miércoles, 16 de septiembre de 2015

VISTA DEL AMANECER EN EL TROPICO Guillermo Cabrera Infante.


 VISTA DEL AMANECER EN EL TROPICO
Guillermo Cabrera Infante
«Ahí está la isla, todavía surgiendo entre el océano y el golfo: ahí está», se lee al final del primero de estos 101 textos perfectamente encadenados al ritmo trágico y musical de una historia que pudiera parecer inventada pero que no es sino el espejo de lo real. ¿Relatos? ¿Novela? Posiblemente poemas. Lo que sí está claro es que este libro de Guillermo Cabrera Infante, publicado por vez primera en 1974, ocupó la mente del escritor durante largos lustros. Cuando en 1964 obtuvo el premio Biblioteca Breve con Tres tristes tigres, el manuscrito presentado llevaba ya este título, Vista del amanecer en el trópico, que posteriormente cobijaría este libro completamente distinto.
«Y ahí estará», se dice en el texto final de este extraordinario conjunto verbal que desgrana un brillante, sutil y terrible desfile de imágenes encadenadas en una incomparable cascada multicolor. Como en un diorama, como en una linterna mágica, aquí se cuenta a golpes la historia de un país y de sus gentes, de una isla, Cuba, desde que surge del Océano y entra en la historia, de la mano de su primera tragedia, el descubrimiento y la conquista, hasta los últimos años después de la revolución; desde los primeros indios, esta sucesión de imágenes tan fulgurantes que parecen estáticas, pero cuyo ritmo en sucesión se anima y dinamiza irremediablemente, la historia atraviesa la conquista, la colonización, la dramática guerra de la
independencia, la explotación posterior, la tiranía y la revolución final. Estampas, grabados, viejas fotografías, se animan bajo la pluma densa y espectacular de Guillermo Cabrera Infante, y configuran un relato unitario y despedazado a la vez, cargado de magia y de sangre, de violencia y aurora al mismo tiempo, hasta llegar a un final que no lo es: «Esa triste, infeliz y larga isla estará ahí después del último indio y después del último español y después del último africano y después del último americano y después del último de los cubanos, sobreviviendo a todos los naufragios y eternamente bañada por la corriente del golfo: bella y verde, imperecedera, eterna».
Fuente:
NARRATIVA MONDADORI

martes, 15 de septiembre de 2015

Tres tristes tigres. Cabrera Infante.


La edición crítica de Tres tristes tigres, la novela de Guillermo Cabrera Infante, será presentada por la escritora y crítica literaria, una de las más importantes de España, Rosa Pereda. TTT, además fue el tema de la tesis de Rosa Pereda, quien batalló muchísimo durante el franquismo para que esa novela fuera reconocida. Participarán los autores de la edición crítica, y el cineasta Orlando Jiménez Leal.

La edición crítica fue trabajada durante tres años con el propio autor, y luego con su viuda, Miriam Gómez.

En el año 2007, Seix Barral, Biblioteca Breve, hizo el mayor homenaje que se le puede hacer a un autor doblemente censurado, reeditar la versión integral de la novela Tres Tristes Tigres, Premio Biblioteca Breve en 1964, publicada inicialmente por Seix Barral en 1967, sin los cortes que le propinó la dictadura franquista.
Tres tristes tigres es la gran novela de la música cubana, no sólo de la música popular, también, como diría el mismo Guillermo, quien fue mi amigo y mentor, es también la novela indirectamente de la música `seria`, que era como le llamaban los cubanos a la música clásica.
¿Por qué digo que GCI fue mi mentor? Porque cuando recibí el Premio Finalista del Planeta en 1996, por Te di la vida entera, dedicada a mi madre y a Guillermo Cabrera Infante, en un claro homenaje a ambos, la editorial Planeta, en el momento de la presentación del libro en el Hotel Ritz de Madrid, me anunció que Guillermo Cabrera Infante presentaría mi novela. Para mí fue como ganar un segundo padre, y Guillermo fue sumamente elegante y amable. Recuerdo que me preguntó: `¿Estás segura que quieres que yo te presente? Mira que si lo hago nunca más te dejarán entrar en Cuba`. Le respondí: `Cuba es usted, ya usted me dejó entrar a través de sus palabras, de sus novelas`. Y nos abrazamos.
Tres tristes tigres es la primera novela que se inspira en la música y en la vida nocturna habanera, a ritmo de bolero, y de sabrosura. Con mi novela Te di la vida entera quise continuar la historia donde GCI la dejó. Nunca he negado que para mí él es uno de los escritores que mayormente me influenció. Honrar honra. Y todo lo que hice fue tratar de devolverle lo que él me dio. Pobres de aquellos que no reconozcan que Tres tristes tigres es una novela fundacional, cambió el lenguaje, puso en relieve la apreciación festiva de toda una época, dio una visión justa y universal de La Habana.
Zoé Valdéz.

lunes, 14 de septiembre de 2015

CINE O SARDINA Guillermo Cabrera Infante (Fragmento).


CINE O SARDINA
Guillermo Cabrera Infante
(Fragmento).
 A José Luis Guarner
in memoriam

El hombre que nació con una pantalla de plata en la boca

Sí, una pantalla pero no en la boca: en sus dos ojos. Debo saber lo que digo porque fui yo quien nació con una pantalla de plata en los ojos. La pantalla era la del cine y lo que primero vi fue como humo en los ojos, ya que era una imagen gris y nublada como el humo pero pasaba no en la platea sino en la pantalla. Como sabemos, la visión del cine está en los ojos del que mira. Las películas no son más que un trompe l'oeil con éxito y desde la llegada del sonido un trompe l'oreille aún con más éxito.
Pero hay que admitir que hay algo de excesivo en el cine. Debe de ser la pantalla, que ya no es como era en la era heroica una sábana blanca sino, según Katz, la enciclopedia del cine, «el material reflector sobre la que se proyecta la película». En vez de reflector debería decir reflexivo porque para mí el cine es una lección de moral a 24 cuadros por segundo, que es lo que hace la ilusión de movimiento. Debida, como se sabe, a un defecto del ojo: la persistencia de la imagen en la retina.
Como en la magia de salón, donde la mano es más rápida que el ojo, para el cine el ojo es más lento que la imagen. La pantalla además tiene una desproporcionada proporción: 1:33:1. Nunca desde que la manzana le cayó a Newton en la cabeza una ecuación ha dado tanto que hablar y este formidable aspecto nos convierte a todos (las estrellas, los actores y lo que les rodea) en versiones de Gulliver y nosotros, hormigas o cigarras, liliputienses en la playa viendo a los gigantes dormir, despertarse y, en estos tiempos, fornicar con actitudes (y aptitudes) de trapecistas con la cama por red.




Viejo muere el cine


El cine, que es el arte del siglo XX, es el único arte que nació de una tecnología. Es cierto que para construir una escultura hace falta un cincel y un martillo, utensilios anteriores, pero antes de la piedra y el mármol se hacían figuras de barro cocido (¿quién inventó el fuego, Prometeo?) o eran sacadas de la madera mediante un cuchillo —una simple cuchilla bastaba. No hacía falta la laja negra de 2001 para que el hombre prehistórico aprendiera a hacer arte, como en Altamira. El óleo, una nueva técnica inventada en el Renacimiento, tuvo su precedente en la tempera y el carboncillo, cuyos orígenes se pierden en la antigüedad. La arquitectura comenzó con la primera casa hecha para salir de la cueva, mientras la música tenía ya en el mundo mitológico el caramillo o flauta de Pan y, todos, más a mano, la voz humana.
Sólo el cine ha sido posible gracias a un avance de la tecnología. Está, es verdad, la imperfección fisiológica de la persistencia en la retina de una imagen cuando ya ha desaparecido —o, en la invención del cine, cuando ha sido sustituida por otra imagen. Pero fue la fotografía, al exhibir unas cuantas fotos sucesivas la que permitió que unos pocos inventores del siglo pasado pensaran en acelerar el paso de las imágenes a 16 fotos fijas por segundo (en el cine sonoro se elevó esa aceleración a 24 fotogramas por segundo y la ilusión de movimiento se hizo perfecta) y así hace con los artefactos que jugaban con las sombras (chinescas o no) aparatos asombrosos por eficaces en la creación de ilusiones no muy lejanas de un juguete o, si se quiere, de la magia de salón. Uno de esos videntes que nos permitieron ver fue Thomas Alva Edison. Lo llamaron, sin ditirambo, el mago de Menlo Park.
Edison, que había inventado la bombilla incandescente (sin la cual no habría proyección de películas) y el fonógrafo (que sería central al cine sonoro), inventó también la cámara de cine, con el auxilio de George Eastman, el hombre que fue Kodak, creador de la película de 35 milímetros, esencial al cine. (Todavía está en uso hoy). Pero Edison, que era un inventor despectivo, dijo de uno de sus innumerables inventos: «El fonógrafo jamás reproducirá la voz de soprano». Pace María Callas.
Si el cine no es una invención sino un proceso en que colaboraron Edison, Eastman y los hermanos Lumière (para no mencionar los inventores anteriores que crearon el fonokistoscopio, el zoetropio y el dibujo animado del ciego belga Plateau), el resultado final de un rodaje, la película, el film, la cinta o como se llame es un esfuerzo colectivo del fotógrafo primero que nadie (no hay película sin fotografía), el director, que puede ser un genio o un megalómano obtuso o un simple artesano, los actores y los técnicos detrás de la cámara, del foquista certero, artero, a los anónimos electricistas, las atentas maquilladoras y los hombres y mujeres del vestuario y la guardarropía, todos, todos, colaboran para fabricar un mismo producto que fue hasta entonces proyecto y ahora pertenece al productor y tal vez al público. La estética francesa de los años cincuenta, llamada la politique des auteurs, (el director como autor) y que no era más que la política de los amateurs para hacerse profesionales, ha dejado de ser verdad. Es decir siempre fue mentira, pero las mentiras críticas francesas tienen el atractivo elegante de París y duran un solo verano de fidelidad. (Véanse todos esos ismos que riman con istmo, que es un pasaje estrecho).
Edison luego se desentendió del cine, que no fue para él más que un peep-show. Es decir no un espectáculo sino unas imágenes que se veían por un agujero: el artefacto complacía a aquellos que se entretenían espiando por una cerradura. Cuando Méliès, el originador del cine como espectáculo de magia, fue a visitar a Louis Lumière para adquirir su cámara/proyectora recibió de Lumière una respuesta extraordinaria. «El cine», le dijo, «es una invención que no tiene futuro». Sin embargo Lumière no sólo había inventado la cámara tomavista, el proyector y la pantalla blanca, sino que fue más importante por la creación de los géneros del cine del futuro.
En la primera proyección pública (no en un cine sino en un billar en el que ya se cobraba la entrada) se exhibieron, con asombrosa eficacia técnica, los ejemplares primeros de los géneros del cine. He aquí ese programa iniciático: La salida de los obreros de la fábrica Lumière (el producto que es una muestra de su producción, como tantos comerciales de la televisión) establecía el género documental, que en color y montaje audaz inunda ahora las pequeñas pantallas, y el subgénero semidocumental favorito de todos los cineastas totalitarios, de Leni Riefenstahl a Lev Kuleshov. En La llegada del tren a la estación de la Ciotat, por la posición de la cámara y la ausencia de tercera dimensión parecía que la locomotora saldría de la pantalla para aplastar a esos primeros espectadores, toma obligada de las series de episodios, de los thrillers y creadora del dramatismo del tren, el gran vehículo melodramático de los primeros cincuenta años del siglo —y del cine. Finalmente con El regador regado, Lumière establece las premisas mayores de la comedia futura, muda o parlante, con un objeto cotidiano que se rebela al revelarse.
Estas muestras del arte que nacía con su propia invención son el verdadero legado de Louis Lumière y su Auguste hermano. Edison, que inventó una forma de cine (creó el primer estudio, al que llamó Black Maria, aludiendo al cuarto oscuro de las revelaciones), produjo también la primera película en colores y sus invenciones fueron la base de la industria que se llama Hollywood y de ellos recibió un homenaje doble. En 1940 la Metro hizo no una sino dos biografías del inventor: El joven Edison y Edison el hombre, en que Mickey Rooney crecía para convertirse en Spencer Tracy.
George Eastman, que hizo posible el kinetógrafo de Edison y a la vez el cinematógrafo de Lumière, al inventar la película de 35 milímetros, fue más escéptico que Lumière y que Edison acerca del futuro del cine y se suicidó. Eastman tiene su monumento mínimo en cada rollo de film que insertan, profesionales y aficionados, en cada cámara, pero el artefacto se llama no con su nombre sino con el de Kodak, un nombre derivado de una onomatopeya: el clique o claque del obturador. No ha habido hasta ahora un homenaje adecuado a Louis Lumière, tal vez por su adhesión al nazismo.
Pero todos esos inventores y creadores, ilusos y soñadores tienen su monumento que es su momento en este arte que ya tiene un siglo —y que muere para nacer de nuevo en su vástago más vilipendiado pero más visto en la historia de la humanidad, la televisión. Viejo muere el cine pero renace cada día. Es decir, como el acto sexual que es, cada noche. El cine es, qué duda cabe, un afrodisíaco.

