viernes, 26 de junio de 2015

Carlos Fuentes y Octavio Paz, fraterna y creativa relación. Hemeroteca Literaria.


Carlos Fuentes y Octavio Paz, fraterna y creativa relación

Abierta ayer tras estar sellada por 19 años, la correspondencia que custodia la Universidad de Princeton detalla cómo vivieron su amistad dos brillantes intelectuales

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Según consta en las cartas clasificadas del autor de Aura que se mantuvieron selladas hasta el día de ayer en la Universidad de Princeton, cuando se cumplieron dos años de su fallecimiento, su relación con el Nobel de Literatura era incondicional, cálida, creativa y crítica a la vez. Para el poeta y autor de El laberinto de la soledad, la opinión del novelista mexicano era siempre indispensable
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PRINCETON, Nueva Jersey, 16 de mayo.- Una amistad incondicional, cálida, creativa y crítica a la vez, respetuosa, con humor y, sobre todo, fraternal. Así era la relación que unió a los escritores mexicanos Octavio Paz (1914-1998) y Carlos Fuentes (1928-2012), según ha quedado constancia en las más de 70 cartas, además de telegramas y postales, que el poeta le envió al novelista entre 1956 y 1982.
Abierta ayer por primera vez, tras permanecer sellada durante 19 años a petición de Fuentes, la correspondencia contenida en dos cajas (305 y 306) que custodia la Biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton da detalles de cómo vivieron su amistad estos dos intelectuales, considerados los más importantes del siglo XX mexicano.
Paz y Fuentes, evidencian las largas misivas que el Nobel de Literatura le hacía llegar al autor de La región más transparente en el lugar del mundo donde se encontrara, siempre se necesitaron el uno al otro, les urgía saber qué estaban escribiendo, qué pensaban de cierto suceso político o social, a qué amigos veían, cómo estaban sus esposas; pero, principalmente, leerse, admirarse, porque esto los retroalimentaba.
Como los pensadores críticos y los creadores libres que eran, Paz y Fuentes reflexionaron sobre los temas políticos y sociales más importantes del momento, la pobreza, el autoritarismo, la violencia, los movimientos estudiantiles, Cuba, las guerrillas en Latinoamérica, los escritores en Hungría y los presos políticos mexicanos.
Pero siempre, aunque fuera en un párrafo, Paz le recordaba “la zona sagrada” de su amistad, cómo ésta los “iluminaba” a él y a su esposa Marie José, cómo lo deslumbraba su imaginación y vitalidad, le decía que conversar con él era como “aire fresco”, que leían y releían sus misivas, que se arrebataban sus obras para leerlas.
De manera ordenada, sin multitudes y bajo estricta vigilancia, únicamente dos personas pudieron consultar ayer las copias, no los originales, de la correspondencia contenida en las únicas dos cajas selladas, de las 180 que integran el archivo personal de Fuentes adquirido en 1995 por la casa de estudios estadunidense. Los momentos mágicos, poéticos, parecían romper el silencio de la pequeña sala de lectura.
La primera carta de Paz, de la correspondencia contenida en tres fólders en la Caja 306, está fechada en Nueva York el 16 de diciembre de 1956. En siete hojas escritas a mano, el autor de El laberinto de la soledad le agradece a Carlos el envío de unos ensayos y le dice que es “una persona de fiar”.
Nueva York, París, Nueva Dehli, Bombay, Gran Bretaña, Niza, la Ciudad de México y diversas urbes de Estados Unidos son los escenarios que Paz describe a su amigo, lo invita a que lo visite, desde donde le hace encargos, le pide que busque a personas, que traduzca tal o cual texto, que le envíe sus libros, colaboraciones.
La crítica estuvo presente desde la carta que le envía el 27 de febrero de 1957, en la que le da su opinión sobre el octavo número de la Revista Mexicana de Literatura, del que le reclama el poco espacio asignado al texto de Álvaro Mutis, que “es prometedor”, y le comenta cada uno de los artículos y secciones. Al final, se disculpa por la “aspereza y severidad” de sus juicios.
Pero sin duda es la década de los 60 de la pasada centuria cuando se percibe la consolidación de esta amistad. Y el clímax en cuanto a cercanía fue 1968, cuando Paz renunció como Embajador de México en la India en protesta por la represión estudiantil en Tlatelolco, cuando el poeta llegó a enviarle más de 20 cartas largas que se cruzaban con las de Fuentes, en ocasiones se escribían cada semana.
