jueves, 9 de octubre de 2014

Umberto Eco. Confesiones de un joven novelista.


¿Por qué Confesiones de un joven novelista si el eximio profesor está a punto de cumplir los ochenta años? Pues porque su estreno como narrador se remonta a 1980 y, por lo tanto, Umberto Eco puede permitirse el lujo de hablarde juventud en estos menesteres y comentar además que le quedan unos cincuenta ños de carrera...
Asi empieza este texto de ensayos, donde el gran intelectual cuenta cómo se acercó a la ficción siendo ya un autor reconocido como gran ensayista, cómo prepara cada una de sus novelas antes de ponerse a escribir, cómo crea sus personajes y la realidad que los rodea.
Luego también nos hablará de la buscada ambigüedad en que el escritor se mantiene a veces para que sus lectores se sientan libres de seguir su propio camino en la interpretación de un texto. Y de la ambigüedad pasamos a la definición de los personajes de una novela y a la capacidad de un escritor para manipular las emociones del lector. ¿Por qué en general no lloramos si un amigo nos cuenta que la novia lo ha dejado y en cambio muchos nos emocionamos al leer el episodio de la muerte de Anna Kareni-na? Como broche final, una reflexión sobre la pasión de Eco por las listas, que explica su peculiar manera de ver el
mundo.
Todo en este delicioso texto son preguntas que Eco plantea y respuestas ingeniosas que él mismo propone, con ese aire socarrón que lo distingue y convierte cada anécdota en una lección de vida.
Fuente: N.N.

Un libro interesante, en donde se perfila la imágen de Eco como Filósofo, escritor, académico e investigador, todo en un solo libro.

(Fragmento).
Escribiendo de izquierda a derecha


Estas conferencias se titulan Confesiones de un joven novelista, y cabría preguntarse por qué, teniendo en cuenta que ya he cumplido más de setenta años. Pero resulta que publiqué mi primera novela, El nombre de la rosa, en 1980, de modo que empecé mi carrera como novelista hace cosa de treinta años. Me considero, por lo tanto, un novelista muy joven y ciertamente prometedor, que hasta el momento ha publicado unas cuantas novelas y publicará muchas más en los próximos cincuenta años. Este trabajo en curso no está terminado (de otro modo, no estaría en curso), pero espero haber acumulado suficiente experiencia para decir algunas palabras sobre mi forma de escribir. Conforme al espíritu de las «Conferencias Richard Ellmann», prestaré más atención a la ficción que a los ensayos, aunque me considero académico de profesión, y como novelista no soy más que un aficionado.
Empecé a escribir novelas en mi infancia. Lo primero que se me ocurría era el título, habitualmente inspirado en los libros de aventuras de aquellos días, que eran del tipo de los Piratas del Caribe. Solía dibujar de inmediato todas las ilustraciones, y luego empezaba el primer capítulo. Pero como siempre escribía en mayúsculas, por imitación de los libros impresos, al cabo de unas pocas páginas me agotaba y lo dejaba. Aun así, cada uno de mis trabajos era una obra maestra inacabada, como la Sinfonía inacabada de Schubert.
A los dieciséis empecé por supuesto a escribir poemas, como cualquier otro adolescente. No recuerdo si fue la necesidad de poesía la causa del florecimiento de mi primer (platónico e inconfesado) amor, o si fue al revés. La combinación fue un desastre. Pero, como escribí una vez —si bien en forma de una paradoja que puso en circulación uno de mis personajes ficticios—, hay dos clases de poetas: los buenos, que queman sus poemas a los dieciocho años, y los malos, que siguen escribiendo poesía mientras viven .

¿Qué es la escritura creativa?

Al enfilar la cincuentena, no me sentí, como les pasa a muchos alumnos, frustrado por el hecho de que mi escritura no fuera «creativa» .
Nunca he entendido por qué a Homero se le considera un escritor creativo y a Platón no. ¿Por qué un mal poeta es un escritor creativo y un buen ensayista científico no lo es?
En francés existe una distinción entre un écrivain —alguien que produce textos «creativos», como, por ejemplo, un novelista o un poeta— y un écrivant: alguien que registra datos, como un empleado de banco o un policía que prepara el informe de un caso criminal. Pero ¿qué tipo de escritor es un filósofo? Podría decirse que un filósofo es un escritor profesional cuyos textos son susceptibles de ser resumidos o traducidos a otras palabras sin perder todo su significado, mientras que los textos de los escritores creativos no pueden ser completamente traducidos o parafraseados. Pero, aunque es ciertamente difícil traducir poesía y novelas, el noventa por ciento de los lectores del mundo ha leído Guerra y paz o el Quijote en traducción, y pienso que un Tolstói traducido es más fiel al original que cualquier traducción inglesa de Heidegger o Lacan. ¿Es Lacan más «creativo» que Cervantes?
La diferencia no puede expresarse ni siquiera en términos de la función social de un texto determinado. Los textos de Galileo poseen ciertamente un calado filosófico y científico de primer orden, pero en las universidades italianas se estudian como muestras de refinada escritura creativa, como obras maestras de estilo.
Imagine que es usted un bibliotecario y decide colocar los llamados textos creativos en la Sala A y los llamados textos científicos en la Sala B. ¿Pondría los ensayos de Einstein junto con las cartas de Edison a sus mecenas, y «Oh, Susanna!» con Hamlet?
Se ha sugerido que los escritores «no creativos» como Linneo y Darwin quisieron transmitir información verdadera sobre ballenas o monos. En cambio, cuando Melville escribe sobre una ballena blanca, o cuando Burroughs habla de Tarzán de los Monos, solo fingen manifestar la verdad, porque en realidad inventaron ballenas y monos inexistentes sin tener ningún interés por los de verdad. ¿Podemos afirmar sin asomo de duda que Melville, al contar la historia de una ballena inexistente, no tenía intención de decir nada verdadero sobre la vida y la muerte, o sobre el orgullo humano y la obstinación?
Resulta problemático definir como «creativo» a un escritor que simplemente nos cuenta cosas que contradicen hechos objetivos. Ptomoleo dijo una cosa falsa sobre el movimiento de la Tierra. ¿Deberíamos considerarle pues más creativo que Kepler?
La diferencia reside más bien en las formas opuestas en que los escritores pueden reaccionar a interpretaciones de sus textos. Si yo le digo a un filósofo, a un científico, a un crítico de arte: «Has escrito esto y aquello», el autor siempre puede replicar: «No has entendido mi texto. Decía exactamente lo contrario». Pero si un crítico ofrece una interpretación marxista de En busca del tiempo perdido, diciendo que en el cénit de la crisis de la burguesía decadente, la entrega total al reino de la memoria aisló necesariamente al artista de la sociedad, Proust seguramente estaría descontento con esa interpretación, pero tendría dificultades para refutarla.
Como veremos más adelante en otra clase, los escritores creativos —como lectores razonables de su propia obra— tienen ciertamente el derecho a desafiar una interpretación descabellada. Pero en general, tienen que respetar a sus lectores, ya que, por decirlo así, han lanzado su texto al mundo como un mensaje en una botella.
Después de publicar un texto sobre semiótica, me dedico o bien a reconocer que me he equivocado, o bien a demostrar que quienes no lo han entendido de la manera que yo pretendía lo han leído mal. En cambio, después de publicar una novela, siento en principio un deber moral de no desafiar las interpretaciones que hace de ella la gente (y de no alentar ninguna interpretación).
Esto sucede —y aquí podemos identificar la verdadera diferencia entre la escritura creativa y la científica— porque en un ensayo teórico, normalmente uno pretende demostrar una tesis determinada o dar una respuesta a un problema concreto, mientras que en un poema o en una novela, lo que uno pretende es representar la vida con todas sus contradicciones. Poner en escena una serie de contradicciones, haciéndolas evidentes y conmovedoras. Los escritores creativos piden a sus lectores que traten de encontrar una solución; no ofrecen una fórmula precisa (excepto en el caso de los escritores cursis y sentimentales, que lo que pretenden ofrecer son consuelos vulgares). Por este motivo, en las charlas que ofrecí sobre mi recién publicada primera novela, decía que, a veces, un novelista puede decir cosas que no puede decir un filósofo.

Así que, hasta 1978, me sentí completamente realizado como filósofo y semiótico. Una vez escribí incluso —con un toque de arrogancia platónica— que veía a los poetas, y a los artistas en general, como prisioneros de sus propias mentiras, imitadores de imitaciones, mientras que como filósofo, yo tenía acceso al verdadero mundo platónico de las ideas.
Podría decirse que, creatividad aparte, muchos eruditos han sentido el impulso de contar historias y han lamentado ser incapaces de lograrlo, y que por eso los cajones de escritorio de muchos profesores universitarios están llenos de novelas malas inéditas. Pero con el paso de los años, yo pude satisfacer mi pasión secreta por la narrativa de dos formas distintas: primero, recurriendo a la narrativa oral, contando cuentos a mis hijos (de forma que me quedé desorientado cuando crecieron y pasaron de los cuentos de hadas a la música rock) y en segundo lugar, dando un tono narrativo a cada ensayo crítico.
Cuando presenté mi tesis doctoral sobre la estética de Tomás de Aquino —un tema muy controvertido, ya que en esa época los estudiosos creían que no había reflexiones estéticas en el inmenso corpus de su obra—, uno de los examinadores me acusó de una especie de «falacia narrativa». Dijo que un estudioso maduro, cuando se pone a investigar algo, avanza a base de pruebas y errores, proponiendo y rechazando diferentes hipótesis, pero que al final de ese proceso, se suponía que estas dudas estarían resueltas y el estudioso debería presentar solamente las conclusiones. Por el contrario —dijo—, yo presentaba la historia de mis indagaciones como si fuera una novela de detectives. La objeción llegó de forma amable, y el examinador me sugirió la idea fundamental de que todo hallazgo en el transcurso de la investigación debe ser «narrado» de esta forma. Todo libro científico debe ser una especie de historia policíaca, el relato de la búsqueda de algún Santo Grial. Y creo que eso es lo que he hecho desde entonces en todas mis obras académicas.