domingo, 13 de septiembre de 2015

«La Habana para un infante difunto» G. Cabrera Infante. (Fragmento).


«La Habana para un infante difunto». (1979) es su obra maestra. Aquí retoma su tema, la ciudad diurna y el erotismo de la nocturna, ciudad de palabras reconstruida a partir del olvido y la lejanía. Un amor carnal recurrente que aún siendo rubia o morena, es, en últimas, ninguna verdadera. Es también la iniciación amorosa y erótica de un niño en una ciudad, en blanco y negro, que termina coloreándose a medida que se hace elegía y crónica del ayer. En el libro todo es parodia de principio a fin. Amor y humor recorren sus páginas haciendo burla de los besos, chistes de las copulaciones, en una búsqueda de la mujer interminable como los recuerdos de La Habana y los fracasos personales del buscador, con un erotismo que vive gracias al arte de la palabra, al enlace erótico de la escritura. Para Cabrera Infante la mujer es un ser fascinante digno de amor. «La Habana para un infante difunto» es un homenaje poético a lo femenino.
 Fuente: Enrico Pugliatti.
 

Guillermo Cabrera Infante

 La Habana para un infante difunto

 Título original: La Habana para un infante difunto
Guillermo Cabrera Infante, 1979





  A M, mi móvil


 CARL DENHAM (After taking a good
look at the natives):
"Blondes seem to be pretty
scarce around here".
King Kong

  La casa de las transfiguraciones


Era la primera vez que subía una escalera: en el pueblo había muy pocas casas que tuvieran más de un piso y las que lo tenían eran inaccesibles. Este es mi recuerdo inaugural de La Habana: ir subiendo unas escaleras con escalones de mármol. Hay la memoria intermedia de la estación de ómnibus y el mercado del frente, la plaza del Vapor, arcadas ambas, colmadas de columnas, pero en el pueblo también había portales. Así mi verdadero primer recuerdo habanero es esta escalera lujosa que se hace oscura en el primer piso (tanto que no registro el primer piso, sólo la escalera que tuerce una vez más después del descanso) para abrirse, luego de una voluta barroca, al segundo piso, a una luz diferente, filtrada, casi malva, y a un espectáculo inusitado. Enfrente (para este momento mi familia había desaparecido ante mi asombro) un pasillo largo, un túnel estrecho, un corredor como no había visto nunca antes, al que se abrían muchas puertas, perennemente abiertas, pero no se veían los cuartos, el interior oculto por unas cortinas que dejaban un espacio, largo, arriba y otro tramo, corto, abajo. El aire movía los telones de distintos colores que no dejaban ver las funciones domésticas: aunque era pleno verano, temprano en la mañana había fresco y una corriente venía del interno. El tiempo se detuvo ante aquella visión: con mi acceso a la casa marcada Zulueta 408 había dado un paso trascendental en mi vida: había dejado la niñez para entrar en la adolescencia. Muchas personas hablan de su adolescencia, sueñan con ella, escriben sobre ella, pero pocos pueden señalar el día que comenzó la niñez extendiéndose mientras la adolescencia se contrae —o al revés.
Pero yo puedo decir con exactitud que el 25 de julio de 1941 comenzó mi adolescencia. Por supuesto que seguiría siendo un niño mucho tiempo después, pero esencialmente aquel día, aquella mañana, aquel momento en que enfrenté el largo corredor de cortinas, contemplando la vista interior que luego asustaría hasta un veterano de la vida bohemia, el pintor primitivo Cherna Bue, que visitó la casa mucho tiempo después y se negó de plano a quedarse en ella un momento siquiera, espantado por la arquitectura de colmena depravada que tenía el edificio, aquel a cuya formidable entrada había un anuncio arriba que decía: «Se Alquilan Habitaciones —Algunas con Días Gratis— Apúrense mientras quedan», ese día preciso terminó mi niñez. No sólo era mi acceso a esa institución de La Habana pobre, el solar (palabra que oí ahí por primera vez, que aprendería como tendría que aprender tantas otras: la ciudad hablaba otra lengua, la pobreza tenía otro lenguaje y bien podía haber entrado a otro país: tiempo después, cuando llegaron las etimologías, aprendí que solar era una mera degradación de casa solariega, la palabra cortada, el edificio transformado en falansterio) sino que supe que había comenzado lo que sería para mí una educación.
Avanzamos todos juntos ahora, intimidados, por el largo pasillo hasta la única puerta cerrada, que enfrentaba otro pasillo más largo (el interior del edificio estaba diseñado como una alta T con un rasgo al final y a la izquierda, una suerte de serife donde luego encontraríamos los baños y los inodoros colectivos, nociva novedad), esa puerta era la nuestra —por un tiempo.
Mi madre había logrado que una familia del pueblo, que regresaban por el verano, nos prestaran el cuarto por un mes. Mi padre (aunque debía haber sido mi madre quien lo hiciera) abrió la puerta y nos asaltó un olor que siempre asociamos con aquel cuarto, con aquella familia, que nunca habíamos sentido cuando visitábamos su gran casa en el pueblo, en reuniones comunistas. Mi madre descubrió que era producido por unos polvos misteriosos que usaban, aunque nunca supimos para qué. Ese olor, como el perfume que llevaba la primera prostituta con quien me acosté, era típicamente habanero y aunque el perfume de la puta tenía el aroma de lo prohibido, resultaba tentador y grato, este otro olor memorable que salía del cuarto podía ser llamado ofensivo, malvado, un hedor —el tufo del rechazo.
Ambos olores son el olor de la iniciación, el incienso de la adolescencia, una etapa de mi vida que no desearía volver a vivir —y sin embargo hay tanto que recordar de ella.
Nos instalamos con nuestro equipaje (en realidad cajas de cartón amarradas con sogas) en el cuarto caótico dominado por el vaho exótico y mi madre, con su obsesión por la limpieza, comenzó a poner el caos en orden. Recuerdo la vida de entonces, del mes que vivimos allí, como una interminable sucesión de tranvías (yo estaba fascinado por los tranvías, vehículo para el que no conocía igual, con su paso rígido por sobre raíles cromados por el tránsito continuo, su aspecto de vagón de ferrocarril abandonado a su suerte, sus largas antenas dobles que al contacto con los cables arriba, paralelos a las vías, producían chispas como breves bengalas) por el día y por la noche la iluminación azul y rojo intermitente que originaba el letrero luminoso colgado afuera, ahí mismo junto a nuestro balcón, que decía alternativamente «DROGUERÍA SARRÁ-LA MAYOR». Ese letrero en dos tonos de continuo coloreaba mis sueños, poblados de tranvías alternativamente azules y rojos —pero ésa era la infravida de medianoche. La gran aventura comenzada sucedía más temprano, en La Habana de noche, con sus cafés al aire libre, novedosos, y sus inusitadas orquestas de mujeres (no sé por qué las orquestas que amenizaban los cafés del paseo del Prado, al doblar del edificio, eran todas femeninas, pero ver una mujer soplando un saxofón me producía una inquietante hilaridad) y la profusa iluminación: focos, faros, bombillas, reflectores, letreros luminosos: luces haciendo de la vida un día continuo. Yo venía de un pueblo pobre y aunque la casa de mis abuelos quedaba en la calle Real no había más que un bombillo de pocas bujías en cada esquina que apenas alumbraba el área alrededor del poste, haciendo más espesa la oscuridad de esquina a esquina. Pero en La Habana había luces dondequiera, no sólo útiles sino de adorno, sobre todo en el paseo del Prado y a lo largo del Malecón, el extendido paseo por el litoral, cruzado por raudos autos que iluminaban veloces la pista haciendo brillar el asfalto, mientras las luces de las aceras cruzaban la calle para bañar el muro, marea luminosa que contrastaban las olas invisibles al otro lado: luces dondequiera, en las calles y en las aceras, sobre los techos, dando un brillo satinado, una pátina luminosa a las cosas más nimias, haciéndolas relevantes, concediéndoles una importancia teatral o destacando un palacio que por el día se revelaría como un edificio feo y vulgar. De día las anchas avenidas ofrecían una perspectiva ilimitada, el sol menos intenso que en el pueblo: allá rebotaba su luz contra la arcilla blanca de las calles, haciéndolas implacables, aquí estaba el asfalto, —el pavimento negro para absorber el mismo sol, el resplandor atenuado además por la sombra de los altos edificios y el aire que soplaba del mar, producido por la cercana corriente del Golfo, refrescaba el verano tropical y luego crearía una ilusión de invierno imposible en el pueblo: ese paisaje habanero libre solamente compensaba la estrechez de vivir en un cuarto, cuando en el pueblo, aun en los tiempos más pobres, vivimos siempre en una casa. Esa puerta siempre cerrada (mi madre no había aprendido todavía el arte de utilizar la cortina como partición) me, nos, forzaba hacia el balcón, la única abertura libre, aunque sirvió también de sitio de terror, pues mi madre había continuado su costumbre, tan vieja como yo podía recordar, de lograr el clímax de una discusión doméstica cualquiera (el que mi hermano hubiera tiznado accidentalmente sus pantalones blancos, por ejemplo) con la amenaza de suicidarse, esta vez concretada en una acción: «¡Me tiro por el balcón y acabo ya de una vez!». Pero no es de la vida negativa que quiero escribir (aunque introducirá su metafísica en mi felicidad más de una vez) sino de la poca vida positiva que contuvieron esos años de mi adolescencia, comenzada con el ascenso de una escalera de mármol impoluto, de arquitectura en voluta y baranda barroca.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Mapa dibujado por un espía. Guillermo Cabrera Infante.




