lunes, 12 de enero de 2015

Juan García Ponce.


Juan García Ponce
(Mérida, 1932-2003) Escritor mexicano. Cursó estudios de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Entre 1957 y 1958, fue becario del Centro Mexicano de Escritores, beneficio que también le concedió la prestigiosa Fundación Rockefeller a comienzos de los años sesenta (1960-1961). Durante diez años (1957-1967), desempeñó el cargo de secretario de redacción en la Revista de la Universidad de México, donde fue adquiriendo un merecido reconocimiento que pronto le permitió trabajar y colaborar en las principales publicaciones culturales del país azteca, como la Revista Mexicana de Literatura (1963-1965) y las mundialmente conocidas Plural (1973-1976) y Vuelta, ambas fundadas por el premio Nobel de Literatura Octavio Paz.

Su incesante actividad editorial le impulsó también a fundar y dirigir la publicación Diagonales. Su obra se hizo pronto merecedora de galardones prestigiosos como el Premio Teatral Ciudad de México (1956), el Premio Elías Souraski (1974) y el Premio Anagrama de Ensayo (1980). En julio de 2001 recibió el Premio Juan Rulfo, uno de los galardones literarios más importantes de Latinoamérica.

De su obra teatral destaca El canto de los grillos (1958), obra que presenta el contraste entre la vida rural en provincias y la vida urbana en México D. F., y la pugna generacional entre los partidarios de la primera (los viejos) y los que se han habituado a la segunda (la juventud). La puesta en escena de El canto de los grillos, realizada por el poeta y dramaturgo Salvador Novo, fue elogiada unánimemente por la crítica y el público, y constituyó uno de los mayores éxitos teatrales de su tiempo.
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/g/garcia_ponce.htm

domingo, 11 de enero de 2015

Zweig Stefan. Fouché. Biografía. El genio tenebroso.


Zweig Stefan.
Escritor y pacifista austriaco (1881-1942) famoso sobre todo por sus biografías. Nació en Viena, en cuya Universidad estudió. A raíz del estallido de la I Guerra Mundial, Zweig se convirtió en un ardiente pacifista y se trasladó a Zurich, donde podía expresar sus opiniones. En su primera obra importante, el poema dramático Jeremías (1917), denunciaba apasionadamente lo que él consideraba como la locura suprema de la guerra. Después de la guerra Zweig se estableció en Salzburgo y escribió biografías, por las que se hizo famoso, narraciones y novelas cortas y ensayos. Entre estas obras destacan: Tres maestros (1920), estudios sobre Honoré de Balzac, Charles Dickens y Fedor Dostoievski y La curación por el espíritu (1931), donde da cuenta de las ideas de Franz Anton Mesmer, Sigmund Freud y Mary Baker Eddy. El ascenso del nazismo y el antisemitismo en Alemania llevó a Zweig, que era judío, a huir a Gran Bretaña en 1934. Emigró a los Estados Unidos en 1940 y después a Brasil en 1941, donde se suicidó llevado por un sentimiento de soledad y fatiga espiritual. Como escritor, Zweig se distinguió por su introspección psicológica. Omitiendo detalles no esenciales, fue capaz de hacer sus biografías tan entretenidas como una novela. Los últimos escritos importantes de Zweig incluyen las biografías Erasmus de Rotterdam (1934) y María Estuardo (1935), la novela El juego real (publicada póstumamente en 1944), y su autobiografía El mundo de ayer (1941).

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Fouché, el Genio tenebroso. Stefan Zweig

José Fouché fue uno de los hombres más poderosos de su época y uno de los más extraordinarios de todos los tiempos. Sin embargo, ni gozó de simpatías entre sus contemporáneos ni se le ha hecho justicia en la posteridad.

Pocas obras biográficas tendrán la capacidad de estremecer tanto al lector como la de José Fouché, no tanto por sus vivencias, que ahora son parte de la historia, como por la efectividad que este individuo logra por medio de la tergiversación de valores éticos y morales. Esta `sostenida práctica de la maldad` puede ser la razón por la cual nadie más, aparte de este autor, ha escrito en forma tan detallada sobre este personaje. Así lo destaca, en la introducción de su libro el mismo Stefan Zweig, con cierto grado de sorpresa, refiriéndose a la obra `Un Tenebroso Asunto`, de Honorato de Balzac, quien siendo uno de los principales escritores de la época, se refiere a Fouché sin descuentos moralistas. Lo analiza desde el punto de vista político, y asegura que este `genio peculiar` fue `el único ministro que tuvo Napoleón`.

Fuente: N.N.
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EL GENIO TENEBROSO
Revisado por: Sergio Cortéz
INTRODUCCIÓN.

José Fouché fue uno de los hombres más poderosos de su época y uno de los más extraordinarios de todos los tiempos. Sin embargo, ni gozó de simpatías entre sus contemporáneos ni se le ha hecho justicia en la posteridad.
A Napoleón en Santa Elena, a Robespierre entre los jacobinos, a Carnot, Barras y Talleyrand en sus respectivas Memorias y a todos los historiadores franceses –realistas, republicanos o bonapartistas-, la pluma les rezuma hiel cuando escriben su nombre. Traidor de nacimiento, miserable, intrigante, de naturaleza escurridiza de reptil, tránsfuga profesional, alma baja de esbirro, abyecto, amoral... No se le escatiman las injurias. Y ni Lamartime, ni Michelet, ni Luis Blanc intentan seriamente estudiar su carácter, o, por mejor decir, su admirable y persistente falta de carácter. Por primera vez aparece su figura, con sus verdaderas proporciones, en la biografía monumental de Luis Madelins, al que este estudio, lo mismo que todos los anteriores, tiene que agradecerle la mayor parte de su información. Por lo demás, la Historia arrinconó silenciosamente en la última fila de las comparsas sin importancia a un hombre que, en un momento en que se transformaba el mundo, dirigió todos los partidos y fué el único en sobrevivirles, y que en la lucha psicológica venció a un Napoleón y a un Robespierre. De vez en cuando ronda aún su figura por algún drama u opereta napoleónicos; pero entonces, casi siempre reducido al papel gastado y esquemático de un astuto ministro de la Policía, de un precursor de Sherlock Holmes. La crítica superficial confunde siempre un papel del foro con un papel secundario.
Sólo uno acertó a ver esta figura única en su propia grandeza, y no el más insignificante precisamente: Balzac. Espíritu elevado y sagaz al mismo tiempo, no limitándose a observar lo aparente de la época, sino sabiendo mirar entre bastidores, descubrió con certero instinto en Fouché el carácter más interesante de su siglo. Habituado a considerar todas las pasiones -las llamadas heroicas lo mismo que las calificadas de inferiores-, elementos completamente equivalentes en su química de los sentimientos; acostumbrado a mirar igualmente a un criminal perfecto -un Vautrin- que a un genio moral -un Luis Lambert-, buscando, más que la diferencia entre lo moral y lo inmoral, el valor de la voluntad y la intensidad de la pasión, sacó de su destierro intencionado al hombre más desdeñado, al más injuriado de la Revolución y de la época imperial. «El único ministro que tuvo Napoleón», le llama, singulier génie, la plus forte tête que je connaiss, «una de las figuras que tienen tanta profundidad bajo la superficie y que permanecen impenetrables en el momento de la acción, y a las que sólo puede comprenderse con el tiempo». Esto ya suena de manera distinta a las depreciaciones moralistas. Y en medio de su novela «Une ténébreuse affaire» dedica a este genio grave, hondo y singular, poco conocido, una página especial. «Su genio peculiar -escribe-, que causaba a Napoleón una especie de miedo, no se manifestaba de golpe. Este miembro desconocido de la Convención, lino de los hombres más extraordinarios y al mismo tiempo más falsamente juzgados de su época, inició su personalidad futura en los momentos de crisis. Bajo el Directorio se elevo a la altura desde la cual saben los hombres de espíritu profundo prever el futuro, juzgando rectamente el pasado; luego, súbitamente -como ciertos cómicos mediocres que se convierten en excelentes actores por una inspiración instantánea-, dió pruebas de su habilidad durante el golpe de Estado del 18 de Brumario. Este hombre, de cara pálida, educado bajo una disciplina conventual, que conocía todos los secretos del partido de la Montaña, al que perteneció primero, lo mismo que los del partido realista, en el que ingresó finalmente; que había estudiado despacio y sigilosamente los hombres, las cosas y las prácticas de la escena política, adueñóse del espíritu e Bonaparte, dándole consejos útiles y proporcionándole valiosos informes... Ni sus colegas de entonces ni los de antes podían imaginar el volumen de su genio, que era, sobre todo, genio de hombre de Gobierno, que acertaba en todos sus vaticinios con increíble perspicacia». Estos elogios de Balzac atrajeron por primera vez la atención sobre Fouché, y desde hace años he considerado ocasionalmente la personalidad a la que Balzac atribuye el «haber tenido mas poder sobre los hombres que el mismo Napoleón». Pero Fouché parecía haberse propuesto, lo mismo en vida que en la Historia, ser una figura de segundo término, un personaje a quien no agrada que le observen cara a cara, que le vean el juego. Casi siempre está sumergido en los acontecimientos, dentro de los partidos, entre la envoltura impersonal de su cargo, tan invisible y activo como el mecanismo de un reloj. Y rara vez se consigue captar, en el tumulto de los sucesos, su perfil fugaz en las curvas más pronunciadas de su ruta. ¡Y más extraño aún! Ninguno de esos perfiles de Fouché, cogidos al vuelo, coinciden entre sí a primera vista. Cuesta trabajo imaginarse que el mismo hombre que fue sacerdote y profesor en. 1790, saquease iglesias en 1792, fuese comunista en 1793, multimillonario cinco años después y Duque de Otranto algo más tarde. Pero cuanto más audaz le observaba en sus transformaciones, tanto mas interesante se me revelaba el carácter, o mejor, la carencia de carácter de este tipo maquiavélico, el más perfecto de la época moderna. Cada vez me parecía más atractiva su vida política, envuelta toda en lejanía y misterio, cada vez más extraía, mas demoníaca su figura. Así me decidí a escribir, casi sin proponérmelo, por pura complacencia psicológica, la historia de José Fouché, como aportación a una biografía que estaba sin hacer y qué era necesaria: la biografía del diplomático, la más peligrosa casta espiritual de nuestro contorno vital, cuya exploración no ha sido realizada plenamente.
Una biografía así, de una naturaleza perfectamente amoral, aún siendo, como la de José Fouché, tan singular y significativa, me doy cuenta de que no va con el gusto de la época. Nuestra época quiere biografías heroicas, pues la propia pobreza de cabezas políticamente productivas hace que se busquen más altos ejemplos en los tiempos pasados, No desconozco de ninguna manera el poder de las biografías heroicas, que amplifican el alma, aumentan la fuerza y elevan espiritualmente. Son necesarias, desde los días dé Plutarco, para todas las generaciones en fase de crecimiento, para toda juventud nueva. Pero precisamente en lo político albergan el peligro de una falsificación de la Historia, es decir: es como si siempre hubiesen decidido el destino del mundo las naturalezas verdaderamente dirigentes. Sin duda domina una naturaleza heroica por su sola existencia, aún durante decenios y siglos, la vida espiritual, pero únicamente la espiritual. En la vida real, verdadera, en el radio de acción de la política, determinan rara vez -y esto hay que decirlo como advertencia ante toda fe política- las figuras superiores, los hombres de puras ideas; la verdadera eficacia está en manos de otros hombres inferiores, aunque mas hábiles: en las figuras de segundo término. De 1914 a 1918 hemos visto como las decisiones históricas sobre la guerra y la paz no emanaron de la razón y de la responsabilidad, sino del poder oculto de hombres anónimos del mas equívoco carácter y de la inteligencia mas precaria. Y diariamente vemos de nuevo que en el juego inseguro y a veces insolente de la política, a la que las naciones confían aún crédulamente sus hijos y su porvenir, no vencen los hombres de clarividencia moral, de convicciones inquebrantables, sino que siempre son derrotados por esos jugadores profesionales que llamamos diplomáticos, esos artistas de manos ligeras, de palabras vanas y nervios fríos. Si verdaderamente es la política, como dijo Napoleón hace ya cien años, la fatalite moderne, la nueva fatalidad, vamos a intentar conocer los hombres que alientan tras esas potencias, y con ello, el secreto de su poder peligroso. Sea la historia de la vida de José Fouché una aportación a la tipología del hombre político.

Salzburgo, otoño 1929.

