viernes, 6 de febrero de 2015

Tres visiones de 'Aura', de Carlos Fuentes.



Tres visiones de 'Aura', de Carlos Fuentes

Por Pedro Paunero. Alfonso Reyes, el polígrafo mexicano nominado al Premio Nóbel de Literatura y pionero de la crónica cinematográfica, escribió en 1912 uno de los mejores cuentos mexicanos, “La cena”, que inspiraría una más desarrollada y magistral historia de fantasmas y reencarnaciones en “Aura”, la “nouvelle” escrita por Carlos Fuentes (1) en 1962. En 1982 el autor norteamericano Peter Straub, célebre por obras como “Fantasmas” (1979) y “Las casas sin puertas” (1990) y ocasional colaborador de Stephen King escribió “La esposa del General” (The General´s Wife) narración larga dedicada a Carlos Fuentes que no es sino la versión que ofrece el norteamericano de la narración de Fuentes. “La cena”, escrita en primera persona y con técnica cinematográfica, cuenta cómo Alfonso (el mismo autor como protagonista) ha recibido una misteriosa invitación a cenar. Su cita tiene mucho de viaje onírico, de paseo por “otro mundo”, que está aquí mismo, sin embargo:

Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. (…) Por la mañana el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente: “Doña Magdalena y su hija Amelia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...”

En “Aura” se narra la historia de Felipe Montero historiador becario de la Sorbona que lee un anuncio de periódico cuando –se entiende-, se encuentra más necesitado de trabajo:

Lees ese anuncio: Una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de té que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato. Tú releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recamara cómoda, asoleada, apropiada, estudio. Solo falta tu nombre. Solo falta que las letras más negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero. Se solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador cargado  de datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso, sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en persona. No hay teléfono.

“La esposa del General” se desarrolla en Londres y está escrita en tercera persona; Andy Rivers es la esposa de Phil, a quien la empresa para quien trabaja acaba de enviar a esa ciudad:

Andy Rivers tardó un par de meses en comprender que su esposo odiaba Londres. (…) Andy también comprendió que Phil se sentía celoso de Londres, fueran cuales fuesen sus otros sentimientos, del mismo modo que había terminado por comprender que su matrimonio sólo era un cáscara con un poco de polvo en su interior, únicamente el suficiente para marcar la felicidad compartida de otros tiempos. Porque ella se había sentido cada vez más seducida por la ciudad. Desde su casa de Belgravia —perteneciente a la empresa, pero de ellos durante  un año—, podía caminar hasta Mayfair, hasta Kensington, e incluso hasta el West End. Descubrió la National Gallery, el Tate, el South Bank, la Courtauld Gallery. El hecho de que la ciudad fuera tan diferente a Chicago y Nueva York la excitaba. Estaba encantada por el hecho de ser extranjera allí, del mismo modo que Phil se sentía ofendido por ello.

Este párrafo de Straub tiene un paralelismo con el que podemos leer en “Aura”:

Te sorprenderá imaginar que alguien vive en la calle de Donceles. Siempre has creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie. Caminas con lentitud, tratando de distinguir el número 815 en este conglomerado de viejos palacios coloniales convertidos en talleres de reparación, relojerías, tiendas de zapatos y expendios de aguas frescas. Las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas, confundidas. El 13 junto al 200, el antiguo azulejo numerado «47» encima de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924. Levantarás la mirada a los segundos pisos: allí nada cambia. Las sinfonolas no perturban, las luces de mercurio no iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo rostro de los edificios. Unidad del tezontle, los nichos con sus santos truncos coronados de palomas, la piedra labrada de barroco mexicano, los balcones de celosía, las troneras y los canales de lámina, las gárgolas de arenisca. Las ventanas ensombrecidas por largas cortinas verdosas: esa ventana de la cual se retira alguien en cuanto tú la miras, miras la portada de vides caprichosas, bajas la mirada al zaguán despintado y descubres 815, antes 69.

Para estos personajes los límites con el sueño, con el “otro mundo”, están a la vuelta de la esquina, pero a diferencia del solitario (y romántico) Felipe Montero del cuento mexicano, el matrimonio Rivers del texto norteamericano hace agua (como en cualquier sociedad hipermoderna que se precie de serlo), como se leyó en un párrafo más arriba. Un día Andy expresa:

-Quiero un trabajo –le dijo ella un día a finales de mayo-. Voy a ver si puedo conseguir uno.

En un restaurante lee en una revista:

“Se busca: mujer, preferiblemente norteamericana, con cierta experiencia de vida en el Reino Unido, para ayudar en la preparación de unas memorias militares. Debe poseer conocimientos de lectura en francés. Salario negociable”. Se añadía una dirección situada en los jardines de Kensington Park.

Acude a la dirección y se encuentra con su empleador, un anciano general británico de la Segunda Guerra Mundial:

Al bajar del taxi, Andy comprobó la dirección y se aseguró de que el alto edificio de ladrillo ante el que se encontraba correspondía a la dirección impresa en el anuncio. El edificio poseía una fachada extrañamente insulsa, sin ningún carácter. Dos de las ventanas del segundo piso estaban rotas, aunque detrás de todas las ventanas, incluidas éstas, había cortinas limpias, que colgaban como telarañas. (…) La casa olía a cerrado. (…) En la pared de la derecha, inmediatamente al lado de una puerta alta de color marrón, había una polvorienta imagen de Jesús. (…) -Su nombre –dijo el viejo. Tenía el pelo enmarañado, la piel casi tan grisácea y deslucida como las sábanas. Parecía agotado por el esfuerzo de haberle gritado desde la ventana. Hacía tanto calor que la atmósfera del pequeño dormitorio era el infierno. -Rivers. Andrea Rivers. -Soy el general Anthony August Leck ¿Significa eso algo para usted? La miró desafiante desde su rostro hundido. -Sí –contestó Andy-. Claro que le conozco. (…) El general había supervisado el esfuerzo inglés en Europa mientras Montgomery estaba en África; ¿o había estado él en África mientras Montgomery estaba en Europa? (…) –Empiece esta misma mañana con los papeles –dijo, apenas sin respiración-. Tendrá que leerlos todos primero…, ése es su primer trabajo, muchacha. Leerlos. Leerlos todos. Después tendrá que volverlos a escribir y traducir al inglés los trozos que están en francés…

En “Aura” se describe así el encuentro entre Felipe Montero y la viuda del General Llorente, Consuelo:  

Te apartarás para que la luz combinada de la plata, la cera y el vidrio dibuje esa cofia de seda que debe recoger un pelo muy blanco y enmarcar un rostro casi infantil de tan viejo. (…) —Se trata de los papeles de mi marido, el general Llorente. Deben ser ordenados antes de que muera. Deben ser publicados. Lo he decidido hace poco. —Y el propio general, ¿no se encuentra capacitado para...? —Murió hace sesenta años, señor. Son sus memorias inconclusas. Deben ser completadas. Antes de que yo muera.

Andy conoce a Tony, el nieto del general, con quien mantiene amoríos en secreto del abuelo para olvidar la esterilidad de su propio matrimonio. El contraste entre los pasajes de ambas narraciones es marcado. Con Peter Straub tenemos una prosa directa, a veces cruda, podría decirse “oral”, como cuando relata los recuerdos sexuales que tiene Andy de Tony mientras se acuesta con su esposo, Phil, y se mantiene así a lo largo de todo el cuento. La prosa de Fuentes está escrita decididamente de manera literaria, cargada de simbolismos (los colores de los vestidos de las mujeres, por ejemplo) en una segunda persona que involucra al lector. El encuentro entre Felipe y Aura está impregnado de misterio: asistimos a la irrupción de una realidad que tiene mucho de cualidad especular.

La señora se moverá por la primera vez desde que tú entraste a su recamara; al extender otra vez su mano tú sientes esa respiración agitada a tu lado y entre la mujer y tú se extiende otra mano que toca los dedos de la anciana. Miras a un lado y la muchacha está allí, esa muchacha que no alcanzas a ver de cuerpo entero porque esta tan cerca de ti y su aparición fue imprevista, sin ningún ruido —ni siquiera los ruidos que no se escuchan pero que son reales porque se recuerdan inmediatamente, porque a pesar de todo son más fuertes que el silencio que los acompañó—. —Le dije que regresaría... —¿Quién? —Aura. Mi compañera. Mi sobrina. —Buenas tardes. La joven inclinará la cabeza y la anciana, al mismo tiempo que ella, remedará el gesto. —Es el señor Montero. Va a vivir con nosotras. Te moverás unos pasos para que la luz de las veladoras no te ciegue. La muchacha mantiene los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre un muslo: no te mira. Abre los ojos poco a poco, como si temiera los fulgores de la recamara. Al fin, podrás ver esos ojos de mar que fluyen, se hacen espuma, vuelven a la calma verde, vuelven a inflamarse como una ola: tú los ves y te repites que no es cierto, que son unos hermosos ojos verdes idénticos a todos los hermosos ojos verdes que has conocido o podrás conocer. Sin embargo, no te engañas: esos ojos fluyen, se transforman, como si te ofrecieran un paisaje que solo tú puedes adivinar y desear. —Sí. Voy a vivir con ustedes.

En el cuento de Straub, Tony explica a Andy la presencia de varios gatos en casa de su abuelo debido a la población de ratas en Notting Hill, en la “Aura” de Fuentes se alude varias veces a gatos que parecen estar pero no están:

—Ah, sí ... Es que yo estoy tan acostumbrada a las tinieblas. A mi derecha . . . Camine y tropezará con el arcón… Es que nos amurallaron, señor Montero. Han construido alrededor de nosotras, nos han quitado la luz. Han querido obligarme a vender. Muertas, antes. Esta casa está llena de recuerdos para nosotras. Solo muerta me sacaran de aquí… Eso es. Gracias. Puede usted empezar a leer esta parte. Ya le iré entregando las demás. Buenas noches, señor Montero. Gracias. Mire: su candelabro se ha apagado. Enciéndalo afuera, por favor. No, no, quédese con la llave. Acéptela. Confío en usted. —Señora . . . Hay un nido de ratones en aquel rincón . . . —¿Ratones? Es que yo nunca voy hasta allá… —Debería usted traer a los gatos aquí. —¿Gatos? ¿Cuáles gatos? Buenas noches. Voy a dormir. Estoy fatigada. —Buenas noches.

Entre los papeles del General Leck, Andy Rivers descubre varias páginas de pasión erótica entre el resto de material trivial y una frase para recordar:

El general Leck era el hombre atrapado por la pasión en el buque transoceánico; su esposa era la encantadora muchacha criada en el París de la posguerra. Al final de aquella página, Andy leyó la siguiente frase en el francés del general: “En sus brazos, yo era siempre joven, y lo sería para siempre”.