“Eres generoso como un príncipe afgano”, le dice Paz al agradecerle que uno de sus poemas aparezca como epígrafe en uno de los libros de Fuentes. Le tiene tal confianza que le cuenta sobre un juicio fallado a su favor en contra de Elena Garro, su primera esposa; se alegra con el nacimiento de su hijo Carlos; siempre mandó saludar primero a Rita Macedo, la primera esposa de Fuentes, y, con el paso del tiempo a Silvia Lemus, de la que los Paz también se hicieron amigos.
La última carta de Paz que se puede consultar en este archivo se la envía desde la Ciudad de México, el 27 de julio de 1982. En ella le recuerda que la amistad es como las plantas, “hay que regarla a diario”, que coinciden en lo esencial, que siempre decirse las diferencias es como “un agua milagrosa” y le reitera que tiene “muchísimas ganas” de hablar él.
El 68 y la revista añorada
Los movimientos juveniles que tuvieron lugar en 1968 en ciudades como París, Londres, Praga y México, entre otras, fueron un parte aguas para Octavio Paz y Carlos Fuentes, por lo que se convirtieron en el tema principal de sus cartas.
Largas disertaciones sobre el nuevo papel que deberían tener los jóvenes en la política, las nuevas reglas que deben guiar a la sociedad, lo que está pasando con los intelectuales de izquierda y, sobre todo, la nueva actitud que él debe asumir, tienen cabida en las misivas de Paz.
Según los comentarios del poeta, los dos amigos se preguntan si es conveniente regresar a México tras la represión a los estudiantes o si deben dar clases en universidades extranjeras; le pide consejo. Paz le deja en claro que deben estar unidos, que él no participará en donde no participe Fuentes.
Firman manifiestos en apoyo, se mandan recortes de periódico, se mantienen al tanto de las noticias, caminan juntos en ese ambiente de angustia. Paz le comparte su tristeza de irse de la India, le cuenta el 6 de octubre de 1968 que murieron en un accidente la hermana de Marie José, su esposo y su hijo, que tomarán un barco y rodearán África. No hay secretos.
El 68 también fue el año en que más urgió Paz para publicar una revista que venían ideando desde principios de esa década, una revista “creativa y crítica”, cuya confección debatieron largamente ambos y que tomó forma en Plural, que Paz dirigió en Excélsior de 1971 a 1976.
Paz detallaba, desde el 7 de noviembre de 1966, la forma en que la diseñarían, el número de secciones que tendría, que estaría dirigida por él, Fuentes y Tomás Segovia y el tipo de patrocinadores que debían buscar.
Leen Chac Mool como homenaje
Para evocar al escritor Carlos Fuentes, a dos años de su muerte, ocurrida el 15 de mayo de 2012, ayer se realizó la lectura del cuento Chac Mool, a cargo del escritor y director de teatro José Luis Ibáñez.
La lectura, en el Museo Tamayo Arte Contemporáneo, conmemoró los 60  años de la primera publicación del relato, y fue la única actividad oficial para recordar al autor de La región más transparente en su aniversario luctuoso.
Al encuentro asistió Silvia Lemus, viuda del novelista y ensayista; y editores y escritores como Hernán Lara Zavala, Guadalupe Loaeza y Marcelo Uribe, director de Ediciones Era. Pero acudieron pocos lectores, pues apenas se ocupó una tercera parte de las butacas del auditorio.
“El 11 de noviembre de 1954, el día de su cumpleaños número 26, aparece el primer libro de Carlos Fuentes: Los días enmascarados; dentro de la editorial Los presentes, de Juan José Arreola. El libro de relatos de Carlos Fuentes, inmerso en la ficción, es un espejo donde se reflejan acontecimientos de la humanidad”, expresó Lemus previo a la lectura de Ibáñez.
Recordó que el cuento es el primero de una serie de seis relatos breves que Fuentes publicó en la editorial de Arreola, quien buscaba promover a la generación de jóvenes escritores.
La narración usa la fantasía como ingrediente principal para referir a temas que luego fueron recurrentes en la literatura del autor de Aura como el pasado prehispánico, los iconos de la historia nacional y el entorno de la ciudad.
“Surge de la necesidad  de reinventarse después de que el mundo estaba devastado, y parte de este renacimiento es preciso que parta de la transformación literaria”, añadió.
En una fusión de realidad y ficción, el narrador del cuento toma como eje la muerte de Filiberto y la lectura de su diario para tejer otros sucesos que ocurren lo mismo en la Ciudad de México o Acapulco, que en el mercado de La Lagunilla y una casa porfiriana. Así el Chac Mool se ha convertido en una de las mayores referencias del relato breve de Fuentes; sobre todo por el uso de símbolos culturales como el de la estatuilla de piedra que le da título al cuento, la cual remite al mundo prehispánico.
