martes, 27 de enero de 2015

Manuel Puig y la novela de la conversación.Carolina Castillo. Universidad Nacional de Mar del Plata.


Manuel Puig y la novela de la conversación.
El gesto de un narrador vanguardista

Carolina Castillo1
Universidad Nacional de Mar del Plata

   
Introducción.

La narrativa de Manuel Puig irrumpe con la fuerza de lo nuevo, en el más profundo sentido vanguardista, en el contexto de la literatura argentina de la segunda mitad del siglo XX. Pensando que la serie nacional puede ser entendida como un sistema de cruces y desvíos, nos hemos propuesto establecer un recorrido muy general sobre el devenir de la serie literaria, con el objeto de demostrar que resulta posible y operativo visualizar un proceso de desarrollo y apogeo de ciertos géneros sobresalientes y representativos, en el contexto de determinadas coyunturas históricas y a partir de principios de siglo, no obstante la existencia y coexistencia de otros géneros que, sin embargo, no guardan con los más significativos una relación de jerarquía o sumisión.

En un sentido cronológico, sostendremos que pueden distinguirse tres grandes momentos o instancias en la serie, representadas éstas por tres géneros diferentes así como por tres momentos de significativos y determinantes cambios en el devenir de la serie histórica. Estos bloques serían los de la década del veinte y la poética de la vanguardia argentina, la década del cuarenta y el apogeo del cuento, y la década del sesenta y la emergencia del género novela.

Si consideramos los años veinte como el momento de la vanguardia nacional, en correspondencia con las vanguardias históricas, hemos de resaltar la preferencia y elección de la poesía, como el género más intrínsecamente vinculado al plano de la experimentación con el lenguaje. Tomando como referencia a los grupos de Florida y Boedo, diremos que es en el caso del primero de ellos en el cual más efectivamente se desarrollará el género, en tanto las vanguardias europeas serán la inspiración de muchos de los jóvenes poetas quienes, habiendo vivido algunas experiencias en el extranjero, buscan de algún modo mirarse en aquella otredad que significa el cosmopolitismo europeo.

La poesía será la vía por la cual podrá cuestionarse la representatividad de la realidad, a través de un lenguaje que se vuelve opaco e intraducible, de mismo modo que será el medio más acorde para poner en primer plano el efecto movilizador de una modernidad que acelera los tiempos y las formas, modifica el lugar de la percepción y reinventa el espacio de la ciudad.

Si pensamos en figuras como las de Oliverio Girondo o Raúl González Tuñón, del mismo modo que podríamos considerar al Jorge Luis Borges ultraísta o posteriormente criollista, entre otros, es que podemos referirnos al apogeo de la poesía como género saliente. Sin embargo, y tal como ha sido esbozado desde el inicio del presente trabajo, la coexistencia de esta producción con ciertas formas prosaicas resulta ineludible. En esta dirección es que no podemos obviar la presencia de autores coetáneos a los aquí mencionados, como es el caso de Elías Castelnuovo, Roberto Mariani o Enrique Tuñón. Del mismo modo, resulta ineludible la presencia de poetas cercanos a estos narradores, de la talla de César Tiempo (Clara Beter), Nicolás Olivari o Álvaro Yunque.

Asimismo, si bien queda bastante claro que el género aclamado y recuperado por la vanguardia es el de la poesía, nadie puede soslayar la producción innovadora de figuras como las de Macedonio Fernández, quien -aunque escritor de fin de siglo- sirvió de referente altamente significativo para los jóvenes martinfierristas y publicó muchos de sus papeles dispersos, fragmentarios y decididamente vanguardistas, junto a estos o gracias a la labor de algunos de ellos, como es el caso de Borges. Del mismo modo, resulta imposible hoy no considerar la prosa del “mal escribiente” Roberto Arlt, quien precisamente a mediados de la década del veinte, y en el período de entreguerras, lanza su primera novela, El juguete rabioso (1926), desde la vereda de enfrente de aquellos autores que reivindican su linaje, en una argentina criolla nacida a la luz de las gestas patricias. Más bien, escribiendo desde el patio del fondo de un país que ha sido poblado por inmigrantes pobres, analfabetos y enfermos, que hablan un cocoliche intraducible y se amontonan en conventillos descascarados.

Luego vendrán los años cuarenta, nuestro segundo gran momento en el siglo XX. El cuento será entonces el género predilecto, y su apogeo encontrará -bajo la figura faro de Jorge Luis Borges- sus formas más significativamente antirrealistas, a partir de la invención de las ficciones y los artificios. El fantástico y el policial de enigma, al modo de Edgar Allan Poe, serán la base de esta suerte de construcciones lúdicas e ingeniosas que el ya maduro Borges plasmará a través del relato, como forma narrativa ordenada y rigurosa en su brevedad. Siguiendo al padre Macedonio y a su teoría del belarte, dichas composiciones le permitirán producir un corte y desprendimiento con respecto a las formas realistas heredadas, identificadas con un modo de escritura al estilo Manuel Gálvez.

En esta dirección, han de incluirse otros narradores quienes -ya hacia la década del cincuenta- optaron de igual modo por el cuento. Nos referimos al caso de Julio Cortázar, José Bianco y al que podríamos denominar el primer Rodolfo Walsh, el del policial-problema de raigambre borgiana, entre otros. Cortázar como Bianco, abocados al género fantástico, resuelven de este modo la cuestión de corte con el contexto inmediato, como Borges lo hiciera algunos años antes. Walsh, a través de la publicación del volumen Variaciones en rojo (1953), rinde un homenaje a Conan Doyle y continua con la línea que inaugurara como editor y traductor de relatos policiales. Al mejor estilo de los tradicionales policiales de enigma, delinea la figura de un investigador o ingenioso descifrador, Daniel Hernández, y construye la saga que le merece -hacia fines de la década del cincuenta- el Premio Municipal de Literatura.

Desde mediados de la década del cuarenta, la Argentina ha de sufrir un cambio por demás notorio y definitivo, por el cual ya nunca volverá a ser lo que era, más allá de lo que haya sido. Un fenómeno singular desconcierta a los intelectuales: las masas han llegado al poder. Hacia 1946 y con el inicio del gobierno peronista, el panorama social y político nacional se modifica radicalmente, comprometiendo a las clases más bajas en la construcción de una nueva nación. La realidad tanto como la conformación del campo intelectual se han de medir entonces a partir de la división entre dos grandes campos: los peronistas y los antiperonistas. Entre éstos últimos se encontrarán los miembros del grupo Sur, reunidos bajo la figura aglutinante de Victoria Ocampo, junto a otros personajes de la aristocracia argentina, quienes verán amenazados sus intereses por esta suerte de “aluvión zoológico”, como gustarán en llamar al fenómeno peronista. Entre ellos, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y las hermanas Ocampo, junto a Pepe Bianco, configurarán parte del sector opositor, nucleados en torno de la revista. La incertidumbre y el rechazo que por entonces causará el nuevo movimiento político, en un amplio grupo de los narradores argentinos de la época, dará por resultado esta prosa altamente determinada por la voluntad de evasión y ruptura con la representación mimética del mundo. El caso de Julio Cortázar y los cuentos fantásticos de Bestiario, Final de juego o Las armas secretas, son un buen ejemplo del afán lúdico y antirrealista que signa a la narrativa de mediados de los cuarenta en adelante. Sin embargo, hacia los años setenta, los mismos que se mantuvieron ajenos al fenómeno peronista en lo que hace a su producción narrativa, como podría ser el caso de Cortázar, Bioy Casares o Borges, dirán lo suyo a partir de ciertos relatos que, aunque oblicua, alegórica o metafóricamente, referirán a esas masas amenazantes que se pusieron al hombro la conducción política de la nación. Pensamos en cuentos como “Casa tomada” (1969) o “La fiesta del monstruo” (1979), a modo de ejemplo.

La llegada de las décadas de los sesenta y los setenta marcará un nuevo rumbo en la producción literaria nacional, en sintonía con ciertas tendencias latinoamericanas. Así como en el veinte fuera la poesía y en el cuarenta, el cuento, ahora la novela volverá a irrumpir en la escena local, pero no ya en un estricto sentido realista o costumbrista al modo del siglo XIX, sino más bien en consonancia con nuevas propuestas de corte más contemporáneo. Si en medio de los aires de cambio latinoamericanos, surgirán géneros tales como los del realismo mágico, la no ficción o la nueva novela histórica, y -a la luz de estas renovadas formas de la escritura- se han de emplear procedimientos tales como la parodia, la ironía, el humor, la denuncia, el testimonio o la entrevista como base del relato, entre otros, entendemos que en el caso de la serie local han de sucederse ciertas experiencias literarias en esta misma dirección, pero que -a su vez- pueden ser pensadas en continuidad o ruptura con respecto a la figura canónica de Borges.

En este contexto, han de surgir figuras por demás relevantes en el ámbito nacional, como es el caso del segundo Rodolfo Walsh, aquel que corriéndose del policial de enigma de raigambre borgiana se adentrará en el trabajo sobre una literatura comprometida, que buscará por todos los medios constituirse en una nueva versión de los hechos impunes recientemente acontecidos en la Argentina.

Tiempo más tarde será la figura de Juan José Saer y, casi una década después, la de Ricardo Piglia. También hacia los años setenta, y en continuidad con la experiencia narrativa de la novela, Julio Cortázar ocupará el centro de la escena con aquello que Ana María Barrenechea ha dado en llamar “vanguardismo en la novela”, al referirse a Rayuela (1977).

Desde el punto de vista de las continuidades y rupturas respecto del autor Borges, hemos de resaltar las escrituras de Saer y Piglia, en diálogo directo con las formas narrativas propuestas y desarrolladas por el autor de las más ingeniosas ficciones argentinas. Tanto en un caso como en el otro, la elección del policial como forma del artificio, delinea una forma de hacer literatura que, junto al impreciso límite entre las esferas de la realidad y la ficción, determinadas por un quehacer narrativo que deviene crítica literaria o viceversa, ponen en clara correspondencia las respectivas poéticas. Del mismo modo, el uso intensivo de ciertos elementos o zonas que hacen a la configuración de lo inconfundiblemente local, en consonancia con lo extranjero o cosmopolita, en el caso del santafesino Saer, remite a una estrategia de tinte borgiano. Baste tomar en cuenta el ámbito del litoral argentino, puesto en correlato con la capital francesa, ya hacia los años ´90 y corriéndonos algunos años del contexto de aparición del autor, con La pesquisa (1994), o esta misma orilla del Paraná vista bajo la minuciosidad del noveau roman, en El limonero real (1974), para pensar en algunos cuentos, poemas o ensayos de Borges que, en un mismo sentido, nos permiten entrever lo local y nacional, a través de lo cosmopolita o universal y viceversa.

Pero, retomando el contexto de las décadas del sesenta y setenta, hemos de incorporar la figura a la que -luego de este amplio y poco exhaustivo recorrido- deseábamos llegar. Nos referimos a Manuel Puig, quien en 1968 hizo su entrada en la literatura, a través de la novela La traición de Rita Hayworth.

Si figuras como la de Cortázar, nos sirvieron para ilustrar el ansia de una generación que ante todo estuvo marcada por los deseos de cambio y renovación, y que -al modo de las vanguardias del veinte- insistió sobre el tema de la experimentación en el campo del arte, es de suponer que Puig nos conduzca a ese mismo lugar compartido. En este sentido, y sin dejar de tener en cuenta el efecto que un contexto altamente convulsionado, como lo fuera el período de entreguerras de principios de siglo, tuviera respecto de las vanguardias históricas, hemos de considerar el surgimiento de la narrativa de Puig también como el emergente de un momento crítico a nivel nacional e internacional. Pensemos, entre otras cosas, en las revueltas obrero-estudiantiles, en el golpe de estado de Onganía, en el surgimiento y apogeo del Instituto Di Tella, la difusión y discusión del psicoanálisis y el marxismo, la experiencia del boom latinoamericano, el nacimiento de la guerrilla urbana, la reivindicación de la idea de revolución como posibilidad de cambio y ciertas experiencias internacionales que, en los inicios de los sesenta, lo sustentan, como la revolución cubana y las figuras de Castro y Guevara. Son tiempos de cambio, de efervescencia en el ámbito del arte y la política, de futuros - próximos exilios, muertes y desapariciones.



El caso de Manuel Puig.

En el contexto desestabilizador de la década del sesenta, surge en la escena nacional la figura del escritor Manuel Puig. Como al comienzo del presente señaláramos, los géneros en apogeo han coexistido junto a otros que a su vez y simultáneamente han tenido cierta presencia en el desarrollo de la literatura contemporánea. De este modo, durante la década del sesenta veremos que la producción de los autores detallados resulta en muchos casos coetánea a la de los poetas de la denominada poesía conversacional. Género que se vincula estrechamente con la narrativa de Manuel Puig. En esta vertiente, nombres como los de Juan Gelman o Leónidas Lamborghini serán ampliamente reconocidos. De mismo modo que poetas como Alejandra Pizanik o Enrique Molina, desde otra línea compositiva, todos ellos de algún modo volverán a abrevar de las fuentes de la primera vanguardia argentina. Ya sea a partir de la preocupación por la cuestión formal en lo que hace a la materialidad del lenguaje, como en los procedimientos sintácticos, en el uso de materiales que provienen de “lo menor”, en las temáticas abordadas, los ambientes recreados o los tipos de personajes rescatados, como a partir de la recuperación de ciertas formas propias de la oralidad, entre otras cosas. En tal sentido, y tal como Elisa Calabrese lo hiciera notorio en cierta comunicación que, ha instancias de un encuentro académico, escribiera y titulara “Operatorias vanguardistas”, la idea de operatoria remite a “un cierto modo de obrar con el lenguaje” que responde a una cuestión ideológica y a determinada poética. Dicha operatoria puede ser concebida, en el contexto del sesenta, ya sea en el marco de la poesía como de cierta narrativa, como una vuelta a las citadas vanguardias históricas, desde el punto de vista de cierta reminiscencia que las hace regresar bajo la forma de una suerte de “coletazo”. En algunos casos, y como lo sostiene Ana Porrúa en su tesis doctoral, se trataría de una “variación vanguardista”, entendiendo así que el sentido se produce por aquella variación que, en la repetición de ciertas formas o discursos, se presenta a todas luces como diferencia. En otros casos, como puede que ocurra con Puig, la invención de un género, el de la narración conversacional o bien el del relato de la conversación, el ejercicio de un modo de hacer literatura que difiere con lo que hasta el momento se entendía por literatura en el contexto de la serie nacional, determina la inscripción de lo nuevo, en aquel sentido en que las vanguardias del veinte otorgaran a la preferencia por la novedad o lo inédito, en tanto modificación de los modos y los efectos de lectura, de producción y recepción de la obra de arte.