Érase una vez

A principios de 1978, una amiga mía que trabajaba para un pequeño editor me dijo que estaba pidiendo a autores sin experiencia en la novela (filósofos, sociólogos, politólogos, etcétera) que escribieran un relato breve de detectives. Por las razones que acabo de mencionar, respondí que no me interesaba la escritura creativa, y que estaba seguro de ser absolutamente incapaz de escribir buenos diálogos. Concluí diciendo (no sé por qué), provocativamente, que si tuviera que escribir una novela negra, esta tendría por lo menos quinientas páginas y estaría ambientada en un monasterio medieval. Mi amiga dijo que no estaba tratando de pescar novelas torpes hechas para ganar dinero, y así terminó nuestro encuentro.
En cuanto volví a casa, me puse a fisgar en los cajones de mi escritorio y recuperé unos garabatos del año anterior, una hoja de papel en la que había apuntado varios nombres de monjes. Eso significaba que en el recodo más secreto de mi alma había estado creciendo la idea de una novela sin ser yo consciente de ello. En ese momento se me ocurrió que estaría bien envenenar a un monje durante su lectura de un libro misterioso, y eso fue todo. Empecé a escribir El nombre de la rosa.
Una vez publicado el libro, la gente me preguntaba a menudo por qué había decidido escribir una novela, y las razones que esgrimí (que variaban según mi humor) eran todas probablemente ciertas, es decir, eran todas falsas. Comprendí que la única respuesta correcta era que en un determinado momento de mi vida sentí la urgencia de hacerlo, y creo que esa es una explicación suficiente y razonable.

Cómo escribir

Cuando los entrevistadores me preguntan: «¿Cómo ha escrito usted sus novelas?», suelo cortar en seco esta línea de interrogatorio respondiendo: «De izquierda a derecha». Creo que no es una respuesta satisfactoria, y que puede provocar cierto estupor en los países árabes y en Israel. Ahora tengo tiempo para dar una respuesta más detallada.
En el transcurso de la escritura de mi primera novela, aprendí varias cosas. En primer lugar, que «inspiración» es una mala palabra que los autores tramposos utilizan para parecer intelectualmente respetables. Como dice el viejo refrán, el genio es en un diez por ciento inspiración y en un noventa por ciento transpiración. Dicen que el poeta francés Lamartine describía a menudo las circunstancias en las que escribió uno de sus mejores poemas: aseguró que le había llegado completamente compuesto en una súbita iluminación, una noche que paseaba por el bosque. Después de su muerte, encontraron en su estudio un impresionante número de versiones de ese poema, que había estado escribiendo y reescribiendo a lo largo de los años.
Los primeros críticos que reseñaron El nombre de la rosa dijeron que el libro había sido escrito bajo el influjo de una inspiración luminosa, algo que, dadas sus dificultades conceptuales y lingüísticas, sucedía solo a unos pocos afortunados. Cuando el libro alcanzó un éxito notable, vendiéndose millones de copias, los mismos críticos escribieron que no cabía duda de que yo, para confeccionar un éxito de ventas tan popular y entretenido, había seguido al pie de la letra una receta secreta. Más tarde, dijeron que la clave del éxito del libro era un programa informático, olvidando que los primeros ordenadores personales con programas aptos para redactar textos no aparecieron hasta principios de los años ochenta, cuando mi novela ya estaba en la imprenta. En 1978-1979, lo único que se podía encontrar, incluso en Estados Unidos, eran esos pequeños ordenadores baratos fabricados por Tandy, que nadie hubiera usado jamás para escribir más que una carta.
Algún tiempo después, algo alterado por semejantes acusaciones informáticas, formulé la auténtica receta para escribir un éxito de ventas por ordenador:

En primer lugar, obviamente, necesita usted un ordenador, que es una máquina inteligente que piensa por usted. Eso sería una gran ventaja para mucha gente. Todo lo que necesita es un programa de unas pocas líneas; hasta un niño podría hacerlo. Luego hay que meter en el ordenador el contenido de unas cien novelas, obras científicas, la Biblia, el Corán, y un puñado de listines telefónicos (muy útiles para encontrar nombres de personajes). Digamos, unas 120.000 páginas. Después de eso, usando otro programa, hay que aleatorizarlo todo; en otras palabras, mezclar todos esos textos, ajustados un poco —por ejemplo, eliminando todas las es— para conseguir no solo una novela, sino ya una especie de lipograma de Perec. En ese momento, pulse «imprimir» y, puesto que usted ha eliminado todas las es, salen algo menos de 120.000 páginas. Tras leerlas cuidadosamente varias veces, subrayando los pasajes más significativos, llévelas a una incineradora. Entonces, simplemente siéntese bajo un árbol con una hoja de papel carbón y otra de buen papel de dibujar y, dejando fluir sus pensamientos, escriba dos líneas. Por ejemplo: «La luna está alta en el cielo / El bosque cruje». A lo mejor lo que sale al principio no es una novela, sino más bien un haiku japonés. Pero lo importante es empezar .

Hablando de inspiración lenta, El nombre de la rosa la escribí en solo dos años, por la sencilla razón de que no tuve que investigar nada sobre la Edad Media. Como he dicho, mi tesis doctoral versaba sobre estética medieval, y después de presentarla seguí estudiando la Edad Media. Con el paso de los años, visité un montón de abadías románicas, catedrales góticas, etcétera. Cuando decidí escribir la novela, fue como abrir un gran armario donde había estado amontonando mis archivos medievales durante décadas. Todo ese material estaba a mis pies, y yo no tenía más que seleccionar lo que necesitaba. Para las novelas siguientes, la situación era otra (aunque si elegía un tema determinado, era porque ya estaba algo familiarizado con él). Por este motivo, mis novelas posteriores me llevaron mucho tiempo: ocho años El péndulo de Foucault, y seis La isla del día de antes y Baudolino. Dediqué solo cuatro a La misteriosa llama de la reina Loana, porque trata de mis lecturas como niño en los años treinta y cuarenta, y pude utilizar un montón de material viejo que tenía en casa, como tiras de córnic, grabaciones, revistas y diarios. En pocas palabras: mi colección entera de mementos, nostalgias y trivialidades.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Ricardo Piglia. Entrevista.


Entrevista a Ricardo Piglia
Escribir una novela se parece a construir un complot
Por Patricio Pron
Artículo tomado de http://www.letraslibres.com/revista/entrevista/entrevista-ricardo-piglia

Ricardo Piglia (Adrogué, provincia de Buenos Aires, 1941) es el autor de las novelas Respiración artificial, La ciudad ausente, Plata quemada y Blanco nocturno, así como de la reciente El camino de Ida (Anagrama, 2013). Considerado uno de los escritores latinoamericanos más importantes de los últimos cincuenta años, Piglia reflexiona en esta conversación acerca del tiempo como elemento constitutivo del estilo, los vínculos entre literatura y experiencia, los campus estadounidenses, la potencia y los riesgos de la ficción, el futuro de la literatura y una hipotética segunda juventud literaria.

Noviembre 2013 | Tags: Entrevista relato Anécdotas soldados juventud ritmo diarios

Fotografía: Alejandro García
A menudo tus libros dan la impresión de haber sido escritos por decantación, es decir, mediante la depuración de ciertos materiales (citas, lecturas, experiencias) que permiten intuir que “había algo más allí”, una cierta acumulación que no parece haber tenido lugar en El camino de Ida, que es singularmente diáfano. ¿Cómo fue el proceso de escritura del libro? ¿Muy diferente al de otros tuyos?

Sí fue diferente, más rápido, digamos. La novela la escribí en un año, sin interrupciones: en todas las otras, entre una versión y otra, a veces pasaban meses o años. Y algo de lo que decís es cierto, porque al escribirla usé muchos materiales que estaban en mis diarios, es decir, notas que fui tomando en esos años mientras vivía en Estados Unidos.

El camino de Ida se publica “solo” tres años después de Blanco nocturno. No recuerdo que haya pasado tan poco tiempo entre la publicación de uno u otro libro tuyo en el pasado. ¿Es el resultado de la libertad adquirida tras la marcha de Princeton? ¿Una especie de segunda juventud literaria?

No sé si segunda juventud, ojalá, pero sí que al dejar de enseñar el tiempo cambia. La vida académica tiene muchas virtudes (es quizá el mejor trabajo para un escritor como yo), pero te obliga a seguir el calendario de clases, de modo que cuando llega septiembre tienes que parar, sea lo que sea que estés haciendo. Un tiempo estriado, digamos, con fronteras fijas, raro, ¿no? Al menos eso me pasaba a mí, porque yo daba cursos académicos, clásicos, no “hacía de escritor”, daba seminarios de grado y de posgrado, cursos muy exigentes: había que preparar las clases, leer mucho, trabajar con los estudiantes, dirigir tesis... Me interesa la enseñanza, pero la ficción es puro deseo, es absorbente, exige tiempo completo, no puedo hacer otra cosa mientras escribo, aunque al final del día haya escrito solo dos horas. Quiero decir: me cuesta escribir ficción cuando estoy enseñando, así que empecé a experimentar con el tiempo transcurrido entre versión y versión. ¿Qué pasa si uno vuelve a leer un borrador tres años después? Así escribí todas las otras novelas, en una especie de trabajo geológico con borradores que decantaban años, como si los hubiera escrito otro, y me gustaba lo que salía cuando volvía a escribirlos: en ese momento la historia se movía en una dirección inesperada. No quiero decir que las novelas escritas así vayan a ser buenas (este método no garantiza nada), pero los libros mutaban como si estuvieran vivos, aunque en reposo; aparecían intrigas que no recordaba, tonos nuevos; el tiempo que pasaba entraba a formar parte del libro. Durante la época de Princeton experimenté con esas escrituras discontinuas: escribía rápido, pero con grandes pausas entre versión y versión y convertí el modo de ganarme la vida en una técnica narrativa (risas). En cambio, El camino de Ida está más cerca de la escritura de las dos nouvelles de Prisión perpetua, que están narradas por Renzi y fueron escritas sin cortes, en una sola sesión larga de escritura que duró unas seis semanas para cada una. Los cuentos, por ejemplo, siempre los he escrito de una sentada, digamos, en una semana como máximo, a veces en tres días. Me interesa que el ritmo de la escritura se traslade al estilo: para mí eso es el estilo, el tiempo, la sintaxis, las interrupciones, las pausas, los cambios de ritmo. Una vez escribí tres cuentos (“En noviembre”, “La invasión” y “La pared”) en una noche. Claro que en total no son nada más que treinta páginas, tal vez menos... y tienen el mismo estilo, me parece, aunque las anécdotas son muy distintas.

Quizás en este punto sea necesario preguntarte sobre cuáles son tus objetivos como escritor, ¿cuándo te detienes y das tu trabajo por concluido? ¿Cuándo el texto que escribes “se parece a un texto de Ricardo Piglia”? ¿Cuándo no se parece en absoluto? ¿Cuándo deja de escribir el escritor?