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CAPÍTULO PRIMERO
ASCENSO
(1759-1793)
EL 31 de mayo de 1759 nace José Fouché -¡todavía le falta mucho para ser Duque de Otranto!- en el puerto de Nantes. Marineros y mercaderes sus padres y marineros sus antepasados, nada más natural que él continuase la tradición familiar; pero bien pronto se vió que este muchacho delgaducho, alto, anémico, nervioso, feo, carecía de toda aptitud para oficio tan duro y verdaderamente heroico en aquel tiempo. A dos millas de la costa, se mareaba; al cuarto de hora de correr o jugar con los chicos, se cansaba. ¿Qué hacer, pues, con una criatura tan débil?, se preguntarían los padres no sin inquietud, porque en la Francia de 1770 no hay todavía lugar adecuado para una burguesía ya despierta y en empuje impaciente. En los tribunales, en la administración, en cada cargo, en cada empleo, las prebendas substanciosas se quedan para la aristocracia; para el servicio de Corte se necesita escudo condal o buena baronía; hasta en el ejército, un burgués con canas apenas llega a sargento. El Tercer Estado no se recomienda aún en ninguna parte de aquel reino tan mal aconsejado y corrompido; no es extraño, pues, que un cuarto de siglo más tarde exija con los puños lo que se le negó demasiado tiempo a su mano implorante. No queda más que la Iglesia. Esta gran potencia milenaria, que supera infinitamente en sabiduría mundana a las dinastías, piensa más prudente, más democrática, más generosamente. Siempre encuentra sitio para los talentos y recoge al mas humilde en su reino invisible. Como el pequeño José se destaca ya estudiando en el colegio de los oratorianos, le ceden con gusto la cátedra de Matemáticas y Física para que desempeñe en ella los cargos de inspector y profesor. A los veinte años adquiere en esta Orden -que desde la expulsión de los jesuitas prevalece en toda Francia- la educación católica, honores y cargo. Un cargo pobre, sin mucha esperanza de ascenso; pero siempre una escuela en la que él mismo aprende a la vez que enseña. Podría llegar más alto: ser fraile un día, tal vez obispo o Eminencia, si profesara. Pero cosa típica en José Fouché: ya en el escalón inicial, en el primero y más bajo de su carrera, resalta un rasgo característico de su personalidad: la antipatía a ligarse completamente, de manera irrevocable, a alguien o a algo. Viste el habito de clérigo, esta tonsurado, comparte la vida monacal de los demás Padres espirituales, y durante diez años de oratoriano en nada se diferencia, ni exterior ni interiormente, de un sacerdote. Pero no toma las órdenes mayores, no hace voto; como en todas las situaciones de su vida, dejase abierta la retirada, la posibilidad de variación y cambio. A la Iglesia se da temporalmente y no por entero, lo mismo que mas tarde al Consulado, al Imperio o al Reino. Ni siquiera con Dios se compromete José Fouché a ser fiel para siempre.
Durante diez años, de los veinte a los treinta, anda este pálido y reservado semisacerdote por claustros y refectorios silenciosos. Da clase en Niort, Saumur, Vendome, París, pero casi no siente el cambio de lugar, pues la vida de un profesor de seminario se desarrolla igual en todas partes: pobre, silenciosa e insignificante, lo mismo en una ciudad que en otra, siempre tras muros callados, siempre apartado de la vida. Veinte, treinta, cuarenta discípulos, a los que enseña latín, matemáticas y física; muchachos pálidos, vestidos de negro, a los que lleva a misa y a los que vigila en el dormitorio. Lectura solitaria en libros científicos, comidas pobres y sueldos mezquinos. Una existencia conventual, humilde. Anquilosados, irreales, al margen del tiempo y del espacio, estériles y humillantes, parecen estos diez años silenciosos y sombríos de la vida de Fouché. Sin embargo, aprende durante ellos lo que ha de ser, más tarde, infinitamente útil al diplomático: el arte de callar, la ciencia magistral de ocultarse a sí mismo, la maestría para observar y conocer el corazón humano. Si este hombre, aún en los momentos de mayor pasión de su vida, llega a dominar hasta el último músculo de su cara; si es imposible percibir una agitación de ira, de amargura, de emoción en su faz inmóvil, como emparedada en silencio; si con la misma voz apagada sabe pronunciar lo cotidiano y lo terrible, y si puede cruzar con el mismo paso sigiloso los aposentos del Emperador y la frenética Asamblea popular, ello se debe a la disciplina incomparable de dominio sobre sí mismo aprendida en los años de religión; a su voluntad domada en los ejercicios de Loyola, y a su expresión educada en las discusiones de la retórica eclesiástica secular. Tal es el aprendizaje de Fouché antes de poner el pie sobre el podio de la escena mundial. Quizá no sea casualidad que los tres grandes diplomáticos de la revolución francesa: Talleyrand, Sieyes y Fouché, salieran de la escuela de la Iglesia maestros en el arte humano mucho antes de pisar la tribuna. El mismo lastre religioso pone un sello especial a sus caracteres -por lo demás contradictorios-, dándoles en los minutos decisivos cierto parecido. A esto reúne Fouché una autodisciplina férrea, casi espartana, una resistencia interior extraordinaria contra el lujo, la fastuosidad y el arte sutil de saber ocultar la vida privada y el sentimiento personal. No, estos años de Fouché a la sombra de los claustros no fueron perdidos. Aprendió enseñando.
Tras muros de conventos, en aislamiento severo, se educa y desarrolla este espíritu singularmente elástico e inquieto, llegando a alcanzar una verdadera maestría psicológica. Durante años enteros sólo puede actuar invisiblemente en el círculo espiritual más estrecho; pero ya en 1778 comienza en Francia esa tempestad social que inunda hasta los muros mismos del convento. En las celdas de los oratorianos se discute sobre los derechos del hombre igual que en los clubes de los francmasones. Una extraña curiosidad empuja a estos sacerdotes jóvenes hacia lo burgués, curiosidad que hace derivar también la atención del profesor de Física y Matemáticas hacia los descubrimientos sorprendentes de la época: las primeras aeronaves -los montgolfiers- y los grandiosos inventos en el terreno de la electricidad y la medicina. Los religiosos buscan contacto con los círculos intelectuales, y este contacto lo facilita en Arras un círculo extraño llamado de los «Rosatis», una especie de «Schlaraffia», en la que los intelectuales de la ciudad se reúnen en animadas veladas. El ambiente es modesto. Pequeños burgueses, gente insignificante, recitan poesías o pronuncian discursos literarios; los militares se mezclan con los paisanos. José Fouché, el profesor religioso, es muy bien recibido en estas veladas, pues sabe mucho sobre los nuevos descubrimientos de la Física. Allí, en amigable reunión, escucha, por ejemplo, como recita un capitán de ingenieros llamado Lazaro Carnot versos satíricos, compuestos por él mismo, o atiende al florido discurso que pronuncia el pálido abogado, de delgados labios, Maximiliano de Robespierre (entonces aún daba importancia a su nobleza) en honor de los «Rosatis». Aún disfruta la provincia de los últimos soplos del Dixhuitieme filosofante. Reposadamente escribe el señor de Robespierre, en vez de sentencias de muerte, graciosos versos; el médico suizo Marat, en vez de crueles manifiestos comunistas, escribe una novela dulzona y sentimental, y en algún rincón de provincia se afana el pequeño teniente Bonaparte por imitar al Werther con una novela. Las tempestades están todavía invisibles tras el horizonte.
Parece un juego del destino: precisamente con este abogado pálido, nervioso, de orgullo inconmensurable, llamado Robespierre, hace amistad el tonsurado profesor de seminario, y sus relaciones están en el mejor camino de trocarse en parentesco, pues Carlota Robespierre, la hermana de Maximiliano, quiere curar al profesor de los oratorianos de sus achaques místicos, y se murmura de este noviazgo en todas las mesas. Porqué se deshacen al fin estas relaciones no se ha sabido nunca; pero quizá se oculte aquí la raíz del odio terrible, histórico, entre estos dos hombres, tan amigos antaño y que más tarde lucharon a vida o muerte. Entonces nada saben aún de jacobinismo y de rencor, al contrario: cuando mandan a Maximiliano de Robespierre como delegado a los Estados Generales, a Versalles, para trabajar en la nueva Constitución de Francia, es el tonsurado José Fouché quien presta al anémico abogado las monedas de oro necesarias para que se pague el viaje y se pueda mandar hacer un traje nuevo. Es simbólico el que en esta ocasión, como en tantas otras, tenga los estribos para que otro inicie su carrera histórica, para luego ser él también quien en el momento decisivo traicione y derribe por la espalda al amigo de antaño.
Poco después de la partida de Robespierre a la Asamblea de los Estados Generales, que ha de hacer temblar los fundamentos de Francia, tienen también los oratorianos en Arras su pequeña revolución. La política ha penetrado hasta los refectorios, y el perspicaz oteador que es José Fouché hincha con este viento sus velas. A propuesta suya mandan un diputado a la Asamblea Nacional, para demostrar al Tercer Estado las simpatías de los clérigos. Pero esta vez, el hombre tan precavido en otras ocasiones obra con precipitación, sin duda porque sus superiores le envían, como medida correccional -lo que no constituye un verdadero castigo, pues carecen de fuerza para ello-, a la institución filial de Nantes, al mismo puesto donde aprendió de niño los fundamentos de la ciencia y el arte del conocimiento humano. Mas ya es adulto y experto, y no le seduce enseñar a los muchachos Geometría y Física. El sutil oteador presiente que se cierne sobre el país una tempestad social, que la política domina el mundo... Y a la política se lanza. De un golpe tira la sotana, hace desaparecer la tonsura y en vez de pronunciar sus discursos políticos ante los niños lo hace ante los buenos burgueses de Nantes. Se funda un club -siempre empieza la carrera de los políticos en un escenario, prueba de la elocuencia-, y un par de semanas después ya es Fouché presidente de los Amis de la Constitución de Nantes. Alaba el progreso, aunque con precaución y tolerancia, porque el barómetro de la honesta ciudad señala una temperatura moderada. Los ciudadanos de Nantes no gustan del radicalismo, temen por su crédito; quieren, sobre todo, hacer buenos negocios. No quieren -ellos que obtienen de las colonias opulentas prebendas- proyectos tan fantásticos como el de la manumisión de los esclavos. José Fouché, certero observador, redacta un documento patético contra la abolición de la trata de esclavos, que aunque le proporciona una severa represión por parte de Brissot, no mengua su reputación en el estrecho círculo de los burgueses. Para asegurar su posición política entre ellos (¡los futuros electores!), se casa muy pronto con la hija de un rico mercader, una muchacha fea, pero de buena posición, pues quiere convertirse rápidamente en un perfecto burgués; es el tiempo en que -bien lo presiente él- el Tercer Estado va a tener en sus manos la dirección, el predominio. Todo esto son ya los preliminares del verdadero fin que se propone. Apenas se convocan elecciones para la Convención, se presenta el antiguo profesor de seminario como candidato. ¿Y qué es lo que hace todo candidato? Promete, por lo pronto, a sus buenos electores todo lo que pueda halagarlos. Así jura Fouché proteger el comercio, defender la propiedad, respetar las leyes; como en Nantes sopla más el viento de la derecha que el de la izquierda, truena con mayor elocuencia contra los partidarios del desorden que contra el viejo régimen. Y, efectivamente, en 1792 es elegido diputado de la Convención, y la escarapela tricolor sustituye, por largo tiempo, a la tonsura, llevada oculta y silenciosamente.
José Fouché cuenta en la época de su elección treinta y dos años. No es de agradable presencia, ni mucho menos: cuerpo seco, casi espectralmente esmirriado; cara de huesos finos y líneas picudas; afilada la nariz; afilada y estrecha también la boca, siempre cerrada; ojos fríos de pez, bajo párpados pesados, casi adormecidos, con las pupilas de un gris felino como bolitas de cristal. Todo en esta cara, todo en este hombre, está, por decirlo así, provisto de una menguada y fina materia vital. Parece un personaje visto con luz de gas, pálido y verdoso; sin brillo en los ojos, sin sensualidad en el gesto, sin metal en la voz, lacio y revuelto el pelo, rojizas y apenas visibles las cejas, de una palidez grisácea las mejillas, jamás el pigmento colorea esta cara con arrebol saludable; siempre hace el efecto, este hombre tenaz, inauditamente duro para el trabajo, de un ser cansado, de un enfermo, de un convaleciente. Todo el que le ve recibe la impresión de un hombre sin sangre ardiente, roja, pulsante. Y, efectivamente, también en lo psíquico pertenece a la raza de los flemáticos, de los temperamentos fríos. No conoce pasiones recias, avasalladoras; no es arrastrado hacia las mujeres ni hacia el juego; no bebe vino, no le tienta el despilfarro, no mueve sus músculos, no vive más que en su estudio, entre documentos y papeles. Nunca se enfada visiblemente, nunca vibra un nervio en su cara. Sólo para una leve sonrisa, cortés, mordaz, se contraen estos labios afilados, anémicos; nunca se observa bajo esta mascara gris, terrosa, aparentemente desmadejada, una verdadera tensión; nunca delatan los ojos, bajo los párpados pesados y orillados, su intención, ni revela sus pensamientos con un gesto.
Esta sangre fría, imperturbable, constituye la verdadera fuerza de Fouché. Los nervios no le dominan, los sentidos no le seducen, toda su pasión se carga y se descarga tras el muro impenetrable de su frente. Deja jugar sus fuerzas y acecha despierto las faltas de los demás. Espera pacientemente a que se agote la pasión de los otros o a que aparezca en ellos un momento de flaqueza para dar entonces el golpe inexorable. Terrible es esta superioridad de su enervada paciencia; quien así puede esperar y ocultarse, bien puede engañar hasta al más sagaz. Obedecerá tranquilamente, sin pestañear. Sonriente y frío, soportará las mas recias ofensas, las más viles humillaciones; ninguna amenaza, ningún gesto de rabia conmoverá a este monstruo de frialdad. Tanto Robespierre como Napoleón se estrellaran contra esta calma pétrea, como el agua contra la roca. Tres generaciones, toda una época fluye y refluye en mareas pasionales mientras que él persiste frío e insensible.
