18. El post-boom (2)
1. La obra y el magisterio de José Donoso le abrieron la puerta a una verdadera constelación de novelistas chilenos: Isabel Allende, Gonzalo Contreras, Arturo Fontaine, Antonio Skármeta, Sergio Missana, Marcela Serrano, Carlos Cerda, Diamela Eltit, Alberto Fuguet, Ariel Dorfman y Carlos Franz, precedidos —y presididos— por el decano de la novela en Chile, Jorge Edwards.
Cervantes juntó todos los géneros —épica, picaresca, pastoral, morisco— en uno solo: la novela, y le dio un giro inesperado: la novela de la novela, la novela que se sabe novela, como lo descubre Don Quijote en una imprenta donde se imprime, precisamente, la novela de Cervantes.
Invoco este ilustre antecedente para hablar del libro de Jorge Edwards La muerte de Montaigne, en la que el escritor chileno despliega, con brillo, un abanico de géneros para ilustrar una sola obra: La muerte de Montaigne, libro de género indefinido, entre narración y reflexión. Pero entre una y otra, Edwards despliega la vida de Michel de Montaigne, la historia de Francia a fines del siglo XVI, la política de grandes potencias —la Inglaterra de Isabel I, la España de Felipe II y en medio la Francia de las Guerras de Religión y la sucesión de los Valois (Enrique III) a los Borbones (Enrique IV).
Hay más: la vida de Montaigne tiene un espacio, rigurosamente descrito por Edwards. Una mansión que no llega a ser castillo. Sus torres y sus vigas. Sus boscajes, trigales y viñedos. Sus abejas, gallineros, vacas y terneros; sus burros. Montaigne tiene una esposa taciturna, constante. Y también una posible amante o, por lo menos, joven compañera de su senectud: Montaigne tiene cincuenta y seis años, la vejez en el siglo XVI; la joven Marie de Gournay, apenas veinte, joven entonces y ahora. ¿Hija adoptiva, secreta amante, presencia erótica e intocable? El misterio de la vida es el misterio de la novela y le permite a Edwards, sobre este trasfondo de misterio, hacer explícita la edad política.
Enrique III de Valois parece nacido para una novela. Afeminado, rodeado de jóvenes mignons y al mismo tiempo flagelante y también amigo del aquelarre, y por si faltase algo, voluptuoso de la sotana y los desfiles de encapuchados con antorchas. Sí, falta más. El retrato de la Reina madre, Catalina de Médicis y su amante, dueños de una capacidad de intriga que no escapa a la muerte: el corazón de la reina, del tamaño de un níspero, en una urna. Y su hijo Enrique III, al cabo asesinado por un monje. Y el duque de Guisa, llamado Le Balabré (El Cicatrizado), pretendiente al trono, asesinado por órdenes de Enrique III.
Queda sólo el rey de Navarra, Enrique IV, renegado del protestantismo, católico por voluntad política («París bien vale una misa»), autor de la paz interior de Francia y de la autoridad monárquica. Será este hombre, este Enrique el que distinga a Montaigne, lo abrace en público, respete el mundo privado del escritor en su torre, donde inaugura un género nuevo en contra del género de géneros creado por Cervantes: la novela, con Montaigne, tiene un rostro original y se llama el Ensayo, es decir, el intento, la aproximación, la palabra abierta, sin conclusión porque es sólo eso: ensayo, intento, inconclusión. Claro que Montaigne es gran lector de Plutarco, de Virgilio, de Séneca. Los trasciende en el sentido de poner al día el género de lo incompleto, la «obra abierta» que da su tono y tradición a un género interminable, como lo comprueba la vasta descendencia de Montaigne, hasta Borges, por lo menos, evoca Edwards.
Un ensayo interminable, abierto, dueño del «acero frío» (Edwards) de los clásicos pero oloroso a pescado ahumado, a regüeldo, a viñedo, a gente que no se baña, a sexo sin protección. Importa y no importa: la otra cara del Renacimiento francés será una máscara y el amo de la mascarada es Rabelais, el opuesto grosero, vital, abarcante y desmedido de Montaigne. ¿Sería este, Montaigne, quien es, sin el tremendo contraste de Gargantúa y Pantagruel? ¿O el exceso mismo de Rabelais domestica los excesos de Montaigne y le permite a éste, sin necesidades que cumple Rabelais, ser lo que es?
¿Y qué es Montaigne, al cabo? Es un escritor que dice: escribir consiste en no decirlo todo. Escribir es una forma de ausencia. Escribir es una manera de escepticismo. Escribir es un acto de humor. Escribir es la narrativa de la reflexión. Escribir es el arte de la digresión. ¿Y para quién se escribe? «Para los lectores.» Para un solo lector: el padre, el íntimo amigo, la mujer casada. «Y algunos, para el lector ideal, un invento, una ficción más.»
Es aquí donde nos damos cuenta de que Edwards, al escribir sobre Montaigne, escribe sobre sí mismo. No de manera autobiográfica, claro, sino como acercamiento a un modelo que es nuestro en la medida en que sepamos enriquecerlo. Y Edwards lo hace a partir de una ubicación lejana: Chile, la patria de Edwards. La provincia remota. El último occidente. Sí, la patria de Pablo Neruda. Pero también la de Lucho Oyarzún, traído a cuenta con desacato, al lado de Montaigne y Proust. «¿Cómo se permite usted, señor… confundir a Lucho Oyarzún» con Proust y Montaigne?
Porque la escritura de Jorge Edwards «pertenece a esa misma familia, la de Montaigne, Proust, Lucho Oyarzún». Porque la memoria «es más acelerada que la escritura», incluye a Lucho Oyarzún y también a Carlucho Carrasco, a José Donoso, a Sterne y Machado de Assis. Incluye a Zapallar y el mirador de Edwards sobre el Pacífico frío y marisquero y las rocas de Isla Seca.
Quedan pocas tumbas en Zapallar. Seguro que Edwards tiene reservada la suya. Y en ella, en Chile, volverá a encontrar a Montaigne y juntos, al cabo, pensarán caminando, viajarán por paisajes cambiantes, serán paganos con gracia. Montaigne oirá a Edwards decir «Colorina», «Guagua», «se va a las pailas» y entenderá a este chileno «caído de las nubes».
Convertir a Chile en país de novelistas es toda una proeza, pues en esa «loca geografía» que va en larga tira de los desiertos del trópico a la Antártida habían privado los grandes poetas: Vicente Huidobro, Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Nicanor Parra. Por eso, en Chile la novela desciende de la poesía y puede alcanzar, gracias a esta alianza, el nivel, raro entre nosotros, de la tragedia, es decir, la capacidad de ver al mundo como un combate de valores necesario pero no fatal.