Tras la lectura, Lemus precisó que la idea de llevar la biblioteca personal de Fuentes a la Universidad de Veracruz es una petición del mismo escritor que dejó dicha en su testamento, pero hasta que ella como heredera universal considere el momento idóneo. “Yo la tengo ahorita, y todavía no es el momento; será después”.
También rechazó hablar de la correspondencia entre Fuentes y Octavio Paz, resguardada en la Universidad de Princeton, con el argumento de que no conoce las cartas ni sabe su contenido.
“A Fuentes lo leen jóvenes”
Silvia Lemus, viuda del escritor fallecido hace dos años, recuerda las largas charlas con su marido y asegura que sus libros ya forman parte del canon mexicano.
A dos años de la desaparición del escritor Carlos Fuentes, su viuda, la escritora y periodista Silvia Lemus asegura que su obra ya forma parte del canon de la literatura mexicana, aunque lo más importante es que los jóvenes lo siguen buscando, por lo que sigue siendo un autor de larga duración.
“Estoy convencida que las futuras generaciones tendrán la oportunidad de nutrirse de su obra. Su vigencia en el mundo de las letras ya ha sido establecida por críticos y lectores. Y puedo asegurarle que sus libros se reimprimen constantemente y que su catálogo está más vivo que nunca. Siempre habremos de recordar a Carlos Fuentes; yo todo el tiempo.”
Pero sobre todo, recuerda al Fuentes fraternal y cariñoso. “Carlos era un gran conversador. Pasé la vida hablando con mi marido, y esa es una de las cosas que más anhelo; era muy divertido y cuando me invitaba a comer me hablaba como si me acabara de conocer, casi siempre conversaba sobre temas formidables, era formidable, un caballero fantástico y así lo sigue siendo en mis vivencias”, comenta a Excélsior.
¿Cuáles eran los mayores placeres de Fuentes, además de escribir?, se le pregunta. “Sobre todo, amaba la Ciudad de México, le gustaba caminar por sus calles y particularmente disfrutaba la avenida Insurgentes. Le gustaba mucho. Era algo muy cercano a lo que había conocido en su juventud, tal como lo dejó escrito en La región más transparente; le interesaba este despliegue de voces mexicanas en las calles, los cabarets, las fiestas. Sobre todo fue un crítico permanente y era muy estimulante lo que decía, lo que proponía. Fuentes quería mucho a México y a la ciudad; siempre estuvo alerta de todo lo que ocurría en el mundo también.”
“Además, gozaba mucho las firmas de libros. Muchas veces los autores firman rápido y quieren que todo termine, pero él podía quedarse horas con sus lectores, todo el tiempo se detenía a conversar sobre algún detalle, hacía referencias. Era muy divertido.”
¿Cuántas veces lo entrevistó como periodista? “Sólo en dos ocasiones. Una fue en 1972, en Nueva York, donde hablamos sobre la sociedad mexicana y política internacional, pero nunca la he vuelto a ver porque entonces trabajaba en Televisa y no pensábamos en pedir una copia. Ahora es distinto porque guardo todas las entrevistas. Y la segunda fue más reciente y la publiqué en mi libro Tratos y retratos.
Días después del fallecimiento del autor de La muerte de Artemio Cruz y Terra Nostra, el Gobierno del Distrito Federal decidió que le pondría el nombre de Carlos Fuentes al Museo de la Ciudad de México, ¿ha tenido noticias de aquella propuesta?, se le pregunta. “No me han comentado, ni me han consultado al respecto. Eso sucedió en otra etapa de la ciudad, cuando Marcelo Ebrard era Jefe de Gobierno, creo que iba a haber un debate y algunas personas opinarían, pero nunca he ido a indagar. Lo que sí ha sido muy bonito es la Pérgola Ixca Cienfuegos, inaugurada por los presidentes François Hollande y Enrique Peña Nieto.
¿Cuáles son los pendientes del legado de Carlos Fuentes? “En cuanto a libros póstumos está Pantallas de Plata, libro sobre cine que terminó con gran gusto; Los días de la vida, texto que habla sobre su infancia y su juventud; y su novela sobre el guerrillero Carlos Pizarro.
Además, este año se entregará el Premio Internacional Carlos Fuentes, para el cual habrá una convocatoria y se entregará el próximo 11 de noviembre. Hace dos años fue para Mario Vargas Llosa.
Carlos Fuentes escribió novelas como La región más transparente, Aura, Cambio de piel, La cabeza de la hidra, Gringo viejo, La silla del águila y Federico en su balcón; de cuentos como: Los días enmascarados, Cantar de ciegos yCarolina Grau; y de los ensayos La nueva novela hispanoamericanaValiente mundo nuevo y La gran novela latinoamericana.
Ahora yo quiero preguntarle algo, dice Silvia Lemus, con suma curiosidad: ¿Por qué le interesa Terra Nostra a una persona joven como usted, es un libro que en Europa ha sido bastante valorado y en México no tanto?,  “Es un libro que me sugirió Daniel Sada y que no ha dejado de sorprenderme.”