  Mapa dibujado por un espía  
 (Fragmento del libro).
Libro póstumo.
    Guillermo Cabrera Infante 
   
Sinopsis

Entre los textos inéditos dejados por Guillermo Cabrera Infante al morir, está Mapa dibujado por un espía. Se trata de una autobiografía novelada en la que el autor narra su retorno a Cuba unos años después de la Revolución para asistir al entierro de su madre. El libro gira al entorno de una Cuba redescubierta donde la revolución ha ido empobreciendo a la población y atemorizándola ante la represión política. El encarcelamiento de los homosexuales, el silenciamiento de los escritores críticos, el cierre de empresas y negocios particulares son muestra del deterioro de un país y una sociedad que tantos sueños había alimentado. La mirada lúcida y descarnada de Cabrera Infante pasa revista a una realidad que muchos en aquellos años y todavía décadas después se obstinaron en ignorar.

 Nota a esta edición 




ENTRE los numerosos papeles encontrados por Miriam Gómez después del fallecimiento de Guillermo Cabrera Infante, además de los muchos que habían sido publicados en diarios y revistas, apareció una cantidad relevante de textos inéditos. Había varios libros acabados, dos de los cuales, La ninfa inconstante y Cuerpos divinos, ya vieron la luz en esta misma editorial. Sin embargo, el libro que el lector tiene en las manos posee una particularidad que lo diferencia de aquellos. De hecho, Mapa dibujado por un espía podría no haber existido nunca: su autor lo escribió y lo depositó en un sobre que no se volvería a abrir hasta muchos años después de su muerte. En más de una entrevista de las que concedió a lo largo de su vida, Cabrera confesó seguir trabajando intermitentemente en él, del mismo modo que lo hacía con Cuerpos divinos, aunque sin duda con menor constancia que en este último.
El lector tiene la última palabra para valorar la oportunidad de su publicación, pero los editores hemos considerado que, más allá de lo esencialmente literario, el libro constituye un testimonio de primera magnitud a la hora de conocer en qué medida la convulsión política cubana afectó a Guillermo Cabrera Infante, y como, por extensión, influyó en sus posteriores opiniones sobre la realidad de Cuba.
Es difícil fechar el momento preciso de la escritura de Mapa dibujado por un espía. Si nos atenemos a su biógrafo Raymond L. Souza en Guillermo Cabrera infante. Two island: many worlds (1996), según testimonio del propio Cabrera, fue escrito en 1973,tras el colapso mental que había padecido el año anterior: «Escrito en 1973, cuando volvió a trabajar después de una grave depresión, el libro le ayudó a reconstruir y a exorcizar recuerdos del pasado». Es, sin duda, una hipótesis razonable si, como Souza revela, la fecha fue mencionada por el propio autor, pero algunos datos que se desprenden del texto podrían arrojar alguna sombra sobre tal afirmación. Los hechos que se narran en Mapa... ocurren en 1965. Desde entonces hasta lo que puede considerarse su ruptura pública con el régimen, ocasionada a raíz de la entrevista que concediera en julio de 1968 a Tomás Eloy Martínez para el semanario argentino Primera Plana, y que fue, a su vez, consecuencia de la explosión del llamado «caso Padilla», la vida de los Cabrera Infante transcurrió dentro de una aparente normalidad. Tras su paso por la embajada cubana en Bélgica, vivieron una temporada en Madrid —ciudad en la que a él se le denegó el permiso de residencia a causa de ciertos reportajes antifranquistas publicados en Lunes— y en el swinging London, donde se establecerían definitivamente, a pesar de las dificultades económicas que los acompañaron.
Si realmente situamos este exorcismo de la memoria en el año 1973, parece poco verosímil el trato que reciben algunas personas que aparecen en el texto, las mismas que, a partir del caso Padilla, pasaron a convertirse en enemigos acérrimos de Cabrera Infante, que tacharon de «gusano» o de «contrarrevolucionario» al autor. Gentes que, en definitiva, optaron por apoyar al régimen que Cabrera criticaba. Entre los más notorios, Lisandro Otero, Edmundo Desnoes, Harold Gramatges o Roberto Fernández Retamar, cuya presencia en el libro no denota la fuerte enemistad política que trascendió en lo personal y que acabó separándoles. Nuestra modesta hipótesis es pues que el libro probablemente fue escrito, casi de un tirón, con anterioridad al año 1968.

A menudo Cabrera se refería al manuscrito como «Ítaca vuelta a visitar», una clara reminiscencia del viaje de Ulises. Pero en algún lugar ya habló de Mapa dibujado por un espía. Según sabemos por Miriam Gómez, su viuda, su cómplice y su compañera inseparable, este último título le fue sugerido por un mapa de La Habana que vio en el despacho de Alejo Carpentier quien le aseguró que había sido hecho por un espía inglés en el siglo xviii.
Probablemente los dos títulos se alternaron en su pensamiento a lo largo de los años. En todo caso, lo que parece a todas luces evidente es que Cabrera Infante redactó una primera versión que podríamos llamar instrumental, y luego, sucesivamente, fue redactando fragmentos y más fragmentos con el propósito de otorgarle una nueva dimensión literaria. Algunas de estas páginas van encabezadas por el rótulo «Mapa» y otras por el de «Ítaca». La mayoría son reelaboraciones de episodios aparecidos en el texto que hoy presentamos, además de escenas de nuevo cuño que el autor quizá pretendía incluir repartidas a lo largo del libro.
No hay duda de que el texto que ahora se publica jamás habría visto la luz exactamente así, que el libro finalmente perpetrado por Cabrera Infante hubiera sido otro, quién sabe si «Ítaca...» o «Mapa...», en cualquier caso el resultado de haber podido completar un trabajo que hoy nos ha llegado aún deslavazado y con desordenada fragmentación, y de cuyo detalle documental el lector podrá tener cumplida cuenta en un volumen futuro de sus Obras completas.
De lo dicho hasta ahora, el lector puede entender que este Mapa dibujado por un espía es la versión de un texto, lo que se suele denominar un urtext, sobre el cual el autor prefirió ir trabajando, aunque de forma discontinua, para darle una nueva redacción y no para volver sobre el mismo tal como estaba. En la mencionada biografía de Raymond L. Souza se alude a este deseo del autor: «pero Cabrera Infante siente que el estilo es demasiado directo y tal vez demasiado denso. Dice: “No estoy contento con la narración del libro. Quiero cambiarla. Pero la pregunta es cuándo. ¿Cómo comprar tiempo?”»...
Esta es la razón por la que hemos decidido publicar el texto manteniendo su carácter «imperfecto». Ese estilo directo del que habla Cabrera más bien es una ausencia de estilo, un borrador escrito con el afán de narrar los hechos, de conservarlos en la memoria. Es evidente que no estamos ante un texto «literario», en el sentido que el mismo Cabrera Infante otorgaba a su literatura de creación, impregnada de humor y de ingenio verbal. Más bien se acerca al tono de una crónica, que también cultivó brillantemente en algunos escritos periodísticos, con una clara voluntad de construcción novelada. El manuscrito va introducido por un «Prólogo», con numeración romana. Quizá se podría conjeturar que este prólogo fue escrito en un momento distinto, puesto que su estilo contrasta mucho con el del resto de la obra, y además introduce la historia de un personaje que luego no tendrá un papel demasiado relevante en el curso de los hechos narrados. Y a continuación, ya con números arábigos, las 314 páginas del manuscrito, que se cierra, contundentemente, con la palabra «Fin».
El trabajo editorial se ha limitado a transcribir el manuscrito respetando al máximo su literalidad, a pulirlo en lo que se refiere a la ortotipografía y a ponerlo en condiciones de ser llevado a imprenta. Por ello, no se ha intervenido en absoluto en cuestiones estilísticas, ni siquiera sintácticas, aun cuando ello supusiera reproducir escrupulosamente repeticiones, construcciones forzadas e incluso incorrecciones, fruto de la escritura apresurada y conscientemente provisional. Además de las tildes, que en el manuscrito son casi inexistentes, y de alguna que otra coma añadida, más para evitar anfibologías que para modificar el estilo del autor —sabedores de la poca estima que Cabrera Infante sentía por ellas—, el texto actual reproduce fielmente lo que fue escrito, y pretende dejar para futuras ediciones críticas las interpretaciones que pudiera suscitar.

Mapa dibujado por un espía es un libro triste, melancólico. La historia de una gran desengaño, el espectáculo de la delación permanente. Tras el cierre de Lunes de Revolución, un grupo de intelectuales problemáticos para el régimen es «alejado» de La Habana. A Cabrera Infante se le nombra agregado cultural en la embajada de Cuba en Bélgica y en ese periodo, además de su actividad diplomática, escribe la novela que ganará el premio Biblioteca Breve (que gracias a la censura franquista no sería ya la Vista del amanecer en el Trópico que se había presentado al certamen sino Tres tristes tigres, toda una celebración de La Habana anterior a la Revolución). Desde Bruselas, tras la llamada de Carlos Franqui que le anuncia que su madre, Zoila, está grave, vuela a La Habana. Al llegar, Zoila ya ha fallecido, asiste a su entierro y al cabo de una semana piensa regresar a Europa llevándose consigo a sus dos hijas. En el momento de partir, estando en el aeropuerto, una llamada le conmina a no subirse al avión y a regresar a La Habana para entrevistarse, al día siguiente, con el ministro de Relaciones Exteriores.
Ahí empieza una pesadilla kafkiana que le retendrá en la isla por más de cuatro meses, en el transcurso de los cuales asistirá a la confirmación de sus premoniciones más terribles: la decadencia de La Habana y la destrucción de todo un país bajo el peso del totalitarismo.
En la célebre entrevista, antes mencionada, que concediera a Tomás Eloy Martínez en julio de 1968 (actualmente recogida en su libro Mea Cuba) y que, a la postre, sería el origen de sus posteriores vicisitudes del exilio, Cabrera Infante escribía: «Sé de otros riesgos. Sé que acabo de apretar el timbre que hace funcionar la Extraordinaria y Eficaz Máquina de Fabricar Calumnias; conozco algunos de los que en el pasado sufrieron sus efectos: Trotski, Gide, Koestler, Orwell, Silone, Richard Wright, Milosz y una enorme lista de nombres que, si se hacen cada vez menos importantes, puede terminar en Valeri Tarsis». Premonición de la disidencia, testimonio demoledor del desengaño y la decepción, Mapa dibujado por un espía se configura como la cartografía íntima de una despedida.
ANTONI MUNNÉ


 

Tú no eres realmente uno de ellos sino un espía en su país.ERNEST HEMINGWAY

He aquí un mapa hecho pocos días antes del ataque a la capital de la isla. Como se puede ver, el mapa es mas bien grosero, pero llena muy bien su cometido... Se puede observar cómo distorsionan el mapa las características de la ciudad y sus alrededores. Se cree que dicho mapa fue hecho por un espía inglés.GUILLERMO CABRERA INFANTE

Although an old, consistent exile, the editor of the following pages revisits now and again the city of which he exults to be a native.ROBERT LOUIS STEVENSON