Amamos las telenovelas porque nos permiten la indulgencia llorosa del melodrama.
Nos gustan las películas de vaqueros porque es fácil identificar al «bueno», que lleva sombrero blanco, y al «malo», que lleva sombrero negro.
Más difícil es entrar al terreno gris de la duda, como lo pone a prueba el chileno Carlos Franz en El desierto, donde la crueldad del militar pinochetista emboscado en el Norte de Chile, es trágicamente revelada como debilidad enmascarada por una mujer de izquierda que regresa del exilio para enfrentarse al hombre que amó, el militar asesino, exponiéndose y exponiéndole, a encontrar un mínimo de humanidad en la contrición.
El fracaso de la mujer condiciona, sin embargo, la experiencia de su hija reintegrada a Chile y a una nueva vida y condiciona, también, la presencia dinámica de todo un pueblo. Sin embargo, la advertencia subyacente de Franz es que no hay felicidad asegurada. Los extremos del mal se manifiestan en la parte demoníaca del ser humano, los del bien en la parte más luminosa de nuestro ser. Pero en el acto final lo que cuenta es la capacidad trágica para asumir el bien y el mal, transfigurándolos en el mínimo de equidad y justicia que nos corresponde. Ésta es la importancia del Desierto de Franz.
Dijo una vez Octavio Paz que la originalidad primero era una imitación. Esta idea sería una contradicción de la noción de «origen» como «principio» o «existencia sin antecedente». En cambio, la palabra «originalidad» significa pensar con independencia o creativamente (Diccionario Oxford).
La novela de Carlos Franz Almuerzo de vampiros reconoce algunos temas y obras precedentes. La carátula nos muestra al vampiro de vampiros, Drácula, interpretado por Bela Lugosi, en el acto de clavar los dientes en el cuello de una bella adormilada. Hay una referencia a la película de Fritz Lang M: el vampiro de Düsseldorf. Creo que éstos son inteligentes engaños con los que Franz distrae nuestra atención para sorprendernos con un acto de prestidigitación literaria y política desprevenido.
Estamos en un restorán de Santiago de Chile, el Flaubert, donde el narrador come con un amigo, Zósima, en el Chile de la democracia restaurada. De repente, el narrador descubre, en otra mesa, a un hombre que creía muerto, el «maestrito», una especie de bufón del hampa cuya misión era divertir a los malvivientes que medraban a la sombra de la dictadura de Pinochet, sin pertenecer a ella.
¿Es este hombrecito bufonesco, escuálido, contrahecho, el maestrito de la pandilla de Lucio, el Doc Fernández, la juvenil Vanesa y la Maricaus (porque comía mariscos)? Este primer enigma conduce al narrador a rememorar su juventud en los años de la tiranía como mero apéndice de la banda de rufianes. El narrador se pregunta qué hace en esa compañía, él que es estudiante de día y taxista de noche. Rememora sus años de estudio como joven huérfano y becario en el curso del profesor de humanidades Víctor Polli y la exaltación intelectual de esos años mozos. Pero la promesa implícita se rompe, como se quiebra la vida entera del país. El narrador es succionado al bajo mundo de la trampa, el crimen y la gigantesca broma que lo envuelve todo, dándole a la novela de Franz un doble carácter, repugnante y creador, malsano e imaginativo, que depende, para ser todo esto (y más), de un uso extraordinario del habla popular de Chile, una de las más ricas, huidizas y defensivas de Hispanoamérica.
En esta comedia negra, Franz acude a un lenguaje que es a la vez expresión y disfraz de un propósito: provocar la hilaridad, convertirlo todo en «talla», es decir, en broma descomunal, «una broma que nos hará reír no sólo a nosotros. Que hará reír al país entero. Que transformará toda esta época en un chiste». «La talla», claro, tiene un origen en el ingenio del «roto» chileno, primo hermano del «pelado» mexicano y proveedor tradicional del habla que el narrador llama «cantinfleo»: la capacidad de hablar mucho sin decir nada o decir mucho sobre lo que no se habla. Es el «relajo» mexicano, que da la medida de nosotros, como la «talla» de la de los chilenos.
En este sentido, Almuerzo con vampiros es una extraordinaria oferta y transfiguración del habla chilena, en la que todo se disfraza verbalmente a veces como disimulo, a veces como agresión, siempre como talla, broma, hilaridad, tomadura de pelo a nivel colectivo. Fome (aburrido, letárgico) y siútico (ridículo, cursi) son originales palabras chilenas que aquí se engarzan con los vocablos sexuales que van directo al órgano de la potencia masculina, convirtiéndola en «la palabra más escrita en los muros (y retretes) de Chile»: Pico (polla en España, pito en México), al grado de que en elecciones libres, «el pico sería elegido como presidente de la república».
Dedo sin uña, cara de haba; en México, «chile»: el sexo masculino se convierte en símbolo de la vida y del poder, fantasma privado de la realidad pública, como el «maestrito» arratonado y servil lo es del eminente profesor de humanidades. Pocas figuras de la miseria humana se comparan, en nuestra literatura, a la de este hombrecito raquítico, Rigoletto del hampa, robachistes, adulador, servil, impotente, el «maestrito» que acaso ha usurpado la persona del «maestro» como el dictador ha usurpado la persona del «poder».
La novela de Franz propone varios enigmas cuya solución depende —o no— de la lectura del lector. ¿Ha confundido el narrador a un esperpento grosero con un humanista «que sabía latín»? Más, ese esperpento, ¿se salva acaso gracias a su vulgaridad misma? ¿Es la ordinariez, al final de cuentas, una forma de supervivencia en una época hoy «indefensa», en el sentido de que nadie la defiende ya, excepto quienes la usurparon?
Carlos Franz no da soluciones fáciles. No es tierno con el pasado. Tampoco lo es con un presente en el que «sólo se premian las ambiciones» y la ciudadela empresarial «se lo traga todo». No hay que preguntar demasiado, concluye el narrador: el silencio fue el agua de esa época y «aun cuando sea un pasado miserable, es el único que tenemos».
No revelo el final de esta hermosa y original obra. Sólo me admiro ante el gran talento literario de Franz. Su libro anterior, El desierto, demostró que es posible crear una novela trágica en un continente melodramático. Almuerzo con vampiros es un libro inclasificable, porque al imitar una tradición literaria (Drácula) y una realidad política (Pinochet) da origen a formas de narrar absolutamente únicas, independientes y creativas.
