miércoles, 9 de septiembre de 2015

Ocnos. Luis Cernuda.



REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS
HOMENAJE A LUIS CERNUDA
El poema en prosa en Luis Cernuda: Ocnos
Lorenzo Jiménez Rodríguez
(Universidad de Murcia).


 La obra de Cernuda es una exploración de sí mismo;

una orgullosa afirmación, al fin de cuentas no desprovista de humildad,

de su irreductible diferencia.

Octavio Paz

La naturaleza mixta del poema en prosa, presente desde su propia denominación antitética –poema, prosa- produce vacilaciones en el enfoque crítico que es preciso resolver antes de acercarnos al análisis específico de un autor o una obra. Ilustrativo a este respecto resulta el diferente lugar asignado a Ocnos por tan prestigiosos especialistas como Derek Harris y Luis Maristany, en sus dos ediciones de las obras completas de Cernuda. En un primer momento, en la edición de los años setenta,[32] todo el corpus del poeta sevillano se distribuía en dos tomos, uno para la obra en prosa, otro para el verso; Ocnos fue incluido entonces en el tomo de la producción en prosa, junto con las narraciones y ensayos. Veinte años más tarde[33], los mismos editores han completado y reorganizado el material literario en tres tomos, uno de poesía y dos de prosa, y en esta ocasión Ocnos ha sido incluido en el tomo de la obra poética. Esta corrección lejos de ser baladí constituye la principal modificación realizada por los editores en la reagrupación del material poético y así lo declaran expresamente en sus Criterios de Edición: “La principal novedad en cuanto al contenido de este primer tomo de poesía, respecto al publicado en Barral Editores, estriba en la inclusión de los libros Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano, restituyéndolos al lugar poético que les corresponde”.[34] De este modo, ambas obras pasan efectivamente a compartir lugar poético con el conjunto de poemas de la Realidad y el Deseo, y desde esa ubicación genérica habrán de ser valoradas si hemos de ser críticamente coherentes, señalando, no obstante, aquellos rasgos diferenciales de su específica condición genérica.



Las conclusiones ante cambio tan significativo son obvias: si las vacilaciones pueden afectar en tan alto grado a la totalidad de una obra, habrá que considerar hasta qué punto la valoración y el análisis de cada uno de sus constituyentes básicos –narración, voces y perspectivas, estructura, presencia del yo lírico...- están expuestos a interpretaciones discrepantes en función de su ubicación genérica. Será necesario precisar el punto de partida: “El estudio del texto no puede, pues, realizarse a satisfacción sin antes haber elucidado las claves genéricas del mismo y, consiguientemente, la tradición en que aquel se inserta”.[35] De ahí que en las páginas que siguen me proponga examinar algunas de las claves líricas de Ocnos desde los postulados críticos del poema en prosa, teniendo en cuenta la caracterización de este género híbrido, mixto –anfibio, le llama Octavio Paz- con el que al tiempo que se alcanza la libertad creativa propia de la poesía moderna, se produce una reestructuración de los componentes internos del texto y  una necesaria revisión de las relaciones entre los géneros literarios en su conjunto.



Para comprender el alcance de la revolución literaria que implica la práctica de la prosa artística, evitando la falacia de considerarla una forma simplemente más sencilla y natural que el verso desde el punto de vista creativo, es conveniente recordar las ideas de Yuri M. Lotman acerca de la prosa como un código secundario caracterizado por el empleo de no-procedimientos líricos, que consisten no en la mera ausencia de recursos, sino en la intencionada y expresa renuncia por parte del poeta al empleo de los tradicionales artificios del verso: “la prosa artística surgió sobre el fondo de un determinado sistema poético como su negación”[36]. Tales elementos, pues, están ausentes del texto mismo, pero son los responsables del cambio operado en la función del texto con respecto al fondo cultural sobre el que emergen. Sin duda, esto obliga a la revisión de los enfoques críticos, asumiendo la dificultad del análisis de la prosa: “Desde este punto de vista, la prosa como fenómeno artístico representa una estructura más compleja que la poesía”[37].



El hecho de que en España el poema en prosa haya tenido un escaso cultivo y una tardía y exigua atención crítica ha prolongado la interpretación de los poemas en prosa, sin duda a falta de otros procedimientos más adecuados, a partir de los recursos analíticos tradicionalmente aplicados a los géneros más afines: la narración y el poema en verso. El poema en prosa no es, en su realidad última, ni una cosa ni la otra, pese a tratarse de un lugar de encuentro de ambos. Justo es decir, que Mª. Victoria Utrera Torremocha ha puesto punto final a esta situación, con un estudio profundo, riguroso y completo de los aspectos fundamentales del poema en prosa, tanto desde su perspectiva teórica, como en lo que se refiere a la  concreta creación literaria en lengua española. [38]





La práctica del poema en prosa tuvo su inicio y mayor auge en Francia, país en el que se dan cita los factores principales para el surgimiento de esta nueva forma poética[39]. De manera singular en la historia literaria, el nacimiento de este género puede precisarse en un año concreto: 1842, fecha de publicación del Gaspard de la Nuit, de Aloysius Bertrand, precursor directo de Baudelaire, quien en sus Petits poèmes en prose (1868) traslada a la observación de la urbe moderna lo que en Bertrand eran fantasías ancladas en un pasado tradicional. Tras Baudelaire, con Rimbaud (Une saison en enfer e Illuminations) y Mallarmé (con diversas obras llevadas a extremo en Un coup de dès) el poema en prosa no hizo sino crecer en sus posibilidades expresivas en busca de l´inconnu y l´absolu poéticos. Desde entonces, el género ha experimentado un cultivo sostenido en Francia, acompasándose a las tendencias de la evolución literaria (parnasianos, simbolistas, vanguardias, surrealismo...).



El panorama de la prosa española del XIX es muy diferente, sólo hay un autor que se inscriba en esta línea de renovación: Gustavo Adolfo Bécquer. Entre la vulgar y gris prosa del ochocientos, plagada de clichés lingüísticos y relegada a la función de mero vehículo transmisor de ideas, la prosa de sus Leyendas irrumpe en el ámbito literario con la originalidad de un “milagro aislado”[40]. El propio Cernuda, que dedicó en 1959 un excelente ensayo al estudio de las aportaciones de Bécquer al poema en prosa en España[41], señalaba que algunas de las leyendas becquerianas son calificables por entero de poemas en prosa y que en otras se advierten aciertos poéticos parciales. Por encima de todas destaca en este sentido El caudillo de las manos rojas (1858), en donde quedan apuntados los principales rasgos de la prosa más característicamente modernista.



Tras Bécquer, la aclimatación definitiva del género en nuestra lengua se alcanza mediante la obra de Rubén Darío y sus seguidores[42], y la definitiva aportación de Juan Ramón Jiménez, el autor que, sin duda alguna,  más ha contribuido al desarrollo del género en nuestro país. Realiza el poeta de Moguer, a lo largo de sus diferentes etapas y obras, un recorrido estilístico condensador que quintaesencia la expresión hasta sus unidades mínimas. En ese sentido, rompe con el esquema oracional tradicional, reduce la frase, cortante y plena de contenido,  y crea un estilo propio para el poema como el aportado tras Baudelaire por Rimbaud, quien caracterizaba al estilo de aquél de mezquino por conservar las estructuras mostrencas del idioma. Juan Ramón, por tanto, recorre durante la primera mitad del siglo XX la trayectoria estilística más próxima a la que va en Francia de Baudelaire a Rimbaud, y dota a nuestra prosa de los recursos definitivos para la expresión lírica de la modernidad.[43]



Tras estos tres hitos –Bécquer, Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez-, fundamentales en la gestación del poema en prosa en lengua española, las obras más destacables del siglo XX en el ámbito del poema en prosa se inscriben en las dos tendencias generales señaladas por Luis Felipe Vivanco[44]: la línea surrealista, cuya obra cumbre es Pasión de la tierra (1935), de Vicente Aleixandre; y el propio Ocnos (1942) de Cernuda, inscrita en el clima de arranque juanramoniano. Al margen de estos títulos, y pocos más, nuestra prosa se ha impregnado principalmente de calidades poéticas en el ámbito de la novela lírica y de la prosa poética de la mano de autores como Azorín, Baroja, Valle-Inclán, Gabriel Miró o Ramón Pérez de Ayala.



Consecuencia de esa demanda de ritmos y formas nuevas, es la creación de un nuevo clima en el que los poetas proclaman la necesidad de desnudar al verso, de mantener, antes que cualquier criterio de composición formal, su fidelidad a la comunicación poética: “a priori, no admito ninguna forma métrica. Sé que siendo fiel a mí mismo cumplo con la única ley eterna e inmutable de la belleza”[45]. En correspondencia con lo expuesto por Y. Lotman, León Felipe expresa en esos términos su renuncia a las imposiciones de todo artificio lírico, como insiste en los “Prologuillos” a sus Versos y oraciones de caminante:



“Deshaced este verso,

quitadle los caireles de la rima,

el metro, la cadencia

y hasta la idea misma...

Aventad las palabras...

y si después queda algo todavía,

eso

será la poesía”.



Otros, como Juan Ramón Jiménez, van más lejos, cuando declara su voluntad de limitarse a la escritura en prosa, como medida de rechazo al artificio que percibe en el verso: “yo cuando voy a escribir algo, no sé nunca en qué metro lo voy a escribir: es aquello de sentir el primer verso, balbucearlo, fijar la atención y salir el soneto perfecto completo. Tengo tal odio a lo inútil, que cuando algo sale con una palabra innecesaria, lo tiro, lo rompo. Sólo se debe escribirlo justo, lo honrado. A veces pienso que tal vez esté en las postrimerías de mi obra poética, porque al fin  al cabo encuentro algo artificioso en la forma poética, y me pregunto: ¿es honrado esto? Acaso no, a pesar de su belleza. Por eso tal vez escriba ya prosa solamente, una prosa que, claro está, sea poética, elevada, pura... Debemos escribir como se habla, de una manera clara, elevada, natural”[46].



También Cernuda dejó constancia en Historial de un libro de sus esfuerzos expresivos por aproximar la melodía del verso a la frase natural: “A partir de la lectura de Hölderlin  (Invocaciones) había comenzado a usar en mis composiciones, de manera cada vez más evidente, el enjambement, o sea el deslizarse la frase de unos versos a otros, que en castellano creo que se llama encabalgamiento. Eso me condujo poco a poco a un ritmo doble, a manera de contrapunto: el del verso y el de la frase. A veces ambos pueden coincidir, pero otras diferir, siendo en ocasiones más evidente el ritmo del verso y otras el de la frase. Este último se iba imponiendo en algunas composiciones, de manera que, para oídos inexpertos podía prestar a aquéllas aire anómalo”[47]. Y añade en nota a pie de página: “Alguien no muy perspicaz en cuestiones poéticas llegó a decirme en Londres que yo había dejado de escribir en verso”.-





Su aproximación, no obstante, al poema en prosa será progresiva, incluso calificable de tímida, jalonada como estuvo por múltiples titubeos en su relación con el género. El conjunto de sus poemas en prosa es, asimismo, reducido, poco más del centenar, pero se ocupó de ellos durante toda su carrera literaria, y especialmente en su etapa de plenitud tras la guerra civil, en una relación de afianzamiento constante. Componen su producción poética en prosa los trece poemas del período sevillano, los diez pertenecientes a Los placeres prohibidos (de los cuales sólo incluiría ocho), y los libros Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano.



Antes de la  publicación de su primera obra en verso –Perfil del Aire, 1927- Cernuda ya había dado a la luz, en revistas de la época –Verso y Prosa, Suplemento Literario de La Verdad de Murcia, Mediodía de Sevilla y Meseta de Valladolid- un grupo de poemas que le habían servido de mesa de operaciones en sus tanteos literarios, y en especial en su acercamiento a las vanguardias. En ellos canta al automóvil, al cine o al tren: “¡Tren! ¡Ángel de la velocidad que arrojas los kilómetros desde tus negras alas sobre el espacio indiferente! ¡Cuerpo poderoso y flexible! ¡Voz silenciosa y resonante! ¡Oh tren, yo te amo!” (Presencia de la tierra, 1926). Se trata de meros ensayos expresivos pronto abandonados para iniciar la continuada creación en verso que desde Perfil del aire concentrará toda su atención. No obstante, una pieza merece destacarse entre estas prosas juveniles: El indolente (1926), título que además de referirse a un personaje y una actitud retirados en Cernuda, contiene elementos temáticos básicos en su obra: “Desde aquí mis sentidos extienden un tácito imperio sobre el mundo: esta amplitud del deseo, ¿no será mortal a la misma vida?. Una ventana, sólo una ventana basta a mi melancolía”[48]. Son apreciables en estas líneas, junto a una mayor calidad y lirismo de la prosa, los motivos de la Realidad y el Deseo, así como la soledad contemplativa que ansía el acorde con el mundo exterior.



El impulso liberador que aportó a Cernuda el movimiento surrealista alcanzó también a la forma expresiva, que encontró en el verso libre de Un río, un amor (1929) y de Los placeres prohibidos (1931), así como en las prosas de esta última obra, un cauce adecuado para la manifestación de sus conflictos íntimos. Junto a “la evocación metafísica evocada en muchos de los poemas en prosa de Los placeres prohibidos”[49], es evidente el afán constructivo dedicado por el poeta en la composición de estos textos, con recurrencias sintácticas, versos subyacentes, asonancias y aliteraciones, recursos todos ellos tendentes a aproximar estas prosas al verso, como si el poeta no estuviera aún muy seguro de la propia consistencia lírica de la prosa o no conociera los adecuados procedimientos constructivos, como se aprecia en este fragmento de Estaba tendido: “Estaba tendido y tenía entre mis brazos un cuerpo como seda. Lo besé en los labios, porque el río pasaba por debajo. Entonces se burló de mi amor.

Sus espaldas parecían dos alas plegadas. Lo besé en las espaldas, porque el agua sonaba debajo de nosotros. Entonces lloró al sentir la quemadura de mis labios”[50].



Lo más significativo, no obstante, en relación con estos textos sea que a pesar de haber sido compuesto al mismo tiempo que los poemas en verso libre, no fueron publicados hasta la tercera y definitiva edición de La realidad y el deseo, en 1958. Cernuda no ha dejado declaraciones sobre esta exclusión, todo hace pensar “que la exclusión de las prosas fue debida estrictamente a su forma externa”,[51] dado que el poeta aún no estaba seguro de la equiparación total entre los valores líricos de la prosa y el verso y que esa conciencia estaba reservada para su período de madurez. Relación, pues, vacilante y dubitativa con el género que conocerá la primera publicación de poemas en prosa en libro a partir de la primera edición de Ocnos (1942) y, más tarde, de Variaciones (1952).



Variaciones es el reencuentro de Cernuda con su lengua y con una tierra que le recuerdan el sur al que pertenece y que perdió para siempre. A diferencia de Ocnos, que se refiere al tiempo perdido, Variaciones representa el tiempo recobrado, siendo prácticamente simultáneos el tiempo de la escritura y el de la anécdota recreada. Poemas, pues, del presente, en los que se advierte un mayor contenido reflexivo, una mayor combinación de ensayo y poema. Textos como La lengua, Lo nuestro o Centro del hombre, son muy representativos de la satisfacción del autor al reencontrarse con una tierra y una cultura que le resultan familiares. A Centro del hombre pertenecen estas palabras: “Por unos días hallaste en aquella tierra tu centro, que las almas tienen también, a su manera, centro en la tierra. El sentimiento de ser un extraño, que durante tiempo atrás te perseguía por los lugares donde viviste, allí callaba, al fin dormido. Estabas en tu sitio, o en un sitio que podía ser tuyo; con todo o con casi todo concordabas, y las cosas, aire, luz, paisaje, criaturas, te eran amigas. Igual que si una losa te hubieran quitado de encima, vivías como un resucitado”.[52]


OCNOS



La eternidad, el tiempo.



Tras estas consideraciones generales, el acercamiento a la obra capital de la prosa cernudiana nos permitirá examinar el grado de interrelación que guardan en Ocnos los componentes de carácter narrativo y, de otro lado, la impronta lírica que de manera generalizada caracteriza esencialmente a toda la obra. Pues es un hecho incontrovertible que Ocnos, como el resto de la producción de Cernuda, es una obra fiel a las experiencias vitales de su autor, de ellas surge y hacia ellas se vuelve con el fin de explorarlas poéticamente, recrearlas y construir, finalmente, su propia biografía a través de su obra. De ese fondo nacen sus mejores poemas, en verso y en prosa.



Las tres ediciones de Ocnos son, en sí mismas, testimonio elocuente de la peripecia vital a que se vio expuesto su autor, en el exilio definitivo (Escocia, Inglaterra, Norteamérica, México) desde la guerra civil española: la 1ª. edición fue publicada, en Londres, en 1942, se compone de 31 poemas, con un gran sentido unitario en torno a la infancia y adolescencia del autor en Sevilla; la 2ª edición, publicada en Madrid en 1949, consta de 46 poemas; la 3ª., con un total de 63 poemas, se publicó en Xalapa, México, en 1963, unos días después del fallecimiento del poeta. Esta recreación de la obra durante veinte años muestra una labor esmerada en claro paralelo con la continuada elaboración de La Realidad y el Deseo, que también cuenta con tres ediciones repartidas a lo largo de veintidós años (1936,1940,1958).



