jueves, 16 de julio de 2015

Carlos Fuentes. La Gran Novela Latinoamericana.


18. El post-boom (2)


1. La obra y el magisterio de José Donoso le abrieron la puerta a una verdadera constelación de novelistas chilenos: Isabel Allende, Gonzalo Contreras, Arturo Fontaine, Antonio Skármeta, Sergio Missana, Marcela Serrano, Carlos Cerda, Diamela Eltit, Alberto Fuguet, Ariel Dorfman y Carlos Franz, precedidos —y presididos— por el decano de la novela en Chile, Jorge Edwards.
Cervantes juntó todos los géneros —épica, picaresca, pastoral, morisco— en uno solo: la novela, y le dio un giro inesperado: la novela de la novela, la novela que se sabe novela, como lo descubre Don Quijote en una imprenta donde se imprime, precisamente, la novela de Cervantes.
Invoco este ilustre antecedente para hablar del libro de Jorge Edwards La muerte de Montaigne, en la que el escritor chileno despliega, con brillo, un abanico de géneros para ilustrar una sola obra: La muerte de Montaigne, libro de género indefinido, entre narración y reflexión. Pero entre una y otra, Edwards despliega la vida de Michel de Montaigne, la historia de Francia a fines del siglo XVI, la política de grandes potencias —la Inglaterra de Isabel I, la España de Felipe II y en medio la Francia de las Guerras de Religión y la sucesión de los Valois (Enrique III) a los Borbones (Enrique IV).
Hay más: la vida de Montaigne tiene un espacio, rigurosamente descrito por Edwards. Una mansión que no llega a ser castillo. Sus torres y sus vigas. Sus boscajes, trigales y viñedos. Sus abejas, gallineros, vacas y terneros; sus burros. Montaigne tiene una esposa taciturna, constante. Y también una posible amante o, por lo menos, joven compañera de su senectud: Montaigne tiene cincuenta y seis años, la vejez en el siglo XVI; la joven Marie de Gournay, apenas veinte, joven entonces y ahora. ¿Hija adoptiva, secreta amante, presencia erótica e intocable? El misterio de la vida es el misterio de la novela y le permite a Edwards, sobre este trasfondo de misterio, hacer explícita la edad política.
Enrique III de Valois parece nacido para una novela. Afeminado, rodeado de jóvenes mignons y al mismo tiempo flagelante y también amigo del aquelarre, y por si faltase algo, voluptuoso de la sotana y los desfiles de encapuchados con antorchas. Sí, falta más. El retrato de la Reina madre, Catalina de Médicis y su amante, dueños de una capacidad de intriga que no escapa a la muerte: el corazón de la reina, del tamaño de un níspero, en una urna. Y su hijo Enrique III, al cabo asesinado por un monje. Y el duque de Guisa, llamado Le Balabré (El Cicatrizado), pretendiente al trono, asesinado por órdenes de Enrique III.
Queda sólo el rey de Navarra, Enrique IV, renegado del protestantismo, católico por voluntad política («París bien vale una misa»), autor de la paz interior de Francia y de la autoridad monárquica. Será este hombre, este Enrique el que distinga a Montaigne, lo abrace en público, respete el mundo privado del escritor en su torre, donde inaugura un género nuevo en contra del género de géneros creado por Cervantes: la novela, con Montaigne, tiene un rostro original y se llama el Ensayo, es decir, el intento, la aproximación, la palabra abierta, sin conclusión porque es sólo eso: ensayo, intento, inconclusión. Claro que Montaigne es gran lector de Plutarco, de Virgilio, de Séneca. Los trasciende en el sentido de poner al día el género de lo incompleto, la «obra abierta» que da su tono y tradición a un género interminable, como lo comprueba la vasta descendencia de Montaigne, hasta Borges, por lo menos, evoca Edwards.
Un ensayo interminable, abierto, dueño del «acero frío» (Edwards) de los clásicos pero oloroso a pescado ahumado, a regüeldo, a viñedo, a gente que no se baña, a sexo sin protección. Importa y no importa: la otra cara del Renacimiento francés será una máscara y el amo de la mascarada es Rabelais, el opuesto grosero, vital, abarcante y desmedido de Montaigne. ¿Sería este, Montaigne, quien es, sin el tremendo contraste de Gargantúa y Pantagruel? ¿O el exceso mismo de Rabelais domestica los excesos de Montaigne y le permite a éste, sin necesidades que cumple Rabelais, ser lo que es?
¿Y qué es Montaigne, al cabo? Es un escritor que dice: escribir consiste en no decirlo todo. Escribir es una forma de ausencia. Escribir es una manera de escepticismo. Escribir es un acto de humor. Escribir es la narrativa de la reflexión. Escribir es el arte de la digresión. ¿Y para quién se escribe? «Para los lectores.» Para un solo lector: el padre, el íntimo amigo, la mujer casada. «Y algunos, para el lector ideal, un invento, una ficción más.»
Es aquí donde nos damos cuenta de que Edwards, al escribir sobre Montaigne, escribe sobre sí mismo. No de manera autobiográfica, claro, sino como acercamiento a un modelo que es nuestro en la medida en que sepamos enriquecerlo. Y Edwards lo hace a partir de una ubicación lejana: Chile, la patria de Edwards. La provincia remota. El último occidente. Sí, la patria de Pablo Neruda. Pero también la de Lucho Oyarzún, traído a cuenta con desacato, al lado de Montaigne y Proust. «¿Cómo se permite usted, señor… confundir a Lucho Oyarzún» con Proust y Montaigne?
Porque la escritura de Jorge Edwards «pertenece a esa misma familia, la de Montaigne, Proust, Lucho Oyarzún». Porque la memoria «es más acelerada que la escritura», incluye a Lucho Oyarzún y también a Carlucho Carrasco, a José Donoso, a Sterne y Machado de Assis. Incluye a Zapallar y el mirador de Edwards sobre el Pacífico frío y marisquero y las rocas de Isla Seca.
Quedan pocas tumbas en Zapallar. Seguro que Edwards tiene reservada la suya. Y en ella, en Chile, volverá a encontrar a Montaigne y juntos, al cabo, pensarán caminando, viajarán por paisajes cambiantes, serán paganos con gracia. Montaigne oirá a Edwards decir «Colorina», «Guagua», «se va a las pailas» y entenderá a este chileno «caído de las nubes».
Convertir a Chile en país de novelistas es toda una proeza, pues en esa «loca geografía» que va en larga tira de los desiertos del trópico a la Antártida habían privado los grandes poetas: Vicente Huidobro, Gabriela Mistral, Pablo Neruda y Nicanor Parra. Por eso, en Chile la novela desciende de la poesía y puede alcanzar, gracias a esta alianza, el nivel, raro entre nosotros, de la tragedia, es decir, la capacidad de ver al mundo como un combate de valores necesario pero no fatal.
Amamos las telenovelas porque nos permiten la indulgencia llorosa del melodrama.
Nos gustan las películas de vaqueros porque es fácil identificar al «bueno», que lleva sombrero blanco, y al «malo», que lleva sombrero negro.
Más difícil es entrar al terreno gris de la duda, como lo pone a prueba el chileno Carlos Franz en El desierto, donde la crueldad del militar pinochetista emboscado en el Norte de Chile, es trágicamente revelada como debilidad enmascarada por una mujer de izquierda que regresa del exilio para enfrentarse al hombre que amó, el militar asesino, exponiéndose y exponiéndole, a encontrar un mínimo de humanidad en la contrición.
El fracaso de la mujer condiciona, sin embargo, la experiencia de su hija reintegrada a Chile y a una nueva vida y condiciona, también, la presencia dinámica de todo un pueblo. Sin embargo, la advertencia subyacente de Franz es que no hay felicidad asegurada. Los extremos del mal se manifiestan en la parte demoníaca del ser humano, los del bien en la parte más luminosa de nuestro ser. Pero en el acto final lo que cuenta es la capacidad trágica para asumir el bien y el mal, transfigurándolos en el mínimo de equidad y justicia que nos corresponde. Ésta es la importancia del Desierto de Franz.
Dijo una vez Octavio Paz que la originalidad primero era una imitación. Esta idea sería una contradicción de la noción de «origen» como «principio» o «existencia sin antecedente». En cambio, la palabra «originalidad» significa pensar con independencia o creativamente (Diccionario Oxford).
La novela de Carlos Franz Almuerzo de vampiros reconoce algunos temas y obras precedentes. La carátula nos muestra al vampiro de vampiros, Drácula, interpretado por Bela Lugosi, en el acto de clavar los dientes en el cuello de una bella adormilada. Hay una referencia a la película de Fritz Lang M: el vampiro de Düsseldorf. Creo que éstos son inteligentes engaños con los que Franz distrae nuestra atención para sorprendernos con un acto de prestidigitación literaria y política desprevenido.
Estamos en un restorán de Santiago de Chile, el Flaubert, donde el narrador come con un amigo, Zósima, en el Chile de la democracia restaurada. De repente, el narrador descubre, en otra mesa, a un hombre que creía muerto, el «maestrito», una especie de bufón del hampa cuya misión era divertir a los malvivientes que medraban a la sombra de la dictadura de Pinochet, sin pertenecer a ella.
¿Es este hombrecito bufonesco, escuálido, contrahecho, el maestrito de la pandilla de Lucio, el Doc Fernández, la juvenil Vanesa y la Maricaus (porque comía mariscos)? Este primer enigma conduce al narrador a rememorar su juventud en los años de la tiranía como mero apéndice de la banda de rufianes. El narrador se pregunta qué hace en esa compañía, él que es estudiante de día y taxista de noche. Rememora sus años de estudio como joven huérfano y becario en el curso del profesor de humanidades Víctor Polli y la exaltación intelectual de esos años mozos. Pero la promesa implícita se rompe, como se quiebra la vida entera del país. El narrador es succionado al bajo mundo de la trampa, el crimen y la gigantesca broma que lo envuelve todo, dándole a la novela de Franz un doble carácter, repugnante y creador, malsano e imaginativo, que depende, para ser todo esto (y más), de un uso extraordinario del habla popular de Chile, una de las más ricas, huidizas y defensivas de Hispanoamérica.
En esta comedia negra, Franz acude a un lenguaje que es a la vez expresión y disfraz de un propósito: provocar la hilaridad, convertirlo todo en «talla», es decir, en broma descomunal, «una broma que nos hará reír no sólo a nosotros. Que hará reír al país entero. Que transformará toda esta época en un chiste». «La talla», claro, tiene un origen en el ingenio del «roto» chileno, primo hermano del «pelado» mexicano y proveedor tradicional del habla que el narrador llama «cantinfleo»: la capacidad de hablar mucho sin decir nada o decir mucho sobre lo que no se habla. Es el «relajo» mexicano, que da la medida de nosotros, como la «talla» de la de los chilenos.
En este sentido, Almuerzo con vampiros es una extraordinaria oferta y transfiguración del habla chilena, en la que todo se disfraza verbalmente a veces como disimulo, a veces como agresión, siempre como talla, broma, hilaridad, tomadura de pelo a nivel colectivo. Fome (aburrido, letárgico) y siútico (ridículo, cursi) son originales palabras chilenas que aquí se engarzan con los vocablos sexuales que van directo al órgano de la potencia masculina, convirtiéndola en «la palabra más escrita en los muros (y retretes) de Chile»: Pico (polla en España, pito en México), al grado de que en elecciones libres, «el pico sería elegido como presidente de la república».
Dedo sin uña, cara de haba; en México, «chile»: el sexo masculino se convierte en símbolo de la vida y del poder, fantasma privado de la realidad pública, como el «maestrito» arratonado y servil lo es del eminente profesor de humanidades. Pocas figuras de la miseria humana se comparan, en nuestra literatura, a la de este hombrecito raquítico, Rigoletto del hampa, robachistes, adulador, servil, impotente, el «maestrito» que acaso ha usurpado la persona del «maestro» como el dictador ha usurpado la persona del «poder».
La novela de Franz propone varios enigmas cuya solución depende —o no— de la lectura del lector. ¿Ha confundido el narrador a un esperpento grosero con un humanista «que sabía latín»? Más, ese esperpento, ¿se salva acaso gracias a su vulgaridad misma? ¿Es la ordinariez, al final de cuentas, una forma de supervivencia en una época hoy «indefensa», en el sentido de que nadie la defiende ya, excepto quienes la usurparon?
Carlos Franz no da soluciones fáciles. No es tierno con el pasado. Tampoco lo es con un presente en el que «sólo se premian las ambiciones» y la ciudadela empresarial «se lo traga todo». No hay que preguntar demasiado, concluye el narrador: el silencio fue el agua de esa época y «aun cuando sea un pasado miserable, es el único que tenemos».
No revelo el final de esta hermosa y original obra. Sólo me admiro ante el gran talento literario de Franz. Su libro anterior, El desierto, demostró que es posible crear una novela trágica en un continente melodramático. Almuerzo con vampiros es un libro inclasificable, porque al imitar una tradición literaria (Drácula) y una realidad política (Pinochet) da origen a formas de narrar absolutamente únicas, independientes y creativas.