El día de los muertos, novela del escritor chileno Sergio Missana, se divide en dos partes. La primera ocurre en Chile la víspera del golpe militar de 1973. Los protagonistas son Esteban (el narrador) y un grupo radical al cual Esteban se acerca porque desea a la joven Valentina, militante del grupo, aunque también por las ganas de ser aceptado y querido. Su postura ante el grupo es ambivalente. Teme la violencia. Le agrada el caos. Desea, con voluptuosidad, que el caos se intensifique, se desencadene. Se sabe un intruso, pero le gusta el amparo del clan. Se cree «progresista», pero «desconectado de la pasión». Al mismo tiempo es de derecha «no por convencimiento, sino por omisión». Sabe que le está vedada «la pureza de la convicción».
El grupo, entretanto, «se nutre de sí mismo». Sus miembros temen separarse. Temen perder lo que les une. Necesitan un entramado que los estructure y resguarde. Entre ellos, Valentina es dueña de un «aura de desasosiego». Esteban la ve complicada, confusa y acaso, desdichada. Sus relaciones con los hombres son fantasmales, proliferantes, «meros escorzos». ¿Quién es él, Esteban, el narrador, ante Valentina? ¿Le basta tenerla ante él, estudiar su semblante, sin decir palabra? ¿O es Valentina simple objeto de la codicia de Esteban, parte de un afán desmedido de obtención?
Valentina mira a Esteban con rabia, lástima, desprecio, impaciencia. Esteban se harta. Se ha vuelto sospechoso para todos. Se echa a correr. Al día siguiente, el golpe militar derroca al gobierno legítimo de Salvador Allende.
Treinta años más tarde, el sitio es el exilio. Más bien dicho, los exilios. Los protagonistas son Gaspar, un chileno ambulante o ambulatorio y Matilde, hijastra de Esteban.
Matilde, la hijastra de Esteban, es una joven mujer que «se mueve entre estigmas». No transa. No se adapta al interlocutor. Pedir un café le sale mal. Su entonación es equívoca, sus pausas, inexactas. Y es que quiere llevar las cosas a su propio territorio. Gaspar entrevé en ella un elemento de dignidad, de orgullo, de tesón, pero no sabe asociarlo con nada. Al cabo, descubre que Matilde «tenía una visión, si no más compleja o más profunda, sí más adelantada». A ella le importa la acción, no los sentimientos o la fe, «que de todas formas van a cambiar y olvidarse», sino los actos y sus consecuencias.
Como en la relación anterior (Esteban-Valentina), ésta (Gaspar-Matilde) queda en suspenso. Sólo que ésta conduce a aquélla mediante una espléndida «vuelta de tuerca» de Missana. Gaspar lee el diario escrito por Esteban el 4 de septiembre de 1973. Es decir, descubre la novela anterior a la que él mismo (Gaspar) protagoniza. Se convierte, de actor, en lector de la novela que nosotros ya conocemos, pero él (Gaspar) no. Es un nuevo triunfo de la tradición de La Mancha. Como en el Quijote, el protagonista se transforma en lector, y gracias a ello, conoce los destinos de los jóvenes actores de un solo día de la historia de Chile: el 4 de septiembre de 1973.
Salto mortal debió dar Sergio Missana de El día de los muertos (2007) a Las muertes paralelas (2010). Aquella novela tenía un perímetro temporal y personal preciso: el día del golpe militar contra Salvador Allende, un grupo de amigos revolucionarios, el desprendimiento del narrador, quien sólo formaba parte del grupo por amor a una mujer, y varias décadas más tarde, un re-encuentro en París, y una revelación literaria: todo estaba escrito desde antes.
De esa interrogante literaria parte Sergio Missana en Las muertes paralelas. Todo indica que el narrador, Tomás Ugarte, es el protagonista de la novela. Habla en primera persona. Ocupa un espacio, mantiene relaciones, familia, esposa, amigos. Tiene sueños. Tiene una mujer, Paula, que se está separando de él. Tiene una amante de ocasión, Fernanda, que no lo satisface y lo pone en peligro. Tiene una gata, Lola, que —acaso— es la emisaria de una millonaria norteamericana, Phyllis, que por accidente hereda su fortuna a quien se presente a su velorio. El único que llega y firma es Tomás Ugarte. La difunta carecía de higiene, pero no de gatos…
Tomás regresa a su trabajo. La agencia que lo emplea «se iba hundiendo rápidamente en el recuerdo, volviéndose irreal». Y añade: «todo ahí parece haberle ocurrido a otra persona». Tomás tiene un sueño. «Soñé que era una anciana». Sólo que la anciana, Inés, no es soñada. Es una presencia real, callejera y turbadora cuyo destino, confundido con el propio, Tomás quisiera evitar. La recoge en la calle, la lleva al apartamento de Tomás. Inés es una mendiga repugnante: «su olor acre en el que no sólo se mezclaban el excremento y la mugre, sino que ya parecía imperar un principio de descomposición —se concentraba en sus ropas…».
¿Por qué la rescata Tomás? ¿Por qué la lleva de la calle a su casa? Porque ha soñado el destino de la anciana —una muerte atroz— y quiere salvarla. Evitar el futuro soñado de Inés. Y sin embargo, Tomás sabe que «no tenía derecho a usurpar su vida, por muy miserable y sórdida que fuese». Esa vida era suya, de Inés, era su única posesión: una vida de «basureros, disputas y treguas territoriales… su memoria parecía atrapada en un laberinto». Ahora Tomás quisiera «moldear en Inés a la viejita adorable que no era y que nunca iba a ser».
En un misterioso acto de trasposición, Tomás viste a la anciana con algunas prendas de joven, como si quisiera acercarla a todo lo que la vieja no es mediante eso que Freud llamaría el contacto o deseo de tocar lo prohibido por el tabú. Sólo que cuando alguien (Tomás) ha transgredido el tabú, él mismo se convierte en tabú a fin de no despertar los deseos prohibidos de sus vecinos. Tomás no entiende esto. Cree que Inés es redimible. Inés sabe que no. Engaña a Tomás. Se escapa. Regresa a la calle. La asesinan en un cajero automático donde la anciana dormitaba cinco «antisociales», que la rocían con gasolina y le prenden fuego.
El destino de Inés, soñado por Tomás, se cumple, es decir: se cumple el sueño de Tomás. Éste, el benefactor, entiende que «no tenía derecho a usurpar la vida, por muy miserable y sórdida que fuese, de Inés, era suya, su única posesión». Sólo que esta explicación racional va acompañada de una sospecha: al intento de evitar el futuro de Inés, Tomás ¿evita, desvía o cancela su propio futuro? Pero ¿tiene porvenir propio quien asume —así sea soñando— el destino de los demás?