En esta imperturbable frialdad de su temperamento radica el verdadero genio de Fouché. Su cuerpo no le pone trabas, no le arrastra; está casi siempre al margen de todo. Su sangre, sus sentidos, su alma, todos estos turbadores elementos del sentir de un hombre normal, están ausentes en este enigmático hasardeur, cuya pasión se detiene íntegra en el cerebro. Este seco personaje de escritorio ama viciosamente la aventura, su pasión es la intriga; pero únicamente en la esfera del espíritu sabe depurarla y gozar de ella, y nada oculta mejor y más genialmente su lúgubre placer de lo caótico, del complot, que su disfraz de fiel y honesto burócrata que lleva toda la vida. Tender los hilos desde su aposento, parapetado detrás de expedientes y documentos; asestar el golpe criminal, inesperado e inadvertido, esa es su táctica. Hay que mirar profundamente la Historia para percibir en la ráfaga de la revolución, en el resplandor legendario de Napoleón, la figura de Fouché, de apariencia humilde y subalterna, en realidad omnímoda, definidora de una época. Durante toda una vida actúa en la sombra sobre tres generaciones. Patroclo cayó como cayeron Héctor y Aquiles, mientras prevaleció Ulises, el astuto. Su talento sobrepuja al genio; su sangre fría perdura sobre toda pasión.
La mañana del 12 de septiembre hace su entrada en la sala la recién elegida Convención. Ya no es tan solemne y pomposo el saludo como, hace tres años, en la primera Asamblea Constituyente. Entonces aún estaba en el centro un magnífico sillón de damasco bordado con blancas flores de lis: el sitial del Rey; y al entrar éste, se levantó respetuosamente la Asamblea y recibió al Monarca con vivas y ovaciones. Ahora están inválidos sus castillos, la Bastilla y las Tullerías; ya no hay Rey en Francia; hay sólo un señor grueso llamado por sus recios guardianes y jueces Luis Capeto, que se aburre como impotente burgués en el Temple y espera su sentencia. En su lugar mandan ahora en el país los setecientos cincuenta instalados en su propia casa. Tras la mesa presidencial se yerguen en letras gigantescas las nuevas tablas mosaicas de las leyes, el texto original de la Constitución, y adornan las paredes del salón, símbolo amenazador, las varas de los lictores y el hacha mortífera.
En las galerías se reúne el pueblo y contempla curioso a sus representantes. Setecientos cincuenta miembros de la Convención entran a paso lento en la Casa Real, extraña mezcla de todos los estados y profesiones: abogados cesantes con ilustres filósofos, sacerdotes fugitivos con militares insignes, aventureros fracasados con afamados matemáticos y poetas galantes. Como en un vaso violentamente agitado, todo se ha mezclado en Francia, todo lo ha invertido la revolución. Es tiempo de aclarar el caos.
Ya la disposición de los asientos indica un primer ensayo de orden. En el salón anfiteatral, donde se mezclan los alientos y chocan las frases hostiles, están colocados, abajo los tranquilos, los serenos, los cautos: el marais, el pantano, como llaman irónicamente a los que en todas las decisiones carecen de pasión. Los turbulentos, los impacientes, los radicales, toman asiento arriba, en los bancos más altos, en la «montaña», que casi tocan con sus últimas filas las galerías, como para indicar simbólicamente que tienen a su espalda la masa, el pueblo, el proletariado.
Estas dos potencias sostienen la balanza. Entre ellas se tambalea, en flujo y reflujo, la revolución. Para los ciudadanos, para los moderados, es ya perfecta la República con la Constitución conquistada, con la aniquilación del Rey y de la nobleza, con el traspaso de los derechos al Tercer Estado; ahora quisieran mas bien poner diques y retener la marea removida desde el fondo, defender lo seguro. Condorcet, Roland, los girondinos son sus cabecillas, representantes del clero y de la clase media. Pero los de la «montaña» quieren seguir empujando la ola hasta que arrastre todo lo que quedó existente de antaño, todo lo anticuado; quieren a Marat, a Danton y Robespierre como jefes del proletariado, la revolution intégrale, radical hasta el ateísmo y el comunismo. Después del Rey quieren echar a tierra las demás potencias viejas del Estado: dinero y Dios. Inquieta, oscila la balanza entre los dos partidos. Si vencen los girondinos, los moderados, se debilitara la revolución poco a poco en una reacción primero liberal y luego conservadora. Si vencen los radicales, navegarán por todas las profundidades y torbellinos de la anarquía. Así no engaña la solemne armonía de las primeras horas a ninguno de los presentes en el salón predestinado, cada uno sabe que aquí comenzara pronto una lucha a vida o muerte por el espíritu y por el Poder. Y el sitio en que toma asiento un diputado, abajo, en el «llano», o arriba, en la «montaña», indica ya de antemano su decisión.
Con los setecientos cincuenta que entran solamente en el salón del Rey destronado entra también, silencioso, cruzada sobre el pecho la banda tricolor de representante del pueblo, José Fouché, el diputado de Nantes. Desaparecida la tonsura y olvidado ya el traje de sacerdote, viste, como los demás, sencilla ropa de ciudadano.
¿Dónde tomará asiento José Fouché: entre los radicales de la «montaña» o entre los moderados del «llano»? José Fouché no titubea mucho tiempo. No conoce mas que un partido, al que es leal y al que permanecerá fiel hasta el fin: al más fuerte, al de la mayoría. Así, pesa y cuenta también esta vez interiormente los votos y ve que el Poder se inclina del lado de los girondinos, de los moderados. Con ellos están Condorcet, Roland, Servan, los hombres que tienen en sus manos los Ministerios, que influyen en todos los nombramientos y que reparten las prebendas. Allí puede estar seguro. Y allí toma asiento.
Pero cuando alza casualmente los ojos hacia arriba, donde han tomado sus posiciones los adversarios, los radicales, se cruza su mirada con otra mirada severa, desdeñosa. Su amigo Maximiliano Robespierre, el abogado de Arras, ha reunido allí a su alrededor a sus partidarios. Irónico y glacial, a través de sus impertinentes, observa cruel, orgulloso de su propia terquedad, que no perdona las vacilaciones y flaquezas de los demás, al oportunista Fouché. En este momento se rompe el último lazo de la amistad de estos dos hombres. Desde entonces siente Fouché a su espalda, detrás de sus ademanes y sus actos, la mirada de cruel examen y severa observación del eterno acusador, del implacable puritano. ¡Hay que tener cuidado!
Nadie tiene más que él. En los protocolos de las sesiones de los primeros meses falta por completo el nombre de José Fouché. Mientras que todos se precipitan con ímpetu y presunción hacia la tribuna a hacer proposiciones, a declamar latiguillos, a acusarse y enemistarse, el diputado de Nantes nunca pone los pies sobre el púlpito. La insuficiencia de voz (así se excusa ante sus amigos y electores) le impide hablar públicamente. Y como todos los demás se quitan, ávidos e impacientes, la palabra de la boca, se destaca con simpatía el silencio de esta aparente modestia. Pero en verdad no es modestia, sino cálculo. El ex físico estudia primero el paralelogramo de las fuerzas, observa, vacila antes de formular su opinión, porque ve oscilar continuamente la balanza. Precavido, reserva su voto decisivo para el momento en que comience a inclinarse definitivamente a un lado o a otro. ¡Por nada gastarse demasiado pronto; por nada sujetarse antes de tiempo; por nada ligarse para siempre! Aún no se ve claramente si la revolución ha de avanzar o si ha de retroceder, y, como buen hijo de marinero, espera para lanzarse al lomo de la ola que el viento sea favorable y mantiene entre tanto su nave en el puerto.
Además, ya en Arras, tras los muros del convento, había observado cuán pronto se desgasta en una revolución la popularidad, cómo se convierte el grito popular de Hossaniza en el grito de Crucifige. Todos o casi todos los que durante la época de los Estados Generales y de la Asamblea Constituyente se habían destacado eran víctimas del olvido o del odio. El cadáver de Mirabeau, ayer aún en el Panteón, había sido exhumado vergonzosamente de aquel lugar; Lafayette, celebrado triunfalmente hacía algunas semanas como padre de la Patria, era considerado como traidor; Custine, Pethoin, ovacionados poco antes, se arrastraban temerosos en la sombra, lejos de la publicidad. No. No había que surgir precipitadamente a la luz, no había que sujetarse demasiado ligeramente; que se inutilicen, que se gasten los demás. Una revolución -lo sabe muy bien este hombre precozmente sutil- nunca pertenece al primero, al que la inicia, sino al último, al que la culmina asiéndose a ella como a una presa.
Así se agazapa taimada e intencionadamente en la oscuridad. Se acerca a los poderosos, pero evita todos los Poderes públicos y visibles. En vez de escandalizar en la tribuna y en los periódicos, prefiere ser elegido en las Comisiones, donde se gana en la sombra conocimiento de la situación e influencia sobre los acontecimientos sin ser observado ni odiado. Y, efectivamente, su manera de trabajar tenaz y rápida le gana simpatías; su invisibilidad le protege contra toda evidencia. Desde su despacho puede observar descuidadamente cómo se ensañan los tigres de la «montaña» y las panteras de la Gironda, cómo los grandes apasionados, cómo las grandes figuras destacadas de un Vergiaud, Condorcet, Desmoulins, Danton, Marat y Robespierre se hieren a muerte. Él contempla y espera, pues sabe que hasta que no se aniquilen los apasionados no empieza la época de los que supieron esperar, de los prudentes. Sólo se decidirá cuando la batalla se vislumbre ganada.
Este aguardar en la oscuridad es la actitud de José Fouché durante toda su vida. No ser nunca el objeto visible del Poder y sujetarlo, sin embargo, por completo; tirar de todos los hilos eludiendo siempre la responsabilidad. Colocarse, parapetado, detrás de una figura principal, y empujarla hacia delante; y en cuanto esta avance excesivamente, en el instante decisivo, traicionarla de manera rotunda. Éste es su papel preferido. Lo interpreta como el más perfecto intrigante de la escena política, en veinte disfraces, en innumerables episodios bajo los republicanos, los reyes o los emperadores, siempre con el mismo virtuosismo.
A veces se le presenta la ocasión, y con ella la tentación, de representar el papel principal, el papel de héroe en el drama mundial. Pero es demasiado perspicaz para desearlo seriamente. Tiene plena conciencia de su rostro feo y repulsivo, que no se presta para las medallas y emblemas, para el lujo y la popularidad, a lo que no podría ofrecer nada heroico con una corona de laurel sobre la frente. Sabe de su voz delgada y enfermiza que puede muy bien susurrar, sugerir, insinuar, pero nunca arrastrar a las masas con elocuencia inflamada. Sabe que su fuerza reside en el aposento de burócrata, en la habitación cerrada en la sombra. Allí puede acechar y explorar holgadamente, observar y convenir, tirar de los hilos y enredarlos mientras permanece impenetrable, hermético.
Éste es el último secreto de la fuerza de José Fouché, que, aunque anhela el Poder, la mayor cantidad posible de Poder, se conforma con la conciencia de su posición; no necesita sus emblemas ni su investidura. Fouché tiene amor propio desmesurado, pero no ansia de gloria; es ambicioso sin vanidad. La vara de lictor, el cetro de rey, la corona de emperador pueden llevarlos otros tranquilamente. cede gustoso el brillo y la dicha de la popularidad. A él le basta con enterarse de la cosa, con tener influencia, con ser él quien manda verdaderamente sobre quien tiene la apariencia de mando, y, sin exponer su persona, hacer el juego emocionante, el juego tremendo de la política. Mientras los demás se ligan fuertemente a sus convicciones, a sus palabras y gestos oficiales, queda él, tenebroso y escondido, interiormente libre; es lo permanente en el proceso fugitivo de apariciones. Los girondinos caen, Fouché queda; los jacobinos son arrojados, Fouché queda; el Directorio, el Consulado, el Imperio, el Reino y otra vez el Imperio zozobran y desaparecen, pero siempre queda él, el único, Fouché, gracias a su refinado retraimiento y a su valor audaz para perseverar en la falta absoluta de vanidad.
Pero llega un día en el proceso mundial de la revolución, un día que no admite vacilaciones, un día en el que cada cual tiene que dar su voto terminante, concreto, con «sí» o «no»: el 16 de enero de 1793. La manecilla del reloj de la revolución señala mediodía. La mitad del camino esta andado. Palmo a palmo se ha arrancado el Poder a la Monarquía. Pero aún vive el Rey, Luis XVI, aunque prisionero en el Temple. Ni ha sido posible dejarle huir, como esperaban los moderados, ni se ha conseguido que encontrase la muerte en aquel asalto al palacio realizado por la furia del pueblo, como secretamente deseaban los radicales. Le han humillado, le han quitado libertad, nombre y categoría; pero aún por su solo aliento, por su sangre heredada, es Rey, es el nieto de Luis XIV, y aunque ahora sólo se le llame desdeñosamente Luis Capeto, sigue siendo un peligro para la joven República. Por eso formula la Convención la pregunta de vida o muerte. En vano habían esperado los indecisos, los cobardes, los cautos, las personas del carácter de José Fouché, poder escapar por votación secreta de emitir su juicio definitivo. Robespierre exige terminantemente que cada representante de la nación francesa pronuncie su «sí» o «no», su Vida o Muerte, en medio de la Asamblea, para que sepa el pueblo y la posteridad el lugar que a cada uno corresponde: a la derecha o a la izquierda, en la bajamar o en la pleamar de la revolución.
Ya el 15 de enero, Fouché ha definido claramente su propósito. Pertenece a los girondinos, y el deseo de sus electores, netamente moderados, le obliga a pedir clemencia para el Rey. Pregunta a sus amigos, sobre todo a Condorcet, y ve que están todos dispuestos a evitar una medida tan irrevocable como la ejecución del Rey. Y como la mayoría esta en contra de la sentencia, se pone Fouché, naturalmente, de su parte; la noche anterior, la del 15 de enero, lee a un amigo el discurso que piensa pronunciar para justificar su deseo de clemencia. Sentarse en los bancos de los moderados le obliga a ser así.