El día de los muertos, novela del escritor chileno Sergio Missana, se divide en dos partes. La primera ocurre en Chile la víspera del golpe militar de 1973. Los protagonistas son Esteban (el narrador) y un grupo radical al cual Esteban se acerca porque desea a la joven Valentina, militante del grupo, aunque también por las ganas de ser aceptado y querido. Su postura ante el grupo es ambivalente. Teme la violencia. Le agrada el caos. Desea, con voluptuosidad, que el caos se intensifique, se desencadene. Se sabe un intruso, pero le gusta el amparo del clan. Se cree «progresista», pero «desconectado de la pasión». Al mismo tiempo es de derecha «no por convencimiento, sino por omisión». Sabe que le está vedada «la pureza de la convicción».
El grupo, entretanto, «se nutre de sí mismo». Sus miembros temen separarse. Temen perder lo que les une. Necesitan un entramado que los estructure y resguarde. Entre ellos, Valentina es dueña de un «aura de desasosiego». Esteban la ve complicada, confusa y acaso, desdichada. Sus relaciones con los hombres son fantasmales, proliferantes, «meros escorzos». ¿Quién es él, Esteban, el narrador, ante Valentina? ¿Le basta tenerla ante él, estudiar su semblante, sin decir palabra? ¿O es Valentina simple objeto de la codicia de Esteban, parte de un afán desmedido de obtención?
Valentina mira a Esteban con rabia, lástima, desprecio, impaciencia. Esteban se harta. Se ha vuelto sospechoso para todos. Se echa a correr. Al día siguiente, el golpe militar derroca al gobierno legítimo de Salvador Allende.
Treinta años más tarde, el sitio es el exilio. Más bien dicho, los exilios. Los protagonistas son Gaspar, un chileno ambulante o ambulatorio y Matilde, hijastra de Esteban.
Matilde, la hijastra de Esteban, es una joven mujer que «se mueve entre estigmas». No transa. No se adapta al interlocutor. Pedir un café le sale mal. Su entonación es equívoca, sus pausas, inexactas. Y es que quiere llevar las cosas a su propio territorio. Gaspar entrevé en ella un elemento de dignidad, de orgullo, de tesón, pero no sabe asociarlo con nada. Al cabo, descubre que Matilde «tenía una visión, si no más compleja o más profunda, sí más adelantada». A ella le importa la acción, no los sentimientos o la fe, «que de todas formas van a cambiar y olvidarse», sino los actos y sus consecuencias.
Como en la relación anterior (Esteban-Valentina), ésta (Gaspar-Matilde) queda en suspenso. Sólo que ésta conduce a aquélla mediante una espléndida «vuelta de tuerca» de Missana. Gaspar lee el diario escrito por Esteban el 4 de septiembre de 1973. Es decir, descubre la novela anterior a la que él mismo (Gaspar) protagoniza. Se convierte, de actor, en lector de la novela que nosotros ya conocemos, pero él (Gaspar) no. Es un nuevo triunfo de la tradición de La Mancha. Como en el Quijote, el protagonista se transforma en lector, y gracias a ello, conoce los destinos de los jóvenes actores de un solo día de la historia de Chile: el 4 de septiembre de 1973.
Salto mortal debió dar Sergio Missana de El día de los muertos (2007) a Las muertes paralelas (2010). Aquella novela tenía un perímetro temporal y personal preciso: el día del golpe militar contra Salvador Allende, un grupo de amigos revolucionarios, el desprendimiento del narrador, quien sólo formaba parte del grupo por amor a una mujer, y varias décadas más tarde, un re-encuentro en París, y una revelación literaria: todo estaba escrito desde antes.
De esa interrogante literaria parte Sergio Missana en Las muertes paralelas. Todo indica que el narrador, Tomás Ugarte, es el protagonista de la novela. Habla en primera persona. Ocupa un espacio, mantiene relaciones, familia, esposa, amigos. Tiene sueños. Tiene una mujer, Paula, que se está separando de él. Tiene una amante de ocasión, Fernanda, que no lo satisface y lo pone en peligro. Tiene una gata, Lola, que —acaso— es la emisaria de una millonaria norteamericana, Phyllis, que por accidente hereda su fortuna a quien se presente a su velorio. El único que llega y firma es Tomás Ugarte. La difunta carecía de higiene, pero no de gatos…
Tomás regresa a su trabajo. La agencia que lo emplea «se iba hundiendo rápidamente en el recuerdo, volviéndose irreal». Y añade: «todo ahí parece haberle ocurrido a otra persona». Tomás tiene un sueño. «Soñé que era una anciana». Sólo que la anciana, Inés, no es soñada. Es una presencia real, callejera y turbadora cuyo destino, confundido con el propio, Tomás quisiera evitar. La recoge en la calle, la lleva al apartamento de Tomás. Inés es una mendiga repugnante: «su olor acre en el que no sólo se mezclaban el excremento y la mugre, sino que ya parecía imperar un principio de descomposición —se concentraba en sus ropas…».
¿Por qué la rescata Tomás? ¿Por qué la lleva de la calle a su casa? Porque ha soñado el destino de la anciana —una muerte atroz— y quiere salvarla. Evitar el futuro soñado de Inés. Y sin embargo, Tomás sabe que «no tenía derecho a usurpar su vida, por muy miserable y sórdida que fuese». Esa vida era suya, de Inés, era su única posesión: una vida de «basureros, disputas y treguas territoriales… su memoria parecía atrapada en un laberinto». Ahora Tomás quisiera «moldear en Inés a la viejita adorable que no era y que nunca iba a ser».
En un misterioso acto de trasposición, Tomás viste a la anciana con algunas prendas de joven, como si quisiera acercarla a todo lo que la vieja no es mediante eso que Freud llamaría el contacto o deseo de tocar lo prohibido por el tabú. Sólo que cuando alguien (Tomás) ha transgredido el tabú, él mismo se convierte en tabú a fin de no despertar los deseos prohibidos de sus vecinos. Tomás no entiende esto. Cree que Inés es redimible. Inés sabe que no. Engaña a Tomás. Se escapa. Regresa a la calle. La asesinan en un cajero automático donde la anciana dormitaba cinco «antisociales», que la rocían con gasolina y le prenden fuego.
El destino de Inés, soñado por Tomás, se cumple, es decir: se cumple el sueño de Tomás. Éste, el benefactor, entiende que «no tenía derecho a usurpar la vida, por muy miserable y sórdida que fuese, de Inés, era suya, su única posesión». Sólo que esta explicación racional va acompañada de una sospecha: al intento de evitar el futuro de Inés, Tomás ¿evita, desvía o cancela su propio futuro? Pero ¿tiene porvenir propio quien asume —así sea soñando— el destino de los demás?
Hay una escena horripilante en la que Tomás, de noche, se topa con «rotos» comparables a los que incendiaron a Inés. Se acuesta al lado de uno de ellos: «un hedor abyecto, peor que animal». Quiere «saldar» una deuda con Inés. Aún no se entera de la deuda de Inés con Tomás. ¿Soñó Inés a Tomás o Tomás a Inés? Los indigentes le revelan la verdad. Lo amenazan. Le orinan encima. Lo llaman «huevón». Pero lo tratan igual que a Inés. Sólo le ahorran la muerte.
La sospecha se insinúa: ¿Soñó Tomás a Inés o soñó Inés a Tomás? ¿Murió Inés, igual que en el sueño de Tomás, a nombre de Tomás? ¿Evitó Tomás una muerte similar a la de Inés a mano de los «antisociales»? ¿Murió Inés para salvar a Tomás de un destino comparable? ¿O es Inés quien, para salvarlo, soñó a Tomás?
Este encuentro de Tomás con los «rotos» que en vez de matarlo le orinan encima es el encuentro de todos nosotros —clases medias y altas, profesionistas y empresarios, intelectuales y amas de casa— con el vasto submundo latinoamericano de la miseria y el crimen. Aquí es Santiago de Chile. Podría ser Río de Janeiro, Lima, Caracas o México. Claro que Missana no explica esto. Hace algo mejor: le da vida y abre las puertas de una ficción contagiosa. Crea el vínculo secreto, a partir de Inés, con las de Tomás con Ramiro y Osvaldo en la noche helada de los Andes, la de Tomás fundido con Aurelio, o de todos ellos habitando a Tomás, creando la «ficción» de Tomás «el presentador de campañas… el jefe eficiente, paternalista, trabajando, controlador, seductor».
Todos ellos, ¿fueron Tomás? ¿O Tomás fue ellos?
Missana da una vuelta final al tornillo en el episodio concluyente de Matías y la Filmación —el muy chileno regreso al desierto—. No revelo el sorprendente final de Las muertes paralelas. Una casa quemada. Una muchacha sonámbula. El bloqueo de crédito, y carnet: la pérdida de la identidad moderna. Y una pregunta inútil y necesaria de Tomás: «¿Era posible que mi propia presencia fuera alterando las cosas… abriendo una estela de posibilidades nuevas…?».
Es la pregunta de Sergio Missana. Es la pregunta de la literatura.
Pero acaso nadie como Arturo Fontaine representa mejor el tránsito de la realidad política y social de Chile a su realidad literaria y a las tensiones, combates, incertidumbres, lealtades y traiciones de una sociedad en flujo.
Y ¿qué hace, qué dice la novela en esta sociedad —la chilena— y en todas las sociedades?
Regreso a la fundación cervantina para celebrar la perdurabilidad del género novelesco. De tarde en tarde, se nos anuncia: «La novela ha muerto». ¿Quién la mató? Sucesivamente: la radiotelefonía, el cine, la televisión, el Macintosh, el iPhone, la red y el twitter. Y sin embargo, tras de cada asalto tecnológico, la novela-Fénix resucita para decirnos lo que no puede decirse de otra manera.
Me estoy acercando a uno solo de los múltiples significados de las novelas de Arturo Fontaine —Oír su voz, Cuando éramos inmortales. Todas ellas afirmaciones apasionadas de la necesidad de oponer una palabra enemiga —se llama imaginación, se llama lenguaje— a la verborrea que nos circunda.
Imaginación y lenguaje: en Fontaine, estas dos fuerzas de la literatura entran en conflicto con un país que ha sido a la vez fragua y combustión, país de tremendas escisiones internas, dolores, esperanzas, nostalgias, odios y fanatismos que al cabo se manifiestan en lenguaje e imaginación.
En Oír su voz, Fontaine explora el lenguaje como necesidad del poder —no hay poder sin lenguaje—, sólo que el poder tiende a monopolizar el lenguaje: el lenguaje es su lenguaje posando como nuestro lenguaje.
Fontaine escucha y da a oír otra voz, o mejor dicho otras voces:
Hay una sociedad, la chilena.
Hay negocios y hay amor.
Hay política y hay pasiones.
Sociedad, negocios, política, tienden a un lenguaje de absolutos.
La literatura los relativiza, instalándose —nos dice Fontaine— entre el orden de la sociedad y las emociones individuales.
En Cuando éramos inmortales, el autor personaliza radicalmente estas tensiones encarnándolas en un personaje —Emilio— cuyo nombre nos remite a Rousseau y a su doble ética: la del que educa y la del que enseña. Éste, el educado, requiere la educación para salir de su naturaleza original, no mediante la tutoría espontánea del vicio y el error, sino gracias a una enseñanza que potencie la virtud natural —incluso mediante el vicio del engaño.
Cuando éramos inmortales no es, para nada, una exégesis del Emilio de Rousseau. Es una creación literaria que juega con la tradición para convertir a ambas —creación y tradición— en problemas.
Chile es un país paradójico.
Han coexistido allí la democracia más joven y vigorosa y la oligarquía más vieja y orgullosa. Ambas coexisten, a su vez, con un ejército de formación prusiana que respetó la política cívica hasta que la política de la Guerra Fría la condujo a la dictadura.
Fontaine, con las armas del novelista, que son las letras, va al centro del asunto. Un orden viejo, por más estertores que dé, cede el lugar a un orden nuevo. Pero ¿en qué consiste éste?
Entre otras cosas, en su escritura. Pero ¿quién es el escritor? Es una primera y es una tercera personas que miran a la sociedad y la privacidad con lente de aumento, dirigiéndose a un lector que es el cocreador del libro. El libro es una partitura a la cual el lector le da vida. La lectura es la sonoridad del libro.
Hay un poderoso fervor quijotesco en Arturo Fontaine: Él quiere poner en fuga a las telenovelas o confiar en que hay al fin un Cervantes telenovelero que las transforme, como Don Quijote a las novelas de caballerías.
Glorioso empeño cuya derrota sería, sin embargo, una victoria.
Porque la novela es, en sí misma, la victoria de la ambigüedad.
Una ambigüedad que se propone como palabra e imaginación, lenguaje y memoria, habla y propósito.
Entonces, ¿para qué sirve una novela en el mundo de la comunicación moderna: la comunicación instantánea del suceso comunicado?
En un régimen totalitario, dice mi amigo Philip Roth, el novelista es llevado a un campo de concentración. En un régimen democrático —continúa—, es llevado a un estudio de televisión.
Lo cierto es que tras de cada asalto, político o tecnológico, la novela-Fénix resucita para decirnos lo que no puede decirse de otra manera. Antonio Skármeta es el gran novelista de esta transición. Nadie como él sabe, además, evocar a Neruda. Y sólo Skármeta sabe escribir en jnóvenku.
Palabra e imaginación: Missana, Fontaine.
Lenguaje y memoria: Franz, Dorfman.
Habla y propósito: Skármeta, Fuguet.
2. El joven novelista peruano Santiago Roncagliolo ha logrado, con Abril rojo, hermanar la novela policial con la novela política. La novela de Roncagliolo es una caja de Pandora. El protagonista es el fiscal distrital adjunto Félix Chacaltana Saldívar, al que le gusta que lo llamen así, con todo y título. Hasta ahora, nunca ha hecho nada que no esté en los reglamentos. Desde ahora, sabrá que la muerte es la única forma de vida.