Siempre tengo presente el final, la conclusión de la historia que estoy escribiendo. Escribo borradores completos y a menudo, en las primeras versiones, el final es bastante sintético, de modo que sé de antemano que el cierre va a ser lo más complicado de escribir. En Respiración artificial, por ejemplo, la novela iba hacia el viaje de Renzi a Concordia y la conversación con Tardewski que dura toda una noche; esa escena, en la última versión, solo tenía cinco páginas y todo lo que vino después lo escribí al final en tres meses. En algún sentido, escribí toda la novela para justificar esa conversación. En La ciudad ausente, por otro lado, la imagen era la de la mujer-máquina, que imagina y espera en soledad a alguien que está por llegar; pero en definitiva el cierre fue el encuentro de Junior con el inventor Russo en su casa del Tigre. En Plata quemada supe siempre que la conclusión tenía que ser la quema de los quinientos mil dólares por parte de los “malandras” acorralados por la policía, y el asunto era: bien, ¿de qué hablan, qué dicen? Tuve que escribir toda la novela para enterarme. En Blanco nocturno, por otra parte, supe de movida que el encuentro de Renzi con Luca en la fábrica medio abandonada sería el final, pero tampoco supe qué pasaría allí hasta que no tuve la novela escrita. En El camino de Ida la primera imagen fue el viaje de Renzi a la cárcel y el encuentro con el convicto. En ese sentido (me doy cuenta recién ahora) todas mis novelas están hechas del mismo modo, como si yo fuera, digamos irónicamente, un escritor conceptual que tiene una idea fija y escribe novelas para hacer posible una conversación final entre los personajes.

Creo haber descubierto que la historia del gato que escoge regresar a la calle tras un breve periodo en la casa del protagonista se encontraba en los adelantos de tu diario que fueron publicados por el suplemento Babelia. ¿Cómo se relaciona esta novela con el diario? ¿Cómo fluyen los materiales de uno a otro sitio?

La historia del gato (que es cierta) sucedió en Buenos Aires, en un árbol de la calle Cabrera, a la vuelta de mi casa, y es uno de los materiales del diario que entraron en la ficción como si fueran bloques de realidad. En todas mis novelas ha pasado eso, sobre todo en las que están narradas por Renzi: en ellas, la relación entre ficción y experiencia es más directa y el material vivido entra naturalmente. No es que lo logre siempre, pero yo busco eso: cierta inmediatez, la sensación de que la experiencia narrada está por suceder. Admiro las prosas lentas (Juan Carlos Onetti, Juan José Saer, Sergio Chejfec, Juan Benet), pero yo busco otra cosa. La prosa tiene que ser rápida, seguir un ritmo, un fraseo, tiene que fluir: eso es el estilo para mí, la marcha, no el léxico, el tono, no las palabras, sino algo que está entre las palabras, para decirlo así. Es lo que busco desde que empecé a escribir y es lo que me gusta cuando leo a Rodolfo Walsh o a Antonio Di Benedetto, o a Roberto Bolaño, que tiene mucha energía en la prosa, algo que viene de la generación beat (William S. Burroughs es el maestro de esa inmediatez, tiene un oído infalible).

martes, 7 de octubre de 2014

Matthew Gregory Lewis. Novela: "El monje".


Matthew Gregory Lewis. (Londres, 9 de julio de 1775 - océano Atlántico, 14 de mayo de 1818). Escritor, dramaturgo y político británico.
Conocido por Monk Lewis a raíz de su primera obra, El monje, donde denunciaba la Inquisición española y que le hizo popular entre los británicos.
Se educó en Oxford y recorrió de joven Francia y Alemania, donde quedó atrapado por la obra de Goethe.
El monje, de buena acogida entre la mayoría de la población, fue muy criticado por obsceno entre los intelectuales británicos, lo que obligó al autor a dulcificar la segunda edición de 1798, publicada cuando ya era miembro del Parlamento. Es una novela gótica donde se ironiza sobre la hipocresía religiosa.
En 1812, tras la muerte de su padre, se hizo cargo de las posesiones de éste en Jamaica. Volvió a Inglaterra, y estuvo también ocasionalmente en Suiza, donde coincidió con sus amigos Lord Byron, John William Polidori, Mary Shelley y Percy Shelley, pero no tardó en regresar a sus posesiones. De vuelta a Europa en 1818 contrajo la fiebre amarilla y murió.
Fruto de su larga estancia en América escribió Diario de un plantador de las Antillas, publicado póstumamente en 1833.
Otras obras destacadas del autor fueron Cuentos de terror, de 1799, Cuentos maravillosos de 1801, y las obras teatrales El espectro del castillo, de 1796,, El indio, de 1799 y Alfonso, de 1801.
El Monje fue reivindicada por André Breton y Antonin Artaud como la mejor novela gótica y uno de los mayores logros del Romanticismo.

***

Ambrosio es un monje al que todo el mundo en Madrid venera. El se siente muy a gusto con un compañero llamado Rosario, pero éste tiene un secreto que, una vez confiese, hará que la vida de Ambrosio tome un giro de 180º. Y no sin razón, porque a partir de ese momento Ambrosio conocerá aquello que su vida dedicada a la religión no le permitió conocer: el gozo sexual y la brujería. Paralelamente el joven conde Raimundo le cuenta a su amigo Lorenzo de Medina que es el enamorado de su hermana, Inés de Medina, entregada a la religión para convertirse en monja. Al mismo tiempo la joven Antonia, de belleza sin igual, es la mujer que adoran dos hombres, uno que no tiene derecho por el oficio que profesa, y Lorenzo de Medina.
Todas estas historias principales (y otras secundarias pero no menos importantes y alucinantes) confluyen en una en la que los protagonistas se relacionan íntimamente. Vivirán aventuras, sacrificios, tormentos, experiencias paranormales y conocerán la gran mentira de la religión más rígida.

Fuente:N.N.