The reader will perceive how awkward it would appear to speak of myself in the third person.PAT F. GARRETT

You may well ask why I write. And yet my reasons are quite many. For it is not unusual in human beings who have witnessed the sack of a city or the falling to pieces of a people to set down what they have witnessed for the benefit of unknown heirs or of generations infinitely remote; or, if you please, just to get the sight out of their heads.Ford Madox Ford

Ici encore, il faut se garder d’exagérer: beaucoup d’entre nous ont aimé la tranquillité bourgeoise, le charme suranné que cette capital exsangue prenait au clair de lune; mais leur plaisir même était teinté d’amertume: quoi de plus amer que de se promener dans sa rue, autour de son église, de sa mairie, et d’y goûter la même joie mélancolique qu’à visiter le Colisée ou le Parthénon sous la lune. Tout était ruine: maisons inhabitées [...], aux volets clos, hôtels et cinémas réquisitionnés, signalés par des barrières blanches contre lesquelles on venait buter tout à coup, bars et magasins fermés pour la durée de la guerre et dont le propriétaire était déporté, mort ou disparu, socles sans statues, jardins coupés en deux par des chicanes ou défigurés par des casemates en béton armé, et toutes ces grosses lettres poussiéreuses au sommet des maisons, réclames électriques qui ne s’allumaient plus.JEAN-PAUL SARTRE