Pero entre aquella noche del 15 de enero y la mañana del 16 transcurre una noche intranquila y agitada. Los radicales no han estado ociosos: han puesto en marcha la máquina de la rebelión de las masas, que saben dominar tan magistralmente. En los arrabales truenan los cañones del escándalo; las secciones llaman con sus tambores a las gentes del pueblo; todos los batallones irregulares de la rebelión, a los que recurren siempre los terroristas invisibles, que los mueven para alcanzar por la fuerza decisiones políticas y a los que pone en acción en pocas horas un gesto del cervecero Santerre. Estos batallones de los agitadores de barrio son conocidos de las pescaderas y aventureros desde la gloriosa conquista de la Bastilla; se los conoce de la hora vil de los asesinatos de septiembre. Siempre, cuando hay que romper el dique de las leyes, se revuelve a la fuerza esta gigantesca ola del pueblo, y siempre lo arrastra todo consigo, irresistible, hasta a aquellos a quienes ha hecho surgir de sus bajos fondos.
Miles y miles cercan, ya al mediodía, la Escuela de Equitación y las Tullerías; hombres en mangas de camisa, el pecho desnudo, amenazantes, pica en mano; mujeres vociferantes, insultadoras, con carmañolas de rojo ígneo; guardia ciudadana y gente callejera. Entre ellos se multiplican los provocadores de la rebelión: Fournier, el americano; Guzmán, el español; Theroigne de Méricourt, esa caricatura histérica de Juana de Arco. Si pasan diputados sospechosos de votar por la clemencia, se vierte sobre ellos un diluvio de insolencias como cubos de basura, se alzan puños, se profieren amenazas contra los representantes del pueblo. Con todos los medios del terrorismo y de la fuerza bruta trabajan los amedrentadores para conseguir que la cabeza del Rey sea puesta bajo la cuchilla.
Y esa intimidación hace su efecto en todos los espíritus apocados. Medrosos, se aprietan en sus asientos los girondinos, a la luz oscilante de las velas, en esta noche gris de invierno. Los que ayer esperaban aún, decididos a votar contra la muerte del Rey para evitar la guerra con toda Europa, están intranquilos y desunidos bajo la enorme presión de la rebelión del pueblo. Por fin, ya bien entrada la noche, se verifica la primera citación de nombres, y - ¡qué ironía! - le toca precisamente al jefe de los girondinos, a Vergniaud, al otras veces tan apasionado orador, cuya voz resuena siempre como un martillo sobre la madera vibrante de las paredes. Pero ahora teme no pasar, como jefe de la República, por bastante republicano si perdona la vida del Rey. Y él, que siempre fué bravo y furioso, se acerca a la tribuna, lento, pesado, la testa poderosa vergonzosamente inclinada, y dice en voz baja: La mort.
La palabra resuena como un diapasón por la sala. El primero de los girondinos ha fallado. De los demás permanecen firmes la mayor parte: trescientos entre setecientos votos se inclinan al perdón, a pesar de que saben que una actitud de moderación política requiere en esta ocasión mil veces más audacia que una firmeza aparente. La balanza oscila mucho: un par de votos pueden decidir. Por fin es llamado el diputado de Nantes, José Fouché, el mismo que aseguro ayer aún a los amigos que defendería con palabras inflamadas la vida del Rey, el que hace diez horas se manifestaba como el más decidido entre los decididos. Pero mientras tanto ha contado los votos el antiguo profesor de Matemáticas, y, buen calculador, Fouché ha visto que con ello daría un paso en falso, ligándose al único partido al que nunca habría de pertenecer: al partido de la minoría. Ya no duda. Con sus pasos sigilosos sube ligeramente a la tribuna, y de sus labios pálidos se escapan, tenues, estas dos palabras: La mort.
El Duque de Otranto escribirá y pronunciará más tarde cien mil palabras para excusar, como una equivocación, estas dos palabras que le estigmatizan de régicide, de asesino del Rey. Pero estas dos palabras están dichas públicamente y, anotadas en el Moniteur, no se las puede borrar de la Historia ni de su vida, en la que serán memorables, pues significan su primera caída oficial. Ha traicionado alevosamente a sus dos amigos Condorcet y Daunou, se ha burlado de ellos, los ha engañado. Pero no tiene que avergonzarse de ello ante la Historia: otros más fuertes, como Robespierre y Carnot, Lafayette, Barras y Napoleón, los más poderosos de su tiempo, serán burlados por él en la hora de la desgracia. En este momento se descubre por primera vez en el carácter de José Fouché otro rasgo muy marcado: su osadía. Si deja traicioneramente un partido, no lo hace nunca despacio y cautelosamente, nunca se desliza con disimulo de las filas. Lo hace a la luz del día, con fría sonrisa. Con estupefaciente naturalidad se pasa directamente al antiguo adversario y acepta todas sus palabras y argumentos. Lo que creen y dicen los partidarios anteriores, lo que piensa la masa, el público, le deja completamente frío. Le importa una sola cosa: estar siempre con el vencedor, nunca con el vencido. En la rapidez de rayo de este cambio, en el cinismo sin medida de su transmutación, muestra una dosis de osadía que involuntariamente anonada y causa admiración. Le bastan veinticuatro horas, a veces una hora sola, a veces un solo minuto, para arrojar francamente la bandera de sus convicciones y desplegar con estrépito la contraria. No va con una idea, va con el tiempo, y mientras más ligero corra, más ligero le seguirá.
Sabe que sus electores de Nantes se indignaran cuando lean al día siguiente en el Moniteur su voto. Hay, pues, que arrollarlos, en vez de convencerlos. Y con esa rápida audacia, con esa osadía que le presta en esos instantes casi una aureola de grandeza, no espera la indignación, sino que se adelanta al asalto con un ataque. Al día siguiente de la votación manda imprimir un manifiesto en el que proclama ruidosamente, como su convicción más leal y sincera, lo que en realidad le ha sugerido el miedo a caer en desgracia ante el Parlamento: no quiere dejar a sus electores tiempo para pensar y calcular, quiere aterrorizarlos y amedrentarlos, dando el golpe con rápida brutalidad.
Ni Marat ni los mas acalorados jacobinos son capaces de escribir de manera más sangrienta que este hombre, ayer aún tan moderado, a sus bravos, a sus buenos electores burgueses: «Los crímenes del tirano han sido descubiertos y llenan de indignación todos los corazones. Si no cae su cabeza enseguida bajo la espada, pueden caminar tranquilamente con las suyas erguidas todos los ladrones y asesinos, y el caos más terrible nos amenazara. Los tiempos están con nosotros y contra todos los reyes de la tierra». Así proclama la ejecución como necesidad inevitable quien el día anterior llevaba preparado en el bolsillo un manifiesto, probablemente igual de persuasivo, contra la ejecución.
Y, efectivamente, el astuto matemático había calculado bien. Como buen oportunista, conoce la irresistible gravitación de la cobardía; sabe que en todos los momentos políticos de la masa es la audacia el decisivo denominador de todo cálculo. Tiene razón: los buenos burgueses conservadores se agachan tímidos ante este manifiesto descarado e inesperado; confundidos y perplejos se apresuran a dar su consentimiento para una decisión con la que no están conformes interiormente en lo más mínimo. Ninguno se atreve a contradecir. Y desde aquel día tiene José Fouché en su mano la dura y fría palanca con la que dominará las más difíciles crisis: el desprecio a la Humanidad.
Desde esa fecha memorable, el 16 de enero, elige (por el momento) José Fouché, con su carácter de camaleón, el color rojo. El moderador se convierte de la noche a la mañana en archirradical y ultraterrorista. De un salto se encuentra en medio de sus adversarios, y una vez entre ellos decide colocarse en el ala extrema de la izquierda, en la más radical. Con una rapidez fantástica adopta este espíritu frío, este reseco burócrata, para no quedarse atrás, el lenguaje más sangriento de los terroristas. Hace rigurosamente proposiciones contra los emigrados, contra los sacerdotes; azuza, truena, se enfurece, degüella con palabras y gestos. Verdaderamente, podría volver a hacer amistad con Robespierre y volver a sentarse a su lado; pero este hombre de conciencia incorruptible, de duro espíritu protestante, no ama a los renegados; con doble desconfianza repele ahora al tránsfuga, cuyo radicalismo ruidoso le es más sospechoso que su antigua moderación.
Fouché barrunta, con sentido atmosférico agudo, el peligro de tal vigilancia y ve acercarse días críticos. Aún se cierne la tormenta sobre la Asamblea y ya se insinúan en el horizonte político las luchas trágicas entre los jefes de la revolución, entre Danton y Robespierre, entre Hebert y Desmoulins; habría que decidirse de nuevo dentro del mismo radicalismo; pero a Fouché no le gusta comprometerse antes de que la declaración esté exenta de peligros y sea propicia a la ganancia. Sabe que hay situaciones en los momentos decisivos que domina un diplomático, lo más sabiamente, eludiéndolas. Así es que prefiere ausentarse del ruedo de la Convención durante la lucha y no volver a pisarlo hasta que ésta se haya decidido. Para fundar y justificar su retirada tiene la suerte de que se le presente con oportunidad una excusa honorable: la Convención elige doscientos delegados de su seno para que mantengan el orden en las provincias. Fouché, que no se encuentra bien en la atmósfera volcánica del salón de sesiones, hace todo lo posible por ser uno de los enviados y consigue ser elegido. Se le concede así una tregua. Puede tomar aliento. ¡Que luchen mientras tanto unos con otros, que se aniquilen entre sí haciendo lugar, haciendo sitio, con su apasionamiento, para él, soberbio y ambicioso! ¡Pero ahora, alejarse, evadirse, no tomar partido entre los partidos! Unos meses, unas semanas son mucho en aquellos tiempos en que el reloj del universo corre frenéticamente. Cuando llegue el momento de volver estará decidida la suerte y entonces podrá situarse tranquilamente y sin peligro al lado del vencedor, en su partido de siempre: en la mayoría.
Se ha estudiado poco la historia provincial de la revolución francesa. Todas las descripciones concentran la atención pasmada en la esfera del reloj de París, donde solo es visible el signo de la hora. Pero el péndulo que regulariza su marcha sostiene su eje en el país y en el ejército. París no es más que la palabra, la iniciativa, el motor; pero el país inmenso es la acción, la fuerza decisiva y continua.
Pronto reconoce la Convención que el tempo revolucionario de la capital y el del país no coinciden. Los lugareños, los habitantes de las aldeas y de las montañas, no piensan con la misma rapidez que las gentes de la capital. Absorben más despacio y con más cuidado las ideas y se las apropian a su manera.
Lo que en la Convención se convierte en ley en una hora, se filtra despacio, gota a gota, por el país, y casi siempre adulterado y diluido por la burocracia realista provincial, por el clero, por los hombres del antiguo régimen. Por eso hay siempre una hora de atraso en las regiones respecto a París. Si gobiernan en la Convención los girondinos, aún elige la provincia realista; cuando los jacobinos triunfan, empieza el acercamiento espiritual de la provincia a la Gironde. Inútiles son contra esto todos los decretos patéticos, pues sólo lenta y tímidamente se abre paso la palabra impresa hasta la Auvergne y la Vendee.
Así acuerda la Convención desplazarse en verbo y presencia activamente a la provincia para avivar el ritmo de la revolución en toda Francia, para dar jaque al tiempo vacilante y casi antirrevolucionario de las comarcas rurales. Elige de su propio seno doscientos delegados que deben representar su voluntad y les da poderes casi ilimitados. Quien lleva la banda tricolor y el sombrero de pluma roja tiene derechos de dictador. Puede cobrar contribuciones, pronunciar sentencias, pedir reclutas, destituir generales; ninguna autoridad puede oponerse al que representa con su persona, santificada simbólicamente, la voluntad de la Convención Nacional íntegra. Su poder es ilimitado, como antaño el de los procónsules de Roma, que llevaron a todos los países sometidos a la voluntad del Senado. Cada uno es un dictador, un soberano, contra cuyo fallo no se puede apelar ni recurrir.
Enorme es el poder de estos embajadores escogidos; pero enorme también su responsabilidad. Dentro de la provincia que se les asigna parece cada uno un rey, un emperador, un autócrata. Pero detrás de su nuca manda su destello siniestro la guillotina. El Comité de Salud pública vigila cada queja y pide implacablemente a cada uno cuentas exactas sobre la administración de los fondos. Contra el que no muestra suficiente energía se aplicaran duras sanciones; quien, por otra parte, se deja arrastrar por una furia excesiva, también ha de esperar su castigo. Si prevalece el terrorismo, toda medida de este género se considerará acertada; si se inclina la balanza hacia la clemencia, se juzgara, en cambio, como improcedente. Señores, en apariencia, de todo un país, son en realidad verdaderos siervos del Comité de Salud pública y están sometidos a la tendencia que rige la hora. Por eso miran de soslayo, con el oído atento a las señales de París. Mientras deciden sobre la vida y la muerte de los demás, han de estar alerta para conservar la propia vida. No es, ni mucho menos, un cargo fácil el que aceptan. Igual que los generales de la revolución ante el enemigo, saben todos que sólo una cosa los salva de la afilada cuchilla: el éxito.
En el momento en que Fouché es enviado como procónsul, se inclina la balanza del lado de los radicales. Así, pues, matiza Fouché su acción en el departamento de la Loire inferieure, en Nantes, Nevers y Moulins, con un tono rabiosamente radical. Truena contra los moderados, inunda el país con un diluvio de manifiestos, amenaza a los ricos, a los timoratos, de la manera más cruel; pone en pie regimientos enteros de voluntarios bajo presión moral o efectiva y los manda contra el enemigo. En fuerza organizadora, en rápido conocimiento de la situación iguala, por lo menos, a cada uno de sus compañeros; en audacia verbal los supera a todos.