lunes, 6 de octubre de 2014

Tres momentos de la literatura japonesa Octavio Paz


Tres momentos de la literatura japonesa

Octavio Paz




Es un lugar común decir que la primera impresión que produce cualquier contacto —aun el más distraído y casual— con la cultura del Japón es la extrañeza. Sólo que, contra lo que se piensa generalmente, este sentimiento no proviene tanto del sentirnos frente a un mundo distinto como del darnos cuenta de que estamos ante un universo autosuficiente y cerrado sobre sí mismo. Organismo al que nada le falta, como esas plantas del desierto que secretan sus propios alimentos, el Japón vive de su propia substancia. Pocos pueblos han creado un estilo de vida tan inconfundible. Y sin embargo, muchas de las instituciones japonesas son de origen extranjero. La moral y la filosofía política de Confucio, la mística de Chuang-tsé, la etiqueta y la caligrafía, la poesía de Po Chü-i y el Libro de la piedad filial, la arquitectura, la escultura y la pintura de los Tang y los Sung modelaron durante siglos a los japoneses. Gracias a esta influencia china, Japón conoció las especulaciones de Nagarjuna y otros grandes metafísicos del budismo Mahayana y las técnicas de meditación de los hindúes.
La importancia y el número de elementos chinos —o previamente pasados por el cedazo de China— no impiden sino subrayan el carácter único y singular de la cultura japonesa. Varias razones explican esta aparente anomalía. En primer término, la absorción fue muy lenta: se inicia en los primeros siglos de la era cristiana y no termina sino hasta entrada la época moderna. En segundo lugar, no se trata de una influencia sufrida sino libremente elegida. Los chinos ni llevaron su cultura al Japón; tampoco, excepto durante las abortadas invasiones mongólicas, quisieron imponerla por la fuerza: los mismos japoneses enviaron embajadores y estudiantes, monjes y mercaderes a Corea y a China para que estudiasen y comprasen libros y obras de arte o para que contratasen artesanos, maestros y filósofos. Así, la influencia exterior jamás puso en peligro el estilo de vida nacional. Y cada vez que se presentó un conflicto entre lo propio y lo ajeno se encontró una solución feliz como en el caso del budismo, que pudo convivir con el culto nativo. La admiración que siempre profesaron los japoneses a la cultura china, no los llevó a la imitación suicida ni a desnaturalizar sus propias inclinaciones. La única excepción fue, y sigue siendo, la escritura. Nada más ajeno a la índole de la lengua japonesa que el sistema ideográfico de los chinos; y aún en esto se encontró un método que combina la escritura fonética con la ideográfica y que, acaso, hace innecesaria esa reforma que predican muchos extranjeros con más apresuramiento que buen sentido.
La literatura es el ejemplo más alto de la naturalidad con que los elementos propios lograron triunfar de los modelos ajenos. La poesía, el teatro y la novela son creaciones realmente japonesas. A pesar de la influencia de los clásicos chinos, la poesía nunca perdió, ni en los momentos de mayor postración, sus características: brevedad, claridad del dibujo, mágica condensación. Puede decirse lo mismo del teatro y la novela. En cambio, la especulación filosófica, el pensamiento puro, el poema largo y la historia no parecen ser géneros propicios al genio japonés.
A principios del siglo V se introduce oficialmente la escritura sínica; un poco después, en 760, aparece la primera antología japonesa, el Manyoshu o Colección de las diez mil hojas. Se trata de una obra de rara perfección, de la que están ausentes los titubeos de una lengua que se busca. La poesía japonesa se inicia con un fruto de madurez; para encontrar acentos más espontáneos y populares habrá que esperar hasta Basho. A finales del siglo VIII la corte Imperial se traslada de Nara a Heian-Kio (la actual Kioto). Como la antigua capital, la nueva fue trazada conforme al modelo de la dinastía china entonces reinante. En la primera parte de este período se acentúa la influencia china pero desde principios del siglo X el arte y la literatura producen algunas de sus obras clásicas. Se trata de una época de excepcional brillo, sobre la que tenemos dos documentos extraordinarios: un diario y una novela. Ambos son obras de dos damas de la corte: las señoras Murasaki Shikibu y Sei Shonagon.
Nada más alejado de nuestro mundo que el que rodeó a estas dos mujeres excepcionales. Dominada por una familia de hábiles políticos y administradores (los Fujiwara), aquella sociedad era un mundo cerrado. La corte constituía por sí misma un universo autónomo, en el que predominaban como supremos los valores estéticos y, sobre todo, los literarios. "Nunca entre gentes de exquisita cultura y despierta inteligencia tuvieron tan poca importancia los problemas intelectuales" (1). Y hay que agregar: los morales y religiosos. La vida era un espectáculo, una ceremonia, un ballet animado y gracioso. Cierto, la religión —mejor dicho: las funciones religiosas— ocupaban buena parte del tiempo de señoras y señores. Pero Sei Shonagon nos revela con naturalidad cuál era el estado de espíritu con que se asistía a los servicios budistas: "El lector de las Escrituras debe ser guapo, aunque sea sólo para que su belleza, por el placer que experimentamos al verla, mantenga viva nuestra tradición. De lo contrario, una empieza a distraerse y a pensar en otras cosas. Así, la fealdad del lector se convierte en ocasión de nuestro pecado". En realidad, la verdadera religión era la poesía y, aun, la caligrafía. Los señores se enamoraban de las damas por la elegancia de su escritura tanto como por su ingenio para versificar. El buen tono lo presidía todo: amores y ceremonias, sentimientos y actos. Sería vano juzgar con severidad esta concepción estética de la vida. Los artistas modernos sienten cierta repulsión por el "buen gusto", pero esta repugnancia no se justifica del todo. Nuestro "buen gusto" es el de una sociedad de advenedizos que se han apropiado de valores y formas que no les corresponden. El de la sociedad heiana estaba hecho de gracia natural y de espontánea distinción.
La ligereza danzante con que esos personajes se mueven por la vida, como si hubiesen abolido las leyes de la gravedad, se debe entre otras cosas a que esas almas no conocían el peso de la moral. Las cosas para ellos no eran graves sino hermosas o feas. Mundo de dos dimensiones, sin profundidad, es cierto, pero también sin espesor; mundo transparente, nítido, como un dibujo rápido y precioso sobre una hoja inmaculada. En su diario, Sei Shonagon divide a las cosas en placenteras y desagradables. Entre las primeras están, por ejemplo, cruzar un río en una noche de luna brillante y ver bajo el fondo brillar los guijarros; o recorrer en carruaje el campo y luego aspirar el perfume que desprenden las ruedas, entre las que se han quedado prendidos manojos de hierba fresca. En otra parte Shonagon anota que "es muy importante que un amante sepa despedirse. Para empezar, no se debería levantar con apresuración sino aguardar a que se le insista un poco: Anda, ya hay luz... no te gustaría que te sorprendieran aquí. Tampoco debería ponerse los pantalones de un golpe, como si tuviera mucha prisa y sin antes acercarse a su compañera, para murmurar en su oído lo que sólo ha ducho a medias durante la noche". Más adelante la señora Shonagon pinta al amante perfecto: "Me gusta pensar en un soltero —su ánimo aventurero le ha hecho escoger este estado— al regresar a su casa, después de una incursión amorosa. Es el alba y tiene un poco de sueño pero, apenas llega, se acerca a su escritorio y se pone a escribir una carta de amor —no escribiendo lo primero que se le ocurre sino entregado a su tarea y trazando con gusto hermosos caracteres. Luego de enviar su misiva con un paje, aguarda la respuesta mientras murmura ese o aquel pasaje de las Escrituras budistas. Más tarde lee algunos poemas chinos y espera a que esté listo el baño. Vestido con su manto de corte —quizá escarlata y que lleva como una bata de casa— toma el sexto capítulo de la Escritura del Loto y lo lee en silencio. Precisamente en el momento más solemne y devoto de su lectura religiosa, regresa el mensajero con la respuesta. Con asombrosa si blasfema rapidez, el amante salta del libro a la carta".
La prosa de Sei Shonagon es transparente. A través de ella vemos un mundo milagrosamente suspendido en sí mismo, cercano y remoto a un tiempo, como encerrado en una esfera de cristal. Los valores estéticos de esa sociedad —por más exquisitos y refinados que nos parezcan— no eran sino los de la moda. Mundo up to date, sin pasado y sin futuro, con los ojos fijos en el presente. Mas el presente es una aparición, algo que se deshace apenas se le toca. Este sentimiento de la fugacidad de las cosas —subrayado por el budismo, que afirma la irrealidad de la existencia— tiñe de melancolía las páginas del Libro de cabecera de Sei Shonagon. El mismo sentimiento —sólo que profundizado, convertido, por decirlo así, en conciencia creadora— constituye el tema central de la obra de la señora Murasaki.
La Historia de Genji no sólo es una de las más antiguas novelas del mundo, sino que, además, ha sido comparada a los grandes clásicos occidentales: Cervantes, Balzac, Jane Austen, Boccacio. En realidad, según se ha dicho varias veces, la Historia de Genji recuerda, y no sólo por su extensión y por la sociedad aristocrática que pinta, a la obra de Proust. En un pasaje Murasaki pone en boca de uno de los personajes sus ideas sobre la novela: "Este arte no consiste únicamente en narrar las aventuras de gentes ajenas al autor. Al contrario, su propia experiencia de los hombres y de las cosas, buena o mala —y no sólo lo que a él mismo le ha ocurrido sino los sucesos que ha presenciado o que le han contado—, despierta en su ser una emoción tan profunda y poderosa que lo obliga a escribir. Una y otra vez algo de su propia vida, o de la de su contorno, le parece de tal importancia que no se resigna a dejarlo hundirse en el olvido". El arte, nos dice Murasaki, es un acto personal contra el olvido; la lucha contra la muerte, raíz de todo gran arte, lleva al novelista a escribir.
A semejanza de Proust, lo característico de Murasaki es la conciencia del tiempo. Esto, más que la aventuras amorosas de Genji y sus hermosas amantes, es el verdadero tema de la obra. La conciencia del tiempo es tan aguda en Murasaki que de pronto se vuelve irreal. Inclinado sobre sí mismo, en un momento de soledad o al lado de su amante, Genji ve al mundo como una fantasmal sucesión de apariencias. Todo es imagen cambiante, aire, nada. "El sonido de las campanas del templo de Heion proclama la fugacidad de todas las cosas". Simultáneamente, la conciencia de la irrealidad del mundo y de nosotros mismos nos lleva a darnos cuenta de que también el tiempo es irreal. Nada existe, excepto esa instantánea conciencia de que todo, sin excluir a nuestra conciencia, es inexistente. Y así, por medio de una paradoja, se recobra de un golpe la existencia, ya no como acción, deseo, goce o sufrimiento, sino como conciencia de la irrealidad de todo. Para Proust sólo es real el tiempo; apresarlo, resucitarlo por obra de la memoria creadora, es aprehender la realidad. Este tiempo ya no es la mera sucesión cuantitativa, el pasar de los minutos, sino el instante que no transcurre. No es el tiempo cronométrico sino la conciencia de la duración. Para Murasaki, como para todos los budistas, el tiempo es una ilusión y la conciencia del tiempo, y la de la muerte misma, meras imágenes en nuestra conciencia; apenas tenemos conciencia de nosotros mismos y de nuestra nadería, sin excluir la de nuestra conciencia, nos libramos de la pesadilla de la ilusión y penetramos al reino en donde ya no hay tiempo ni conciencia, ni muerte ni vida. La única realidad es la irrealidad de nuestros pensamientos y sentimientos.
No es casual la importancia de la música en la obra de Proust. La sonata de Vinteuil simboliza la nostalgia del tiempo perdido y, asimismo, su recaptura. La novela está regida por un ritmo que no es inexacto llamar musical; los personajes desaparecen y reaparecen como temas o frases musicales. La música es un arte temporal: fluye, transcurre. El arte que preside la historia de Genji es estático y mudo: la pintura. Donald Keene ha comparado la novela de Murasaki a uno de los rollos chinos pletóricos de personajes, objetos y paisajes (2). A medida que se va desenvolviendo el lienzo, ese mundo se disuelve gradualmente "hasta que sólo quedan aquí y allá dos o tres pequeñas y melancólicas figuras aisladas, junto a un árbol o una piedra". El resto es espacio, espacio vacío. ¡Más qué lleno de vida real esté ese espacio, ese silencio! La obra de Murasaki no implica la reconquista del tiempo sino su disolución final en una conciencia más ancha y libre.