 Prólogo



CIERTAS criaturas parecen haber sido creadas por la Divina Providencia, por la Naturaleza o por el Azar con el solo propósito de encarnar una metáfora —a la que precedieron en eones geológicos o por toda una eternidad. Tal la serpiente, por ejemplo, o la paloma, utilizadas hasta la deformación física, hasta su monstruosa recreación mítica, por diversos poetas hebreos ocultos tras el anónimo bíblico. Otros animales, como el perezoso o el chacal, personifican desde su mismo nombre actitudes morales a las que son, está de más decirlo, ajenos. Igualmente, algunos hombres son poco más que una presencia metafórica, como esa figura de la metafísica del mal histórico en los tiempos modernos, el Hombre de la Máscara de Hierro, que inaugura la tradición y encama la leyenda del preso político desconocido. Otros hombres son más presciencia que presencia y llegan a anteceder por años aquel momento histórico al que resultan imprescindibles como metáfora.
Un siglo antes su nombre habría tenido en Cuba una significación distinta. Los Aldama no sólo pertenecían a la aristocracia criolla: ellos eran la aristocracia de la aristocracia criolla: es decir que encarnaban la idea de la aristocracia en Cuba. Uno de los Aldama, Miguel, se mandó a hacer un palacio a la medida, como si lo encargara a un sastre, construido sin escatimar en piedra de cantería, mármoles y maderas preciosas. Adorno central, estaba al comienzo de uno de los más hermosos paseos de La Habana y, aunque el paseo fue luego una calle comercial y es ahora una calle fea, allí está todavía, convertido en museo colonial, su antiguo frontis multicolor raspado hasta la piedra desnuda y vuelto a cubrir por el hollín del siglo veinte, que lo ennegreció como si se tratara no del original en tres dimensiones sino de su reproducción litográfica. Sus largas columnas exteriores muestran, ya desde la suntuosa entrada neoclásica —la fachada es el espejo del alma del amo—, que su dueño había importado no sólo sus ideas políticas sino su estilo de vida de la Francia apodada Revolucionaria. Pero en su fuero interno Miguel Aldama aspiraba a ser lo contrario de un francés, es decir, un inglés oculto por una puerta íntima.
Había en su palacio una joya inaugural —el primer toilet inodoro que se instalaba en América. Este Aldama era un noble patricio que protegía las artes y las letras y abría las puertas de su palacio cada viernes para convertirlo en un salón literario. Era también un patriota noble y sus doblemente francas opiniones políticas le atrajeron la atención de las autoridades españolas primero y luego le trajeron el exilio. Como toda la aristocracia criolla, los Aldama eran esclavistas. Sus ingenios azucareros, sus plantaciones de caña y tabaco y sus mansiones, haciendas y personas, eran atendidos por miles de esclavos importados de África. Según la costumbre de la época, los esclavos de los Aldama también se llamaban Aldama. Por ironías de la historia o de la biología los Aldama blancos y aristócratas desaparecieron con el siglo de su apogeo y hoy el apellido ilustre de ayer lo llevan solamente los descendientes de sus esclavos negros. Pablo, alias Agustín, Aldama está vivo y es, por supuesto, nieto o bisnieto de esclavos. Aunque es posible que por sus venas corra alguna de la sangre de los Aldama originales, ya que más que negro es mulato oscuro.
La vida privada de Aldama no es muy conocida por mí, entre otras cosas porque él hablaba poco y cuando hablaba no hablaba de su vida privada. Además, no debe de haber sido una vida muy venturosa, excepto porque atesoraba una foto de su sobrina como si se tratara de una hija. (O tal vez se tratara de su hija, porque una de las cosas que descubrí estudiando a Aldama es que el hombre parco puede ser un mentiroso parco). Cuando hablaba, Aldama hablaba de su vida pública y sobre todo de sus méritos revolucionarios. A juzgar por la pasión locuaz que este hombre taciturno ponía en enumerar sus virtudes cívicas, sus credenciales no debían ser legítimas. Pero en todo caso es cierto que antes había sido, como se dice, un hombre de acción y conservaba celosamente las cicatrices testimoniales de aquella época. Había militado en uno o varios de los llamados en Cuba «grupos de acción» de los años cuarenta, y algunas lagunas, ciertas reticencias, parecían indicar que había cambiado de bando a menudo. No que hubiera sido un traidor sino, como dijo el Argentino, «hombre de sucesivas y encontradas lealtades».
En uno de estos grupos siempre escudados en siglas, la UIR, Aldama conoció o decía que conoció a Fidel Castro, entonces un matón amateur. La Unión Insurreccional Revolucionaría contrariaba en sus actos la fácil tentación de hacer de sus siglas un verbo —huir—, pues estaba compuesta por hombres de una valentía puesta a prueba demasiadas veces. Singularmente sus miembros compartían con su vesánico jefe, Emilio Tro, el gusto por un humor que no podía ser más que negro. Se daban mutuamente apodos risibles —así un cojo de guerra era conocido como Patachula, otro a quien un tiro le desbarató la boca se llamó desde entonces Comebalas, dos asesinos gemelos eran conocidos como los Jiamgua, uno de los jefes, J. Jesús Jinjauma, tenía un segundo llamado Lázaro de Betania y cuando liquidaba a un antiguo deudor de venganzas colgaban de su cuello un letrero que invariablemente decía: La Justicia tarda pero llega. En una ocasión lograron reunir en un solo golpe audaz el humor negro, la valentía bravucona, la perfección técnica del asesinato, ciertas aficiones literarias y el nombre de Castro.
Otro de los grupos de acción, la ARG, capitaneado por otro Jesús G. Cartas, más conocido por el seudónimo de El Extraño, que hacía honor a su cara, había puesto a punto una técnica de matar importada de la «época caliente» de Chicago. Consistía simplemente en utilizar dos autos para un solo atentado criminal cuando se trataba de saldar cuentas con una pandilla rival. Uno de los autos pasaba frente al objetivo o blanco para —como decían los periódicos de entonces, usando términos de jardinería— rociar de plomo la entrada de la casa marcada. Cuando, pasada la alarma y para comprobar que no había heridos, salían a la calle los matones airados, a veces impelidos a tirar tiros inútiles al auto que huía, aparecía en el horizonte trasero otro auto alevoso que disparaba a mansalva sobre el grupo expuesto. De esta forma atacaron la casa de la madre de Jesús Jinjauma en el momento en que la UIR celebraba allí una reunión. La organización decidió responder al ataque, asumir los riesgos y devolver la técnica de asalto a sus orígenes —con un toque original.
La revancha tuvo lugar en el Chicago de Hollywood. Manolo Castro —Director nacional de Deportes, antiguo líder universitario y miembro del MSR, organización aliada a la ARG— conversaba con un amigo empresario en el vestíbulo de su cine «para familias» llamado, afectuosamente, Cinecito. Súbitamente una máquina pasó a toda velocidad y ametralló la fachada del teatro. Castro y su amigo se refugiaron tras la taquilla y resultaron ilesos. Pasado un tiempo, y viendo que el segundo carro fatal no aparecía, salieron a la calle. Fue entonces que dos pistoleros a pie y apostados en la acera de enfrente tiraron sobre ellos. El empresario fue herido gravemente y sobrevivió, pero Manolo Castro cayó muerto bajo la marquesina luminosa.
La ARG, el MSR y un solitario fiscal acusaron al otro Castro, a Fidel, sin parentesco, de ser el tirador certero, aunque no se probó su culpa entonces tanto como su inocencia ahora. Pero Emilio Tro en su tumba —había muerto, poco antes, atacado alevosamente estando desarmado, como Manolo Castro, enfrentado con fuerzas coaligadas del MSR y la ARG, al final de una batalla campal en plena ciudad de Marianao, durante la cual se usaron ametralladoras, rifles y tanques, muerte que fue, irónicamente, filmada por un noticiario local—, Emilio Tro en el más allá de los violentos debió sonreír descarnadamente último: estaba en la mejor tradición de la UIR que hubiera dos Castros en el campo de batalla. Era sobre todo cómico esto de que Castro matara a Castro.
Fue allí, repito, en que Aldama decía que conoció a Fidel Castro. Es posible. Lo que sí era cierto es que Aldama guardaba de estos tiempos una huella indeleble: había recibido un tiro en la cabeza que le salió por un ojo. Ahora era tuerto y a su ojo único añadía unas terribles neuralgias en el lado de la cara por donde le entró o salió la bala. Esto lo supe después. En un principio ni siquiera noté que no tenía más que un ojo: usaba unos sempiternos espejuelos negros que no le dejaban ver no ya el ojo ausente, ni siquiera el presente.
El día que lo conocí acababa de llegar a la embajada. Había estado durmiendo para recuperarse del viaje y luego se apareció a media tarde en la cancillería. Apenas si cabía por la puerta: era un gigante que medía seis pies seis pulgadas. Nunca había visto yo un cubano tan alto. Tenía los brazos y los pies desmesuradamente largos y sus manos eran gigantescas garras de hueso: era extremadamente flaco. Hablaba además con una voz grave y profunda y cuando lo hacía hablaba poco. Sus grandes gafas oscuras, su quijada prominente y su pelo pasudo cortado muy corto, destacaban su cráneo apenas cubierto de carne. La impresión general era de un hermetismo muy eficaz: Aldama era ahora un policía de seguridad, empleado por el ministerio de Relaciones Exteriores. Al menos eso era lo que él se complacía en aparentar que era. Pero eso fue al final.
Al principio llegó supuestamente enviado por un viceministro amigable para resolver amigablemente las diferencias entre el embajador, Gustavo Arcos, y su primer secretario, Juan José Díaz del Real. El viceministro, Arnold Rodríguez, había oído rumores precisos: hasta él había llegado la noticia de que el embajador y su primer secretario se pedían la cabeza ahora, después de haber llegado a la embajada como los mejores amigos (el embajador había pedido el envío de su primer secretario como un favor personal), y hasta se temía que la situación degenerara en violencia. Díaz del Real ya había matado a un exilado cubano en Santo Domingo, cuando era Ciudad Trujillo, y él el embajador en República Dominicana. Su acción por poco le cuesta la vida y el incendio de la embajada cubana. Arcos, por su lado, había tomado parte en el asalto al cuartel Moncada en 1953 y, aunque era un hombre pacífico, era capaz de ponerse violento. Los dos andaban siempre armados con sendas pistolas. Aldama era supuestamente amigo de los dos —es más, cuando llegó parecía ser más amigo de Gustavo Arcos que de Díaz del Real, pero eso fue cuando llegó.
Pronto cambió de bando —o mejor se afilió a uno de los bandos y se puso de parte de Díaz del Real y en contra de Gustavo Arcos. Al principio de soslayo, hablando en la cancillería cuando estábamos solos, luego esto fue siempre porque estábamos siempre solos, ya que Pipo Carbonell (el otro funcionario cubano, tercer secretario de la embajada) había hecho causa común con Arcos y al mismo tiempo se había peleado con Díaz del Real, que había sido su padrino y quien pidió a Arcos que lo trajeran a Bélgica. En este crucero de lealtades y deslealtades diferentes y encontradas estaba yo tratando de sobrevivir como agregado cultural, sin liarme a un grupo o al otro, por mi cuenta, usando la astucia para sobrevivir y en un principio lográndolo por mis conocimientos de francés solamente, pues en un determinado momento era el único en la embajada (Arcos ahora en sanatorio checo, tratando de que le curaran la herida incurable que le produjeron cuando el asalto al Moncada) que hablaba francés. El equilibrio era precario y en un momento difícil, ya que una intriga de Carbonell me distanció de Arcos por un tiempo— hasta que este se dio cuenta de que tenía demasiados enemigos en la embajada y de que mi labor era imprescindible para su supervivencia. Por este tiempo Aldama ya casi no hablaba con Arcos, pero no había olvidado las sucesivas confidencias que Arcos le había hecho (como le hacía a cualquiera que considerara ser su amigo), muchas de ellas de índole política muy seria, de confidencias acerca del carácter nefasto de Fidel Castro que llegaban a ser casi escandalosas. Todo esto Aldama (y por su parte también Díaz del Real) lo atesoraba para usarlo en un futuro contra Arcos.
Aldama vivía en el último piso de la embajada, en un cuarto pequeño, que había convertido casi en una guarida, al que entraba directamente por el elevador desde el garage. Allí lo fui a ver una vez que desapareció durante días y estaba aparentemente enfermó, tirado sobre la cama grande a la que hacía minúscula su enorme cuerpo tumbado. Estaba sufriendo una de sus neuralgias faciales de a menudo. La criada, una gallega amable, ignorante y buena, lo oyó quejarse una noche y se levantó para preguntarle si algo le hacía daño y él había respondido que nadie le hacía daño. Me lo contó al día siguiente y así fue como subí a su cueva. Había en ella un olor indescriptible, ya que estaba herméticamente cerrada la ventana única y el cuarto estaba a oscuras. Fue la única vez que lo vi sin sus espejuelos negros y pude observar su ojo tuerto, alargado y muerto, como de vidrio, tal vez de vidrio. Con el otro miraba cada uno de mis movimientos nerviosos por el cuarto —y confieso que sentí miedo entonces: no sé a qué, no se a quién, tal vez recordara el pasado terrible que había producido este cíclope, tal vez tuviera entonces una intimación del futuro y del papel que este aparente inválido jugaría en él. Sé que me fui del cuarto con suficientes elementos como para tenerle pena— pero no sentía ninguna.
Con el tiempo la situación se hizo insostenible en la embajada. Hubo un momento en que Díaz del Real sacó su pistola del buró y subió a ver a Gustavo Arcos, que lo había llamado, mientras decía, rastrillando el arma: —¡A ese hijoeputa lo mato yo hoy! Recuerdo que me quedé sentado a mi escritorio, inmóvil, esperando oír las detonaciones. Pasó un rato demasiado largo y al cabo reapareció Díaz del Real, se sacó la pistola de la cintura, la descargó y la volvió a poner en la gaveta— todo esto sin decir palabra. Más nunca volvió a mencionar el incidente ni dio explicaciones de por qué no había matado al embajador ese día. Fue así que yo tuve la impresión definitiva de que en realidad pensaba matarlo y su acto de cargar el arma significaba mucho más que una simple bravata.
La intolerable situación se disipó un tanto cuando Díaz del Real fue trasladado a Finlandia, de encargado de negocios. Esto fue a principios del verano de 1964. Poco después las relaciones entre Gustavo y yo eran inmejorables. Por su parte, Aldama no manifestaba ninguna enemistad hacia mí y había heredado el antiguo buró de Díaz del Real, aunque, al contrario que este, aquel se pasaba el día sin hacer nada. Ese verano ocurrieron muchas cosas. Mi madre estaba de visita en Bélgica desde principio del invierno y se preparaba para regresar a Cuba vía Madrid, donde ya estaba mi hermano trabajando como agregado comercial. Me operé de la garganta. Recuerdo que la última crisis de amigdalitis la apresuró o la provocó una salida con Aldama, que se empeñaba en visitar un bar belga asombrosamente llamado New York —digo asombrosamente porque estaba regenteado por una belleza marroquí. Fue al regreso, esa noche, que vomité todo lo que había tomado y comido (Aldama había vomitado en la calle: vino y restos no digeridos de la comida) y la fiebre me subió a cuarenta y medio. Al otro día el médico recomendó una operación de urgencia, y quince días después estaba sin amígdalas y despidiendo a mi madre y a mis hijas, a las que esperaba ver en Cuba, cuando una euforia postoperatoria me hizo ver que las podía ver todavía en Madrid. Así inicié mi viaje en mi viejo (por querido no por tiempo) Fiat 600 desde Bruselas hasta Málaga, pasando por Madrid, para recoger a mi madre y a mis hijas y llevarlas a todas, junto con mi mujer a recorrer el sur de España.