No digo más, porque esta novela contiene muchos secretos y revelar uno, nos dice el autor, es revelarlos todos.
La cosecha de nuevos novelistas colombianos es muy llamativa porque el enorme éxito de Gabriel García Márquez y Cien años de soledad ha sido asumido por la generación actual para abrir caminos inéditos. Es como si Gabo, con Cien años, hubiese agotado totalmente la tradición de lo «real maravilloso» llevándola a la cumbre, como al barco anclado en una montaña que no es posible escalar más.
Imitar a García Márquez es imposible. Descubrir otros senderos, posible. Subir a otras montañas, necesario.
Apenas esbozo la riqueza de la novelística colombiana actual si menciono a Laura Restrepo, William Ospina, Héctor Abad Faciolince y Juan Carlos Botero.
Me limito a dos novelas y dos autores. Las novelas se llaman Historia secreta de Costaguana y El síndrome de Ulises. Los autores son Juan Gabriel Vásquez y Santiago Gamboa.
Vásquez parte de un artículo de fe («La historia es ficción») para contar la historia verídica de los acontecimientos que condujeron al desmembramiento de Colombia y la construcción del Canal de Panamá, pasándosela en Londres al escritor Joseph Conrad, quien con los elementos que le entrega el colombiano José Altamirano escribe la novela Nostromo, ubicada en la República de Costaguana (Colombia). Nostromo esconde un tesoro de plata en una isla desierta. La novela de Conrad, en la novela de Vásquez, nace de la narración que el narrador de Costaguana, Altamirano, le hace al futuro narrador de Nostromo, Conrad. Mas cuando Altamirano le reclama a Conrad la paternidad de los hechos narrados («usted, Joseph Conrad, me ha robado») Conrad, con suprema altanería, desprecia el origen histórico y proclama la soberanía del destino novelesco. El Canal de Panamá a cambio de una mina de plata.
El secreto y la belleza de la novela de Juan Gabriel Vásquez residen en la tensión entre dos destinos y dos escrituras (las de Conrad y Altamirano). ¿Es éste el autor de lo vivido, o apenas el mensajero de lo narrado? ¿Cuáles son los límites entre ficción y realidad, verdad y mentira? ¿O tendrá siempre razón Dostoievski: la novela es la verdad de la mentira?
Tanto en Costaguana como en su anterior libro, Los informantes, Vásquez nos coloca ante disyuntivas morales e históricas inevitables. En Los informantes, el autor nos conduce a un territorio poco frecuentado: los efectos de la Segunda Guerra Mundial en Latinoamérica y el destino de las comunidades alemanas en nuestros países.
Una premura sin matices condujo a nuestros gobiernos, a fin de «quedar bien» (una vez más) con Washington, a considerar «enemigos» a todos los alemanes, incluso los que se oponían a Hitler. Dentro de este conflicto mayor se inscribe, en Los informantes, el conflicto sólo en apariencia menor entre familias destruidas, destinos desviados y padres contra hijos. Los Santero, padre e hijo, se enfrentan, más que nada, debido a sus «vidas insuficientes» como respuesta a una historia que cree bastarse a sí misma: buenos aquí, malos allá.
Lo que Vásquez nos ofrece, con gran inteligencia narrativa, es la zona gris de la acción y de la conciencia humana, donde nuestra capacidad de cometer errores, traicionar, ocultar, crea una cadena de infidencias que nos condena a un mundo de insuficiencias. Amigos y enemigos, esposas y amantes, padres e hijos se entrecruzan con encono, silencio, ceguera, mientras el novelista emplea la ironía y la elipsis para descubrir las «estrategias de protección» de los personajes y caminar con ellos —no conociéndolos, acompañándolos— a entender que la vida insuficiente puede ser, también, la vida heredada.
¿Es el arte de la novela la manera de corregir lo mal dicho —lo desdichado— de la vida, diciéndolo, si no bien, por lo menos de manera diferente? Las historias —¿continuas o sucesivas?— del Panamá de Altamirano y la Costaguana de Conrad quizás contengan la clave. ¿Precedió «Panamá» a «Costaguana», como le reclama Altamirano a Conrad? ¿O precedió la novela de Conrad a la de Vásquez, permitiéndole a éste «re-escribir» en cierto modo la narración de Conrad como hecho literario que se precede y es precedido, se dice y es desdichado?
Siento que, en Vásquez, todos contribuyen a cavar «la gran trinchera» del Canal, sólo para ser enterrados en ella. Enterrados en la historia, cuya voz final es la de un enloquecido presidente colombiano que vaga por la selva exclamando «¡soberanía!», «¡colonialismo!».
La ficción desde Rabelais y Cervantes es una manera más de cuestionar la verdad, mientras nos esforzamos por alcanzarla a través de la paradoja de una mentira.
Esta mentira puede llamarse la imaginación. También puede ser considerada una realidad paralela. Puede ser vista como un espejo crítico de lo que pasa por verdad en el mundo de la convención.
Ciertamente construye un segundo universo del ser, donde Don Quijote y Heathcliff y Emma Bovary tienen una realidad mayor, y no menos importante, que la muchedumbre de ciudadanos cuyo camino cruzamos apresuradamente para volver a olvidarlos en nuestro día a día.
Efectivamente, Don Quijote o Emma Bovary traen a la luz, dan peso y presencia a las virtudes y los vicios —a las personalidades fugitivas— que encontramos en lo cotidiano.
Lo que Ahab y Pedro Páramo y Effie Briest poseen también puede ser la memoria viva de las grandes, gloriosas y mortales subjetividades de los hombres y mujeres que olvidamos, que nuestros padres conocieron y nuestros abuelos previeron. ¿Quiénes son, adónde se fueron?
Respuesta: están en una novela.
Con Cervantes la novela establece su razón de ser como mentira que es el fundamento de la verdad. Porque por medio de la ficción el novelista pone a prueba la razón. La ficción inventa lo que el mundo no tiene, lo que el mundo ha olvidado, lo que espera obtener y acaso jamás pueda alcanzar. La novela es el Ateneo de nuestros antepasados y el Congreso de nuestros descendientes.
De esta manera, la ficción resulta ser una forma de apropiarse el mundo, algo que confiere al mundo el color, el sabor, el sentido, los sueños, las vigilias, la perseverancia e incluso el perezoso reposo que reclama para continuar existiendo, con toda la melancólica carga de nuestros olvidos y de nuestras esperanzas.
Estoy, casi, describiendo el doble movimiento —explosión e inclusión— de la novela de Santiago Gamboa El síndrome de Ulises.
Una mirada superficial encontraría aquí antecedentes como el Down and out in Paris and London de George Orwell, donde el escritor birmano-británico se hunde a propósito en el trabajo de los campos de lúpulo ingleses y como lavaplatos del Hotel Crillon en París.
Sólo que Orwell puede regresar —y lo sabemos— a su puesto en el periódico y la radio y el narrador de Gamboa —aunque no sea cierto— está, en la novela, condenado a vivir en la ratonera escogida, que es la de su exilio, y su voluntad no cuenta para salir de la prisión de la repetición incesante. Porque la angustia de este Ulises colombiano consiste en saber que el regreso le es vedado, no por la política, no por la familia, no por el país, sino por la exigencia devoradora del viaje, la aventura, la odisea de posponer el retorno al hogar, no porque algo lo impida, sino porque nada lo impide, como no sea la lógica —o la irracionalidad— internas a la situación del exiliado, del vivir lejos, del apurar todas las consecuencias del exilio antes de regresar a casa.
No recuerdo haber leído una novela que con tanta violencia penetre en la odisea de un expatriado latinoamericano. Confinándolo a una ciudad —París—, un barrio, una chambra mínima, el sótano pestilente de un restorán chino y las noches sin horarios de una sexualidad compensatoria, omnívora, antropofágica, más allá de las fronteras de un Henry Miller que se mueve dentro de los límites del expatriado: Gamboa, en cambio, se crea un exilio voluntario, se niega, teniéndola, la salida del regreso y esto no por una suerte de masoquismo del destierro, sino por el hambre terrenal inmediata y la encarnación de la tierra en ese harén fugitivo que le da su único calor a un París invernal, lluvioso, nublado.
Ciudad sin más luz que los cuerpos de Paula y Sabrina, Victoria y Yuyú y Susi y Saskia: encuentros inevitables de la lengua hispánica del narrador con las lenguas de Sem, el hijo de Noé, origen del lenguaje, que vuelve a hablar por voz de la mujer a fin de demostrar que la literatura es uno de los derechos humanos.
3. La relación entre novela e historia se da, en ocasiones, con la inmediatez de la actualidad. Es el caso, por ejemplo, de Los de abajo de Mariano Azuela (1915) escrita en y desde la turbulencia de la revolución mexicana y, en cierto modo, de La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán, prácticamente contemporánea a los hechos y personajes del callismo.
Otras veces, la historia sólo admite la ficción gracias a la perspectiva. La revolución francesa no tiene novelistas inmediatos. Había que esperar a Balzac y Stendhal. Nadie eleva a ficción la Revolución de Independencia Norteamericana, que temáticamente da sus mejores obras en el siglo XX, con Howard Fast: Los invictos y El ciudadano Tom Paine. Tolstoi escribe los eventos de la invasión napoleónica de Rusia (1812) en 1865. Stephen Crane escribe la mejor novela de la Guerra Civil norteamericana, La roja insignia del coraje, en 1895.
El siglo XIX mexicano, tan tumultuoso y hasta caótico, produjo novelas de su tiempo y evocaciones de otros: Riva Palacio, Rabasa, Payno. Dos recientes obras mexicanas nos ofrecen una perspectiva renovada, con gran brío e imaginación. En La invasión (2005) Ignacio Solares da la experiencia de la guerra de 1847-1848 y la ocupación norteamericana de la Ciudad de México con un contrastado sentido de luces y sombras, efectos y defectos. La «modernidad» del relato consiste en que el narrador narra los eventos varias décadas más tarde, en la madurez y durante el Porfiriato, dándole a la obra la requisita incertidumbre: esto es ficción, no es «historia». Como la novela la escribe un autor contemporáneo a nosotros (Solares) resulta que La invasión posee tres niveles de temporalidad: lo vivido en 1847, lo recordado durante el porfiriato y lo narrado hoy.
Hernán Lara Zavala, uno de los escritores mexicanos más cultos y reticentes, establece de arranque la actualidad de lo que narra gracias a un novelista (¿el propio Lara Zavala?) que se sienta a escribir la novela que estamos leyendo: Península Península, cuyo tema es la Guerra de Castas que asoló a Yucatán en 1847. Lara Zavala se inscribe así en la gran tradición, la tradición fundadora de Cervantes, donde la novela de Quijote y Sancho coincide con la actualidad de España, con el pasado evocado por las locuras del hidalgo, con el género picaresco (Sancho) en diálogo con el épico (Quijote) y con los estilos morisco, bizantino, amoroso y pastoral introducidos para darle a la novela su carta de ciudadanía: la diversidad genérica.
El tránsito de Lara Zavala de su irónica actualidad de narrador a la materia narrada le permite presentar ésta, la Guerra de Castas en Yucatán, con una variedad de ritmos y temas que no sólo la salvan de cualquier sospecha de didactismo, sino que enriquecen lo que ya sabíamos con el tesoro de lo que podemos imaginar. Aquí se dan cita no sólo los hechos y personajes históricos, los gobernadores Méndez y Barbachano, los líderes mayas Pat y Chi y las contrastantes sociedades de la élite criolla y las comunidades indígenas. Están también los mercaderes locales y los «gachupines»; el doctor Fitzpatrick y su leal (demasiado leal) perro Pompeyo. Están los clérigos y también los monaguillos y sacristanes indios que los asesinan. Está el «México y sus revoluciones» de José María Luis Mora, en toda su caótica simultaneidad. Está, protagónica, la tierra yucateca, las llanuras blancas sin vegetación, brillando dolorosamente. Están el sol, los laureles, el fresco. Están el mediodía de plomo, el bochorno. Están las hierbas (damiana, ruda, toloache, yerbabuena, gordolobo, etc.) evocadas con una minuciosidad amorosa que revela la formación literaria inglesa de Lara Zavala, sobre todo la lección de D. H. Lawrence, la capacidad de ubicar la pasión en la naturaleza.
Sólo que todo late con amenaza de guerra y muerte. El autor las aplaza con los magníficos momentos de la pasión erótica (el novelista Turrisa y la viuda Lorenza; la cachondísima María y el escribano Anastasio). El amor es asediado por dos fuerzas que Lara Zavala maneja de mano maestra. Una es la magia, la corriente impalpable de lo sobrenatural presente en los exorcismos y ritos de la península yucateca, que le sirve a Lorenza para pensar que su marido difunto, Genaro, aún vive y merodea en la recámara… hasta descubrir que el ruido lo hace un murciélago que deja de aletear apenas se enciende la luz. ¿Un murciélago? ¿O un vampiro?