El nacimiento de Ocnos está íntimamente vinculado con la desoladora experiencia del destierro vivida por el poeta sevillano en las frías tierras escocesas, según declaración del propio autor: “Hacia 1940 y en Glasgow (Escocia), comenzó L. C. a componer Ocnos, obsesionado entonces con recuerdos de su niñez y primera juventud en Sevilla, que entonces, en comparación con la sordidez y fealdad de Escocia, le aparecían como merecedores de conmemoración escrita, y al mismo tiempo, quedaran así exorcizados. El librito creció (no mucho), y la búsqueda de un título ocupó al autor hasta hallar en Goethe mención de Ocnos, personaje mítico que trenza los juncos que han de servir de alimento a su asno. Halló en ello cierta ironía sarcástica agradable, se tome al asno como símbolo del tiempo que todo lo consume, o del público, igualmente inconsciente y destructor”[53].



Componente biográfico, pues, que el autor se propone evocar mediante el recuerdo, que, desde la distancia y teñido de un intenso sentimiento de nostalgia[54], mitifica el pasado a través del tratamiento literario. Según ha destacado Philip Silver,[55] la infancia y la adolescencia sevillanas adquieren dimensiones míticas, edénicas, caracterizadas por la intemporalidad, la inocencia propia de la infancia, y el amor a la naturaleza, núcleos temáticos de Ocnos que, de manera ejemplar, se presentan en el último poema de la edición de 1942, más tarde suprimido: Escrito en el agua. El poeta, en consecuencia, busca refugio a su desolación interior y a las difíciles circunstancias históricas que se viven en Europa, mediante el retorno idealizado a la ciudad donde vivió su infancia y adolescencia: “como para hacer soportables el conflicto mundial, el clima británico que no le va en absoluto, y la falta de amigos, el poeta intenta un imaginario retorno a la Sevilla de su infancia. Los poemas en prosa son al mismo tiempo re-creación y definición”[56]. Sabido es, no obstante, que la infancia real de Cernuda, marcada por la severa educación del padre militar y la incomunicación en el seno familiar (La familia), estuvo rodeada por un halo de soledad que favoreció al poeta pero perjudicó al hombre, de modo que la verosimilitud de tales referencias al pasado han de ponerse en entredicho y elevarse en todo caso a la condición de episodios idealizados por la literatura. Así lo ha entendido el poeta Eloy Sánchez Rosillo: “no conviene olvidar que cuando el hombre, por desesperanza, se asoma a la memoria en busca de los retazos del pasado que respetó el olvido, tiende de modo natural, y movido por la consoladora, pero ilusoria, idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor, a idealizar los vestigios de los años idos, a mitificarlos bajo el influjo de las doradas luces del recuerdo, y se engaña con la fábula de los dichosos días perdidos, para no verse obligado a admitir que las sombras de ahora son las sombras de siempre y que los paraísos no existieron nunca"[57]. Como quiera que sea, el propio Sánchez Rosillo se vale de los poemas de Ocnos para componer la trayectoria vital de Cernuda y es un hecho que por su afinidad con el libro de memorias Ocnos se ha convertido en referente obligado para el conocimiento del pasado de Cernuda, junto con la contribución de Historial de un libro, el ensayo que precede a la 3ª edición de La Realidad y el Deseo, en el que el autor pone en relación cada una de sus obras poéticas con las etapas correspondientes de su vida.



Esta indiscutible base biográfica de la que brota como fruto literario el libro Ocnos, ha hecho pendular hacia ese pasado la mirada de la crítica y de los lectores, de modo que queda reforzada la impresión de un considerable contenido narrativo para el que la prosa sería vehículo más apropiado que el verso, no sólo en el sentir general, sino aún con el apoyo de las palabras del propio Cernuda, quien tras analizar la aportación de Juan Ramón Jiménez a la prosa poética española (“con Juan Ramón Jiménez nace la prosa moderna española”)[58] escribe que “esa forma poética permite a su avasalladora personalidad más libre curso literario. Ahí recuerdos, retratos, paisajes, pueden aliarse mejor con el yo que los ofrece, y no exigen en tanta medida, como sí lo exige el verso, cierta despersonalización, fundiendo al poeta con su medio de expresión, para que la voz, en vez de ser algo individual que suena bajo los harapos del fantoche que todos representamos, sea algo incorpóreo y desasido del accidente. En la prosa, por poética que sea, hay algo menos severo, y permite a lo accidental del personaje humano afirmarse directamente tras las palabras, causando menos enojo”.[59]



De este modo, encontramos ciertamente recreadas en las páginas de Ocnos los espacios sevillanos (las callejas, las tiendas, el río, los jardines y sus fuentes, la catedral y la universidad), también las pocas figuras mencionadas en el libro (su familia, José Mª. Izquierdo, su maestro Antonio López), sus primeras lecturas literarias (Bécquer, los libros de viajes, la mitología clásica), etc. Pero conviene no confundir estos referentes del pasado con el alcance último del libro, con su grado de literaturización. En este sentido, ya advertía M. Ramos Ortega que mediante el procedimiento de la determinación elíptica[60] Luis Cernuda se refiere a la ciudad, a sus espacios e incluso sus personas sin nombrarlas expresamente, confiriéndoles un grado de ambigüedad propio del universo literario creado. Y en un sentido más general, entiende Octavio Paz que lo que prevalece en la experiencia cernudiana es la realidad literaria sobre la meramente biográfica: “siempre pensó que la realidad diaria adolece de irrealidad y que la verdadera realidad es la de la imaginación”[61]. Por este camino, puede O. Paz llegar a la siguiente conclusión en su penetrante artículo: “Su libro fue su verdadera vida y fue construido hora a hora, como quien levanta una arquitectura. Edificó con tiempo vivo y su palabra fue piedra de escándalo. Nos ha dejado, en todos los sentidos, una obra edificante”.[62]



De ahí que sea más interesante asistir, por su mayor profundidad y calado para la formación del futuro escritor, al modo como Cernuda nos va desvelando también su mundo interior y las claves poéticas de su formación lírica:



El acorde vital, en Mañanas de verano: “al niño no se le antojaba extraño, aunque sí desusado, aquel don precioso de sentirse en acorde con la vida y que por eso mismo ésta le desbordara, transportándole y transmutándole. Estaba borracho de vida, y no lo sabía; estaba vivo como pocos, como sólo el poeta puede y sabe estarlo”;



La realidad invisible, en El poeta y los mitos: “Que tú no comprendieras entonces la casualidad profunda que une ciertos mitos con ciertas formas intemporales de la vida, poco importa: cualquier aspiración que haya en ti hacia la poesía, aquellos mitos helénicos fueron quienes la provocaron y la orientaron. Aunque al lado no tuvieses alguien para advertirte del riesgo que así corrías, guiando la vida, instintivamente, conforme a una realidad invisible para la mayoría, y a la nostalgia de una armonía espiritual y corpórea rota y desterrada siglos atrás entre las gentes”;



Los misterios ocultos revelados por la poesía, en La poesía: “Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía cómo no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y aureolarla, tal el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso”;



La eternidad presente ligada al estatismo espacial, en El tiempo: “Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar”;

 E, igualmente, en La eternidad: “Mas a su idea infantil de Dios se mezclaba insidiosa la de la eternidad. Y algunas veces en la cama, despierto más temprano de lo que solía, en el silencio matinal de la casa, le asaltaba el miedo de la eternidad, del tiempo ilimitado”.



Ante tal cúmulo de contenidos, Ocnos puede producir la impresión de una obra concebida en un solo sentido: la mirada del autor dirigida hacia el pasado, y este pasado se engrandece como núcleo temático y aumenta al mismo tiempo la sensación del componente narrativo, hasta el punto de que se pretenda analizar algunos de sus recursos –personajes, tiempos, voces- o aún el conjunto de la obra desde una perspectiva propia del relato[63].



Sin embargo, pensamos que tal concepción es, en muy alta medida, insatisfactoria, y en cualquier caso, incompleta. Nuestro poeta no se limita a recordar sucesos del pasado a la manera en que lo hace el relato épico de carácter objetivo. Muy al contrario, y esta es condición indispensable de la comunicación lírica, desde el presente en el que vive y escribe, desde el hoy que lo constituye, el poeta atrae hacia sí los momentos del pasado que aún perduran en su emoción y en su memoria, y surgen, recuperados por la vivencia y la reflexión actual, unos acontecimientos que en sí mismos son inertes. La falacia del recuerdo nos conduce a una representación espacial del mismo en un sentido unidireccional, como una vuelta atrás. Así concebido, no habría lugar para el componente lírico. Es preciso, pues, asumir otra dirección temporal de sentido contrario: la integración del pasado en el presente que lo evoca. De tal manera que los temas tratados no son meros retazos del pasado, sino la exposición, desde su génesis, de los temas cernudianos capitales y constantes: el amor, el tiempo, las lecturas primeras, el surgimiento de la vocación poética.... Así entendida, la vida se nos ofrece como aquello que incluye la totalidad del pasado y lo incorpora en la experiencia presente. Únicamente mediante la integración circular y enriquecedora de ambos planos podemos alcanzar una comprensión cabal de Ocnos: evocación nostálgica del pasado real o imaginario transmutado en la definición del presente del propio poeta (o sujeto lírico) que contempla, desde la distancia temporal y vital, su propio perfil biográfico, y es esta biografía, en último término, la que importa construir a través de la realidad literaria, a través de la palabra, en este caso edificante –en palabras de Octavio Paz- de un mundo propio e inconfundible. El propio Cernuda lo ha expresado con diáfana claridad en el poema en prosa El patio de Variaciones sobre tema mexicano:



“El hombre que tú eres se conoce así, al abrazar ahora al niño que fue, y el existir único de los dos halla su raíz en un rinconcillo secreto y callado del mundo. Comprendes entonces que al vivir esta otra mitad de la vida acaso no haces otra cosa que recobrar al fin, en la presente, la infancia perdida, cuando el niño, por gracia era ya dueño de lo que el hombre luego, tras no pocas vacilaciones, errores y extravíos, tiene que recobrar con esfuerzo”.





No resulta difícil extraer conclusiones: más que buscar refugio en un pasado edénico, como ha querido ver Philip Silver en una lectura muy restrictiva de Ocnos orientada hacia el paraíso perdido de la infancia, el poeta traza un arco temporal hacia su presente, y entre ambos extremos mide los efectos del tiempo, devastadores en ocasiones, y asume sus consecuencias en el intento denodado y sincero de plasmar en el texto poético la singularidad de su experiencia vital.



En esta línea de lectura, las diferencias respecto de la interpretación que ofrece Philip Silver en torno al edén cernudiano y sus atributos ya habían sido señaladas por James Valender: “Aunque estoy de acuerdo con mucho de lo que dice Silver acerca de estos poemas, creo equivocado el énfasis que surge de su interpretación. No hay tal abdicación del presente a favor del pasado. La preocupación de Cernuda con el pasado, su intento de “conmemorarlo” a través de la poesía, refleja un propósito metafísico más que sentimental: el deseo de identificar y fijar aquello que es constante a lo largo de su experiencia, de concentrarse en lo que se considera así el reflejo de alguna realidad superior inalterable”[64]. Y mucho antes, en 1966, al realizar la reseña de la obra de Philip Silver, había expresado Derek Harris sus discrepancias: Cernuda no es solamente un poeta evasivo, su visión poética integra el conjunto de su experiencia y, de hecho, la característica más significativa del autor de Ocnos era “su capacidad, mientras seguía lamentándose, de reconciliarse consigo mismo y con el conflicto de su vida”.[65]



La expresión de esta especial focalización lírica se materializa a través de un procedimiento formal básico e inequívoco: los abundantes marcadores de deixis temporal, responsables del anclaje fundamental del texto en su articulación de pasado y presente. De manera habitual, el poeta orienta los acontecimientos de su infancia, adolescencia o juventud hacia su vida posterior, y en especial hacia el presente mismo desde el que el sujeto lírico enuncia, esto es, el instante mismo desde el que el poeta nos habla. Este juego temporal se advierte ejemplarmente en el fragmento de El patio citado líneas arriba: “El hombre que tú eres se conoce así, al abrazar ahora al niño que fue”, en donde el adverbio ahora permite abarcar desde el presente enunciativo las experiencias del tiempo pasado. Incluso el poema en prosa Escrito en el agua, reiteradamente escogido por Philip Silver para presentar la visión cernudiana sub specie aeterni, traza todo un recorrido temporal a lo largo del texto, que culmina con el anclaje en el presente desde el que, en realidad, opera la concepción poética: “Yo no existo ni aun ahora que como una sombra me arrastro entre el delirio de sombras, respirando estas palabras desalentadas, testimonio (¿de quién y para quién?) absurdo de mi existencia”. (p. 94)



Las muestras de estos juegos temporales son, en fin, abundantísimas:



En El piano, explica la permanencia de una primera experiencia infantil tras la audición de unos mismos fragmentos musicales: “Años después otras veces oíste los mismos sones, reconociéndolos y adscribiéndolos ya a tal músico de ti amado, pero aún te parecía subsistir en ellos bajo el renombre de su autor, la vastedad, la expectación de una latente fuerza elemental que aguarda un gesto divino, el cual, dándole forma, ha de hacerla brotar bajo la luz”.



En El huerto, tras adentrarse en ese espacio cerrado y su invernadero, concluye: “Hoy creo comprender lo que entonces no comprendía: cómo aquel reducido espacio del invernadero, atmósfera lacustre y dudosa donde acaso habitaban criaturas invisibles, era para mí imagen perfecta de un edén”.



En El miedo, comenta la experiencia vivida y su recuerdo posterior: “Muchos años más tarde te dijo alguna vez que él mismo desconocía aquella voz que de su entraña salió”.



En Jardín antiguo: “Más tarde habías de comprender que ni la acción ni el goce podrías vivirlos con la perfección que tenían en tus sueños al borde de la fuente. Y el día que comprendiste esa triste verdad, aunque estabas lejos y en tierra extraña, deseaste volver a aquel jardín y sentarse de nuevo al borde de la fuente, para soñar otra vez la juventud pasada”.



En El poeta: “Años más tarde, capaz ya claramente, para su desdicha de admiración, de amor y de poesía, entró muchas veces Albanio en la capilla de la universidad”.



En José Mª. Izquierdo: “Hoy, distantes aquellos días y aquella tierra, creo que de todo fue causa un error de amor: el amor a la ciudad de espléndido pasado, cuyo espíritu acaso quiso él resucitar, dando para ello lo mejor que tenía, sacrificando su nombre y su obra”.



En La música y la noche, tras referir los efectos causados por la voz de una guitarra en la noche: “Tal la ola henchida se alza del mar para romperse luego en gotas irisadas, así rompía en  llanto mi fervor; pero  no eran lágrimas de tristeza, sino de adoración y de plenitud. Ninguna decepción ha podido luego amortiguar aquel fervor de donde brotaban”.



Similar al tópico del ubi sunt?, en Sombras, expresa el poder devastador del tiempo sobre los cuerpos jóvenes: “Aquellos seres cuya hermosura admiramos un día, ¿dónde están? Caídos, manchados, vencidos, si no muertos. Mas la eterna maravilla de la juventud sigue en pie, y al contemplar un nuevo cuerpo joven, a veces cierta semejanza despierta un eco, un dejo del otro que antes amamos. Sólo al recordar que entre uno y otro median veinte años, que este ser no había nacido aún cuando el primero lleva ya  encendida la antorcha inextinguible que de mano en mano se pasan las generaciones, un impotente dolor nos asalta, comprendiendo, tras la persistencia de la hermosura, la mutabilidad de los cuerpos. ¡Ah, tiempo, tiempo cruel, que para tentarnos con la fresca rosa de hoy destruiste la dulce rosa de ayer!”.



En Río, ante la contemplación de bellos cuerpos juveniles: “El verles huir así solicita el deseo doblemente, porque a su admiración de la juventud ajena se une hoy tu nostalgia de la propia, ya ida, tirando dolida de ti desde las criaturas que ahora la poseen. El amor escapa hacia la corriente verde, hostigado por el deseo imposible de poseer otra vez, con el ser y por el ser deseado, el tiempo de aquella juventud sonriente y codiciable, que llevan consigo, como si fuera eternamente, los remeros primaverales”.



En Las campanas: El oírlas, tiempo atrás, no te producía emoción, al menos ninguna entonces consciente; mas la magia con que resuenan hoy en tu espíritu, libre y distinta de toda motivación, parece revivir un júbilo de festividad solemne y familiar, insignificante para todos excepto para ti”.



En “Regreso a la sombra”: “Como Orfeo afrontarías los infiernos para rescatar y llevar de nuevo contigo la imagen de tu dicha, la forma de tu felicidad. Pero ya no hay dioses que nos devuelvan compasivos lo que perdimos, sino un azar ciego que va trazando torcidamente, con paso de borracho, el rumbo estúpido de nuestra vida”.