A mi regreso, quince días más tarde, encontré que Arcos (era ya mediados de agosto) planeaba un nuevo viaje de vacaciones a Cuba. No vendría nadie de La Habana a sustituirlo y por jerarquía diplomática yo debía ocupar el cargo de encargado de negocios ad interim. Fue entonces que Aldama comenzó a cambiar, aunque yo no lo noté al principio. Pocos días antes, al contrario, él se había comprado una cámara de cine de 8 mm y había usado todo un rollo de película para retratar a mi madre. Esto fue antes de que ella y yo fuéramos a España. A la vuelta todavía conversábamos en el sótano, donde estaba la cancillería, y él se refería a allá arriba (el primer piso, donde estaban las oficinas del embajador la casa, el segundo piso, donde vivían sus enemigos predilectos, Arcos y Pipo Carbonell) como el lugar donde habitan los malos. Yo, en cambio, pertenecía a aquí abajo. Pero pronto en su conversación había pullas referentes a mis buenas relaciones con el embajador —Arcos no tenía entonces otro nombre para él, aunque pocos meses antes se llamaba «mi hermano Gustavo». Luego, la parca conversación se hizo casi toda pullas, hasta que finalmente cayó en su mutismo de siempre, aunque seguía bajando al sótano y todavía se sentaba a mirar papeles en blanco con su ojo único. Pronto dejaría de hacer siquiera esto.
Finalmente Arcos regresó a Cuba y la mujer de Pipo Carbonell regresó con él, quedándose Pipo en la embajada por un tiempo más. Yo pasé al primer piso a trabajar como encargado de negocios y me mudé al segundo piso con mi mujer. En ese piso, al otro extremo de la casa, vivía también Pipo Carbonell. Aldama seguía habitando su cueva del último piso. Entonces su trato hacia mí se hizo más hermético, si esto era posible, al tiempo que dejó de aparecer por la embajada. Se levantaba tarde y almorzábamos todos casi en silencio, no sólo porque Aldama no dijera nada, sino porque Pipo Carbonell temía hablar delante de él. En esos alegres almuerzos Aldama se sentaba frente a un aparador que quedaba detrás de la mesa del comedor y, reflejado en los cristales del mueble, veía todo lo que pasaba detrás de él. A veces yo sorprendía su ojo ubicuo por un costado de los espejuelos negros y había en él un brillo único. En ocasiones se sonreía para sí. Siempre sin decir palabra. Su presencia en los almuerzos era tan torva que Pipo Carbonell lo apodó el Tontón Macute. Pronto yo lo llamaría Jambon primo hermano de James Bond, de acuerdo con sus ocupaciones favoritas.
Si Aldama había venido, como dijo a su llegada, a echar aceite diplomático sobre las encrespadas aguas cubanas en Bélgica, su misión había terminado con la salida de Díaz del Real para Finlandia y ahora quedaba sin tener su segundo objetivo cerca, ya que también Gustavo Arcos estaba fuera de la embajada en Cuba. Pero ahora comenzó a salir en misteriosas misiones en Bruselas. Aunque estaba mal equipado para ellas (no hablaba ni francés ni inglés y mucho menos flamenco y no había colonia cubana en Bélgica) a veces se pasaba dos días en estas salidas sin regresar a la embajada. Es cierto que una vez, hacía ya tiempo, había sido contactado por un cubano exilado, alguien que cojeaba porque era apodado el Cojo Kaysés o cosa parecida. Yo recuerdo verlo al crepúsculo belga saliendo de la embajada al tiempo que Díaz del Real le preguntaba si no iba armado, la pregunta hecha casi en clave pero lo suficientemente alto para oírla yo y oír también su respuesta estoica: «No, compañero, no hace falta», junto con la transformación de sus manos en puños. Nunca supe cuál fue el resultado de la supuesta entrevista con el susodicho cojo, pero aparentemente no salió nada de ella: Aldama siguió en la embajada y ningún cojo vino a engrosar las bien flacas filas de los exilados que hacían el viaje de vuelta a Cuba.
Ahora las misiones parecían tener otra naturaleza y Aldama se mostraba cada vez más misterioso, sin apenas hablar con nadie. Este silencio vino a interrumpirlo, aparatosamente, el incendio de su automóvil. Aldama había traído consigo (es un decir ya que él vino en avión y el auto en barco) un viejo Buick negro y enorme, que debía ser de por lo menos diez años atrás. Como no tenía lugar en el garage de la embajada lo guardaba afuera, junto a la acera. Llegado el frío, el Buick, evidentemente acostumbrado al calor de Cuba, se negó a arrancar y allí se vio durante buena parte del invierno, parado y cubierto de nieve, soturno, siniestro casi en su composición de un oxímoron: un automo inmóvil, antediluviano, gangsteril y por siempre inútil. Se quedó parqueado allí hasta la primavera cuando aparentemente le arreglaron su desperfecto. Entonces me pidió —y yo se lo concedí— buscarle un puesto en el garage. Y en el garage se pasaba las horas Aldama cuando estaba en la casa. De allí partieron un día unos gritos estentóreos llamándome urgentes: todos —Pipo, mi mujer y yo— corrimos escaleras abajo para encontrarnos el automóvil en llamas y a Aldama paralizado por el terror al fuego. Fue Pipo quien se lanzó sobre el motor y casi con sus manos desnudas apagó el incendio, surgido, justo lugar, en el encendido. Aldama había estado toqueteando el mecanismo y había provocado el fuego. Ese día, más tarde, cuando se hubo ido —cosa que hizo inmediatamente después que Pipo controló el incendio— nos reímos como locos, no tanto de la desgracia provocada por su autor, sino de la cara de Aldama en pánico. El automóvil, ahora definitivamente fuera de combate, quedó paralizado dentro del garage: mejor así: ya no producía la lamentable impresión que daba parqueado eternamente en la calle, para asombro de los vecinos bien que teníamos y deleite de los muchachos que cogían el carro como paradero de sus patinajes calle abajo.
En la embajada hubo una secretaria sustituta que era una belga jovencita, bastante feúcha de cara, pero alta y entrada en carnes, con las suficientes masas en las caderas y en las nalgas y en las tetas como para gustarle a un cubano. Ella por su parte estaba buscando quien le hiciera la corte. Primero lo ensayó conmigo y no tuvo, por supuesto, mucha suerte: aunque yo no hubiera estado casado nunca le habría puesto un dedo encima, no tanto por prurito diplomático como por motivos estéticos: detestaba su boca de pescado y para mí las bocas femeninas son muy importantes. Luego ella ensayó con Pipo y tuvo menos suerte. Finalmente parece que le tocó el turno a Aldama: lo cierto fue que los vimos paseando por un parque, cogidos de las manos, tiempo después de haber dejado la muchacha su trabajo en la embajada. Esto no tiene la menor importancia si no se dice que, después de la partida de Aldama, llamaba a la embajada una belga con voz nada joven, para maldecir a los que habían hecho ir a su Agustín para Cuba. Es evidente que nuestro Jambón era tan eficaz con los espías como con las damas, honrando así a su primo inglés.
Hablando de espías. Aldama, que no trabajaba en la embajada, que no trabajó nunca ya que no había nada que él supiera o pudiera hacer, dejó de hacer sus extrañas salidas para concentrarse en la embajada. Había hecho liga con el consejero comercial (que pertenecía a otro ministerio, que tenía oficinas en otra parte de Bruselas, que no vivía en la embajada) para, según murmuró un día, «poner aquí las cosas en claro». «Aquí» era evidente que era la embajada —¿o tal vez se refiriera a toda Bélgica? En otra ocasión, como mi mujer hiciera una limpieza cabal de la cocina de la embajada, en la que ella iba a cocinar y la que encontró muy descuidada, dijo entre dientes: «Parece mentira, los contrarrevolucionarios hacen más por Cuba que los revolucionarios». Yo le dejé pasar el comentario, como otros muchos, porque creía que sus días estaban contados— Gustavo Arcos me había prometido, al decidirme a hacerme cargo de la misión, que Aldama estaría de regreso a Cuba en pocos días. Estos pocos días, hay que decirlo, se volvieron semanas primero, luego meses y más tarde una eternidad. Ahora la atención de Aldama se había vuelto hacia los asuntos personales de Arcos. Estaba interesado, sobre todo, en echar mano al estado de cuentas de su cuenta bancaria, sabe Dios con qué propósito: tal vez para remitirlo a Cuba, aunque Arcos no había cometido otro delito que poner en el banco sus ahorros personales. Como otras veces, fue tan eficaz como discreto. «El señor embajador está envuelto en llamas», dijo un día al sentarse a la mesa a almorzar y no dijo más. Pero esto fue suficiente para que mi mujer y yo le cuidáramos la espalda a Arcos. Llamé al banco y dejé dicho que no se mandaran más estados de cuentas al embajador hasta que él regresara. Al mismo tiempo mi mujer tenía el trabajo de levantarse todos los días muy temprano para esperar el primer correos que llegaba a las ocho. Aldama se levantaba siempre tarde, pero una o dos veces mi mujer lo vio rondando por la casa, tal vez esperando al correos, tal vez en busca de otra cosa. ¿Pero qué? ¿Qué más había en la embajada que pudiera perjudicar a Arcos en Cuba? ¿Qué hacer para librarnos de Aldama?
En diciembre tuve que dejar dos veces la embajada. El día 14 mi mujer y yo nos fuimos a Ruan, en Francia, en cuyos alrededores estaba viviendo temporalmente Carlos Franqui. Pasamos allí dos días, preocupados con lo que podía ocurrir entre Aldama y Pipo, y regresamos el día 26. No había pasado nada, afortunadamente. El día 28 me fui a Barcelona, a recibir el premio Joan Petit Biblioteca Breve, concedido por la editorial Seix Barral a una novela mía, la primera. Estuve dos días nada más en Barcelona, yo solo, y en ese tiempo me preocupaba mucho qué podía hacer Aldama contra mi mujer en la embajada. A mi regreso me encontré que Aldama y el encargado comercial (cuyo nombre no vale siquiera la pena mencionar) habían estado rondando la casa todo el tiempo y que hicieron una llamada misteriosa a Madrid, aparentemente a la embajada de Cuba allá. Como otras veces, Aldama repetía su técnica de misteriosa indiscreción o de indiscreto misterio. En realidad el objetivo de sus actos era aterrorizar —¿pero qué miedo podía inspirar este pobre aprendiz de agente secreto? ¿Qué misterios podía revelar? ¿Qué conspiraciones descubrir? En la embajada, como en nuestras vidas, todo era diáfano y transparente: yo no era más que un funcionario que trataba de cumplir con su deber y mi mujer y Carbonell, mientras estuvo allí, me ayudaban en esta comisión. No había que temer a Aldama, lo que había era que deshacerse de él, este peso muerto sin función. Y sin embargo su técnica de miedo tenía su eficacia.
Consistía en deambular por el edificio a las horas más inesperadas. A veces se le sentía caminar por los pasillos a las tres de la mañana. Otras desaparecía y aparecía cuando menos se le esperaba. No era raro verlo reaparecer después de días de ausencia y entrar en la embajada como si acabara de dejarla. Al principio murmuraba alguna excusa que hacía aparecer sus salidas como importantes comisiones, pero después ni siquiera se molestaba en justificar su extraño comportamiento. En una ocasión se apareció en mi oficina para pedirme que le cambiara en moneda belga un billete americano de cincuenta dólares. Cómo llegó este billete a su posesión es todavía un misterio espeso, pero creo que su objetivo al pedirme que se lo cambiara —podía haberlo hecho en cualquier banco o agencia de cambio— fue picarme la curiosidad y hacerme preguntarle de dónde había sacado aquel dinero. (Hubo en su actitud una nota vaga que parecía inducirme a precisar aquel dinero como obtenido de agentes americanos, pero este gesto fue tan borroso que no pude asegurar jamás que esto fue lo que él pretendía). Así las cosas, llamé a Gustavo Arcos varias veces a La Habana pidiéndole que me librara de la presencia ominosa de Aldama. Pero sin resultado positivo. En una ocasión que pedí la llamada cuando no estaba en la embajada —siempre aprovechaba sus ausencias para comunicarme con Arcos—, esta llegó en el momento que Aldama volvía sorpresivamente. Fue digno de una película de suspenso, verme esperando en el sótano la llamada, mientras oía arriba cómo Aldama se paseaba por el primer piso de la cancillería. Finalmente conseguí descolgar el teléfono al primer timbrazo y hablar con Arcos en La Habana sin que Aldama se diera cuenta de nada.
Por aquellos días vino a visitarnos Luis Ricardo Alonso, embajador cubano en Londres, y su esposa. Como viejo amigo que era, le expliqué a Luis Ricardo lo que pasaba con Aldama y él mismo tuvo ocasión de verlo con sus propios ojos en el poco tiempo que permaneció en la embajada. También vino de visita Juan Arcocha, que era attaché de prensa en París, y juntos, Arcocha y Alonso, planearon cómo librarme de Aldama: Arcocha se lo diría a su embajador en París y Alonso se comunicaría con alguien importante en el ministerio, presumiblemente el propio ministro. También ocurrió una reunión de jefes de misión de Europa Occidental y allí Alonso y Carrillo, el embajador en París, parece que plantearon el caso al viceministro Arnold Rodríguez porque en una de las sesiones Alonso me dijo, hablando desde el otro lado de la mesa, «Ya te libramos de tu pesadilla». Luego, en un viaje por separado que hice a París para reunirme de nuevo con el viceministro, este me dijo, expresamente: «Comunícale a Aldama que tiene que regresar enseguida a La Habana», y luego añadió: «Díselo con cuidado no se nos vaya a asilar». Era la primera vez que yo oía hablar de tal posibilidad, pero aquella advertencia conectaba las salidas misteriosas y el billete de cincuenta dólares y su hermética misión con una posible defección.
Tan pronto como regresé a Bruselas, mandé a llamar a Aldama por medio de la secretaria. Yo había observado que mis salidas a Madrid y a París, las que le había comunicado ex profeso, lo habían puesto ligeramente nervioso, nerviosismo apreciable por encima de su hermetismo habitual. Ahora, cuando entró en mi despacho, juro que casi lo vi temblar, temblor que se hacía más perceptible por su gigantesca estatura. Yo temía que él tuviera una reacción inesperada al conocer la noticia de su traslado a La Habana y no en las mejores condiciones y había dejado abierta la gaveta en que Gustavo Arcos guardaba su pequeña pistola de bolsillo. Suena a melodrama barato, pero yo estaba dispuesto a usar el arma si Aldama hacía el menor gesto amenazador —que no era tan extraño en él como pueda parecer. Pero él aceptó la noticia de su regreso a Cuba sin muestras de violencia. Solamente pidió que le dieran más tiempo «para embarcar su auto en Amberes y arreglar sus asuntos en Bruselas». Claro que esto era una medida dilatoria. Para disuadirlo, le dije lo que había añadido Arnold, aclarándole que las sospechas de que él pudiera pedir asilo venían de la alta jerarquía del ministerio. Esta revelación pareció cegar su ojo único y se revolvió molesto. Enseguida dejó de tutearme: «Bueno, compañero— dijo y era cómico verlo usar esta forma de apelación —, yo le pido que envíe usted un cable al ministerio comunicando mi petición de embarcarme no ahora sino dentro de quince días».
Él tema derecho a hacer aquella petición y cursé el cable. Cuando vino la respuesta afirmativa a su demanda, pareció engallarse y dijo: «Bueno, parece que en el ministerio sí saben lo que hacen». Aquella fue una de las últimas veces que hablé con él y había en su voz y en sus gestos una clara declaración de guerra: era visible que desde entonces se había propuesto destruirme y que para lograrlo no sólo iba a conseguir la ayuda de su hermano, sino conjuntar su vieja influencia con los organismos de seguridad del Estado. Aquella frase fue la primera piedra o el primer proyectil que él me lanzó para hundirme: ahora era obvio que no descansaría hasta conseguirlo. Su puntería era mala pero contaba además con la ayuda de sus padrinos, ayuda que yo alegremente —en la euforia del triunfo del bien sobre el mal— deseché como deleznable, pero que en fin de cuentas mostró que había triunfado el bien sobre el mal sólo momentáneamente. El futuro inmediato (y todavía más: el futuro mediato) se encargaría de mostrarme que mi seguridad aparente de entonces no fue más que una forma velada del hybris.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Mea Cuba. Guillermo Cabrera Infante.