Porque -y esto hay que anotarlo- José Fouché no permanece en un margen de cautela, como los célebres campeones de la revolución, Robespierre y Danton, ante la cuestión de la propiedad eclesiástica y privada, que aquéllos declaran aún respetuosamente «invulnerables». Fouché se traza decididamente un programa radical, socialista y comunista. El primer manifiesto comunista claro de la época moderna no es, por cierto, el célebre de Carlos Marx, ni el «Hessische Landbote», de Jorge Buechner, sino la tan desconocida «Instruction de Lyon», intencionadamente olvidada por la historiografía socialista, y que lleva las firmas de Collot d'Herbois y Fouché, pero que, sin duda alguna, fue redactada sólo por éste. Tal documento enérgico, que en sus postulados se adelanta a su época en cien años -y que es uno de los más sorprendentes de la revolución-, bien merece la pena de ser sacado de la sombra. Aunque pretenda atenuar su significado histórico el hecho de negar desesperadamente más tarde el Duque de Otranto las palabras escritas como simple ciudadano José Fouché, siempre definirán éstas su credo de antaño. Visto como documento de la época, se nos presenta Fouché como el primer socialista verdadero, como el primer comunista de la revolución. Ni Marat ni Chaumette han formulado los más audaces postulados de la revolución francesa, sino José Fouché. Con mayor claridad y agudeza que la mejor descripción, ilumina su texto el retrato espiritual de Fouché; en otras ocasiones -casi siempre- parece desleírse en una zona de penumbra...
Esta «Instruction» comienza audazmente con una declaración de infalibilidad justificativa de todas las osadías: «Todo les está permitido a los que actúan en nombre de la República. Quien se excede en cumplirlas, quien aparentemente pasa del límite, aún puede decirse que no ha llegado al fin ideal. Mientras quede sobre la tierra un solo desgraciado, debe proseguir el avance de la libertad».
Después de este preludio enérgico, en cierto sentido ya maximalista, de Fouché, la siguiente definición del espíritu revolucionario: «La revolución esta hecha para el pueblo; pero no hay que entender por pueblo esa clase privilegiada, por su riqueza, que ha acaparado todos los goces de la vida y todos los bienes de la sociedad. El pueblo es únicamente la totalidad de los ciudadanos franceses, sobre todo esa clase social infinita de los proletarios que defienden las fronteras de nuestra patria y que sustentan a la sociedad con su trabajo. La revolución sería un absurdo político y moral si no se ocupara mas que del bienestar de unos cuantos cientos de individuos y dejara perdurar la miseria de veinticuatro millones de seres. Por eso sería un engaño afrentoso a la Humanidad el pretender hablar siempre en nombre de la igualdad, mientras separa aún a los hombres desigualdades tan tremendas en el bienestar». Después de estas palabras introductivas desarrolla Fouché su teoría preferida: que el rico, mauvais riche, no será nunca un verdadero revolucionario, nunca un republicano leal; que toda revolución, nada mas que burguesa, que deje persistir las diferencias de bienes, tendría que volver a degenerar inevitablemente en una nueva tiranía, «porque los ricos se tendrían siempre por otra clase de seres». Por eso exige Fouché del pueblo la energía más extremada y completa, la revolución integral. «No os engañéis: para ser un verdadero republicano, tiene que sufrir cada ciudadano en sí mismo una revolución parecida a la que ha cambiado la faz de Francia. No puede quedar nada común entre los vasallos de los tiranos y los habitantes de un país libre. Por eso tienen que ser completamente nuevas todas sus obras, sus sentimientos y sus costumbres. Estáis oprimidos y debéis aniquilar a vuestros opresores; habéis sido esclavos de la superstición eclesiástica, y no debéis tener otro culto que el de la Libertad... Todo el que permanece al margen de este entusiasmo, que conoce alegrías y tribulaciones ajenas a la felicidad del pueblo, abre su alma a intereses fríos, calcula lo que rentará su honor, su posición y su talento, y se aparta así por un momento del bien general; todo aquel cuya sangre no arde vindicadora ante la opresión y la opulencia; todo el que tenga una lágrima de compasión para un enemigo del pueblo, y el que no guarda toda la fuerza de su sentimiento para los mártires de la Libertad, todos estos mienten, si se atreven a llamarse republicanos. Que abandonen el país, si no quieren que se los desenmascare y que su sangre impura riegue el suelo de la Libertad. La República no quiere en su seno mas que seres libres, está dispuesta a aniquilar a los demás, y no reconoce como hijos sino a los que quieren vivir, luchar y morir por ella.» En el tercer párrafo de esta instrucción se convierte la confesión revolucionaria en un manifiesto comunista desnudo y franco (el primero explicito de 1793): «Todo el que posea más de lo indispensable ha de contribuir con una cuota igual al exceso a los grandes requerimientos de la patria. De modo que habéis de averiguar, de manera generosa y verdaderamente revolucionaria, cuanto tiene que desembolsar cada uno para la causa pública. No se trata aquí de la averiguación matemática, ni tampoco del método vacilante que en otros casos se emplea en la repartición de contribuciones; esta medida especial tiene que llevar el carácter de las circunstancias. Obrad, pues, generosamente y con audacia: quitadle a cada ciudadano lo que no necesite, pues lo superfluo es una violación patente de los derechos del pueblo. Todo lo que tiene un individuo mas allá de sus necesidades no lo puede utilizar de otra manera que abusando de ello. No dejarle, pues, sino lo estrictamente necesario; el resto pertenece íntegro, durante la guerra, a la República y a sus ejércitos».
Expresamente acentúa Fouché en este manifiesto que no hay que contentarse solamente con el dinero. «Todos los objetos -continua- que se poseen en demasía y que puedan ser útiles a los defensores del país, los pide ahora la patria. Así hay gentes que tienen increíble abundancia en telas de hilo y camisas, en pañuelos y zapatos. Todas estas cosas tienen que ser objeto de la requisa revolucionaria.» Igualmente pide la entrega del oro y de la plata, de los métaux vils et corrupteurs, que desprecia el verdadero republicano, al tesoro nacional, para que allí «les sea acuñada la efigie de la República, y purificados por el fuego sirvan solamente a la Comunidad. No necesitamos sino acero y hierro, y la República triunfara». El llamamiento termina con una tremenda apelación a la violencia: «Administraremos con todo rigor la autoridad que nos ha sido encomendada, consideraremos y castigaremos como actos malvados todo lo que, bajo otra circunstancia, se llame descuido, debilidad y lentitud. Pasó la época de las decisiones tibias y de las consideraciones. ¡Ayudadnos a dar los golpes implacables o estos golpes caerán sobre vosotros mismos! ¡La libertad o la muerte! Podéis elegir».
La teoría de este documento nos da ya una idea de cómo será el procónsul José Fouché en el desempeño de sus funciones. En el departamento de la Loire inférieure, en Nantes, Nevers y Moulins, se atreve a la lucha contra las mas fuertes potencias de Francia, ante las cuales se habían retraído prudentemente el mismo Robespierre y Danton: contra la propiedad privada y contra la Iglesia. Obra rápida y decididamente en sentido de la Egalisation des fortunes, con la invención del llamado «Comité filantrópico», al que habían de enviar los propietarios voluntariamente sus dádivas, según la fórmula. Pero para evitar confusiones, agrega de antemano la suave encomienda de que «si el rico» no hace uso «de su derecho, mostrándose propicio al régimen de la Libertad, tiene la República, por su parte, el derecho de apoderarse de su fortuna». No tolera el menor exceso en el uso de los bienes, y delimita enérgicamente el concepto de lo superflu. «El republicano sólo necesita hierro, pan y cuarenta escudos de renta.» Fouché saca los caballos de las cuadras, la harina de los sacos; hace responsables con la vida a los mismos arrendatarios, para que no se queden atrás en su prescripción; hace obligatorio el pan de guerra -como en la Guerra Europea el pan único- y prohibe terminantemente el pan blanco de lujo. Semanalmente pone en pie cinco mil reclutas, equipados con caballos, calzado, ropa y fusiles; utiliza la violencia para poner en marcha las fábricas y todo obedece a su energía férrea. El dinero afluye con las contribuciones, impuestos y dádivas, entregas y tributos. Escribe así orgulloso a la Convención después de dos meses de actividad: On rougit ici d'etre riches «Aquí da rubor ser rico.» Pero, en verdad, debió decir: «Aquí da temblor ser rico.»
Al mismo tiempo que como radical y comunista, se revela José Fouché (el futuro multimillonario Duque de Otranto, que se casara en segundas nupcias por la iglesia, piadosamente, bajo el patronato de un rey) como el más feroz y fanático enemigo del cristianismo. «Este culto hipócrita tiene que ser reemplazado por la creencia en la República y en la moral», truena en su carta flamante... Y caen como rayos ardientes las primeras disposiciones contra las iglesias y las catedrales. Ley sobre ley, decreto sobre decreto: «Ningún sacerdote podrá llevar los hábitos fuera del lugar destinado al culto», se le quitaran todos los Privilegios, pues «ya es tiempo -argumenta- de que vuelva esta clase altanera a la pureza del cristianismo primitivo y se reintegre al estado civil». No le basta a José Fouché con ser la cabeza del poder militar, con ser el más alto funcionario de la justicia, dictador autónomo de la administración; se apodera también de todas las facultades eclesiásticas. Suprime el celibato, ordena a los sacerdotes que se casen en el plazo de un mes o que adopten un niño; concierta matrimonios y los divorcia en la plaza pública. Sube al púlpito (del que han sido quitadas cuidadosamente todas las cruces y efigies religiosas) y pronuncia sermones ateístas, en los que niega la inmortalidad y la existencia de Dios. Las ceremonias de entierro cristianas son suprimidas, y como único consuelo se graba en los cementerios la inscripción: «La muerte es un sueño eterno». El nuevo papa introduce en Nevers -dando a su hija el nombre de «Nievre», según la nominación del departamento-, por primera vez en el país, el bautismo civil. Hace salir a la guardia nacional con tambores y música, y en la plaza pública, sin intervención eclesiástica, bautiza a la niña y le da nombre. En Moulins, precediendo a caballo a un pelotón por toda la capital, con un martillo en la mano, va destruyendo cruces y crucifijos, imágenes de santos, símbolos «vergonzosos» del fanatismo. Con las mitras y los paños del altar robados forman una hoguera, y mientras arden en pompa, danza la plebe en torno de este auto de fe ateístico. Pero ensañarse únicamente en objetos muertos, contra figuras de piedra indefensas y contra cruces frágiles, hubiera sido para Fouché un triunfo a medias. El verdadero triunfo lo consigue cuando logra con su elocuencia que el cardenal Frangois Laurent arroje los hábitos y se ponga el gorro frigio, y le siguen, entusiasmados con este ejemplo, treinta sacerdotes, alcanzando un éxito que se propaga como un reguero de pólvora por todo el país. Así puede vanagloriarse con orgullo ante sus colegas ateístas de haber acabado con el fanatismo y de haber aniquilado tanto el cristianismo como la riqueza en el territorio a él confiado.
¡Se diría que se trata de los hechos de un loco, del fanatismo desatentado de un ente fantástico! Pero José Fouché sigue siendo el frío calculador de siempre, el realista impasible, tras estos fingidos apasionamientos. Sabe que debe cuentas a la Convención, sabe que las frases patrióticas y las cartas han bajado de valor y que para suscitar admiración hay que hablar con el lenguaje positivo de las monedas sonantes. Y envía, mientras los regimientos levantados marchan hacia la frontera, todo el producto del saqueo de las iglesias a París. Cajones y cajones son llevados a la Convención llenos de custodias de oro, de velones de plata rotos y fundidos, crucifijos y joyas de metales preciosos y pedrerías. Sabe que la República necesita, ante todo, dinero, riquezas, y él es el primero, el único que envía desde la provincia botín tan elocuente a los diputados, que al principio se asombran de esta nueva energía, aplaudiéndole luego frenéticamente. Desde este momento se conoce en la Convención el nombre Fouché como el de un hombre férreo, como el más intrépido, el mas violento republicano de la República.
Cuando vuelve José Fouché de sus misiones a la Convención, ya no es el pequeño y desconocido diputado de 1792. A un hombre que levantó diez mil reclutas, que saca de las provincias cien mil francos de oro, mil doscientas libras en metálico, mil barras de plata, sin utilizar ni una sola vez el rasoir national, la guillotina, no le puede negar la Convención verdadera admiración Pour sa vigilance, por «su celo». El ultrajacobino Chaumette pública un himno a sus hazañas. «El ciudadano Fouché -escribe-ha realizado los milagros que acabo de contar. Ha honrado a la vejez, ayudado a los débiles, respetado la desgracia, destruido el fanatismo y aniquilado el federalismo. Ha vuelto a poner en marcha la fabricación de hierro, ha arrestado a los sospechosos, ha castigado ejemplarmente los crímenes, ha perseguido y encarcelado a los explotadores.» Un año después de haberse sentado cauteloso y titubeante en los bancos de los moderados, pasa ya Fouché por el mas radical de los radicales. Y ahora, cuando la sublevación de Lyon requiere el hombre sin miramientos ni escrúpulos, el hombre capaz de llevar a cabo el edicto mas terrible que invento jamás una revolución, ¿quien mas indicado que Fouché? «Los servicios que has prestado hasta ahora a la revolución -decreta la Convención en su lenguaje pomposo- son garantía de los que has de prestar aún. En ti está el volver a encender en la Ville Affranchie (Lyon) el fuego agonizante del espíritu ciudadano. ¡Concluye la revolución, termina la guerra de los aristócratas y que caigan sobre ellos y los aniquilen las ruinas que pretende levantar aquel Poder destruido!»
Y con esta figura de vengador y asolador, como el Mitrailleur de Lyon, entra José Fouché -el que ha de ser mas tarde multimillonario y Duque de Otranto- por primera vez en la Historia.