Si he querido insistir en la cita de ejemplos, ha sido con el fin de disipar cualquier duda sobre la importancia del procedimiento en el desarrollo del tema principal de la obra: el tiempo, siempre desde la perspectiva de la enunciación lírica.



Junto a este recurso de distanciamiento temporal, se sirve Cernuda de otros procedimientos de objetivación:  el uso de las voces narrativas de 1ª., 2ª., o 3ª., persona, o el personaje de Albanio, procedente de la Égloga II de Garcilaso -para Ocnos 1ª. edición, exclusivamente-. El Ocnos de 1942 se vale de las tres voces enunciativas, con un uso mayoritario de la 1ª, como forma de un mayor acercamiento al mundo distante de la infancia. Posteriormente, conforme las referencias a las etapas de su vida son menos lejanas, el poeta prefiere, para las dos ediciones siguientes, el predominio del pronombre de segunda persona con un abandono total del de primera. Con estos recursos, también empleados en La realidad y el deseo (el llamado monólogo dramático, a partir de Como quien espera el alba, 1941-1944) se vale de los otros, como máscaras literarias para ensanchar su voz lírica, forma de desdoblamiento para el diálogo consigo mismo desde su profunda soledad, a la manera como lo hicieron con sus heterónimos poetas como Antonio Machado o Fernando Pessoa. Esta forma de proyección del mundo interior en un correlato objetivo nos aproxima al siguiente apartado.





Mundo exterior, mundo interior.



De manera similar a lo ocurrido con el esquema temporal, hallamos en el poema en prosa la alianza entre  los dos planos de referencias: el mundo interior del poeta y el exterior de los objetos. Por una parte, los elementos narrativos y descriptivos propios del procedimiento mimético con que se refieren los hechos externos del pasado, y, por otra, la representación del mundo interior del poeta, tal como corresponde a la teoría expresiva, quedan integrados en un nivel de expresión superior. A partir de este género proteico y multiforme, en el que se subvierten las tradicionales categorías de la literatura, surge una nueva configuración de la subjetividad entendida como la expresión del sujeto en relación con las circunstancias de su mundo en derredor. De ahí que todo recurso a explicaciones parciales del poema en prosa desde los vestigios de las técnicas narrativas –argumento, personajes, voces-, de un lado, o a sus débitos con el verso, por otro, buscando metricismos que expliquen el carácter lírico de una prosa, no sean más que resistencias de corte tradicional a aceptar un nuevo género que presenta instancias creativas nuevas.[66]



La habitual tendencia a la identificación de metros tradicionales en la prosa de un poeta encuentran adecuada respuesta en las palabras del narrador y crítico argentino E. Anderson Imbert: “¿Vale la pena polemizar con los estudiosos empeñados en escandir la prosa de ciertos autores en unidades de medida y bautizar a estas unidades con los nombres del verso? Buscan a toda costa ritmos de versos, y naturalmente, los oirían aun en el editorial de un periódico. Oyen los moldes rítmicos que llevan en la cabeza y, en cambio, no oyen la peculiar euritmia de una prosa”[67]. No es necesario, por tanto, insistir en nuestro pleno rechazo a todo intento de explicar el poema en prosa como mera poesía disfrazada de prosa, como si fuera posible incluso recomponer el poema en disposición versal.



E, igualmente, los propósitos de descubrir en Ocnos un esquema narrativo episódico siguiendo el curso de una vida, fallan desde el instante mismo en que el autor ha procedido a sucesivas reordenaciones de los poemas en sus diversas ediciones, adquiriendo cada uno de ellos un valor autónomo y exento, al margen de una estructura narrativa integradora. En este sentido, en el intento de aproximar Ocnos a la urdimbre de Platero y yo, debe advertirse que la obra de Juan Ramón Jiménez se ajusta a un riguroso esquema lineal basado en la sucesión ordenada de las estaciones y en la muerte final del burro[68], en tanto que Ocnos se organiza como un conjunto de poemas con sentido independiente sin menoscabo semántico ni estético.



El poema en prosa requiere, en consecuencia, una forma de explicación propia, y en el caso de Cernuda, junto a sus rasgos constitutivos de unidad, gratuidad y brevedad, es fácil advertir cómo el mundo exterior queda subordinado a la mirada personal, que refleja no una percepción objetiva, sino su propio descubrimiento individual y significativo: “Mira, éste es el brezal. Allá en la niñez lo prefiguró tu imaginación, no dudando, ¿cómo dudaría de su imaginación de niño?, que el brezal fuese sino como tú lo creaste, con aquella mirada interior que puebla a la soledad, visto así definitivamente” (El brezal).



Esta fusión de los planos subjetivo y objetivo es algo consustancial al espíritu moderno, según ha señalado Ralph  Freedman: “en la primera parte del siglo XIX se había aprendido de Kant que lo interior y lo exterior podían ser reconciliados en un comprensivo sistema filosófico. El mundo exterior fue concebido como una adición al mundo interior del yo, que podía estar en último caso, fundido con la sensibilidad subjetiva en un yo superior o espiritual”[69]. Esto, trasladado al ámbito de la prosa lírica implica el propósito de “combinar hombre y mundo en una forma objetiva (...) la conciencia de la experiencia humana se funde en sus objetos”[70]. El poema en prosa comparte con la novela lírica esta nueva perspectiva integradora y desde ella es posible explicar no sólo la reconstrucción de una trayectoria individual, como es el caso en Ocnos, sino las referencias de carácter social, político y económico, tal como ocurre en La bella Dorotea, de Baudelaire, o en La negra y la rosa, de Juan Ramón Jiménez, sin que por ello nos alejemos del ámbito de la expresión poética.[71] No es éste el caso de Luis Cernuda, quien, mucho más ceñido a la perspectiva lírica tradicional, se limita a colonizar con su sola mirada interior el mundo que ha constituido el ámbito de su infancia y adolescencia.





Sentimiento, pensamiento.



Las parejas antitéticas hasta ahora citadas: pasado/presente y narración/lírica, han sido empleadas por separado con una finalidad meramente analítica y, por tanto, con entera provisionalidad, pues no existe más tiempo que el unitario del poema, ni más realidad genérica que la que el propio texto produce desde su condición de poema en prosa para construir la biografía espiritual de Luis Cernuda. Es en el seno del poema en prosa donde se logra la feliz alianza de categorías literarias tradicionalmente irreconciliables.



Lo cierto es que ambas dualidades sirven de base para la configuración del sentido último de la obra: su valor meditativo. Fue José Ángel Valente quien destacó la orientación meditativa en la poesía de Cernuda, a partir de la influencia de los poetas ingleses, de Unamuno y de los clásicos españoles. Para Valente, “el nuevo tono que de manera característica tiñe los poemas de madurez de Cernuda –es decir, la obra de éste posterior a 1937- responde al movimiento peculiar del poema meditativo  y en ellos la composición de lugar y el análisis mental de sus elementos se combinan de modo típico con el poder unificador del impulso afectivo”[72].



Las palabras de Valente guardan estrecha relación con los componentes hasta ahora analizados en los poemas de Ocnos: la composición de lugar, que se corresponde con alguna vivencia concreta experimentada en el pasado por el personaje niño y recreada en la anécdota del poema, normalmente en su comienzo; el análisis mental, realizado desde la perspectiva de presente por el poeta adulto a partir de esa base argumental mínima inicial; y, en fin, el impulso afectivo, que se corresponde tanto con  el especial enfoque subjetivizador de la enunciación lírica como con la propia experiencia infantil, y si nos atenemos a las palabras del propio poeta, es la visión del adulto desde la distancia temporal antes que el hecho vivido en sí, lo que aporta el encanto de la evocación: “No, no es idealización de algo distante lo que así anima un momento pasado, porque no se te oculta como sórdido aquél y su ambiente, cuando oías el son de las campanas, sin nada precioso o amado donde dicho momento se fijara, tal el insecto en un fragmento de ámbar. La nitidez de su impresión, cuando tú absorto, cerradas las compuertas de los restantes sentidos, contenías la vida enteramente en una percepción auditiva, inútil entonces e inútil ahora, opera el encanto tardío de la evocación, haciendo la imagen más bella y significante que la realidad” (Las campanas).



Es, pues, el encuentro y la conciliación literaria de componentes diversos el que confiere al poema en prosa su importancia singular. En él se superponen el pasado que recrea la anécdota argumental y el presente que líricamente lo focaliza; el personaje niño protagonista, y el poeta maduro contemplativo; y, en fin, la vivencia sentimental y el pensamiento reflexivo. Pasado/presente, niño/adulto, sentimiento/pensamiento, he ahí las parejas antitéticas que adoptan el proteico género del poema en prosa como lugar de encuentro. Y siempre la distancia y tensión entre ellos será, en palabras del Cernuda contemplativo, la clave de su articulación: “Hay quienes en medio de la vida la perciben apresuradamente, y son los improvisadores; pero hay también quienes necesitan distanciarse de ella para verla más y mejor, y son los contempladores. El presente es demasiado brusco, no pocas veces lleno de incongruencia irónica, y conviene distanciarse de él para comprender su sorpresa y su reiteración.



Entre los otros y tú, entre el amor y tú, entre la vida y tú, está la soledad” (La soledad).





Hasta tal punto entiende J. Valender decisiva la concepción meditativa de los poemas en Ocnos, que propone el análisis de la estructura de los pertenecientes a la edición de 1942 siguiendo las tres potencias del alma: memoria, entendimiento, voluntad, y lo ilustra con el análisis de La música y la noche:





Alguna vez, a la madrugada, me despertaba el rasguear quejoso de una guitarra. Eran unos mozos que cruzaban la calleja, caminando impulsados quizá por el afán noctámbulo, lo templado de la noche o la inquietud bulliciosa de su juventud.

         ¿Quién ha visto alguna vez un niño que intenta apresar en su mano un rayo de sol? Tan inútil y loco como ese afán era el que me asaltaba tendido en mi cama, en la soledad y la calma de la madrugada, al oír aquella música. Era la vida misma lo que yo quería apresar contra mi pecho: la ambición, los sueños, el amor de mi juventud.

         Y lo que hacía más agudo mi deseo era el contraste entre la fiebre encerrada en mis venas y la calma y el silencio nocturnos: como si la vida no ofreciera otra cosa que su forma entrevista, la fuga tentadora del placer y de la dicha.

         La voz de la guitarra se iba perdiendo calle arriba, callándose al doblar la esquina. Tal la ola henchida se alza del mar para romperse luego en gotas irisadas, así rompía enllanto mi fervor, pero no eran lágrimas de tristeza, sino de adoración y de plenitud. Ninguna decepción ha podido luego amortiguar aquel fervor de donde brotaban. Sólo los labios de la muerte tienen poder para extinguirlo con su beso, y quién sabe si no es en ese beso donde un día encuentra el deseo humano la única saciedad posible de la vida.



En el primer párrafo se produce la composición de lugar mediante la recreación –memoria- de un suceso de la infancia. En el segundo y tercero, el entendimiento del poeta analiza los efectos del acontecimiento vivido por el niño. Y finalmente, interviene la voluntad de pervivencia del fervor experimentado. El propio Valender ante el rigor de esta estructura  precisa que la mayoría de los poemas se limitan a  la primera y  segunda parte, es decir al desarrollo anecdótico inicial y a la reflexión posterior, con supresión de la tercera fase. Coincide esta explicación con la que venimos proponiendo, desde una estructura articulada entre el pasado del niño, sujeto de una vivencia recordada, y la reflexión del adulto, teñida de añoranza, muchos años después.



Pese a esta constante en la organización interna de los poemas, creemos necesario añadir otros principios responsables de la unidad poemática, de valor genérico unos, de sentido específico en cada texto, otros. Los rasgos básicos enunciados por Suzanne Bernard para el poema en prosa, se cumplen en Ocnos estrictamente: a) la unidad, entendiendo el poema como un todo orgánico y autónomo, con una configuración cerrada, a la que sirven los abundantes recursos de repetición paralela  (Pregones) o encuadramiento (La música y la noche, y Aprendiendo olvido); b) la gratuidad, al no proponerse ninguna finalidad comunicativa fuera de sí mismo; c) la brevedad, hasta el punto de que cuando el poema se alarga, el poeta lo subdivide con asterisco con el fin de preservar la intensidad, como puede verse en Jardín antiguo, Maneras de vivir, El parque.



No obstante, el propósito de hallar una estructura regular para la totalidad de Ocnos o de cualquier otro conjunto de poemas en prosa vulnera el principio mismo que justifica al género: su libertad constructiva.. De ahí que pensemos, de acuerdo con Mary Ann Caws, que no hay definición previa para el poema en prosa: “Its defining characteristic is its own self-definition. Having no necessary exterior framework, no meter or essential form, it must organise itself from within and find there its own center of gravity, its own hearth of energy, its own intimate depth of understanding”.[73]Esto  aplicado al ejemplo ya citado de La música y la noche,significa que junto a los principios del género –brevedad, intensidad, gratuidad- y ala constante de enfoque para el poemario señalada por Valender, la organización interna del poema se genera en el propio texto. No resulta difícil advertir, en primer lugar, su estructura formal enmarcada, en el primer párrafo por la  aproximación de los mozos que rasguean la guitarra y, en el cuarto y último párrafo, su posterior alejamiento:



“Alguna vez, a la madrugada, me despertaba el rasguear quejoso de una guitarra. Eran unos mozos que cruzaban la calleja (...)



La voz de la guitarra se iba perdiendo calle arriba, callándose al doblar la esquina.”



De esa disposición derivan dos rasgos consustanciales para la configuración interna del texto: la reducida delimitación espacial, en cuyo transcurso progresa y se realiza el poema, y el breve lapso temporal que determina la duración del propio texto, que queda, de este modo, definido desde dentro.



En conclusión, junto a las constantes de temas, motivos o enfoques de validez general para toda la obra, cada poema en prosa reclama un análisis específico para descubrir sus claves compositivas. En ese sentido, Cernuda no es un autor audaz en el manejo formal del poema en prosa, sus recursos se basan en esquemas reiterativos al modo de los empleados por Aloysius Bertrand en los orígenes del género. Su contribución capital en Ocnos procede antes bien de su audacia en el análisis de su propia trayectoria vital a través de una forma de expresión que aúna la recreación argumental y la contemplación lírica.





En una visión final y de conjunto, los aspectos centrales  examinados -la perspectiva temporal, la interrelación relato-poema, y el sentido meditativo último de la obra –, nos permiten concluir que el sentido de Ocnos no queda restringido a la  mera evocación biográfica de un pasado idealizado, sino a la exposición, desde su génesis, de los temas capitales de la vida y la poesía cernudianas. No se trata de un libro en prosa desvinculado del tronco poético común que constituye La realidad y el deseo, sino de una nutrida rama de ese mismo árbol. No está compuesto de una prosa rítmica o melódica disfrazada de poesía o adornada con los cosméticos al uso del arte poética, sino de una prosa que por sí misma nos expresa el contenido lírico profundo de un Luis Cernuda en su etapa de plenitud creativa, desde el poema en prosa “qui est avant tout poème”.[74]









[32] Poesía Completa, Barcelona, Barral Editores, 1974, y Prosa Completa, Barral Editores, 1975.

[33] Poesía Completa, Madrid, Siruela, 1993, y Prosa Completa, Siruela, 1994. Cito siempre con la abreviatura PRC para las referencias a la prosa.

[34] PRC, vol. I, p. 23.

[35] Javier Huerta Calvo, “La crítica de los géneros literarios”, en Introducción a la crítica literaria actual, Madrid, Editorial Playor, 1983, p. 102.

[36] Estructura del texto artístico, Madrid, Ediciones Istmo, 1978, p. 131.

[37] Ibíd., p. 130.

[38] Teoría del poema en prosa, Universidad de Sevilla, 1999.

[39]“Tout en effet se conjugue: l´esprit “moderne” et la réaction contre les règles; l´influence des traductions; l´émancipation du langage; la faiblesse aussi de la poésie versifiée au XVIII siècle, pour préparer l´avènement de ce genre littéraire plus libre, plus souple, plus moderne que sera le poème en prose”, Suzanne Bernard, Le poème en prose. De Baudelaire jusqu’à nos jours, París, Librairie Nizet, 1978 (1ª. edic. de 1959), p. 22.

[40] Guillermo Díaz Plaja, El poema en prosa en España (Estudio crítico y antología), Barcelona, Gustavo Gili, 1956, pp. 23-24.

[41] “Bécquer y el poema en prosa español”, en PRC I,vol. II.,  pp. 702-710.

[42] Un excelente estudio pormenorizado de estos autores puede verse en  la obra de Jesse Fernández, El poema en prosa en Hispanoamérica. Del Modernismo a la Vanguardia, Madrid, Hiperión, 1994. A manera de síntesis, valgan estas palabras: “En Hispanoamérica, casi todos los escritores modernistas (...) cultivaron un tipo de prosa breve, elegante y musical, encaminada a reducir la distancia que la separaba del poema versificado”, pero entre ellos “sólo Julián del Casal y Rubén Darío, entre los miembros de la primera generación modernista, cultivaron el poema en prosa como tal”, p. 43.