Porque la magia de la tierra contiene la muerte de la tierra. El cabecilla rebelde Chi es asesinado por el amante de su mujer, Anastasio. La rebelión pierde (en todos los sentidos) la cabeza, y el presunto comerciante muerto, Genaro, reaparece a reclamar a su mujer casada sólo para ser devuelto a otra muerte: el anonimato, el silencio, como el coronel Chabert de Balzac, «muerto en Eylau», sin derecho a la resurrección.
En las penínsulas, en Campeche y Yucatán, nos advierte Hernán Lara, las noticias vuelan, nadan y se arrastran. También pueden novelarse, como lo hace aquí el autor con una prosa límpida, tan transparente (para establecer comparaciones odiosas o amables) como la de Martín Luis Guzmán. Frágil empresa, como lo sabe Turrisa cuando la furia revolucionaria le quema el manuscrito de su libro y el autor entiende que «ya no tendría el coraje de reescribir su novela, que sólo sobreviviría en su memoria e imaginación».
Que son, por fortuna, las nuestras.
Ignacio Solares, el prominente novelista, dramaturgo crítico y promotor cultural mexicano, viene del estado fronterizo de Chihuahua. Quizás esto explica, hasta cierto punto, su fascinación por el norte de México y especialmente el universo —porque lo es— de la frontera entre México y Estados Unidos.
México ha tenido una historia cultural y política altamente centralizada. Desde el imperio azteca (hasta 1521), pasando por los periodos colonial (1521 a 1810) e independiente (1810 al presente), la Ciudad de México ha sido la corona y el imán de la vida mexicana. Nación aislada dentro de sí misma por una geografía de volcanes, cordilleras, desiertos y selvas, México ha encontrado siempre una semejanza de unidad en su capital, que es hoy una vasta metrópolis de veinte millones de habitantes que refleja el salto poblacional del país, con quince millones de habitantes en 1920.
La mayoría de los escritores mexicanos, sean cuales sean sus orígenes regionales, terminan en la Ciudad de México: el gobierno, el arte, la educación, la política se concentran en la que fue conocida como «la región más transparente». Esto no significa que en el interior del país no haya grandes obras de ficción. Ya sea en el despertar de vastos movimientos revolucionarios (Azuela, Guzmán, Muñoz) o en la sempiterna verdad del aislamiento, la religión y la muerte (Rulfo, Yáñez y el estado de Jalisco), México se ha visto a sí mismo en movimiento hacia México, y muy raramente en sus relaciones con el mundo. La novela más prominente de México en el mundo es Noticias del Imperio de Fernando del Paso, la trágica historia del fallido Imperio de Maximiliano y Carlota, narrada hasta lo último en una secuencia onírica de recuerdo y locura.
La frontera norte y nuestras relaciones con Estados Unidos han tenido pocos exploradores. Solares es notable entre ellos. Francisco Madero, el primogénito de la aristocracia norteña e iniciador de la revolución mexicana, atrajo a Solares para la ficción y para el teatro. Pancho Villa, el bandido y caudillo revolucionario de Chihuahua, es central en un relato de Solares —Columbus—, donde narra la breve incursión de Villa en ese pueblo de Nuevo México en 1916.
Pero Solares también se ocupó de un hecho mayor, comúnmente ignorado por la literatura mexicana: la invasión de México por el ejército de Estados Unidos en 1847, acorde con la ley no escrita de su expansión territorial, del Atlántico al Pacífico. La joven y desorganizada República Mexicana estaba en el camino y tenía que ser tratada de conformidad con la doctrina del «Destino Manifiesto». La oposición de figuras como Abraham Lincoln y H. D. Thoreau a la «guerra del presidente Polk» fue inútil. Primero Texas alcanzó la independencia, luego fue admitida en la Unión, pero para alcanzar California y el oeste, México tenía que ser derrotado.
La invasión es el relato de este dramático conflicto. Es fácil describirlo con la visión simplista del triunfo del poderoso Estados Unidos contra la débil República Mexicana: Goliat golpeando a David. Esto conduce, así a una visión maniquea de «buenos» y «malos» —pero ¿quiénes fueron los «buenos» y quiénes los «malos»?—. Sin embargo, conforme ponderamos la bondad y la maldad en la situación, nos vemos obligados a poner algo de luz en la última y a levantar las sombras de la primera.
Éste es el gran mérito de La invasión. Solares juega con luces y sombras, efectos y defectos. Lo hace a través de una notable estructura narrativa. Abelardo, el narrador, cuenta la historia que vivió siendo joven varias décadas después, cuando ya está viejo y enfermo, cuidado por su esposa y doctores pero lúcido en su recuerdo de los dramáticos días de su ciudad, México, ocupada por las fuerzas del general Winfield Scott, las barras y las estrellas ondeando en el Palacio Nacional y las contradiciones de las que Solares no se avergüenza. El ejército norteamericano da un aspecto de orden a la ciudad derrotada; sin embargo, los propios vencidos no permanecerán estáticos. Un famoso grabado de la época muestra el Zócalo, la plaza central de la Ciudad de México, ocupada por el ejército norteamericano, y a los soldados siendo hostigados por una población que no perdona. Rocas están a punto de serles arrojadas tarde o temprano, y los norteamericanos comprenden que no pueden controlar una ciudad tan populosa como la de México y a un país con tan fuerte sentido de identidad, idioma, religión, sexo y cocina, incluso si sus políticos son una vergüenza, una quebradiza estructura post-colonial que sólo una nueva revolución podría fortalecer.
Así fue. Estados Unidos dejó a México al sur del Río Bravo atenido a sus propios medios y tomó el vasto territorio del suroeste, de Texas a California. Y México, castigado, combatió su propia guerra civil entre liberales y conservadores. Los últimos perdieron: traicionaron al país pidiendo una intervención armada a la Francia de Napoleón III. Los liberales ganaron. Conducidos por Benito Juárez, re-fundaron la República y nos permitieron encontrar nuestro propio camino.
Escrita desde la precaria ventaja de un punto de vista del futuro inmediato a la novela, y además escrita por un autor, Solares, contemporáneo a nosotros, La invasión ofrece una tácita invitación a ver y ser vistos como sujetos de la historia que pasan a través del tamiz de la ficción. Solares nos ofrece el riquísimo relato de la historia revivida, el pasado como presente, la totalidad de la experiencia como un acto de la imaginación dirigida no sólo hacia el pasado sino hacia el futuro por el último guerrero, el lector.
Cervantes, en el acto de fundación, le dio a la novela la amplitud de ser género de géneros. Quijote y Sancho: la épica y la picaresca se dan la mano. Novela morisca: el Cautivo y Zoraida. Novela de amor: Crisóstomo y Marcela y sobre todo, el amor caballeresco de Don Quijote por Dulcinea. La crónica histórica: el espectro de Lepanto, la batalla naval en Barcelona, el cautiverio en Argel. La novela social, de las clases más bajas a las más altas. La novela cómica, la mascarada carnavalesca: Maritornes, la Dueña Adolorida, Sansón Carrasco. Novela de novelas: las narraciones intercaladas del curioso impertinente y de las bodas de Camacho.
Lo que Milan Kundera llama «la herencia desdeñada de Cervantes» fue adelgazada hasta la anorexia por una exigencia de pureza mal avenida con la impureza radical del género. «Un monstruo abultado» (a baggy monster) llamó a la novela Henry James (autor, sin embargo, de obras abultadas y extensas). Y un género de exclusiones formales extremas: en Aspectos de la novela, E. M. Forster puso el canon de la novela a dieta, sin más recursos que la narración lineal, argumento claro y personajes coherentes. La novela moderna, de Joyce para acá —Gordimer, García Márquez, Goytisolo, Grass, Kundera mismo—, se ha impuesto la tarea de recuperar la lección de Cervantes, devolviéndole a la novela la característica que la distingue de todo lo demás: ser género de géneros.
Digo lo anterior para acercarme a un libro mexicano que incurre en las herejías contra la Inmaculada Concepción, devolviéndole a la novela un gran abrazo genérico. Ficción, historia, memorial, política, sociología, sicología, canción popular, concertación sinfónica y por encima (o por debajo) de todo, poesía en el sentido primigenio de unión de los contrarios y liga entre todas las cosas. Me refiero a Tres lindas cubanas de Gonzalo Celorio.
Celorio pisa los territorios nerviosos de la biografía familiar contada por la biografía personal. Usa para ello un «tú» narrativo escrito por «él» pero que aspira al «nosotros». Semejante pluralidad le permite al escritor dos cosas. Darle a la historia de su familia la distancia de una segunda persona pero también otorgarle la imaginación —que no es la mentira— que le permita inventar lo que no vivió o no supo acerca de sus propios antepasados.
Celorio, además, potencia la tensión entre el «tú» narrador y el «nosotros» narrado extendiendo la relación de los pronombres a un extraordinario discurso con «otro» país —Cuba— que el mexicano Celorio siente «suyo» por amor, por sangre y por palabra.
Por ejemplo. ¿Inventó el padre de Celorio el «clip» cuya marca registrada le fue robada por un tipo sin escrúpulos? ¿Quién sabe? ¿Pudo la madre del autor cumplir tantas tareas domésticas como su hijo le atribuye en las inolvidables páginas 126-127 de la edición de Tusquets (Barcelona, 2006)? Puede ser. Lo seguro es que el padre y la madre vivieron un «amor duradero, respetuoso, solidario y fecundo». Un matrimonio migrante, bíblico: doce hijos y seis ciudades en veintiocho años, veintidós casas, tres países y una constante: el matriarcado. Más un precio: el olvido. Olvidamos la cronología familiar, las costumbres, los domicilios. Intentamos recuperar la felicidad que nos dio la familia, pero sólo si no olvidamos las desgracias que visitan a todo clan.
Hay berrinches. Hay chantajes. Hay extravíos. Hay resignaciones. Hay maledicencias. Hay promiscuidades indeseadas. Y hay las separaciones impuestas (o escogidas) por el tiempo. Una tía habanera, después de la revolución, se va a Miami, muere en el abandono de un asilo de ancianos, desprotegida por sus propios parientes que la convocaron a dejar la isla. Otra se queda en Cuba, cree en la revolución pero va perdiendo, como en Casa tomada, el cuento de Cortázar, los espacios que debe compartir con extraños sin casa y con familiares de los extraños, como antes se compartían las casas con las familias en aumento y la voluntad maternal de tener a todos los pollos en el mismo gallinero…
Las familias, nos dice Celorio, imponen valores que no siempre observan. Los poderes políticos, también. Si la nostalgia de Palou proviene de la muerte de los héroes, la de Celorio se debe a la extinción de la familia y de la pregunta consecuente. A falta de una familia, ¿dónde encuentro mis raíces y dónde mi techo? Esta pregunta, a la vez angustiada y lúcida, recorre el libro de Celorio. El autor es mexicano, lo es por sangre, por habla, por cultura. Pero leyendo su libro, nos percatamos de que la mitad de sangre, habla y cultura le pertenecen a Cuba, patria de la madre de Celorio. Hay tardes en que Celorio se siente cubano, que pudo haber nacido en Cuba, que se reconoce en «los ojos de los cubanos, en sus gestos, en sus palabras». Y es precisamente esta identificación profunda lo que le permite, a un tiempo, ser crítico de la revolución cubana con sus simpatizantes y crítico de los críticos de la misma revolución.
Más que a una contradicción, la actitud de Celorio conduce a una certeza: la escritura no resuelve el conflicto que la motiva. Pues, ¿no es éste el conflicto mismo de la población cubana, debatida «como un solo organismo, entre el compromiso político y la libertad individual, entre la ortodoxia revolucionaria y las modalidades heterodoxas del patriotismo, entre la insularidad y la vocación internacional»?
No es de extrañar que Gonzalo Celorio trascienda el conflicto, sin jamás olvidarlo, en aquello que marca su propia personalidad: la excelencia de la literatura cubana, la de afuera y la de adentro, la de ayer y la de hoy. Leemos aquí una emocionante relación de Celorio con los escritores vivos de la isla. Esta relación es una apuesta al futuro. Pero también a la presencia del pasado mediante dos grandes evocaciones: la de José Lezama Lima y la de Dulce María Loynaz.
Celorio no conoció a Lezama, parroquiano intenso de los cafés al aire libre y fidelísimo habitante de una biblioteca que cubría las estrechas paredes de Trocadero 122, obligando a su corpulento propietario a recorrerla de perfil. En cambio, en Dulce María, Celorio encuentra una relación casi erótica con la mujer anciana que yo comparto plenamente como un pecado que se llamó Aura. Y no porque la mujer de edad sea más vulnerable. Lo contrario es cierto. Hay mujeres a las que los años dan poder secreto y atracción rendida. La autobiografía de Dulce María Loynaz le permite a Gonzalo Celorio culminar su propia historia con la lección de la escritora: decir de sí misma lo que quiere y al mismo tiempo ocultar lo que no se desea que se sepa.