Hay una escena horripilante en la que Tomás, de noche, se topa con «rotos» comparables a los que incendiaron a Inés. Se acuesta al lado de uno de ellos: «un hedor abyecto, peor que animal». Quiere «saldar» una deuda con Inés. Aún no se entera de la deuda de Inés con Tomás. ¿Soñó Inés a Tomás o Tomás a Inés? Los indigentes le revelan la verdad. Lo amenazan. Le orinan encima. Lo llaman «huevón». Pero lo tratan igual que a Inés. Sólo le ahorran la muerte.
La sospecha se insinúa: ¿Soñó Tomás a Inés o soñó Inés a Tomás? ¿Murió Inés, igual que en el sueño de Tomás, a nombre de Tomás? ¿Evitó Tomás una muerte similar a la de Inés a mano de los «antisociales»? ¿Murió Inés para salvar a Tomás de un destino comparable? ¿O es Inés quien, para salvarlo, soñó a Tomás?
Este encuentro de Tomás con los «rotos» que en vez de matarlo le orinan encima es el encuentro de todos nosotros —clases medias y altas, profesionistas y empresarios, intelectuales y amas de casa— con el vasto submundo latinoamericano de la miseria y el crimen. Aquí es Santiago de Chile. Podría ser Río de Janeiro, Lima, Caracas o México. Claro que Missana no explica esto. Hace algo mejor: le da vida y abre las puertas de una ficción contagiosa. Crea el vínculo secreto, a partir de Inés, con las de Tomás con Ramiro y Osvaldo en la noche helada de los Andes, la de Tomás fundido con Aurelio, o de todos ellos habitando a Tomás, creando la «ficción» de Tomás «el presentador de campañas… el jefe eficiente, paternalista, trabajando, controlador, seductor».
Todos ellos, ¿fueron Tomás? ¿O Tomás fue ellos?
Missana da una vuelta final al tornillo en el episodio concluyente de Matías y la Filmación —el muy chileno regreso al desierto—. No revelo el sorprendente final de Las muertes paralelas. Una casa quemada. Una muchacha sonámbula. El bloqueo de crédito, y carnet: la pérdida de la identidad moderna. Y una pregunta inútil y necesaria de Tomás: «¿Era posible que mi propia presencia fuera alterando las cosas… abriendo una estela de posibilidades nuevas…?».
Es la pregunta de Sergio Missana. Es la pregunta de la literatura.
Pero acaso nadie como Arturo Fontaine representa mejor el tránsito de la realidad política y social de Chile a su realidad literaria y a las tensiones, combates, incertidumbres, lealtades y traiciones de una sociedad en flujo.
Y ¿qué hace, qué dice la novela en esta sociedad —la chilena— y en todas las sociedades?
Regreso a la fundación cervantina para celebrar la perdurabilidad del género novelesco. De tarde en tarde, se nos anuncia: «La novela ha muerto». ¿Quién la mató? Sucesivamente: la radiotelefonía, el cine, la televisión, el Macintosh, el iPhone, la red y el twitter. Y sin embargo, tras de cada asalto tecnológico, la novela-Fénix resucita para decirnos lo que no puede decirse de otra manera.
Me estoy acercando a uno solo de los múltiples significados de las novelas de Arturo Fontaine —Oír su voz, Cuando éramos inmortales. Todas ellas afirmaciones apasionadas de la necesidad de oponer una palabra enemiga —se llama imaginación, se llama lenguaje— a la verborrea que nos circunda.
Imaginación y lenguaje: en Fontaine, estas dos fuerzas de la literatura entran en conflicto con un país que ha sido a la vez fragua y combustión, país de tremendas escisiones internas, dolores, esperanzas, nostalgias, odios y fanatismos que al cabo se manifiestan en lenguaje e imaginación.
En Oír su voz, Fontaine explora el lenguaje como necesidad del poder —no hay poder sin lenguaje—, sólo que el poder tiende a monopolizar el lenguaje: el lenguaje es su lenguaje posando como nuestro lenguaje.
Fontaine escucha y da a oír otra voz, o mejor dicho otras voces:
Hay una sociedad, la chilena.
Hay negocios y hay amor.
Hay política y hay pasiones.
Sociedad, negocios, política, tienden a un lenguaje de absolutos.
La literatura los relativiza, instalándose —nos dice Fontaine— entre el orden de la sociedad y las emociones individuales.
En Cuando éramos inmortales, el autor personaliza radicalmente estas tensiones encarnándolas en un personaje —Emilio— cuyo nombre nos remite a Rousseau y a su doble ética: la del que educa y la del que enseña. Éste, el educado, requiere la educación para salir de su naturaleza original, no mediante la tutoría espontánea del vicio y el error, sino gracias a una enseñanza que potencie la virtud natural —incluso mediante el vicio del engaño.
Cuando éramos inmortales no es, para nada, una exégesis del Emilio de Rousseau. Es una creación literaria que juega con la tradición para convertir a ambas —creación y tradición— en problemas.
Chile es un país paradójico.
Han coexistido allí la democracia más joven y vigorosa y la oligarquía más vieja y orgullosa. Ambas coexisten, a su vez, con un ejército de formación prusiana que respetó la política cívica hasta que la política de la Guerra Fría la condujo a la dictadura.
Fontaine, con las armas del novelista, que son las letras, va al centro del asunto. Un orden viejo, por más estertores que dé, cede el lugar a un orden nuevo. Pero ¿en qué consiste éste?
Entre otras cosas, en su escritura. Pero ¿quién es el escritor? Es una primera y es una tercera personas que miran a la sociedad y la privacidad con lente de aumento, dirigiéndose a un lector que es el cocreador del libro. El libro es una partitura a la cual el lector le da vida. La lectura es la sonoridad del libro.
Hay un poderoso fervor quijotesco en Arturo Fontaine: Él quiere poner en fuga a las telenovelas o confiar en que hay al fin un Cervantes telenovelero que las transforme, como Don Quijote a las novelas de caballerías.
Glorioso empeño cuya derrota sería, sin embargo, una victoria.
Porque la novela es, en sí misma, la victoria de la ambigüedad.
Una ambigüedad que se propone como palabra e imaginación, lenguaje y memoria, habla y propósito.
Entonces, ¿para qué sirve una novela en el mundo de la comunicación moderna: la comunicación instantánea del suceso comunicado?
En un régimen totalitario, dice mi amigo Philip Roth, el novelista es llevado a un campo de concentración. En un régimen democrático —continúa—, es llevado a un estudio de televisión.
Lo cierto es que tras de cada asalto, político o tecnológico, la novela-Fénix resucita para decirnos lo que no puede decirse de otra manera. Antonio Skármeta es el gran novelista de esta transición. Nadie como él sabe, además, evocar a Neruda. Y sólo Skármeta sabe escribir en jnóvenku.
Palabra e imaginación: Missana, Fontaine.