[43] Excelentes visiones de conjunto de la trayectoria de la prosa juanramoniana pueden verse en: García de la Concha, Víctor, “La prosa de J.R.J: Lírica y Drama”, en  Urrutia, Jorge (ed.) Actas del Congreso Internacional de J.R.J., 2 vols., Diputación de Huelva, 1983; y en Graciela Palau Nemes,”Prosa prosaica y prosa poética en la obra de J.R.J.”, en PMLA, Vol. LXXIV, March 1959, Number 1.

[44] “La generación poética del 27”, en Historia General de las Literaturas Hispánicas, Tomo VI, Barcelona, Vergara, 1968, especialmente las páginas 578-584, dedicadas al poema en prosa.

[45] Versos y oraciones de caminante (I y II). Drop a star. Madrid, Alhambra, 1979, p. 85.

[46] Juan Guerrero Ruiz, Juan Ramón de viva voz, Ínsula, Madrid, 1961, p. 35. La declaración lleva la fecha del 13 de junio de 1913. La cursiva es mía.

[47] PRC I, vol. II, p. 650.

[48] PRC II, vol. III, pp. 729-730.

[49] James Valender, Cernuda y el poema en prosa, London, Támesis Book Limited, 1984, p. 127.

[50] La Realidad y el Deseo, FCE, México, 1979, p. 72.

[51] Mª. Victoria Utrera Torremocha, op. cit., p. 364.

[52] Todas las citas de Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano proceden de la edición de Taurus, Madrid, 1977, con prólogo de Jaime Gil de Biedma.



[53] PRC, I vol. II, pp. 825-826.

[54] “movido por la nostalgia de mi tierra, sólo pensaba en volver a ella, como si presintiera que, poco a poco, me iría distanciando hasta serme indiferente volver o no”, en Historial de un libro, PRC I, vol. II, p. 644.

[55] Luis Cernuda. El poeta en su leyenda, Barcelona, Alfaguara,1965, especialmente pp. 82-88, “Los atributos del Edén”, y el artículo “Luis Cernuda desde la barrera (de la eternidad)”, en el volumen colectivo Luis Cernuda 1902-1963, editado por la Consejería de Cultura de Andalucía, con motivo del centenario  del poeta, pp.155-163.

[56] Philip Silver, op. cit., p. 82.

[57] La fuerza del destino. Vida y poesía de Luis Cernuda, Universidad de Murcia, 1992, p. 19.

[58] Luis Cernuda, “Juan Ramón Jiménez” (1941), en PRC II, vol III, pp. 169-170.

[59] Ibíd., p. 169. La cursiva es mía.

[60] La prosa literaria de Luis Cernuda: Ocnos, Sevilla, 1982, p. 238, y añade: “la característica poética del lenguaje de Ocnos radica, precisamente, en esta ambigüedad localizadora que presenta el texto a nivel determinativo”, y consiste exactamente en el empleo de pronombres personales, demostrativos, posesivos, adverbios, verbos y nombres con un valor designativo sin concreción, debido a su especial uso literario: el niño, la ciudad, el río, etc.

[61] “La palabra edificante (Luis Cernuda)”, en Los signos en rotación y otros ensayos, Madrid,  Alianza Editorial, 1983, p. 154.

[62] Ibíd., p. 157.

[63] Manuel Ramos Ortega –en op. cit. en nota 29-, si bien destaca en todo momento la naturaleza lírica de la obra y su condición de poemas en prosa, aplica en su acercamiento a la obra los procedimientos del análisis narrativo con puridad extrema (habla p. ej. de narrador omnisciente), e incluso afirma la consistencia narrativa de la obra al desarrollar la historia continuada de un personaje-héroe desde su infancia hasta la madurez.

[64]Op. cit., pp. 27-28.

[65] Reseña de Philip Silver, Et in Arcadia Ego: A Study of the Poetry of Luis Cernuda (Londres, l965), publicada en el Bulletin of Hispanic Studies (Liverpool) XLIII, núm. 3 (1966), 231-212. Citado por  J. Valender, op. cit., p. 131.

[66] “El poema en prosa supone una liberación de las fórmulas líricas y narrativas preconcebidas y asume en el discurso la tensión que deriva de ambas”, Mª. Victoria Utrera Torremocha, op. cit., p. 16.

[67] Qué es la prosa, Editorial Columba, Buenos Aires, 1966 –3ª. edición-, p. 28. De manera similar, F. Lázaro Carreter reclama para el análisis del verso libre un nuevo procedimiento basado en recursos estructurantes de reiteración, y refuta la búsqueda de metros tradicionales articulados en la composición de la nueva unidad métrica. Véase “Función poética y verso libre”, en Estudios de poética, Taurus, Madrid, 1976, y “El versículo de Vicente Aleixandre”, Ínsula, 1977, núms. 374-375, p. 6.

[68] Para un mayor análisis de semejanzas y diferencias entre Ocnos y Platero, véase Mª. Victoria Utrera Torremocha, op. cit., p. 373.

[69] La novela lírica, Barcelona, Barral Editores, 1972, p. 37.

[70] Ibid., p. 14-15.

[71] Véase el análisis comparativo de ambos poemas llevado a cabo por Jennifer Forrest y Catherine Jafe en “Figuring Modernity: Juan Ramón Jiménez and the Baudelairian Tradition of the Prose Poem”, en Comparative Literature, Eugene: University of Oregon, 1996, 48, núm. 3, páginas 265-293.

[72] “Luis Cernuda y la poesía de la meditación”, en La caña Gris, Homenaje a Luis Cernuda, núms. 6-8, 1962, p. 35.

[73] “The Self-Defining Prose Poem: on Its Edge”, pp. 180-197, en Mary Ann Caws and Hermine Riffaterre (ed.), The prose poem in France. Theory and Practice. New York, Columbia University Press, 1983, p. 181.

[74] Suzanne Bernard, op. cit., p. 19.



JOÃO GUIMARÃES ROSA. Cuentos.



João Guimarães Rosa (Cordisburgo, Minas Gerais, 27 de junio de 1908 - Río de Janeiro, 19 de noviembre de 1967) fue un médico, escritor y diplomático brasileño, autor de novelas y relatos breves en que el sertón (sertão) es el marco de la acción. Fue miembro de la Academia Brasileña de Letras, y su obra más influyente es Gran Sertón: Veredas (Grande Sertão: Veredas, 1956). Nació en Cordisburgo, en el estado brasileño de Minas Gerais, el 27 de junio de 1908, primero de los seis hijos de Florduardo Pinto Rosa (llamado por él Fulô) y de Francisca Guimarães Rosa (apodada Chiquitinha). Autodidacta, de niño estudió varios idiomas, empezando por el francés, cuando todavía no había cumplido los siete años. Llegó a ser un políglota casi inverosímil, como puede comprobarse en estas declaraciones suyas en una entrevista: `Hablo portugués, alemán, francés, inglés, español, italiano, esperanto, un poco de ruso, leo sueco, holandés, latín y griego (pero con el diccionario a mano), entiendo algunos dialectos alemanes, estudié la gramática del húngaro, del árabe, del sánscrito, del lituano, del polaco, del tupi, del hebreo, del japonés, del checo, del finlandés, del danés, curioseé algunas otras. Pero todas mal. Y pienso que estudiar el espíritu y el mecanismo de otras lenguas ayuda mucho a una comprensión más profunda del propio idioma. Principalmente, sin embargo, estudiando por diversión, gusto y recreación.` Todavía niño se trasladó a casa de sus abuelos en Belo Horizonte, donde finalizó la enseñanza primaria. Inició los estudios secundarios en el Colégio Santo Antônio, en São João del Rei, pero luego regresó a Belo Horizonte donde completó su educación. En 1925 se matriculó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Minas Gerais, con apenas dieciséis años. Al volver de Itaguara, Guimarães Rosa sirvió como médico voluntario de la Fuerza Pública, en la Revolución Constitucionalista de 1932, y fue destinado al sector del Túnel en Passa-Quatro (Minas Gerais) donde conoció al futuro presidente de Brasil Juscelino Kubitschek, por entonces médico jefe del Hospital de Sangre. En 1933 se trasladó a Barbacena en calidad de oficial médico del noveno batallón de infantería. Tras aprobar la oposición para Itamaraty, el ministerio de relaciones exteriores brasileño, pasó algunos años de su vida como diplomático en Europa y América Latina. Fue elegido por unanimidad miembro de la Academia Brasileña de Letras en 1963, en su segunda candidatura. No tomó posesión hasta 1967, y falleció tres días más tarde, el 19 de noviembre, en la ciudad de Río de Janeiro. Si bien el certificado de defunción atribuyó su fallecimiento a un infarto, su muerte continúa siendo un misterio inexplicable, sobre todo por estar previamente anunciada en Gran Sertón: Veredas, novela calificada por el autor de `autobiografía irracional`.

Enrico Pugliatti.

 
JOÃO GUIMARÃES ROSA
Cuentos


Los hermanos Dagobé    3
La tercera margen del río    4
Desenredo    4
Cinta verde en el cabello    4
Lunas de miel    4
Un joven muy blanco   
4

 Los hermanos Dagobé
"Os irmão Dagobé"
Enorme desgracia. Estábase en el velatorio de Damastor Dagobé, el más viejo de los cuatro hermanos, absolutamente facinerosos. La casa no era pequeña, pero mal cabían en ella los que iban a hacer guardia. Todos preferían permanecer cerca del difunto, todos temían, más o menos, a los tres vivos.
Demonios, los Dagobés, gente que no gustaba. Vivían en estrecha desunión, sin mujer en el lar, sin más pariente, bajo la jefatura despótica del recién finado. Éste había sido el peor de los peores, el cabeza, fierabrás y maestro, que metió en la obligación de la mala fama a los jóvenes —“los nenes”, según su rudo decir.
Ahora, sin embargo, mientras que el muerto, fuera de semejantes condiciones, dejaba de ofrecer peligro, conservando —bajo la luz de las velas, entre aquellas flores— sólo aquella mueca involuntaria, el mentón de piraña, la nariz toda torcida y su inventario de maldades. Bajo la mirada de los tres de luto, se le debía todavía, a pesar de todo, mostrar respeto; convenía.
Servíase, de vez en cuando, café, aguardiente quemado, palomitas de maíz, al uso. Sonaba un vocear sencillo, bajo, de los grupos de personas, en la oscuridad o en el foco de las lamparitas y faroles. Allá afuera, la noche cerrada; había llovido un poco. Raramente, uno hablaba más fuerte y súbito se moderaba, y compungíase, recordando su descuido. En fin, lo mismo de lo mismo, una ceremonia, al estilo de allá. Pero todo tenía un aire espantoso.
He aquí que un mequetrefe pacífico y honesto, llamado Liojorge, apreciado por todos, fue quien había enviado a Damastor Dagobé al destierro de los muertos. El Dagobé, sin motivo aparente, le había amenazado con cortarle las orejas. Entonces, cuando le vio, avanzó hacía él, mostrando el puñal; pero el tranquilo del muchacho, que manejaba un pistolón, le pegó un tiro entre los dos pechos, por encima del corazón. Hasta entonces vivió Téllez.
Después de tamaño suceso, sin embargo, se espantaban de que los hermanos no se hubiesen cobrado venganza. En su lugar, se apresuraron a organizar velatorio y entierro. Y resultaba bien extraño.
Tanto más que aquel pobre Liojorge permanecía aún en la aldea, solo en casa, resignado ya a lo peor, sin ánimo de ningún movimiento.
¿Podía entenderse aquello? Ellos, los Dagobés que aún vivían, hacían los debidos honores, serenos y hasta sin jaleo, pero con alguna alegría. Derval, el benjamín, principalmente, se movía social, tan diligente, con los que llegaban o estaban: “Perdone la molestias...” Doricón, el más viejo ahora, se mostraba ya solemne sucesor de Damastor, corpulento como él, entre leonino y mular, el mismo mentón avanzado y los ojitos venenosos; miraba hacia lo alto, con especial compostura, pronunciaba: “¡Dios lo tenga en su gloria!” Y el del medio, Dismundo, hermoso hombre, ponía una devoción sentimental, sostenida, en mirar al cuerpo en la mesa: “Mi buen hermano...”
En efecto, el finado, tan sórdidamente avaro, o más, cuanto mandón y cruel, se sabía que había dejado buena cuantía de dinero, en billetes, en el banco.
Sea así, como si nada: a nadie engañaban. Sabían bien hasta-qué-punto, lo que todavía no estaban haciendo. Aquello sería cosa de fieras. Pero después. Sólo querían ir por partes, nada de apresurarse, a su propio ritmo. Sangre por sangre; pero por una noche, unas horas, mientras honraban al fallecido, podían suspenderse las armas, en el falso fiar. Después del cementerio, sí, agarraban al Liojorge, con él terminaban.
Siendo lo que se comentaba, en los rincones, sin ocio de lengua y labios, en un murmullo, entre tantas perturbaciones. Por lo que aquellos Dagobés, brutos sólo de arrebatos, pero matreros también, de los que guardan la lumbre en el puchero, y jefes de todo, no iban a dejar una paga en paz: se veía que ya tenían sus intenciones. Era así por lo que no conseguían disimular cierto contento canalla, casi riéndose. Saboreaban ya el sangrar. Siempre, a cada momento posible, sutilmente tornaban a juntarse, en un vano de ventana, en frecuente parloteo. Bebían. Nunca uno de los tres se distanciaba de los otros; ¿por qué se mostraban así de cautos? Y a ellos llegaba, de vez en cuando, algún compareciente, además de compadre, de confianza —traía noticias, cuchicheaban.
¡Asombroso! Íbanse y veníanse, en lo abierto de la noche, y lo que trataban de proponer, era solo por el rapaz Liojorge, criminal en legítima defensa, por mano de quien el Dagobé Damastor hizo desde aquí el viaje. Se sabía ya que, entre los veladores, siempre alguien, poco a poco, filtraba palabras. El Liojorge, solo en su morada, sin compañeros, ¿enloquecía? Lo cierto, no tenía la maña como para aprovecharse y escapar, lo que de nada serviría: fuese adonde fuese, pronto lo agarraban los tres. Inútil resistir, inútil huir, inútil todo. Debía humillarse, acobardado: por allá, meándose de miedo, sin medios, sin valor, sin armas. ¡Ya era alma para sufragios! Y, no es que, sin embar...
Sólo una primera idea. Con que alguien que de allá viniera y volviese, a los dueños del muerto, y transmitiera un mensaje, el resumen de este recado. Que el rapaz Liojorge, osado labrador, afirmaba que no había querido matar al hermano de ningún ciudadano cristiano, sólo apretó el gatillo en el postrer instante, para tratar de librarse, por fatalidad, del desastre. Que había matado con respeto. Y que, con ánimo de probarlo, estaba dispuesto a presentarse, desarmado, allí mismo, dando fe de ir, personalmente, para declarar su manifiesta falta de culpa, en caso de que mostrasen lealtad.
Un pálido estupor. ¿Sabía en qué asunto se metía? De miedo, aquel Liojorge había enloquecido, ya estaba sentenciado. ¿Tendría el valor? Que viniese: saltar de la sartén a las brasas. Y hasta daba escalofríos —respecto a lo que se sabía— que, presente el matador, torna a brotar sangre del matado. Tiempos, estos. Y era que, en aquel lugar, no había autoridad.
La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres vivaces. “¡Güeno’stá!”, decía tan sólo el Dismundo. El Derval: “¡Haiga paz!”, hospitalario, la casa honraba. Serio, en sí, enorme el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió la seriedad. Recelosos, los presentes tomaban más aguardiente quemado. Había caído otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, se demora mucho.
Mal acabaran e oír. Se suspendió el indagar. Otros embajadores llegaban. ¿Querrían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La extravagante proposición! La cual era: que el Liojorge se ofrecía a ayudar a cargar el ataúd. ¿Habían oído bien? Un loco —y las tres fieras locas, las que ya había, ¿no bastaban?
Lo que nadie creía: tomó el orden de palabra el Doricón, con un gesto destemplado. Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos. Entonces, que sí, que viniese —dijo— después de cerrado el ataúd. La urdida situación. Uno ve lo inesperado.
¿Y si fuese? La gente iba a ver, a la espera. Con el taciturno peso en los corazones; un cierto susto propagado, por lo menos. Eran horas peligrosas. Y despuntó despacio el día. Ya mañana. El difunto hedía un poco. Arre.
Sin cena, se cerró el ataúd, sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa. Miraban con odio los Dagobés —sería odio al Liojorge—. Supuesto esto, se cuchicheaba. Rumor general, el lugubarullo  “Ya que ya, viene él...” y otras concisas palabras.
En efecto, llegaba. Había que abrir de par en par los ojos. Alto, el mozo Liojorge, despojado de todo atinar. No se presentaba animosamente, ni para afrentar. Sería así el alma entregada, con humildad mortal. Se dirigió a los tres: —“¡Con Jesús!” —él, con firmeza. ¿Y entonces? Derval, Dismundo y Doricón —el cual, el demonio de modo humano— poco menos que habló: —“¡Hum... Ah!” Vaya cosa.
Hubo que escoger para acarrear: tres hombres a cada lado. El Liojorge agarró el asa, al frente, por el lado izquierdo —le indicaron—. Y lo rodeaban los Dagobés, el odio en torno suyo. Entonces fue saliendo el cortejo, terminado lo interminable. Sorteado así, ramillete de gente, una pequeña multitud. Toda la calle embarrada. Los entrometidos más adelante, los prudentes en la retaguardia. Se buscaba el suelo con la mirada. Al frente de todo, el ataúd, con las vaivenes naturales. Y los perversos Dagobés. Y el Liojorge, al lado. El importante entierro. Se caminaba.
Bajo el retintín, muy de paso. En aquel entremedio, todos, en cuchicheo o silencio, se entendían, con hambre de preguntar. El Liojorge aquél, sin escapatoria. Tenía que hacer bien su parte: tener las orejas gachas. El valiente, sin retorno. Como un criado. El ataúd parecía tan pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de cualquier sorpresa, ya estaban con la mirada enfilada. Sin verse, se adivinaba. Y, en aquello, caía una lluviecita. Caras y ropas se empapaban. El Liojorge —¡tan aterrorizado!— su prudencia en el ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No se sentía parte de sí, sólo una presencia fatal.
Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón a la fosa, a quemarropa lo mataban; en el expirar de un credo. La lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a pasar por la iglesia? No, en el lugar no había cura.
Se proseguía.
Y entraban en el cementerio. “Aquí, todos vienen a dormir” —rezaba el letrero del portón—. Hízose El constipado airado compaña, en el barro, al lado del hoyo; muchos, sin embargo, más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte circunspectancia . Ninguna despedida: al una-vez Dagobé, Damastor. Depositado hondo, en forma, por medio de tensas cuerdas. Tierra encima: pala y pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y ahora?
El rapaz Liojorge esperaba, escurriéndose dentro de sí. ¿Veía sólo siete palmos de tierra para él, delante de su nariz? Tuvo un mirar penoso. Se retorcía el silencio. Los dos, Dismundo y Derval, exploraban al Doricón. Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros, ¿sólo ahora veía al otro, en medio de aquello?
Le miró brevemente. ¿Se llevó la mano al cinturón? No. La gente era lo que así preveía, la falsa percepción del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyóse:
—Mozo, váyase usted, recójase. Sucede que mi añorado hermano era un condenado diablo...
Dijo aquello, bajo y casi inaudible. Entonces se volvió hacia los presentes. Sus otros dos hermanos, también. A todos agradecían. Si no es que sonreían, apresurados. Se sacudían de los pies el barro, se limpiaban las caras del que les había saltado. Doricón, ya fugaz, dijo, completó: “...Nosotros nos vamos a vivir a un pueblo grande...” El entierro había terminado... Y otra lluvia empezaba.