jueves, 25 de junio de 2015

Una cita con la historia literaria en la casa-museo de Víctor Hugo en Francia. Hemeroteca Literaria.

Una cita con la historia literaria en la casa-museo de Víctor Hugo en Francia

Miércoles, 24 de Junio 2015  |  10:25 pm
Una cita con la historia literaria en la casa-museo de Víctor Hugo en Francia
Créditos: EFE
Ubicada en la Plaza de los Vosgos donde Víctor Hugo vivió 16 años de su vida, Francia invita al mundo a una cita imprescindible con la historia literaria.
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Coloso literario y amante turbulento, Victor Hugo vivió y escribió en la muy parisiense Plaza de los Vosgos durante 16 años, un apartamento en el barrio del Marais que estos días reabre sus puertas al público.
Es esa figura que no se agota nunca, que encabeza el ilustre Panteón republicano y que, hace apenas un año, se impuso en el bullicio de Twitter con el "hashtag" #FuckHugo, la reacción de unos escolares reticentes a revisar las obras del prohombre para acceder a la universidad. En Francia, Hugo está por todas partes.
"Los franceses mantienen un vínculo complejo con su legado, a veces quizá de hartazgo o indiferencia, pero el caso es que sus textos permanecen muy vivos, muy presentes", corrobora el director de la Casa-Museo de Víctor Hugo, Gérard Audinet, quien ha supervisado la renovación del edificio.
Al margen de la escritura, el autor de "Los Miserables" fue un político controvertido, un dibujante de talento y un amante pluriempleado que alimentaba cierta vocación por la decoración de interiores, una pasión algo más prosaica que desplegó en el número 6 de la Plaza de los Vosgos.
Aquel Hugo había dejado atrás la miseria, vendía todo lo que firmaba y acabó transformando los cerca de 280 metros cuadrados de la vivienda en un particular gabinete de curiosidades donde recibía a la sociedad de la época, hasta que el golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte le condenó al exilio.
Para entonces, el novelista había logrado rediseñar el mobiliario, revestir los muros de grabados a su gusto y diseñar un pasadizo entre su cuarto y una calle adyacente para facilitar el tránsito de amantes ante el estupor de "madame Hugo". "No compartían el mismo temperamento",precisa Audinet con cierto pudor.
Rescatado por la ciudad en 1902 al poco de la muerte del escritor, el edificio funciona hoy como un templo dedicado a su obra repleto de escolares que siguen las explicaciones de los historiadores entre una red de bustos del escritor.
La visita desemboca frente a la cama adoselada donde falleció el autor, escoltada de un océano de objetos sin fin aparente -su dueño fue un acumulador patológico- y una improbable serie de mesas altas: Hugo, que padecía problemas de circulación en las piernas, escribía de pie.
LOS MISERABLES COMO PARTE DE LA HISTORIA
El genio contaba solo 30 años y un bagaje editorial más que sólido cuando se mudó junto a su mujer Adèle y los cuatro hijos de ambos a la famosa vivienda, donde residiría entre 1832 y 1848.Allí comenzó "Los Miserables" y, en paralelo, concluyó su matrimonio.
"Era un Par de Francia y gozaba de especial protección, de modo que le recomendaron encerrarse en la escritura después de que un marido despechado le sorprendiese junto a su mujer", relata Audinet para sugerir lo que parece evidente, que el escritor fue más fiel a sus amantes que a su esposa.
Ella, que le proscribió del lecho conyugal, se había enamorado antes del también literato Sainte-Beuve, amigo del propio Hugo e integrante del famoso cenáculo romántico que este impulsó en los Vosgos.
A las fiestas se sumaba el vecino y poeta Theophile Gautier, que no era romántico pero sí creía en el poder creativo del alcohol.
BALZAC, DUMAS, GAUTIER, HUGO
Eran los años efervescentes del Romanticismo y su "patrón", como apoda Audinet al novelista, reunía al propio Gautier junto a Balzac, Dumas o Mérimée en unos trajines literarios donde Hugo asumía el rol de padrino.
El asunto reside en saber si ese padrinazgo podría extenderse a la literatura gala. En su último número, el bimensual literario "Le Magazine Littéraire" zanjaba los varios y encarnizados debates que rodean a la simbólica figura del Gran Escritor Nacional para atribuir tal rango al padre de Quasimodo o Jean Valjean.
"No hay duda, se da por hecho que es nuestra referencia nacional", tercia Audinet. Después de todo, el escritor ya aspiraba a ello cuando garabateó en un cuaderno escolar aquella promesa: "Seré Chateaubriand o no seré nadie".
Los años le concedieron algo mejor: aquel adolescente se convirtió contra todo pronóstico en Victor Hugo, "primer escritor de Francia". Con gesto grave, los bustos parecen asentir.
EFE

Premio Hammett de novela 2002. José Carlos Somoza. Novela: Clara y la penumbra.