La sociedad que pintan Sei Shonagon y Murasaki fue desgarrada por las luchas intestinas de dos familias rivales: los Taira y los Minamoto. Dos siglos después se instaura una dictadura militar, el Shogunato, y se traslada la capital administrativa y política a Kamakura, aunque la corte sigue residiendo en Kioto. Tras un nuevo período de guerras civiles, ascienden al poder los shogunes de la casa Ashikaga, en el siglo XIV. El gobierno regresa a Kioto y el Shogún se instala en un barrio, Muromachi, que da nombre a este período. La clase militar da el tono a la nueva sociedad, como los cortesanos dieron el suyo a la época heiana. La primera diferencia es ésta: la ausencia de mujeres escritoras. Quizá, dice Waley, durante la dominación de los Fujiwara los hombres estaban demasiado ocupados en aclarar y allanar las dificultades de los clásicos chinos y las sutilezas de los metafísicos indios. En efecto, la literatura docta de ese período fue escrita en chino y por hombres; la de mera diversión —novelas y diarios— en japonés y por mujeres. No es ésta la única ni la más importante, de las diferencias que separan a estas dos épocas. La casta militar, como en su tiempo la cortesana, cede a la fascinación de la cultura china y especialmente a la del budismo; pero la rama del budismo que escoge —llamada zen— tiene características especiales y que exigen un breve paréntesis.
Tanto en su forma primera (hinayana) como en la tardía (mahayana), el budismo sostiene que la única manera de detener la rueda sin fin del nacer y del morir y, por consiguiente, del dolor, es acabar con el origen del mal. Filosofía antes que religión, el budismo postula como primera condición de una vida recta la desaparición de la ignorancia acerca de nuestra verdadera naturaleza y la del mundo. Sólo si nos damos cuenta de la irrealidad del mundo fenomenal, podemos abrazar la buena vía y escapar del ciclo de las reencarnaciones, alimentado por el fuego del deseo y el error. El yo se revela ilusorio. Es una entidad sin realidad propia, compuesta por agregados o factores mentales. El conocimiento consiste ante todo en percibir la irrealidad del yo, causa principal del deseo y de nuestro apego al mundo. Así, la meditación no es otra cosa que la gradual destrucción dl yo y las ilusiones que engendra; ella nos despierta del sueño o mentira que somos y vivimos. Este despertar es la iluminación (Satori en japonés). La iluminación nos lleva a la liberación definitiva (Nirvana). Aunque las buenas obras, la compasión y otras virtudes forman parte de la ética budista, lo esencial consiste en los ejercicios de meditación y contemplación. El estado satori implica no tanto un saber la verdad como un estar en ella y, en los casos supremos, un ser la verdad. Algunas de las sectas buscan la iluminación por medio del estudio de los libros canónicos (Sutras); otras por la vía de la devoción (ciertas corrientes de la tendencia mahayana); otras más por la magia ritual y sexual (tantrismo); algunas por la oración y aun por la repetición de la fórmula Nanu Amida Butsu (Gloria Buda Amida). Todos estos caminos y prácticas se enlazan a la vía central: la meditación. Los ritos sexuales del tantrismo son también meditación. No consisten en abandonarse a los sentidos sino en utilizarlos, por medio de un control físico y mental, para alcanzar la iluminación. El cuerpo y las sensaciones ocupan en el tantrismo el lugar de las imágenes y la oración en las prácticas de otras religiones: son un "apoyo". La doctrina zen —y esto la opone a las demás tendencias budistas— afirma que las fórmulas, los libros canónicos, las enseñanzas de los grandes teólogos y aun la palabras misma de Buda son innecesarios. Zen predica la iluminación súbita. Los demás budistas creen que el Nirvana sólo puede alcanzarse después de pasar muchas reencarnaciones; Gautama mismo logró la iluminación cuando ya era un hombre maduro y después de haber pasado por miles de existencias previas, que la leyenda budista ha recogido con gran poesía (Jakatas). Zen afirma que el estado satori es aquí y ahora mismo, un instante que es todos los instantes, momento de revelación en que el universo entero —y con él la corriente de temporalidad que lo sostiene— se derrumba. Este instante niega al tiempo y nos enfrenta a la verdad.
Por su misma naturaleza el momento de la iluminación es indecible. Como el taoísmo, a quien sin duda debe mucho, zen es una "doctrina sin palabras". Para provocar dentro del discípulo el estado propicio a la iluminación, los maestros acuden a las paradojas, al absurdo, al contrasentido y, en general, a todas aquellas formas que tienden a destruir nuestra lógica y la perspectiva normal y limitada de las cosas. Pero la destrucción de la lógica no tiene por objeto remitirnos al caos y al absurdo sino, a través de la experiencia de lo sin sentido, descubrir un nuevo sentido. Sólo que ese sentido es incomunicable por las palabras. Apenas el humor, la poesía o la imagen pueden hacernos vislumbrar en qué consiste la nueva visión. El carácter incomunicable de la experiencia zen se revela en esta anécdota: un maestro cae en un precipicio pero puede asir con los dientes la rama de un árbol; en ese instante llega uno de los discípulos y le pregunta: ¿en qué consiste el zen, maestro? Evidentemente, no hay respuesta posible: enunciarla doctrina implica abandonar el estado satori y volver a caer en el mundo de los contrarios relativos, en el "esto" y el "aquello". Ahora bien, zen no es ni "esto" ni "aquello", sino, más bien, "esto y aquello". Así, para emplear la conocida frase Chuang-tsé, "el verdadero sabio predica la doctrina sin palabras".
El período Muromachi está impregnado de zen. Para los militares, zen era el otro platillo de la balanza. En un extremo, el estilo de vida bushido, es decir, del guerrero vertido hacia el exterior; en el otro, la Ceremonia del Té, la decoración floral, el Teatro Nô y, sustento al mismo tiempo que cima de toda esta vida estética, cara al interior, la meditación zen. Según Isotei Nishikawa esta vertiente estética se llama furyu o sea "diversión elegante" (3). Las palabras "diversión" y "elegante" tienen aquí un sentido peculiar y no denotan distracción mundana y lujosa sino recogimiento, soledad, intimidad, renuncia. El símbolo de furyu sería la decoración floral —ikebana— cuyo arquetipo no es el adorno simétrico occidental, ni la suntuosidad o la riqueza del colorido, sino la pobreza, la simplicidad y la irregularidad. Los objetos imperfectos y frágiles —una piedra rodada, una rama torcida, un paisaje no muy interesante por sí mismo pero dueño de cierta belleza secreta— poseen una calidad fuyru. Bushido y fuyru fueron los dos polos de la vida japonesa. Economía vital y psíquica que nos deja entrever el verdadero sentido de muchas actitudes que de otra manera nos parecían contradictorias.
El sentido de los valores estéticos que regían la sociedad del período Muromachi es muy distinto al de la época heiana. En el universo de Murasaki triunfa la apariencia; corroído o no por el tiempo, mera ilusión acaso, el mundo exterior existe. Para los Ashikaga y su círculo, la distinción entre "esto" y "aquello", entre el sujeto y el objeto, es innecesaria y superflua. Se acentúa el lado interior de las cosas: el refinamiento es simplicidad; la simplicidad, comunión con la naturaleza. Gracias al budismo zen, la religiosidad japonesa se ahonda y tiene conciencia de sí. Las almas se afina y templan. El culto a la naturaleza, presente desde la época más remota, se transforma en una suerte de mística. La pintura Sung, con su amor por los espacios vacíos, influye profundamente en la estética de esta época. El octavo shogún Ashikaga (Yoshimasa) introduce la Ceremonia del Té, regida por los mismos principios: simplicidad, serenidad, desinterés. En una palabra: quietismo. Pero nada más lejos del quietismo furibundo y contraído de los místicos occidentales, desgarrados por la oposición inconciliable entre este mundo y el otro, entre el creador y la criatura, que el de los adeptos de zen. La ausencia de la noción de un Dios creador, por una parte, y la de la idea cristiana de una naturaleza caída, por la otra, explican la diferencia de actitudes. Buda dijo de todos, hasta los árboles y las yerbas, algún día alcanzarían el Nirvana. El estado búdico es un trascender la naturaleza pero también un volver a a ella. El culto a lo irregular, a la armonía asimétrica, brota con esta idea de la naturaleza como arquetipo de todo lo existente. Los jardineros japoneses no pretenden someter el paisaje a una armonía racional, como ocurre con el arte francés de Le Nôtre, sino al contrario: hacen del jardín un microcosmo de la inmensidad natural.
El teatro Nô está profundamente influido por la estética zen. Como en el caso del teatro griego, que nace de los cultos agrarios de fertilidad, el género Nô hunde sus raíces en ciertas danzas populares llamadas Dengaku Nô. Según Waley era un espectáculo de juglares y acróbatas que, hacia le siglo XIV, se transformó en una suerte de ópera. En los mismos años una gran danza llamada Saragaku (música de monos) alcanzó gran popularidad. El origen al mismo tiempo sagrado y licencioso de este arte puede comprobarse con esta leyenda que relata el nacimiento de la danza: "La diosa del Sol se había retirado y no quería salir a iluminar al mundo; entonces la diosa Uzumi se desnudó los pechos, alzó su falda, mostró su ombligo y su sexo y danzó. Los dioses se rieron a carcajadas y la diosa Sol volvió a aparecer". La unión de estas dos formas artísticas, Dengaku y Sarugaku, produjo finalmente el Nô (4). Esta evolución no deja de ofrecer analogías con la evolución del teatro español, desde las comedias y "pasos" de Gil Vicente, Juan del Encina y Lope de Rueda a la estilización intelectual del "auto sacramental". Dos hombres de genio hacen del Nô el complejo mecanismo poética que admiramos: Kan’ami Kiyotsugu (1333-1384) y su hijo Zeami Motokiyo (1363-1443). Ambos fueron protegidos del shogún Yoshimitsu, que se distinguió por su devoción a las artes y al budismo zen. Es probable que el shogún haya instruido al joven Zeami, con quien vivió en términos más bien íntimos, en la "doctrina sin palabras".
La palabra Nô quiere decir talento y, por extensión, exhibición de talento, o sea: representación. El número de personajes de una pieza Nô se reduce a dos: el chite y el waki. El primero es el héroe de la pieza y, en realidad, su único autor; el waki es un peregrino que encuentra al chite y provoca, casi siempre involuntariamente, lo que llamaríamos la descarga dramática. El chite lleva una máscara. Ambos actores pueden tener cuatro o cinco acompañantes (tsure). Hay además un coro de unas diez personas. Cada obra dura poco menso de un acto del teatro occidental moderno. Una sesión de Nô está compuesta por seis piezas y varios interludios cómicos (Kyogen), arreglados de tal modo que formen una unidad estética: piezas religiosas, guerreras, femeninas, demoniacas, etc. Los argumentos proceden del fondo legendario, la historia y los clásicos. La palabra es sólo uno de los elementos del espectáculo; los otros son la danza, la mímica y la música (flauta y tambores). También hay que señalar la riqueza de los trajes, el carácter estilizado del decorado y la función simbólica del mobiliario y los objetos. Todos los actores son hombres. La expresión verbal pasa del lenguaje hablado a una recitación que linda con el canto aunque sin jamás convertirse en palabra cantada. Más que la ópera o al ballet, el Nô podría parecerse a la liturgia. O al auto sacramental. La acción se inicia con una cita de los Sutras budistas, por ejemplo: "nuestras vidas son gotas de rocío que sólo esperan que sople el viento, el viento de la mañana"; o esta otra, que recuerda a Calderón: "la vida es un sueño mentiroso del que despierta sólo aquel que arroja a un lado, como harapo, el manto del mundo". Inmediatamente después el waki se presenta a sí mismo, declara que debe hacer un viaje a un templo, una ermita o un lugar célebre, y danza. La danza simboliza el viaje. La descripción del viaje es siempre un fragmento poético, en el que abundan juegos de palabras que aluden a los sitios que recorre el viajero. Al llegar al término de su recorrido, en un momento inesperado, el chite aparece. Tras una escena de "reconocimiento" irrumpe en un monólogo entrecortado y violento que revive los episodios de su vida y, si se trata de un fantasma, de su muerte. Es el instante de la crisis y el delirio, en el que la intensidad dramática se alía a un lirismo sonámbulo. Aquí la poesía del Nô se revela como una de las formas más puras del teatro universal. El chite, poseído por el alma en pena de un muerto al que estuvo íntimamente ligado en el pasado (su amante, su enemigo, su señor, su hijo), se habla a sí mismo con el lenguaje del otro. Cambia de alma, por decirlo así. Identificado con aquel que odia, ama o teme, el chite resucita el pasado en una forma que hace pensar en los mimodramas de la psicología moderna. La escena termina cuando, apaciguado por el peregrino que le promete ayudar a su salvación, el chite se retira. La obra concluye casi siempre con una nueva invocación de los textos budistas.