Precisamente, lo nuevo en Puig tiene que ver con esa línea de rupturas o continuidades en el desarrollo de la narrativa local, condicionada por la presencia faro del escritor Borges. Para Alberto Giordano, Puig viene a romper con el mandato borgiano, que bien han de continuar Saer y Piglia desde sus respectivas producciones. Sin embargo, en tanto resulta clara esta afirmación, a la luz de ambos modos de narrar o en cuanto a la estética propuesta a través de sus composiciones, no se presenta como una certeza definitiva y contundente si pensamos en algunas otras cuestiones que no tengan que ver estrictamente con la elección de un tipo de personajes, la incorporación del monólogo interior o el fluir de la conciencia (nada más ajeno a Borges), o al orden matemático propuesto en la confección de un relato cifrado, presentado como una suerte de razonamiento lógico-matemático. Más allá de las particularidades que definitivamente los distinguen, hemos de señalar algunas puntas en común que, lejos de alejarlos, los muestran similares desde ciertos gestos.

En primer lugar, y tal como Calabrese lo hiciera notar en el artículo citado, el trabajo que Puig realiza con la incorporación de “lo menor” (el folletín, la canción popular, el cine de Hollywood o el radioteatro, entre otros) en el marco de “lo mayor”, o de la institución literaria, no deja de ser el gesto que -hacia la década del treinta- Borges realizara a instancias de la escritura de los relatos que conforman Historia universal de la infamia. En este caso, las historias de aventuras y la prensa sensacionalista construyen el campo de “lo menor”, que se introduce en el ámbito de “lo mayor”, la literatura.

Por otra parte, según se desprende de muchas de las entrevistas y conferencias que en vida diera el propio Borges, pareciera existir un gusto compartido por el cine, y por el cine de Hollywood, que precisamente se constituye en el leiv motiv de gran parte de la producción de Puig.

Para muchos críticos argentinos (Sarlo, sin ir más lejos), la narrativa de Puig no puede ser considerada de vanguardia, desde el punto de vista que el autor, desinteresado de las vanguardias clásicas, no realizaría un ejercicio “consciente”, signado por la voluntad de producir un cambio y una ruptura con la tradición heredada, en el sentido del gesto parricida. Consideramos que, siguiendo este razonamiento, algunas apreciaciones han podido ser acaso un tanto falaces o reduccionistas.

A instancias de este trabajo, hemos de referirnos a ciertos movimientos que entendemos fundamentales dentro de la producción de Manuel Puig, con el objeto de resaltar sus más claras “operatorias vanguardistas” (Calabrese op. cit.), aquellas que lo colocan en un lugar que deviene anómalo en el campo de la literatura nacional:

-Primer movimiento: Experimentación y novedad.

A partir del procedimiento de introducir materiales de la baja cultura o de la cultura popular, aquello que puede nombrarse como lo kitch -o la retaguardia, en términos de Greenberg-, en el ámbito de la alta culta, de la literatura, Puig genera aquello que denominamos un gesto camp. Es decir, en un sentido altamente vanguardista, se trata de producir un desplazamiento en términos de políticas culturales, se trata de provocar (consciente o inconscientemente) un movimiento contra-hegemónico, que desterritorializa el límite entre lo menor y lo mayor.

Sobre esta cuestión, Ricardo Piglia ha sostenido en su conferencia “Tres propuestas para el próximo milenio y cinco dificultades” (2000)2, desarrollada en La Habana, Cuba, que del mismo modo que existe una máquina de narrar estatal, que construye un discurso dominante, el discurso de poder, es posible identificar una serie de discursos sociales circulantes, que representan un contra-relato, un discurso del orden de la disidencia. El escritor, dice Piglia, es aquel que sabe escucharlos y transcribirlos, o bien inventarlos y plasmarlos bajo la forma de la literatura. De este “material social”, sostiene, se vale la novela de Puig.

Por otra parte, la novedad en la novela de Puig reside en esta forma narrativa que se construye a partir de la presentificación de voces que conversan o, dicho de otro modo, en la invención de un género que se funda en la narración de la conversación. Dicha experiencia no puede ser identificada con otra experiencia inscripta en la serie narrativa nacional, aunque sí pareciera admitir la puesta en diálogo con la coetánea poesía conversacional a la que antes hemos hecho referencia.

También la novedad puede ser pensada a partir de ciertas técnicas o procedimientos inusuales, tales como la supresión del narrador en tercera persona, tradicional en el ámbito de la novela, siendo éste quien ordena y explica desde fuera los acontecimientos que en la historia se suceden. La narrativa de Puig se vincula, en este sentido tanto como por los materiales empleados, con la estética pop de la década del sesenta. Valgan como ejemplos ilustrativos los casos de Linchestein y Warhol, entre otros. Es decir, como bien lo explica Oscar Masotta en su libro El “pop-art” (1965)3 o Graciela Speranza en Manuel Puig. Después del fin de la literatura (2000)4, refiriendo a la misma cuestión, dichos artistas toman materiales del consumo popular (fotografías de Marilyn Monroe o de las latas de sopas Campbell, entre otros) y las reproducen ocultando la huella del autor, borrando la marca de la creación. Así pues, si el pop art se propone “representar lo representado” (la fotografía, la publicidad, el cine), en la repetición de la forma se hallará la diferencia, así como en la reubicación y el uso que de esos materiales haga la alta cultura a través de este mecanismo de apropiación. Linchestein ha dicho: “El pop es una forma de superar el dilema de la pintura que a la vez no es pintura”. En una misma dirección, la literatura de Puig propone la superación del dilema sobre los materiales que son considerados “de consumo popular”, como el folletín, la telenovela, el bolero o los dramas hollywoodenses, en el terreno de la institución literaria, en el contexto de la novela.

La supresión del narrador en tercera persona también se vincula, en Puig, con el empleo de cierta “innovación técnica” que, está de más señalarlo, remite a estrategias o procedimientos que entendemos de corte vanguardista. Nos referimos al uso del grabador y la posterior transcripción del testimonio (real), en el marco de la ficción y sus recursos. Esta técnica ha sido empleada en la producción de aquellas novelas publicadas a partir de El beso de la mujer araña (1976), el primero de los textos del autor en el que se registra esta experimentación en la construcción de la historia. Luego serán Pubis angelical (1979), Maldición eterna a quien lea estas páginas (1980) y Sangre de amor correspondido (1982). En la mayoría de los casos, se produce un montaje entre el testimonio recabado y una voz puramente ficcional que se le opone.

-Segundo movimiento: Ruptura.

Respecto de aquello que hemos dado en llamar un sistema de cruces y desvíos en el marco de la serie nacional, se ha señalado la posición anticanónica de nuestro autor, respecto de la línea inaugurada por Borges y continuada por algunos de los más célebres autores argentinos.

Alberto Giordano5 sostiene que Puig se diferencia incluso de aquellos autores con los que, a simple vista, pareciera compartir ciertas tendencias, usos o procedimientos en la construcción de sus ficciones. José Amícola describe, en este sentido, una suerte de serie en continuidad, compartida por Roberto Arlt, Julio Cortázar y Manuel Puig. Dicha correspondencia estaría dada por el modo similar en que estos tres autores emplean los materiales provenientes del ámbito de “lo menor” en el contexto de “lo mayor”. Esta hipótesis es sostenida desde una perspectiva ligada a la teoría de la recepción, la cual le permite al crítico pensar el desarrollo de la serie en términos de “expansión del horizonte de expectativas del público lector”. Giordano polemiza con este punto de vista, en tanto considera que, si bien los tres escritores se valen de materiales de la cultura popular (del folletín, por ejemplo), hacen un uso diferente de los mismos, que precisamente caracteriza cada una de sus producciones.

Mientras Cortázar hace un uso diferenciado y distanciado de los materiales marginales respecto de la alta cultura, puede pensarse que Arlt y Puig resultan más semejantes entre sí, considerando el uso intensivo que ambos realizan de lo menor. Sin embargo, como bien lo observa Giordano, la diferencia entre éstos radica en la constitución de sus personajes. En tanto que los personajes de Arlt creen en una salvación, en un más allá, en la posibilidad mágica que provoca el deslumbramiento, los de Puig se saben infelices, aunque sueñen con estrellas del cine de Hollywood y caigan en todos los lugares comunes posibles que el folletín o los radioteatros nos recuerden.

-Tercer movimiento: El gesto irreverente o la ficción del origen.

En una entrevista que le realizara Sosnowsky, hacia 1981, Puig dice algo así como: “Yo no vengo de ninguna tradición literaria, vengo de ver cine, oír radio y leer folletines”. Este sería el punto de partida, su propia ubicación en el marco de la institución literaria, aquello que podemos nombrar como la autoconstrucción de la figura de autor. En un gesto casi macedoniano, en términos del “recienvenido” al mundo de las letras, el autor ha manifestado en reiteradas oportunidades que el inicio de su aventura como escritor es el resultado de su fracaso como cineasta.

Por otra parte, la exacerbada explotación del terreno de lo cursi, determinada por la recurrencia al sentimentalismo así como a las banalidades propias de la clase media, y su empleo como forma posible de la novela contemporánea, nos permite pensar en cierto gesto de irreverencia con respecto a “lo canónicamente esperable”. Desde esta perspectiva, la transformación de algunos productos de masas (propios del industrialismo occidental) asociados a experiencias pasatistas, consumistas o efectistas, en material estético, significa un proceso de borradura de los límites genéricos, a partir del cual ya no será posible determinar tan ligeramente cuál es la frontera entre lo menor que deviene mayor, o lo mayor que amplía su margen hacia el terreno de lo menor.

-Cuarto movimiento: El escritor en sus dos vertientes.

Desde el punto de vista de la producción del autor, señalaremos dos momentos, etapas o vertientes, que nos permiten distinguir dos tendencias en la modalidad narrativa, en lo que hace a las temáticas abordadas en los diversos textos. En este sentido, no hemos de considerar dicho aspecto como un gesto de carácter netamente vanguardista, más bien veremos que esta característica resulta coincidente con el quehacer de varios autores nacionales del siglo XX.

Así como en Borges encontramos en primer término al poeta vanguardista y luego de 1960 nos topamos con el poeta más clasicista, como en Walsh es posible rastrear una primera y segunda narrativa, según lo hemos señalado, y como existe un González Tuñón (R) de la poesía de la experiencia, coincidente con el apogeo de las vanguardias históricas, y otro de la poesía de la revolución, comprometido con la Guerra Civil Española y la lucha antifascista, del mismo modo es posible hablar de una primera etapa en Puig, caracterizada por el empleo de ciertos códigos de la clase media, focalizada en sus mediocridades y sus miserias, y de una segunda etapa en Puig, inaugurada por el corte que significa la experiencia del exilio.

La etapa inicial comienza con La traición de Rita Hayworth y comprende sus tres primeras novelas. La segunda arranca con la publicación de El beso de la mujer araña (1976) y se centra en cuestiones y situaciones de índole fundamentalmente histórico-política, tales como la militancia, la persecución y el exilio, entre otras. Esas temáticas serán aludidas, expresa o implícitamente, a través de la caracterización de los personajes, los dichos vertidos por éstos y las situaciones por las que se encuentran signados.

Si bien esta taxonomía resulta operativa a la hora de describir la producción de Puig, hemos de señalar cierto desvío dentro de la propia obra, en lo que hace a las épocas y las temáticas o tópicos recurrentes en cada una de ellas. Nos referimos, por ejemplo, a la novela Sangre de amor correspondido (1982), la cual -pese a pertenecer a la segunda época- no se encuentra determinada por circunstancias políticas. Tampoco el protagonista de esta historia (Josemar, un albañil brasileño) pertenece a la tradicional clase media, pequeño burguesa, predilecta por el autor. Más bien, puede ubicársele en el ámbito de clase baja, de extracción rural, que habita en ciertos pueblitos periféricos del Brasil (de hecho, su familia desciende de indígenas autóctonos).



A modo de conclusión.

Dentro del contexto que significa la literatura argentina del siglo XX, es posible considerar ciertos emergentes en cuanto a géneros, poéticas y tendencias. Desde el punto de vista del género novela, puede pensarse la figura de Manuel Puig como la de un escritor singular, de alguna manera influido por ciertas lecturas de Joyce, altamente condicionado por su vocación frustrada de pertenecer al ámbito de la cinematografía, y marcado por el gusto sobre ciertos consumos del orden de lo popular. La combinatoria absolutamente original y personal de estas condiciones y apetencias hacen de su narrativa un artefacto inquietante y desestabilizador. Atentos a esta cualidad o característica saliente, es que nos atrevemos a considerarlo un escritor de vanguardia, sin ánimos de poner a prueba su intención (consciente o inconsciente) de cometer el tan mentado parricidio, respecto de los antecesores, que las vanguardias del veinte supieron pregonar. Por ello, nos apetece el título de recienvenido, que hemos tomado prestado del maestro Macedonio, de acuerdo con la autoconstrucción de la figura de autor, a la que Puig ha hecho mención en reiteradas oportunidades.