miércoles, 15 de julio de 2015

DASHIELL HAMMETT .




DASHIELL HAMMETT 

Disparos en la noche
Traducción de Enrique de Heriz Ramon
RBA


Sinopsis 

 En estos cuentos vemos nacer personajes inolvidables como el siempre anónimo agente de la Continental, o Sam Spade: personajes, tramas y ambientes tan eficaces que, casi cien años después, la novela, el cine y la televisión se empeñan en imitarlos todavía. Dashiell Hammet empezó a escribir relatos breves para revistas en 1922 por pura necesidad: una tuberculosis grave le impedía seguir trabajando en la agencia de detectives Pinkerton y le obligaba a ganarse la vida con algún oficio que no exigiera continuidad ni grandes despliegues físicos. Apenas diez años después era el escritor más popular de su tiempo, referencia inexcusable de la literatura negra contemporánea.


Traductor: de Heriz Ramon, Enrique
Autor: Hammett, Dashiell

PRÓLOGO por ENRIQUE DE HÉRIZ 

El traductor es a veces un explorador enviado en avanzadilla por los lectores, alguien que tiene al tiempo la responsabilidad y el privilegio de ser el primero en asomarse a una obra literaria y regresar con las debidas noticias. En este caso, tras una expedición agotadora y fascinante por igual, regresa con la mejor noticia posible: estamos ante una obra descomunal.
Liquidemos de entrada la cuestión cuantitativa: nunca se había publicado en España una colección tan completa de relatos de Dashiell Hammett. Para que el lector pueda hacerse una idea del alcance, estamos hablando de una colección que ni siquiera existe como tal en inglés, lengua original de su autor. Hay un precedente en Francia, una edición de que reunía todos los relatos de Hammett que, a lo largo del tiempo, se habían ido traduciendo al francés. En nuestro caso, se procedió a la inversa: una tarea ingente de búsqueda de originales para partir de cero en su traducción. Por eso esta edición, que parte de siete colecciones originales distintas, más algunas fuentes solo consultables en revistas, bibliotecas y archivos, contiene al menos ocho relatos inéditos en nuestra lengua, amén de una buena cantidad de historias que, por haber aparecido aquí en volúmenes ya descatalogados (de editoriales, en algunos casos, inexistentes hoy) serían de otro modo difíciles de encontrar.
Pero eso no es lo importante. Lo importante es que esa tremenda cantidad de relatos, dispuestos en su debido orden cronológico, nos permiten asomarnos a una especie de catedral en permanente construcción. Si comparamos el primero que escribió, «La mujer del barbero» —o el primero que publicó, «Ahí te quedas»—, con algunos de sus ambiciosos relatos de la década de 1930, vemos a un escritor incipiente, sí, quizá demasiado prendado todavía de sus propias ideas, y algo tentativo también, pero resulta difícil no observar ya desde el principio la tensión de su pluma, la calidad de los detalles, la eficacia de unos personajes en movimiento constante, el ritmo de los diálogos.
Dashiell Hammett empezó a escribir relatos breves en 1922 con una intención clara y concreta: ganar dinero. Había tenido otras fuentes de ingresos, entre las que es inevitable destacar sus años de trabajo como detective privado en la agencia Pinkerton, pero la tuberculosis le impedía desempeñar cualquier profesión en condiciones normales. En teoría, por ser joven veterano de la Primera Guerra Mundial e inválido debía recibir un cheque mensual del estado para aliviar sus penurias. Pero no todos los meses llegaba y no siempre figuraba en él la esperada cifra de ochenta dólares. Tenía veintiocho años, una mujer de veinticinco y una primera hija recién nacida. Conocía por dentro el trabajo de los detectives, en cuyo desempeño había redactado cientos de informes. Carecía de formación académica, pero había pasado muchas tardes leyendo en la biblioteca de San Francisco. Y no tenía muchas más posibilidades.
De esa necesidad financiera nació el detective moderno. Esa figura a la que la crítica terminó poniendo la etiqueta de un detective que se expresa por medio de la acción, que pone el acento en la obtención de resultados, que se mezcla con la realidad en vez de estudiarla desde la distancia de su supremacía mental. Un detective duro, si hemos de repetir el cliché, violento incluso, aunque no sería justo simplificar las figuras del agente de la Continental y de Sam Spade como brutos insensibles. Al contrario, en el desarrollo progresivo de esos personajes, al que asistimos paso a paso en la lectura de esta colección, se atisba un hombre radicalmente contemporáneo, un hombre que duda, un hombre que deber presentarse como paradigma de la virilidad, pero que solo será aceptado por el lector si es auténtico.
Al disponer de toda su narrativa breve y poderla leer en el orden en que se escribió, incluso el lector amante de Hammett, el buen conocedor, se sorprenderá al intuir, acaso por primera vez, el verdadero alcance de la influencia que el autor ha tenido en la literatura posterior. Y digo en la literatura, no en el género específicamente noir. Conviene tenerlo en cuenta especialmente en aquellos pasajes, aquellas escenas de acción, aquellas situaciones que puedan inducirnos a pensar, erróneamente, que estamos ante un cliché. Ante una colección de lugares comunes de la literatura detectivesca. ¡Era justamente lo contrario! Gracias a su experiencia personal de la vida cotidiana de los detectives, Hammett se permitió revolucionar con los detalles de su conocimiento un género que hasta entonces era puramente especulativo, literatura de salón, y que él convirtió en texto vivo y callejero. Y no solo en la figura protagonista de sus detectives, sino en todo lo que los rodeaba: en la Continental hay estenógrafos, ascensoristas, descifradores de telegramas, un vigilante nocturno... ¡Hay un jefe! ¡El Viejo! Un grandioso personaje literario que se construye sobre sus silencios, sobre una amabilidad que solo pueden tener quienes han conocido de cerca el dolor.
Capítulo aparte merecen las mujeres. Esta colección está poblada, como no podía ser de otro modo, de mujeres hermosas que entremezclan sus vidas con los detectives y/o con los maleantes. A muchas las hemos visto en el cine: espectaculares, fatales. Pero otras las descubre Hammett; son marca de la casa. Bailan en los clubes de Tijuana, sueñan con la vida aventurera de sus maridos, se cuelan por las ventanas, traman falsos secuestros, urden venganzas, vigilan a escondidas... Las mujeres de Hammett casi nunca son solo cómplices.
Hablábamos de la capacidad de influir. Por supuesto que con las aportaciones posteriores de Chandler y Ross McDonald se estableció el triángulo que da razón, método y objetivos a toda la novela negra contemporánea. Pero la piedra que Hammett tiró al hasta entonces relativamente tranquilo estanque de la literatura criminal generó ondas que desbordaron sus límites. Su influencia se trasladó también a la literatura general, o no estrictamente criminal. Y al cine. Y a la televisión. Por eso, cada vez que algo le suene a lugar común, el lector hará bien en recordar que lo es por todos los que vinieron a imitarlo a continuación, pero que en su íntima lectura está asistiendo al momento original, a la invención única y excepcional de algo que, por su enorme capacidad de contagio, llega a influir incluso directamente en nuestras vidas. Porque hay generaciones enteras cuya educación sentimental ha tenido como gran columna central un cine negro que debe mucho a Hammett, fueran o no suyas las historias que se contaban. Allí muchos aprendimos a amar y a odiar, que no es poco aprendizaje.
No es imprescindible conocer detalles de la vida de Dashiell Hammett para disfrutar de sus relatos, pero sí merece la pena leerlos con la noción de que hay, como suele suceder, un tránsito inconcreto, una correa de transmisión que mantiene vida y obra unidas de maneras simbólicas, traspasando de una a otra algo más que estricta información: emociones, un sentido de la ética, una estética, un modo de mirar. No es este el lugar idóneo para entrar en el detalle de qué circunstancias particulares de la vida del autor obtienen su reflejo puntual en este o aquel cuento. En cambio, conviene resaltar una presencia, una sombra de gran magnitud literaria visible en una buena cantidad de relatos, pero de una manera tan sutil que acaso no la hubiéramos apreciado de no ser por esta bendita oportunidad de leerlos juntos: la idea de la persecución. Y no en términos detectivescos, no la persecución del ladrón o asesino por los agentes de la ley; la persecución íntima y desatada de todos los hombres y mujeres que pueblan estas historias con sus deseos tremebundos: un deseo de salud, de amor, de dinero, de comprensión, de resolver conflictos o provocar su estallido, un deseo tan poderoso e irracional que, incluso cuando es bueno el fin que persigue, merece el nombre de codicia.
El explorador que venía a traer noticias se ha convertido en lector y se ha dejado llevar por la pasión. Recupero la función original para señalar algunas particularidades del texto. Se ha procurado respetar la versión más literal posible de los títulos originales, escogiendo el más apto cuando había dos, pues en varios casos un mismo relato se publicó en distintos medios y fechas, y no siempre con el mismo título. No en todos los casos ha sido posible. El primer cuento que escribió Hammett fue «La mujer del barbero», pero los primeros editores a los que lo envió se lo rechazaron. Mientras tanto, en cambio, se publicó «The Parthian Shot», título que merece una explicación. Los jinetes del ejército de Partia, perteneciente al Imperio persa, eran tan hábiles que después de atacar, ya en la retirada, eran capaces de volver la espalda para disparar una última flecha mientras partían. Esa legendaria capacidad hace que «el tiro de Partia» pueda aplicarse a algo doloroso que se dice o hace en el momento de partir, dejando al otro sin capacidad de responder siquiera. Lo usó Conan Doyle en Estudio en escarlata, donde se aplica la expresión a un comentario que Sherlock Holmes dedica a dos inspectores de Scotland Yard mientras se despide de ellos. Y lo quiso usar también Hammett para este relato inicial que en español, por ahorrar notas y explicaciones, hemos decidido llamar «Ahí te quedas». También nos hemos visto obligados a cambiar el título de «The Green Elephant», ese tétrico y tremendo relato que narra las angustias de un hombre mientras recorre las calles con una maleta repleta de dinero. En inglés, un elefante blanco es una posesión incómoda, algo de lo que no sabemos cómo desprendernos; Hammett cambió el color, se entiende, por alusión al verde de los billetes. Como la referencia sería inútil en español, lo hemos titulado con la única frase que el buen protagonista de esta historia es capaz de pronunciar al final: «¡Déjenme en paz!».
«This Little Pig» es el último relato que escribió Hammett y su título alude a una cancioncilla infantil inglesa. De ahí la sustitución, en este caso por «La piel del oso». La colección se cierra con «Un hombre llamado Thin», escrito en incierta fecha anterior, pero publicado mucho después. Nadie sabe, por cierto, por qué el autor dejó de escribir historias breves. Sería demasiado fácil y redondo concluir con la idea de que, si empezó a escribirlas como respuesta a una necesidad de ganarse la vida, quizá dejó de hacerlo porque ya no las necesitaba. Había publicado ya sus novelas, que a su vez se habían visto convertidas en películas, previa entrega de cheques en los que figuraban cifras que jamás hubiera podido cobrar por un relato corto. Firmaba versiones radiofónicas, cedía personajes para tiras cómicas. Se puede decir, sin miedo a caer en la exageración, que era el escritor más popular del momento. Pero dejó de escribir los relatos que lo habían llevado hasta ahí.
Esta es una traducción sin notas al pie. Aunque Hammett recurría de vez en cuando a juegos de palabras, usaba con frecuencia el slang callejero e incluía en algunos de sus relatos ciertos guiños particulares, nos ha parecido que la clásica nota al pie supondría una molesta interrupción de una lectura que se desea arrebatada, sin aportar a cambio nada que no pudiera insertarse con naturalidad en el propio texto. Solo en un caso hubiera quizá convenido añadir una explicación: en el relato «Un sombrero negro en una habitación oscura», el narrador y protagonista afirma: «Pensé en el ciego de Tad, ese que “busca en una habitación oscura un sombrero negro que nunca ha estado allí”, y entendí cómo se sentiría». Aunque durante un tiempo supuso un misterio, con el tiempo hemos sabido que se trata de una alusión al dibujante Thomas Alosyus Dorgan, que firmaba sus dibujos con el acrónimo TAD.
Hágase la luz, en cualquier caso, para que este explorador entregue por fin al lector las riendas de un caballo que ha de adentrarlo, sin duda, en un territorio asombroso.
PREFACIO por RICHARD LAYMAN