En su habitación Felipe Montero medita sobre el nulo valor histórico de las memorias del general Llorente:

Te desnudas pensando en el capricho deformado de la anciana, en el falso valor que atribuye a estas memorias. Te acuestas sonriendo, pensando en tus cuatro mil pesos. (…) Sabes, al cerrar de nuevo  el folio, que por eso vive Aura en esta casa: para perpetuar la ilusión de juventud  y belleza de la pobre anciana enloquecida. Aura, encerrada como un espejo, como un icono más de ese muro religioso, cuajado de milagros, corazones preservados, demonios y santos imaginados.

En “La cena” de Reyes encontramos esos hermosos y enigmáticos párrafos que remiten a una botánica oculta, alquímica:

Al fin se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de suspiros. (…) -Vamos al jardín. (…) En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial como el de un camposanto. (…) Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.

Más adelante leemos en “Aura” un párrafo que se distancia a la vez que se acerca a la escena del jardín en “La cena”:

—Está bien, señora. ¿Podría visitar el jardín? —¿Cuál jardín, señor Montero? —El que está detrás de mi cuarto. —En esta casa no hay jardín. Perdimos el jardín cuando construyeron alrededor de la casa.      —Pensé que podría trabajar mejor al aire libre. —En esta casa solo hay ese patio oscuro por donde entro usted. Allí mi sobrina cultiva algunas plantas de sombra. Pero eso es todo. (…) Tocas las paredes húmedas, lamosas (…) las hierbas olvidadas que crecen olorosas, adormiladas: las hojas anchas, largas, hendidas, vellosas del beleño: el tallo sarmentado de flores amarillas por fuera, rojas por dentro; las hojas acorazonadas y agudas de la dulcamara; la pelusa cenicienta del gordolobo, sus flores espigadas; el arbusto ramoso del evónimo y las flores blanquecinas; la belladona. Cobran vida a la luz de tu fósforo, se mecen con sus sombras mientras tu recreas los usos de este herbario que dilata las pupilas, adormece el dolor, alivia los partos, consuela, fatiga la voluntad, consuela con una calma voluptuosa.

Luego el amor se torna físico, sexual, y aparece –otra vez-, el quiebre de la realidad. Así en “Aura”:

Alargas tus propias manos para encontrar el otro cuerpo, desnudo, que entonces agitará levemente el llavín que tú reconoces, y con él a la mujer que se recuesta encima de ti, te besa, te recorre el cuerpo entero con besos. No puedes verla en la oscuridad de la noche sin estrellas, pero hueles en su pelo el perfume de las plantas del patio, sientes en sus brazos la piel más suave y ansiosa, tocas en sus senos la flor entrelazada de las venas sensibles, vuelves a besarla y no le pides palabras. Al separarte, agotado, de su abrazo, escuchas su primer murmullo: "Eres mi esposo". Tú asientes: ella te dirá que amanece; se despedirá diciendo que te espera esa noche en su recámara. Tú vuelves a asentir, antes de caer dormido, aliviado, ligero, vaciado de placer, reteniendo en las yemas de los dedos el cuerpo de Aura, su temblor, su entrega: la niña Aura.

Y en “La esposa del General”:

Entonces apareció de nuevo aquella otra imagen mental que le había acosado antes, y cuando su boca cubrió la de él, como si tratara de infundirle vida, se encontró impedida por un espeso borbotón de sangre. Sintió las manos y brazos húmedos, y los huesos rotos del pecho de Tony se le clavaron dolorosamente en su propio pecho… “Perdido…” Su pene se dobló contra el muslo de ella, pequeño y frío; sus brazos la rodeaban inerte, y la sangre había dejado de surgir de su cuerpo… (…) Los brazos que le rodeaban eran débiles, y el delgado cuerpo que la cubría temblaba. El olor de la vejez, no el de la sangre, la rodeó. En el interior de ella murió un debilitado orgasmo. (…) Andy apartó el tembloroso cuerpo del suyo y se encontró mirando el rostro del General.

Llegamos con esto a la triple revelación sobre la verdadera identidad. Tenemos primero en “La cena”:

Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza. -Helo aquí –me dijeron mostrándome un retrato. Era un militar. Llevaba casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. (…) Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz… ¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche. Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.

En “Aura”:

Y detrás de la última hoja, los retratos. El retrato de ese caballero anciano, vestido de militar: la vieja fotografía con las letras en una esquina: Moulin Photographe, 35 Boulevard Haussmann y la fecha 1894. Y la fotografía de Aura: de Aura con sus ojos verdes, su pelo negro recogido en bucles, reclinada sobre esa columna dórica, con el paisaje pintado al fondo: el paisaje de Lorelei en el Rin, el traje abotonado hasta el cuello, el pañuelo en una mano, el polisón: Aura y la fecha 1876, escrita con tinta blanca y detrás, sobre el cartón doblado del daguerrotipo, esa letra de araña:” Fait pour notre dixiéme anniversaire de mariage “ y la firma, con la misma letra, Consuelo Llorente. Verás, en la tercera foto, a Aura en compañía del viejo, ahora vestido de paisano, sentados ambos en una banca, en un jardín.  La foto se ha borrado un poco: Aura no se verá tan joven como en la primera fotografía, pero es ella, es él, es . . . eres tú. Pegas esas fotografías a tus ojos, las levantas hacia el tragaluz: tapas con una mano la barba blanca del general Llorente, lo imaginas con el pelo negro y siempre te encuentras, borrado, perdido, olvidado, pero tú, tú, tú.

Y en “La esposa del General”:

Sus dedos lograron coger una pequeña fotografía cuadrada antes de que se cayera por el borde de la mesa. En ella se veía a un joven parecido a Tony, y a una mujer joven que era ella misma. La mujer de la fotografía que era Laurence Leck poco después de su matrimonio, tenía el mismo rostro que Andy.

Es curiosa la inversión que crea Peter Straub sobre los personajes de Carlos Fuentes. En la dualidad Consuelo-Aura encontramos los aspectos más visibles de la diosa: Deméter (diosa madre) y Perséfone (diosa doncella). El simbolismo de Fuentes es deliberado: el vestido verde de Aura tiene paralelismo con las plantas del jardín, a la vez emblema de fertilidad y fatalidad (son especies usadas por las brujas) y en algún momento se citan sacrificios de machos cabríos en los que la sangre envuelve como vapor; Aura sacrifica la cabra mientras su tía repite con las manos en el aire, con ademanes estáticos, los movimientos del cuchillo que hace su sobrina. Felipe Montero se revela, pues, como un nuevo Dionisio: tercero en los “Misterios de Eleusis” en Grecia, es el dios que resucita (reencarna). Dionisio, un rostro más refinado de otro dios, Pan, el alegre y pastoril dios cornudo con patas de cabra y falo en erección a quien los cristianos transformaron en la viva imagen del Satanás de las brujas del aquelarre. Los personajes masculinos de Peter Straub, al contrario, se vinculan más con el vampiro y los poderes de seducción masculinos. Y en el cuento original de Alfonso Reyes serán los fantasmas de las mujeres los que obren el prodigio: a través de flores vampíricas, que embrujan.  

La película.

Sería en 1966 cuando el italiano Damiano Damiani adaptaría la nouvelle de Fuentes para el guión de su autoría y su largometraje, “La Strega in Amore” (aka “La bruja en amor” [sic] ó “Las diabólicas del amor”). La película no obtuvo una favorable respuesta entre el público mexicano y Luis Buñuel expresó que él hubiera realizado un mejor trabajo con el texto al punto que Carlos Fuentes terminó repudiando la versión de Damiani. La película está situada en Roma y el argumento se decanta por un corriente complot erótico –el género que hoy denominaríamos “thriller erótico”-, en la cual la misma solicitud que se hace en el periódico y que se ha venido dando desde la obra de Fuentes y Straub, por parte de una viuda, indica la naturaleza del film: la traducción de unos libros antiguos del género erótico en la versión para el cine. Es decir, se suprimen las memorias militares de los cuentos y se inicia una recta incursión en los enigmas del sexo. Sergio Logan, un bibliotecario (Richard Johnson en el personaje que corresponde al Felipe Montero de “Aura”), se ve envuelto en una intriga amorosa entre la viuda Consuelo (Sarah Ferrati) y su hija Aura (Rosanna Schiaffino) para que asesine a Fabrizio (Gian Maria Volonté), esposo de Aura. El embrujo obrará efecto en Sergio, por parte de Consuelo, para caer en brazos de Aura y de esta manera poder alcanzar el ofrecimiento de una víctima propiciatoria en la persona de Fabrizio, como expresa Consuelo en determinado momento:

-Yo amo al diablo.

La cinta se abre con Sergio mirando por la ventana a una anciana que parece vigilarlo. Pronto nos damos cuenta que en realidad así es. Coge el periódico y encuentra el anuncio. En cuanto arriba a la mansión y descubre que la mujer del anuncio es la misma que ha ejercido un interés inquietante sobre su persona la película se desarrolla casi en su totalidad de “puertas para adentro”. La atmósfera por la cual se decide Damiani es la del gótico: extraños rituales (gatos ahorcados), el cadáver momificado del esposo de la anciana viuda (cual moderna “Barba Azul”), el sospechoso comportamiento de los personajes o los rumores sobre los misterios de la casa por parte de los vecinos.     El filme contiene varios aciertos –desde el estricto punto de vista cinematográfico-, que van desde el uso de luces y sombras, los primeros planos a la anatomía de la seductora Rosanna Schiaffino (denominada “la nueva diosa italiana del sexo” en la década de los años 60´s del Siglo XX) que recuerda las mejores interpretaciones de la hermosa Barbara Steel, la actriz fetiche del cine de horror italiano (en las realizaciones de Mario Bava) y las elegantes locaciones en que se rodó. Su director, Damiano Damiani (fallecido en marzo de 2013), cuyas cintas como “La isla de Arturo” (L´ isola di Arturo, 1962), la extraña historia de un joven que habita una isla para él solo, habían logrado un aura de respetabilidad intelectual y otras en la línea de la ideología de izquierdas con títulos como “Yo soy la revolución” (El Chucho: Quien sabe?, 1966), situada durante el periodo de la Revolución Mexicana, había ya explorado un cierto erotismo con su ópera prima “El lápiz de labios” (Il rosetto, 1960), que a la vez anunciaba sus películas policiacas posteriores como “Confesiones de un comisario” (Confessione di un commissario di polizia al procuratore della repubblica, 1971).         Vemos cómo se nos presenta una línea argumental que comienza con la fantasmal Amalia de “La cena”; la hechicera Aura de la nouvelle del mismo título; Andy, la amada y víctima –encontrada y una vez más perdida-, del vampiro de “La esposa del General” y la vulgar “femme fatale” de “La Strega in Amore” cuya madre, Consuelo, será la verdadera bruja enamorada, experta en herbolaria y satanista para finalizar –hasta ahora-, con una incursión decadente de parte del cine sobre un tema arquetípico que es la mujer como iniciadora. La mujer abre las puertas de la noche. Es conductora. Es lo que nos ha venido diciendo Aura a través de sus varias encarnaciones (fantasma, bruja, amante de vampiros, mujer fatal). Ella es capaz de abrir los ojos al varón dormido (o en franco deterioro en su viaje a través del tiempo en el caso de la Andy de Straub), de mostrarle su identidad, de deificarle. Pero no se trata de cualquier mujer: para iniciar hay que ser un iniciado, sólo entonces se cumplen las palabras del epígrafe de Jules Michelet (2) con que Fuentes abre su proverbial narración:

“El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses.  Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer...”