Su narrativa conversacional nos remite indefectiblemente al diálogo cinematográfico, y en este sentido, considerando la ausencia de un narrador exterior que de cuenta del curso de los acontecimientos y describa a los personajes, su técnica puede asemejarse al modo de “hacer cine” que instalara Andy Warhol durante la década del sesenta, con aquella experiencia de montar una cámara fija frente a un individuo que relatara ciertas vivencias o sentires, en el sentido de aquel que, a través de un monólogo frente a un otro (una presencia-ausencia) que no interviene pero escucha, deja fluir su conciencia. Como lo señaláramos arriba, la introducción de la técnica del grabador, que registra un testimonio real, es en Puig una de las constantes más significativas y a la vez novedosa, en el ámbito de la narrativa de ficción.

Los críticos locales se refieren a los efectos de esta conversación infinita, a la literatura fuera de la literatura o bien a la literatura después del fin de la literatura, para describir la obra de Puig, pero todos ellos acuerdan en que su figura aún hoy sigue despertando polémicas e incomodidades, probablemente porque su propuesta significa una pateada de tablero en el ámbito del canon nacional y porque su novedad radica en el hecho de resultar una narrativa de carácter “incomparable”, en el contexto de la serie argentina de ficción.

Notas:

[1] CAROLINA CASTILLO cursa el último año de las carreras de Profesorado y Licenciatura en Letras, en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata (Argentina). Desde 1997, integra el Grupo de Investigación Estudios de Teoría Literaria, dirigido por la Dra. María Coira.
   Desde hace varios años se encuentra adscripta a dos de las asignaturas que conforman el área de Teoría y Crítica Literarias de la carrera de Letras, desempeñando tareas en docencia ad honorem, así como también en los últimos cuatro años ha sido ayudante alumna -por concurso de antecedentes y oposición- en las tres asignaturas del área (Introducción a la Literatura, Teoría y Crítica Literarias I y II), en forma alternada. Ha publicado capítulos de libros, numerosa cantidad de artículos bajo el formato de actas, correspondientes a encuentros nacionales e internacionales de carácter académico, en diversas revistas especializadas y suplementos culturales de periódicos locales, así como también en la presente publicación virtual de la Universidad Complutanse de Madrid, con la cual ha colaborado a través de varias de sus presentaciones cuatrimestrales.

[2] Piglia, Ricardo. Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades), Buenos Aires: FCE, 2001.

[3] Masotta, Oscar. El “pop-art”, Buenos Aires: Columba, 1967.

[4] Speranza, Graciela. Manuel Puig. Después del fin de la literatura, Buenos Aires: Norma, 2000.

[5] Giordano, Alberto. “Una literatura fuera de la literatura”, en: Manuel Puig. La conversación infinita, Rosario: Beatriz Viterbo, 2001, 31-50.





© Carolina Castillo 2004
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero28/narvang.html


lunes, 26 de enero de 2015

Alejandra Pizarnik: la sonrisa desde el precipicio.Por Ivonne Bordelois .


Alejandra Pizarnik: la sonrisa desde el precipicio
La correspondencia ampliada de la gran poeta argentina, que llegará a las librerías la semana próxima, suma textos desconocidos y nuevos destinatarios; la crítica Ivonne Bordelois, amiga y estudiosa de la autora de Extracción de la piedra de la locura, analiza ese eslabón que une de manera decisiva la vida con una obra brillante y atormentada
Por Ivonne Bordelois


Un género con historia



La mejor literatura no es sino la sombra de una buena conversación, solía decir Borges citando a Stevenson. Y qué son las cartas sino conversaciones, en las que el espacio entre una y otra permite la reflexión, la incertidumbre, el espejo lejano que nos ofrece el otro. Aquellos que tuvimos el privilegio de conversar con Alejandra Pizarnik recordamos esa pradera de luces e incertidumbres que se abría cuando con su voz titubeante, avanzando entre tinieblas luminosas, proponía juegos, citas, adivinaciones, ráfagas de abismo. El epistolario de Alejandra Pizarnik, en esta tercera edición de Alfaguara -la primera fue en 1998, Seix Barral y la segunda en 2013, México, Posdata- permite reabrir una vez más la puerta y adentrarse en la atmósfera encantadora, pero a veces también escalofriante, de las conversaciones con Alejandra.

Las últimas ediciones, gracias al talento detectivesco y el dinamismo inagotable de Cristina Piña, han aumentado la cantidad de corresponsales de veinticuatro a cuarenta. Entre los incorporados se encuentran, entre otros, Antonio Beneyto, pintor y poeta español, editor de El Deseo de la Palabra, que apareció póstumamente (Ocnos, 1975); Raúl Gustavo Aguirre, Manuel Mujica Lainez y Esmeralda Almonacid, cuya correspondencia incluye deliciosos dibujos, tarjetas, collages (un cuadernillo de imágenes facsimilares acompaña el texto). Impresiona el número y la diversidad de los corresponsales de Pizarnik, que muestran la intensa complejidad de su vida.

Entre la intimidad de los diarios y la profusión de la obra editada, los epistolarios constituyen ese eslabón reencontrado que une la vida personal del autor con su creación: puente efectivo que nos deja vislumbrar su día a día, sus vacilaciones y aflicciones, sus lecturas, amistades y amores. Los epistolarios de Kafka y Virginia Woolf son excelentes muestrarios de estas revelaciones, un taller interior en donde la obra y su relación con la persona del escritor se va ofreciendo a la mirada amable y a la vez temible de los interlocutores válidos. También lo es el epistolario de Pizarnik:

No te envío poemas porque están en laboratorio. Estoy en un gran proceso de síntesis. Muy pronto te enviaré algo, unos pocos pájaros de fuego, una breve palmada en el hombro tieso de la señora muerte. (Carta a Rubén Vela, 1957).

Mientras el diario -cuya última edición, considerablemente aumentada, acaba de aparecer en Barcelona- muestra a veces descensos abruptos en la más oscura melancolía, y los poemas, por otra parte, son revelaciones, relámpagos oscuros de una mente singularmente lúcida y atormentada, las cartas retratan a Pizarnik en diálogo con el mundo, en su esfuerzo de construir con otros y a través de otros un lenguaje de señales y sobreentendidos que la resguarden de las intemperies del tiempo, de la temida locura, de la soledad. Personajes cruciales en la vida de Pizarnik, como Juan Jacobo Bajarlía, no aparecen en el diario, pero sí en las cartas, cubriendo vacíos que sería interesante explorar. Al decir de ella,

la poesía tiene que ser el lugar del encuentro. Un espacio donde encontrarse con lo ausente, con el ausente, con lo que no está. Lugar de la obsesión. De allí que todo poema inauténtico significa falta de obsesión o de necesidad de ese encuentro. Dije lo ausente. Por ello entiendo el deseo, el lugar vacío o la herida que nos dejó alguien (Dios?) yéndose para sólo dejar sed de su presencia imposible.

En este caso las cartas, sin duda, son también un lugar de encuentro, de intento de derrota de lo ausente. Son tentativas de comunicación, voluntad de compartir espacios secretos, confidencias obscenas o tiernas, indicaciones para encuentros reparadores, llamados pasionales, pedidos patéticos de socorro, advertencias, juegos de amor y de humor. Nos la muestran diversa y estratégica, adaptándose a las expectativas de sus destinatarios, tratando de adivinar sus deseos, balanceándose entre el cariño, la admiración, la inseguridad y la adulación, intentando proyectar una imagen de sí misma donde alternen la niña menesterosa, la amante empedernida, la consejera lúcida, la amiga de las bromas y los juegos de palabras, la arquitecta de su carrera, la vigía del tiempo por venir.

Notable es la prolijidad clásica del formato de las cartas de Alejandra -líneas muy regulares realizadas con su letra infantil y aplicada, que Enrique Molina describía como el hilo tenue que conduce fuera del laberinto- o bien las misivas tecleadas a máquina, donde exhibe una rara perfección. Aquí resulta curioso el contraste entre la forma y el contenido a veces inesperado, calcinante o perturbador, que en ocasiones encierran en estas cartas. Mientras que el diario -sobre todo en las últimas etapas- es desolador y avanzamos por sus páginas con terror, casi por obligación, con un sentimiento lúgubre que invita a compadecerla o incluso a menoscabarla contra nosotros mismos, en sus cartas se respira en ocasiones un aire alto y refrescante, pero con esa frescura que viene del abismo y nos conforta.

Pienso que en algunas de ellas apuntaba a lo mejor y más hondo de sus interlocutores en muchos sentidos, abriendo posibilidades de una nueva manera de ser: ésa ha sido por lo menos mi experiencia al recibirlas y recordarlas. Pero en otras, como en las dirigidas a Osías Stutman, lo que se percibe es una aterradora cercanía con un precipicio inevitable:

Osías, amigo mío, tuve que haberme muerto en diciembre, cuando terminé de escribir esas prosas de humor, las corrosivas que ya te mencioné. Ahora solo me la paso pensando qué mala suerte tuvo Hölderlin al vivir 40 años después de su erosión y corrosión. Y qué suerte morir joven.

Pero hay también lugar para la gratitud y la celebración, como en esta carta dirigida a Mujica Lainez:

Manucho hermoso, Manucho querido (y tan admirado!) de repente en una breve, luminosa carta, aludís a mis "difíciles" poemas con una exactitud que ni los más grandes poetas o críticos lograron. Y todo de un modo dulce y refinadísimo, como un pequeño príncipe danzando o como un niño genial y autómata de un museo francés que escribe genialmente distraído. Gracias, gracias.

Ciertos textos de humor obsceno aparecen en la Correspondencia, en particular en las muy significativas cartas a Stutman -pero debo decir que no regreso a ellos con predilección: me resultan aún más ominosos que aquellos donde Alejandra invoca líricamente a la muerte. Hay una suerte de desenfreno de espiral negra en estos textos, que producían una irreprimible angustia en los que la rodeábamos- Olga Orozco decía experimentar algo parecido al respecto. Era como si asistiéramos a un paseo por la cornisa del abismo, a una suerte de desfonde deliberado en donde nadie podía detener lo inevitable. En otras palabras, más que textos, estos escritos me parecían o me resultaban síntomas, y nunca he podido distanciarme suficientemente de ellos como para considerarlos de otra manera, lo cual, naturalmente, desvirtúa la interpretación literaria, como la que ofrecen en este punto los escritos críticos de María Negroni o Cristina Piña. Para acercarse acertadamente a estos textos, con todo, entiendo que se precisa recordar en primer lugar lo que dice Alejandra: "La obscenidad no existe; existe la herida". Así le escribe a la filósofa tucumana Eugenia Valentié, en una de las cartas incorporadas a esta nueva edición:

Solamente vos, en este país inadjetivable, comprobás con notable facilidad y prodigiosa rapidez, que el personaje -esa Érzebet increíblemente siniestra- no es una sádica más sino alguien que pertenece a lo sacro: eso a lo que intentamos aludir en las palabras del sueño, las de la infancia, las de la muerte, las de la noche de los cuerpos. Solamente vos comprendiste (atendiste a) mi última frase: "la libertad absoluta? es terrible" que tanto escandalizó a los izquierdistas de salón que, para fortuna de ellos, nada saben de la falta absoluta de límites, sinónimo de locura, de muerte (y de la poesía, de la mística?) Nadie odia más que yo a la Bathory.

Pero también hay lugar para disquisiciones sobre el humor, como en esta carta que dirige a Antonio Fernández Molina -una novedad de esta edición:

Por cierto que siendo el humor -el "alto don sagrado" del humor- una de mis preocupaciones constantes, me encantó sentirlo encarnado en poemas como los tuyos, enteramente insólitos en nuestra lengua, empleada tan a menudo para la sátira (tan inútilmente cruel) pero no para el-humor-ácido-corrosivo- de-la-llamada-realidad.[?] Quiero decir que nunca, hasta ahora, la lengua española ha sido instrumento apto para ciertas metamorfosis de que sólo es capaz el humor. Quisiera que no abandonaras esta preciosa vía de iniciación hacia lo otro.

Lo que estas cartas señalan es que había en Alejandra una intuición central que daba en el corazón de cada cosa -textos, situaciones o personas circundantes-, ya que nada ni nadie podía escapar a su formidable perspicacia: era el suyo un poderío difícil de conjurar. Pero se matizaba con una extrema sutileza, lirismo y comicidad en todos sus giros, donde lo obsceno y lo delicado alternaban de forma sorprendente. Cautivaba el clima que comunicaba, tanto en sus conversaciones como en sus escritos: las citas exactas, el humor negro o maravilloso, las lecturas abracadabrantes que proponía, su manera de dar vuelta la literatura con una sola frase. Su voluntad de descifrar y poner a prueba, con palabras precisas, "el corazón de las tinieblas", era admirablemente obstinada, e imponía una suerte de compasión mezclada de reverencia y terror. Por eso acaso su existencia tuvo un breve límite, porque semejante intensidad no era sostenible más allá de ciertos plazos naturales.

 Pizarnik hizo del español un idioma vacilante y nocturno, frágil y misterioso.