(Fragmento).
   Cabrera Infante no ha dejado de intervenir —a lo largo de un exilio que comenzó en 1965— en ninguna de las diversas polémicas suscitadas desde que Fidel se hizo con el poder en Cuba, de ahí que en este amplio escenario desfilen los principales personajes de la tragedia cubana y los de su vida literaria. Aquí están todos los escritores estigmatizados: desde Heberto Padilla, al difunto Reynaldo Arenas; aquí están también todos los que por diferentes razones y con distintas actitudes se quedaron en Cuba, desde José Lezama Lima hasta Alejo Carpentier. Y detrás de todos los actores, moviendo los hilos, el máximo titiritero, Fidel, definido como un Cristobal Colón a la inversa. Humor negro en muchos momentos que relata con detalle la historia que tantas veces se ha repetido a lo largo del siglo XX, la de una dictadura que amordaza, reprime, miente y mata y la de los talentos por ella condenados en una guerra de propaganda que todavía hoy no ha terminado. Es la compilación de escritos sobre la política cubana mas importante desde la que hiciera José Martí.

      A Néstor Almendros,
   un español que supo ser cubano
   
  «Cuba nos une en extranjero suelo.»    JOSÉ MARTÍ      

 Los ensayos y artículos que siguen (y una o dos entrevistas) fueron publicados originalmente por Primera Plana, Agence France Press, El País, ABC, Diario 16 y Cambio 16, Quimera, Claves, Vuelta, El Nuevo Día, Die Zeit, NZZ Folio (Neuen Zürcher Zeitung), The London Review of Books, The Daily y Sunday Telegraph, The Independent y las revistas literarias americanas Linden Lane, Salmagundi y Escandalar y señalizados luego.

 AVISO 


   He demorado, tal vez demasiado, la publicación en un libro de estos ensayos y artículos publicados en todas partes de 1968 hasta ahora. Sostenía la opinión de que su salida, junto con la caída de un régimen de oprobio, resultaría para mí una suerte de colofón político: no más banderas. Pero cada día confirma mi convicción, expresada antes dondequiera, de que la celebración del medio milenio del descubrimiento de esa isla, que se podría llamar la Infortunada, es una ocasión tan oportuna y tal vez más legítima que la fuga o la muerte de un tirano. Cuba no fue descubierta para la historia hace cinco siglos sino para la geografía: un hecho más decisivo que la aberración histórica que nos aflige desde hace treinta y tres años. La Historia, es decir el tiempo, pasará, pero quedará siempre la geografía, que es nuestra eternidad.
   GCI
   Londres, 22 de abril de 1992

 GÉNESIS 


   Cuba fue descubierta por Cristóbal Colón y sus compañeros de viaje (los hermanos Pinzón, los Rodrigos de Triana y de Jerez, el converso Luis de Torres y las diversas y unánimes tripulaciones) el 28 de octubre de 1492, domingo.
   «Dice el Almirante», llevado por la pluma del padre las Casas «que nunca cosa tan hermosa vido». Es decir, era una versión del paraíso.
   En un mapa de América cuando todavía no se llamaba América, en 1501, Cuba aparece dos veces. Primero como una isla, después como un continente.

 ÉXODO 


   Salí de Cuba el 3 de octubre de 1965: soy cuidadoso con mis fechas. Por eso las conservo. Es así que puedo decir: «El año que viene en La Habana.»

 NAUFRAGIO CON UN AMANECER AL FONDO


   Mea Cuba surgió de la necesidad de darle coherencia (o, si se quiere, cohesión) a mis escritos políticos. O a la escritura de mi pensamiento político —si es que existe—. En el libro está mucho de lo dicho por mí hasta ahora acerca de mi país y de la política que le ha sido impuesta con crueldad nunca merecida.
   Mis ensayos y mis artículos políticos tratan de elucidar algunos de los que se pueden llamar problemas de Cuba, mientras me explico a mí mismo ante el lector como un conundro histórico. ¿Qué hace un hombre como yo en un libro como éste? Nadie me considera un escritor político ni yo me considero un político. Pero ocurre que hay ocasiones en que la política se convierte intensamente en una actividad ética. O al menos en motivo de una visión ética del mundo, motor moral.
   Mis padres —mis amigos lo saben de sobra— fueron fundadores del Partido Comunista cubano. Crecí con los mitos y las duras realidades de los años treinta y, sobre todo, de los años cuarenta y entre las contradicciones no del capitalismo sino del comunismo. Algunas muestras de un libro de los ejemplos: Stalin que colgaba junto a un Cristo en la sala de mi casa (cuando tuvimos sala, las más veces era un cuarto sólo para toda la familia: la famosa escena del camarote abarrotado de Groucho Marx en Una noche en la ópera fueron mil y una noches en mi casa gracias al otro Marx), Batista despreciado por tirano, mis padres presos por Batista, Batista elegido con ayuda del Partido Comunista y la colaboración entusiasta de mis padres, sobre todo de mi madre, pacto Hitler-Stalin. entonces: «Cuba fuera de la guerra imperialista», Hitler invade Rusia soviética, luego: «Todos a apoyar a la URSS en su lucha contra la Bestia Nazi.» Eran lemas y temas contradictorios para cualquiera que no fuera comunista. O para el que vivía, como yo, en un hogar comunista con un padre responsable de propaganda del partido.

   Alguna gente pensará que mi título es irreverente. Son los reverentes de siempre. No creo hacer una revelación inesperada si digo que el título viene de Cuba y Mea culpa. Cuba es, por supuesto, mea maxima culpa. Pero, ¿qué culpa? Primero que nada la culpa de haber escrito los ensayos de mi libro, de haberlos hecho públicos como artículos y, finalmente, de haberlos recogido ahora. No hay escritura inocente, ya lo sé. Mea Cuba puede querer decir «Mi Cuba», pero también sugiere la culpa de Cuba. La palabra clave, claro, es culpa. No es un sentimiento ajeno al exilado. La culpa es mucha y es ducha: por haber dejado mi tierra para ser un desterrado y, al mismo tiempo, dejado detrás a los que iban en la misma nave, que yo ayudé a echar al mar sin saber que era al mal.
   La metáfora del barco que naufraga y un lord Jim cubano que se salva se completa no con la frase favorita de Fidel Castro («¡Las ratas abandonan el barco que se hunde!», gritó en un discurso con esa obsesión zoológica suya de llamar a sus enemigos, aun los que huyen, sobre todo los que huyen, con nombre de alimañas: ratas, gusanos, cucarachas), sino con el hundimiento del Titanic: la nave que no se podía hundir destinada, precisamente, a hundirse. Un solo miembro de la tripulación logró escapar con vida, el teniente Lightoller. Interrogado por un severo juez inglés (todos los jueces ingleses son severos) por qué había abandonado su barco, Lightoller respondió sin soma: «Yo no abandoné mi barco, señoría. Mi barco me abandonó a mí.»
   Muchos exilados cubanos pueden decir que nunca abandonaron a Cuba: Cuba los abandonó a ellos. Abandonó de paso a los mejores. Uno fue el comandante Alberto Mora, suicidado. Otro es el comandante Plinio Prieto, fusilado. Todavía otro, el general Ochoa, chivo expiatorio. Pero si algo colma la medida del abandono y el desamparo es el exilio. Uno siente de veras que es un náufrago («sálvese el que pueda») y nada puede parecerse más a un barco que una isla. Cuba, además, aparece en los mapas arrastrada por la corriente del Golfo, nunca anclada en el mar Caribe y dejada a un lado por el Atlántico europeo. Decididamente es un barco a la deriva. En la furia del discurso, Fidel Castro fue incapaz de controlar la metáfora del barco que se hunde y las ratas desafectas y tuvo que añadir apresurado, casi en desespero: «Pero este barco nunca se hundirá.» Ese antepasado suyo, Adolfo Hitler, repitió antes esas mismas palabras en 1944: «Alemania jamás se hundirá.» (La ausencia de exclamaciones es culpa del desgaste del poder.) Los sobrevivientes del naufragio saben más y mejor: de Alemania, de Cuba.
   Mis amigos lo han pedido, mis enemigos me han forzado a hacer un libro de estos obsesivos artículos y ensayos que han aparecido en la Prensa (decir mundial sería pretencioso, decir española sería escaso) a lo largo de veinticinco años y casi treinta de exilio. Ellos provocan y repelen una nostalgia que cabe en una sola frase: «¡Lejana Cuba, qué horrible has de estar!» La eyaculación mezcla a dos exilados ilustres de hace cien años, él cubano siempre, ella hecha española: la Avellaneda y Cirilo Villaverde, con el sentimentalismo de un tango. Después de todo, el tango nació, como yo, en Cuba.

Guillermo Cabrera Infante. Novela póstuma: La Ninfa Inconstante.




Guillermo Cabrera Infante 
La Ninfa Inconstante
(Fragmento). Sinopsis 



El libro inédito de Guillermo Cabrera Infante que su viuda da a conocer tras la muere del autor. Muestra a las claras todas las facetas del estilo de Cabrera Infante: los juegos de palabras que tanto fascinaban a ese infatigable explorador del lenguaje, sus referencias cinematográficas y literarias, el gusto por las expresiones del habla popular y ese personalísimo y exquisito sentido del humor que puebla cada una de sus páginas.



Autor: Guillermo Cabrera Infante
Generado con: QualityEbook v0.60

 Ces nymphes, je les veux perpetuer

STEPHANE MALLARMÉ

 Ceci n 'est pas un conte

DENIS DIDEROT




Si encuentras anglicismos, corrector de pruebas que no apruebas, no los toques: así es mi prosa. Déjenlos ahí quietos en la página. No los muevan, que no se muevan. Después de todo, esta narración está escrita en Inglaterra, donde he vivido más de treinta años. Una vida, como diría mi tocayo
Guy de Maupassant, en passant. De mot passant.