Sin embargo hay que leer las palabras anteriores a esta cita que nos da el mismo Michelet al inicio de su obra para entender la naturaleza de la eterna Amelia-Aura-Andy que, sabemos, no demorará en volver a cambiar de rostro:

“Las brujas lo son por naturaleza”. “Es un don peculiar de la mujer y su temperamento. Por nacimiento de un hada, por la periodicidad de su éxtasis, se convierte en sibila. Por amor, se convierte en hechicera. Por sutileza, a menudo para obtener un beneficio, se convierte en una bruja”.

Y esta es la clave.  

Notas:

(1)    Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán usaron el seudónimo conjunto de “Fósforo” para sus prototípicas crónicas del cine mudo, posteriormente, en un claro homenaje, Carlos Fuentes usaría el seudónimo “Fósforo Dos” para el mismo quehacer. (2)    Jules Michelet, La bruja en la Edad Media. Carlos Fuentes, Aura. Versión en PDF online
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martes, 3 de febrero de 2015

El momento literario de los contemporáneos Por José Luis Martínez.


El momento literario de los contemporáneos
Por José Luis Martínez.
Dueño de una proverbial erudición, el crítico e historiador mexicano José Luis Martínez, cuya biblioteca es la memoria viva de nuestras letras, hace en este ensayo la radiografía precisa de los Contemporáneos, el "grupo sin grupo" o primera generación moderna de nuestra literatura.


Comencemos por registrar quiénes fueron los Contemporáneos. Propongo este grupo estricto de nueve escritores: Carlos Pellicer (1897-1977), Bernardo Ortiz de Montellano (1899-1949), Enrique González Rojo (1899-1939), José Gorostiza (1901-1973), Jaime Torres Bodet (1902-1974), Xavier Villaurrutia (1903-1950), Jorge Cuesta (1903-1942), Salvador Novo (1904-1974) y Gilberto Owen (1905-Filadelfia, 1952).
En torno a ellos, deben considerarse quince más también notables: Ermilo Abreu Gómez (1894-1971), José Martínez Sotomayor (1895-1980), Eduardo Villaseñor (1896-1978), Eduardo Luquín (1896-1971), Bernardo J. Gastelum (1896-1982), Samuel Ramos (1897-1959), Octavio G. Barreda (1896-1964), Carlos Díaz Dufoo Jr. (1898-1932), Anselmo Mena (1899-1950), Agustín Lazo (1900-1971), Elías Nandino (1900-1993), Celestino Gorostiza (1901-1973), Enrique Munguía (1902-Ginebra, 1940), Alfonso Gutiérrez Hermosillo (1905-1935) y Rubén Salazar Mallén (1905-1986).
     Entre ellos, el de vida más corta fue Gutiérrez Hermosillo: treinta años. El más longevo, Nandino, que murió a los 93 años. Y hubo cuatro suicidas: Díaz Dufoo Jr. a los 34 años, Munguía a los 38, Cuesta a los 39 y Torres Bodet a los 72 años; y acaso Villaurrutia a los 47. Su edad promedio de vida apenas llega a los 56 años.
     Aunque la mayoría hizo estudios superiores, con la excepción de González Rojo, que fue abogado, ninguno más tuvo un título académico. Entre los del segundo grupo, fueron abogados Martínez Sotomayor, Mena, Villaseñor y Salazar Mallén, y médicos Gastelum y Nandino. Todos pertenecían a familias de clase media. Con la excepción de Pellicer que era poco libresco, los demás Contemporáneos del primer grupo leían el francés y el inglés e hicieron traducciones de escritores de esas lenguas. Villaurrutia, Novo y Lazo añadían autores italianos (Pirandello, Botempelli) entre sus aficiones.
     Publicaron tres revistas literarias. Torres Bodet y Ortiz de Montellano dirigieron La Falange (1922-1923), inclinada a la línea poética de González Martínez; y Novo y Villaurrutia, Ulises (1927-1928), vanguardista. Unidos, hicieron Contemporáneos (1928-1931), una de las más notables revistas literarias de México. Los patrocinó el doctor Gastelum, secretario de Educación y de Salubridad. Inicialmente, los editores además del patrocinador, eran Torres Bodet, Ortiz de Montellano y González Rojo, y del número 10 al 42-43, final, el director fue sólo Ortiz de Montellano.
     Además de dar a conocer las obras del grupo, en Contemporáneos se recogieron estudios y textos de literatura mexicana, piezas teatrales y se divulgaron las obras de un grupo de nuevos pintores: Roberto Montenegro, Rufino Tamayo, Julio Castellanos, Miguel Covarrubias, Manuel Rodríguez Lozano, María Izquierdo, Agustín Lazo, Carlos Mérida, Carlos Orozco Romero, y un fotógrafo excepcional, Manuel Álvarez Bravo. Estos artistas renunciaban a lo monumental y propagandístico instaurado por los muralistas (Rivera, Orozco y Siqueiros) y se esforzaban por volver a un arte menos ambicioso y más limitado e intenso.
     También les interesó el teatro. Novo, Villaurrutia y Owen, en 1928, formaron una especie de compañía que llamaron Teatro de Ulises, para difundir la vanguardia teatral del mundo. Los patrocinó Antonieta Rivas Mercado con un local en la calle de Mesones en el que cabían cincuenta personas de público. Además de escribir teatro, los creadores del grupo dirigían la puesta en escena, traducían obras extranjeras recientes de Cocteau, O'Neill, Roger Marx, Vildrac, Lord Dunsany y Claudel, y algunas veces actuaban. Las esceno-grafías y los vestuarios los diseñaban Montenegro, Rodríguez Lozano, Castellanos y Lazo. En los elencos sobresalieron actrices como Clementina Otero e Isabela Corona, que luego tuvieron largas carreras teatrales.
     Las obras del grupo principal tienen extensiones diversas. Las más numerosas son las de Torres Bodet y Novo, con alrededor de cincuenta libros cada uno; las de Pellicer y Villaurrutia tienen extensiones medias, con unos quince títulos cada uno, de los cuales, los de Pellicer se han concentrado recientemente en los tres gruesos volúmenes de su poesía y los de Villaurrutia en el tomo antiguo del FCE. Las obras de Cuesta se han reunido en cinco tomos. Los libros de Ortiz de Montellano, de Gorostiza, de González Rojo y de Owen caben en un volumen cada uno. Ahora, los nueve Contemporáneos básicos están bien editados, con la excepción de González Rojo cuya edición de 1987 es desordenada y confusa.
     Suele decirse que los Contemporáneos eran homosexuales. De los nueve principales lo fueron tres de los más notables: Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia y Salvador Novo, el cual escribió un relato —que guardó inédito— de sus experiencias en este campo. Los otros seis fueron heterosexuales, y todos defendieron la libertad moral del individuo siguiendo el pensamiento de André Gide.
     Además de escribir, los Contemporáneos trabajaron en la diplomacia, el magisterio y el periodismo. González Rojo y Owen tuvieron puestos modestos en el Servicio Exterior de México, mientras que Torres Bodet y Gorostiza llegaron a ser secretarios de Relaciones Exteriores. Don Jaime fue un funcionario prominente pues, además, fue secretario de Educación Pública en dos ocasiones, director general de la unesco y embajador en París. Pellicer fue maestro de literatura en las secundarias y organizador de museos. Torres Bodet explicó la novela francesa en la Facultad de Filosofía y Letras, y Novo y Villaurrutia fueron maestros de cuestiones teatrales. Cuesta escribió comentarios políticos en El Universal y Novo fue un periodista de gran prestigio en diarios y revistas. A partir de 1937 y hasta su muerte en 1974, a lo largo de seis sexenios presidenciales, de Cárdenas a Díaz Ordaz, en las revistas Hoy, Mañana y Siempre! y en diez tomos (edición de Conaculta arreglada por José Emilio Pacheco y otros), Salvador Novo escribió sin interrupción "La Semana Pasada" para dejarnos una crónica admirable de la vida de México a través de su propia vida.
     Aunque algunos de ellos hayan comenzado a escribir desde los primeros veintes (Pellicer, Novo, Torres Bodet), su acción como grupo se inicia en 1927, con la revista Ulises, de Novo y Villaurrutia, y se extenderá hasta 1932, con la aparición y supresión de la revista Examen, de Jorge Cuesta, consignada judicialmente por la publicación de una novela de Salazar Mallén, con palabrotas. El juez Jesús Zavala los exoneró de culpa. Ese mismo año de 1932, una encuesta periodística que preguntaba si estaba en crisis la literatura de vanguardia provocó la intervención de varios de nuestros poetas, aunque la polémica principal fue de dos escritores nacionalistas, Héctor Pérez Martínez y Ermilo Abreu Gómez, contra el entonces diplomático Alfonso Reyes al que acusaban de ignorar los temas mexicanos.
     El campo propio de los Contemporáneos fue la literatura de vanguardia. Sin embargo, tuvieron el acierto de no proscribir la atención al resto de nuestras letras. Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán, que iniciaban entonces la novela de la Revolución, colaboraron en Contemporáneos. Don Mariano dio a esta revista anticipos de las novelas "vanguardistas" que escribía en estos años, y participó en un número de homenaje a Proust. Y Abreu Gómez, antes de volverse contra el elitismo de los Contemporáneos, fue un colaborador constante de la revista, con 26 trabajos dedicados en su mayor parte a temas coloniales, Sor Juana, Alarcón y Sigüenza y Góngora. Abriéronse también a la generación española de 1927 y coetáneos, pues Alberti, Altolaguirre, Dalí, Diego, Azaña, Enrique Diez-Canedo y León Felipe participaron en la revista; lo mismo que los hispanoamericanos Cardoza y Aragón, Borges, Huidobro, Ibarbourou, Mañach, Marinello, Neruda y Torres Rioseco.
     Las traducciones que aparecieron en Contemporáneos, sobre todo de franceses y de habla inglesa, fueron muy importantes. Recordemos, entre las más notables, las de T. S. Eliot, de quien se publican dos de sus grandes poemas, El páramo (The Waste Land), traducido por primera vez por Enrique Munguía, y "Los hombres huecos", por León Felipe; y Mañanas en México, de D. H. Lawrence y Anábasis de Saint-John Perse, traducidos por Barreda. Hay poemas de William Blake y de Langston Hugues traducidos por Villaurrutia, y de Jules Supervielle por Alberti. Y se publican textos de Paul Valéry sobre la poesía, y de André Maurois sobre La conversación, en traducción de Gorostiza. Pero, junto a esta ojeada a la literatura del mundo, lo sustancial de Contemporáneos eran los "Nocturnos" y los ensayos de Villaurrutia y los de Cuesta, de Ramos y de Torres Bodet; los poemas de Novo, Pellicer y Owen, y las notas de Ortiz de Montellano, quien da a conocer el Romancero gitano de García Lorca, se ocupa de los "Antiguos cantares mexicanos" y saluda a la revista de Guadalajara, Bandera de Provincias. Y de los escritores mayores, en Contemporáneos hay poemas y ensayos de Alfonso Reyes y de Torri, de Toussaint, de Romero de Terreros, de Pérez Salazar, de Mendizábal, de Mediz Bolio e ilustraciones con las últimas obras de José Clemente Orozco.
     Los caracteriza una preocupación exclusivamente literaria, aunque Cuesta añada la política y Torres Bodet, más adelante, la educación y la cultura. Predominan las letras francesas, las del grupo de la Nouvelle Revue Français, encabezadas por André Gide, y los poetas Valéry, Cocteau, Supervielle y Éluard, y los prosistas Proust, Giraudoux, Morand, Maurois y Valéry Larbaud. También eran adictos a la poesía española de Juan Ramón Jiménez, de Antonio Machado, a los poetas y prosistas de la generación de 1927 y a las ideas estéticas de la Revista de Occidente, de Ortega y Gasset. Los aficionados al teatro, Novo, Villaurrutia y Lazo, preferían la literatura inglesa, estadounidense e italiana: O'Neill, Lord Dunsany, Eliot, Pound, Joyce, Pirandello y Joseph Conrad, que leía Novo desde los primeros veintes. Y comenzaban a figurar los hispanoamericanos: Borges, Neruda, Girondo y Mallea. Y casi todos deben mucho al ejemplo de la rica y flexible prosa de Alfonso Reyes, cuyos libros llegaban de España y de sus embajadas en Suramérica, y a su incitación hacia todos los caminos del mundo.
     Nacidos en su mayoría en los primeros años del siglo XX, los libros culminantes de poesía de los Contemporáneos, obsesionados por la muerte, aparecen cerca del año de 1937, en el mediodía de sus vidas, en una nómina de calidad impresionante: de Carlos Pellicer, Hora de junio, 1937, y Recinto, 1941; de Bernardo Ortiz de Montellano, Muerte de cielo azul, 1937; de Enrique González Rojo, "Estudio en cristal", 1936—?; de José Gorostiza, Muerte sin fin, 1939; de Jaime Torres Bodet, Cripta, 1937; de Xavier Villaurrutia, Nostalgia de la muerte, 1938; de Jorge Cuesta, "Canto a un dios mineral", 1938-1942; y de Gilberto Owen, "Perseo vencido", 1942. El mejor libro de poesía de Salvador Novo —extraordinario prosista— es anterior: Nuevo amor de 1933.
     El periodo de mayor actividad pública de los Contemporáneos, digamos de 1927 a 1940, coincide con gobiernos que no hacen mucho caso de la vida literaria. No disfrutaban, pues, de apoyos externos. No puedo precisar, por ejemplo, de qué vivían Villaurrutia, Ortiz de Montellano y Cuesta, que no eran empleados públicos ni tenían profesiones como Novo, que vivía del periodismo y luego de la publicidad. Barreda tenía un puesto administrativo en la Secretaría de Economía que, con el consentimiento del secretario Gaxiola, le permitía publicar en los Talleres Gráficos de la Nación las revistas que patrocinó y, a quienes las cuidábamos, darnos modestos cargos de barrenderos (Antonio Magaña Esquivel, Alí Chumacero y yo los disfrutamos). Pero todos podíamos vivir decorosamente.
     De los escritores de la generación del Ateneo, a principios de siglo, los Contemporáneos aprendieron la sobriedad, la entrega apasionada a su vocación literaria, la búsqueda de la perfección formal y el rigor y la vocación universal del conocimiento. Como los ateneístas, fueron la otra generación excepcional en las letras mexicanas que creó obras maestras que son nuestro orgullo. -Leído en la inauguración del ciclo Los Contemporáneos hoy,
organizado por la Alianza Francesa de México, en enero de 2000.
http://www.letraslibres.com/revista/convivio/el-momento-literario-de-los-contemporaneos