Y aquí aparece una veta acaso lamentable en la atención despertada por Pizarnik: la excesiva concentración en su suicidio -ocurrido en 1972, cuando tenía 36 años - y a la vez la ignorancia de su tenacidad y valentía hasta el final. Pizarnik fue muy tenaz en su vocación y valiente en su sufrimiento; se interrogó hasta el final y hasta las más extremas consecuencias acerca del sentido de su escritura, de lo que su compromiso con la poesía significaba, sin renunciar a la más intensa soledad: "Ayúdame a no pedir ayuda". Y si es verdad que en ella el enigma de la tragedia es permanente, patente y central, también son centrales el humor, la infancia, la reflexión sobre la música, la pintura y el silencio, la mirada crítica sobre la tradición literaria: estas dos son las pautas obligatorias cuando nos aproximamos a ella.

No se trata sólo de una poeta de la muerte, sino también una escritora extraordinariamente lúcida, con una visión crítica sumamente rica y compleja. Es raro en nuestros tiempos encontrar una conciencia como la suya, tan persuadida del contacto de la belleza con lo tenebroso, no como una moda literaria sino como una propiedad de la vida misma. Su no pertenencia al mundo no era un gesto, sino una convicción física y metafísica inapelable. Lo muestra este fragmento de su diario que me transmitió en una de sus cartas: "La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Por hacer de mí un personaje literario en la vida real fracaso en mi intento de hacer literatura con mi vida real pues esta no existe: es literatura".

La obra y la existencia de Pizarnik atestiguan permanentemente el sentimiento de la inadecuación del lenguaje para expresar al mundo, y la inadecuación del mundo con respecto a nuestros deseos más profundos. En esto se aparta de la tradición de la poesía de lengua española, que no suele internarse con tanta tenacidad, verdad e intensidad en estas zonas de la experiencia. Ella es un testigo trágico e insobornable de este sentimiento, y lo expresa con fuerza, como por ejemplo en esta carta no enviada a Jean Staborinski:

Sí, usted lo dice perfectamente: "mis terribles experiencias deben ser recubiertas por los signos de la poesía [?]". Sí, hay que recubrir con poemas las desgarraduras, las fisuras, los agujeros todo lo que alude a la presencia de la ausencia (o del ausente). Creo también y sobre todo en la corrección de los escritos. "Curar" un poema significa curar esa desgarradura [?].

Tanto en sus cartas como en su poesía, Alejandra realiza una operación muy extraña en el español, lengua sólida, sonora y solar en su sustancia prima, que con ella se vuelve un idioma vacilante y nocturno, frágil y misterioso, lleno de acechanzas y vislumbres, mucho más sutil y profundo de lo que suele ser; tanteos y resistencias que ceden al paso de una voz única e irrepetible. Por eso, aun cuando mucho se la ha plagiado, lo que no puede plagiársele es la voz poética, que la señala como una poeta mayor de nuestro siglo. Ella escribe sin mediaciones, directamente desde el inconsciente: hay una suerte de electricidad negra en estos textos de la cual cuesta mucho desprenderse.

Paradójicamente, a pesar de las trágicas circunstancias que rodearon su desaparición, el mensaje de Alejandra Pizarnik ha sido un muy potente mensaje de vida. Pero se trata de un mensaje de "la otra vida", la que Rimbaud evocaba cuando decía: "La vraie vie est ailleurs"(La vida verdadera está en otra parte). Es este ailleurs el que Pizarnik atestigua y reivindica con su existencia y con su poesía; con su humor, su amor y su terror. Terror de estallar en la dispersión, en la fuga, en la no-pertenencia:

Heredé de mis antepasados las ansias de huir. Dicen que mi sangre es europea. Yo siento que cada glóbulo procede de un punto distinto. De cada nación, de cada provincia, de cada isla, accidente, archipiélago, oasis. De cada trozo de tierra o de mar han usurpado algo y así me formaron, condenándome a la eterna búsqueda de un lugar de origen.

Quizá ésta es la realidad que subyace bajo la pluralidad de "sus voces". Porque hay motivos para creer que en verdad ella construyó, a través de su poética, una personalidad que, bajo la apariencia de continuidad de una voz torturada, en realidad estaba constituida por muchas voces. Algo en este lenguaje, en el tono de este lenguaje, representa algo así como un contrapelo absoluto frente a lo que se da en llamar poesía en nuestro tiempo. Reconocer que estamos heridos es un tabú fundamental en un mundo donde el hedonismo es ley. Es en vano decir que este lenguaje de Pizarnik suena a romanticismo trasnochado, a metafísica, a religión. Lo que ocurre es que este lenguaje suena a cierto, con una certidumbre que nos lastima y en la que no podemos dejar de reconocernos. Pero había nacido en un grupo -en un mundo- que temía sus poderes extraordinarios y no supo preservarla ante ellos. Así, es notable la escasez de reacción a su obra en la Argentina comparada con su impacto en el exterior, el ingente volumen de estudios colectivos, tesis y congresos que se celebran en su nombre. En parte esta retracción es explicable por la época oprobiosa en que escribió sus obras más candentes, pero más tarde resulta más difícil de entender. ¿Un espejo intolerable?

En verdad, Alejandra Pizarnik encontró ese lugar en el que los lenguajes tiemblan, un lugar que muy pocos poetas pueden alcanzar. Como Kafka y como Vallejo, ella escribe con los huesos, razón por la cual no envejece nunca, porque más allá del sufrimiento, está escribiendo desde lo esencial con lo esencial. Y muchas de estas cartas encierran pasajes donde vibra ese verbo aterido y aterrado que es la voz inconfundible de Pizarnik, sólo que en lugar de estar encerradas en un poema, la reflexión, la imploración que se niega a implorar están ahora dirigidas a destinatarios concretos que serán luego testigos, y se matizan o iluminan con inflexiones personales únicas e insustituibles en cada caso. Por eso son imprescindibles señales de su paso memorable por nuestro mundo, como un cometa que iluminara el fin de una época maravillosa y rebelde que ella ha encarnado y seguirá encarnando hasta la eternidad.

http://www.lanacion.com.ar/1730269-alejandra-pizarnik-la-sonrisa-desde-el-precipicio-alejandra-pizarnik-multiples-moradas-de-una-poeta

viernes, 23 de enero de 2015

César Aira: "Cortázar es un Borges de segunda categoría".



César Aira afirma que Cortázar es un Borges de segunda categoría
El escritor destaca el carácter iniciático de Cortázar para los adolescentes que quieren ser escritores y que siempre lo van a seguir leyendo.
El escritor César Aira definió hoy a Julio Cortázar como un "Borges de segunda categoría", de latón", ya que "quien ha llegado a apreciar a Borges" deja a Cortázar para el "kindergarden (guardería)".

César Aira, que esta semana imparte un taller en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de la ciudad española de Santander, dijo que no aprecia "especialmente" a Cortázar, aunque admitió su "carácter iniciático" para "los adolescentes que quieren ser escritores" y que "siempre lo van a seguir leyendo".

Según Aira, "un escritor realmente bueno aparece una vez cada cincuenta años".

"Los argentinos tuvimos a Borges en el siglo XX", por lo que "no tenemos que preocuparnos en cuatro o cinco siglos por tener otro bueno", añadió.

Por ello, el escritor, a quien Carlos Fuentes calificó como el primer Nobel de Argentina, criticó que la prensa haya adoptado el "mal hábito" de descubrir "cada quince días" un escritor "imprescindible" al que "hay que leer".

Para Aira, "la literatura literaria es una actividad estrictamente minoritaria que interesa a poquísima gente" y lo que se practica en la actualidad es "una novela comercial, que es una puesta al día temática de la vieja novela del siglo XIX".

Algo que nunca le ha preocupado, a pesar de haberse ganado la vida y criado a sus hijos "traduciendo novelas norteamericanas malísimas".

En su opinión, conviene "mucho más traducir mala literatura que buena literatura porque los editores pagan lo mismo por una y por otra y la mala es muchísimo más fácil de traducir, porque está escrita con estereotipos".

Por ello, publica su obra en "pequeñas editoriales independientes en Argentina" creados por amigos suyos. "A veces -apostilla- sólo para publicarme a mí".

El escritor, nacido en Coronel Pringles en 1949, afirmó que le gusta escribir "pequeños libritos secretos" y que no busca adular al público sino crear en él "esa actitud del coleccionista que tiene que buscar, a veces con mucho trabajo, esos libros que se venden en una sola librería en algún suburbio alejado".

César Aira confesó que aceptó la invitación de impartir el taller en la UIMP porque "nunca había dado clases" y quería probar "qué se siente con esto antes de irme de este mundo".

Advirtió a sus alumnos de que lo iba a hacer "a su modo y lo aceptaron con mucho gusto", porque "al escritor se le perdonan muchas cosas".

"El hecho de que estos cursos sean breves, cinco días intensivos, crea un estado de efervescencia intelectual en el que se participa mucho y, por suerte, en un clima muy distendido y agradable", añadió.

En lo que respecta al estilo, César Aira defendió que está formado tanto por los buenos como por los malos hábitos, ya que "la literatura es una actividad tan rara que a veces los defectos sirven más que las virtudes. De hecho, los escritores muy virtuosos suelen ser los más aburridos".

El autor argentino defiende que, frente a la pretensión de escribir algo "bueno" es mejor escribir algo "nuevo", puesto que "ya se han escrito demasiados libros buenos" y "¿si no alcanza toda una vida para leerlos, para qué se necesita alguno más?", se preguntó.

En esa búsqueda de "lo nuevo", la función del escritor es "dejarle al mundo algo que no tenía antes de que estuviéramos nosotros", aunque esa búsqueda le lleve hasta "el fondo de lo desconocido" o a "escribir mal y sacrificar la calidad si es necesario para que salga algo que no había antes".

http://www.escribirte.com.ar/destacados/1/cortazar/noticias/1492/cesar-aira-afirma-que-cortazar-es-un-borges-de-segunda-categoria.htm

miércoles, 21 de enero de 2015

John Cheever


Vida y obra: John Cheever
Cuando murió, en 1982, a los 70 años, por problemas de alcoholismo, era considerado uno de los mejores autores de su país. Ahora, ha caído en el olvido. Aunque escribió novelas, son sus cuentos, que retratan la falsa felicidad de los suburbios de los años 50 y 60, los que constituyen el centro de su obra. Su vida, como la de sus personajes, fue un tortuoso esfuerzo por mantener una fachada falsa de bienestar y por negar su propia naturaleza.

POR ANDRÉS HAX

Una de las funciones de la literatura es generar mitologías. Y uno de los territorios mitológicos del Siglo XX son los suburbios de la costa Atlántica de los Estados Unidos en la posguerra. Allí —en los barrios satelitales de las ciudades entre Washington y Boston, con Nueva York como el epicentro— en las amplias casas (que siguen en pie), rodeadas de césped verde y árboles centenarios,  funcionarios y hombres de negocios se retiraban a criar sus hijos y a descansar de sus trabajos en los centros de finanzas, publicidad y política — todos bajo de la sombra de la Guerra Fría.

El gran testigo literario de la mitología de estos suburbios de los años 40, 50 y 60 fue John Cheever. Escritor principalmente de cuentos —casi todos para la revista literaria y alta-burguesa, The New Yorker— creó un ideario estético y moral de las glorias y penas, de las felicidades e hipocresías de los prósperos residentes suburbanos estadounidenses. Su vida, además, terminó superando ampliamente la de sus personajes semi-trágicos en cuanto a la sordidez y desencanto verdadero oculto detrás de la fachada de una vida supuestamente perfecta.

Cheever intentó, con toda la fuerza de su voluntad, armar una existencia correcta y luminosa, hecha de los componentes básicos de una vida impecable, según los valores de su lugar y época: un esposa fiel y servil acompañada por hijos, un perro, la casa con piscina, ropa elegante, golf y tenis los fines de semana, misa los domingos, y los veranos en las playas de Cape Cod, Martha’s Vineyard o Nantucket. Pero dentro de Cheever latía un oscuro malestar compuesto por una melancolía crónica, un alcoholismo morboso y una promiscua vida bisexual que lo avergonzaba y lo atormentaba.

Cuando murió Cheever —el 18 de junio de 1982, a los 70 años— era uno de los autores más prestigiosos y famosos de su país. Sus cuentos reunidos, publicados en 1978, fueron best seller y ganaron el Pulitzer. Escribiendo en el New York Times, el crítico John Leonard dijo que el volumen constituía “una gran ocasión para la literatura en inglés.” Había sido alabado como el “Chejov americano” y el “Ovidio de Ossining” (el arquetípico suburbio de clase media-alta donde vivió desde 1961). Hoy, aunque es considerado una pieza fundamental en la historia del cuento en los Estados Unidos, su literatura no es enseñada en las universidades y no se renuevan sus lectores. Hoy, ningún lector joven robaría sus volúmenes de una librería, como lo hacen con Burroughs, Bukowski y Kerouac (autores más jóvenes que Cheever pero que publicaron sus grandes obras en paralelo con Cheever). Hoy, Cheever es un autor menor.

¿A qué se debe este eclipse?

En parte se debe a la misteriosa fuerza que designa las reputaciones y las modas literarias. Pero hay otros dos elementos para tomar en consideración.

Por un lado, por mas ingeniosos y líricos que sean los cuentos de Cheever, describen un mundo al cual nadie quisiera volver: de matrimonios infelices y familias donde los hijos son un estorbo; de hombres clasistas y misóginos que toman desenfrenadamente para no enfrentarse con sus fracasos personales; de pequeños pueblos sofocantes donde los rituales comunales son obligatorios, pero vacíos de sentido o alegría.