Esta completa recopilación de narrativa breve de Dashiell Hammett es un cofre del tesoro. Aporta toda la materia prima necesaria para apreciar a fondo el alcance literario de Hammett y ofrece al lector actual el mismo disfrute, para nada aminorado por el tiempo, que convirtió a Hammett en el escritor más popular de la legendaria cuadra de escritores de crímenes y aventuras que publicaban en Black Mask. En esta colección hay todo un patrimonio de historia social sobre el delito, quienes lo cometían y los hombres que los llevaban ante la justicia, al tiempo que la ficción muestra hasta dónde llega el cuaderno de un escritor al enseñarnos cómo trabajaba Hammett sus tramas y cómo fue afinando sus dotes como escritor desde que publicó el primer relato hasta el último.
El hecho de que uno pueda acercarse a la ficción de Hammett de tantos modos distintos es una prueba de su riqueza. Es cierto que estas historias tenían como primera y más importante misión el entretenimiento. Hammett dominó las virtudes fundamentales de la ficción de primera categoría de modo intuitivo. Era un maestro a la hora de crear personajes interesantes y creíbles. Incluso en sus primeras historias, como por ejemplo «La mujer del barbero» (diciembre de 1922), Hammett tenía la habilidad de describir de manera concisa los detalles que definían a sus personajes: ese barbero que se engaña a sí mismo, leyendo la prensa deportiva mientras desayuna e ignorando a su esposa resentida mientras lanza alguna que otra mirada de aprobación a la manga de su camisa nueva, con rayas de color cereza, y a su esposa, que suele fingir dolores de cabeza matinales para evitar sus acercamientos y que odia al marido precisamente por las cualidades que él considera adorables. Sus retratos suenan verdaderos e insinúan la aversión que el propio Hammett sentía por el machismo desatado. Durante los años subsiguientes se vio forzado por las circunstancias a violentar el desagrado que le producía la ficción de puro tiroteo, pero cuando decidió —a finales de los años veinte— escribir ficción de importancia duradera, se concentró en la forma.
La trama, el elemento básico en la caja de herramientas del escritor, es compleja en la ficción de Hammett. Sus historias primerizas se centran en astutos puntos de giro y en conflictos no violentos, a menudo entre cónyuges incompatibles. Cuando Hammett empezó a escribir para Black Mask, las situaciones de sus tramas se adaptaban a las demandas editoriales de la revista, que requerían, por encima de todo, acción violenta. Aun así, al principio Hammett consiguió mantener esa violencia bajo control porque se daba cuenta que en cierta medida era incompatible con el trabajo de su personaje estrella, el detective regordete conocido como «El agente de la Continental» que, por la naturaleza de su profesión, está mucho más interesado en evitar la violencia que en perseguirla. El agente es duro, habilidoso y capaz. Es un detective y como tal le van mejor las cosas cuando usa el ingenio que cuando recurre a los puños, o a un arma. Su característica definitiva es la profesionalidad, rasgo que Hammett, más que describir, ponía de relieve por medio de la acción. El detective va a lo suyo con una concentración firme y aguda, y sigue las pruebas hasta donde lo lleven. «No soy eso que se llama un pensador brillante», dice en «Los vaivenes de la traición» (i de marzo de 1924). «Los éxitos que pueda conseguir suelen ser fruto de la paciencia, la capacidad de trabajo y una constancia no muy imaginativa, acaso ayudados de vez en cuando por un poco de suerte». Las primeras tramas de Hammett tienen que ver en lo esencial con los detalles de la investigación. Al detective de la Continental no le interesan las teorías improvisadas: se muestra escéptico ante toda prueba hasta que se demuestra su exactitud. Las historias comienzan cuando al detective se le presenta un caso. Procede a investigar, entrevistando en primer lugar a los participantes en el caso; somete a escrutinio las pruebas físicas; luego fragmenta toda la información que haya reunido para llegar a una solución.
Hammett tenía un sentido del diálogo propio de los autores de teatro y sabía cómo usarlo para generar tensión dramática. En «Una travesura» (15 de octubre de 1923), cuando la Continental no consigue capturar a los secuestradores de su hija, Harvey Gatewood protesta ante nuestro detective: «¡Vaya chapuza otra vez! ¡No voy a pagar ni un centavo a la agencia y ya me aseguraré de que a algunos de esos que dicen ser agentes de la policía les vuelvan a poner el uniforme y los pongan a patear las calles!». En esa queja de Gatewood hay volúmenes enteros. Está fijando su temperamento, su sentido de la autoridad, su desprecio por quienes se dedican al refuerzo de la ley y su beligerancia esencial, que nos preparara desde el principio para el clímax de la historia... Y todo ello sin violar las fronteras de la verosimilitud en el diálogo. Para los lectores que quieren estudiar la evolución de Hammett como escritor es interesante el ejercicio de disponer las historias de este agente de la Continental cronológicamente e ir pasando páginas simplemente, buscando aquellos párrafos que empiezan con un guión de diálogo para leer las frases que el detective cuenta haber dicho u oído. Ahí se ve claro el método de Hammett: el detective informa, no comenta; Hammett describe el trabajo del detective tal como es en el ejercicio real, sin crear héroes imaginarios de la lucha contra el crimen con sus correspondientes superpoderes; para avanzar por sus historias, él confía en su material, no en el embellecimiento estilístico. Más adelante en su vida, cuando ya llevaba veinticinco años sin publicar historias de detectives, Hammett comentó a un crítico: «Cuando te das cuenta de que tienes un estilo ya es el principio del fin».
El punto de vista es un elemento esencial en la ficción de Hammett. Todas las historias del detective de la Continental se cuentan en primera persona; la mayoría de las que no están protagonizadas por ese detective se cuentan en tercera. La primera persona permite a Hammett presentar la acción exactamente tal como le ocurre al propio detective, poniendo al lector en su lugar y reforzando así el realismo de la historia. Pero la técnica de Hammett para la primera persona es llamativa por su objetividad. El detective de la Continental consigna lo que ve, no lo que siente. El lector sabe bien poco de él: trabaja para una gran agencia de detectives, mide algo más de un metro setenta y pesa unos ochenta kilos; no tiene un físico particularmente atractivo. Cuenta su historia en un estilo directo, casi nunca ofrece opiniones personales sobre los personajes y sus situaciones. No se pone elocuente con el paisaje; no se regodea con metáforas elaboradas y llenas de ingenio. Simplemente relata el proceso de obtención de pruebas. En «Los vaivenes de la traición», dice: «No me gusta la elocuencia; si no tiene la eficacia suficiente para desgarrar la piel, es agotadora; y si la tiene, te nubla el pensamiento». El detective de la Continental es un profesional que hace su trabajo con la intensidad de los que no piensan en otra cosa. Escucha con atención; solo habla cuando es necesario; casi nunca desvela nada de sí mismo porque eso lo haría potencialmente más vulnerable ante los demás. Si quiere sobrevivir, ha de seguir siendo objetivo con respecto a su trabajo.
A medida que se fue desarrollando el personaje, las mujeres cada vez ponían más a prueba su determinación. En «Incendio provocado» (i de octubre de 1923) el detective de la Continental hace este comentario cuando entra en la habitación la mujer a la que estaba esperando para entrevistarla:
Si yo hubiera sido más joven, o hubiera acudido solo de visita, supongo que me habría compensado ampliamente al verla aparecer por fin: una mujer alta y delgada de menos de treinta años, con algo de ropa negra bien pegada al cuerpo, un buen montón de cabello negro cruzado sobre un rostro muy blanco y llamativamente alterado por una boca pequeña y roma y unos grandes ojos castaños.
Pero yo era un detective de mediana edad, tenía faena y echaba humo por el tiempo que me había hecho perder. Y me interesaba mucho más encontrar al pájaro que había encendido la cerilla que la belleza femenina.
A medida que se iban desarrollando las historias de la Continental y aumentaba la presión sufrida por Hammett para que introdujera más acción en sus relatos, el detective se va volviendo más violento, más inclinado a involucrarse emocionalmente en sus casos. Menos de un año después de «Incendio provocado», escribió dos historias relacionadas: «La casa de la calle Turk» (15 de abril de 1924) y «La chica de los ojos de plata» (junio de 1924). En ellas el detective se enfrenta a Elvira, alias Jeanne Delano, la reina de la tentación que casi consigue hacerle perder la compostura. Ella dice de él que es «un bloque de madera». Elvira es un claro modelo de la Brigid O’Shaughnessy de El halcón maltés. En el primero de los al menos tres intentos de Hammett de escribir la clásica escena final de su novela más conocida, cuando ya tiene a Elvira arrestada, dice: «Era alguien capaz de provocar ideas locas incluso en la mente de un atrapaladrones de edad mediana e imaginación escasa». Sentada en su eche con una bata que le desnuda los hombros, muestra sus mejores armas de seducción para obtener la libertad por medio del sexo, pero él se resiste y al fin, presa de la frustración, le grita: «¡Eres más bella que el infierno!», antes de apartarla de un empujón.