lunes, 2 de febrero de 2015

El extranjero. Albert Camus. Estudio crítico. Rafael López Franco


Albert Camus (Mondovi, 7 de noviembre de 1913 — Le Petit Villeblevin, Francia, 4 de enero de 1960) fue un novelista, ensayista, dramaturgo y filósofo francés nacido en Argelia.
En su variada obra desarrolló un humanismo fundado en la conciencia del absurdo de la condición humana. En 1957, a la edad de 44 años, se le concedió el Premio Nobel de Literatura por «el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de hoy».
Nació en una familia de colonos franceses (pieds-noirs) dedicados al cultivo del anacardo en el departamento de Constantina. Su madre, Catherine Hélène Sintes, nacida en Birkadem (Argelia), y de familia originaria de Menorca, era analfabeta y casi totalmente sorda. Su padre, Lucien Camus trabajaba en una finca vitivinícola, cerca de Mondovi, para un comerciante de vinos de Argel, y era de origen alsaciano como otros muchos pieds-noirs que había huido tras la anexión de Alsacia por Alemania tras la Guerra Franco-Prusiana. Movilizado durante la Primera Guerra Mundial, es herido en combate durante la Batalla del Marne y fallece en el hospital de Saint-Brieuc el 17 de octubre de 1914, hecho que propicia el traslado de la familia a Argel a casa de su abuela materna. De su progenitor, Albert, sólo una fotografía y una significativa anécdota: su señalada repugnancia ante el espectáculo de una ejecución capital. Ubicados en Argel, Camus realiza allí sus estudios, alentado por sus profesores, especialmente Louis Germain en la escuela primaria, a quien guardará total gratitud, hasta el punto de dedicarle su discurso del Premio Nobel; y también Jean Grenier, en el instituto, quien lo inició en la lectura de los filósofos, y especialmente le dio a conocer a Nietzsche.
Comenzó a escribir a muy temprana edad: sus primeros textos fueron publicados en la revista Sud en 1932. Tras la obtención del bachillerato, obtiene un diploma de estudios superiores en letras, en la rama de filosofía. La tuberculosis le impide participar en el examen de licenciatura.
En 1935 comenzó a escribir El revés y el derecho que fue publicado dos años más tarde. En Argel funda el Teatro del Trabajo que en 1937 reemplaza por El Teatro del Equipo. En esos años Albert Camus abandona el Partido Comunista por serias discrepancias, como el Pacto germano-sovietico y su apoyo a la autonomía del PC de Argelia respecto al Partido Comunista Francés.
Entra a trabajar en el Diario del Frente Popular, creado por Pascal Pia: su investigación La miseria de la Kabylia tiene un resonante impacto. En 1940 el Gobierno General de Argelia prohíbe la publicación del diario y maniobra para que Camus no pueda encontrar trabajo. Camus emigra entonces a París y trabaja como secretario de redacción en el diario Paris-Soir. En 1943 trabaja como lector de textos para Gallimard, importante casa editorial parisina, y toma la dirección de Combat cuando Pascal Pia es llamado a ocupar otras funciones en la Resistencia contra los alemanes.
El anarquista Andre Prudhommeaux lo presentó, en 1948, por primera vez, en el movimiento libertario, en una reunión del Círculo de Estudiantes Anarquistas, como simpatizante que ya estaba familiarizado con el pensamiento anarquista. Camus escribió a partir de entonces para publicaciones anarquistas, siendo articulista de Le Libertaire (precursor inmediato de Le Monde libertaire), Le révolution proletarienne y Solidaridad Obrera (de la CNT.) Camus, junto a los anarquistas, expresó su apoyo a la revuelta de 1953 en Alemania Oriental. Estuvo apoyando a los anarquistas en 1956, primero a favor del levantamiento de los trabajadores en Poznan, Polonia, y luego, en la Revolución húngara. Fue miembro de la Fédération Anarchiste.
Su ruptura con Jean-Paul Sartre tiene lugar en 1952 tras la publicación en Les Temps Modernes del artículo que éste encargó a Francis Jeanson, donde reprochaba a Camus que su rebeldía era "deliberadamente estética". En 1956, en Argel, Camus lanza su "Llamada a la tregua civil", pidiendo a los combatientes del movimiento independentista argelino y al ejercito francés, enfrentados en una crudelísima guerra sin cuartel, el respeto y la protección sin condiciones para la población civil. Mientras leía su texto, afuera, una turba heterogénea lo injuriaba, y pedía su muerte a gritos. Para él, en aquella guerra, su lealtad y su amor por Francia, no impedía el cabal conocimiento de la injusticia que vivía el pueblo argelino, depauperado y humillado, como tampoco podía impedir su amor por Argelia que se reconociera deudor de una lengua, una cultura y una sensibilidad política y social indisolublemente unidas a Francia.
Existen corrientes de opinión que afirman que esta ruptura nunca tuvo lugar realmente. La confusión entre las cartas a Sartre enviadas en la década del 1932 al 1954 fue el indicador de que Camus negaba su influencia, achacándola a 'malentendidos intencionados'. Futuras indagaciones siembran dudas sobre la autoría real de esas cartas.