Dentro de estos modelos rígidos, Kan’ami y Zeami vertieron una poesía dramática de gran intensidad. El monólogo de Komachi, en la pieza de ese nombre, me parece uno de los momentos más altos del teatro universal. Es imposible dar una idea, siquiera aproximada, de la belleza de los textos. Baste decir que Arthur Waley piensa que "si por algún cataclismo el teatro Nô desapareciese, como espectáculo, los textos, por su valor puramente literario, perdurarían". Eso fue lo que ocurrió con el teatro griego, del cual sólo nos quedan las palabras; y sin embargo, esas palabras nos siguen alimentando. El género Nô ha dejado de ser un espectáculo popular pero ha influido en otros dos géneros: el teatro de títeres y el Kabuki. No es ocioso agregar que estas obras están salpicadas de fragmentos de poesía clásica, japonesa y china, y de citas de las Escrituras budistas. Zeami y sus contemporáneos no procedieron de manera distinta a la de Shakespeare, Marlowe, Lope de Vega y Calderón.
Con frecuencia se ha comparado el teatro Nô a la tragedia griega. Los coros, las máscaras, la escasez de personajes, la importancia de música y danza y, sobre todo, la alianza de poesía pasional y lírica con la meditación sobre el hombre y su destino, recuerdan, en efecto, al teatro griego. Como las obras de Esquilo y Sófocles, el teatro Nô es un misterio y un espectáculo, quiero decir, es una visión estética y simbólica de la condición humana y de la intervención, ora nefasta, ora benéfica, de ciertos poderes a los que, alternativamente, el hombre se enfrenta o se inmola. Pero la tragedia griega es más amplia y humana: sus héroes no son fantasmas sino seres terriblemente vivos, poseídos, sí, mas también lúcidos. Por otra parte, es una meditación sobre el hombre y el cosmos infinitamente más arriesgada y profunda; su verdadero tema es la libertad humana frente a los dioses y el destino. El pensamiento de los trágicos griegos es de raíz religiosa y todo su teatro es una reflexión sobre la hybris, esto es, sobre las causas y los efectos del sacrilegio por excelencia: la desmesura, la ruptura de la medida cósmica y divina. Esta reflexión no es dogmática sino de tal modo libre que no retrocede ante la blasfemia, según se ve en Eurípides y aun en Sófocles y Esquilo. La tradición intelectual de los poetas dramáticos griegos es la poesía homérica y la osada especulación de los filósofos; y el clima social que envuelve a sus creaciones, la democracia ateniense. La "política" —en el sentido original y mejor de la palabra— es la esencia de la actividad griega y lo que hizo posible su inigualable libertad de espíritu. En cambio, los autores japoneses viven en la atmósfera cerrada de una corte y su tradición intelectual es la teología budista y la estricta poesía de China y Japón.
Me parece que el teatro Nô ofrece mayores semejanzas con el español; no es arbitrario comparar las piezas de Kan’ami y Zeami a los "autos sacramentales" de Calderón, Tirso o Mira de Amescua. La brevedad de las obras y su carácter simbólico, la importancia de la poesía y el canto —en unos a través del coro, en otros por medio de las canciones—, la estricta arquitectura teatral, la tonalidad religiosa y, especialmente, la importancia de la especulación teológica —dentro y no frente a los dogmas— son notas comunes a estas dos formas artísticas. El "auto sacramental" español y el Nô japonés son intelectuales y poéticos. Teatro suspendido por hilos racionales entre el cielo y la tierra, construido con la precisión de un razonamiento y con la violencia fantasmal del deseo que sólo encarna para aniquilarse mejor.
En arte Nô no es realista, al menos en el sentido moderno de la palabra. Tampoco es fantástico. Zeami dice: "música, danza y actuación son artes imitativas". Ahora bien, esta imitación quiere decir: reproducción o recreación simbólica de una realidad. Así, el abanico que llevan los actores puede simbolizar un cuchillo, un pañuelo o una carta, según la acción lo pida. El teatro Nô, como todo el arte japonés, es alusivo y elusivo. Chikamtsu nos ha dejado una excelente definición de la estética japonesa: "El arte vive en las delgadas fronteras que separan lo real de lo irreal". Y en otra parte dice: "Es esencial no decir: esto es triste, sino que el objeto mismo sea triste, sin necesidad de que el autor lo subraye". El artista muestra; el propagandista y el moralista demuestran.
Las reflexiones críticas de Zeami están impregnadas del espíritu zen. En un pasaje nos habla de que hay tres clases de actuación: una es para los ojos, otra para los oídos y la última para el espíritu. En la primera sobresalen la danza, los trajes y los gestos de los actores; en la segunda, la música, la dicción y el ritmo de la acción; en la tercera se apela al espíritu: "un maestro del arte no moverá el corazón de su auditorio sino cuando haya eliminado todo: danza, canto gesticulaciones y las palabras mismas. Entonces, la emoción brota de la quietud. Esto se llama danza congelada". Y agrega: "Este estilo místico, aunque se llama: Nô que habla al entendimiento, también podría llamarse: Nô sin entendimiento". Es decir, Nô en el que la conciencia se ha disuelto en la quietud. Zeami muestra la transición de los estados de ánimo del espectador, verdadera escala del éxtasis, de este modo: "El libro de la crítica dice: olvida el espectáculo y mira al Nô; olvida el Nô y mira al actor; olvida al actor y mira la idea; olvida la idea y entenderás el Nô" (5). El arte es una forma superior del conocimiento. Y este conocer, con todas nuestras potencias y sentidos, sí, pero también sin ellos, suspendidos en un arrobo inmóvil y vertiginoso, culmina en un instante de comunión: ya no hay nada que contemplar porque nosotros mismos nos hemos fundido con aquello que contemplamos. Sólo que la contemplación que nos propone Zeami posee —y ésta es una diferencia capital— un carácter distinto al del éxtasis occidental: el arte no convoca una presencia sino una ausencia. La cima del instante es un estado paradójico del ser: es un no ser en el que, de alguna manera, se da el pleno ser. Plenitud del vacío.
En la época de los Ashikaga declina el poder central, mientras crecen las rivalidades entre los señores feudales. La sociedad del período Muromachi puede compararse a las pequeñas cortes italianas del Renacimiento, dedicadas al cultivo de las artes y de la filosofía neoplatónica en tanto que el resto del país era desgarrado por guerras que no es exagerado llamar privadas. En el siglo XV el poder de los shogunes Ashikaga se desmorona. Kioto es destruida y saqueada. Tras un largo interregno se restablece el poder central, nuevamente en manos de la clase militar. Al iniciarse el siglo XVII una nueva familia —los Tokuwaga— asume la dirección del Estado, que no dejará sino hasta la restauración del poder imperial, a mediados del siglo pasado. La residencia de los shogunes se traslada a Edo (la actual Tokio). Durante estos siglos el Japón cierra sus puertas al mundo exterior. Los shogunes establecen una rígida disciplina política, social y económica que a veces hace pensar en las modernas sociedades totalitarias o en el Estado que fundaron los jesuitas en Paraguay. Pero desde mediados del siglo XVII una nueva clase urbana empieza a surgir en Edo, Osaka y Kioto. Son los mercaderes, los chonines u hombres del común, que si no destruyen la supremacía feudal de los militares, sí modifican profundamente la atmósfera de las grandes ciudades. Esta clase se convierte en patrona de las artes y la vida social. Un nuevo estilo de vida, más libre y espontáneo, menos formal y aristocrático, llega a imponerse. Por oposición a la cultura tradicional japonesa —siempre de corte y de cerrado círculo religioso— esta sociedad es abierta. Se vive en la calle y se multiplican los teatros, los restaurantes, las casas de prostitución, los baños públicos atendidos por muchachas, los espectáculos de luchadores. Una burguesía próspera y refinada protege y fomenta los placeres del cuerpo y del espíritu. El barrio alegre de Edo no sólo es lugar de libertinaje elegante, en donde reinan las cortesanas y los actores, sino que, a diferencia de lo que pasa en nuestras abyectas ciudades modernas, también es un centro de creación artística. Genroku —tal es el nombre del período— se distingue por una vitalidad y un desenfado ausentes en el arte de épocas anteriores. Este mundo brillante y popular, compuesto por nuevos ricos y mujeres hermosas, por grandes actores y juglares, se llama Ukiyo, es decir el Mundo que Flota o Pasa, bello como las nubes de un día de verano. El grabado de madera —Ukiyoe: imágenes del mundo fugitivo— se inicia en esta época. Arte gemelo del Ukiyoe, nace la novela picaresca y pornográfica: Ukiyo-Soshi. Las obras licenciosas —llamadas con elíptico ingenio: Libros de la primavera— se vuelven tan populares como en Europa la literatura libertina de fines del siglo XVIII. El teatro Kabuki, que combina el drama con el ballet, alcanza su mediodía y el gran poeta Chikamatsu escribe para el teatro de muñecos obras que maravillaron a sus contemporáneos y que todavía hieren la imaginación de hombres como Yeats y Claudel. La poesía japonesa, gracias sobre todo a Matsuo Basho, alcanza una libertad y una frescura ignoradas hasta entonces. Y asimismo, se convierte en réplica al tumulto mundano. Ante ese mundo vertiginoso y colorido, el haikú de Basho es un círculo de silencio y recogimiento: manantial, pozo de agua oscura y secreta.
Basho no rompe con la tradición sino que la continúa de una manera inesperada; o como el mismo dice: "No busco el camino de los antiguos: busco lo que ellos buscaron". Basho aspira a expresar, con medios nuevos, el mismo sentimiento concentrado a la gran poesía clásica. Así, transforma las formas populares de su época (el haikai no renga) en vehículos de la más alta poesía. Esto requiere una breve explicación. La poesía japonesa no conoce la rima ni la versificación acentual y su recurso principal, como sucede con la francesa, es la medida silábica. Esta limitación no es pobreza, pues el japonés está compuesto por versos de siete y cinco sílabas; la forma clásica consiste en un poema corto —waka o tanka— de treinta y una sílabas, dividido en dos estrofas: la primera de tres versos (cinco, siete y cinco sílabas) y la segunda de dos (ambos de siete sílabas). La estructura misma del poema permitió, desde el principio, que dos poemas participasen en la creación de un poema: uno escribía las tres primeras líneas y el otro las dos últimas. Escribir poesía se convirtió en un juego poético parecido al "cadáver exquisito" de los surrealistas; pronto, en lugar de un sólo poema, se empezaron a escribir series enteras, ligados tenuemente por el tema de la estación. Estas series de poemas en cadena se llamaron renga o renku. El género ligero, cómico o epigramático, se llamó renga haikai y el poema inicial, hokku. Basho practicó con sus discípulos y amigos —dándole nuevo sentido— al arte del renga haikai o cadena de poemas, adelantándose así a la profecía de Lautréamont y a una de las tentativas del surrealismo: la creación poética colectiva.
Cualquiera que haya practicado el juego del "cadáver exquisito", el de las "cartas rusas" o algún otro que entrañe la participación de un grupo de personas en la elaboración de una frase o de un poema, podrá darse cuenta de los riesgos: las fronteras entre la comunión poética y el simple pasatiempo mundano son muy tenues. Pero si, gracias a la intervención de ese magnetismo o poesía objetiva que obliga a rimar una cosa con otra, se logra realmente la comunicación poética y se establece una corriente de simpatía creadora entre los participantes, los resultados son sorprendentes: lo inesperado brota como un pez o un chorro de agua. Lo más extraño es que esta súbita irrupción parece natural y, más que nada, fatal, necesaria. Los poemas escritos por Basho y sus amigos son memorables y la complicación de las reglas a que debían someterse no hace sino subrayar la naturalidad y la felicidad de los hallazgos. Cito, en pobre traducción, uno de esos poemas colectivos:
El aguacero invernal,
incapaz de esconder la luna,
la deja escaparse de su puño, Tokoku,
Al caminar sobre el hielo
piso la luz de mi linterna. Jugo
Al alba los cazadores
atan a sus flechas
blancas hojas de helechos. Yasui
Abriendo de par en par
la puerta norte del Palacio: ¡la Primavera! Basho
Entre los rastrillos
y el estiércol de los caballos