 PROLOGO



SEGÚN la física cuántica se puede abolir el pasado o, peor todavía, cambiarlo. No me interesa eliminar y mucho menos cambiar mi pasado. Lo que necesito es una máquina del tiempo para vivirlo de nuevo. Esa máquina es la memoria. Gracias a ella puedo volver a vivir ese tiempo infeliz, feliz a veces. Pero, para suerte o desgracia, sólo puedo vivirlo en una sola dimensión, la del recuerdo. El intangible conocimiento (todo lo que yo sé de ella) puede cambiar algo tan concreto como el pasado en que ella vivió. Una canción contemporánea parece decirlo mejor que yo: «Cuando el inmóvil objeto que soy / encuentra esa fuerza irresistible que es ella». Los fotones pueden negar el pasado, pero siempre se proyectan sobre una pantalla —en este caso este libro. La única virtud que tiene mi historia es que de veras ocurrió.
Esta narración está siempre en el presente a pesar del tiempo de los verbos, que no son más que auxilios para crear o hacer creer en el pasado. Una página, una página llena de palabras y de signos, hay que recorrerla y ese recorrido se hace siempre ahora, en el mismo momento que escribo la palabra ahora que se va a leer enseguida. Pero la escritura trata de forzar la lectura a crear un pasado, a creer en ese pasado —mientras ese pasado narrado va hacia el futuro. No quiero que el lector crea en ese futuro, fruto de lo que escribo, sino que lo crea en el pasado que lee. Son estas convenciones —escritura, lectura— lo que nos permite, a ti y a mí, testigo, volver a ver mis culpas, revisar, si puedo, la persona que fui por un momento. Ese momento está escrito en este libro: queda inscrito.
Habrá momentos en que el ojo que lee no creerá lo que ve. Eso se llama ficción. Pero es necesario siempre que el lector confunda el presente de la lectura con el pasado de lo narrado y que ambos tiempos avancen en busca de un futuro que es la culminación de la acción en la narración. (Me gustan las rimas impensadas.) Pero hay que recordar que toda narración es en realidad un flashback. El ejemplo más nítido de flash-back es la narración que hace Ulises de sus aventuras y desventuras en la corte de Antinoo. Éste es un momento, más que épico, dramático, casi melodramático, ya que la narración de Ulises viene precedida por las notas musicales de la lira y el canto del cantor de la corte. Los narradores de cuentos de hadas siempre comienzan su historia con el imprescindible «Érase una vez». Como toda ficción es siempre érase una vez, esta narración mía no puede ser menos. Aunque es todo menos un cuento de hadas. Es, si acaso, un cuento de hados. De nada.
Tuve que hacer un hueco en medio de la realidad. Yo era, fui, ese hueco. Aunque parezca una declaración asombrosa, que no quiero que sea, La Habana no existía entonces. Recuerdo (es un recuerdo infantil en que ardo) una postalita de la serie Piratas de ayer. Cada postal venía con una galletita, que se compraba por la postal, nueva o no, repetida a veces. La galleta era un pretexto que sin embargo se comía. Una postalita se llamaba «Caminando el tablón» y presentaba a un hombre, en medio de un tablón que sobresalía de la nave. Era un bucanero. Bocanegra. De este lado del tablón estaban los conocidos compañeros de la costa, sable en mano. Del otro lado quedaba el mar desconocido y unos visibles tiburones que nadaban cerca del navío. El condenado sobre el tablón estaba, como dice el proverbio inglés, «entre el diablo y el profundo mar azul».




Ahora era yo el infeliz en el tablón. Que la vida se organice como una postal de piratas era lo que se llama una ironía. Ella se había encargado de contaminarlo todo. Era, de veras, como una infección. Ese verano ella lo había dominado todo, como domina una bacteria la vida. Pero había sido, en un momento de nuestro encuentro, una querida bacteria que produjo una infección amable. Larvado viví y estuve enfermo por un tiempo.
Pero no había realidad fuera de mí, de nuestra realidad. Como en las películas, el tiempo en la pantalla suspendía el tiempo afuera. Pero —eso lo veo ahora— la vida no es una película, por muy real que sea la vida. ¿Qué decir de los efectos especiales? La narración intenta llenar ese vacío, pero ese vacío es el centro de la narración porque era, ¿quién lo diría?, la propia Estelita. Una vez más, sólo la estela dejada por la fuga.
Contar (es decir, contando) implica correr riesgos. Uno de ellos es el riesgo que se corre en la vida, donde uno no cuenta. La vida está siempre en primera persona, aunque uno sabe cómo va a ser, «en un final», el final. La tercera persona, qué duda cabe, es más segura. Pero es también la transmisión a distancia que resulta siempre falsa. La falsa distancia es de la novela, la proximidad de la primera persona viene de la vida. La tercera persona no va a ninguna parte. Todo es ficción pero la primera persona, tan singular, no lo parece.
La vida es un prét-á-porter si pret es una abreviatura de pretérito. El Lector puede, si quiere, creer que nada ocurrió o que esta historia del periodista pobre y su hallazgo nunca tuvo lugar —excepto, claro, en mi memoria.

 LA NINFA INCONSTANTE



EL pasado es un fantasma que no hay que convocar con médiums o invocar con abra-esa-obra. Es en realidad del recuerdo un revenant irreal. No hace falta poner las manos sobre la mesa, palma abajo, o responder a los tres toques rituales o preguntar «¿Quién está ahí?». El espíritu del pasado siempre está ahí. Un vaso de agua y una flor amarilla bastan. No hay que repetir frases encantatorias o cast a spell: todos los muertos están ahí, vivos, exhibidos tras una vidriera negra, una cámara oscura, una obra de artificio. Los entes pasados viven porque no han muerto para nosotros. Vivimos porque ellos no mueren. Nosotros somos los muertos vivientes.
Es en pasado cuando vemos el tiempo como si fuera el espacio. Todo queda lejos, en la distancia en que el pasado es una inmensa pradera vertiginosa, igual que si cayéramos de una gran altura y el tiempo de la caída, la distancia, nos hiciera inmóviles, como ocurre con los clavadistas del aire, que van cayendo a una enorme velocidad y sin embargo para ellos no se cae nunca. Así caemos en el recuerdo. Nada parece haberse movido, nada ha cambiado porque estamos cayendo a una velocidad constante y sólo los que nos ven desde afuera, ustedes los lectores, se dan cuenta de cuánto hemos descendido y a qué velocidad. El pasado es esa tierra inmóvil a la que nos acercamos con un movimiento uniformemente acelerado, pero el trayecto —tiempo en el espacio— nos impide apartarnos para tener una visión que no esté afectada por la caída —espacio en el tiempo— voluntaria o involuntaria. El tiempo, aun detenido, da vértigo, que es una sensación que sólo puede dar el espacio.
El pasado sólo se hace visible a través de un presente ficticio —y sin embargo toda la ficción perecerá. No quedará entonces del pasado más que la memoria personal, intransferible.
No me interesa la impostura literaria sino la verdad que se dice con palabras que necesariamente van una detrás de la otra aunque expresen ideas simultáneas. Sé que una frase es siempre una cuestión moral. ¿Hay una memoria ética? ¿O es estética, es decir selectiva?
La memoria es otro laberinto en que se entra y a veces no se sale. Pero son fantásticos, innúmeros, los corredores de la memoria, fuera de la que hay un solo tiempo real y es aquel que se recuerda —es decir, yo mismo ahora en que la máquina de escribir es la verdadera máquina del tiempo.
Escribir, lo que hago ahora, no es más que una de las formas que adopta la memoria. Lo que escribo es lo que recuerdo —lo que recuerdo es lo que escribo.
Entre ambas acciones están las omisiones —que son los intersticios, lo que se queda. Es decir, mi hueco: el espacio del tiempo recordado.
Es tan fácil recordar, tan difícil olvidar... ¿No es eso lo que dice la canción? ¿O dice...? No recuerdo, lo he olvidado. Recordar es grabar en un idioma u otro. Pero olvidar no tiene equivalencia...
El amor es un dédalo delicado que oculta su centro, un monstruo oscuro.
Teseo, tu nombre es deseo. Ah, Ariadna, no te abandoné en Naxos sino en el Trotcha. Ahora desciendo al bajo mundo del recuerdo para traerte de entre los muertos. Tuve que vadear las aguas del Leteo, río del olvido, laberinto lábil, para encontrarte de nuevo. Caronte, que ya no trabaja en el puente sobre el río Almendares sino que limpiaba por una peseta el cristal que había nublado el salitre del Malecón, me dejó verte. Fue a través de otro parabrisas, esta vez de un taxi, que te volví a ver.
Parecería que ella ha muerto —y es verdad. ¿Es la muerte una extensión infinita de la noche? La muerte hace la vida un coto vedado. Pareciera raro que teniendo esta miniatura (en el sentido de pequeña pintura preciosa) al lado, me entregara a una reflexión sobre el bolero. Sucede que el ensayo lo escribo ahora. Entonces sólo oí la música.
Ella murió. ¿Se suicidó? No, murió de la muerte más innatural: muerte natural. La mató en todo caso el tiempo. Pero lo cierto, lo terrible, lo definitivo es que Estelita, Estela, Stella Morris está muerta. Ahora soy yo el que reconstruyo su memoria. Ella era una persona pero ha terminado convertida en ese destino terrible, un personaje. Hay que decir que ella era todo un personaje.
Ella murió, lejos del trópico, de Cuba. Pero ella no era en realidad del trópico o de La Habana o de esa Rampa donde la conocí —y decir que la conocí es, por supuesto, un absurdo: nunca la conocí. Ni siquiera la conozco ahora. Pero escribo sobre ella para que otros, que no la conocieron, la recuerden. En cuanto a mí, ella fue siempre inolvidable. Pero ahora que está muerta es más fácil recordarla. Y pensar que ella no existe ahora más que cuando la imagino o la recuerdo. Es lo mismo. Podría escribir mentiras, ya lo sé, pero la verdad es suficiente invención.
Digo que no la conocí y debo decir que la encontré; en la calle, una tarde, cuando era una despistada de los suburbios en el centro de La Habana, perdida. Pero fue para mí un encuentro. Hay un bolero que toca Peruchín que se llama «Añorado encuentro» y eso fue lo que fue. Curiosas las canciones cómo dictan los recuerdos. Néstor Almendros me dijo, cuando vino a visitarme y yo tocaba en mi tocadiscos «Down at the Levy» cantada por Al Jolson, que siempre que oyera esa canción recordaría la sala del apartamento, el sol que azotaba los muebles y las gentes y el mar allá lejos y yo sentado en el sofá, en camiseta, oyendo al viejo Al, Al muerto, Al Down at the Levy, waiting, for the Robert E. Lee, que era un barco de paletas navegando Mississippi abajo.
He vuelto a recorrer La Rampa anoche. No era un sueño, era algo más recurrente: el recuerdo. Recordé cuando vine a la calle O (Cero, O, Oh) con Branly. La Rampa era joven y yo también. Pero la esquina con O ya bullía.
La Habana era para mí entonces una isla encantada de la que era a la vez explorador y guía. Por un tiempo también me creía que era un Frank Buck del amor, que entraba en la selva para traerla viva y vivir los dos para contarlo —aunque yo era el único que podía levantar un puente entre el relajo y el relato. La Habana, qué duda cabe, era el centro de mi universo. En realidad era mi universo: una nébula clara. Recorrerla era un viaje por la galaxia. En el cielo había dos soles.
Esta historia no pudo ocurrir cinco años antes.
Entonces la calle 23 terminaba en L, y La Rampa no había sido construida todavía. Al fondo, paralelas con el Malecón, estaban las líneas del tranvía y, a veces, se veía venir un tranvía cuyas vías terminaban poco antes del infinito. Por supuesto el Hotel Nacional estaba ahí ya encaramado en un parapeto, pero donde hoy está el Hotel Hilton había una hondonada con un fondo plano de arcilla en que alguna vez vine a jugar a la pelota. Desapareció el campo de juego donde no gané una batalla, para hacerse ese campo de Venus, no de Marte, donde me fue mejor — aparentemente.
Todo comenzó en una tarde de junio de 1957. Hacía calor pero no hacía tanto calor. A ver si me entienden. Estamos pegados al trópico de Cáncer, en la zona tórrida, pero a la ciudad la refrescaba la corriente del Golfo. Ahí tiene millas mar afuera, en el límite de las aguas territoriales. Además estaba el aire acondicionado, tan usual como la música indirecta.
No creo que esté mal que la historia de una mujer empiece con un hombre porque ese hombre no fue de ninguna consecuencia para mí, pero la mujer sí. Además la mujer era entonces una muchacha. Aunque, por otra parte, el hombre, Branly, fue un factótum fatal: Mefistófeles para un joven Fausto. En todo caso fue por Branly que la conocí a ella tan temprano que todavía no tenía nombre.

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