Por otro lado la vida de Cheever fue un fracaso moral: llena de envida, resentimiento y frustración. No tenía amigos. Toda su vida era falsa. Hizo sufrir a las personas más cercanas a él. Era misántropo y narcisista. Su literatura, al fin, era un acto de evasión y una glorificación de la mentira. Sus personajes, al fin, son como el hijo de Saturno siendo devorado por su padre en el famoso cuadro de Goya.



***

Uno puede dividir la obra de Cheever tres partes. Primero, y principalmente, están los cuentos; se publicaron 121 en el New Yorker y decenas más en otros medios. Después, están cinco novelas, publicadas entre 1957 y 1982. Y finalmente, como fuente secreta de su obra pública, están sus monumentales diarios íntimos, unas 4 millones de palabras. Una selección de los diarios fue publicada en 1991. El escritor (y una vez alumno de Cheever) Allan Gurganus lo ha descrito como “una carta de suicidio de 10.000 páginas.”

El lugar que Cheever ocupa en la historia literaria estadounidense —y la veneración que aun detenta entre un puñado de lectores— se debe casi exclusivamente a sus cuentos. Sin sus cuentos, Cheever no sería Cheever; de la misma manera que Melville, sin Moby Dick, no sería Melville. Sobre los 61 relatos que eligió para su colección definitiva –la que fue tan exitosamente publicada en 1978- dijo:

Estos cuentos a veces me parecen pertenecer a un mundo ya perdido en el cual Nueva York aun estaba llena de la luz del río, donde se escuchaba cuartetos de Benny Goodman en la radio en la librería de la esquina, y cuando casi todo el mundo usaba un sombrero. Acá está la última generación de fumadores en cadena que despertaban el mundo por las mañanas con su toser, que se emborrachaban en fiestas de cocktail y bailaban pasos obsoletos como “La gallina de Cleveland”, que navegaban en cruceros a Europa y quienes realmente eran nostálgicos por el amor y la felicidad, y cuyos dioses eran tan antiguos como los tuyos y los míos, quien sea quien eres tu. Las constantes que busco en la parafernalia, a veces anticuada, son un amor por la luz y la determinación de trazar alguna cadena moral del ser.



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En 2009 Blake Baily publicó una monumental y premiada biografía de Cheever. Son casi mil páginas que entran en un detalle microscópico sobre la vida del autor. Lo curioso es que es una lectura fascinante, pero unos años después de leerla es posible que no retengas mucho. Es Cheever no hizo mucho durante su vida salvo escribir y beber.

Su infancia transcurre en las afueras de Boston en una familia una vez próspera pero venida a menos. No termina el secundario. Su primer cuento es publicado a los 18 años. Esta unos años en el ejército, pero como oficinista. Se casa a en 1941 a los 29 anos. Se gana la vida vendiendo cuentos a la revista The New Yorker (de adulto, nunca tuvo ningún trabajo renumerado salvo el de escritor). Tienen dos hijos y una hija quienes tratan con distancia y a veces gran desprecio. Vive un año en Italia. Hace unos viajes diplomáticos, en función de escritor, a la Unión Soviética, Corea del Sur. En 1961, a los 49 años, se compra una casa donde por fin morirá. Enseña escritura creativa en una cárcel por unos años y después, muy brevemente, en Boston University y  la Universidad de Utah. A pesar de su éxito como cuentista sufre por veinte años intentando escribir una novela. Durante toda su vida bebe desde la mañana hasta la noche, salvo los últimos dos años, pero ya es tarde. Mientras que pasaba todo esto tiene encuentros sexuales fugaces e insatisfactorios con hombres y mujeres. Solo en el útlimo año de su vida deja de beber y se reconcilia consigo mismo, sexualmente.



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Puede que hayamos sido demasiado duros con Cheever. En el prólogo de la versión publicada de sus diarios, el hijo de John Cheever —Benjamin, también escritor— dice:

“La mayor parte de su vida sufrió de una soledad que era tan aguda que casi no se podía distinguir de una enfermedad física… Quiso en su escritura romper esta soledad, y hacer añicos el aislamiento de los demás.”

Ahora, para concluir, dejemos a Cheever bajo una mejor luz. Citamos a Benjamin nuevamente explicando su decisión de publicar los diarios íntimos de su padre:

“En 1980 [mi padre] escribió: En los años 30 y 40 los hombres temían la homosexualidad como los primeros marineros temían caerse al fin del océano de un mundo que estaba soportado por la espalda de una tortuga.

Un simplón podría pensar que la bisexualidad fue la esencia de su problema, pero por supuesto que no lo fue. Tampoco fue el alcoholismo. Llego a aceptar su bisexualidad. Dejó de beber. Pero la vida siguió siendo un problema. La forma en la cual se enfrentaba con este problema fue articulándolo. Lo convertía en un cuento y publicaba el cuento. Cuando descubrió que había escrito el cuento de su vida, quiso que eso también se publicara. Y creo que la posibilidad que esto se publicara le hizo temer menos a la muerte. De golpe, la muerte era una oportunidad.”



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Fuentes / Más Información

Cheever: A Life. Blake Baily. 2009

John Cheever, The Art of Fiction No. 62. Interviewed by Annette Grant. Otoño, 1976.

The Strange Charms of John Cheever. Edmund White. The New York Review of Books. 8 de abril, 2010

Decoding the ‘Mad Men,’ Ossining and Cheever Nexus. The New York Times. 21 Julio, 2010

The demons that drove John Cheever. Rachel Cooke. The Guardian. 18 de Octubre, 2009





A continuación, a modo de bonus track, los dejamos con unas de las escenas más famosas de los cuentos de Cheever.



Una pareja, de vacaciones de verano en una antigua casa heredada y compartida entre hermanos, decide ir a una fiesta de disfraces. Se les ocurre ir vestidos como un ideal de la juventud: él de jugador de futbol americano y ella como novia del baile del fin de la secundaria. Llegan a la fiesta y, poco a poco, se dan cuenta que todos tuvieron la misma idea. Al principio es gracioso, pero luego se convierte en algo siniestro. Aunque todos aun son jóvenes, se dan cuenta que sus vidas terminaron, que ya tuvieron su apogeo. En una siniestra borrachera se terminan tirando, todos en sus disfraces, al mar nocturno…



Una pareja que vive en la ciudad de Nueva York, en el Upper East Side, se compra una radio nueva. Son devotos de la música clásica, aunque sus amigos no lo saben. El marido, de 37 años, teme que sus mejores años han pasado. Tienen dos hijos y los problemas de dinero se empiezan a sentir, aunque la pareja es feliz, dentro de todo. La radio anda mal. Los ruidos que salen de ella son confusas, hasta que pronto, se dan cuenta que lo que pueden escuchar son las conversaciones de todos los departamentos del edificio. Es un horror. Todas las parejas jóvenes, como ellos, que ostentan vidas prosperas y pacíficas, solo pelean. La mujer se vuelve adicta a la radio. El marido por fin la arregla. El matrimonio se derrumba en peleas, insultos, acusaciones, resentimientos…



Un hombre, que fue estrella de atletismo, envejece. Con su esposa va a tres fiestas por semana en el barrio. Beben gin desde el crepúsculo hasta la media noche. Todas las fiestas terminan igual. Uno de los comensales comienza a burlarse, jocosamente, del viejo atleta, comienza un ritual. Arman todos los muebles en el living como una pista de obstáculos. Uno de los invitados sale al jardín y dispara una pistola y el protagonista, como en sus mejores tiempos, corre la pista saltando todas las barreras como una gacela. Hasta que una noche se rompe una pierna. No va más a las fiestas. Sus amigos lo abandonan. Se siente viejo de verdad. Recuperado, va al baile de fin de semana del club de campo. Arma un circuito. Se cae nuevamente. Más tarde en casa, borracho, arma otro circuito. Su mujer, con la pistola de arranque, sin querer, mata a su marido…



En un viaje de negocios el avión donde vuela un hombre se estrella, pero todos sobreviven. Vuelve a casa, a la hora pautada, para encontrar su familia –esposa y tres hijos- preparándose, caóticamente para la cena. Cuenta lo que le pasó, pero no logra hacer un impacto en el caos familiar. Los días pasan y el protagonista comienza a ver todo que lo rodea como una pantomima de falsedad. Se va enamorando de la adolescente que cuida a sus hijos, pero la infatuación termina en nada. El cuento es un retrato lírico y melancólico de un prospero pueblo suburbano. La última frase del relato sale de la nada: Entonces oscurece; es una noche en la cual reyes, vestidos en oro, cruzan las montañas montados sobre elefantes…

http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/ficcion/Vida-y-obra-John-Cheever_0_887311513.html

domingo, 18 de enero de 2015

Joaquín Edwards Bello (Valparaíso, 1888 - Santiago de Chile, 1968) .


Joaquín Edwards Bello
(Valparaíso, 1888 - Santiago de Chile, 1968) Escritor chileno. Considerado uno de los grandes novelistas chilenos, su obra se inscribe dentro del realismo costumbrista.

Nieto de Andrés Bello, nació en el seno de una acomodada familia de banqueros y estudió en el Colegio MacKay y en el Liceo de Valparaíso. Tras residir en París, adonde su familia se desplazó en busca de un tratamiento que pusiera remedio a la enfermedad de su padre, a la muerte de éste se trasladó primero a España y luego a Gran Bretaña.

Es de los pocos escritores chilenos que no ejercieron como diplomáticos, profesores o funcionarios. En cambio sí fue periodista, continuando la tradición familiar (a la rama paterna pertenecían los fundadores de El Mercurio). Así, y ya de regreso a Chile (1906), se dedicó a escribir cuentos, novelas, ensayos y artículos de opinión. Fue miembro de la delegación chilena en la Sociedad de Naciones (1925) y, como periodista, colaboró en el diario La Nación.

Su obra literaria, influida por Émile Zola, constituye una reflexión crítica sobre el sistema político y social del país, el cual cuestiona empleando el recurso de la ironía. Se caracteriza por la dimensión psicológica de los personajes y por su honda preocupación por las cuestiones sociales. La mayoría de sus protagonistas son tipos marginales y desequilibrados, víctimas de la sociedad corrompida en la que viven.



Su primera novela, El inútil (1910), contiene referencias autobiográficas, una constante en su posterior producción. Otros títulos: El monstruo (1912); El roto (1920), obra magistral, considerada un clásico en tanto que representó la introducción del proletario en la literatura chilena; El chileno en Madrid (1928); Cap Polonio (1929); Valparaíso, la ciudad del viento (1931), la más autobiográfica de sus novelas, la cual, al reeditarse en 1946, apareció bajo el título de El viejo Almendral; Criollos en París (1933), otra de sus obras maestras, y su última novela, La chica del Crillón (1935).

Es autor de diversas obras en las que plasmó sus vivencias personales o bien relató episodios históricos nacionales, como Crónicas de Joaquín Edwards Bello (1924), Crónicas chilenas (1925) y El bombardeo de Valparaíso y su época (1934). Póstumamente aparecieron sus Memorias de Valparaíso (1969). Fue Premio Nacional de Literatura, 1943; de Periodismo, 1950, y miembro de la Academia de la Lengua desde 1954. Sufrió un ataque de hemiplejia que lo mantuvo postrado hasta que decidió quitarse la vida a los 81 años.
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/e/edwards_bello.htm

viernes, 16 de enero de 2015

Amighetti Ruiz, Francisco 1907 - 1998. Escritor y pintor costarricense.


Amighetti Ruiz, Francisco
1907 - 1998

Pintor y escritor;  en la plástica, destacó sobre todo por sus grabados, la mayor parte hechos con la técnica de la cromoxilografía (grabado en madera). Fue también el autor de los murales de la Casa Presidencial, el Banco Nacional de Alajuela, la Biblioteca del Policlínico de la Caja Costarricense del Seguro Social, el Colegio Lincoln.  Ilustró revistas como Triquitraque y  Repertorio Americano.
Estudió en la Academia de Bellas Artes (1926), la Universidad de Nuevo México, en Albuquerque, en la Escuela de talla directa "La Esmeralda" de México, donde estudió la técnica de la pintura mural. Realizó un Albumde dibujos en el que se aprecia su interés por la caricatura y la asimilación del cubismo. En 1933 publicó en el Repertorio Americano un artículo acerca de Franz Masereel, cuya obra influyó en su creación.
Expuso su obra en Argentina (1932) en El Salvador y Guatemala (1941); participó activamente entre 1931 y 1937 en las Exposiciones de Artes Plásticas, en el Teatro Nacional, con varios premios; en el Álbum de grabados (1934); en el Salón de Honor para la Primera Bienal Centroamericana de Pintura realizado en la Biblioteca Nacional (1971). En la década de 1970 expuso en Alemania, San Juan, Puerto Rico. Venezuela, Estados Unidos, Francia, Rumania, Japón, Israel, Guatemala, Argentina, Ecuador y Panamá. En 1979 y en 1987 se organizaron exposiciones retrospectivas de su obra en el Museo de Arte Costarricense.
En1969 abandonó la Universidad de Costa Rica y prácticamente dejó de pintar al óleo y la acuarela, que retomó en 1992 para realizar los últimos óleos.
Ganó el premio Magón (1970), el  primer premio de grabado en el Segundo Salón anual de Artes Plásticas, con la obra "La Cruz" (1973) y en 1998 el premio Teodorico Quirós del Museo de Arte Costarricense. En marzo del 2010 fue declarado Benemérito de la Patria.