 La tercera margen del río
"A terceira margem do rio"
Nuestro padre era un hombre cumplidor, ordenado, positivo y fue así desde jovencito y niño, por lo que testimoniaron las diversas personas sensatas, cuando indagué la información. De lo que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni más triste que los otros, conocidos nuestros. Solamente quieto. Era nuestra madre la que mandaba y quien a diario regañaba a mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero ocurrió que, cierto día, nuestro padre mandó que se le hiciera una canoa.
Era en serio. Encargó la canoa, una especial, de cedro rojo, pequeña, sólo con la tablilla de popa, para que cupiera justo el remero. Tuvo que ser fabricada toda ella, elegida fuerte y arqueada en rígido, apropiada para durar en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre mucho renegó contra la idea. ¿Sería posible que él, que no se ocupaba de esas artes, se iba a proponer ahora pesquerías y cacerías? Nuestro padre nada decía. Nuestra casa, en ese tiempo, estaba aún más cercana al río, cosa de menos de cuarto de legua: el río por ahí se extendía grande, hondo, callado siempre. Ancho, de no poder verse la otra orilla. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa quedó lista.
Sin alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y decidió un adiós. No dijo otras palabras, ni se llevó provisiones y ropas, ni nos hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida, mordió el labio y bramó: -"¡Vete, puedes quedarte, no vuelvas más!" Nuestro padre contuvo la respuesta. Me miró, manso, haciendo ademán de que lo acompañara, sólo algunos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero, de golpe, mañoso, obedecí. El rumbo de aquello me animaba, me asaltaba una idea y pregunté: -"Padre, ¿puedo ir con usted en esa canoa?" Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó de regreso. Hice como que vine, pero di la vuelta en la gruta del monte para saber. Nuestro padre entró en la canoa, la desamarró para remar. Y la canoa salió alejándose, lo mismo su sombra, como un yacaré, extendida larga.
Nuestro padre no regresó. No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de permanecer en aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no salir de ella nunca más. Lo extraño de esa verdad espantó a la gente. Aquello que no había, acontecía. Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se aconsejaron. Nuestra madre, avergonzada, se portó con mucha cordura; por eso todos atribuyeron a nuestro padre el motivo del que no querían hablar: locura. Unos consideraban que podría tratarse del cumplimiento de alguna promesa o que, nuestro padre, tal vez, por escrúpulo de alguna enfermedad, como ser lepra, despertaba para otra suerte de vida, cerca y lejos de su familia.
Las voces de las noticias eran dadas por ciertas personas -pasantes, moradores de las riberas, incluso en la lejanía del otro lado- diciendo que nuestro padre nunca surgía a buscar tierra, en ningún punto o rincón, ni de día, ni de noche, del modo como cursaba el río, libre, solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes nuestros concluyeron: que las provisiones que estuvieran escondidas en la canoa se gastarían; y, él, o desembarcaba y se alejaba yéndose para siempre, lo que por lo menos se correspondía con lo correcto, o se arrepentía, de una vez, y volvía a casa.
Eso era un engaño. Yo mismo cumplía con llevarle, cada día, un tanto de comida hurtada: idea que tuve, ya en la primera noche, cuando nuestra gente probó con prender fogatas a la orilla del río, mientras que a su claridad, se rezaba y se llamaba. Después, seguido, aparecí con pilocillo, pan de maíz, penca de plátanos. Avisté a nuestro padre, al fin de una hora, muy tardada de transcurrir: así solo, él allá a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en el liso del río. Me vio, no remó hacia acá, no hizo señas. Le enseñé la comida, la deposité en una cueva de piedras en la barranca, a salvo de alimañas, de lluvia y rocío. Eso, hice y rehíce siempre, mucho tiempo. Sorpresa que más tarde tuve: nuestra madre sabía de esa agencia, disimulaba no saberla; ella misma dejaba, facilitadas, sobras de cosas, para que yo las consiguiese. Nuestra madre no se manifestaba mucho.
Hizo venir a nuestro tío, su hermano, para ayudar en la hacienda y en los negocios. Hizo venir al maestro para nosotros, los niños. Encomendó al cura que un día se paramentase, en la orilla, para conjurar y rogar a nuestro padre que desistiera de la entristecedora porfía. Otra vez, por disposición de ella, para amedrentar, vinieron los dos soldados. Todo lo cual no valió de nada. Nuestro padre pasaba a lo largo, entrevisto o desleído, cruzando en la canoa, sin dejar que se acercase nadie a la mano o a la voz. Incluso cuando estuvieron, no hace mucho, dos hombres del periódico, que trajeron lancha y pretendían retratarlo, no vencieron: nuestro padre desaparecía por el otro lado, aproaba la canoa en el brezal, de leguas, que hay, por entre juncos y matorrales, y él solo conocía, a palmos, su oscuridad.
Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. A las penas, que aquello trajo, uno nunca se acostumbró, es verdad. Lo sé por mí, que lo quería, y lo que no quería, sólo con nuestro padre lo hallaba; esto tironeaba mis pensamientos para atrás. Lo duro era no entender, de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos de la mitad del año, sin protección, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, por todas las semanas, y meses, y los años -sin tener en cuenta su irse del vivir. No bajaba en ninguna de las orillas, ni en las islas y los bajíos del río, nunca más pisó suelo o pasto. Claro, que al menos, para dormir, su poco, él debería amarrar la canoa en alguna punta de la isla, en lo escondido. Pero ni prendía fueguito en la playa, ni disponía de luz fabricada, nunca más raspó un cerillo. Lo que comía era casi; aun de lo que uno depositaba entre las raíces de la ceiba o en la gruta de la barranca, él recogía poco, ni lo suficiente. ¿No se enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para mantener derecha a la canoa, resistente, aún en la demasía de las arroyadas, en el subir de las aguas, ahí cuando, en la embestida de la enorme corriente del río, todo arrolla el peligroso, aquellos cuerpos de animales muertos y troncos de árboles bajando -en espanto, en encuentro. Y jamás habló palabra con persona alguna. Nosotros, tampoco, hablamos más de él. Sólo pensábamos. No, nuestro padre no podía borrársenos, y si, por un rato, uno hacía como que olvidaba, era apenas para despertarse de nuevo, de repente, con la memoria, al provocarse otros sobresaltos.
Se casó mi hermana; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él, cuando se comía una comida más sabrosa; también, abrigados de noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte, y nuestro padre, sólo con la mano y un guaje para ir vaciando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro encontraba que me iba pareciendo más a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbón, con uñas grandes, enfermo y flaco, negro por el sol y por los pelos, con aspecto de bicho, casi desnudo, aunque disponía de piezas de ropa que de cuando en cuando se le proporcionaban.
Y no quería saber de nosotros: ¿no nos tenía afecto? Justamente por afecto, por respeto, las veces que me alababan a causa de alguna buena acción mía, yo siempre decía: -"Fue papá el que un día me enseñó a hacerlo así...", lo que no era cierto, exacto, era mentira, por verdad. ¿Si él no se acordaba, ni quería saber más de nosotros, por qué, entonces, no subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió en que quería mostrarle el nieto. Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi hermana con vestido blanco, el del casamiento; levantaba en los brazos a la criaturita, el marido sostuvo, para protegerlos, la sombrilla. Nosotros llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, todos lloramos, allí, abrazados. Mi hermana se mudó, con el marido, lejos. Mi hermana se decidió y se fue, para una ciudad. Los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre a residir con mi hermana. Había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo permanecí, con los bagajes de la vida. Nuestro padre me necesitaba, lo sé -en su vagar por el río por el yermo- sin dar razón de su actitud. Cuando yo quise saber, y, resuelto, indagué, me dijeron lo que se decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las falsas habladurías, sin sentido, como ocurrió, en el comienzo, con las primeras crecientes del río, con lluvias que no escampaban, todos temieron el fin del mundo, decían: que nuestro padre había sido elegido como Noé, y que, por lo tanto, con la canoa se había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo, mi padre, no podía condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras canas.
Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre ponía ausencia: y el río -río- río, el río -ponía perpetuidad. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo demorarse. Yo mismo tenía achaques, ansias, cansancios, torpezas del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. Por más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a dejar que la canoa se volcase o que flotase sin pulso, en el andar del río, para despeñarse, horas abajo en el estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte. Apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que no sé, el dolor abierto, en mi fuero. Sabría, si las cosas fuesen distintas. Y fui madurando una idea.
Sin vísperas. ¿Soy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se usaba, nunca más se usó, todos esos años, nunca a nadie se acusó de loco. Nadie es loco. O, entonces, todos. Lo fui, porque fui allá. Con un pañuelo, para hacer más visible la señal. Estaba en mis cabales. Esperé. Por fin él apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí, sentado en la popa, estaba allí, al grito. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y declarando, tuve que reforzar la voz: -"Padre, usted está viejo, ya cumplió lo suyo... Ahora, regrese, no debería... regrese y yo, ahora mismo, cuando quiera, los dos de acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...!" Y, así diciendo, mi corazón latió en firme compás.
Él me escuchó. Se levantó. Manejó el remo, en el agua, con la proa hacia acá, conforme. Y yo temblé, hondo, de repente: porque antes, él había erguido el brazo y hecho un saludo -el primero, después de tantos años transcurridos. Yo no podía... Con pavor, erizados los cabellos, corrí, huí, me arranqué de ahí en un proceder desatinado. Porque me pareció que él venía: de la parte del más allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo un perdón.
Sufrí el severo frío de los miedos, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy hombre, después de este perjurio? Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que ahora es tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo. Pero entonces, al menos, que, en el capítulo de la muerte, me agarren y me depositen también en una simple canoa, en el agua, que no cesa, de extendidas orillas: y, yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río.

 Desenredo
"Desenredo"
Del narrador a sus oyentes:
—Juan Joaquín, cliente de quien cuenta, era apacible, respetado, bueno como aroma de cerveza. Señor de lo debido para no ser célebre. ¿Quién puede empero con ellas? Dormido Adán, nació Eva. Llamábase Liviria, Rivilia o Irlivia, la que, en esta ocasión, a Juan Joaquín se le apareció.
Tirando a bonita, ojos de carbón vivo, morena miel y pan. Casada por lo demás. Sonriéronse, viéronse. Era infinitamente mayo y Juan Joaquín se enamoró. Sumariando el asunto, se entendieron; volando lo demás con ímpetu de nave tendida a vela y viento. Pero muy teniendo todo, claro está, que ser secreto, a siete llaves. Porque en el marido, cuando celoso, se hacía notar la valentía y ya se sabe que los pueblos son la ajena vigilancia. De modo que al rigor los dos se sujetaron, conforme al clandestino amor y según aconseja el mundo desde que es mundo. No hay, empero, abismos infranqueables en barquitos de papel.
No se veía cuándo y cómo se veían. Juan Joaquín, por lo demás, era pura, calculada retracción. Esperar es reconocerse incompleto. Depen-dían ellos de enormes milagros. El embriagado engaño, quiero decir. Hasta que se produjo el derrumbe. Lo trágico no viene en cuentagotas. Sorprendió el marido a la mujer con otro, un tercero... Sin muchas vueltas, pistola en mano, la asustó y lo mató. Se dice también que levemente la hirió, cosa ligera.
Juan Joaquín, doliente sorprendido, en lo absurdo se negaba a creer, y barrido por dolores fríos, calores, lágrimas quizá, cayó en decúbito dorsal devuelto al barro, a medio estar entre lo inefable y lo nefando. Jamás la imaginara con el pie en tres estribos; llegó a maldecir sus propios y gratos abusufructos. Se contuvo para no verla, prohibiéndose ser pseudo-personaje, en circunstancias de tan sangrienta y negra magnitud.
Ella —lejos— siempre y más que nunca hermosa, ya repuesta y sana. Él, ejercitándose en resistir, siervo de penosas emociones.
Los porvenires, mientras tanto, maduraban, ¿qué no hay fin que sobrevenga? Desafortunado fugitivo, y como a la Providencia place, el marido falleció, ahogado o de tifus. El tiempo se las ingenia.
De inmediato lo supo Juan Joaquín, sumido en su franciscanato, dolorido pero ya medicado. Fue, pues, con la amada a encontrarse —ella sutil como alas leves, pantanal de engaños, la firme fascinación. En ella creyó, en un abrir y no cerrar de oídos. Y así fue como, de repente, se casaron. Alegres y mucho, para feliz escándalo popular.
Pero hubo peros.
¿Llega siempre imprevisible lo abominable? ¿O es que los tiempos se siguen, parafraseándose? Prodújose el arribo de los demonios.
Esta vez fue Juan Joaquín quien con ella se deparó y en mala hora: traicionado y traicionera. De amor no la mató, que no era hombre de remontarse a tamaños leonismos ni tigreces tales. La expulsó apenas, apostrofándose, como inédito poeta y hombre. Y viajó huida la mujer a ignoto paradero.
Todo aplaudió y reprobó el pueblo, repartido. Por el hecho, Juan Joaquín se sintió heroico, casi criminal, reincidente. Triste, al fin, y tan callado. Sus lágrimas corrían detrás de ella, como blancas hormiguitas. Pero, en la frágil barca del consenso, de nuevo pudo verse respetado. Se pierde la camisa, cuando no lo que ella viste. Era el suyo un amor meditado, a prueba de remordimientos. Se dedicó a resarcirse.
Pero hubo peros.
Pasaban los días y, pasándolos, Juan Joaquín iba aplicándose, en progresivo, empeñoso afán. La bonanza nada tiene que ver con la tempestad. ¿Creíble? Sabio siempre fue Ulises, que empezó por hacerse el loco. Deseaba él, Juan Joaquín, la felicidad —idea innata. Se consagró a remediar, redimir la mujer, a pulmón pleno. ¿Increíble? Cabe notar que el aire viene del aire. De sufrir y amar uno no se desacostumbra. Él quería apenas los arquetipos, platonizaba. Ella era un aroma.
¿Amantes, ella? ¡Nunca los tuvo! Ni uno ni dos. Díjose y decía Juan Joaquín. A embustes atribuía la leyenda, falsas patrañas escabrosas. Cabíale descalumniarla, y a todo se obligaba. Trajo a flor de escena del mundo lo que, del caso bajo, fuera tan claro como agua sucia. Demostrándolo, amatemático, contrario al público pensamiento y a la lógica, desde que Aristóteles la fundó. Lo que no era tan fácil como refritar albóndigas. Sin malicia, con paciencia, sin insistencia, principalmente.
El punto está en que lo supo del modo que sigue: por antipesquisas, acronología menuda, charlitas secreteadas, entrecogidos testimonios. Juan Joaquín, genial operaba el pasado —plástico y contradictorio borrador. Creaba una nueva transformada realidad, más alta. ¿Y más cierta?
La celebraba, ufanático, dándola por justa y averiguada, con rotunda convicción. Haya el absoluto amar y no habrá injuria que aguante.
De modo que surtió efecto. Desaparecieron los puntos suspensivos, el tiempo secó el asunto. Diluíase la tiniebla, anteriores evidencias, sus siniestras brumas. Lo real y válido en ascenso y hacia arriba. Y todos lo creían. Juan Joaquín antes que todos.
Por fin hasta la propia mujer. Le llegó la noticia adonde se encontraba, en ignota, defendida, perfecta distancia. Se supo desnuda y pura. Volvió sin culpa, con dengues y titubeos, desplegando su bandera al viento.
Tres veces se roza la felicidad. Juan Joaquín y Viliria se retomaron y compartieron, transmutados, lo verdadero y mejor de su útil vida.
Y archívese el asunto.