Lenguaje y memoria: Franz, Dorfman.
Habla y propósito: Skármeta, Fuguet.
2. El joven novelista peruano Santiago Roncagliolo ha logrado, con Abril rojo, hermanar la novela policial con la novela política. La novela de Roncagliolo es una caja de Pandora. El protagonista es el fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar, al que le gusta que lo llamen así, con todo y título. Hasta ahora, nunca ha hecho nada que no esté en los reglamentos. Desde ahora, sabrá que la muerte es la única forma de vida.
No digo más, porque esta novela contiene muchos secretos y revelar uno, nos dice el autor, es revelarlos todos.
La cosecha de nuevos novelistas colombianos es muy llamativa porque el enorme éxito de Gabriel García Márquez y Cien años de soledad ha sido asumido por la generación actual para abrir caminos inéditos. Es como si Gabo, con Cien años, hubiese agotado totalmente la tradición de lo «real maravilloso» llevándola a la cumbre, como al barco anclado en una montaña que no es posible escalar más.
Imitar a García Márquez es imposible. Descubrir otros senderos, posible. Subir a otras montañas, necesario.
Apenas esbozo la riqueza de la novelística colombiana actual si menciono a Laura Restrepo, William Ospina, Héctor Abad Faciolince y Juan Carlos Botero.
Me limito a dos novelas y dos autores. Las novelas se llaman Historia secreta de Costaguana y El síndrome de Ulises. Los autores son Juan Gabriel Vásquez y Santiago Gamboa.
Vásquez parte de un artículo de fe («La historia es ficción») para contar la historia verídica de los acontecimientos que condujeron al desmembramiento de Colombia y la construcción del Canal de Panamá, pasándosela en Londres al escritor Joseph Conrad, quien con los elementos que le entrega el colombiano José Altamirano escribe la novela Nostromo, ubicada en la República de Costaguana (Colombia). Nostromo esconde un tesoro de plata en una isla desierta. La novela de Conrad, en la novela de Vásquez, nace de la narración que el narrador de Costaguana, Altamirano, le hace al futuro narrador de Nostromo, Conrad. Mas cuando Altamirano le reclama a Conrad la paternidad de los hechos narrados («usted, Joseph Conrad, me ha robado») Conrad, con suprema altanería, desprecia el origen histórico y proclama la soberanía del destino novelesco. El Canal de Panamá a cambio de una mina de plata.
El secreto y la belleza de la novela de Juan Gabriel Vásquez residen en la tensión entre dos destinos y dos escrituras (las de Conrad y Altamirano). ¿Es éste el autor de lo vivido, o apenas el mensajero de lo narrado? ¿Cuáles son los límites entre ficción y realidad, verdad y mentira? ¿O tendrá siempre razón Dostoievski: la novela es la verdad de la mentira?
Tanto en Costaguana como en su anterior libro, Los informantes, Vásquez nos coloca ante disyuntivas morales e históricas inevitables. En Los informantes, el autor nos conduce a un territorio poco frecuentado: los efectos de la Segunda Guerra Mundial en Latinoamérica y el destino de las comunidades alemanas en nuestros países.
Una premura sin matices condujo a nuestros gobiernos, a fin de «quedar bien» (una vez más) con Washington, a considerar «enemigos» a todos los alemanes, incluso los que se oponían a Hitler. Dentro de este conflicto mayor se inscribe, en Los informantes, el conflicto sólo en apariencia menor entre familias destruidas, destinos desviados y padres contra hijos. Los Santero, padre e hijo, se enfrentan, más que nada, debido a sus «vidas insuficientes» como respuesta a una historia que cree bastarse a sí misma: buenos aquí, malos allá.
Lo que Vásquez nos ofrece, con gran inteligencia narrativa, es la zona gris de la acción y de la conciencia humana, donde nuestra capacidad de cometer errores, traicionar, ocultar, crea una cadena de infidencias que nos condena a un mundo de insuficiencias. Amigos y enemigos, esposas y amantes, padres e hijos se entrecruzan con encono, silencio, ceguera, mientras el novelista emplea la ironía y la elipsis para descubrir las «estrategias de protección» de los personajes y caminar con ellos —no conociéndolos, acompañándolos— a entender que la vida insuficiente puede ser, también, la vida heredada.
¿Es el arte de la novela la manera de corregir lo mal dicho —lo desdichado— de la vida, diciéndolo, si no bien, por lo menos de manera diferente? Las historias —¿continuas o sucesivas?— del Panamá de Altamirano y la Costaguana de Conrad quizás contengan la clave. ¿Precedió «Panamá» a «Costaguana», como le reclama Altamirano a Conrad? ¿O precedió la novela de Conrad a la de Vásquez, permitiéndole a éste «re-escribir» en cierto modo la narración de Conrad como hecho literario que se precede y es precedido, se dice y es desdichado?
Siento que, en Vásquez, todos contribuyen a cavar «la gran trinchera» del Canal, sólo para ser enterrados en ella. Enterrados en la historia, cuya voz final es la de un enloquecido presidente colombiano que vaga por la selva exclamando «¡soberanía!», «¡colonialismo!».
La ficción desde Rabelais y Cervantes es una manera más de cuestionar la verdad, mientras nos esforzamos por alcanzarla a través de la paradoja de una mentira.
Esta mentira puede llamarse la imaginación. También puede ser considerada una realidad paralela. Puede ser vista como un espejo crítico de lo que pasa por verdad en el mundo de la convención.
Ciertamente construye un segundo universo del ser, donde Don Quijote y Heathcliff y Emma Bovary tienen una realidad mayor, y no menos importante, que la muchedumbre de ciudadanos cuyo camino cruzamos apresuradamente para volver a olvidarlos en nuestro día a día.
Efectivamente, Don Quijote o Emma Bovary traen a la luz, dan peso y presencia a las virtudes y los vicios —a las personalidades fugitivas— que encontramos en lo cotidiano.
Lo que Ahab y Pedro Páramo y Effie Briest poseen también puede ser la memoria viva de las grandes, gloriosas y mortales subjetividades de los hombres y mujeres que olvidamos, que nuestros padres conocieron y nuestros abuelos previeron. ¿Quiénes son, adónde se fueron?
Respuesta: están en una novela.
Con Cervantes la novela establece su razón de ser como mentira que es el fundamento de la verdad. Porque por medio de la ficción el novelista pone a prueba la razón. La ficción inventa lo que el mundo no tiene, lo que el mundo ha olvidado, lo que espera obtener y acaso jamás pueda alcanzar. La novela es el Ateneo de nuestros antepasados y el Congreso de nuestros descendientes.