José Carlos Somoza nació en La Habana en 1959, pero desde 1960 vive en España. Es autor de las novelas Silencio de Blanca (premio La Sonrisa Vertical, 1996), La ventana pintada (premio Café Gijón, 1998), Cartas de un asesino insignificante (Debate, 1999), Dafne desvanecida (finalista premio Nadal, 2000), La caverna de las ideas (premio Gold Dagger 2002 a la mejor novela de suspense en Inglaterra), traducida a más de veinte idiomas y con una extraordinaria acogida en la crítica internacional, Clara y la penumbra (premio Fernando Lara 2001 y premio Hammett a la mejor novela policíaca 2002, elegida por la revista Lire entre los diez mejores libros publicados en Francia en 2003), La dama número trece (Areté, 2003) y La caja de marfil (Areté, 2004). Ha escrito también varios relatos, un guión de radio y varias piezas teatrales.

***
En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra `Desfloración`, en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter `duro y arriesgado`, el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.
Dr. Enrico Pugliatti.

(Fragmento. Novela. Clara y la penumbra).


La adolescente está desnuda sobre un podio. El vientre liso y la elipse oscura del ombligo quedan a la altura de nuestra mirada. Mantiene el rostro ladeado, los ojos bajos, una mano frente al pubis, la otra en la cadera, las rodillas juntas y algo flexionadas. Está pintada de siena natural y ocre. Sombras en siena tostado realzan los pechos y perfilan las ingles y la rajita. No deberíamos decir «rajita» porque hablamos de una obra de arte, pero al verla no se nos ocurre otra cosa. Es una hendidura nimia y vertical, sin rastro de vello. Damos la vuelta al podio y contemplamos la figura de espaldas. Las atezadas nalgas reflejan grumos de luz. Si nos alejamos, su anatomía nos parece más inocente. Pequeñas flores blancas le tapizan el pelo. Hay más flores a sus pies —un charco de leche—. Incluso a esta distancia seguimos percibiendo el olor tan peculiar que desprende, como a bosque perfumado de lluvia. Junto al cordón de seguridad, un atril con el título en tres idiomas: Desfloración.
Dos notas musicales de altavoz quiebran el trance del público: el museo está cerrando. Lo dice una señorita en alemán, después en inglés y francés. Por lo general, todo el mundo la entiende, o al menos capta el mensaje implícito. La profesora del selecto colegio vienés reúne a sus ovejitas uniformadas y las cuenta para que no falte ninguna. Ha llevado a los niños a ver la exposición, aunque es de desnudos. No importa, son obras de arte. A los japoneses lo que les importa es que no les hayan dejado hacer fotos, por eso no sonríen cuando salen. Se consuelan a la entrada, donde venden catálogos al precio de cincuenta euros con fotografías a todo color. Un bonito recuerdo que llevarse de Viena.
Diez minutos después —la sala vacía de público— ocurre algo inesperado. Llegan varios hombres con tarjetas prendidas de las solapas de sus trajes. Uno de ellos se dirige al podio de la adolescente y dice en voz alta:
—Annek.
No sucede nada.
—Annek —repite.
Un parpadeo, el giro del cuello, la boca se abre, el cuerpo se estremece, los pechos en cierne se proyectan con la respiración.
—¿Puedes bajar sola?
Asiente, pero vacila un poco. El hombre le tiende la mano.
Por fin, la adolescente desciende del podio arrastrando con el pie una polvareda de pétalos.