 Cinta verde en el cabello
“Fita verde no cabelo”
Había una vez una aldea en algún lugar, ni mayor ni menor, con viejos y viejas que viejaban , hombres y mujeres que esperaban, y chicos y chicas que nacían y crecían.
Todos con juicio suficiente, menos -por el momento- una nenita.
Un día, ella salió de la aldea con una cinta verde imaginada en el cabello.
Su madre la mandaba con una cesta y un frasco, a ver a la abuela -que la amaba- a otra aldea vecina casi igualita.
Cinta-Verde partió, enseguida, ella la linda, todo érase una vez. El frasco contenía un dulce en almíbar y la cesta estaba vacía, para llenarla con frambuesas.
De ahí que, yendo, al atravesar el bosque, vio sólo los leñadores, que por allá leñaban; pero ningún lobo, desconocido ni peludo. Pues los leñadores habían exterminado al lobo.
Entonces, ella misma se decía:
-Voy a ver a abuelita, con cesta y frasco, y cinta verde en el cabello, como mandó mamita.
La aldea y la casa esperándola allá, después de aquel molino, que la gente piensa que ve, y de las horas, que la gente no ve que no son.
Y ella misma resolvió escoger tomar ese camino de acá, loco y largo, y no el otro, corto. Salió, detrás de sus alas ligeras, su sombra también la venía corriendo detrás.
Se divertía con ver que las avellanas del piso no volaran, con no alcanzar esas mariposas nunca, ni en buquet ni en pimpollo  y con ignorar si las flores -plebeyitas y princesitas a la vez- estaban cada una en su lugar al pasar a su lado.
Venía soberanamente.
Tardó, para dar con la abuela en casa, que así le respondió, cuando ella, toc, toc, golpeó:
-¿Quién es?
-Soy yo…-y Cinta Verde descansó la voz. -Soy su linda nietita, con cesta y frasco, con la cinta verde en el cabello, que la mamita me mandó.
Ahí, con dificultad, la abuela dijo: -Empuja el cerrojo de madera de la puerta, entra y abre. Dios te bendiga.
Cinta Verde así lo hizo y entró y miró.
La abuela estaba en la cama, triste y sola. Por su modo de hablar tartamudo y débil y ronco, debía haber agarrado una mala enfermedad. Diciendo: -Deja el frasco y la cesta en el arcón y ven cerca de mí, mientras hay tiempo.
Pero ahora Cinta Verde se espantaba, más allá de entristecerse al ver que había perdido en el camino su gran cinta verde atada en el cabello; y estaba sudada, con mucho hambre de almuerzo. Ella preguntó:
-Abuelita, qué brazos tan flacos los suyos, y qué manos temblorosas!
-Es porque no voy a poder nunca más abrazarte mi nieta….-la abuela murmuró.
-Abuelita, pero qué labios tan violáceos.
-Es porque nunca más voy a poderte besar, mi nieta….-La abuela suspiró.
-Abuelita, y que ojos tan profundos y quietos en este rostro ahuecado y pálido.
-Es porque ya no te estoy viendo, nunca más, mi nietita…-la abuela aún gimió.
Cinta Verde más se asustó, como si fuese a tener juicio por primera vez. Gritó:
-¡Abuelita, tengo miedo del Lobo!
Pero la abuela no estaba más allá, estaba demasiado ausente, a no ser por su frío, triste y tan repentino cuerpo.

 Lunas de miel
"Luas-de-mel"
A lo mejor, mismamente, de lo mismo, siempre llega la novedad.
En aquella víspera, yo andaba medio flojo, débil; ¿declinaba yo hacia los nones? En los primeros de noviembre. Soy casi de paz, tanto como puedo. Descuento hacia atrás, todo aquello en que me metí, en la juventud: desmanes, desórdenes, agravios. Entonces, después, la vida en serio, que, entre nosotros, de brava se enfurecía. Soy acomodado labrador, es decir -de pobre no me ensucio y de rico no me empuerco. Defensa y cautela no fallecen, en esta hacienda Santa Cruz de la Onza, de hospitalidades; mía. Aquí es una rinconada. De flojera por el calor, me ponía a observar. En ese día, nada por nada. De fastidio y aburrimiento, comía demasiado. Del almuerzo, después, me remitía a la hamaca, al cuarto. Cuestión de edad, digestiones y salud: hígado. Misía María Andreza, mi santa y medio pasada mujer, me hervía un té, para el empacho. Bueno. Don Fifino, mi hijo, de la banda de afuera de la puerta, notició: que había llegado cierto sujeto, un recadero, con carta. Con calma. Prestezas y prisas no me agravian.
Don Fifino, mi hijo, sin ser necio ni sonso del todo, me estaba explicando: que el tipo ése había arribado tan a socapa, que sólo se notó, ya detenido, a caballo, atrás del ingenio, ni los perros habían ladrado, tampoco hizo rechinar la tranquera; y que, con armas, bien provisto, rifle a bandolera. Y, entonces, mi capataz, José Satisfecho, por debajo me informaba, de él, el nombre, el cual -Baldualdo. Soy mosquito en hocico de ocelote: no moví las cejas, no mostré pasmo. Sabía de la fama de ese Baldualdo -que valía un batallón, con grande y muerta clientela. Por ahora, ¿a mí qué me importaba? De eso digo: mi propio José Satisfecho, ya había sido también un "Ze Sipío", mano en el rifle, para que se me entienda. En las eras de los tiroteos contra el Mayor Lidelfonso y sus soldados. Conmigo. Yo con él, y otros. Sólo la vida tiene de esas rústicas variedades. Yo pongo la mesa y pago el gasto. Me moví de la hamaca, vine a ver quién. Aquel hombre que había llegado. Me miró presto, medido respeto, me repreguntó mi nombre por entero. La carta que traía para mí, a mano, era de verídico y alto mensaje. Releí las tres y tres veces el nombre que la firmaba: don Seotaciano.
Y -¡me gustó esto! Es lo que deletreo: "Estimado amigo mío y compadre..." Don Seotaciano, de su distante sede los hechos importantes maniobrando, con estopín corto y brazo largo. El muy jefe, hombre de gran esfera, tigroso león como la pantera, pero justo el pan de bueno, en noblezas y formas. Mi compadre mayor, mandante, desde mucho. Y, hace tanto tiempo de eso. Pero, ahora se acordaba de éste, aquí, en este sitio, confiando de lealtad. Y con un asunto. Para cosa sin treguas: lo que, seguro había de haber: -perro, gata y zaragata. Pero tengo que secundar, y quiero. Si él rayó, yo tajo. Declara, en resumen: "Para un joven y una joven, le pido fuerte resguardo. Lo demás se verá más tarde" ¡Esas sandeces de amor! -sonreí. Salí de los suspensos para los preparativos.
Quedito, era lo que se necesitaba. Temperar el venir de las cosas, acomodar a los huéspedes, los esperados. Dando órdenes conformes. Prevenido para valer por cuatro. Aquel día era sábado. Me entendí con José Satisfecho y con Don Fifino, mi hijo: que me trajesen del retiro del Medio, ciertos hombres; y unos cuantos, de ésos del Muño, de las rozas: siempre quedarían todavía otros en el hoy por hoy, para el trabajo. Pero aquéllos aquí a la mano; porque: a horas competentes, hombres de posibilidades. Con hartos frijoles y arroz y cargas de pólvora, plomo y bala. Sensato, me dicen. Sólo en paz, con Dios, tranquilo. Sensato, sincero y honrado.
Misia María Andreza, mi mujer, me miraba.
Aquel Baldualdo, decente: -"Si le place, señor mío, por unos días, aquí, me quedo..." -me dijo, bajito, sabiendo de memoria su deber. Él ya era mi compañero -por arte de los ángeles de la guardia. En la terraza caminé unos pasos, ejercitados. Los que iban a venir, ¿un joven, una joven? Misia María Andreza, mi correcta mujer, uno o dos cuartos arreglaría -toallas, bienestar, flores en floreros. Seguro que de noche llegarían, sagaces. - "Ah, mi vieja, vamos a tocar rabeles..." -bromeé, limpiando el revólver. Misia María Andreza, buena compañera, dijo apenas, moviendo el copete: "El lentisco de mata virgen no se endereza..." La tomé de la mano medio afectuoso. Repensé en todas mis armas. ¡Ay, ay, la lejana juventud!
Sin nadie, entre nosotros, desprevenido; de hecho a la media noche llegaron. Novios, mucho amor. Ella era de las lindas, reteniendo las atenciones; yo ni supe hija de qué padre. Sólo medio asustadita, sonrisas desahogadas. El joven -¡hombre!- de los buenos. Vi rápido. Tenía rifle largo. Gallardo, guapo. No, todavía no eran matrimonio. Cenaron. No hablaron. La joven se retiró a la recámara, a la inviolable de la casa; doncella con recato. El joven, ése, valeroso, quiso ranchearse en la casa del ingenio. Joven, un deporte de fuerte. Aprecio. Pude presumir de su padre. Ah, ellos habían viajado solitos, como se debe de, en fugas particulares. Me gustó más. Sólo poco después llegó otro sujeto que, a ellos dos, con buena distancia, garantizaba protección, sin que ellos supiesen -también por orden de don Seotaciano.
Las cosas bien hechas, medidas, como sólo un gran capitán concibe. Ese otro se llamaba el Bibiano, era un valiente de espingarda: me tomó la bendición. Bueno. Todo en todo, en orden, me adormecí, conforme, propietario de mi sueño. ¿Por qué no? Gente mía ya galopaba en esa noche y madrugada. Un enviado a la Hacienda Congoña, de mi compadre Verísimo, por tres rifles, tres hombres, prestados. Para seguridad. La gente de allá es lumbre. Y uno a la Laguna de los Caballos, por otros tres -para que mi compadre Serejerio no se sintiese despreciado. Bueno. Yo juzgo a los otros por mí. Con tino y consideración el respeto es granjeado: con honor, sosiego y provecho. Por bien encaminar, me adormecí bien. Sólo vivo en lo supradicho.
Amanecí antes del sol, todo en paz, posesiones y rocíos. Admiro esas exactitudes del campo, en olores, adornado; mientras tanto nada. Misia María Andreza, mi mujer, me cuidaba. A ella dije: -"Que no me conste quién es esta joven, no lo que haya revelado." El no, por ahora. Yo no quería saber, solamente para prevenir: podía ser hija de conocido, pariente mío o amigo. No tenía caso. En esas horas le era fiel a don Seotaciano. Siquiera, por lo menos. ¡Aquél es tu amigo, que te quita de ruido!- buen dicho. Ese día, de domingo. Se almorzó con hambre, a pesares de. La joven y el Joven, justo ante mí, dichosos se contemplaban. Tanta cosa en este mundo, bien hecha. Misia María Andreza, mi conservada mujer, en cocinar se esmeraba. Nomás me dije, ni pensé: los enamoramientos son mis otras mocedades.
La gente moviéndose, tranquila, el tiempo creciendo, parado. De ese modo, se pasó el día, en oros y copas; mientras nada. La linda Joven, allá dentro, en el oratorio rezaba. Misia María Andreza, mujer, sinceros cariños le daba. Nosotros acá afuera. Don Fifino, mi hijo, de esta banda, el Bibiano en la parte del cerro, en el puente del arroyo el Baldualdo; con otros y otros hombres; pero a escondidas, tan sutilmente, que no se veían ni se notaban. Conmigo, juntos, José Satisfecho y el Joven novio, de pocas palabras: caminábamos de la zanja al vallado. Misia María Andreza, mía ¿por mí también rezaba? Yo -exagerado. Proveía, no meditaba. Día y tanto, Dios loado. Entonces, vino el anochecer, las estrellas, a las esperas. Ahí, uno en pos de otro, llegaban, a los surtos, los de la Hacienda Congoña y los de la Laguna de los Caballos. Ésos no se reían, en armas. Ah, las buenas amistades.
Así, más gente, otra vez, se despertó antes de los gallos. Allí, para el incierto lunes -medio redondo. Día de las fuertes llegadas. Primero, dos hombres más, que don Seotaciano enviaba. Jefe bravo. Después, según aviso dado, todavía otros, un par de jinetes: el sacristán atrás del cura. Ave. ¿El cura; joven, espingarda a la espalda? Armado con esmero; rifle corto. Se apeó, bendijo todo, aprestado para el casorio que se iba a tener: bodas en la casa. Tuve que moverme para prepararme, vestir mejor ropa -para esos momentos. Misia María Andreza, mi mujer, con gusto dispuso el altar. El Joven y la Joven se enaltecían. Amor es sólo amor. Airosos. Iban los dos, el brazo en el brazo. ¡Vean cómo son las pasiones! Todo bueno, bastante bueno, Misia María Andreza bien vestida, me parece que hasta con colores. Soy hombre para bandas de música. El cura dijo bellas palabras. A esa altura yo ya sabía: la novia de cuál familia. Hija del Mayor Juan Dioclecio, duro y rico, de hecho, fuerte. Esas cosas y escalofríos... Bueno. Me encogí de hombros. Yo cerco un campo, y en él soplo: destorcidas claridades. Terminado el casorio se salió del altar a la mesa, se pasó de sala a sala.
Ahí, en sencillo banquete, que con todo y lechón y pavo, rellenos como de costumbre; vinos. Comimos nosotros todos y el cura; yo sin hastío ni empacho. Los dulces. Se cantó a coro. El novio de armas al cinto. La novia, una hermosura, como se debe, con velo y azahares. La vejez de la lana es la suciedad... -yo pensé, consonante, viéndome. ¡Esas delicias de amor! -Suspiré apenas pensando. Yo bajaba de los valles a los cerros. Y, todavía en la ceremonia, mi hermano Juan Norberto llega, de lejos, de su hacienda Las Arapongas. Sabida, allá, la noticia, llegaba para ayudarme. Traía mayor novedad: -"Si el Mayor atacase con matones, don Seotaciano bajaría a la escena -al frente de cien de sus hombres: ¡a proteger la retaguardia!" De glorias, silbé, sentado. Aquel Joven novio, gentil, era pariente de don Seotaciano. Algunos de mis hombres tocaban guitarras. ¿Se bailaba?
Miré a mi saludable Misia María Andreza -contemplada.
¡Y era noche de las mayores! Vinieron mis compadres Serejerio y Verísimo, en persona.
Buena gente para llevar a cabo empresas dificultosas. Hasta el cura dijo que se quedaba: para confesar a quién o quién en la hora. Sólo que, sobre la mesa el breviario, pero al lado, la pistola. Buen cura, muy virtuoso, amigo de don Seotaciano. Ahora, se esperaba por el mayor Dioclecio y sus matones. -"¡Pero tan cierto!" - se decía- "¡Esas cosas quiero verlas a la noche!" -otro. Otro: -"¿Y quién es el que apaga la vela?" Ahí, por toda parte, se me dice no más patrullas, trincheras, centinelas. Pasos callados, suaves, retintín de carabinas. Ah, esta vieja hacienda Santa Cruz de la Onza, con picas para cualquier hojalata. Punto era que, yo, el jefe. Yo estaba ya medio sanguinolento: medio aturdido. Yo, sencillamente. Yo -en nombre mío y de don Seotaciano.
La gente debía quedarse en vela. En estos bancos y sillas. Aquellas lámparas y lamparillas. Todos, los del mando. En la sala. Yo, mi hermano Juan Norberto, compadres Verísimo y Serejerio, y el Novio, más don Fifino. También la novia en su vestido blanco, y Misia María Andreza, mujer mía. Todos y todas. La rueda de hombres buenos. Cerca de mí, mi Ze Sipío. Y la cena -las sobras del almuerzo- con alegría. Hombres comiendo parados, el plato en la mano; alerta el oído. La gente, risueños de guerra, para cualquier cosa. ¡Aquí, que viniera el enemigo! -esos Dioclecios, demonios. La hora -de encerrar los huelgos. Y se esperaba -con luces para mil brujas. Y: mantan-tiru-liru-lá... se dice -¡pique será! ¿No venía nadie? A lo que es que es, estábamos.
La gente, a un paso de la muerte, valiente, juntos, tantos, bastantes. Nadie venía. La Novia sonreía al Novio, levemente; esas nupcias. Y yo con la mente erradamente, de quien se halla en estado armado. Lo que a otro mengua a mí me sobra. Mía, Misía María Andreza, mujer, me sonreía. Lo que los viejos no pueden tener más: secretitos, secreteados. Nadie venía. Madrugar y gallos cantaban. El cura rezó, guerrero, en denodado placer de las armas. Primeramente, sentí el merecer más en ese venturoso día. Recibí más naturaleza -fuente seca que brota de nuevo- el rebrotar, rebrotado. Misia María mi Andreza me miró con un amor, estaba bella, rejuvenecida. En esa noche ¿nadie venía? ¡Mientras nada! Madrugada. El Novio se retiró con la Novia; y unos más, que con más sueño ya están a cierra ojos. Resolvimos turnar la vigilancia. Yo, feliz, miré para mi Misia María Andreza; fuego de amor, verbigracia. Mano en la mano, diciéndole yo -en la otra empuñando el rifle-: "Vamos a dormir abrazados..." Las cosas que están para la aurora, son confiadas antes a la noche. Bueno. Nos adormecimos.
Amanecí a deshoras, naciendo de los acogimientos. Todos en sus puestos. Aquel día, el martes. ¿Sería el día? Se esperaba, medio cuidadoso, medio alegres; serios, sin algaraza. ¿Con qué entonces? En esas calmas dilatadas. Y, pues.
Y, justo, pues, surgió la novedad: un recado. El peón que lo traía era un empleado de los Dioclecios: que hoy, en esta fecha, solito, un patrón vendría a visitarme, de paso. Amistoso. ¡¿Había visto yo, ésta?! -¿con qué? me reuní con los jefes compañeros para comparar ideas, consonante. Se llegó a la razón: que ellos, más el grueso de los hombres y rifles, deberían salir, por un rato -esperar en el retiro del Medio, de aquí a media legua y casi nada. Mi hermano Juan, mis dos compadres, más el sacristán atrás del cura. Dejar, provisionalmente, sin gente en armas, mi casa de hacienda. Así, así, entonces. Bueno. Para no hacer desafueros, de lo que mucho me cuido. ¿No venía solito, embajador, apenas para decirme a mí pues y pues? ¿Amenazar, quejarse, declarar guerras? Sea lo que fuere. Mi puerta da al oriente. No veo otra banda. Soy un hombre leal. Soy lo que soy -yo- Joaquín Norberto. Soy el amigo de don Seotaciano.
Aquí, recibí al hombre en la puerta de lo que es mío. Y él era un hermano de la novia. Mi conocido, cordial con buen apretón de manos. Entramos. Nos sentamos. Severo, sereno, yo estaba: sensato, él, desenvuelto. No venía a provocar escándalos, ni a producir confusiones; parecía portarse en términos. ¿Si de buena forma se condujese el negocio? Mi deber y gusto era reconciliar, rescatar y componer, como hombre de bien y jefe en armas. Ahora era el desenrollar de allá y de acá, de ambas partes. Me aclaré. Invité al hombre a comer. Y, entonces me definí: con medios modos y trastejos no se pone ni se quita. Llamé a los Novios, ¡a la mesa!
Gente tiesa -un par de todo valor. Vinieron. El hombre sonrió, mi visitante. Dio la mano a ella, y a él dijo: -"¿Cómo le va?, ¿cómo le va?" -en leal estima y franqueza. Bueno. Se comió y se platicó de diversas materias. Bueno. Aquello, al escurrir del caballo. Suavemente, con incompletos, él invitó a los dos, a que se fuesen con él: para la bendición de los papás y una fiesta de tornabodas. ¿No estaba en lo justo y aprobado? Él sabía lo del casamiento. A mí me invitó también, y más a Misia María, querida Andreza. Bueno, consonante. Yo, convenientemente, no podía, por los hechos... Pero mandé a mi hijo don Fifino, representante; él quiso, por amor a la fiesta, decidido.
Porque los novios aceptaron ir, satisfechos, agradeciéndome se despidieron. Y yo, respondiendo por lo derecho: -"Sólo enmiendo: ¡abajo de Dios, sólo don Seotaciano!" -dije. El hombre de pie para salir. Y, a él, directo, seguro, en la regla del bienvivir: -"Soy el padrino de ellos dos, en el casorio, ¡y voy a ser padrino del primer hijo, si les place!" -grueso dije, fingiendo franca risa. Siempre sería bueno. Y él, ¿no me iba a entender? Poquita duda. Esta vida tiene que ser declarada y firmada. ¡Lo más en lo más, si no las carabinas!
De la terraza, Misia María Andreza, y yo, nosotros, contemplábamos a la gente: los caballeros, en el congraciamiento, en buena ida. Todo tan terminado, de repente, se me dice, todo quitado. ¡Ni guerra, ni más lunas de miel, regalo no regalado!
Miré a Misia María Andreza, mía, que me miraba. Ay de. En cuanto nada.
Se fueron el Baldualdo y el Bibiano, también consonantes. Don Seotaciano, estaba servido y mis deberes concordados. Mi capataz, el José Satisfecho, medio flojo, cerraba la tranquera. Aquella lunas de miel, tan pocas, así en soplo de gaita. Las pasajeras consolaciones: haz de cuenta de amor, lo que era mi cestito de cargar agua. Nosotros ahora: salir de las desilusiones, el entrar en edad. Pero, don Fifino, mi hijo, un día habría de robarse a una joven así -¡en armas! Sonreí, yo, Joaquín Norberto respetador. Abracé a Misia María Andreza, mía, teníamos los ojos desanublados. ¿Qué me dicen? Pues sí. Aquí en esta hacienda Santa Cruz de la Onsa; aquí es un recato. Ah, bueno; y semejante hecho pasó.