De esta manera, la ficción resulta ser una forma de apropiarse el mundo, algo que confiere al mundo el color, el sabor, el sentido, los sueños, las vigilias, la perseverancia e incluso el perezoso reposo que reclama para continuar existiendo, con toda la melancólica carga de nuestros olvidos y de nuestras esperanzas.
Estoy, casi, describiendo el doble movimiento —explosión e inclusión— de la novela de Santiago Gamboa El síndrome de Ulises.
Una mirada superficial encontraría aquí antecedentes como el Down and out in Paris and London de George Orwell, donde el escritor birmano-británico se hunde a propósito en el trabajo de los campos de lúpulo ingleses y como lavaplatos del Hotel Crillon en París.
Sólo que Orwell puede regresar —y lo sabemos— a su puesto en el periódico y la radio y el narrador de Gamboa —aunque no sea cierto— está, en la novela, condenado a vivir en la ratonera escogida, que es la de su exilio, y su voluntad no cuenta para salir de la prisión de la repetición incesante. Porque la angustia de este Ulises colombiano consiste en saber que el regreso le es vedado, no por la política, no por la familia, no por el país, sino por la exigencia devoradora del viaje, la aventura, la odisea de posponer el retorno al hogar, no porque algo lo impida, sino porque nada lo impide, como no sea la lógica —o la irracionalidad— internas a la situación del exiliado, del vivir lejos, del apurar todas las consecuencias del exilio antes de regresar a casa.
No recuerdo haber leído una novela que con tanta violencia penetre en la odisea de un expatriado latinoamericano. Confinándolo a una ciudad —París—, un barrio, una chambra mínima, el sótano pestilente de un restorán chino y las noches sin horarios de una sexualidad compensatoria, omnívora, antropofágica, más allá de las fronteras de un Henry Miller que se mueve dentro de los límites del expatriado: Gamboa, en cambio, se crea un exilio voluntario, se niega, teniéndola, la salida del regreso y esto no por una suerte de masoquismo del destierro, sino por el hambre terrenal inmediata y la encarnación de la tierra en ese harén fugitivo que le da su único calor a un París invernal, lluvioso, nublado.
Ciudad sin más luz que los cuerpos de Paula y Sabrina, Victoria y Yuyú y Susi y Saskia: encuentros inevitables de la lengua hispánica del narrador con las lenguas de Sem, el hijo de Noé, origen del lenguaje, que vuelve a hablar por voz de la mujer a fin de demostrar que la literatura es uno de los derechos humanos.
3. La relación entre novela e historia se da, en ocasiones, con la inmediatez de la actualidad. Es el caso, por ejemplo, de Los de abajo de Mariano Azuela (1915) escrita en y desde la turbulencia de la revolución mexicana y, en cierto modo, de La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán, prácticamente contemporánea a los hechos y personajes del callismo.
Otras veces, la historia sólo admite la ficción gracias a la perspectiva. La revolución francesa no tiene novelistas inmediatos. Había que esperar a Balzac y Stendhal. Nadie eleva a ficción la Revolución de Independencia Norteamericana, que temáticamente da sus mejores obras en el siglo XX, con Howard Fast: Los invictos y El ciudadano Tom Paine. Tolstoi escribe los eventos de la invasión napoleónica de Rusia (1812) en 1865. Stephen Crane escribe la mejor novela de la Guerra Civil norteamericana, La roja insignia del coraje, en 1895.
El siglo XIX mexicano, tan tumultuoso y hasta caótico, produjo novelas de su tiempo y evocaciones de otros: Riva Palacio, Rabasa, Payno. Dos recientes obras mexicanas nos ofrecen una perspectiva renovada, con gran brío e imaginación. En La invasión (2005) Ignacio Solares da la experiencia de la guerra de 1847-1848 y la ocupación norteamericana de la Ciudad de México con un contrastado sentido de luces y sombras, efectos y defectos. La «modernidad» del relato consiste en que el narrador narra los eventos varias décadas más tarde, en la madurez y durante el Porfiriato, dándole a la obra la requisita incertidumbre: esto es ficción, no es «historia». Como la novela la escribe un autor contemporáneo a nosotros (Solares) resulta que La invasión posee tres niveles de temporalidad: lo vivido en 1847, lo recordado durante el porfiriato y lo narrado hoy.
Hernán Lara Zavala, uno de los escritores mexicanos más cultos y reticentes, establece de arranque la actualidad de lo que narra gracias a un novelista (¿el propio Lara Zavala?) que se sienta a escribir la novela que estamos leyendo: Península Península, cuyo tema es la Guerra de Castas que asoló a Yucatán en 1847. Lara Zavala se inscribe así en la gran tradición, la tradición fundadora de Cervantes, donde la novela de Quijote y Sancho coincide con la actualidad de España, con el pasado evocado por las locuras del hidalgo, con el género picaresco (Sancho) en diálogo con el épico (Quijote) y con los estilos morisco, bizantino, amoroso y pastoral introducidos para darle a la novela su carta de ciudadanía: la diversidad genérica.
El tránsito de Lara Zavala de su irónica actualidad de narrador a la materia narrada le permite presentar ésta, la Guerra de Castas en Yucatán, con una variedad de ritmos y temas que no sólo la salvan de cualquier sospecha de didactismo, sino que enriquecen lo que ya sabíamos con el tesoro de lo que podemos imaginar. Aquí se dan cita no sólo los hechos y personajes históricos, los gobernadores Méndez y Barbachano, los líderes mayas Pat y Chi y las contrastantes sociedades de la élite criolla y las comunidades indígenas. Están también los mercaderes locales y los «gachupines»; el doctor Fitzpatrick y su leal (demasiado leal) perro Pompeyo. Están los clérigos y también los monaguillos y sacristanes indios que los asesinan. Está el «México y sus revoluciones» de José María Luis Mora, en toda su caótica simultaneidad. Está, protagónica, la tierra yucateca, las llanuras blancas sin vegetación, brillando dolorosamente. Están el sol, los laureles, el fresco. Están el mediodía de plomo, el bochorno. Están las hierbas (damiana, ruda, toloache, yerbabuena, gordolobo, etc.) evocadas con una minuciosidad amorosa que revela la formación literaria inglesa de Lara Zavala, sobre todo la lección de D. H. Lawrence, la capacidad de ubicar la pasión en la naturaleza.
Sólo que todo late con amenaza de guerra y muerte. El autor las aplaza con los magníficos momentos de la pasión erótica (el novelista Turrisa y la viuda Lorenza; la cachondísima María y el escribano Anastasio). El amor es asediado por dos fuerzas que Lara Zavala maneja de mano maestra. Una es la magia, la corriente impalpable de lo sobrenatural presente en los exorcismos y ritos de la península yucateca, que le sirve a Lorenza para pensar que su marido difunto, Genaro, aún vive y merodea en la recámara… hasta descubrir que el ruido lo hace un murciélago que deja de aletear apenas se enciende la luz. ¿Un murciélago? ¿O un vampiro?