Obra
1934 Arrabal en la noche. Fuente: Rojas, J.M. 1990. Costa Rica en el arte. 1970. Asilo de ancianos. Fuente: Rojas, J.M. 1990. Costa Rica en el arte
1936 Poesía 1981-1982 La gran ventana, su más célebre cromo xilografía, que da fe del resultado de toda una reflexión entorno a su visión del mundo
1942 Niña de Panchimalco. Fuente: Rojas, J.M. 2003. Arte costarricense 1982 Viejos esperando la muerte
1947 Francisco en Harlem (literatura) 1988 Viaje hacia la noche” tríptico, considerado el gran resumen de toda su obra gráfica y de su vida misma
1963 Francisco y los caminos (literatura) década de 1950 La escalera y Carnaval trágico
1966 Francisco en Costa Rica (literatura) Fotografía
1968 - 1969 La niña y el viento, Autorretrato con antepasados, Conversación, Discordia, El niño y la nube, Conflicto entre niño y gato, sus primeros e importantes grabados en color Ilustración de numerosos cuentos en la revista infantil Farolito
1970 grabado “La ventana blanca” Ilustración de numerosos cuentos en la revistas infantil

jueves, 15 de enero de 2015

Jorge Cuesta (1903-1942) El príncipe de los críticos Por Christopher Domínguez Michael



Jorge Cuesta (1903-1942)
El príncipe de los críticos
Por Christopher Domínguez Michael
En el centenario del poeta y ensayista veracruzano Jorge Cuesta (que nació un 21 de septiembre), ofrecemos a nuestros lectores una crestomatía —preparada por Christopher Domínguez Michael— que esboza a uno de los más apasionantes (y apasionados) personajes de la escena literaria mexicana.

Septiembre 2003 |  Entrevista Ensayo literario literatura

Ningún escritor mexicano tuvo una muerte tan atroz (autocastración y suicidio) y ninguno recibió de la posteridad una reparación tan cumplida. Veinte años después de su muerte, acaecida un 13 de agosto en el manicomio del doctor Lavista en Tlalpan, comenzó la recuperación de los papeles de un poeta y crítico que nunca publicó un libro en vida. 1964 es una fecha capital para la literatura mexicana, la de la aparición en la UNAM de los primeros cuatro tomos de los Poemas y ensayos, de Cuesta. Esta crestomatía esta basada en esa primera edición, realizada por Miguel Capistrán y Luis Mario Schneider, quienes en 1981 sumaron un quinto volumen con inéditos y una antología crítica: Poesía, ensayos y testimonios. El FCE pondrá en circulación, a fines de año, una nueva edición de la obra reunida de Cuesta.
        Desde que lo hicieran José Emilio Pacheco y Juan García Ponce, en los años sesenta del siglo pasado, pocos de los escritores mexicanos contemporáneos hemos rehuido la cita con Cuesta. Tan sólo durante los últimos veinte años la bibliografía cuestiana se ha tornado inmensa, y en no pocas ocasiones, delirante. Se discute al poeta, al caso psiquiátrico, al suicida, al químico y al alquimista, al fundador de la crítica literaria en México, al observador implacable del nacionalismo cultural y de sus mitos plásticos, al espíritu liberal que combatió por el Estado laico y lo defendió, en la educación pública y en la universidad, contra el clericalismo de derechas y de izquierdas. Tampoco se olvida al crítico de Marx y el marxismo que llegó en 1935 a conclusiones no distintas a las de Leszek Kolakowski. Pero Cuesta fue esencialmente quien dio forma al canon de nuestra tradición literaria y uno de los pocos intelectuales latinoamericanos que, siguiendo a Julien Benda, denunció "la traición de los clérigos", ese momento fatal cuando se olvidó "la obligación moral de ser inteligente" y se puso a la crítica al servicio del comunismo y del fascismo.
        Escribir sobre Cuesta ha sido, para tres generaciones, el rito de pasaje indispensable para entrar en la tradición crítica: de autor secreto a conciencia de una literatura, ese ha sido el destino de un hombre que, habiendo vivido en las sombras, alcanza su centenario en el mediodía. (CDM)





1. LOS PERSONAJES



André Breton (1896-1966). Cada momento siento más inminente su opresión y más fatal mi incapacidad de evadirme. Confieso, es decir, no puedo ocultar que me trastorna. Quisiera bien descubrir la mistificación de la que me hace víctima y salvarme; pero querría más entonces, ayudar yo mismo a la duración del engaño en que oscureciera. No tengo temor de escribirlo, pues bien sé que no es mi incredulidad ni mi candor lo que allí juego, que no es mi razón siquiera, sino un encantamiento que aun cuando pudiera meditarlo penetrando en el pensamiento, en el propósito de Breton, y que él no intenta ni podría identificar, por lo demás, con él no lograría ni ridiculizarlo ni suspenderlo. No tengo, pues, ese temor, o esa pretensión ahora que reúno los apuntes que mi libertad recoge. Pues no puedo ocultar también que la guardo, por la misma razón de que la pierdo allí. (v, 80.)



Salvador Díaz Mirón (1850-1928). Para comprender la grandeza de Díaz Mirón hay que leerlo sin ingenuidad, hay que evitar el recibir su voz directamente, hay que poner en duda aquello que afirma de un modo inmediato, para sorprender aquello a lo que está respondiendo. En Díaz Mirón hay un interlocutor demoniaco, cuya voz es la que interesa recoger a través de la directa del poeta. Su pensamiento, su discurso, en cada expresión son interrumpidos. Entre la lectura y el lector se interpone un ruido exterior que aleja al texto, al cual hay que obligar a repetir. Se interpone un no, que hace necesaria una insistencia de parte del poeta, para responderle y afirmarse por encima de él. La poesía de Díaz Mirón es una poesía torturada; una poesía sin bondad, una poesía con enemigo, incapaz de producirse sino en la contienda, como fruto de la hostilidad. La atención que con este esfuerzo consigue permite oír también a su silencio. (1934; III, 188.)



André Gide (1869-1951). Y resulta desconcertante que Gide haya súbitamente encontrado necesario, para el riguroso artista que ha sido, someterse a un rigor, si éste puede llamarse también así, que no es comparable al que no sólo supo identificarse con su pensamiento, sino que su pensamiento llegó a ejercer sobre el de los demás. Esta consideración tiene por efecto que su reciente profesión de fe comunista no puede parecer menos que una renuncia a la ética profesional a la que debía ser el escritor más admirado y más influyente de los contemporáneos; que su nueva actitud venga a mostrarse como un argumento en contra de su propia obra y en contra del espíritu de quienes la seguirán, subyugados por su libertad, por su riesgo, por su desinterés y por su fidelidad a ella misma; y que involuntariamente se pronuncie la palabra traición. (III, 384-385.)



José Gorostiza (1904-1973). Pienso que en Muerte sin fin se plantea de una manera más aguda que en cualquier otra producción de los últimos años el drama de la sensibilidad moderna que se manifiesta en fenómenos de apariencia tan técnica como la renovación del estilo alegórico. Muerte sin fin es una poesía hondamente dramática. Pero su drama es interior como en una poesía mística; interior y trascendental. Podríamos definir su asunto como los amores de la forma y de la materia, o como los amores del cuerpo y del espíritu, o como los amores de la parte sensible y de la parte inteligente de la conciencia. (1939; III, 328-329.)



Ramón López Velarde (1888-1921). La suave patria es un canto pintoresco mexicano; su primer libro de versos es el canto de la provincia. Sin embargo, en este aspecto de López Velarde, hay que ver más una tolerancia suya que un verdadero carácter. Dentro de su paisajismo no logra ocultarse un sentimiento clásico, semejante al de Othón, pero mucho más significativo. López Velarde es también un decepcionado del paisaje. Su paisajismo es un gusto en el sentimiento de su decepción; sentimiento que resulta tanto más trágico cuanto no es la naturaleza física lo que refleja su aridez; quien se hace diáfano como un desierto, se expone a los más ardientes y ávidos rayos luminosos y pierde su candidez. En Ramón López Velarde la poesía mexicana se reflexiona apasionadamente, repudia sus artificios y adquiere una conciencia de sus propósitos que es comparable, por su penetración, a la conciencia inmortal de Baudelaire. (1934; II,152.)



José Clemente Orozco (1883-1949). La primera impresión que me da es la de que las telas, el papel, los pigmentos, el aceite, las piedras, se gastan: miro sensibles y vivientes a su materia inorgánica, quemándose en la producción de su alma. Se ve a la luz, al calor, a la humedad, a la fuerza mecánica, como a dioses que habitan y que disfrutan esas ruinas, haciendo sensible en ellas la huella de su vida invisible. [...] De una manera semejante asistimos, en la pintura de Orozco, a la pintura misma, a su realidad desnuda y viviente. No nos oculta ni nos falsifica el poder de su artificio, de sus recursos, pero como es el predistigitador que todavía prefiere cegar; el instrumento que permite a un hombre prevalecer sobre los demás, tiranizándolos; es el instrumento por medio del cual una voz acalla a las otras, convirtiéndolas en oídos, es decir, en esclavos. (III, 413-415.)



Octavio Paz (1914-1998). No es un accidente que resuenen en sus poemas las voces de otros poetas, las de los más próximos a él. No es un accidente ni es tampoco desafortunado. Porque debe decirse, que, si esas voces poseen aptitud para durar, para prolongarse, el hecho de que Octavio Paz las reciba tiene la virtud de ponerlas en posesión del más seguro y del más valioso porvenir que se les puede ofrecer. Una inteligencia y una pasión tan raras y tan sensibles como las de este joven escritor, son de las que deben estar penetrantemente pendientes de lo que el porvenir reclama. Y el porvenir las necesita tanto, que es una fortuna que en Octavio Paz desde ahora las haya comprometido a que le sirvan. (1937; III, 284.)



Alfonso Reyes (1889-1959). Reyes no se abandona nunca, pero tampoco se sujeta; huye de la realidad que está a punto de detenerlo, no dispersándose, pero tampoco recogiéndose, como si la intención fuera la de esquivarse a sí mismo constantemente; no penetra sino a lo que ofrece resistencia, se aparta de lo que puede apasionarlo, esto es: detenerlo o confundirlo, y la única disciplina a la que se atreve es aquella que puede olvidar o en la que puede permanecer sin fatiga. (1927; II, 49-50.)



Diego Rivera (1886-1957). En la galería del Palacio de Bellas Artes, la figura de Lenin resulta tan académicamente tolerable como las nueve musas. [...] El espectador del museo, en suma, encuentra esta pintura de Rivera tan convencional como cualquier otra, y no puede juzgar que los artificios de que se vale son menos lícitos o más extravagantes que los que ha empleado la menos arbitraria de las pinturas religiosas colgadas en la galería. (III, 400.)



José Vasconcelos (1882-1959) La de Vasconcelos es la vida de un místico; pero de un místico que busca el contacto de la divinidad a través de las pasiones sensuales. Su camino a Dios no es la abstinencia, no es la renunciación del mundo. Por el contrario tal parece que en Dios no encuentra sino una representación adecuada de sus emociones desorbitadas y soberbias, que no admiten que pertenecen a un ser hecho de carne mortal. [...] La biografía de Vasconcelos es la biografía de sus ideas. Este hombre no ha tenido sino ideas que viven: ideas que aman, que sufren, que gozan, que sienten, que odian y se embriagan; las ideas que solamente piensan le son indiferentes y hasta odiosas. (1935; III, 261-263.)



Xavier Villaurrutia (1903-1950). Pocos tan exigentes como Villaurrutia. Crítico lo hace su severidad, si no lo hace severo su crítica. Nadie como él ha atendido en México a la producción literaria reciente y la ha comentado con pensamiento justo. Pero su mejor obra crítica no la forman las numerosas notas que riega por las revistas, aunque ellas le dieron ese prestigio tan extraño a su edad y en la pobre intención equivocada; su mejor obra crítica, Reflejos, libro de poesías. (1927; II,30.)

2. IDEAS POLITICAS



El Ateneo de la Juventud. Su aristocracia es una ética, casi una teología. Y ya sabemos lo que es inconformidad con el presente de este carácter; es un antinaturalismo, una renuncia de la sensibilidad, una sublimación de los sentidos. Excepcionalmente ávidos de vivir y de gozar, pero una vida y un gozo contingentes, poco atraídos por el instante y muy sostenidos por la tradición, los ateneístas mexicanos, igual que los tradicionalistas franceses, se han distinguido, además de por esa actitud aristocrática, por su aspiración a sentir el conocimiento como acción, la inteligencia como sensibilidad y la moral como estética. [...] La Revolución de 1910 no le permitió al Ateneo tener una tradición política fiel y precisa... (v, 277.)



Contra Marx y el marxismo, I. Pues sólo a una religión le es permitido identificar mágicamente la conciencia de la injusticia que sufre el proletariado con la conciencia de la realidad universal. Sólo a una religión le es permitido sentir que ha satisfecho todas las necesidades de la conciencia del hombre, al entregarle una filosofía de la transformación de las condiciones en las que se encuentran los trabajadores. Sólo una religión puede carecer de escrúpulos filosóficos para mostrar el mejoramiento del asalariado como una necesidad del electrón y de la Vía Lactea: como algo exigido por la energía interatómica y por los espacios intraestelares; como algo, en fin, que debe satisfacer a la totalidad del universo... (1935; IV, 566.)



La Constitución de 1917. El pensamiento político de 1917 sabía lo que quería; tenía una profunda conciencia de su responsabilidad; se había madurado a través de una larga y penosa reflexión, en medio de una lucha intensa que lo obligaba cada día a justificarse y a robostucerse; era un pensamiento dispuesto a afrontar las más peligrosas e inesperadas experiencias, y a enriquecerse con ellas. (1934; IV, 504-505.)



La defensa del liberalismo. A la profunda y sincera intuición revolucionaria correspondió después una acción falsa, vanidosa y fatua, más dispuesta a sacar provecho de la Revolución que de hacerse digna de él. Pero la más desastrosa consecuencia es que, a fin de ocultar su incapacidad y su fracaso, esta acción ha culpado a la propia libertad que no supo emplear para corromperla, pretendiendo enseguida que, puesto que la libertad se corrompe, la incapacidad y el fracaso han sido de la Revolución por haberse apegado a una Constitución liberal (1934; IV, 505.)