Al margen de las corrientes filosóficas, Camus elaboró una reflexión sobre la condición humana. Rechazando la formula de un acto de fe en Dios, en la historia o en la razón, se opuso simultáneamente al cristianismo, al marxismo y al existencialismo. No dejó de luchar contra todas las ideologías y las abstracciones que alejan al hombre de lo humano. Lo definió como la Filosofía del absurdo, además de haber sido un convencido anarquista, dedicando parte importante de su libro "El hombre rebelde" a exponer, cuestionar y filosofar sobre sus convicciones, y demostrar lo destructivo de toda ideología que proponga una finalidad en la historia.
Camus murió el 4 de enero de 1960, en un accidente de coche cerca de Le Petit-Villeblevin. Entre los papeles que se le encontraron había un manuscrito inconcluso, El primer hombre, de fuerte contenido autobiográfico y gran belleza. Camus fue enterrado en Lourmarin, pueblo del sur de Francia donde había comprado una casa.
Biografía extraída de {http://es.wikipedia.org/wiki/Albert_Camus}

Introducción
La primera novela de Albert Camus, El Extranjero, publicada en 1937 posee, entre varias particularidades, la de ser, además la más ampliamente difundida de las obras del escritor argelino. Expresa una cierta  peculiaridad hipnótica que, aunada al ritmo y la brevedad de la narración, logra convertirla en uno de esos escasos libros que se hacen leer de un tirón. Desde el primer párrafo Camus nos sumerge en el terreno de lo absurdo que, sin embargo, nos resulta siniestramente familiar pues tal absurdo es un fiel reflejo de la existencia del hombre moderno, en la que lo cotidiano y lo extraordinario, lo predecible y lo inexplicable se alternan de manera aleatoria, simplemente suceden y el aparente carácter caótico que determina y moldea toda esa absurda sucesión de fenómenos absurdos.
Partiendo del absurdo como condición existencial primaria y destino ineludible del protagonista, el autor desarrolla una crítica elegantemente mordaz e implacable de valores de la sociedad burguesa, sumando absurdo tras absurdo expresados mediante la sacralización de la muerte, la piedad artificial de los ritos funerarios y del propio luto, así, como las conductas individuales y colectivas que los legitiman conformando un ineludible círculo vicioso de prejuicios, hipocresía e ignorancia malintencionada del cuál, una vez dentro, es absolutamente imposible escapar, pues de principio a fin, de la cuna a la tumba cada existencia individual corresponde a la concretización subjetiva de lo absurdo como rasgo definitorio y definitivo del hombre y del cosmos.
   Tema recurrente en toda su obra, el sistema Judicial es la representación última de la más absurda pretensión del hombre: creerse capaz de distinguir valor alguno en las acciones de sus semejantes y llegar a la pretensión de poder ejercer la justicia. Así dentro de la teatralidad total que es la existencia individual se representa un segundo drama: una trágica pantomima con niveles aún más patéticamente  perversos de falsedad y teatralidad. En este teatro de la crueldad el actor por antonomasia, el histrión último es el juez, impostor de Dios, representación de la incurable necedad del hombre que, ciego a la verdad, se cree capaz de ejercer la justicia.
Resumen del argumento
El argumento del "extranjero" es muy sencillo: Meursault, un chico joven recibe un telegrama anunciando la muerte de su madre, a quien había decidido enviar a un asilo de ancianos puesto que, como admitirá ulteriormente, ya no tenían más nada que decirse. El joven Meursault toma un par de días de descanso de su trabajo, el autor no da una idea concreta de cual es su trabajo (solo que se encuentra en una oficina en el puerto), y asiste al funeral de su madre durante el cual no siente ni manifiesta congoja alguna y sólo le incomoda el calor implacable del verano argelino y el no poder fumar delante del féretro. De vuelta en la ciudad se encuentra con una antigua compañera de trabajo con quien inicia una relación y a la que manifiesta estar dispuesto a casarse con ella a pesar de estar convencido de no amarla (da la impresión que solo sea una relación de placer propio.) En esos días traba amistad con Raymond, un sujeto que aparenta ser un proxeneta y que se halla en problemas con un grupo de árabes. En un paseo a la playa el nuevo amigo de Meursault es amenazado por un grupo de árabes, pasado el incidente Meursault regresa a confrontar a sus adversarios, revolver en mano y deslumbrado por el sol dispara varias veces sobre uno de ellos hasta matarlo.
Meursault es procesado en una atmósfera absurda y en el Tribunal se establece que no ha llorado por la muerte de su madre, que tiene relaciones sexuales extramaritales con una mujer apenas dos días tras el fallecimiento de su progenitora y, según su propio testimonio, que ha disparado contra el árabe porque le dolía la cabeza y la luz del sol le había deslumbrado. Es hallado culpable y condenado a muerte. Frente al capellán de la prisión, la víspera de su ejecución manifiesta su ateísmo, su falta de temor ante la muerte y la conciencia de la indiferencia absoluta entre morir un día u otro, en aquel momento o cincuenta años más tarde. Su único deseo, al final, es acudir al patíbulo rodeado por los gritos de odio de la multitud enfebrecida.
El protagonista
Meursault, un juego de palabras ligado a la relación que tenía con el clima de su Argelia natal, (constituido por las palabras mar y sal/meur et sault.) Es el héroe absurdo prototípico, más que un solitario, un náufrago desolado a la merced de las olas de un absurdo mayor que el propio: la sociedad. Carece de la hipocresía básica necesaria para sobrevivir en la sociedad burguesa, pero no apela con esto a anhelo alguno de virtud, su sinceridad y honestidad, extrema hasta la ingenuidad, es producto de la relación absurda entre dos entes absurdos: el hombre y el mundo, y nace de la respuesta natural del sujeto humano ante tal estado de cosas, la indiferencia. Meursault no es un intelectual amargado, por el contrario es un joven lleno de vitalidad, con el hedonismo egocéntrico propio de los veinte y tantos años, abraza la vida en cuanto se le ofrece con la espontaneidad, tan natural que parece que tenga una pasividad exultante ante todo. Así acepta el amor de Maria, la amistad de Raymond, el regalo ardiente del sol en medio de la frescura del mediterráneo. Esta manera de ser cargada de sensualismo marca todos sus actos, incluyendo los más "trascendentales", en un mundo en el que nunca se molesta en subrayar dada lo obvio de su naturaleza, como son el homicidio y la propia muerte.{ Meursault prefigura el Sísifo sonriente que años más tarde concebirá Camus en su optimista apologética del absurdo Le myth de Sysiphe.} – Frase extraída de la biografía de las primeras páginas del libro.
"Mersault pues es considerado desde mi más humilde opinión como un personaje extraño, intrigante, misterioso, absurdo ya que no mantiene una relación con la sociedad dentro de lo que se considera lo normal, su frialdad despierta curiosidad por saber más, por intentar escudriñar página a página el por qué, quien es y que es lo que hace que tenga está animadversión por la vida. Un ser extraño que crea una curiosidad insaciable que hace que se lea la novela de un tirón."

Resumen de la novela por capítulos

Capitulo I
Los hechos ocurren en Argel. El protagonista, Meursault recibe un telegrama en el que se le informa que su madre ha fallecido. Debe partir hacia Marengo, donde se encuentra el asilo de ancianos, lugar en el que se hallaba su madre. Pide permiso a su patrón y emprende el viaje.Una vez en el asilo, él esta centrado en sus preocupaciones, se niega a ver el cuerpo de su madre y realiza reflexiones que demuestran su indiferencia ante un hecho de tanta importancia. En lugar de llorar a su madre, de expresarle su dolor, conversa con el conserje, sobre Paris. Fuma, se mantiene distante con los amigos de su madre que vienen a participar del velorio, le molesta el llanto de una de las mujeres. Se duerme. El entierro le resulta pesado, tortuoso por el calor de la jornada. Una vez concluido regresa a Argel con alegría pensando solamente en dormir. Nada hubo en él que expresara aflicción, pesar. Había muerto su madre, sin embargo, todo fue un trámite.

Capitulo II
Al despertar y darse cuenta que es sábado, siente el gozo de saber que tiene aun dos días de "vacaciones" (en realidad es el permiso que pidió a su jefe por la muerte de su madre) y decide ir a bañarse al mar. Se encuentra con Maria Cardona, antigua mecanógrafa de su oficina, por la que había sentido deseos en el pasado. La invita al cine y luego pasa la noche con ella. Habían transcurrido pocas horas del entierro de su madre. Sin embargo, no pareció importante. En cambio, a Maria le impresionó, aunque no hizo ningún comentario. Él, entendía que no era su culpa; ya se había disculpado con su patrón. Con ella no se disculparía.Llega el domingo, describe la gente que pasa por la calle, reflexiona acerca de lo que harán y donde irán y también expresa el aburrimiento que le provoca ese día. Pensó que ya era un domingo menos, que su madre estaba ahora enterrada, que volvería a su trabajo. Nada había cambiado. El vacío que vive es extremo. No hay ninguna expresión de sensibilidad en sus reflexiones. Todo en él acontece como en forma autómata, fría muy fría.

Capitulo III
Vuelve a su trabajo. Su patrón lo saluda por el luto y le pregunta por la edad de su madre. No la recuerda. Da una edad aproximada. Demuestra aquí un gran desamor por ella. Algo extraño, sus afectos no significan mucho, pero si el hacho de que la toalla que utiliza para secar sus manos, esté húmeda por la tarde. Sale a almorzar con un amigo, duerme un poco y luego regresa a la oficina. Al regresar a su casa, se encuentra con Salamano, un vecino viejo que tiene un perro sarnoso e enfermo de la piel. Describe la relación entre ambos. A continuación se encuentra con Raymond Sintes, un segundo vecino que lo invita a comer algo en su habitación. Raymond le cuenta una historia que ha vivido con una amante. Lo escucha pero casi sin interesarse por el relato. Por eso, cuando Raymond le pide consejo, le responde con oraciones breves y ante la propuesta de escribir la carta, responde afirmativamente de la misma forma que hubiera rechazado.
Le era indiferente hacerlo o no. No le molestaba. Una vez terminada, vuelve a su departamento y escucha gemir al perro del viejo Salamano. A Meursault le daba lo mismo ser su camarada que no serlo. Total imparcialidad.