Annek Hollech abrió la llave del primer frasco conectado a la ducha de metal cromado y el agua se hizo verde. Después abrió la segunda y se restregó con agua roja. Luego se dejó inundar por agua azul y violeta. Los líquidos de los frascos limpiaban uno solo de los cuatro productos adheridos a su piel: pinturas, aceites, fijadores del pelo, aromas artificiales. Los frascos estaban numerados y teñían el agua de un color distinto para que pudiera identificarlos. La pintura y los fijadores fueron los primeros en desprenderse entre un estrépito de gotas. Lo que más se resistía siempre era el aroma a tierra húmeda. El cubículo se llenó de vaho y su cuerpo se perdió tras una cortina de arco iris líquido. Había otros veinte cubículos en la sala, cada uno ocupado por una silueta difuminada. Se oía el zumbido de las duchas.
Diez minutos después, envuelta en toallas y niebla, caminó descalza hasta el vestuario, se secó, se peinó, se untó una crema hidratante y otra protectora por todo el cuerpo, empleando una esponja de mango largo para la espalda, y resguardó su rostro sin cejas bajo dos capas de productos cosméticos. Luego abrió su taquilla y descolgó la ropa. Era nueva, recién comprada en tiendas de Judengasse, Kohlmarkt, la Haas Haus y la lujosa calle Kärntner. Le gustaba comprar ropa y complementos en las ciudades donde se exhibía. También había adquirido, durante las siete semanas que llevaba en Viena, porcelana y cristalería de Ausgarten y dulces de Demel para su madre, así como pequeños adornos para su amiga Emma van Snell, que era obra de arte como ella pero se exponía en Amsterdam.
Aquel miércoles 21 de junio de 2006, Annek había ido al museo con blusa rosada, chaleco militar y pantalón holgado con multibolsillos. Sacó todas esas prendas de la taquilla y se las puso. No usaba ropa interior porque no es aconsejable si uno debe exhibirse completamente desnudo (deja marcas). Se calzó unos zapatos de peluche con la forma de dos pequeños osos, se abrochó el reloj de brazalete negro sin esfera y cogió el bolso.
En el asiento contiguo al suyo en la sala de etiquetado estaba Sally, la obra del podio número ocho. Vestía una blusa malva sin mangas y vaqueros. Se saludaron y Sally comentó:
—Hoffmann opina que estoy perdiendo el púrpura como un Van Gogh perdería los amarillos. Quiere probar con un color más intenso, pero en Conservación creen que eso podría estropearme la piel. ¿Qué te parece? La misma contradicción de siempre: unos quieren crearte y otros conservarte.
—Es verdad —dijo Annek.
Un empleado se acercó con dos cajas de etiquetas. Sally abrió la suya y cogió una de las etiquetas.
—Estoy soñando con la cama —dijo—. No creo que me duerma pronto, pero me quedaré acostada mirando al techo y disfrutando de la posición horizontal. ¿Y tú?
—Tengo que llamar antes a mi madre. La llamo cada semana.
—¿Dónde está ahora? Viaja mucho, ¿no?
—Sí. En Borneo, fotografiando monos. —Annek se colocó una de las etiquetas en el cuello y cerró el broche—. De vez en cuando me envía la foto de una pareja de monos por correo electrónico.
—¿En serio?
—En serio. No sé si trata de decirme que me case.
Sally soltó una risa contenida a través de su perfecta dentadura blanca.
—Al menos, ella te envía algo. Mi neoyorquino papá ni siquiera me escanea la foto de un par de perritos calientes. Nunca le gustó que su hija se convirtiera en un cuadro valioso.
Un silencio. Annek se abrochó la última etiqueta en el tobillo. Su cuello, muñeca y tobillo derechos mostraban tres cartulinas rectangulares de ocho por cuatro centímetros y color amarillo intenso atadas por cordones negros. Sally también había terminado de abrocharse las suyas. Por el espejo observaron cómo se marchaban las primeras obras: Laura, Cathy, David, Estefanía, Celia. Un desfile de figuras atléticas y etiquetadas.
—He perdido la regla otra vez —dijo Annek en tono indiferente—. Se me va y se me viene desde Hamburgo.
Sally la miró un instante.
—No tiene importancia, nos pasa a todas. Lena dice que su menstruación parece un paraguas: la tiene y la pierde, y luego vuelve a tenerla y la vuelve a perder. Es una consecuencia más de ser cuadro, ya lo sabes.
—Sí, ya lo sé. —Annek seguía mirando hacia el espejo—. Además, me siento mejor cuando no la tengo —concluyó.
—Oye, ¿tenías pensado hacer algo el próximo lunes?
Le intrigó la pregunta. Nunca planeaba nada para el día en que cerraba el museo, salvo aquellas frenéticas orgías de compras con su inacabable tarjeta de crédito. Todo lo demás, los solitarios paseos por el Hofburg, Schönbrunn, Belvedere (en realidad, no tan solitarios porque la acompañaban los agentes), o las visitas al museo de Arte Histórico o a la catedral de San Esteban, incluso los ballets y espectáculos del festival vienés de junio, todo la aburría y empalagaba hasta la náusea. Se preguntaba qué podía hacer una obra de arte como ella en aquella ciudad, donde todo era arte. Estaba deseando proseguir la gira fuera de Europa. Para el año siguiente, 2007, la Fundación les había prometido que viajarían por América y Australia. Quizás allí encontrara verdaderas diversiones.
—Nada —contestó—. ¿Por qué?
—Laura, Lena y yo habíamos pensado ir al Prater a pasar todo el día. ¿Te apuntarías?
—Bueno.
Y de repente sintió cómo la invadía una cálida oleada de gratitud hacia Sally. Con catorce años de edad, Annek Hollech era el cuadro más joven de la exposición (Sally, por ejemplo, tenía diez años más que ella). Cuando llegaba el día de descanso, el resto de las obras se marchaba por su cuenta. Nadie se preocupaba por ella. Para cualquier chica que no fuera Annek —habituada a la soledad y al silencio de museos, galerías y casas particulares—, aquella situación se hubiera hecho insoportable. De modo que el gesto de Sally la había emocionado. Pero hubiera sido muy difícil percibirlo, porque su rostro sólo expresaba las emociones que un pintor le hacía expresar.
—Gracias —dijo simplemente, depositando en ella una mirada azul verdosa.
—No me lo agradezcas —contestó Sally—. Lo hago porque me apetece estar contigo.
Y aquella frase tan amable volvió a emocionarla.