Contra Marx y el marxismo, II. El ideal de Marx fue un mundo fácilmente inteligible, un mundo sin misterios, un mundo claro, que no cueste trabajo concebir. Marx entendía con extraordinaria dificultad, pensaba con un gran esfuerzo, a través de incontables y abrumadoras aproximaciones sucesivas. Pero en vez de ver en esto una limitación propia, señaló el defecto objetivo del mundo, y elaboró toda una "ciencia", genial por su intolerancia y por su sagacidad psicológica, para crear un mundo mecánico y sencillo, adaptado a las mediocres dimensiones de su capacidad intelectual. (1935; IV, 572-573.)



La autonomía espiritual de la Universidad. La función política de la Universidad no consiste en velar porque se haga, en lo general, justicia: consiste en que se haga, en lo particular, justicia a la Universidad. Los intereses sociales que tiene encomendados no le permiten ser altruista, no le permiten distraerse en buscar satisfacción a otros intereses sociales, por valiosos que sean los ideales éticos que los inspiran. Los individuos deben sacrificarse, sin duda, por toda clase de instituciones sociales, si proceden éticamente. Pero una institución no debe sacrificarse por otra. Por lo tanto, desde el punto de vista de la ética, en general, procurar la justicia, la libertad o cualquier otro ideal no es perseguir una causa universitaria. Y precisamente, porque la de la Universidad es una función política, no puede interesarse en la persecusión social de otros ideales, es decir, en otras, acciones políticas, sin abandonar las que la sociedad le tiene encomendada. (1935; v, 55.)



La democracia amenazada. La autoridad democrática es una autoridad expuesta a la crítica; es una autoridad en investigación, a la que se niega una consagración terminante. Las instituciones democráticas por excelencia son la renovación y la crítica de la autoridad: el sufragio popular y el parlamento. De aquí que se acuse a la democracia de debilitar el Estado, por las limitaciones que impone a la autoridad, por la desconfianza con que obliga a considerarla, dificultando el ejercicio del poder. Y de aquí que se diga que la democracia no puede subsistir en circunstancias sociales que requieren la acción violenta y desembarazada del poder ejecutivo [...] Si vamos al fondo de la "crisis de la democracia", encontramos lo que significa en realidad el poder antidemocrático, el poder fundado en la fe: significa el poder fundado en la pasividad política; como la verdad fundada en la fe significa la verdad fundada en la pasividad intelectual. Por poco que nos detengamos a considerarlo, descubrimos que la doctrina antidemocrática, que la doctrina irracionalista del Estado vive a favor de una contradicción que no puede superar y que la conduce necesariamente a su propia destrucción. (1936; IV, 65.)

3. EL CRITICO LITERARIO



Contra el nacionalismo. "La vuelta a lo mexicano" no ha dejado de ser un viaje de ida, una protesta contra la tradición; no ha dejado de ser una idea de Europa contra Europa, un sentimiento antipatriótico. Sin embargo, se ofrece como nacionalismo, aunque sólo entiende como tal el empequeñecimiento de la nacionalidad. Su sentir íntimo puede expresarse así: lo poseído vale porque se posee, no porque vale fuera de su posesión; de tal manera que una miseria mexicana no es menos estimable que cualquier riqueza extranjera; su valor consiste en que es nuestra. Es la oportunidad para valer, de lo que tiene cada quien, de lo que no vale nada. Es la oportunidad de la literatura mexicana. (1932; II, 96-97.)



La tradición. ¿Cuándo se oyó a un Shakespeare, a un Stendhal, a un Baudelaire, a un Dostoievski, a un Conrad, pedir que la tradición le fuera cuidada y lamentarse por la despreocupación de los hombres que no acuden angustiosamente a preservarla? La tradición no se preserva, se vive. Ellos fueron los más despreocupados, los más herejes, los más ajenos a esa servidumbre de fanáticos. Quien está más ignorado por la tradición, más abandonado por ella, luego supone que la tradición depende de algo como la concurrencia de los fieles al templo... (1932; II, 97-98.)



El diablo en la poesía. El demonio es la tentación, y el arte es la acción del hechizo: No hay fascinación virtuosa; la Iglesia es sólo muy razonable al prevenirlo: sólo el diablo está detrás de la fascinación que es la belleza. Por esta causa es imposible que haya un arte moral, un arte de acuerdo con la costumbre. Apenas el arte aspira a no incurrir en el pecado, sólo consigue, como Nietzsche demostró con evidencia, falsificar el arte [...] He aquí por qué son insuperables el diablo y la obra de arte, la revolución y la poesía. No hay poesía sino revolucionaria, no la hay sin la "colaboración del demonio". (1934; II, 166-167.)



Clásicos y románticos. Hay dos clases de románticos, dos clases de inconformes; unos, que declaran muerta a la tradición y que encuentran su libertad con ello; otros, que pretenden resucitarla. La tradición es tradición porque no muere, porque vive sin que la conserve nadie [...] El culto de los clásicos sólo retarda el dominio y el premio de los modernos; débese, pues, anteponer el culto a la modernidad [...] A este sentimiento se asemeja el de otros modernos: los tradicionalistas. Su ortodoxia es tan protestante, su clasicismo es tan romántico, como el sentimiento de los primeros. (1932; II, 98.)



La tradición de la herejía. La literatura española de México ha tenido la suerte de ser considerada en España como una literatura descastada. Este juicio no se ha equivocado, puesto que la devuelve a la mejor tradición castiza, que es la tradición de la herejía, la única posible tradición mexicana [...] Todo clasicismo es una tradición trasmigrante. En el pensamiento español que vino a América de España, no fue España, sino un universalismo el que emigró, un universalismo que España no fue capaz de retener, puesto que lo dejó emigrar intelectualmente. (1934; II, 181-182.)



Oficio de los ojos y de las manos. Poesía que no quiere más que ser exacta y que une, en su claro propósito, la humildad de su oficio o la nobleza de su certidumbre, se somete y sirve, pero encontrando en su esclavitud el más digno empleo de la libertad [...] No es el arte estado de gracia, ni excepcional inspiración, ni alambicada alquimia; es un oficio de los ojos y de las manos. (1927; II, 29.)

4. RETRATOS Y TESTIMONIOS



La pérdida del infierno. Cuesta fue muerto por la sociedad más de lo que por ella murió. En salvación de algún orden creía. Su cultura fue el infierno de comprender o de creer o no en esa cultura elaborada con tesón y tedio. La felicidad de ese infierno. Al hacer su llamado al descastamiento demostraba su desesperación nacionalista. Fausto, el diablo y Margarita son uno en él. Corromper al diablo. Que como otros pierden el cielo, él pierda su infierno. Dialogan en ti y en mí. Cuando Cristo rompe la cruz, Orozco pintó sentencias de ese diálogo. Lo revelado superó a lo formal. (1942; Luis Cardoza y Aragon, El río. Novelas de caballerías, FCE, 1986.)



El radicalismo mexicano. A pesar de las limitaciones de su posición intelectual, más visibles ahora que cuando su autor las formuló, a través de esporádicas publicaciones periodísticas, debemos a Cuesta varias observaciones valiosas. México, en efecto, se define a sí mismo como negación de su pasado. Su error, como el de los liberales y positivistas, consistió en pensar en que aquella negación entrañaba forzosamente la adopción del radicalismo y del clasicismo franceses en política, arte y poesía. La historia refuta su hipótesis: el movimiento revolucionario, la poesía contemporánea, la pintura y, en fin, el crecimiento mismo del país, tienden a imponer nuestras particularidades y a romper la geometría intelectual que nos propone Francia. El radicalismo mexicano, como se ha procurado mostrar en este ensayo, tiene otro sentido. (1950; Octavio Paz, El laberinto de la soledad, FCE, 1950.)



En un bar de la calle Madero. Ya he contado como conocí a los poetas de Contemporáneos, cuando era estudiante, y mi primer encuentro con Jorge Cuesta. Lo que no he dicho es que una noche de marzo o abril de 1935, en un bar de la calle Madero, tuve la rara fortuna de oírlo contar, como si fuese una novela o una película de episodios, uno de sus ensayos más penetrantes: El clasicismo mexicano. Sus oyentes éramos una muchacha amiga suya y yo. Ella abrió apenas la boca durante toda la noche, de modo que a mí me tocó arriesgar algunas tímidas preguntas y unas pocas, débiles objeciones. Fue muy de Jorge Cuesta esto de exponer a su amante y a un jovenzuelo, al filo de la media noche, entre un dry martini y otro, una ardua teoría estética. (1991; Octavio Paz, prólogo a las Obras completas, FCE, IV.)



El suicida. Hay en algunas naturalezas, ciertas resistencias a la cultura. Si se les fuerza, ése es el mal de la enseñanza primaria obligatoria, producen monstruosidades. Hay que dejarlas en el alfabeto y el ábaco. Eso les basta y, en el caso, es lo único saludable. Querer llevarlas más allá es fomentar la proliferación de ejemplares como el de nuestro estrangulador de mujeres, que pretendía resucitar a sus víctimas mediante el coito [y] como el de aquel que acabó castrándose para resistir el deseo de acostarse con su hermana y que había descubierto el secreto de hacer la crítica literaria mediante reacciones químicas... (1954; Alfonso Reyes, Obras completas, XXIII, FCE, 1989.)



Posteridad de un fantasma. Confiemos en que, con el tiempo, no sólo quienes lo conocimos y tratamos personalmente, sino también los escritores que vienen después de nosotros, hablaremos mejor de su obra dispersa en revistas y diarios; obra lúcida y conceptuosa, personalísima en la poesía y en el ensayo libres tanto como en la crítica condicionada a la literatura y a la política. No es hora aún de fijar la silueta de quien llevó una existencia apasionada y apasionante. ¡Si desde sus comienzos literarios se dudó de la existencia real de Jorge Cuesta y se le consideró como un fantasma! (1942; Xavier Villaurrutia, Obras, FCE, 1966.)



El cuerpo. Jorge Cuesta era completamente ajeno a su cuerpo. Su existencia se consumaba por su evasión. Como el radium, se hacía presente por el poder que esparcía. (1958; Elías Nandino en Cuesta, v, 177)



El cadáver. De su muerte supe por recortes de periódico que me llenaron de asco y vergüenza por la prensa de mi país. El espíritu más naturalmente distinguido de mi generación, en las notas de la policía. Y cuando empezaba —que ya la habrá terminado— la Crítica del Reino de los Cielos. (1953; Gilberto Owen, "Encuentros con Jorge Cuesta", Obras, FCE, 1979.)



Los años del olvido. La intransigencia ha impedido que el nombre de Cuesta se amplifique en una merecida fama póstuma. Por el contrario, ese nombre parece hundirse cada vez más en el olvido, parece declinar cada día que pasa... (1958; Rubén Salazar Mallén en Cuesta, v, 189.)



La restitución. La verdadera actualidad de Cuesta, el carácter ejemplar de su obra tal vez sea lo que él mismo advirtió como el mayor mérito de su generación: la actitud crítica —es decir, la eficacia del desacuerdo, el ejercicio de la desconfianza y la incredulidad. (1965; José Emilio Pacheco, "Jorge Cuesta y el clasicismo mexicano" en Cuesta, v, 248.)



El contemporáneo esencial. Como todos los suicidas, su vida está calificada por su muerte; pero sus obras dejar ver que la pasión de aquélla no es ésta, sino la inteligencia, vista como un fin, como una meta, a cuyo imperio debería someterse toda la realidad. (1967; Juan García Ponce, "La noche y la llama" en Cinco ensayos, Universidad de Guanajuato, 1969.)



El problema del Canto a un dios mineral. Mi admiración por el Jorge Cuesta ensayista me llevó a su poesía. Como cualquier lector atento recibí satisfacciones a veces insospechadas; pero al intentar comprender el Canto a un dios mineral me encontré con algo impenetrable y en muchas ocasiones contradictorio: escrito en liras estrictas, parece un poema conceptista que contiene una alegoría clásica: la imagen reflejada en el agua; hay versos aparentemente felices y otros tan oscuros que se contradicen formalmente, y en un poema a tal grado voluntariamente formal, esto no deja de ser, por lo menos, sospechoso. (1982; Inés Arredondo, Acercamiento a Jorge Cuesta, SEP, 1982.)



El clásico. El riesgo de Cuesta es el de una perfección elíptica, que privilegia a la coesión y a lo rotundo de la frase en perjuicio de la experimentación. El gesto profético, la palabra como revelación y revolución, el poeta y el poema como campos de batalla de la Historia son ajenos a este proyecto literario. No será difícil apreciar que, si a algo, esta poesía aspira a ser indagación de y en la inteligencia, canto y música, reveladora y fluida constelación de nuestros ritmos interiores. (1977; Adolfo Castañón, Jorge Cuesta. Poemas, UNAM, 1977.)



La esterilidad. De ahí que la esterilidad, en Cuesta, se convierta en la mayor virtud de la poesía: negarse, decepcionar, desconfiar, dudar, descreer, abstenerse, contenerse, impedirse, obstaculizarse —he aquí "su sistema de bellas artes". (1977; José Joaquín Blanco, La paja en el ojo, UAP, 1980.)