Porque la magia de la tierra contiene la muerte de la tierra. El cabecilla rebelde Chi es asesinado por el amante de su mujer, Anastasio. La rebelión pierde (en todos los sentidos) la cabeza, y el presunto comerciante muerto, Genaro, reaparece a reclamar a su mujer casada sólo para ser devuelto a otra muerte: el anonimato, el silencio, como el coronel Chabert de Balzac, «muerto en Eylau», sin derecho a la resurrección.
En las penínsulas, en Campeche y Yucatán, nos advierte Hernán Lara, las noticias vuelan, nadan y se arrastran. También pueden novelarse, como lo hace aquí el autor con una prosa límpida, tan transparente (para establecer comparaciones odiosas o amables) como la de Martín Luis Guzmán. Frágil empresa, como lo sabe Turrisa cuando la furia revolucionaria le quema el manuscrito de su libro y el autor entiende que «ya no tendría el coraje de reescribir su novela, que sólo sobreviviría en su memoria e imaginación».
Que son, por fortuna, las nuestras.
Ignacio Solares, el prominente novelista, dramaturgo crítico y promotor cultural mexicano, viene del estado fronterizo de Chihuahua. Quizás esto explica, hasta cierto punto, su fascinación por el norte de México y especialmente el universo —porque lo es— de la frontera entre México y Estados Unidos.
México ha tenido una historia cultural y política altamente centralizada. Desde el imperio azteca (hasta 1521), pasando por los periodos colonial (1521 a 1810) e independiente (1810 al presente), la Ciudad de México ha sido la corona y el imán de la vida mexicana. Nación aislada dentro de sí misma por una geografía de volcanes, cordilleras, desiertos y selvas, México ha encontrado siempre una semejanza de unidad en su capital, que es hoy una vasta metrópolis de veinte millones de habitantes que refleja el salto poblacional del país, con quince millones de habitantes en 1920.
La mayoría de los escritores mexicanos, sean cuales sean sus orígenes regionales, terminan en la Ciudad de México: el gobierno, el arte, la educación, la política se concentran en la que fue conocida como «la región más transparente». Esto no significa que en el interior del país no haya grandes obras de ficción. Ya sea en el despertar de vastos movimientos revolucionarios (Azuela, Guzmán, Muñoz) o en la sempiterna verdad del aislamiento, la religión y la muerte (Rulfo, Yáñez y el estado de Jalisco), México se ha visto a sí mismo en movimiento hacia México, y muy raramente en sus relaciones con el mundo. La novela más prominente de México en el mundo es Noticias del Imperio de Fernando del Paso, la trágica historia del fallido Imperio de Maximiliano y Carlota, narrada hasta lo último en una secuencia onírica de recuerdo y locura.
La frontera norte y nuestras relaciones con Estados Unidos han tenido pocos exploradores. Solares es notable entre ellos. Francisco Madero, el primogénito de la aristocracia norteña e iniciador de la revolución mexicana, atrajo a Solares para la ficción y para el teatro. Pancho Villa, el bandido y caudillo revolucionario de Chihuahua, es central en un relato de Solares —Columbus—, donde narra la breve incursión de Villa en ese pueblo de Nuevo México en 1916.
Pero Solares también se ocupó de un hecho mayor, comúnmente ignorado por la literatura mexicana: la invasión de México por el ejército de Estados Unidos en 1847, acorde con la ley no escrita de su expansión territorial, del Atlántico al Pacífico. La joven y desorganizada República Mexicana estaba en el camino y tenía que ser tratada de conformidad con la doctrina del «Destino Manifiesto». La oposición de figuras como Abraham Lincoln y H. D. Thoreau a la «guerra del presidente Polk» fue inútil. Primero Texas alcanzó la independencia, luego fue admitida en la Unión, pero para alcanzar California y el oeste, México tenía que ser derrotado.
La invasión es el relato de este dramático conflicto. Es fácil describirlo con la visión simplista del triunfo del poderoso Estados Unidos contra la débil República Mexicana: Goliat golpeando a David. Esto conduce, así a una visión maniquea de «buenos» y «malos» —pero ¿quiénes fueron los «buenos» y quiénes los «malos»?—. Sin embargo, conforme ponderamos la bondad y la maldad en la situación, nos vemos obligados a poner algo de luz en la última y a levantar las sombras de la primera.
Éste es el gran mérito de La invasión. Solares juega con luces y sombras, efectos y defectos. Lo hace a través de una notable estructura narrativa. Abelardo, el narrador, cuenta la historia que vivió siendo joven varias décadas después, cuando ya está viejo y enfermo, cuidado por su esposa y doctores pero lúcido en su recuerdo de los dramáticos días de su ciudad, México, ocupada por las fuerzas del general Winfield Scott, las barras y las estrellas ondeando en el Palacio Nacional y las contradiciones de las que Solares no se avergüenza. El ejército norteamericano da un aspecto de orden a la ciudad derrotada; sin embargo, los propios vencidos no permanecerán estáticos. Un famoso grabado de la época muestra el Zócalo, la plaza central de la Ciudad de México, ocupada por el ejército norteamericano, y a los soldados siendo hostigados por una población que no perdona. Rocas están a punto de serles arrojadas tarde o temprano, y los norteamericanos comprenden que no pueden controlar una ciudad tan populosa como la de México y a un país con tan fuerte sentido de identidad, idioma, religión, sexo y cocina, incluso si sus políticos son una vergüenza, una quebradiza estructura post-colonial que sólo una nueva revolución podría fortalecer.
Así fue. Estados Unidos dejó a México al sur del Río Bravo atenido a sus propios medios y tomó el vasto territorio del suroeste, de Texas a California. Y México, castigado, combatió su propia guerra civil entre liberales y conservadores. Los últimos perdieron: traicionaron al país pidiendo una intervención armada a la Francia de Napoleón III. Los liberales ganaron. Conducidos por Benito Juárez, re-fundaron la República y nos permitieron encontrar nuestro propio camino.
Escrita desde la precaria ventaja de un punto de vista del futuro inmediato a la novela, y además escrita por un autor, Solares, contemporáneo a nosotros, La invasión ofrece una tácita invitación a ver y ser vistos como sujetos de la historia que pasan a través del tamiz de la ficción. Solares nos ofrece el riquísimo relato de la historia revivida, el pasado como presente, la totalidad de la experiencia como un acto de la imaginación dirigida no sólo hacia el pasado sino hacia el futuro por el último guerrero, el lector.