Bajaban en el ascensor. Dos Anneks de cabello lacio y rubio, espigadas, con sendas etiquetas amarillas atadas al cuello, se reflejaban en los cristales oscuros de las gafas de Díaz. Óscar Díaz era el agente de turno que la custodiaba de regreso al hotel. Siempre la obsequiaba con una sonrisa amable y una frase banal de cortesía. Aquel miércoles, sin embargo, se hallaba inusualmente lacónico. A ella le hubiera gustado iniciar la conversación, porque se sentía muy relajada después de hablar con Sally, pero recordó que no era conveniente que las obras de arte charlaran con el personal de custodia y decidió olvidarse del mutismo de Díaz. Tenía otras cosas en que pensar.
Llevaba dos años siendo Desfloración, una de las obras maestras de Bruno van Tysch, e ignoraba cuánto tiempo le quedaba antes de que el pintor decidiera sustituirla. ¿Un mes? ¿Cuatro? ¿Doce? ¿Veinte? Todo dependía de lo rápido que madurara su cuerpo. Por las noches, desnuda en las espaciosas camas de los hoteles donde dormía, se dedicaba a pasar el dedo por el borde de las etiquetas atadas a su cuello o muñeca, o llevaba la mano hasta la firma tatuada en su tobillo izquierdo (BvT en azul índigo), y pedía en silencio al remoto Dios del Arte y de la Vida que su anatomía se mantuviera en calma, que no se removiera en secreto, por favor, que no granaran sus pechos, que sus piernas no se elevaran como el barro en el torno, que las manos que pintaban sus caderas no recorrieran, cada día, un trayecto más amplio, más curvilíneo.
No quería dejar de ser Desfloración.
Le había costado seis años de esfuerzos llegar a convertirse en una obra maestra. Todo se lo debía a su madre, que había descubierto sus posibilidades como lienzo y la había llevado a la Fundación con sólo ocho años de edad. Su padre se hubiera negado, por supuesto, pero no pudo evitarlo porque ya no vivía con ellas: el matrimonio llevaba roto casi cinco años y Annek apenas lo había conocido. Sabía que era un hombre brutal, alcohólico y desequilibrado, un pintor anticuado de lienzos de tela que insistía en querer vivir de su oficio y se resistía a admitir que los lienzos no humanos ya habían pasado de moda. Desde que la madre de Annek obtuviera su custodia, pero sobre todo desde que Annek comenzara a estudiaren Amsterdam para convertirse en lienzo profesional, aquel hombre irascible y desconocido no había cesado de molestarlas salvo durante sus frecuentes ingresos en hospitales y cárceles. En el año 2001, cuando Annek se exhibía en el museo Stedelijk de Amsterdam como Intimidad, la primera obra que Van Tysch había pintado con ella, su padre se plantó de improviso en la sala. Annek reconoció las facciones desencajadas y terribles y los ojos enrojecidos que la contemplaban a diez pasos de distancia, junto al cordón de seguridad, y supo lo que iba a pasar un instante antes de que sucediera. «¡Es mi hija! —gritaba aquel hombre, fuera de sí—. ¡Se exhibe desnuda en un museo y sólo tiene nueve años de edad!» Se precisó la intervención de un equipo completo de agentes de Seguridad. Hubo un escándalo y un juicio muy breve, y su padre terminó en la cárcel de nuevo. Annek no quería recordar aquel desagradable episodio.
Aparte de Intimidad, el Maestro había pintado otros dos cuadros con ella: Confesiones y Desfloración. Esta última, de 2004, estaba considerada una de las más grandes obras de Bruno van Tysch; parte de la crítica especializada se atrevía a calificarla, incluso, como una de las más importantes de la pintura de todos los tiempos. Annek había pasado a la historia del arte con letras de oro y su madre estaba muy orgullosa de ella. Solía decirle: «Esto no es nada. Tienes toda la vida por delante, Annek». Pero ella odiaba tener «toda la vida por delante», no quería crecer, le angustiaba la posibilidad de abandonar Desfloración, de ser sustituida por otra adolescente.
La menstruación había irrumpido como una mancha roja sobre un lienzo puro, o como una señal de peligro. «Cuidado, Annek, estás madurando, Annek, pronto serás demasiado mayor para la obra», le advertía aquella señal. ¡Vaya si se alegraba de perderla, al menos por una temporada! Le rezaba al Dios del Arte (el de la Vida la odiaba), pero el Dios del Arte era el Maestro, que no iba a hacer nada salvo decirle, algún día: «Debemos sustituirte para que el cuadro perdure».
Intentó apartar la angustia de su mente. En vano: allí seguía.
El aparcamiento estaba oscuro y embrujado de ecos de motores. Un inmigrante turco llamado Ismail lo vigilaba aquella noche. Saludó a Díaz con la mano. Al sonreír, su bigote negro se alzó por las puntas. Díaz le devolvió el saludo mientras abría la puerta trasera de la furgoneta. Ismail vio el cuerpo de Annek inclinándose al entrar en el vehículo y la tiniebla ocre del interior tachando gradualmente su figura: la espalda, el contorno de sus caderas, el trasero, la longitud de sus piernas, un zapato de peluche, el otro. La puerta se cerró, la furgoneta arrancó, maniobró para salir, se alejó. El hotel Vienna Marriott se encontraba en la Ringstrasse, a pocas manzanas del complejo artístico del Museumsquartier, y el trayecto era breve y seguro, de modo que Ismail carecía de motivos para sospechar que pudiera suceder algo malo o incluso algo distinto de lo habitual.
No imaginaba que era la última vez que veía a Annek Hollech con vida.