La escena es interesante, pero digna de mención sobre todo por razones históricas. Hammett se dio cuenta de que no había sacado todo el provecho posible a esa situación. Por eso probó una escena similar un año después en «El saqueo de Couffignal» (diciembre de 1925). En ella, una ladrona rusa ofrece al detective de la Continental una parte del botín y «lo que quiera». Entonces el detective se pone excepcionalmente verboso. Explica con todo detalle por qué debe arrestarla, con toda una lista de razones que va enumerando y, cuando ella pone a prueba su determinación, el detective le pega un tiro. Sin embargo, la escena flojea y Hammett la remata con un chiste fácil. Luego lo volvió a probar casi tres años más tarde con un detective distinto y con una forma especial de la narración en tercera persona. Esa vez le salió a la perfección. Brigid O’Shaughnessy representó el papel de Elvira y la princesa en el memorable clímax de El halcón maltés (1930), donde Sam Spade explica con conmovedora intensidad por qué no puede permitir que la atracción de una mujer hermosa y sexy lo distraiga de su trabajo.
Hammett escribía por dinero y durante buena parte de los años veinte no tuvo más remedio que cumplir con las exigencias de sus editores. En abril de 1924, Phil Cody, nuevo editor de Black Mask, rechazó dos historias de Hammett, «The Question’s One Answer» y «Mujeres, política y asesinatos» porque no estaban «a la altura de la obra del propio señor Hammett». Tras un prólogo explicatorio, Cody publicó la respuesta de Hammett: «El problema es que ese sabueso mío ha degenerado para convertirse en un algo que paga las comidas. Al principio me gustaba y solía disfrutar al meterlo en sus líos, pero últimamente he caído en el hábito de sacarlo y ponerlo a trabajar cada vez que el casero, el carnicero o el verdulero dan muestras de nerviosismo». Revisó «Mujeres, política y asesinato» (septiembre de 1924) para Black Mask y «The Question’s One Answer» acabó saliendo en otra revista pulp, True Detective Stories con el título «¿Quién mató a Bob Teal?» (noviembre de 1924). El hecho es que Hammett, efectivamente, dependía de su sabueso para pagar las facturas y respondió a las críticas de Cody ateniéndose con más fe, y con mayor cinismo, a la fórmula de Black Mask. Sin embargo, lamentaba tener que hacerlo y, al cabo de dos años, cuando aumentó la presión económica al quedar su esposa embarazada de la segunda hija, dejó la escritura de ficción por una carrera publicitaria que prometía mejores medios de vida. Pero Hammett tenía tuberculosis y su salud no aguantó. A finales de 1926, incapaz de trabajar fuera de casa, se vio obligado a regresar a la ficción con un nuevo editor de Black Mask, el legendario Joseph Thompson Shaw, y lo hizo con una nueva determinación. Sus historias se volvieron más largas: primero eran cuentitos, luego episodios de novelas. En lo esencial, Hammett había renunciado a escribir relatos cortos. Al cabo de tres años, Hammett pasó a ser no solo un novelista, sino uno de los más celebrados de su época.
La violencia en la ficción de Hammett tiene una trayectoria clara y bien definida a lo largo de su carrera. Al principio, en sus historias solía aparecer un solo asesinato, a menudo combinado con otros delitos. A partir de 1924, presumiblemente a instancias de Cody, sus historias se vuelven más violentas y sus tramas más complejas, hasta un clímax que llegó en 1927, cuando empezó a escribir historias más largas con una violencia sin igual. En «El saqueo de Couffignal» el detective de la Continental comenta sobre El señor de los mares, un libro del escritor fantástico M. P. Shiel que está leyendo: «Había tramas y contratramas, secuestros, asesinatos, fugas de la cárcel, falsificaciones y robos, diamantes grandes como un sombrero y fuertes flotantes más grandes que Couffignal. Dicho así suena vertiginoso, pero en el libro parecía más real que una moneda». Se podía referir perfectamente a sus propias historias. Como descripción general cuadra con las historias ya comentadas de 1924, «La casa de la calle Turk» y «La chica de los ojos de plata». Se aplica también a las historias interrelacionadas de 1927, «El gran atraco» (febrero de 1927) y «Ciento seis mil dólares ensangrentados» (mayo de 1927). Hammett entregó a los editores de Black Mask lo que querían... durante un tiempo. Luego empezó a encadenar sus historias para convertirlas en novelas que publicaba Alfred A. Knopf, un sello literario. Cuando entregó su primera novela, compuesta por cuatro historias de Black Mask encadenadas, Blanche Knopf, editora del nuevo sello de misterio de la editorial, le mandó una entusiasta carta de aceptación (12 de marzo de 1928), pero le recomendó alguna revisión: en particular, escribió, «hacia la mitad del libro parece que se amontona demasiado la violencia. Creo que tantos asesinatos en la misma página harán que el lector ponga en duda la historia y en vez de continuar el suspense y la sensación de horror, flojea el interés». Hammett respondió eliminando dos de los veintiséis asesinatos de la versión de Black Mask. En respuesta al consejo de los editores de sus libros, Hammett pronto rechazó la fórmula de Black Mask. Cuando llegó a El halcón maltés, aunque contiene cuatro asesinatos, ninguno ocurre «en el escenario»; es decir, en presencia de Sam Spade. El capitán Jacoby muere a sus pies tras haber recibido un disparo anteriormente. Los demás asesinatos se los cuenta alguien. El énfasis de Hammett derivó hacia los personajes y su confrontación dramática. A partir de El halcón maltés escribió sus novelas como si fuera un autor de teatro, presentando a sus personajes en pleno conflicto, sin exposiciones innecesarias.
Las cinco novelas de Hammett se publicaron primero señalizadas en Black Mask, salvo El hombre delgado, que apareció en Redbook Magazine un mes antes de salir en forma de libro. En sus relatos se puede encontrar prototipos de la mayoría de sus personajes y de los elementos de las tramas de sus novelas magistrales. Para Cosecha roja (1929) tenemos «Ciudad de pesadilla» (27 de diciembre de 1924) y «Corkscrew» (septiembre de 1925); para La maldición de los Dain (1929), tenemos «La cara chamuscada» (mayo de 1925); para El halcón maltés, tenemos «El precio del delito» (noviembre de 1923) y «¿Quién mató a Bob Teal?»; para La llave de cristal (1931), tenemos «Mujeres, política y asesinato»; para El hombre delgado (1934), tenemos «Incendio provocado» (1 de octubre de 1923). El lector cuidadoso encontrará en los relatos de esta colección otros retratos de personajes y escenas dramáticas que fueron refinados para usos posteriores. Hammett tomaba lo que estaba bien y lo mejoraba. Esta colección aporta la materia prima para demostrar ese proceso. Es una mina de oro.
20 de septiembre de 2010

lunes, 13 de julio de 2015

Mempo Giardinelli. Novela: Luna caliente.


Mempo Giardinelli es un escritor argentino cuya obra ha sido muy bien recibida por la crítica y los lectores de diferentes culturas. Nació en Resistencia, Chaco, República Argentina. Vivió en Buenos Aires entre 1969 y 1976, estuvo exiliado en México entre 1976 y 1984 y, cuando regresó, fundó y dirigió la revista `Puro Cuento` (1986-1992). Actualmente, reside en Resistencia.

Su obra ha sido traducida a veinte idiomas y ha recibido numerosos galardones literarios en todo el mundo, entre ellos el Premio Rómulo Gallegos 1993.

Es autor de varias novelas, libros de cuentos y ensayos, y escribe regularmente en diarios y revistas de la Argentina, España, Chile y otros países. Ha publicado artículos, ensayos y cuentos en medios de comunicación de casi todo el mundo.
Ha dictado cursos, seminarios y talleres, y ha dado lecturas en más de un centenar de universidades y academias de América y Europa.

Es frecuentemente invitado a integrar jurados de importantes premios literarios internacionales y ha participado como invitado especial en las Ferias Internacionales del Libro de Buenos Aires, Bogotá, Caracas, Frankfurt, Guadalajara, La Habana, Madrid, Milán, Montevideo, Porto Alegre y Santiago.

Es miembro del Consejo Asesor de la Comisión Provincial de la Memoria, de la Provincia de Buenos Aires. Y del Consejo de Administración de la Organización No Gubernamental Poder Ciudadano, capítulo argentino de Transparency International.

En 1996, donó su biblioteca personal de 10.000 volúmenes para la creación de una fundación, con sede en el Chaco, dedicada al fomento del libro y la lectura, y a la docencia e investigación en Pedagogía de la Lectura. Esta fundación ha creado y sostiene diversos programas culturales, educativos y solidarios: www.fundamgiardinelli.org.ar.