Capitulo IV
Trabajó mucho toda la semana. Fue dos veces al cine con Emmanuel, el sábado va nuevamente a la playa y pasan la noche juntos. El domingo almuerzan juntos. Sienten una discusión en la habitación de Raymond. Allí le cuenta a Maria la historia del amante del vecino. Termina interviniendo la policía. Él, debe salir de testigo, afirma que le "da lo mismo" aunque no sabia que debía decir. Cuando regresan se encuentran con Salamano que había extraviado su viejo perro. Su consuelo hacia el vecino es muy técnico, solo hace mención a la actitud de la perrera. No es capaz de captar la soledad y el dolor de Salamano.
Capitulo V
Un día en el que recibió varias propuestas: Raymond lo invita a pasar el domingo en una cabaña en la paya de un amigo, cerca de Argel. El patrón le propone enviarlo a una oficina que instalará en Paris. Meursault expresa que le da igual. Ante la pregunta de su jefe si no le interesa un cambio de vida, responde que nunca se cambia de vida, que todas valían lo mismo. He aquí la absoluta indiferencia. Su jefe observa que jamás responde directamente que no tiene ambiciones. Por la tarde Maria le pregunta si quería casarse con ella. Nuevamente la respuesta es: "me da igual". No hay en él "sí" o "no". Pareciera que nada tiene sentido, nada le importa lo suficiente como para jugarse en una decisión personal única y responsable. Maria lo ama y se lo dice; él ciertamente no la quiere y lo dice. Para él, el matrimonio no es cosa seria. Pero si ella desea casarse él lo haría cuando ella lo disponga.Cena en el bar de Celeste, una extraña mujercita se sentó a su mesa, pidió la cena y extrajo una revista radiofónica en la que marco las emisiones. Esto le llamo la atención a Meursault. Por ello al salir ella, él como no tenia nada que hacer, salió también y la siguió. Termino por perderla entonces, volvió a su casa, encuentra a Salamano desolado por la perdida de su perro. Habla con él, lo escucha, se aburre pero como no tiene nada que hacer, ni sentía sueño, se queda con su vecino. No es el afecto ni la preocupación del otro lo que lo hacen quedar con Salamano. Sólo para poder dejar pasar las horas.
Capitulo VI
Llego el domingo. Raymond, Maria y él marchan hacia la cabaña de la playa de Masson. Al salir, enfrente había un grupo de árabes, entre ellos estaba el hermano de la joven a la que Raymond golpeo. Sin embargo, no les dieron importancia. Siguieron su camino. Se bañan, almuerzan y luego los tres hombres salen a caminar. Se cruzan con dos árabes, que vienen tras Raymond a vengar la paliza que le dio a su amante. Raymond es herido. Lo llevan a un medico. Nuevamente vuelve a salir con Meursault y se encuentra otra vez con los árabes Raymond saca un arma pero no la dispara. Meursault se la pide. Regresan, pero él no quiere encontrarse con las mujeres y decide seguir caminando. El sol le molestaba, el calor lo sofocaba. Encuentra al árabe que hirió a Raymond, le muestra su cuchillo y él dispara. Meursault comprende que destruyó el equilibrio del día. Por primera vez un domingo fue diferente para él. Había sido feliz. Disparo cuatro veces más sobre el cuerpo y reconoce que así llama a la puerta de la desgracia, ya que esto lo condenara seguramente.

Segunda Parte
Capitulo I
Es llevado a un juez de instrucción e interrogado. No había escogido abogado, ja que otra vez daba muestras de total indiferencia, por lo tanto le envían un letrado de oficio. El abogado decide ayudarlo, pero Meursault, absolutamente sincero le afirma que perdió la costumbre de interrogarse, de reflexionar. Su abogado le pregunta si sintió dolor el día del entierro de su madre. Los instructores saben de las muestras de insensibilidad de ese día y harán hincapié en ello el día del juicio. El abogado no logró convencerlo de decir que ese día había reprimido sus sentimientos naturales. Al poco tiempo, compadece nuevamente ante el juez. El juez buscaba el arrepentimiento de él, pero ni siquiera ante el crucifijo, se conmovió. Afirma no creer y más que culpable o arrepentido se confiesa aburrido. El juez resultaba ser una persona muy exaltada y preocupada por la pasividad de MeursaultLas visitas del juez continuaron, pero él no le prestaba atención, estaba cansado de contar siempre lo mismo.
Capitulo II
Maria lo visita por primera y única vez ya que se lo prohibían por no ser su mujer. Allí comienza a sentir que está prisionero.Aquí describe las sensaciones que siente en la prisión: la falta de una mujer, la prohibición de fumar, la falta de libertad. Reflexiona sobre el paso del tiempo estando encerrado. Por primera vez, algo parece importarle. Es el castigo, pero, confiesa no sentirse desgraciado. El único problema era matar el tiempo y para ello comenzó a recordar. Así terminó por no aburrirse. Confiesa que con las horas de sueño, los recuerdos, la lectura de una historia seca y la alternancia de la luz y la sombra discurrió el tiempo. Habían pasado cinco meses.
Capitulo III
Comienza su juicio. El abogado le informa que no es el más importante porque hay otro caso: homicidio (este caso ha atraído a muchos periodistas, Meursault hace referencia a el ambiente de desparpajo y normalidad que hay entre los periodistas.) Este último concentró la atención de los periodistas, por ello hay mucha gente. Al entrar al juzgado le da la sensación de estar en un club. Todos se conocen, se saludan; él se siente un intruso, pero está tranquilo. Hasta que escucha los nombres de los testigos: el director y el conserje del asilo, Raymond, Massou, Salamano, Maria. Comienza a ser interrogado por el fiscal que hace hincapié en el tema de la madre, porque la llevó al asilo. Luego toma testimonio al director y al conserje del asilo. Ambos hablaron de su negación a ver el cuerpo, que no lloró, que se fue inmediatamente después del entierro sin recogerse ante su tumba, ni siquiera sabía la edad de su madre. El fiscal ante estas respuestas experimentó una sensación de triunfo. Meursault se da cuenta de que las cosas no van resultando a su favor porque no solo se lo juzga por su crimen sino también por no haber sido un buen hijo. Maria, Massou, Raymond, testimoniaron destacando sus cualidades, pero el fiscal se mantuvo en la misma línea: para desacreditarlo ante el jurado.
Capitulo IV
Continúa el Juicio. El protagonista siente que se habla más de él que de su crimen. Se realizan los alegatos del fiscal y el abogado defensor. El fiscal insiste en que jamás lamentó haber asesinado al árabe. Meursault piensa que él jamás lamentó nada verdaderamente. Cuando el presidente del tribunal le pregunta si desea decir algo, expresa que no tuvo intención de matar al árabe, que todo fue por causa del sol. Todos rieron en la sala. El alegato del abogado defensor fue menos efusivo. El tribunal se retira de la sala. Delibera. Regresa y se da la sentencia: culpable de asesinato. Sería decapitado en una plaza pública y en nombre del pueblo francés.
Capitulo V
Por tercera vez se niega a recibir al capellán, no tiene deseos de hablar. Tan solo piensa en las posibilidades que se le presentan para volver a la libertad, pero se centra sobre todo en dos cosas: el alba y su petición de indulto. Paso sus noches esperando esa alba en la que lo ejecutarían. Cuando el amanecer pasaba y seguía vivo, reflexionaba sobre el indulto. Deseaba obtenerlo pero también se imaginaba que la petición era rechazada y todo volvía a comenzar. Finalmente el capellán entra en su celda e intenta explicarle porque necesita el consuelo de Dios. Él, sigue firme en su incredulidad y sostiene que todos estamos condenados a muerte, por lo que ese consuelo no tiene sentido, llega a molestarse mucho y a tomar al sacerdote por el cuello. Intervienen los guardias. El capellán lloró por él. Meursault recuperó la calma cuando éste se fue. Agotado, se durmió. En el límite de la noche, las sirenas sonaron. Anunciaban su ejecución. Por primera vez, pensó en su mamá y se abrió "a la tierra indiferencia del mundo". Deseaba la presencia de muchos espectadores que lo acogieran con gritos de odio.
"Me sorprendió el final de la novela, sinceramente cuando acabe el último párrafo no podía creer que acabara así, me dejo con más intriga que antes sobre la actitud del protagonista, esta misma intriga me hizo pensar sobre la historia aún más. Creo que Camus hizo esto para intentar hacer pensar al lector, para que así siguiera preguntándose el valor de la vida y siguiera enamorado de la actitud de Meursault"
Conclusión
En la primera parte, bueno al menos así lo propongo yo, se describe a Meursault como un personaje apático, indiferente de la vida, como desconectado del mundo, este obrar de Meursault es lo que Camus establece como la "sensibilidad absurda" (El mito de Sisifo), es la "vida inauténtica" al decir de Heidegger (Sein und Zeit) en donde las personas viven para ocultar su verdadero ser, que es, ni mas ni menos que el hombre "es-un-ser-para-la-muerte".Explicándolo de otro modo, estamos destinados a morir, pero esta realidad, el camino hacia la muerte o sea la nada, nos genera una angustia gigantesca que tratamos de todos modos de evadirnos de ella. Es por ello que Meursault tiene este comportamiento indiferente, no esta enterado, en esta primera parte, de su verdadero ser, tiene una vida inauténtica, es un verdadero extranjero de su propio ser. Meursault, no se pregunta por que vivir, solo vive y con esta actitud frente a la vida se evade de su propio ser.Esta preso de la vida inauténtica.La segunda parte seria una especie de salto hacia él "ser autentico", es la liberación, es el reencuentro con su ser, este punto es central en la obra, Meursault se topa con la primera certeza en su vida, que va ha morir ejecutado, después de un juicio, por haber dado muerte a un hombre, cuando toma al sacerdote por el cuello, si mal no recuerdo, se produce una rebelión en el, descubre su ser, su verdadero y autentico ser, sabe que es un hombre destinado a la muerte y la aceptación de ella lo hace libre, y es por primera ves en su vida un hombre libre y dueño de su vida, es tan libre que ni siquiera el temor a morir ejecutado lo amedrenta, es mas bien su salvación, su verdadera liberación de aquella vida indiferente hacia las cosas y evasiva de si mismo, a partir de ahora Meursault se hace dueño de su vida, recobra su humanidad, aunque ya no le quede mas tiempo en este mundo. Albert Camus toma al nihilismo, como razón del ser (bueno todos los pensadores existencialistas lo han hecho) y lo plasma en la esta novela de manera brillante. Como tal se entiende la decisión del protagonista de rechazar la visita del capellán, ya que tomando el nihilismo como actitud hacía la vida por parte del autor no puede aceptar la existencia de una "ley superior" que determine nuestra vida.




Autor:
Rafael López Franco


domingo, 1 de febrero de 2015

Rojo y Negro. Novela.


Por Miguel de Loyola

Rojo y negro, de Stendhal (seudónimo de Henri Beyle), es una obra clásica de la literatura francesa del siglo XIX. Un libro imperdible para los amantes del género novelesco.