 Un joven muy blanco
"Um moço muito branco"
En la noche del 11 de noviembre de 1872, en la comarca del Cerro Frío, en Minas Gerais, pasaron hechos de pavoroso suceder, referidos en periódicos de la época y registrados en las Efemérides. Dicho que un fenómeno luminoso se proyectó en el espacio, seguido de estruendos, y la tierra se abaló, en un terremoto que sacudió los altos, rompió y allanó casas, revolvió valles, mató gente sin cuenta; cayó otro sí aterrador temporal, con asombrosa y jamás vista inundación, subiendo las aguas de río y riachos sesenta palmos del plan. Después de los cataclismos se confirmó que el terreno, en radio de una legua, había cambiado de aspecto: sólo escombros de cerros, grutas muy abiertas, riachos lejos transportados, matorrales volteados por las raíces, solevantados nuevos cerros y rocas, haciendas revueltas sin resto — rodar de piedra y lodo, tapaban el estado del suelo. Aun lejano el astroso derredor, pereció la mucha criatura y crías, soterradas o ahogadas. Otros vagaban al abandono, siquiera conociendo más, tan al revés, los caminos de otrora.
Por lo que, en el término de una semana, día de San Félix, confesor, el hecho de venir al patio de la Hacienda del Casco, de Hilario Cordeiro, con sede casi dentro de la calle del Arraial del Oratorio, un cuitado de esos fugitivos, ciertamente llevado por el hambre: el joven, pasmo. Sucedió súbitamente, y era joven de distinguida presencia, pero en lastimeras condiciones, sin el total de harapos con qué componerse, por eso envuelto en paño, especie de manta de cubrir caballos, hallada no se sabe dónde; y así en bochorno, fue visto, muy temprano, apareciendo y escondiéndose por detrás del cercado para las vacas. Tan blanco; pero no blancuzco, sino de un blanco leve, semidorado de luz: pareciendo tener debajo del cutis una segunda claridad. Mucho se asemejaba a esos extranjeros que uno no encuentra ni jamás vio; constituía en sí otra raza. Así es el modo como todavía hoy se cuenta, pero cambiado incierto, por el pasar del tiempo, pues narrado por hijos o nietos de los que eran muchachos, puede que niños, cuando en buena hora lo conocieron.
Hilario Cordeiro, siendo hombre cordial para los pobres, temeroso y bueno, y todavía más en ese postiempo de calamidad, en el cual sus mismos parientes habían sufrido muertes y allanamientos totales, no dudó en dispensarle alojamiento, cuidando adecuarle ropa y botinas, y darle de comer. Lo que era menester de benemerencia, pues el joven, con los sustos y golpes, había pasado por desgracia extraordinaria: perdida la completa memoria de sí, su persona, además del uso del habla. Ese joven, pues, para él, ¿sería el futuro igual materia que el pasado? Nada oyendo, no respondía ni que no, ni que sí; lo que era cosa de compadecer y lamentar. Tampoco podía entender, es decir, entendía a veces, al revés, los gestos. Puesto que una gracia debía tener, no se le podía dar otro nombre, no adivinado; tampoco se sabía de qué generación fuese —el hijo de ningún hombre.
Desde que allá llegó, y diariamente, comparecían los varios moradores, por su causa, a ver qué les parecía. Tonto, no lo era. Sólo aquella intención de sueños, el aire de cierto cansancio. Sorprendente, sin embargo, lo que asaz observaba, resguardado, hasta, menudamente, acechaba las costumbres de las cosas y personas; lo que mejor se vio, aún, en el después. Le quisieron. Más, quizá, el negro José Kakende, esclavo medio liberto de un músico desquiciado, y él mismo, de idea perturbada; por lo últimamente, entonces, delirante disparatado, a causa de haber sufrido los grandes pavores, en el lugar del Condado: giraba ahora por aquí y allí, pronunciando advertencias y desorbitadas sandeces —queriendo dar por cierto y verdad la portentosa aparición que había visto en las márgenes del río de Peixe, en la víspera de las catástrofes.
Sólo a uno no agradó el joven, o mejor, ya lo malquiso de ab initio — tachándolo de vago y malhechor furtivo, digno, en otros tiempos, de degradación en África y de los hierros de El rey: el llamado Duarte Días, padre de la más bella joven, de nombre Viviana; y de quien se sabía era hombre de carácter fuerte, además de maligno injusto, sobre prepotencias: en aquel corazón no caía nunca una lluviecita. No se le dio atención.
Llevaron al joven a misa, y se comportó, no mostró creer ni descreer. Cánticos y música del coro escuchaba serio, sentimental. Triste, que se diga, no; pero, como si consiguiera en sí más nostalgias que las demás personas, nostalgia enterada, a salvo del entendimiento, y que por lo tanto se purificaba en mayor alegría —corazón de perro con dueño. Su sonrisa a veces se detenía, referida a otro lugar, otro tiempo. Sonriendo más con la cara, o con los ojos; puesto que nunca se le vieron los dientes. El padre Bayao, antes de conferir con él bondadosamente, de improviso se le enfrentó con la señal de la cruz: y él no mostró desagrado por la materia. Estaba en las altas atmósferas, aumentaba su presencia. "Comparados con él, nosotros todos, comunes, tenemos los semblantes duros y el aspecto de mala y constante fatiga." Trazos estos consignados por el propio sacerdote, en carta de puño y firma para testimonio del hecho raro, al canónigo Lessa Cadaval, de la Catedral de Mariana. En la cual igualmente hace mención al negro José Kakende, que en la misma ocasión se le acercó, con alto y disparatado hablar, para imponer su visión de la orilla del río: "...el arrastre del viento y grandeza de nube, en resplandor, y en ella, entre fuego, se movía una artimaña amarilla oscura, aparato volante, chato y redondo, con redoma de vidrio sobrepuesta, azulada, y que, posado, de adentro descendieron los Arcángeles, mediante ruedas, llamaradas y rumores." Y, con el mismo risueño José Kakende, vino Hilario Cordeiro llevando al joven a la casa, en un exceso de desvelo, como si fuese su verdadero padre.
Pero, a la puerta de la iglesia se encontraba un ciego, Nicolau, limosnero, el cual, en viéndolo el joven, lo miró sin medida y entregadamente —¡cuentan que sus ojos tenían color de rosa!— y fue en dirección a él, dándole rápida partícula, sacada de la faltriquera. Pues, estando el ciego bajo sol, y escurrido de sudor, a almas cristianas debería causar meditación el contraste de tanto padecer el calor del astro rey aquel que ni de las bellezas de la luz podía gozar. El ciego, palpando la dádiva en la mano, a guisa de averiguar en qué rara casta de moneda consistía, y convenciéndose pronto que ninguna, la llevó presto a la boca; lo que le advirtió su lazarillo: que no era cosa de comerse, sino especie de carozo de fruto de árbol. Entonces el ciego la guardó con airados celos y por varios meses, aquella semilla, que sólo fue plantada después del remate de los hechos, todavía por narrar aquí: y dio una azulada planta de flores, entremezcladas de modo imposible, en un primor confuso, y, los colores, nadie llegó a un acuerdo con respecto a ellos, por desconocidos en el siglo; con poco, desmerada y resequida, sin producir otras semillas o brotes; ni los insectos sabían buscarla.
Pero, terminada de pasar aquella escena, surgía, en el atrio, Duarte Días con unos compañeros y servidores, para imponer la sorpresa de una exigencia y crear problema: quería llevar consigo al joven, basándose en que: por la blancura del cutis y demás delicadezas, debería ser uno de los Rezendes, parientes suyos, desaparecidos en el Condado, en el terremoto; y que, pues, hasta el reconocimiento de alguna noticia, le competía tenerlo en custodia, según la costumbre. Siendo que Hilario Cordeiro pronto contestó al postulado, y el argumento por casi nada terminaría en seria desavenencia, Duarte Días, porfiando y excediéndose, de eso sólo volvió en sí ante el parecer de Quincas Mendaña, del Cerro, notable en la política y proveedor de la Hermandad.
Y, más adelante, todavía, mejor razón iba a tener Hilario Cordeiro de su celo, pues que todo pasó a serle dicha, sea en salud y paz, en la casa, sea en el asaz prosperar de los negocios, capital y bienes. Y no que el joven le proporcionase auxilio en la sujeción a servicios o, en el realizar, con vagar, algún oficio; en eso ni siquiera podía hacerse cargo de sí —con las manos no callosas, albas y finas, de hombre de palacio. Él andaba muy en la luna, paseaba por todo el lugar y más allá, practicando aquella libertad vaporosa y el espíritu de soledad; parecía quebrantado por un hechizo, según el decir de la gente. No obstante que tenía grandes dotes, para lo que fuese funcionar ingenios, herramientas y máquinas, a que se prestaba haciendo muchos inventos y desbaratando casos, vivo, cuidadoso y despierto. Sólo de extraña memoria pues, el mirar para arriba, siempre, lo mismo de día como de noche —acechador de estrellas. Muchas veces, sin embargo, le gustaba la diversión de prender fuegos, siendo de admirarse cuánto se entusiasmó, el día de San Juan, con las muchas fogatas de la fiesta.
En eso sobrevino, justo, el caso de la joven Viviana, siempre mal contado. Eso fue cuando él allá compareció, acompañado del negro José Kakende y vio a la joven muy bonita, pero que no se divertía como las otras: y él se le acercó mucho, gentil y espantoso, le puso la palma en la mano, delicadamente. Pues, siendo así, la joven Viviana la más hermosa, era de admirarse que la belleza de la figura no le sirviera para transformar, en su interior, la propia y vagarosa tristeza. Pero Duarte Días, el padre, que a eso había asistido, prorrumpió en pleiteantes gritos: "¡Tienen que casarse! ¡Ahora tienen que casarse!" —con instancia. Afirmaba que el joven era hombre, y uno, y aún soltero, y le había infamado a la hija, debiendo tomarla por esposa y arrostrar el estado de casado. El joven oía, de buena concordia, sin hacerle caso. Mas la gritería de Duarte Días sólo tuvo término cuando el padre Bayao y otro de los mayores le recusaron tan despropositadas furias e insensatez. También la joven Viviana, con radiantes sonrisas, lo serenaba. Ella, que, a partir de esa hora, despertó en sí un al fin de alegría, para todo el resto de su vida, de ahí un don. Sólo que, Duarte Días —lo que no se entiende— iba a producir, aún, otros lances de estupefacción, helos aquí.
De tal modo que, para alboroto de todos, en el día de la misa de Dedicación a la Virgen de las Nieves, y Vigilia de la Transformación, 5 de agosto, él fue a la Hacienda del Casco, requiriendo hablar con Hilario Cordeiro. También el joven allá estaba. Se veía otro y nada desairoso —uno lo miraba y pensaba en un repentino claro de luna. Entonces, Duarte Días declaró: suplicaba que lo dejasen llevar al joven para su casa. Que así lo quería, y necesitaba, mucho, no por ambicioso o impostor, tampoco por intereses menores, sino por haberle cobrado, con contriciones de escrúpulo, ¡fuerte estima de afecto! Decía y desgobernaba las palabras, alterado, mientras de sus ojos corrían gruesas lágrimas. Ahora no se comprendía el desbarajuste de actitud tan contraria: la de un hombre que, para manifestar el amor, no disponía más que de los arrebatados medios y modales de la violencia. Pero, el joven, claro como el ojo del sol, lo tomó de la mano, y, con el negro José Kakende, lo fue conduciendo por el campo —después se supo que por tierras del propio Duarte, donde las ruinas de un ladrillar. Y ahí indicó que mandarse cavar: con eso se encontró, allí, una vena de diamantes o una gran olla de monedas, según tradiciones distintas. Por arte de tal prodigio, Duarte Días pensó que iría a volverse riquísimo, y cambiado estuvo de verdad, de la fecha en adelante, en hombre sucinto, virtuoso y bondadoso, admirablemente, consonante al aseverar sobremaravillado de los coevos.
Pero, en contra, en el día de la veneranda Santa Brígida, de voz común otra vez de él se supo: el joven, plácido. Se dice que había salido en la víspera, acampando por los altos, en uno de sus desapareceres; era un tiempo de truenos secos. José Kakende contaba, solamente, que le había ayudado a prender, en secreto, con formación, nueve fogatas; y más, el Kakende sólo sabía repetir aquellas viejas y divagadas visiones —de nube, llamas, ruidos, redondos, ruedas, armatoste y entes. Con la primera luz del sol, se había ido el joven, tenidas alas.
Todos singularmente deploraron, para nunca, inciertos. Dudaban de los aires y montes; de la solidez de la tierra. Duarte Días vino a morir de pena; pero la hija, la joven Viviana, conservó su alegría. José Kakende conversó mucho con el ciego. Hilario Cordeiro, y otros, decían experimentar saudade y media muerte, sólo al pensar en él. Él cintilaba ausente, aconteció. Pues. Y nada más.

martes, 8 de septiembre de 2015

Stashower Daniel - Edgar Allan Poe Y El Misterio De La Bella Cigarrera.