***



sábado, 10 de enero de 2015

Bonilla Baldares, Abelardo 1898 - 1969. Literatura costarricense.


Bonilla Baldares, Abelardo
1898 - 1969

Ensayista, profesor universitario, uno de los fundadores de la Universidad de Costa Rica, autor de una de las historias de la literatura costarricense más utilizadas durante casi medio siglo, periodista y político. Su obra crítica estudia la literatura como un proceso complejo que se relaciona con la atmósfera espiritual del país, las fuentes e influencias y los aspectos biográficos. En algunos ensayos reflexiona sobre elementos diversos que componen el ser identitario costarricense.
Nació en Cartago el 5 de diciembre de 1898, fue periodista en El Diario de Costa Rica y más tarde en La Nación; miembro de la Comisión redactora de la Constitución Política, diputado y Presidente de la Asamblea Legislativa, Vicepresidente de la República, Ministro de Educación Pública. En 1967 se le otorgó el Premio Nacional de Ensayo, Aquileo J. Echeverría, por su estudio sobre la obra de Rubén Darío.  Se le confirió el título de Benemérito de la Patria en 1978.





Obra
1934 La crisis del humanismo 1957 Historia de la literatura costarricense. Estilística del lenguaje costarricense
1944 El valle nublado, novela 1958 Conocimiento, verdad y belleza
1945 Letras costarricenses, selección y reseña de la historia cultural de Costa Rica 1967 América y el pensamiento poético de Rubén Darío. Estilística del lenguaje costarricense
1956 Introducción a una axiología jurídica 1969 Objetivos de los estudios generales
1957 "Tres conferencias sobre don Marcelino Menéndez Pelayo", en Revista de la Universidad de Costa Rica

http://www.sinabi.go.cr/DiccionarioBiograficoDetail/biografia/137

jueves, 8 de enero de 2015

AUGUSTO CESPEDES PATZI


AUGUSTO CESPEDES PATZI



CÉSPEDES PATZI, Augusto (Cochabamba, 1903 – La Paz, 1997).- Escritor, historiador, político, diplomático y periodista.
Abogado titulado en la Universidad de San Andrés (1924). Asistió a la Guerra del Chaco primero como corresponsal de ‘El Universal’ de La Paz (1933) y luego como suboficial de ejército (1934). Activista del partido MNR. Fundador del periódico ‘La Calle’ (1936) junto a Carlos Montenegro entre otros. Diputado nacional (1944 y 1958). Embajador en Paraguay (1945), Italia, Francia (1961) y la UNESCO (1978). Director de ‘La Nación’ (1953). Premio Nacional de Cultura (1957).
A decir de Alfonso Gumucio Dagron: "Su lenguaje es claro, vigoroso, hermoso, sabroso, de una riqueza abundante y generosa, a la vez lúcida y salvaje. Lenguaje abierto, nada timorato, combativo y hasta feroz, pero siempre cargado de humor, de genio y de ingenio".
Autor de tres novelas, la primera de ellas es Metal del Diablo (1946), que fue impresa en Buenos Aires, Argentina, en 1946, con 336 páginas.
Metal del Diablo ha sido comentada por Juan Siles Guevara con los siguientes conceptos: “Inspirado en la vida de Simón I. Patiño, rey del estaño, el personaje central resulta un antihéroe trasladando el peso del protagonista a un héroe colectivo: a la masa minera boliviana, que hace la riqueza del magnate, con sus dolores, sudores, sacrificios y muertes. Los paisajes de la puna y de los valles son diestramente perfilados, así como las pequeñas ciudades bolivianas y a las lejanas urbes donde vivió el potentado mestizo. Un estilo rico en contrastes, caústico, a veces de un humor negro, despliega un feérico escenario para que esta novela cuyo naturalismo está en los bordes del realismo mágico”.
Su segunda novela Trópico enamorado, impreso en 1968 en La Paz, tiene el siguiente argumento, según resumen de Carlos Castañón Barrientos: “relata varios amores y amoríos de un militar boliviano, ex combatiende de la campaña del Chaco, perseguido y desterrado por sus actividades subversivas de revolucionario nacionalista y dedicado al contrabando, al que se entrega como forzado medio de subsistencia. Los sucesos narrados ocurren o son rememorados por el protagonista, sucesivamente, en La Paz, Cochabamba, un lugar de la selva beniana, Santa Cruz de la Sierra, Brasil e Italia”.
El crítico Félix Luna del diario ‘Clarín’ de Buenos Aires –citado por Céspedes-, escribió sobre Trópico enamorado: “Céspedes construye con una rara maestría, con una sobriedad estilística que le permite desdeñar la retórica tropical que hoy vuelve a estar de moda, para ceñirse  a una prosa descarnada, a un sombrío humor /…/ Un libro que hay que leer si se quiere comprender a un país de América Latina que resume, en su permanente drama, todos los dramas del hemisferio”.
Su tercera novela, Las dos queridas del tirano (1984), tiene por tema la vida y obra del Presidente boliviano Mariano Melgarejo. Una primera valoración a esta obra nos la da Tomás Guillermo Elio, quien anotó: “Las dos queridas del tirano, es en mi concepto, un título que desmerece la elevada jerarquía del último libro del escritor nacional Augusto Céspedes. De la lectura que hice de él desprendo que lo que quiso destacar el autor son las dos obsesiones del tirano: su vesania destructora y, lo que aparece más tarde en su existencia, la idolatría que llegó a sentir por su amante. Considero sin embargo que ambas manifestaciones de su ego, no se oponen como Eros y Thanaco, se complementan, son parte de un mismo género de expresiones de su psiquis: la libido del tirano. Cuando asesinaba, cuando robaba, cuando engañaba, lo que remordía su conciencia, encontraba consuelo en el regazo de la mujer que amó. La innata debilidad mental del tirano, que le inducía al mal, se confortaba en la posesión de una mujer físicamente superior a él”.
Por su lado el también estudioso de la literatura nacional René López Murillo, comentó: “El título ‘Las dos queridas del tirano’ puede llevar a engaño, pues no constituye la parte sustancial ni lo más importante del contenido de la obra. Es una escala de valores, la archiconocida  Juanacha estaba después de la rubia que no engaña y de la tonta de la diosa de la guerra. / El desenlace es el justo castigo. En él último episodio de su gobierno estuvo el pueblo citadino y el campestre. No hay novela de mayor suspenso. La realidad es superior a lo que puede imaginar el hombre. Después, la fama, el mito y la leyenda”.
Augusto Céspedes, entrevistado por el ya citado Alfonso Gumucio, habló sobre el proceso creativo de su literatura, afirmando: “no tengo escritorio ni biblioteca y lo que leo lo archivo en mi cabeza. En cuanto a la ‘constante’ de mi literatura veo que esa constante soy yo mismo, identificable tanto en la novela como en la historia que he escrito sinceramente, ‘sin literatura’: la historia como blancoide antiimperialista y la novela como un boliviano de estilo personal, viviente, con la sensibilidad de su época. Eso me da cierta originalidad, sin creer, por eso, que haya llegado a ser un gran exponente de las letras bolivianas. Pero a falta de otros… Mi aporte a la cultura consistiría en haber tratado de fumigar la cueva anticultura de los mitos, prejuicios, embelecos y normas acumulados por la mentalidad republicana, sin haberlo logrado, por supuesto”.

LIBROS
Novela: Metal del diablo (1946); Trópico enamorado (1968); Las dos queridas del tirano (1984).
Cuento: Sangre de mestizos (1936).
Ensayo histórico: El dictador suicida (1956); El Presidente colgado (1966); Salamanca o el metafísico del fracaso (1973); Crónicas heroicas de una guerra estúpida (1975).

Ref.- Finot, Historia Literatura, 1964, 370-371; Prudencio, Apariencias, 1967, 95-100; Castañón, Escritos, 1970, 235; Siles, Cien obras, 1975, 135-138; Arancibia, Figuras, 65-70; R. López Murillo, “Las dos queridas…”, PL, 11.03.1984, 3; T.G. Elio, “Las dos queridas…”, PL, 29.04.1984, 1; M. Baptista, Evocación de A.C., 2000, 225-28; Gumucio, Provocaciones, 1977, 67-81; R. Vargas, "Notas...", Hipótesis, 22, 1985, 203-10; L.H. Antezana, Diccionario Histórico: I, 495; B. Wiethüchter, Historia Crítica: I, 143; A. Soriano B., “Entre las letras y la política”, Rev. Cultural FCBCB, 25, 2003, 35-43

miércoles, 7 de enero de 2015

Jorge Franco. Premio Alfaguara de novela 2014.


Medellín (Colombia), 1962
Hizo estudios de dirección y realización de cine en The London International Film School, en el Reino Unido. Fue miembro del Taller Literario de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, que dirigió Manuel Mejía Vallejo, y del Taller de Escritores de la Universidad Central, y realizó estudios de Literatura en la Universidad Javeriana. Con su libro de cuentos Maldito amor ganó el Concurso Nacional de Narrativa `Pedro Gómez Valderrama`, y con la novela Mala noche obtuvo el primer premio en el XIV Concurso Nacional de Novela `Ciudad de Pereira` y fue finalista del Premio Nacional de Novela de Colcultura. Rosario Tijeras es su última novela, ampliamente editada en Hispanoamérica y traducida a varios idiomas. Destaca también Paraíso Travel (2002)..


Premio Alfaguara de Novela 2014. «Todas las tardes voy hasta el lindero por si sale de nuevo y la espero hasta las seis a ver si ella sube al bosque. Pero ni siquiera la he vuelto a ver asomada a la ventana. A veces me silban de algún lado y me emociono porque creo que es una seña de ella, pero el silbido se pierde entre los árboles y cambia de un lugar a otro.» Isolda vive encerrada en un castillo extraño y fascinante al mismo tiempo, tan ajeno a la ciudad de Medellín en la que se sitúa como singulares son sus habitantes y la vida que llevan. La atmósfera de irrealidad que se respira resulta opresiva para la adolescente, que encuentra en el bosque que lo rodea la única tregua posible a su soledad. Pero las amenazas invisibles del mundo de afuera se cuelan silenciosamente entre las ramas de los árboles cercanos al castillo. Con un perfecto manejo de la tensión, Jorge Franco construye en esta novela un cuento de hadas con tintes tenebrosos que acaba convirtiéndose en la historia desquiciada de un secuestro. Dentro y fuera de la fortaleza, el amor, ese monstruo indomable, se muestra como una obsesión que aliena y embrutece, que pretende someter, que despierta deseos de venganza y del que solo parece posible escapar aceptando la muerte como destino.

martes, 6 de enero de 2015

Luis Gonzaga Urbina


Luis Gonzaga Urbina
(México, 1868 - Madrid, 1934) Escritor mexicano. Por la hondura y calidad de su producción poética, así como por la riqueza y variedad de su extensa obra periodística, está considerado como uno de los escritores más representativos de las Letras mejicanas del primer tercio del siglo XX.