Cervantes, en el acto de fundación, le dio a la novela la amplitud de ser género de géneros. Quijote y Sancho: la épica y la picaresca se dan la mano. Novela morisca: el Cautivo y Zoraida. Novela de amor: Crisóstomo y Marcela y sobre todo, el amor caballeresco de Don Quijote por Dulcinea. La crónica histórica: el espectro de Lepanto, la batalla naval en Barcelona, el cautiverio en Argel. La novela social, de las clases más bajas a las más altas. La novela cómica, la mascarada carnavalesca: Maritornes, la Dueña Adolorida, Sansón Carrasco. Novela de novelas: las narraciones intercaladas del curioso impertinente y de las bodas de Camacho.
Lo que Milan Kundera llama «la herencia desdeñada de Cervantes» fue adelgazada hasta la anorexia por una exigencia de pureza mal avenida con la impureza radical del género. «Un monstruo abultado» (a baggy monster) llamó a la novela Henry James (autor, sin embargo, de obras abultadas y extensas). Y un género de exclusiones formales extremas: en Aspectos de la novela, E. M. Forster puso el canon de la novela a dieta, sin más recursos que la narración lineal, argumento claro y personajes coherentes. La novela moderna, de Joyce para acá —Gordimer, García Márquez, Goytisolo, Grass, Kundera mismo—, se ha impuesto la tarea de recuperar la lección de Cervantes, devolviéndole a la novela la característica que la distingue de todo lo demás: ser género de géneros.
Digo lo anterior para acercarme a un libro mexicano que incurre en las herejías contra la Inmaculada Concepción, devolviéndole a la novela un gran abrazo genérico. Ficción, historia, memorial, política, sociología, sicología, canción popular, concertación sinfónica y por encima (o por debajo) de todo, poesía en el sentido primigenio de unión de los contrarios y liga entre todas las cosas. Me refiero a Tres lindas cubanas de Gonzalo Celorio.
Celorio pisa los territorios nerviosos de la biografía familiar contada por la biografía personal. Usa para ello un «tú» narrativo escrito por «él» pero que aspira al «nosotros». Semejante pluralidad le permite al escritor dos cosas. Darle a la historia de su familia la distancia de una segunda persona pero también otorgarle la imaginación —que no es la mentira— que le permita inventar lo que no vivió o no supo acerca de sus propios antepasados.
Celorio, además, potencia la tensión entre el «tú» narrador y el «nosotros» narrado extendiendo la relación de los pronombres a un extraordinario discurso con «otro» país —Cuba— que el mexicano Celorio siente «suyo» por amor, por sangre y por palabra.
Por ejemplo. ¿Inventó el padre de Celorio el «clip» cuya marca registrada le fue robada por un tipo sin escrúpulos? ¿Quién sabe? ¿Pudo la madre del autor cumplir tantas tareas domésticas como su hijo le atribuye en las inolvidables páginas 126-127 de la edición de Tusquets (Barcelona, 2006)? Puede ser. Lo seguro es que el padre y la madre vivieron un «amor duradero, respetuoso, solidario y fecundo». Un matrimonio migrante, bíblico: doce hijos y seis ciudades en veintiocho años, veintidós casas, tres países y una constante: el matriarcado. Más un precio: el olvido. Olvidamos la cronología familiar, las costumbres, los domicilios. Intentamos recuperar la felicidad que nos dio la familia, pero sólo si no olvidamos las desgracias que visitan a todo clan.
Hay berrinches. Hay chantajes. Hay extravíos. Hay resignaciones. Hay maledicencias. Hay promiscuidades indeseadas. Y hay las separaciones impuestas (o escogidas) por el tiempo. Una tía habanera, después de la revolución, se va a Miami, muere en el abandono de un asilo de ancianos, desprotegida por sus propios parientes que la convocaron a dejar la isla. Otra se queda en Cuba, cree en la revolución pero va perdiendo, como en Casa tomada, el cuento de Cortázar, los espacios que debe compartir con extraños sin casa y con familiares de los extraños, como antes se compartían las casas con las familias en aumento y la voluntad maternal de tener a todos los pollos en el mismo gallinero…
Las familias, nos dice Celorio, imponen valores que no siempre observan. Los poderes políticos, también. Si la nostalgia de Palou proviene de la muerte de los héroes, la de Celorio se debe a la extinción de la familia y de la pregunta consecuente. A falta de una familia, ¿dónde encuentro mis raíces y dónde mi techo? Esta pregunta, a la vez angustiada y lúcida, recorre el libro de Celorio. El autor es mexicano, lo es por sangre, por habla, por cultura. Pero leyendo su libro, nos percatamos de que la mitad de sangre, habla y cultura le pertenecen a Cuba, patria de la madre de Celorio. Hay tardes en que Celorio se siente cubano, que pudo haber nacido en Cuba, que se reconoce en «los ojos de los cubanos, en sus gestos, en sus palabras». Y es precisamente esta identificación profunda lo que le permite, a un tiempo, ser crítico de la revolución cubana con sus simpatizantes y crítico de los críticos de la misma revolución.
Más que a una contradicción, la actitud de Celorio conduce a una certeza: la escritura no resuelve el conflicto que la motiva. Pues, ¿no es éste el conflicto mismo de la población cubana, debatida «como un solo organismo, entre el compromiso político y la libertad individual, entre la ortodoxia revolucionaria y las modalidades heterodoxas del patriotismo, entre la insularidad y la vocación internacional»?
No es de extrañar que Gonzalo Celorio trascienda el conflicto, sin jamás olvidarlo, en aquello que marca su propia personalidad: la excelencia de la literatura cubana, la de afuera y la de adentro, la de ayer y la de hoy. Leemos aquí una emocionante relación de Celorio con los escritores vivos de la isla. Esta relación es una apuesta al futuro. Pero también a la presencia del pasado mediante dos grandes evocaciones: la de José Lezama Lima y la de Dulce María Loynaz.
Celorio no conoció a Lezama, parroquiano intenso de los cafés al aire libre y fidelísimo habitante de una biblioteca que cubría las estrechas paredes de Trocadero 122, obligando a su corpulento propietario a recorrerla de perfil. En cambio, en Dulce María, Celorio encuentra una relación casi erótica con la mujer anciana que yo comparto plenamente como un pecado que se llamó Aura. Y no porque la mujer de edad sea más vulnerable. Lo contrario es cierto. Hay mujeres a las que los años dan poder secreto y atracción rendida. La autobiografía de Dulce María Loynaz le permite a Gonzalo Celorio culminar su propia historia con la lección de la escritora: decir de sí misma lo que quiere y al mismo tiempo ocultar lo que no se desea que se sepa.