miércoles, 24 de junio de 2015

Premio Herralde de novela 1991. Javier García Sánchez.


Javier García Sánchez nació en Barcelona el 7 de abril de 1955. Es uno de los autores con más influencia en el proceso evolutivo de la novela en los últimos años, aunque se inició en la publicación a los veintinueve años con el libro de poesías La ira de la luz, y después aparecieron ensayos y relatos, como Teoría de la eternidad o Mutantes de invierno. Pero su obra fue realmente conocida a raíz de la publicación de La dama del viento sur, que le valió el Premio Pío Baroja de Novela y la aparición de Última carta de amor de Carolina von Gunderrode a Bettina Brentano, que fue finalista del Premio de la Crítica, ambas obras lo situaron entre los autores más destacados de la nueva narrativa española.

Javier García Sánchez publicado artículos en Cuadernos Hispanoamericanos, El viejo Topo, Destino, Camp de l'arpa, Tiempo de Historia y Historia 16. Durante dos años fue redactor jefe de la revista Quimera y trabajó en la sección cultural de La Voz de Euskadi.

El 4 de noviembre de 1991 obtuvo el Premio Herralde de Novela por la obra La historia más triste y en 2003 el Premio Azorín de novela.
En los últimos años ha publicado cuatro novelas: Ella, Drácula, K2, Júrame que no fue un sueño y Robespierre.
El escritor confiesa ser un integrista del arte, un fundamentalista de lo maravilloso.



BIBLIOGRAFÍA
Novela:
El otro amor
Mutantes de invierno (1984)
Teoría de la eternidad (1984)
La dama del viento sur (1985)
Última carta de amor de Carolina von Günderrode a Bettina Brentano (1987)
El mecanógrafo (1989)
La hija del emperador (1990)
El amor secreto de Luca Signorelli (1990)
Recuerda (1990)
Crítica de la Razón Impura (1991)
La historia más triste (1992)
Continúa el misterio de los ojos verdes (1995)
Óscar. La aventura de correr (1997)
Los otros (1998)
La mujer de ninguna parte (2000)
Falta alma (2001)
Dios se ha ido (2003)
El alpe d'Huez (2004)
Ella, Drácula (2005)
K2 (2006)
Júrame que no fue un sueño (2009)
Robespierre (2013)
Relato:
Teoría de la identidad (1984)
Crítica de la razón impura (1991)

Poesía:

La ira de la luz (1980)
Biografía:
Indurain, una pasión templada (1997)


PREMIOS
Premio Pío Baroja (1985)
Premio El Ojo Crítico de RNE (1989)
Premio Herralde de Novela (1991)
Premio Azorín de Novela (2003)

https://www.escritores.org/biografias/2989-garcia-sanchez-javier

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