La novela recrea morosamente la vida de Julián Sorel. Personaje singular, de ascendencia modesta, hijo de un aserrador, pero dotado de prodigiosas facultades mentales para retener y repetir capítulos completos de la biblia o de cualquier otro libro de importancia. Esta singularidad -genial ironía por parte del autor- le permite a  Julián Sorel ascender por la escala social de la Francia de su época, comenzando en calidad de preceptor de los hijos del alcalde de la pequeña ciudad de Verrieres, en el Franco Condado, gracias a su amistad con el cura Chelán, párroco de la localidad.

La novela recrea y cuestiona la composición social de la época descrita, registrando un valioso repertorio de posiciones morales, políticas, religiosas y amorosas de una nación todavía en pleno esplendor y desarrollo, afianzada en el poder de la llamada diosa razón. El contrapunto, serán las sorprendentes conquistas amorosas alcanzadas por Julián Sorel desde su modesta condición de preceptor, donde no será la razón, precisamente, el vehículo para alcanzarlas, sino lo contrario, el poderío de los instintos, capaz de imponerse –en esos tiempos y en cualquier otro- en las almas jóvenes muy por encima de la cordura, las cadenas morales  y religiosas.  

Hay en la obra una abierta manipulación del personaje por parte del autor, para examinar y cuestionar a través suyo la Francia inmediatamente posterior a la caída de Napoleón, donde –parece decirnos entrelíneas el autor- nada ha cambiado respecto a las ideas monárquicas combatidas a cuchillo durante la revolución. Sigue predominando en el Imperio el privilegio de clases, el nepotismo ayer castigado con la guillotina, el insaciable afán de poder y de títulos nobiliarios por parte de la nobleza. Persiste todavía la pleitesía al soberano, recuérdese la visita del rey a Verrieres, la recreación acabada y minuciosa de los preparativos ante la inminencia de su llegada, las intrigas y envidias por participar en dicho acontecimiento.

El perfil del protagonista, Julián Sorel, si bien por momentos resulta contradictorio, dada su extremada indiferencia frente a ciertos asuntos amorosos, termina por acotar claramente el espíritu de una época, marcada por la lucha entre la cordura y la locura desatada por los instintos. Julián Sorel, la señora de Renal y la joven Matilde,  sucumbirán a la pasión, echando por tierra todos los preceptos que el sentido común de su época impone a las personas pertenecientes a su clase, y que tan bien representan los personajes de su entorno. A la señora de Renal de nada le servirán sus plegarias y creencias religiosas, a Matilde tampoco la salvará el orgullo de clase que le impedía reconocer sus sentimientos ante un hombre de baja alcurnia, y Julián Sorel terminará también arrepentido por haber ocultado la verdadera fuerza de su espíritu en los momentos más importantes.

La historia, que en principio busca recrear las virtudes mentales y espirituales del protagonista, termina en una novela de amor alambicada y dramática de trágicas consecuencias, ilustrando una vez más el mayor conflicto humano, social y político: la lucha interna entre la razón y los instintos. De esta manera, Rojo y negro se abre paso en la búsqueda y reconocimiento del inconsciente, anticipando lo que Freud desarrollará algunas décadas más adelante, enseñando y recreando las grandes contradicciones que habitan en el alma humana.

Las conexiones que se pueden establecer a partir de esta obra con otras de la literatura universal son muchas. Sin embargo, cabe detenerse en El extranjero de Albert Camus, cuyo final en muchos aspectos resulta sorprendentemente semejante. Un hombre que pierde la razón a fuerza de ser razonable y se pierde en aquel laberinto racional que desemboca inevitablemente en la locura. Julian Sorel pierde la noción de realidad lo mismo que el protagonista de El extranjero, y rechaza las imposiciones morales impuestas por el llamado inconsciente colectivo. Normas que vienen a ordenar el caos natural y propio de los instintos, y las cuales constituirán las bases más sólidas del creciente imperio Francés. Indudablemente, en Chile la novela es comparable con nuestro Martín Rivas, del célebre escritor chileno Alberto Blest Gana, un paralelo con dicha obra, merece capítulo aparte. Están allí claramente marcados los estereotipos y sus semejanzas.

Otro aspecto notable en esta obra es la mirada crítica del autor a los asuntos de la Iglesia Católica. Julián Sorel estará siempre apadrinado por prelados eclesiásticos, partiendo por el párroco Chélan, su gran amigo y confesor de la infancia y juventud. La facultad de recitar pasajes completos de la Biblia en latín, le otorga empatía absoluta ante los representantes de la iglesia, quienes verán dichas facultades como arma inmejorable para servir a la Iglesia. De hecho, la primera intención del protagonista será hacerse cura, pasando por el prestigioso Seminario donde conocerá al abate Pinard, quien terminará siendo un apoyo fundamental en su ascenso social..

La obra cuestiona la posición de la iglesia, su poder económico y sus influencias sociales que permiten a los eclesiásticos alcanzar una posición sólida y confortable.  Se da a entender muy claramente que se trata entonces de una carrera que lejos de constituirse en una cuestión espiritual, termina siendo un camino para enriquecerse y establecerse socialmente, pasando a formar parte de la clase alta, de acuerdo, se entiende, del rango alcanzado dentro de los escalones militares de la iglesia.



Miguel de Loyola – Santiago de Chile – Sin fecha.

viernes, 30 de enero de 2015

El escritor que fumaba para buscar adjetivos.

El escritor que fumaba para buscar adjetivos

"Madame Bovary", Alejo Carpentier, Azorín, Elias Canetti, Gustave Flaubert, Guy de Maupassant, Isaak Babel, Jorge Luis Borges, Josep Pla, Jules Renard, Julio Cortázar, Marcel Proust, Mario Vargas Llosa, Paul Valéry, Pío Baroja, Stendhal
Si en el célebre tango Fumando espero, Carlos Gardel decía que fumaba mientras esperaba a la que más quería “tras los cristales de alegres ventanales”, el escritor Josep Pla, mucho más estoico, dijo en una ocasión que fumaba para buscar adjetivos. Aprovechaba el momento en que liaba el cigarrillo para darle vueltas al adjetivo que le rondaba por la imaginación. Éste era uno de los momentos más difíciles de su labor creadora, en el que tenía que elegir el epíteto apropiado, después de haber descartado a otros candidatos.


Pla pensaba que el escritor está sometido a la continua presión de tener que decidir. Para ello recordaba la frase que le dijo Stendhal a su amigo Prosper Mérimée: escribir es tirar, es decir, acertar con el adjetivo apropiado. El autor de Rojo y negro se esforzó siempre por mostrarse seco en los momentos en que escribía o dictaba. Su divisa era la claridad. “Con frecuencia, reflexiono un cuarto de hora para colocar un adjetivo antes o después de un sustantivo”.

Josep Pla fumando un cigarrillo

Josep Pla fumando un cigarrillo

Adjetivar las cosas  es el gran problema de la literatura, según Pla, porque en un texto la forma es lo único que perdura. No se puede añadir un adjetivo a un sustantivo “al buen tuntún, a tontas y a locas, frívolamente”, añadía Pla, quien confesaba haber sido tolerante  con las cosas de la vida menos con  la adjetivación. Aconsejaba que el adjetivo nunca fuese excesivamente vulgar –“en este punto el lenguaje del pueblo es fuente de muchos errores”- ni excesivamente erudito y difícil de comprender. Tiene que ser “preciso, inteligible y claro y, a ser posible, gracioso”, después de haber observado y meditado previamente. Azorín opinaba lo mismo: “La literatura está en el adjetivo”.

Azorín

Azorín

A estos autores les preocupaba que, al desmenuzar una impresión, acertasen en el momento de elegir sus propiedades –ese momento crucial que Pla dedicaba a liar un pitillo-, no dejándose engatusar por la facilidad a que se presta la inexactitud. Se comprende que el escritor catalán reprochase a Pío Baroja, recurriendo a un símil más peludo que suave, su costumbre de ensartar adjetivos “como un burro soltando pedos”.

El adjetivo distingue, selecciona y, en cierto modo, ordena, porque todo intento humano por definir con la máxima precisión lo que percibe por los sentidos implica una voluntad de orden, aunque sea precario, frente al caos de la naturaleza y de la vida. Es un camino que va de lo general a lo particular, de lo difuso a lo concreto, de lo masivo e informal a lo individual y definido, de la indiscriminación irresponsable a la discriminación comprometedora.

Más aún, adjetivar constituye un ejercicio de rigor análogo al que requiere un experimento científico. Si la ciencia se rige por leyes, el adjetivo, por sensaciones y su plasmación material: la palabra. Pero adjetivar con precisión no significa yuxtaponer muchos epítetos a un sustantivo sino aquél que englobe el máximo número de ellos. Antes de añadir un segundo adjetivo conviene estudiar la posibilidad de que sea absorbido por el primero. Un escritor manifiesta más generosidad y amplitud de miras podando adjetivos que plantándolos.

Pió Baroja

Pío Baroja

Aparentemente el adjetivo enriquece el conocimiento de la realidad y al mismo tiempo la delimita. Sabemos más de una cosa a la que acompaña algún epíteto. Es como si estuviese más completa y gozase también de más vida. Gracias al adjetivo no sólo está, también es. Se sobreentiende que quien adjetiva la conoce por experiencia. Calificar con propiedad supone aproximarse al objeto que se intenta describir, observarlo durante cierto tiempo, sin prisas, y recordarlo cuando nos alejemos de él para desentrañarlo -el adjetivo se oculta en las entrañas del objeto- desde la distancia que imprime la memoria.

Una de las dificultades que plantea adjetivar objetos a los que seguramente se ha adjetivado anteriormente con profusión es que el escritor tiene que observarlos de tal manera que descubra en ellos atributos diferentes de las que percibieron otros antes que él.

Aunque, como sostenían Stendhal, Pla, Azorín y otros escritores, adjetivar con propiedad es una cuestión decisiva en la composición literaria, el problema radica en la debilidad que muchos autores sienten por el adjetivo, en el uso excesivo e indiscriminado que hacen de él. Quizá por ello habría que darle la vuelta al planteamiento de Pla y ver si el desafío para el escritor no residirá más bien en hallar la forma de abstenerse en la medida de lo posible del uso de los adjetivos. “El temor al adjetivo es el comienzo del estilo”, sentenció Paul Valéry.

Retrato de Stendhal

Retrato de Stendhal

De hecho, el adjetivo es la tentación del escritor que tiene que estar reprimiendo constantemente. Los más prudentes prefieren prescindir de ellos, aunque sólo sea por precaución. Más vale una descripción sumaria que una cargada de adjetivos. Como, a falta de cigarrillos que liar, éstos suelen escribirse en caliente, conviene dejarlos que se enfríen. Quizá sólo entonces el escritor se percate de su inutilidad. Después de suprimirlos se sentirá como si se hubiera quitado un peso de encima. La satisfacción que le deparó haberlos encontrado se revelará también falsa.