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RESEÑA:
Luna caliente narra una historia de obsesión, de sexo y de crímenes situada en un contexto inusual como marco de novela negra: la Argentina de 1977, sometida a la dictadura militar, donde la lucha antisubversiva y la tortura están a la orden del día. Desde las primeras páginas, el autor nos sumerge de lleno en una atmósfera febril, con personajes dotados de una tremenda realidad y, a la par, de una dimensión casi teratológica, que se adentran por caminos de brutalidad y cinismo.
Fuente:  N.N.
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LUNA CALIENTE. Novela. Fragmento.
PRIMERA PARTE
La muerte es el hecho primero y más antiguo,
y casi me atrevería a decir: el único hecho.
Tiene una edad monstruosa y es sempiternamente nueva.
ELÍAS CANETTI
La conciencia de las palabras


I
Sabía que iba a pasar; lo supo en cuanto la vio. Hacía muchos años que no volvía al Chaco y en medio de tantas emociones por los reencuentros, Araceli fue un deslum-bramiento. Tenía el pelo negro, largo, grueso, y un flequi-llo altivo que enmarcaba perfectamente su cara delgada, modiglianesca, en la que resaltaban sus ojos oscurísimos, brillantes, de mirada lánguida pero astuta. Flaca y de piernas muy largas, parecía a la vez orgullosa y azorada por esos pechitos que empezaban a explotarle bajo la blu-sa blanca. Ramiro la miró y supo que habría problemas: Araceli no podía tener más de trece años.
Durante la cena, sus miradas se cruzaron muchas veces, mientras él hablaba de los años pasados, de sus es-tudios en Francia, de su casamiento, de su divorcio, de todo lo que habla una persona que los demás suponen trashumante porque ha recorrido mundo y ha vivido le-jos, cuando regresa a su tierra después de ocho años y tie-ne apenas treinta y dos. Ramiro se sintió observado toda la noche por la insolencia de esa niña, hija del ahora vete-rano médico de campaña que fuera amigo de su padre, y que lo había invitado con tanta insistencia a su casa de Fontana, a unos veinte kilómetros de Resistencia.
La noche cayó con grillos tras los últimos cantos de las cigarras, y el calor se hizo húmedo y pesado y se pro-longó después de la cena, rociada de vino cordobés, dulzón como el aroma de las orquídeas silvestres que se abrazaban al viejo lapacho del fondo de la finca. Ramiro nunca sabría precisar en qué momento sintió miedo, pe-ro probablemente sucedió cuando descruzó las piernas para levantarse, al cabo del segundo café, y bajo la mesa los pies fríos, desnudos, de Araceli le tocaron el tobillo, casi casualmente, aunque acaso no.
Cuando se pusieron de pie para ir al jardín, porque el calor era sofocante, Ramiro la miró. Ella tenía sus ojos clavados en él; no parecía turbada. Él sí. Caminaron, con las copas en las manos, detrás del médico, que ya estaba bastante achispado, y de su esposa, Carmen, quien no de-jaba de hablar. Los más chicos se habían acostado y Ara-celi, decía su madre, era raro que estuviera despierta a esa hora. "Los chicos crecen', dijo el médico. Y Araceli hizo como que miraba algo, al costado, en un gesto que Rami-ro interpretó cargado de la intención de que él viera su media sonrisa.
Charlaron y bebieron en el jardín trasero, hasta las doce de la noche. Fue una velada que a Ramiro le resultó inquietante porque no podía dejar de mirar a Araceli, ni a su falda corta que parecía remontarse sobre las piernas morenas, suavemente velludas, impregnadas de sol, que en ese momento brillaban a la luz de la luna. Era incapaz de apartar de su cabeza algunas excitantes fantasías que parecían querer metérsele en la conversación, y que no sabía reprimir. Araceli no dejó de mirarlo ni un minuto, con una insistencia que lo turbaba y que él imaginó insi-nuante.
Al despedirse, cometió la torpeza de volcar un vaso sobre la muchacha. Ella se secó la pollera, alzándola un poco y mostrando las piernas, que él miró mientras el médico y su esposa, bastante bebidos los dos, hacían co-mentarios que pretendían ser graciosos.
Cuando se adelantaron para abrir la puerta que daba al patio, a fin de atravesar la casa hasta la calle, Ramiro to-mó a Araceli de un brazo y se sintió estúpido, desespera-do, porque lo único que se le ocurrió preguntar fue:
-¿Te manchaste mucho?
Se miraron. Él frunció el ceño, dándose cuenta de que temblaba a causa de su excitación. Araceli cruzó los brazos por debajo de sus pechos, que parecieron saltar hacia adelante, y se encogió con un ligero estremeci-miento.
-Está bien -dijo, sin bajar la mirada, que a Ramiro ya no le pareció lánguida.
Minutos después, cuando cruzó la carretera y entró al viejo Ford del 47 que le habían prestado, Ramiro se dio cuenta de que tenía las manos transpiradas, y que no era por el agobiante calor de la noche. Entonces fue que se le ocurrió la idea, que no quiso pensar ni por un segundo: apretó varias veces, violentamente, el acelerador, hasta que no dudó que había ahogado el motor. Con rabia, y ahora sin apretar el pedal, hizo girar en vano el arranque. El motor se ahogó más. Repitió la operación varias veces, empecinado, furioso, haciendo un ruido que se fue apa-gando junto con la batería.
-¿No arranca, Ramiro? -preguntó el médico desde la casa. Ramiro pensó que ese hombre, ya borracho, era un estúpido por preguntar algo tan obvio. Con un gesto exagerado, y secándose el sudor de la frente, salió del co-che y dio un portazo.
-No sé qué le pasa, doctor. Y me quedé sin batería. ¿No me daría un empujón?
-No, hombre, quedate a dormir y listo; mañana lo arreglamos. Además es tarde y hace demasiado calor. Y en el viaje a Resistencia se te puede descomponer de nuevo.
Y sin esperar respuesta caminó hacia la casa y empe-zó a ordenar a su mujer que le prepararan a Ramiro el dormitorio de Braulito, el mayor de sus hijos, que estu-diaba en Corrientes.
Ramiro se dijo que acaso se iba a arrepentir de su propia locura. Se preguntó qué estaba haciendo. Dudó un instante, petrificado sobre el camino de tierra. Pero capituló cuando vio a Araceli, en la ventana del primer piso, mirándolo.

sábado, 11 de julio de 2015

Premio Herralde de novela 2001. Alejandro Gándara.


Premio Herralde de novela 2001.
Alejandro Gándara nace en Santander en 1957. Tras trabajar como profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense, como investigador para el British Museum de Londres y como responsable del suplemento de libros del diario `El País`, ocupó el cargo de director de la Escuela de Letras de Madrid.

Gándara publica su primera obra, `La media distancia`, en 1984. Más tarde escribe `Punto de fuga` y `La sombra del arquero`. En 1992, gana el premio Nadal con `Ciegas esperanzas`. Otras obras suyas son `Falso movimiento`, `El final del cielo` y `Nunca seré como te quiero`. En 2001 ganó el Premio Herralde con la obra `Últimas noticias de nuestro mundo`, una novela de espías protagonizada por antiguos agentes de Alemania del Este.

***
Últimas noticias de nuestro mundo. Novela.

Después de la caída del Muro de Berlín, un grupo de antiguos espías de la desaparecida República Democrática Alemana es encargado de organizar un encuentro con los ex agentes que aún siguen en activo y al servicio de otros países o de grupos internacionales. Desde 1989 se ha intentado celebrar esta asamblea para trazar una estrategia que devuelva a sus miembros a la escena política. Pero la persona enviada por Moscú para coordinar los preparativos y realizar los contactos muere en extrañas circunstancias. Se desata una investigación que tiene como destino Moscú, San Petersburgo, Berlín, Jerusalén..., y también la propia vida de los agentes, «despertados» para una misión ya quizá imposible. Novela sobre los conflictos y las crisis políticas del presente, sobre la forma en que las viven los individuos sobre las falsas identidades de la vida cotidiana, sobre la traición y el amor... Con extraordinaria ambición y no menos rigor literario, el autor nos brinda una novela diáfana y un envite radical a la inteligibilidad del mundo. Ganador del XIX Premio Herralde de Novela.

Fuente: Editorial Anagrama.

jueves, 9 de julio de 2015

Gabo. Hemeroteca Literaria.


Por: Valentín Trujillo.
"Gabo", un documental de la cadena colombiana Caracol y el canal Discovery, repasa la vida del escritor Gabriel García Márquez, de dónde partió y hasta dónde llegó
Antonio Pigafetta era un navegante veneciano que fue parte de la expedición del portugués al servicio de España, Hernando de Magallanes. Esa histórica expedición completó la primera circunnavegación del globo. Pigafetta fue uno de los 18 tripulantes comandados por Sebastián Elcano que regresaron a Europa luego de años de penar por los siete mares de la Tierra.

El veneciano dejó un diario de bitácora donde anotó muchas de las sensaciones que vivió en la expedición de Magallanes. Allí anotó las maravillas increíbles que vio en su pasaje por el recién descubierto continente americano. Animales salidos de una pesadilla, nativos enloquecidos, exponentes de una naturaleza irracional y alterada fueron los personajes de sus apuntes que varios siglos después leyó un joven periodista colombiano llamado Gabriel García Márquez.

Tal impresión causó esa lectura y otras de los llamados "cronistas de Indias" que décadas después, cuando el imberbe periodista nacido en el pueblito costeño de Aracataca se transformara en Nobel deLiteratura, las primeras palabras de su discurso de aceptación del premio vuelven a Pigafetta y la expedición de Magallanes.

Porque es esa mirada de lo propio desde lo extranjero y extraño, desde los ojos que contemplan una realidad alucinada, que García Márquez exploró en el vasto territorio de su literatura una materia prima que parecía inagotable: nada más y nada menos que la historia y la geografía de un continente mestizo, mezcla estrafalaria de hombres y culturas. Siendo esas las reglas, ¿cómo no iban a nacer cerdos con el ombligo en la espalda u hombres con rabo porcino?

Todos estos elementos se encuentran presentes en Gabo, la magia de la realidad, un documentalproducido por la cadena de televisión colombiana Caracol y el canal Discovery. La película repasa cada una de las etapas de la vida del escritor, desde su cuna en un pueblucho bananero sobre las costas del inmenso y caudaloso río Magdalena, que llora y derrama en cada uno sus 1.500 kilómetros una densa agua amarronada como una gigantesca serpiente de lodo lento que desplaza algunos barcos a su capricho.

En el documental por supuesto está presente la voz de García Márquez, en diferentes épocas y con diferentes acentos: aparece en blanco y negro, con su bigotón oscuro y asfaltado como un machote mexicano; con la cara afeitada y pelo cual legionario romano; con rulos y african look; ya canoso y con unos lentes enormes de aumento que le esconden la cara arrugada como de tortuga.

También aparecen algunos de sus amigos más notorios, como el periodista y escritor Plinio Apuleyo Mendoza, cronistas que escribieron sobre él, como Jon Lee Anderson, admiradores famosos, como el ex presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, o escritores alumnos del maestro, como su compatriota Juan Gabriel Vásquez, quien se pregunta cómo fue posible que un muchachito de pueblo del interior deColombia cambiara el sentido de la literatura de occidente.

García Márquez fue muy popular y muchas de sus anécdotas son famosas. Vargas Llosa, Fidel, sus investigaciones de prensa, sus posturas políticas y sus facetas de familia desfilan por este documental realizado en 2015, a poco más de un año de la muerte del autor de Cien años de soledad.

Incluso quienes sostienen (o sostenían) que el universo de Macondo está superado, reconocen el valor innegable de la literatura de García Márquez, quien roturó y abrió caminos dentro del periodismo, la crónica y la narrativa en América y el mundo. Por ese río Magdalena que abre el documental, García Márquez hizo descender a un Bolívar de papel pero más real que el de carne y hueso que sí realizó el viaje hacia la muerte, en El general en su laberinto. Ese mismo río, en paralelo con el escritor, es que antes de desembozar su vómito de barro en el azul Caribe pasa por los bananales de Aracataca y le hace parir a una madre un niño que tendrá nombre de arcángel. 

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Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

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