Su temprana vocación humanística, perfilada durante su proceso de formación académica en la Escuela Nacional Preparatoria, enseguida le permitió colaborar en diferentes medios de comunicación (como el rotativo El Siglo XIX, del que fue uno de sus más jóvenes redactores) que le dieron a conocer como escritor y periodista.

Así, pronto empezó a relacionarse con algunas de las personalidades culturales y artísticas más relevantes de su época, como el periodista, narrador y poeta modernista Manuel Gutiérrez Nájera -de quien Urbina fue considerado sucesor, por el virtuosismo de ambos en el género de la crónica-, o el político y escritor Justo Sierra, auténtico guía y mentor de Luis Gonzaga Urbina durante los comienzos de su trayectoria literaria y periodística.

Precisamente fue Justo Sierra quien, desde su cargo de ministro de Instrucción Pública, se convirtió en el principal protector del joven escritor de Ciudad de México y le introdujo en su propio gabinete, con el título de secretario personal suyo. A partir de entonces, la trayectoria profesional de Luis Gonzaga Urbina estuvo vinculada a la administración pública de su nación y, al mismo tiempo, a los principales medios de comunicación del panorama informativo mejicano.

En su condición de profesor, ejerció la docencia en la cátedra de literatura de la Escuela Nacional Preparatoria, de donde pasó a asumir la dirección de la Biblioteca Nacional de México (1913). Colaboraba, entretanto, con algunos rotativos y revistas tan relevantes como El Mundo Ilustrado, El Imparcial y Revista Azul, donde se hizo célebre por sus brillantes crónicas de la realidad cotidiana de su país y por sus implacables críticas teatrales.

Pero su relevancia en la vida pública mexicana se vio bruscamente interrumpida a raíz de los acontecimientos revolucionarios que sacudieron todo el país en 1915. Contrario a estos cambios, Urbina tomó el camino de un exilio que le condujo primero a Cuba (en cuya capital se instaló para ejercer la docencia y continuar practicando el periodismo) y, posteriormente, a España (1916), donde vivió durante un año en Madrid como corresponsal de El Heraldo de La Habana.

El resto de su vida transcurrió en la capital española, con la excepción de algunos desplazamientos relevantes motivados por su incansable actividad docente, literaria y periodística. Así, en 1917 pasó unos meses en Argentina para dictar un ciclo de conferencias sobre literatura mexicana en la Universidad de Buenos Aires; de vuelta a España, fue nombrado desde México Primer Secretario de la Embajada azteca en Madrid, cargo que desempeñó durante dos años (1918-20). En el transcurso de dicho período realizó otro importante viaje por Italia, al término del cual regresó a su país natal para volver a abandonarlo con presteza, tras la muerte, en la Sierra de Puebla, del presidente Venustiano Carranza, a manos del general Rodolfo Herrero.

Vuelto a Madrid, Luis Gonzaga Urbina se encargó de poner en orden el vasto legado que había dejado tras su muerte (acaecida en 1916) el historiador mejicano Francisco del Paso y Troncoso. En estas y otras actividades similares estuvo ocupado durante el resto de su vida, concluida en la capital de España en 1934. Tras su fallecimiento, el gobierno mexicano reclamó sus restos mortales y los trasladó a Ciudad de México, donde fueron depositados en la Rotonda de Hombres Ilustres.

Su obra

En general, la producción poética de Luis Gonzaga Urbina puede caracterizarse por su esmerado estilo, su calidad estética y su constante empeño de unidad y coherencia. La andadura lírica del escritor de Ciudad de México se inició con un volumen titulado Versos (1890), al que siguió otro poemario, Ingenuas (1902), en el que aparecieron las primeras muestras de unas composiciones que, a partir de entonces, serían reiterativas en toda su obra lírica: las "vespertinas".

Posteriormente, dio a la imprenta otros títulos que confirmaron su valía dentro del género poético, como Puestas de sol (1910), Lámparas en agonía (1914), El glosario de la vida vulgar (1916), Los últimos pájaros (1924), Corazón juglar y Cancionero de la noche serena. En medio de esa unidad temática y formal que caracteriza todo su quehacer lírico, Luis Gonzaga Urbina logró una obra de gran armonía y plenitud, en la que sobresalen con vigor algunos momentos descriptivos de acusada sensibilidad (así, en las composiciones tituladas "El poema del Lago" y "El poema del Mariel").



En su faceta de prosista, destacó por sus crónicas periodísticas, sus críticas teatrales y sus obras ensayísticas (centradas, generalmente, en el análisis de la literatura mexicana). Respecto a sus crónicas, conviene recordar los títulos de algunas interesantes recopilaciones que dejó impresas en forma de libro, como Cuentos vividos y crónicas soñadas (1915), Bajo el sol y frente al mar (1916), Estampas de viaje (1919), Psiquis enferma (1922), Hombres y libros (1923) y Luces de España (1924). Frente a estas cuidadas recopilaciones, sus críticas teatrales quedaron dispersas en los medios de comunicación en que vieron la luz (fundamentalmente, El Siglo XIX y El Universal)

En lo que atañe a la labor ensayística que Luis Gonzaga Urbina llevó a cabo como investigador literario, resulta obligado citar dos obras monumentales que, en su día, constituyeron la base sobre la que se cimentó la posterior crítica literaria azteca. La primera de ellas, titulada Antología del Centenario (1910), es una obra que, publicada en dos volúmenes, fue escrita por Urbina en colaboración con Nicolás Rangel y con el filólogo, político y escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña, bajo la dirección del susodicho Justo Sierra. La segunda, titulada La vida literaria de México y la Literatura Mexicana durante la Independencia (1917), constituye la recopilación de las conferencias que Urbina dictó en Buenos Aires, un amplio repaso sobre las Letras mexicanas, que abarca desde sus orígenes en el siglo XVI hasta la obra del poeta postmodernista Enrique González Martínez.

http://www.biografiasyvidas.com/biografia/u/urbina.htm

viernes, 2 de enero de 2015

JOSÉ JUAN TABLADA


JOSÉ JUAN TABLADA
(1871-1945)

Nació en la ciudad de México. Aquí cursó sus
estudios y estuvo algunos meses en el Colegio
Militar. A los 19 años empezó a colaborar en
El Universal. A lo largo de medio siglo escribió
más de diez mil artículos, usando más de una
docena de seudónimos. vivió intensamente la
bohemia característica de los últimos años
del siglo XIX y primeros del XX. En la
Revista Moderna mostró sus cualidades de
traductor. En 1900 hizo un viaje al Japón,
cuyo arte le inspiró algunos de sus mejores
poemas. Pasó varios meses en París (1911-1912).
Intervino en la política. En 1914 emigró a
Nueva York. Don Venustiano Carranza le confió
algunos puestos diplomáticos. Perteneció a la
Academia de la Lengua. Falleció en Nueva York,
siendo vicecónsul de México. Poeta y prosista
distinguido, crítico brillante, llega, por su
devoción a la literatura francesa, a afiliarse
a la corriente modernista.

http://www.los-poetas.com/a/biotabla.htm

Alfaro Cooper, José María


Alfaro Cooper, José María
1861 - 1939

Poeta, publicó sus primeras poesías en la Lira costarricense antes de 1890; durante más de veinte años no volvió a publicar hasta que lo hizo en la revista Ariel. Su obra La epopeya de la cruz" (1921-1924) consta de más de siete mil versos, es un poema épico religioso que incluye "La divina infancia", "La vida pública de Nues­tro Señor Jesucristo" y "Pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo". Según Abelardo Bonilla su obra tiene un perfecto sentido del ritmo, unido a la sencillez que era parte de su espíritu. Do­minaba por igual los versos largos y los cortos, e hizo gala de una extraordinaria riqueza de me­tros y estrofas. Estudió en el Colegio San Luis Gonzaga de Cartago y en la Universidad de Santo Tomás; estudió comercio en Pa­rís; trabajó en la Im­prenta Nacional, fue Director de la Oficina de Depósito y Canje y fue traduc­tor oficial del Ministerio de Relaciones Exterio­res.


Obra
1913 Poesía 1926 Cantos de amor y poemas del hogar
1915 Viejos moldes 1926 Ritmos y plegarias
1921-1924 La epopeya de la cruz 1936 Orto y ocaso
1923 Al margen de la tragedia

http://www.sinabi.go.cr/DiccionarioBiograficoDetail/biografia/159

lunes, 29 de diciembre de 2014

“EL ALMOHADÓN DE PLUMAS” Y EL PERJURIO DE LA NIEVE, O LA EROTIZACIÓN DE LA AGONÍA.Marisa Martínez Pérsico (Universidad de Salamanca)



“EL ALMOHADÓN DE PLUMAS” Y EL PERJURIO DE LA NIEVE, O LA EROTIZACIÓN DE LA AGONÍA


Marisa Martínez Pérsico
(Universidad de Salamanca)



Resumen

A partir de los estudios psicoanalíticos de Sigmund Freud, este artículo analiza el componente sádico y perverso del amor objetal que subyace en las relaciones amorosas entabladas en la nouvelle El perjurio de la nieve, de Adolfo Bioy Casares –donde el encuentro sexual resulta mortífero de acuerdo con una solución fantástica– así como en el cuento “El almohadón de plumas”, de Horacio Quiroga, clasificable dentro de la categoría de relato de vampirismo.


Abstract

Accordling to the psychoanalytic studies of Sigmund Freud, this article analyzes the perverse and sadic component of love that appears on Adolfo Bioy Casares’ nouvelle El perjurio de la nieve –where the sexual intercourse causes the death– and on Horacio Quiroga’s short-story of vampirism “El almohadón de plumas”.


Palabras clave

Vampirismo - relato fantástico - pulsión de Eros - pulsión de Tánatos


Keywords

Vampirism – Fantasy – Eros drive – Thanatos drive






Oh, love! Oh life! – not life, but love in death
Romeo y Julieta, Shakespeare




En “El almohadón de plumas” (Cuentos de amor, de locura y de muerte, 1917). de Horacio Quiroga y El perjurio de la nieve (1945) de Adolfo Bioy Casares, la inminencia de la muerte constituye un atributo femenino que ejerce poderosamente su atracción sobre los protagonistas. La agonía resulta erótica en tanto prefigura el estado de serenidad y satisfacción definitiva —la muerte— vinculada con la consumación del acto sexual. Sigmund Freud analizó esta dialéctica entre amor y muerte, placer y destrucción, en su texto Más allá del principio de placer (1920), definiéndola como la lucha entre Eros (pulsión de vida) y Tánatos (pulsión de muerte). La muerte física es entendida como el equivalente de la descarga erótica.
En el artículo citado, Freud desarrolla una teoría acerca de ambas pulsiones: mientras Eros actúa en pro de la supervivencia del individuo y la reproducción de la especie, Tánatos estaría familiarizado con el principio de placer, en donde todo acto psíquico placentero tiende a disminuir una tensión molesta. La muerte, entonces, involucraría el cese máximo de tensiones. Existiría cierta tendencia del individuo a autodestruirse, lo que él denomina masoquismo. “El curso de los procesos anímicos es regulado automáticamente por el principio del placer (...) dicho curso tiene su origen en una tensión no placentera y emprende luego una dirección tal, que su último resultado coincide con una minoración de dicha tensión y, por tanto, con un ahorro de displacer a una producción de placer (...) una de las tendencias del aparato psíquico es la de conservar lo más baja posible la cantidad de excitación en él existente” (Freud, 1995: 59). Freud deduce que esta aspiración a aminorar, mantener constante o hacer cesar la tensión de las excitaciones internas es uno de los más importantes motivos para creer en la existencia de instintos de muerte. La saturación de las tensiones eróticas que desencadenan en el acto sexual permite establecer una analogía entre la posesión erótica y la completa satisfacción sexual con la muerte. Tánatos aspira a la resolución total de las tensiones, es decir, a retrotraer el ser vivo al estado inorgánico; esta energía destructiva dirigida hacia fuera se exterioriza como agresión y destrucción. Por otro lado, el psicólogo vienés también sostiene que el amor objetal nos muestra una segunda polarización: la del amor (ternura) y la del odio (agresión). En el instinto sexual, por lo tanto, existe un componente sádico. El apoderamiento erótico, según su teoría, coincidiría con la destrucción del objeto de amor.
La hipótesis de que la muerte física puede ser entendida como el equivalente de la descarga erótica, en el texto de Quiroga, aspira a rescatar y recortar, de entre todas las formas en que la imaginación literaria ha representado las estrechas relaciones entre amor y muerte, la dimensión del cuerpo. El cuerpo aparece como un signo que metaforiza el deseo de muerte de los amantes, deseo que se materializará en la supuración y la sangre (bajo la forma de la pérdida de la virginidad o el “vaciamiento” provocado por el vampiro), el desperfecto físico, el deterioro de los signos vitales.
La descripción de Alicia coincide con el arquetipo de las siluetas eróticas y lúgubres de las jovencitas decadentistas esparcidas en los versos de Los crepúsculos del jardín (1905), de Leopoldo Lugones. Estas jóvenes son retratadas como vírgenes enfermizas, ojerosas, pálidas, esbeltas, mórbidas (“Cisnes negros”, “Tentación”, “El buque”) cuyo aspecto enfermizo es altamente festejado y erotizado por el yo lírico. La agonía experimentada por la joven virgen durante el acto sexual (homologada con la muerte) provocan la satisfacción del yo poético, por ejemplo, en el siguiente poema (“Venus victa”):

Pidiéndome la muerte, tus collares
Desprendiste con trágica alegría
Y en su pompa fluvial la pedrería
Se ensangrentó de púrpuras solares

Sobre tus bizantinos alamares
Gusté infinitamente tu agonía
A la hora en que el  crepúsculo surgía
Como un vago jardín tras de los mares.