El colonizado. Lo más extremo del pensamiento de Cuesta es su postura ante la tradición. En sus numerosos apuntes sobre el tema, Cuesta va al límite, reconoce y se enorgullece del colonialismo cultural; examina impiadosamente los elementos universales de toda tradición nacional; declara que la poesía mexicana es una poesía europea; afirma que la tradición no se preserva, sino que vive y que la tradición es tradición porque no muere, porque vive sin que la conserve nadie, y, en plena euforia de verdades hirientes, no se detiene ante la provocación, y ve en la influencia de Francia no un factor accidental y caprichoso de nuestro desenvolvimiento nacional, sino su carácter, su distinción, su propiedad personales. Es aquí donde Cuesta acierta y se equivoca... (1985; Carlos Monsiváis, Jorge Cuesta, CREA, 1985.)



De la ley a la ciencia. Jorge Cuesta no era, hablando en propiedad, un alquimista, y no nos ha sido dado encontrar ningún indicio de que siguiera con interés particular la ciencia de los "amos del fuego". Más bien conviene ver en ello una analogía con el procedimiento, con la ideología, en la medida en que trabajaba en el mismo sentido que los alquimistas. (1983; Louis Panabière, Jorge Cuesta. Itinerario de una disidencia, FCE, 1983.)



La locura. El infierno de Cuesta (y no el de la locura) nos atañe a todos. (1985; Guillermo Sheridan, Los Contemporáneos ayer, FCE, 1985.)



El personaje. El poeta conoció a Lupe Marín, la autora de La única, en una tertulia: nunca imaginó lo que le depararía aquella conversación inicial. Lo veo ahí sentado, agitando sus largos dedos, robándose el tiempo... (1991; Jorge Volpi, A pesar del oscuro silencio, Joaquín Mortiz, 1991.)



Nuestro Fausto. Fue el primer intelectual moderno de México. A fines del siglo XX su reputación es firme y pasará algún tiempo antes de que otra generación la ponga en duda. La obra de Cuesta suscita un consenso esencialmente político. Discutimos sus facultades como poeta pero se admite la gravedad de su intención. Se aceptan las limitaciones del pensador pero se le conceden circunstancias atenuantes. La certidumbre que rodea a Cuesta estableció con fijeza su punto de partida como escritor. Sus cofrades y sus enemigos, la inmediata posteridad y el propio Cuesta acordaron que era el desarraigo la figura dramática más exacta para definir su vida y obra. Nuestro primer crítico está arraigado en la cultura contemporánea de México como si con los años sus textos hubieran proliferado tupidamente el jardín del porvenir. Sería hipócrita negar por razones retóricas el triunfo de Cuesta. Es una de las pocas victorias morales que la posteridad ha concedido a un escritor mexicano. Y afirmar que su obra goza de un consenso político es decir que su lugar en la polis de la cultura es determinante. Cuesta es una referencia central porque tuvo la razón o porque consideramos sus razones como nuestras. Esa razón de Cuesta fue el ejercicio de la crítica moderna en las condiciones de una cultura que no la aceptaba como tal. Parece lógico que el escritor no haya sido comprendido en los años treinta del siglo XX y sería aberrante que el presente no intentara pagar deuda tan magnífica. Cuesta fue esencialmente un crítico de literatura. Su celebrada inteligencia le permitió extenderse al resto de las artes y a la esfera moral de la política hasta dejar implícita una crítica más general de la cultura mexicana. Es obvio que no atendió fenómenos éticos y estéticos capitales; pero una de sus cualidades fue la de fijar los límites de su percepción. Entendió la crítica como método intelectual y como actitud moral. La unidad de sus escritos nace del logrado equilibrio que mantuvo entre ambas certezas.

La modernidad de Cuesta requería de una actitud ante la tradición como selección. A diferencia de T.S. Eliot, el poeta mexicano no contaba con una memoria crítica organizada de la cual deslindarse. Entendió al crítico como el creador de su propia tradición y diseñó una cartografía adecuada para conocerla. La literatura mexicana no tenía, ni siquiera, una historia académica consagrada que combatir. Tras la Revolución de 1910 se mantenían certidumbres académicas: neoclasicismo, modernismo, admiraciones parciales —Sor Juana—, atribuciones dudosas —Ruiz de Alarcón— o leyendas públicas como la del romanticismo político. Ninguna de esas sospechas lograban constituir una tradición crítica como la que Cuesta necesitaba para trabajar. Hubo de inventar fragmentos enteros de historia literaria para encontrar su sitio como crítico. [...]

Cuesta es el Fausto de la cultura mexicana del siglo XX. Fausto que crea Faustos, crítico creador de magos, nos dejó al morir los contratos que firmó con Mefistófeles, papeles en herencia que configuran una crítica del demonio en sus manifestaciones pictóricas y políticas. Tres afluentes examinadas que logran una síntesis fáustica, la civilización occidental en México. Genealogía que nace cuando Cuesta crea su propia figura y encarna un sitio nuevo y arbitrario, autónomo en sus funciones y generador de autonomía por sus resultados. Al desprenderse —como actor— de la tradición mexicana, Cuesta reúne las condiciones para reinventar un canon. Ése es el sentido de la batalla antirromántica que emprende, del liberalismo constitucional que pregona y de la elevación de José Clemente Orozco al árido Olimpo de su clasicismo. En cada una de estas maniobras, Cuesta aparece como un negociador exhausto, que sólo firma las capitulaciones cuando sabe que ha vendido su alma al diablo al precio justo. Las condiciones pactadas por Cuesta redituaron en nuestro beneficio. Inversiones a largo plazo, los pactos cuestianos rigen desde la Torre de Marfil hasta la plaza pública. Ello no impide que el papel moneda que acuñó no esté libre de falsificación o, peor aún, de ser retirado de la circulación. Fausto es también un empresario, el arquitecto imprudente que sueña con guiar el caudal de la Naturaleza a través de canales humanos.

Cuesta levantó en sus ensayos un acta cuidadosa y sonora de las relaciones entre la creación artística y sus poderes secretos. Moralista y garante de la ética de la responsabilidad, emprendió la crítica del demonio, ética que alerta contra los íncubos de la ideología, eternos pretendientes al trono, ávidos por trasvestirse y utilizar al "espíritu nacional" como ventrílocuo de sus profecías. Hoy, cuando el siglo se va como empezó, entre las persecusiones nacionalistas, espíritus como el de Cuesta nos llaman y nos vigilan. La traición de los clérigos es una constante histórica y la cláusula política redactada por Cuesta, que limita severamente al Estado en su comercio con la conciencia civil, debe ser celosamente vindicada. Cuesta rubricó cada una de estas salvaguardas en calidad de albacea crítico. El mito trágico de Cuesta —no debemos olvidarlo— empieza por cuenta del propio poeta, cuando, entusiasmado por sus victorias contra la parte del diablo, quiso llevar sus poderes fáusticos ante la delicada audiencia del cuerpo y ésta, unánime, agotó los plazos y dictó su muerte. (1997; Christopher Domínguez Michael, Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo v, Era, 1997.) –
http://www.letraslibres.com/revista/entrevista/jorge-cuesta-1903-1942

miércoles, 14 de enero de 2015

Xavier Villaurrutia: cuestión de ánimo y melancolía


Xavier Villaurrutia: cuestión de ánimo y melancolía
El libro Nostalgia de muerte de Xavier Villaurrutia es la introducción de un concepto que logra una unidad contundente: la melancolía.

 Javier de la MoraJavier de la Mora.

El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española nos dice que la palabra «ánimo» (del lat. anĭmus, y este del gr. ἄνεμος, soplo) posee cuatro acepciones que en el uso diario aplicamos indistintamente: alma en cuanto principio de la acción humana, energía, voluntad y pensamiento. En efecto, «ánimo» es un término que utilizamos para referirnos a la intención de hacer algo o para expresar deshago en las aflicciones por medio de la esperanza o la conformidad: “tengo mucho ánimo” o “estoy desanimado”. En otras palabras: el ánimo es esa facultad instintivo-afectiva a través de la cual podemos realizar nuestros proyectos, hacer todo cuanto nos proponemos en la vida y llevar a cabo nuestros sueños; sin embargo, el ánimo es resultado de un delicado equilibrio entre humores que puede ser alterado con facilidad por las violentas tempestades de lo real y cuyo desorden puede provocar las consecuencias más nefastas: desde la depresión improductiva hasta la demencia y el suicidio.
            A Villaurrutia le pasó lo que a la figura alada del grabado de Durero: “Un genio con alas que no va a desplegar, con una llave que no usará para abrir, con laureles en la frente pero sin sonrisa de victoria” (Klibansky, p. 309). La melancolía de la que Xavier fue víctima enturbió sus relaciones consigo mismo. Víctima de una tristeza incierta pero aguda, sosegada pero incurable, el poeta vivía sumido en un estado de inseguridad amurallado por las limitaciones del lenguaje y la nula posibilidad de decir.
            Y esto es así porque —como dice Roger Bartra invocando a Kant— “las sensaciones no se sustentan principalmente en las ‘cosas externas’ sino más bien en los sentimientos de cada hombre, cuyas raíces se hunden en los temperamentos y en los humores” (Bartra, p. 37). [Así vemos a un Cioran retraído ante su obra, pero también ante sí mismo: una voluntad que desea, pero que no emprende el camino.]
El libro Nostalgia de muerte de Xavier Villaurrutia es la introducción de un concepto que logra una unidad contundente: la melancolía. Y es que casualmente aparecen casi de manera simultánea los libros Muerte sin fin de José Gorostiza, y Muerte de cielo azul de Bernardo Ortiz de Montellanos. Libros con distintas suertes pero que toman como columna vertebral un mismo tema. Lo curioso es que tales obras están lejos de la concepción mexicana de la muerte. El mismo Villaurrutia ubica este acto como algo ajeno a la tierra, pues ésta se consuma no a través de un entierro, como obedece en una concepción occidental e hispana de la muerte, sino con la huida, con el exilio, con el destierro. Los argumentos constantes de su poemario ocurren en dualidad: vigilia y sueño, vida y muerte, presencias y ausencias, lo que es y lo que no, la melancolía provocada por el deseo incumplido de hacer. Y la muerte, por supuesto, es el origen de tal nostalgia.
Nostalgia de la muerte construye un mundo lleno de gritos, estatuas, esquinas, heridas, silencios, noches, sueños, insomnios y deseos. Un mundo que desde la vigilia observa y sufre por lo que en la noche es posible, por lo que en la noche ocurre: momentos en que la carne se petrifica, el hombre se vuelve figura que debe soportar el sufrimiento.

Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.
Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,
querer tocar el grito y sólo hallar el eco
querer asir el eco y encontrar sólo el muro
y correr hacia el muro y tocar un espejo.

Las imágenes desde luego se recrean en un mudo onírico que obliga necesariamente a pensar en que se trata de poemas surrealistas. Un libro que tiene que ver con una concepción del mundo ofrecida por el inconsciente y guiada por el poeta y no a través de él, aunque Nostalgia de la muerte será la expiación del autor mismo. Es decir, la creación del mundo onírico se debe a las necesidades no manifiestas del inconsciente pero que necesariamente están vinculadas con la vigilia. La explicación más coherente tiene que ver con una cuestión íntima, muy lejana de la que Paz podría citar. Nostalgia de la muerte es un poemario, en toda su extensión, que habla del deseo carnal y preferencia de Xavier Villaurrutia. Dada esta situación, no es difícil entender el mundo nocturno de las bocas, las heridas, las petrificaciones, los gritos, los silencios y esa dualidad entre la vida y la muerte. El juego de palabras latente a lo largo del libro es el concepto francés del orgasmo, la petit mort, al que es reducido la muerte. Y de ahí el título: hay un sentimiento de melancolía por no estar en el lugar de origen que es la muerte, el lugar al que se le ha exiliado por ser algo no permitido, socialmente señalado, pero que es un placer que lo mata, que lo aniquila, porque la eyaculación tiene claramente su origen en el empuje del viento (Aristóteles, p. 89).
Cada poema es la explicación de lo que a Villaurrutia le ocurre, de cada uno de sus deseos y tristezas. Los nocturnos son, todos, confidencias y revelaciones de un acto carnal que le trastorna el ánimo. Paz se equivocaba al decir que sólo el “Nocturno de los ángeles” era uno de los pocos poemas eróticos de Villaurrutia. Aunque este poema es también esencial para el entendimiento del libro. El “Nocturno de los ángeles” es un poema que manifiesta el sentir del contemporáneo sobre México, su patria. Hay una algarabía y efusividad por un lugar, fuera de su país, poblado de ángeles, que comparten el secreto del nocturno y de la muerte (la petit mort) sin miedo alguno. “La angustia, la soledad, la noche, el silencio, las calles solitarias, los muros, las sombras, el sueño, todo ese mundo nervalesco asido a su pluma confirmaba la intensidad de su presencia en quien sabía que vivir es estar cumpliendo con la ineludible destrucción interior” (Chumacero, p. XV), que vivir es una cuestión de ánimo o una cuestión perdida de consecuencias nefastas, para vivir la muerte muriendo a todas horas.


Bibliografía

AGAMBEN, Giorgio, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Pre-Textos, Valencia, 2006.
ARISTÓTELES, El hombre de genio y la melancolía (Problema XXX), Acantilado, Barcelona, 2007.
BARTRA, Roger, El duelo de los ángeles. Locura, tedio y melancolía en el pensamiento moderno, Pre-Textos, Valencia, 2004.
KLIBANSKY, et. al., Saturno y la melancolía, Alianza, Madrid, 1991.
PAZ, Octavio, Primeras letras, editorial Vuelta, México, 1992.
___________, Xavier Villaurrutia. En prosa y en persona, FCE, México, 1978.
VILLAURRITUA, Xavier, ‘Nostalgia de la muerte’, en: Obras, Prólogo de Alí Chumacero, FCE, Letras Mexicanas, México, 1996, pp. 44 a 73.

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