El abuso del adjetivo suele ser propio del autor con poco oficio y normalmente joven que, a falta de cosas significativas que contar, se arroja a la charca de los epítetos, envolviendo con éstos a los sustantivos, hasta asfixiarlos. Seguramente cree que decorando un texto con la bisutería de adjetivos se muestra más escritor que quienes no escriben, o sea, sus lectores, y más original que los que han escrito antes que él.  Para estos autores bisoños el adjetivo es como la huella de identidad de su estilo que tienen que dejar impresa repetidamente.

Los pinitos del poeta adolescente suelen manifestarse en el uso y abuso de adjetivos, mejor si son extravagantes y sonoros. A algunos suele durarles bastantes años este sarpullido de la adolescencia literaria y se empeñan en cultivar adjetivos como granos púberes, aunque hace tiempo que éstos hayan desaparecido de sus caras.

Fotografía de Prosper Mérimée (1803-1870)

Fotografía de Prosper Mérimée (1803-1870)

El escritor prolífico en adjetivos se equivoca si piensa que con esta táctica, similar a la del pulpo cuando arroja la tinta para confundir al enemigo, seducirá al lector, como si éste fuera lo bastante cegato para no reparar en el vacío de los hechos y de ideas que planea sobre el texto plagado de epítetos. Al contrario, lo único que conseguirá es aburrirlo abrumándolo con esa niebla artificial que, entre otras molestias, le hurta la posibilidad de imaginar. Porque una descripción limpia de adjetivos despertará antes la imaginación del lector que otra saturada de ellos y que no reserva al lector margen alguno para completar el relato. Cuantos más adjetivos se ahorra un escritor, más espacio reserva al lector para que imagine.

Los adjetivos aspiran a dejar huella. Otra cuestión es que ésta perdure. Aunque pueden dar vida a un texto, también pueden acelerar su envejecimiento. El falso placer que deparan, ¿se deberá a su caducidad? El verdadero lo producen los adjetivos duraderos, pero entonces quien así los percibe no es quien los escribió, sino el lector, que valora su consistencia. Lo cierto es que son pocos los escritores que, haciendo un uso abundante del adjetivo, han logrado que su obra perdure. Norman Mailer observó que sólo un puñado de best-sellers se libran de una inflación de adjetivos, una práctica que achacaba a que cuando un escritor no puede encontrar el matiz de una experiencia,tiende a recargarla de adjetivos, diciéndole al lector lo que debe pensar.

Retrato anónimo de Flaubert siendo niño

Retrato anónimo de Flaubert siendo niño

Quizá el movimiento literario más proclive al abuso del adjetivo haya sido el Romanticismo, para el cual la estética desplegada por el autor –su bisutería verbal- terminaba por hacer sombra al asunto de la obra. Este tipo de literatura, que tiene la fea costumbre de nacer muerta, da por sentado que el lector participará también del interés del autor por semejante estética.

Hasta los más grandes pasaron en su primera juventud por el sarpullido de los adjetivos. Gustave Flaubert apenas tenía veinte años cuando escribió su novelita Noviembre, abarrotada de adjetivos y de convenciones románticas. Nunca autorizó su publicación. Tuvieron que transcurrir quince años más para que publicara Madame Bovary, un modelo de contención y de elipsis. Por entonces se había formado una opinión sólida de la escritura. En una carta a su amante Louise Colet, también escritora, le confesaba que:

“todo el talento de escribir no consiste, después de todo, más que en la elección de las palabras. La precisión es la que hace la fuerza. En estilo es como en música: lo más hermoso y lo más raro que hay es la pureza del sonido”.

Guy de Maupasannt fotografiado por Nadar

Guy de Maupassant fotografiado por Nadar en 1888

Probablemente como consecuencia de los estragos causados en la literatura por la fiebre de adjetivos que se apoderó de muchos escritores románticos, con especial incidencia en los adscritos al género decadentista de finales del siglo XIX, surgió con fuerza una corriente en sentido contrario. Así fue como se dio un salto del estilo florido al seco; del exhibicionismo del yo a la mesura del relato impersonal; de la descripción prolija de sensaciones al relato de los hechos en una prosa concisa, despojada de epítetos. La consigna era suprimir y desecar; hacer literatura sin que lo pareciese.

Pero los extremos tampoco duran mucho. Ni tanto ni tan calvo. Cumplida la penitencia por el exceso, el término medio recuperó su espacio natural. Es aquí donde hay que ubicar la propuesta de Pla y Azorín: dosificar los adjetivos después de una selección meditada.

Los consejos de los maestros apuntan hacia la austeridad. Guy de Maupassant, que se jactaba de ser discípulo de Flaubert, comentó que para cualquier cosa que queramos decir “existe una sola palabra para expresarlo, un verbo para animarlo y un adjetivo para calificarlo”. Por ello el escritor debe buscar hasta dar con esa palabra, ese verbo y ese adjetivo, y “no contentarse nunca con algo aproximado, no recurrir jamás a supercherías, aunque sean afortunadas, ni a equilibrios lingüísticos para evitar la dificultad”.

Joseph Joubert (1754-1824)

Joseph Joubert (1754-1824)

El maestro de la brevedad, Jules Renard, quien, por cierto, se definía como “un Maupassant de bolsillo”, anotó en su Diario que la palabra “cielo” dice más que “cielo azul”. “El epíteto cae por su propio peso, como una hoja muerta”.

Otro apóstol de la elipsis, y también compatriota de Renard, el moralista Joseph Joubert, preconizaba un estilo “seco y politécnico”, en el que la clave estriba en “saber emplear las palabras y saber prescindir de ellas”. Decía sentirse atormentado “por la maldita ambición de resumir siempre un libro en una página, toda una página en una frase, y esta frase en una palabra”. Voltaire alegaba en contra de los adjetivos que debilitaban a los sustantivos.

Azorín aconsejaba no cargar con dos adjetivos si un sustantivo precisa de uno, porque el emparejamiento de aquellos “indica esterilidad de pensamiento”. Mucho más tajante, Borges recomendaba usarlos lo menos posible, y si no se usaban en absoluto, mejor. Julio Cortázar reconocía estar en deuda con él por el rigor que mostraba en el uso de las palabras. Al leerlo, lo primero que le sorprendió fue “una impresión de sequedad”:

Julio Cortázar

Julio Cortázar

“Yo me preguntaba: ¿Qué pasa aquí? Esto está admirablemente dicho, pero parecería que más que una adición de cosas se trata de una continua sustracción. Y, efectivamente, me di cuenta de que Borges, si podía no poner ningún adjetivo y al mismo tiempo calificar lo que quería, lo iba a hacer. O, en todo caso, iba a poner un adjetivo, el único, pero no iba a caer en ese tipo de enumeración que lleva fácilmente al floripondio”.

Para Cortázar, el autor de El Aleph dio una lección de escritura “más que en materia de temas, de contenidos o de mecánicas”, o sea, la actitud de un hombre que, frente a cada frase, “ha pensado cuidadosamente no qué adjetivo ponía, sino qué adjetivo sacaba, cayendo después en cierto exceso que era el de poner un único adjetivo de tal manera que usted se caiga un poco de espaldas. Lo que a veces puede ser un defecto”.

El escritor cubano Alejo Carpentier definió los adjetivos con una metáfora perfecta: “las arrugas del estilo”. Decía que “cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página”. Pero cuando “se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud para el estilo que los carga”.

Alejo Carpentier

Alejo Carpentier

Carpentier añadía que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, “porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas”. También recordaba que los grandes estilos se caracterizan “por una suma parquedad en el uso del adjetivo” y cuando se valen de él se limitan a

“adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote”.

Isaak Bábel, uno de los cuentistas rusos más brillantes del siglo XX, confesaba que, con respecto a los adjetivos, era “la historia de mi vida”. “Si alguna vez escribo mi autobiografía, la llamaré La historia de un adjetivo“, dijo en una entrevista que le hicieron en 1937 pero publicada  en 1964, veinticuatro años después de su asesinato por el régimen de Stalin.

Cuando era joven, Bábel pensaba que todo lo suntuoso debía ser transmitido por medios suntuosos. Hasta que rectificó. Su empeño en decirlo todo en doce páginas le empujó a restringirse en el uso de las palabras, espigando aquellas que “fueran en primer lugar significativas, en segundo lugar sencillas y en tercer lugar hermosas”.

Isaac Babel en 1933. Foto:  Georgii Petrusov

Isaak Bábel en 1933. Foto: Georgii Petrusov

Elias Canetti desconfiaba de los adjetivos porque “albergan sentimientos”. De ahí que a continuación añadiese en el mismo aforismo: “Siempre que le asaltan los adjetivos, se vuelve ridículo”. Canetti se propuso no sucumbir nunca a los adjetivos, “ni siquiera a los triples”. Hasta imaginó a un escritor que durante un año “no utilizó un solo adjetivo”, siendo eso un motivo de “orgullo y proeza”.

Pero el más radical de todos ellos fue el catedrático de la Universidad de Harvard Raimón Lira, de quien su antiguo alumno Mario Vargas Llosa recuerda que la primera frase que decía en sus clases era que los adjetivos “se han hecho para no usarlos”.

Mario Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa

Sin embargo, adjetivar las cosas es lo que quizá se aproxima a un lenguaje propio y menos dependiente del lenguaje “corriente”. Adjetivar con gracia e ingenio, ciñéndose a las cualidades observables del objeto adjetivado, exige observarlo atentamente, eligiendo con esmero el término adecuado -para lo cual hay que conocer la propia lengua-, y prescindiendo de los adjetivos heredados por otros que también observaron ese objeto con los ojos de su tiempo y de su circunstancia. Por eso, en un régimen de relaciones dominado por el apresuramiento y el parloteo, se carece de adjetivos y, finalmente, se pierde la facultad no ya para adjetivar la realidad sino para observarla con una elemental atención.

El positivismo característico de la sociedad de masas ha relegado al adjetivo pero porque las características de éste chocan con la tendencia uniformadora de aquélla. Así que cuando se pretende recurrir al adjetivo no sabe y, por simple inexperiencia, tiene que rebuscar en el cajón de adjetivos tópicos y falsos que proliferan en el lenguaje público y que consumen las masas de lectores de periódicos o telespectadores. Al mismo tiempo que se atrofia la habilidad para adjetivar, se deteriora el espíritu de observación que compromete al individuo con las sensaciones y su percepción de las cosas.

https://enlenguapropia.wordpress.com/2014/04/01/el-escritor-que-fumaba-

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