Cincelada por mi estro, fuiste bloque
Sepulcral, en tu lecho de difunta;
Y cuando por tu seno entró el estoque

Con argucia feroz su hilo de hielo
Brotó un clavel bajo su fina punta
En tu negro jubón de terciopelo. (Lugones, 1980, 25)


En el clásico quiroguiano, Alicia es una joven recién casada, “rubia, angelical y tímida”, que ha regresado de su luna de miel decepcionada por el severo carácter de su marido. El semblante impasible de su esposo y su frialdad característica han helado “sus niñerías de novia” y transformado su hogar en un “rígido cielo de amor”, en una “casa hostil”. El narrador expresa que Jordán “la amaba profundamente, sin darlo a conocer”. En la medida en que avanza el relato, la apariencia de Alicia se va distorsionando, mostrando las evidencias de una enfermedad inexplicable: adelgaza, empalidece, tiene desmayos, el médico le diagnostica anemia, ya no se puede levantar de la cama, tiene alucinaciones. Esta evolución vertiginosa coincide con la transformación de Jordán en un marido amante, comprensivo, preocupado: “Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la cabeza”. A partir de la recaída de su mujer, Jordán vive en la sala, con la luz encendida, velando por ella. “En el silencio agónico de la casa, sólo se escuchaba el retumbo de los eternos pasos de Jordán” (Quiroga, 1995: 63). La inminencia de la muerte impacta poderosamente en el carácter del hombre.
En el desenlace del relato nos enteramos de que un monstruo escondido en un almohadón de plumas estaba succionando las sienes de Alicia a la manera de un vampiro. El vampiro, mamífero fantástico cuya leyenda forma parte del dominio del imaginario popular, se había alimentado con su sangre cada noche, hasta causarle la muerte. En el cuento, el acto de succionar la sangre de la mujer adquiere un tinte erótico (similar a la pérdida de la virginidad) puesto que implica el traspaso de fluidos corporales de un cuerpo al otro, en este caso, del cuerpo de la jovencita angelical al del “animal monstruoso, bola viviente y viscosa”, acto no exento de cierta connotación perversa, de cierto aire zoofílico. El animal, “noche tras noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a  las sienes de aquella, chupándole la sangre”, hasta vaciarla en el transcurso de cinco días. Este es el componente sádico (y en este caso, también perverso) del amor objetal (entendiéndolo como la relación entablada con un “otro” a partir de una pulsión que aspira a la satisfacción del placer, según la definición freudiana) que hace coincidir la posesión erótica con la muerte.  El animal velludo, satisfecho después de haber vaciado a la mujer, “estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca” (dos veces en el cuento se habla de la “boca” del parásito, como en una personificación del monstruo).
Este vínculo entre vampirismo, atracción sexual, muerte y placer sádico resulta parodiado en el cuento “El vampiro”, de Manuel Mujica Láinez (Crónicas reales, 1967). Este cuento narra los acontecimientos que se desencadenan a partir de que un Barón llamado Zappo es invitado a participar, gracias a su parecido físico con los vampiros, de un film inglés basado en un relato gótico escrito por Miss Godiva. El barón es efectivamente un vampiro, cuyas succiones provocan la anemia de los que intervienen en la filmación, particularmente de la protagonista de la película, Violet Daisy. Ella, al igual que Alicia, es descripta como una jovencita inocente y angelical: “Decir Violet Daisy equivale a decir: belleza, gracia, ternura, melena ondulada, mohines adolescentes, lazos en el pelo rubio, y sobre todo unos ojos que no pertenecían al género humano y que rivalizaban, por su tamaño, luminosidad e inocencia, con los de las dignas especies zoológicas que pastan en la praderas feraces” (Mujica Láinez, 1981: 112). Mientras va avanzando el film, Violet Daisy palidecía y se debilitaba, mientras Zappo engordaba. Cuando las marcas de la succión empiezan a hacerse muy notorias, el vampiro elige otros integrantes del staff actoral. Zappo, sin embargo, menosprecia la sangre de Miss Godiva, profundamente enamorada del vampiro (ella sabe que se trata efectivamente de un vampiro), lo cual la incita a tomar venganza (finalmente lo asesina): “Miss Godiva no tardó en reparar en esa preferencia [por Daisy] y los celos la trastornaron (...) Todas las mañanas, al despertarse, corría al espejo, en pos del doble testimonio punteado de la excursión nocturna, e invariablemente encontraba en su garganta las consabidas arrugas que asimilaban su pescuezo al de los flojos pavos. ¿Por qué? ¿Por qué ella no y sí –no digamos ya Violet- Lupo Belosi?. La autora de “The biting ghost” se sintió humillada en su amor y en su orgullo” (Mujica Láinez, 1981: 115).
En el texto de Bioy Casares, Juan Luis Villafañe y Carlos Oribe, los dos protagonistas masculinos, “figuras simétricas que se complementan” según el albacea literario del primero, Alfonso Berger Cárdenas, se corresponden con los dos tipos de amantes que caracteriza Stendhal en “Del amor”. Villafañe sería el representante del “amor a lo Don Juan” y Oribe del “amor a lo Werther”. Cárdenas expresa, en su prólogo, que Villafañe tenía hacia el amor y las mujeres “un tranquilo desdén, no exento de cortesía; creía, sin embargo, que poseer a todas las mujeres era algo así como un deber nacional, su deber nacional” (Bioy Casares, 1995: 8). En el epílogo, cuando Cárdenas interpreta el relato de Villafañe, se desarrolla la explicación de cómo fue Villafañe quien había poseído a Lucía, cómo Villafañe aprovechó la “docilidad virginal con que la muchacha se entregó” durante su ingreso clandestino a La Adela[1]. Este acto se constituye en el desencadenante de la muerte de la muchacha, quien había sido advertida sobre una enfermedad incurable cuyo diagnóstico había generado la voluntad de su padre, Luis Vermehren, de detener el paso tiempo instaurando las reglas para repetir una rutina absoluta y por lo tanto, detener el avance de la enfermedad. Cuando Villafañe quiebra este orden perfecto, Lucía muere. En este caso, posesión erótica significa, literalmente, destrucción del objeto de amor —una de las características del relato fantástico, según Todorov, es la literalidad con que se narrativiza la metáfora—, se acelera el tiempo y se desencadena la muerte. Cárdenas arriesga: “tal vez Lucía Vermehren haya recibido a Villafañe como al ángel de la muerte que la salvaría, por fin, de esa laboriosa inmortalidad impuesta por su padre”, entendemos esta conjetura de Cárdenas a partir de la docilidad con que Lucía aceptó la ruptura del orden impuesto por el padre, la infracción de la ley, la certeza de la propia muerte. La muerte física, deseada, significa el punto de satisfacción máxima del deseo, tanto de Villafañe (el Don Juan), como de Lucía.
“El carácter de Don Juan requiere mayor número de aquellas virtudes útiles y estimadas en el mundo: la admirable intrepidez, el ingenio fértil en recursos (...) la sangre fría (...) El amor a lo Werther abre el alma a todas las impresiones dulces y románticas, a la hermosura de los bosques (...) Lo que me hace creer más dichosos a los Werther es ver que Don Juan reduce el amor a no ser más que un negocio ordinario. En vez de tener, como Werther, realidades que se modelan según sus deseos, Don Juan tiene deseos imperfectamente satisfechos por la fría realidad (...) está tan poseído del amor de sí mismo que llega hasta el punto de perder la idea del mal que ocasiona”. El amor a lo Werther, el amor-pasión, hace que un amante vea a la mujer amada “en la línea del horizonte de todos los paisajes que encuentra (...) Don Juan necesita que los objetos exteriores, sin más valor para él que el de su utilidad, se le hagan interesantes merced a alguna nueva intriga” (Stendhal, 1994: 275). Carlos Oribe es retratado como un sujeto dotado de un “temperamento romántico”, un individuo “intensamente literario [que] quiso que su vida fuera una obra literaria”. Villafañe lo culpa de improvisar una personalidad y de enfrentar los episodios de su vida “como si fueran los episodios de un libro”. Tanto Cárdenas como Villafañe acentúan esa inclinación de Oribe a plagiar sus lecturas, a dejarse influenciar en su escritura por sus autores predilectos. Villafañe lo acusa de plagio de autores románticos y nos informa sobre las lecturas predilectas de Oribe: Keats, Shelley, Coleridge, que nos dan una pista sobre el carácter del personaje. Villafañe, en su relato, cuenta que una vez escuchó al poeta recitar la trágica historia de Tristán, quien, como sabemos, en la historia medieval murió junto con su amada Isolda, acusado de un amor adúltero luego de tomar un filtro de amor. Así como en algunas tragedias de Shakespeare (otra lectura e influencia de Oribe, según Villafañe) como Romeo y Julieta, Tristán e Isolda despliega la idea de la imposibilidad del encuentro amoroso entre los cuerpos; sólo el amor liberado de la materia, la muerte, podrá constituir una esperanza de unión de los amantes, por esta razón es que la muerte resulta una solución atractiva.
La propensión de Oribe al plagio y a la experimentación de la vida como una obra literaria, explica por qué Oribe plagia el protagonismo de los hechos a Villafañe, por qué le cuenta a su amigo Cárdenas que el culpable de la muerte de Lucía es él, apropiándose de las acciones del otro, (esta apropiación es evidente en el poema que escribe a Lucía: “descubrí una leyenda y un bosque en un desierto / y en el bosque a Lucía. Hoy Lucía se ha muerto / Memoria, y escribe su alabanza, aunque Oribe caduque en la desesperanza”, lo cual carece de sentido estricto si Oribe no conocía a Lucía viva, tal como sostiene Cárdenas). Oribe desea vivir la vida como el héroe trágico de una novela romántica, “a lo Werther”. Por efectos de desplazamiento, Oribe vive literariamente aquello vivido por otro al cobrar el estatuto de discurso que intenta hacerse pasar por “la verdad” (de acuerdo con la versión de Luis Vermehren, de Villafañe y del propio Oribe).
La posesión erótica permite a Lucía huir de la rutina impuesta por su padre a través de la muerte; Villafañe utiliza a Lucía como objeto de amor —y odio, porque la destruye— que sirve para ratificar su condición de “amante nacional”; a Oribe le permite vivir/escribir una vida poética sellada por una muerte romántica. En estas narraciones la agonía resulta erótica (y atractiva) en tanto prefigura una liberación.




Bibliografía


BIOY CASARES, Adolfo: El perjurio de la nieve, Buenos Aires, Colihue, 1995.

DÁMASO MARTÍNEZ, Carlos: “Bioy Casares: una poética de la invención”, en Espacios Nº8/9, diciembre de 1990.

FREUD, Sigmund: Obras completas, Barcelona, Amorrortu, 1995.

LUGONES, Leopoldo: Los crepúsculos del Jardín, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1980.

MUJICA LÁINEZ, Manuel: El poeta perdido y otros relatos, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1981.

QUIROGA, Horacio: Cuentos de locura, de amor y de muerte, Buenos Aires, Losada, 1995.

REST, Jaime: “Las invenciones de Bioy Casares”, en Los libros Nº2, Buenos Aires, agosto de 1969.

STENDHAL: Del amor, Madrid, Edaf, 1994.


[1] Sin embargo, la proliferación de narradores incita a sospecha sobre la veracidad de esta interpretación (entendido como un efecto voluntario de desconcertar al lector). Como sostiene Jaime Rest en su artículo “Las invenciones de Bioy Casares”: “mediante la introducción de diversos narradores que se superponen en la redacción o comentario de un mismo texto, el autor logra un efecto de sugestiva ambigüedad que nos hace sospechar inexactitudes deliberadas o quizá accidentales de los testigos imaginarios e inclusive la existencia de diferentes lecturas que podrían intercambiarse hasta lograr una pluralidad de dimensiones en la trama ficticia” (Rest, 1969: 43).

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