humea, cálido, el aire. Kakei (6)
El poema se inicia con la lluvia, el invierno y la noche. La imagen de la caminata nocturna sobre el hielo convoca a la del alba fría. Luego, como en la realidad, hay un salto e irrumpe, sin previo aviso, la primavera. El realismo de la última estrofa modera el excesivo lirismo de la anterior.
El poema suelto, desprendido del renga haikai, empezó a llamarse haikú, palabra compuesta de haikai y hokku. Un haikú es un poema de 17 sílabas y tres versos: cinco, siete, cinco. Basho no inventó esa forma; tampoco la alteró: simplemente transformó su sentido. Cuando empezó a escribir, la poesía se había convertido en un pasatiempo: poema quería decir poesía cómica, epigrama o juego de sociedad. Basho recoge este nuevo lenguaje coloquial, libre y desenfadado, y con él busca lo mismo que los antiguos: el instante poético. El haikú se convierte en la anotación rápida, verdadera recreación, de un momento; exclamación poética, caligrafía, pintura y escuela de meditación, todo junto. Discípulo del monje Buccho —y él mismo medio ermitaño que alterna la poesía con la meditación—, el haikú de Basho es ejercicio espiritual. La filosofía zen reaparece en su obra, como reconquista del instante. O mejor: como abolición del instante. Uno de sus sucesores, el poeta Oshima Ryoto, alude a esta suspensión del ánimo en un poema admirable:
No hablan palabra
el anfitrión, el huésped
y el crisantemo.
Yosa Buson, pintor, calígrafo y uno de los maestros del haikú (con Basho, Issa y Shiki), expresa la misma intuición aunque con una ironía ausente en el poema de Ryoto y que es una de las grandes contribuciones del haikú:
Llovizna: plática
de la capa de paja
y la sombrilla.
A lo que responde Masaoka Shiki, un siglo después:
Ah, si me vuelvo,
ese que se pasa ya
no es sino bruma.
Los ejemplos anteriores muestran la aptitud del haikú para convertirse en medio de expresión de la sensibilidad del zen. Quizá el genio de Basho reside en haber descubierto que, a pesar de su aparente simplicidad, el haikú es un organismo poético muy complejo. Su misma brevedad obliga al poeta a significar mucho diciendo lo mínimo (7).
Desde un punto de vista formal el haikú se divide en dos parte. Una da la condición general y la ubicación temporal y espacial del poema (otoño o primavera, mediodía o atardecer, un árbol o una roca, la luna, un ruiseñor); la otra, relampagueante, debe contener un elemento activo. Una es descriptiva y casi enunciativa; la otra, inesperada. La percepción poética surge del choque entre ambas. La índole misma del haikú es favorable a un humor seco, nada sentimental, y a los juegos de palabras, onomatopeyas y aliteraciones, recursos constantes de Basho, Buson e Issa. Arte no intelectual, siempre concreto y antiliterario, el haikú es una pequeña cápsula cargada de poesía capaz de hacer saltar la realidad aparente. Un poema de Basho —que ha resistido, es cierto, a todas las traducciones y que doy aquí en una inepta versión— quizá ilumine lo que quiero decir:
Un viejo estanque:
salta una rana ¡zas!
chapalateo.
Nos enfrentamos a una casi prosaica enunciación de hechos: el estanque, el salto de la rana, el chasquido del agua. Nada menos "poético": palabras comunes y un hecho insignificante. Basho nos ha dado simples apuntes, como si nos mostrase con el dedo dos o tres realidades inconexas que, sin embargo, tienen un "sentido" que nos toca a nosotros descubrir. El lector debe recrear el poema. En la primera línea encontramos el elemento pasivo: el viejo estanque y su silencio. En la segunda, la sorpresa del salto de la rana, que rompe la quietud. Del encuentro de estos dos elementos debe brotar la iluminación poética. Y esta iluminación consiste en volver al silencio del que partió el poema, sólo que ahora cargado de significación. A la manera del agua que se extiende en círculos concéntricos, nuestra conciencia debe extenderse en oleadas sucesivas de asociaciones. El pequeño haikú es un mundo de resonancias, ecos y correspondencias:
Tregua de vidrio:
el son de la cigarra
taladra rocas.
El paisaje no puede ser más nítido. Mediodía en un lugar desierto; el sol y las rocas. Lo único vivo en el aire seco es el rumor de las cigarras. Hay un gran silencio. Todo calla y nos enfrenta a algo que no podemos nombrar: la naturaleza se nos presenta como algo concreto y, al mismo tiempo, inasible, que rechaza toda comprensión. El canto de las cigarras se funde al callar de las rocas. Y nosotros también quedamos paralizados y, literalmente, petrificados. El haikú es satori:
El mar ya oscuro:
los gritos de los patos
apenas blancos.
Aquí predomina la imagen visual: lo blanco brilla débilmente sobre el dorso oscuro del mar. Pero no es el plumaje de los patos, ni la cresta de las olas sino los gritos de los pájaros lo que, extrañamente, es blanco para el poeta. En general Basho prefiere alusiones más sutiles y contrastes más velados:
Este camino
nadie ya lo recorre
salvo el crepúsculo.
La melancolía no excluye una buena, humilde y sana alegría ante el hecho sorprendente de estar vivos y ser hombres:
Bajo las abiertas campánulas
comemos nuestra comida,
nosotros, que sólo somos hombres.
Un poema de Issa contiene el mismo sentimiento, sólo que teñido de una suerte de simpatía cósmica:
Luna montañesa,
también iluminas
al ladrón de flores.
El haikú no sólo es poesía escrita —o, más exactamente, dibujada— sino poesía vivida, experiencia poética recreada. Con inmensa cortesía, Basho no nos dice todo: se limita a entregarnos unos cuantos elementos, los suficientes para encender la chispa. Es una invitación al viaje, un viaje que debemos hacer con nuestras propias piernas. Pues como él mismo dice: "No hay que viajar a los lomos de otro. Piensa en el que te sirve como su fuera otra y más débil pierna tuya". Y en otro pasaje agrega: "No duermas dos veces en el mismo sitio; desea siempre una estera que no hayas calentado aún".
Los diarios de viaje son un género muy popular en la literatura japonesa. Zeami escribió uno —El libro de la Isla de Oro— en el que entrevera pensamientos sueltos, poemas y descripciones. Basho escribió cinco diarios de viaje, cuadernos de bocetos, impresiones y apuntes. Estos diarios son ejemplos perfectos de un género en boga en la época de Basho y del cual él es uno de los grandes maestros: el haibun, texto en prosa que rodea, como si fuesen islotes, a los haikú. Poemas y pasajes en prosa se completan y recíprocamente se iluminan. El mejor de esos diarios, según la opinión general, es el famoso Oku no Hosomichi (Sendas de Oku) (8). En este breve cuaderno, hecho de veloces dibujos verbales y súbitas alusiones —signos de inteligencia que el autor cambia con el lector— la poesía se mezcla a la reflexión, el humor a la melancolía, la anécdota a la contemplación. Es difícil leer un libro —y más aún cuando casi todo su aroma se ha perdido en la traducción— que no nos ofrece asidero alguno y que se despliega como una sucesión de paisajes. Quizás haya que leerlo como se mira al campo: sin prestar mucha atención al principio, recorriendo con mirada distraída la colina, los árboles, el cielo y su rincón de nubes, las rocas... De pronto nos detenemos ante una piedra cualquiera, de la que no podemos apartar la vista y entonces conversamos, por un instante sin medida, con las cosas que nos rodean. En este libro de Basho no pasa nada, salvo el sol, la lluvia, las nubes, unas cortesanas, una niña, otros peregrinos. No pasa nada, excepto la vida y la muerte:
Es primavera:
la colina sin nombre
entre la niebla.
La idea del viaje —un viaje desde las nubes de esta existencia hasta las nubes de la otra— está presente en toda la obra de Basho. Viajero fantasma, un día antes de morir escribe este poema:
Caído en el viaje:
mis sueños en el llano
dan vueltas y vueltas.
En una forma voluntariamente antiheroica la poesía de Basho nos llama a una aventura de veras importante: la de perdernos en lo cotidiano para encontrar lo maravilloso. Viaje inmóvil, al término del cual nos encontramos con nosotros mismos: lo maravilloso es nuestra verdad humana. En tres versos el poeta insinúa el sentido de este encuentro:
Un relámpago
y el grito de la garza,
hondo en lo oscuro.
El grito del pájaro se funde al relámpago y ambos desaparecen en la noche. ¿Un símbolo de la muerte? La poesía de Basho no es simbólica: la noche es la noche y nada más. Al mismo tiempo, sí es algo más que la noche, pero es un algo que, rebelde a la definición, se rehusa a ser nombrado. Si el poeta lo nombrase, se evaporaría. No es la cara escondida de la realidad: al contrario, es su cara de todos los días... y es aquello que no está en cara alguna. El haikú es una crítica de la realidad: en toda realidad hay algo más de la que llamamos realidad. Simultáneamente, es una crítica del lenguaje:
Admirable
aquel que ante el relámpago
no dice: la vida huye...
Crítica del lugar común pero también crítica a nuestra pretensión de identificar, significar y decir. El lenguaje tiende a dar sentido a todo lo que vemos y una de las misiones del poeta es hacer la crítica del sentido. Y hacerla con las palabras, instrumentos y vehículos del sentido. Si decimos que la vida es corta como el relámpago no sólo repetimos un lugar común sino que atentamos contra la originalidad de la vida, contra aquello que efectivamente la hace única. La verdad original de la vida es su vivacidad y esa vivacidad es consecuencia de ser mortal, finita: la vida está tejida de muerte. Pero al decirlo convertimos en dos conceptos, vida y muerte, la vivaz y fúnebre unidad vida-muerte. ¿Hay un lenguaje que diga, sin decirla, esa unidad? Sí, el haikú: una palabra que es la crítica de la realidad, una realidad que es la burla oblicua del significado. El haikú de Basho nos abre las puertas de satori: sentido y falta de sentido, vida y muerte, coexisten. No es tanto la anulación de los contrarios ni su fusión como una suspensión del ánimo. Instante de la exclamación o de la sonrisa: la poesía ya no se distingue de la vida, la realidad reabsorbe a la significación. La vida no es ni larga ni corta sino que es como el relámpago de Basho. Ese relámpago no nos avisa de nuestra mortalidad; su misma intensidad de luz, semejante a la intensidad verbal del poema, nos dice que el hombre no es únicamente esclavo del tiempo y de la muerte sino que, dentro de sí, lleva a otro tiempo. Y la visión instantánea de ese otro tiempo se llama poesía: crítica del lenguaje y de la realidad: crítica del tiempo. La subversión del sentido produce una reversión del tiempo: el instante del haikú es inconmensurable. La poesía de Basho, ese hombre frugal y pobre que escribió ya entrado en años y que vagabundeó por todo el Japón durmiendo en ermitas y posadas populares —ese reconcentrado que contemplaba largamente un árbol y un cuervo sobre el árbol, el brillo de la luz sobre una piedra— ese poeta que después de remendarse las ropas raídas leía a los clásicos chinos— ese silencioso que hablaba en los caminos son los labradores y las prostitutas, los monjes y los niños—, es algo más que una obra literaria: es una invitación a vivir de veras la vida y la poesía. Dos realidades inseparables y que, no obstante, jamás se funden enteramente: el grito del pájaro y la luz del relámpago.
Notas
1. Arthur Waley, The Pillow Boof of Sei-Shonagon, Londres, 1928.
2. Donald Keene, Japanese Literature, Londres, 1953.
3. Isotei Nishikawa, Floral Art of Japan, Tokio, 1936.
4. Sobre el nacimiento y evolución del Nô véase The Nô Plays of Japan, de Arthur Waley, Londres 1950. Después de escrito este ensayo ha aparecido un libro fundamental: La Tradition secrè du Nô, suivie d’Une journée de Nô, traducción y comentario de René Seiffert, París, 1960, que publica por primera vez en una lengua europea el texto casi completo de los tratados de Zeami, a quien el erudito francés no vacila en comparar con Aristóteles. Por último, en 1968, Kasuya Sakai publicó en México su excelente Introducción al Nô, que contiene la traducción, la primera que se haya hecho al castellano, de cuatro piezas. (Nota de 1970).
5. Citado por Arthur Waley en The Nô Plays of Japan, Londres, 1950.
6. Utilizo la versión inglesa de Donald Keene, Japanese Literature, Londres, 1953.
7. Sobre el haikú, su técnica y sus fuentes espirituales, véase la obra que, en cuatro volúmenes, ha dedicado R. H. Blyth al tema: Haikú, 1949-1952. Después de escritas estas páginas la bibliografía sobre el haikú se ha multiplicado, especialmente en lengua inglesa. Véase The Haiku Handbook, de William J. Higginson, 1985.
8. Publicado por la Imprenta Universitaria de México en 1957, traducción de Eikichi Hayashiya y Octavio Paz. Segunda edición, Barcelona, Seix Barral, 1970.
[México, 1954. Este ensayo se publicó en Las peras del olmo, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1957. Edición digital de Patricio Eufraccio Solano]