El 28 de julio de 1841 el hallazgo en el río Hudson del cuerpo sin vida, con visibles señales de violencia, de Mary Rogers, una joven conocida en todo Nueva York como «la bella cigarrera», dio inicio a uno de los más famosos «crímenes del siglo». Edgard Allan Poe investigó su muerte y escribió un relato basado en el caso. Stashower traza un magnífico retrato de Poe en relación con este misterio policial.
Enrico Pugliatti.

Edgar Allan Poe y el misterio de la bella cigarrera
Daniel Stashower

Para la señorita Corbett.
Siempre nos quedará Breezewood
 Prólogo

Descenso al Maelstrom
 

«¡Oh, Maria! ¡Ojalá te lo hubieses pensado un poco antes de dar este paso!» Portada de una novela publicada en 1844, basada en el caso de Mary Rogers.

 Cortesía del autor

 En junio de 1842, Edgar Allan Poe cogió la pluma para tratar una cuestión delicada con un viejo conocido. «¿Te he ofendido con mis malas acciones? –preguntaba–. Y, en tal caso, ¿cómo? Hubo un tiempo en que siempre tenías unos minutos para un amigo.»
El corresponsal de Poe, Joseph Evans Snodgrass, director del Sunday Visitor de Baltimore, debió de imaginar lo que vendría a continuación. Una vez más, Poe se explayaría contra el último editor o rival literario que lo hubiera agraviado. Alegaría enseguida una situación «embarazosa desde el punto de vista pecuniario», afirmaría que estaba sin trabajo y con pocas perspectivas de encontrarlo y pediría a su antiguo amigo una «ínfima ayuda» en forma de préstamo.
La última carta de Poe, notó con alivio Snodgrass, se apartaba del esquema habitual. «Tengo una propuesta que hacerte –escribía–. No sé si recordarás un cuento que publiqué hará cosa de un año, titulado Los asesinatos de la rue Morgue, que era todo un ejercicio de ingenio encaminado a descubrir a un asesino. Estoy a punto de concluir otro similar, que titularé El misterio de Marie Rogêt. Continuación de Los asesinatos de la rue Morgue, y que está basado en el asesinato real de Mary Cecilia Rogers, que tanto revuelo causó en Nueva York hace unos meses.»
Snodgrass no necesitaba ningún recordatorio. Mary Rogers, más conocida por «la bella cigarrera», había sido una persona muy conocida en las calles de Nueva York. Desde su puesto en el mostrador del Tobacco Emporium de John Anderson, Mary Rogers había ejercido su hechizo sobre la mitad de los hombres de la ciudad. Su célebre «sonrisa misteriosa» tenía fama de ser tan fulminante como las flechas de Cupido. Admiradores de todas las clases sociales, del Bowery al Ayuntamiento, acudían a disfrutar de su compañía. Unos le ofrecían poemas dedicados a su belleza. Otros hablaban con voz engolada de sus triunfos empresariales, y a veces se daban golpecitos en la cartera y la miraban de reojo. Y entretanto la cigarrera aguardaba detrás del mostrador, con la mirada baja y fingiendo no oírles. En ocasiones se llevaba los dedos a la boca, como escandalizada por alguna expresión grosera, pero sus ojos seguían calmos y cómplices.
Algunos temían que la joven e inocente empleada de Anderson terminara de mala manera por culpa de las malas compañías. The New York Morning Herald recomendó tomar medidas «cuanto antes para remediar los grandes males que pueden seguirse de poner a chicas tan guapas en los mostradores de estancos y confiterías. Rufianes con dinero se dejan caer por esos locales, compran cigarros y golosinas, entablan conversación con la chica y acaban por llevarla a la ruina».
Tales temores se revelarían trágicamente proféticos. En julio de 1841, Mary Rogers apareció brutalmente asesinada, y el suceso desató protestas masivas y preparó el escenario para uno de los dramas más espeluznantes del siglo XIX, que empujaría a un hombre al suicidio, a otro a la locura y a un tercero a la deshonra y a la humillación públicas. La muerte de la cigarrera, escribió un neoyorquino, señaló el «terrible momento en que la ciudad perdió su inocencia».
Para bien o para mal, el crimen se convirtió también en el catalizador de un cambio radical. El indisciplinado y desorganizado cuerpo de policía de la ciudad demostró ser incapaz de llevar una investigación con eficacia, lo que abrió paso a una ambiciosa serie de reformas políticas y sociales, mientras los detalles más escabrosos del asesinato alimentaban una encarnizada guerra por aumentar la tirada de los periódicos que condujo al periodismo norteamericano a cotas de sensacionalismo nunca imaginadas. El marrullero James Gordon Bennett del The New York Herald aprovechó el caso para presentarlo como un «cuento macabro y aleccionador», regodearse en los aspectos más morbosos y desatar una feroz polémica sobre los límites del decoro periodístico. «No podemos desayunarnos con la sangre de inocentes asesinados –declaró un lector escandalizado–. ¿Es que los caballeros de la prensa no tienen vergüenza?» Las súplicas de moderación cayeron en saco roto y la tragedia de Mary Rogers se convertiría en uno de los primeros y más significativos casos en destacar en las páginas de los periódicos norteamericanos, y serviría de base para todos los «crímenes del siglo» subsiguientes, de los asesinatos supuestamente cometidos por Lizzie Borden en 1892 al asesinato de Stanford White en 1906 y hasta nuestros días.
No obstante, el caso estuvo plagado de pistas falsas y malentendidos desde el principio. En los días que siguieron al descubrimiento del cadáver, casi todo el mundo dio por sentado que Mary Rogers había sido víctima de una de las famosas «bandas de Nueva York», como los Plug-Uglies o los Hudson Dusters, que campaban a sus anchas en las calles, aprovechando la ausencia total de autoridad policial. «¿Acaso debemos entregar nuestras calles a esos canallas? –se quejaba The New York Tribune–. ¿No podemos exigir a nuestros jefes de policía electos que impongan la ley a esos forajidos?» Los periódicos se esforzaron en crear una mártir. «En una palabra –declaraba el Herald–, Nueva York quedará deshonrada y ultrajada ante el mundo civilizado, a menos que se ponga en marcha un gran movimiento moral con objeto de reformar y dar nuevos bríos a la administración de justicia criminal, y proteger la vida y las propiedades de sus habitantes de la violencia y el latrocinio públicos. ¿Quién dará el primer paso para emprender esta gran reforma moral?»
A medida que crecía la indignación de la opinión pública, Mary Rogers obtuvo la dudosa distinción de convertirse en bien de consumo. A las dos semanas de cometerse el asesinato, un daguerrotipista hizo un grabado e imprimió un enorme número de copias, «con un aceptable parecido a la fallecida». «Un vendedor ambulante podría vender un gran número si las llevase a Hoboken –declaró en un anuncio–, donde mucha gente acude a diario a visitar el lugar.» Los escritores de panfletos no tardaron en sacar tajada: se puso en circulación un morboso relato titulado Un negro suceso, que se vendía por seis céntimos y narraba «varios intentos de cortejo y seducción ocasionados por sus múltiples encantos». Pronto le seguiría una mediocre novela titulada La bella cigarrera.
No obstante, un año después, el crimen seguía sin resolver, y había dejado atrás vidas arruinadas y reputaciones destrozadas. Cuando el interés del público empezaba a declinar, Edgar Allan Poe vio una oportunidad única. Su proyecto, tal como se lo contó a su amigo Snodgrass, consistía en enfocar el caso de un modo que no se había intentado ni imaginado nunca. Estudiaría los hechos a través de la lente de la ficción, expondría los fallos y los malentendidos de la investigación oficial, y ofrecería sus propias conclusiones sobre lo ocurrido… incluso señalaría con el dedo al posible criminal. En suma, Poe daba a entender que propondría una solución que obligaría a la policía de Nueva York a reanudar sus investigaciones.
Era una estrategia sorprendente. En la época en que se cometió el asesinato, Poe había disfrutado de un raro interludio de prosperidad como director del Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine, un periódico mensual ilustrado. Había seguido con detalle el caso de Mary Rogers, e incluso se dice que había sido cliente del Tobacco Emporium de Anderson, donde trabajaba la joven. La época de Poe en Graham’s señaló un breve período de calma en una carrera por lo demás turbulenta. A pesar de sus evidentes dotes como poeta y escritor de relatos breves, siempre tuvo que hacer grandes esfuerzos por ganarse la vida y a menudo se vio obligado a mendigar préstamos a amigos compasivos como el propio Snodgrass. Su escasa reputación se fundaba sobre todo en su labor como crítico literario, campo en el que hacía gala de una notable sensibilidad e intuición, pero también de un tono implacable que le había ganado muchos enemigos. Poe había escrito ya la mayoría de sus mejores obras cuando murió la joven cigarrera, pero la fama y la libertad creativa seguían siéndole esquivas. «No sólo he trabajado en beneficio ajeno (a cambio de un sueldo mísero) –escribió–, sino que me he visto forzado a modificar mi forma de pensar por culpa de personas cuya imbecilidad era evidente para todos excepto para ellos mismos.»
Confiaba en que El misterio de Marie Rogêt cambiaría las cosas. Su innovador relato Los asesinatos de la rue Morgue, donde apareció por vez primera el detective aficionado C. Auguste Dupin, se había publicado en Graham’s en abril de 1841, unos dos meses antes del asesinato de Mary Rogers. Poe describía a Dupin como un personaje brillante y solitario, recluido en un cuarto mal iluminado, que sólo de noche se aventuraba a recorrer las calles de París y disfrutar de «la infinidad de emociones intelectuales» que le procuraba su capacidad de observación. El relato anticipaba prácticamente todas las convenciones de lo que serían las novelas modernas de misterio: el investigador excéntrico y reservado, su compañero en comparación más obtuso, el sospechoso injustamente acusado, el criminal inesperado, la pista falsa, y –tal vez por encima de todo– el crimen imposible en un cuarto cerrado. Hoy el relato se considera un hito literario y la génesis de todo el género de ficción policíaco, pero en el momento de su publicación apenas llamó la atención. Al año siguiente, Poe había dejado Graham’s y su suerte había dado un giro desfavorable. Buscando una idea que vender, decidió aplicar la capacidad de «raciocinación» de Dupin, o su razonamiento deductivo, a un enigma real, transformando el asesinato de Mary Rogers en El misterio de Marie Rogêt.
Pocas veces un escritor ha escogido un asunto más apropiado. La vida entera de Poe se había visto ensombrecida por la muerte de mujeres cercanas a él, empezando por su propia madre, que murió de tuberculosis cuando su hijo no había cumplido aún los tres años. Cuando empezó a escribir El misterio de Marie Rogêt, su propia mujer, Virginia, estaba en la primera etapa de esa misma enfermedad, en lo que sería el inicio de un largo y agónico declive. Para Poe, esas muertes no sólo constituyeron la tragedia de su vida, sino la fuente de la que manaba su arte, y de la que brotaron esas oleadas de tristeza, en apariencia ilimitadas, que inspiraron sus heroínas más memorables: Helen, Lenore, Madeline Usher, Annabel Lee y otras muchas más.
«La muerte […] de una mujer joven –escribió una vez– es, sin duda alguna, el tema más poético del mundo.» En el caso de Mary Rogers, el escritor parecía haber dado con una mujer sacada de una de sus obras. La víctima no sólo era joven y hermosa, sino que sobre su muerte pendía un aura de tristeza e injusticia. Las ambiciones de su relato eran enormes: «He dado forma a mis propósitos de un modo totalmente novedoso en literatura –le dijo a Joseph Snodgrass–. He imaginado una serie de coincidences casi exactas sucedidas en París. Una joven grisette llamada Marie Rogêt muere asesinada en circunstancias muy similares a las de Mary Rogers. Así, con la excusa de mostrar cómo esclarece Dupin el misterio del asesinato, hago un largo y riguroso análisis de la tragedia neoyorquina. No omito nada. Examino, una por una, las opiniones y argumentos de la prensa sobre el asunto, y demuestro que, hasta la fecha, nadie ha enfocado debidamente el caso. De hecho, no sólo creo haber demostrado cuán falaz es la idea más generalizada –que la joven fue víctima de una banda de rufianes–, sino que he sugerido quién pudo ser el asesino de un modo que sin duda dará nuevos bríos a la investigación».
El tono de confianza de Poe no podía ocultar lo desesperado de su situación. Tras fijar un precio de cuarenta dólares por su relato, concluía la carta en tono quejoso: «¿Me enviarás tu respuesta? Hazlo a vuelta de correo, si te es posible». Al final Snodgrass no mostró el menor interés por Marie Rogêt, y el cuento terminó apareciendo en una revista llamada The Ladies’ Companion, publicación que Poe había criticado previamente por su «mal gusto y charlatanería». Aun así, tenía motivos para albergar esperanzas sobre el éxito de Marie Rogêt. Había examinado minuciosamente todos los giros y vuelcos del caso de Mary Rogers y elaborado una solución que parecía tan emocionante como verosímil. Aún más intrigante era el modo en que Dupin, el detective de ficción de Poe, había llegado a sus conclusiones, «sentado tan tranquilo en su sillón de siempre», y confiando únicamente en su capacidad de raciocinación. «Estoy convencido –decía Poe– de que el cuento llamará la atención.»
Debido a la extensión poco habitual de Marie Rogêt, el director de The Ladies’ Companion prefirió publicar el relato en tres partes a lo largo de tres entregas mensuales. Puede que Poe pensara que de ese modo aumentaría el suspense y despertaría el interés del público por ver cómo resolvería Dupin el caso en las últimas páginas. Pero después de publicadas las dos primeras entregas de Marie Rogêt aparecieron nuevas y turbadoras pruebas en el caso del asesinato de Mary Rogers, y la investigación, que llevaba varios meses paralizada, se reanudó.
Faltaban pocos días para que se publicara la tercera y última entrega de Marie Rogêt, que incluía la cuidadosamente razonada resolución ideada por Poe. Con el misterio a punto de resolverse y la fecha de publicación cada vez más próxima, Poe hizo una apuesta a la desesperada. Sus esfuerzos por salvar su historia y su reputación fueron tan audaces como brillantes, y forman un característico capítulo de su vida. Cuando concluyó, no sólo había retomado la historia, sino que la había reencauzado según su voluntad.
Henry James hizo en una ocasión una observación franca y reveladora al comparar a Poe con el poeta francés Charles Baudelaire: «Poe era con mucho el más charlatán de los dos –observó– y también mucho más genial». Ambos aspectos del carácter de Poe, el genio y la charlatanería, afloraron al enfrentarse al problema de Marie Rogêt. En ocasiones, pasaba de lo uno a lo otro en el espacio de una sola frase, con extraordinarios destellos de inspiración que se contraponían a una dosis idéntica de astucia. El resultado fue una forma única de alquimia, que transformó la realidad en ficción y viceversa. Para Poe, Mary Rogers señaló el punto en que la vida y el arte convergen. En un momento en que su propia vida se venía abajo, su historia le ofreció una forma de distracción, una oportunidad de emular a su famoso detective y encontrar orden en el caos. En el proceso, reescribió la historia –tanto la suya propia como la de la cigarrera– y se las arregló para encontrar poesía en el mismísimo meollo de un asesinato.

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