
sus propios movimientos musculares.

He hablado de actividad política. Sabemos que los intelectuales pueden hacer política de diferentes maneras y que algunas de ellas han caído en desuso hasta el punto de que muchos comienzan a emitir dudas acerca de la legitimidad de tal empresa. Pero desde los sofistas, desde Sócrates, desde Platón, el intelectual hace política con su discurso. No digo que éste sea el único medio, pero para el escritor, [8] para el investigador, para el científico, es el medio principal al que no se puede sustraer. Y hablar de la traición de los intelectuales es igualmente una forma de compromiso político. Por lo tanto, si escribo en un periódico hago política, y no sólo cuando hablo de las Brigadas Rojas, sino también cuando hablo de los museos de cera.
Esto no está en contradicción con lo que he dicho más arriba, es decir, que, en el discurso periodístico, la responsabilidad es menos grande que en el discurso científico porque es posible atreverse a emitir hipótesis provisionales. Por el contrario, es también hacer política correr el riesgo del juicio inmediato, de la apuesta cotidiana y hablar cuando se siente el deber moral de hacerlo, y no cuando se tiene la certeza (o la esperanza) teórica de «hacerlo bien». Pero quizás yo escribo en los periódicos por otra razón. Por ansiedad, por inseguridad. No sólo tengo siempre miedo de equivocarme, sino que también tengo siempre miedo de que lo que hace que me equivoque tenga razón.
Para un libro «erudito», el remedio consiste en revisar y poner al día en el curso de los años las diferentes ediciones, tratando de evitar las contradicciones y de mostrar que todo cambio de orientación representa una maduración laboriosa del pensamiento propio. Pero, a menudo, el autor inseguro no puede esperar años y le es difícil madurar sus propias ideas en silencio, en espera de que la verdad se le revele de súbito. Por esta razón me gusta la enseñanza, exponer ideas todavía imperfectas y escuchar las reacciones de los estudiantes. Por esta razón me gusta escribir en los periódicos, para releerme el día siguiente y para leer las reacciones de los demás. Juego difícil, porque no siempre consiste en sentirse seguro ante la aprobación y en dudar ante la desaprobación. A veces hay que hacer lo contrario: desconfiar de la aprobación y encontrar en la desaprobación la confirmación de las intuiciones propias. No hay reglas. Sólo el riesgo de la contradicción. Como decía Walt Whitman: «¿Me contradigo? ¡Bueno, pues me contradigo!».
Si estos artículos tratan de denunciar algo a los ojos del lector, no se trata de que haya que descubrir las cosas bajo los discursos, a lo sumo discursos bajo las cosas. Por esto es perfectamente justo que hayan sido escritos para periódicos. Es una elección política criticar los mass-media a través de los mass-media. En el universo de la representación «mass-mediática», es quizás la única elección de libertad que nos queda.
Umberto Eco.
Fuente: Editorial Lumen.

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