sábado, 4 de octubre de 2014

El laberinto del verdugo. Novela. Por medio de Amazon la pueden adquirir.

Les recuerdo a todas las personas que visitan mi blog que mi novela "El laberinto del verdugo" puede ser adquirida por medio de Amazon. Gracias a todas las personas  que fuera de Costa Rica se han interesado en adquirirla y estudiarla.
J.Méndez-Limbrick.

http://www.amazon.com/laberinto-verdugo-Jorge-Méndez-Limbrick/dp/9977239266/?tag=leosm1-20
La novela del siglo XXI ha llegado a Costa Rica de la mano de Jorge Méndez Limbrick. El laberinto del verdugo -Premio Editorial Costa Rica 2009-, novela que bajo la apariencia de un relato policial se va construyendo en esta historia un espacio complejo y rico en el cual se retrata el mundo josefino de hoy y muy probablemente de lo que será en el futuro. El laberinto del verdugo entretiene al lector y lo desafía a solucionar múltiples claves de la compleja vida nacional, tras las cuales se han organizado los hechos narrados con maestría y paciencia por Méndez Limbrick. Sus personajes son seres astutos que no dan tregua al lector y lo mantienen bajo el desafío de sus cambiantes identidades. En un lúcido artículo dedicado al autor, Carlos Cortés ha dicho que "ser novelista es el arte de modular la exageración". La exageración original y bien administrada es uno de los dones de Méndez Limbrick, su camino hacia la creación de un cosmos costarricense que nunca antes habíamos hallado por escrito y que, por fin, el lector tiene en sus manos en el cuerpo de esta estupenda novela.

“Picasso: el cuerpo a cuerpo con la pintura” Octavio Paz


“Picasso: el cuerpo a cuerpo con la pintura”
Octavio Paz

El Museo Tamayo inicia sus actividades con una exposición de Pablo Picasso. Se trata de una antología cronológica, a un tiempo exigente y generosa, de modo que el visitante, al recorrerla, puede seguir la evolución del pintor a través de una sucesión de obras -pinturas, esculturas, grabados- que corresponden a cada periodo del artista. Se cumple así uno de los propósitos de los fundadores, Rufino y Olga Tamayo: convertir al Museo en un centro mexicano de irradiación del arte vivo de nuestra época. En México, como quizá algunos recuerden, se celebró en junio de 1944 una exposición de Picasso. Aunque fue un acontecimiento memorable, como esfuerzo y por su intrínseco valor artístico, es indudable que la exposición que ahora ofrece el Museo Tamayo es más vasta, variada y representativa. Al fin el público de México podrá tener una visión viva y directa del mundo de Picasso. En este mismo catálogo un gran conocedor del arte moderno, William Lieberman, conservador de arte contemporáneo del Museo Metropolitano de Nueva York, describe con sensibilidad y competencia las características de esta exposición y subraya su importancia histórica y estética. Para evitar repeticiones inútiles, me pareció preferible resumir, rápidamente, en unas cuantas páginas, lo que siente y piensa hoy, en 1983, un escritor mexicano ante la obra y la figura de Picasso. No es ni un juicio ni un retrato: es una impresión.  La vida y la obra de Picasso se confunden con la historia del arte del siglo XX. Es imposible comprender a la pintura moderna sin Picasso pero, asimismo, es imposible comprender a Picasso sin ella. No sé si Picasso es el mejor pintor de nuestro tiempo; sé que su pintura, en todos sus cambios brutales y sorprendentes, es la pintura de nuestro tiempo. Quiero decir: su arte no está frente, contra o aparte de su época; tampoco es una profecía del arte de mañana o una nostalgia del pasado, como ha sido el de tantos grandes artistas en discordia con su mundo y su tiempo. Picasso nunca se mantuvo aparte, ni siquiera en el momento de la gran ruptura que fue el cubismo. Incluso cuando estuvo en contra, fue el pintor de su tiempo. Extraordinaria fusión del genio individual con el genio colectivo... Apenas escrito lo anterior, me detengo. Picasso fue un artista inconforme que rompió la tradición pictórica, que vivió al margen de la sociedad y, a veces, en lucha contra su moral. Individualista salvaje y artista rebelde, su conducta social, su vida íntima y su estética estuvieron regidas por el mismo principio: la ruptura. ¿Cómo es posible, entonces, decir que es el pintor representativo de nuestra época?  Representar significa ser la imagen de una cosa, su perfecta imitación. La representación requiere no sólo el acuerdo y la afinidad con aquello que se representa sino la conformidad y, sobre todo, el parecido. ¿Picasso se parece a su tiempo? Ya dije que se parece tanto que esa semejanza se vuelve identidad: Picasso es nuestro tiempo. Pero su parecido brota, precisamente, de su inconformidad, sus negaciones, sus disonancias. En medio del barullo anónimo de la publicidad, se preservó; fue solitario, violento sarcástico y no pocas veces desdeñoso; supo reírse del mundo y, en ocasiones, de sí mismo. Esos desafíos eran un espejo en el que la sociedad entera se veía: la ruptura era un abrazo y el sarcasmo una coincidencia. Así, sus negaciones y singularidades confirmaron a su época: sus contemporáneos se reconocían en ellas, aunque no siempre las comprendiesen. Sabían obscuramente que aquellas negaciones eran también afirmaciones; sabían también, con el mismo saber oscuro, que cualquiera que fuese su tema o su intención estética, esos cuadros expresaban (y expresan) una realidad que es y no es la nuestra. No es la nuestra porque esos cuadros expresan un más allá; es la nuestra porque ese más allá no está antes ni después de nosotros sino aquí mismo: es lo que está dentro de cada uno. Más bien, lo que está abajo: el sexo, las pasiones, los sueños. Es la realidad que lleva dentro cada civilizado, la realidad indomada.
Una sociedad que se niega a sí misma y que ha hecho de esa negación el trampolín de sus delirios y sus utopías, estaba destinada a reconocerse en Picasso, el gran nihilista y, asimismo, el gran apasionado. El arte moderno ha sido una sucesión ininterrumpida de saltos y cambios bruscos; la tradición, que había sido la de Occidente desde el Renacimiento, ha sido quebrantada, una y otra vez, lo mismo por cada nuevo movimiento y sus proclamas que por la aparición de cada nuevo artista. Fue una tradición que se apoyó en el descubrimiento de la perspectiva, es decir, en una representación de la realidad que depende, simultáneamente, de un orden objetivo (la óptica) y de un punto de vista individual (la sensibilidad del artista). La perspectiva impuso una visión del mundo que era, al mismo tiempo, racional y sensible. Los artistas del siglo XX rompieron esa visión de dos maneras, ambas radicales: en unos casos por el predominio de la geometría y, en otros, por el de la sensibilidad y la pasión. Esta ruptura estuvo asociada a la resurrección de las artes de las civilizaciones lejanas o extinguidas así como a la irrupción de las imágenes de los salvajes, los niños y los locos. El arte de Picasso encarna con una suerte de feroz fidelidad -una fidelidad hecha de invenciones- la estética de la ruptura que ha dominado a nuestro siglo. Lo mismo ocurre con su vida: no fue un ejemplo de armonía y conformidad con las normas sociales sino de pasión y apasionamientos. Todo lo que, en otras épocas, lo habría condenado al ostracismo social y al subsuelo del arte, lo convirtió en la imagen cabal de las obsesiones y los delirios, los terrores y las piruetas, las trampas y las iluminaciones del siglo XX.  La paradoja de Picasso, como fenómeno histórico, consiste en ser la figura representativa de una sociedad que detesta la representación. Mejor dicho; que prefiere reconocerse en las representaciones que la desfiguran o la niegan: las excepciones, las desviaciones y las disidencias. La excentricidad de Picasso es arquetípica. Un arquetipo contradictorio, en el que se funden las imágenes del pintor, el torero y el cirquero. Las tres figuras han sido temas y alimento de buena parte de su obra y de algunos de sus mejores cuadros: el taller del pintor con el caballete, la modelo desnuda u los espejos sarcásticos; la plaza con el caballo destripado, el matador que a veces es Teseo y otras un ensangrentado muñeco de aserrín, el toro mítico robador de Europa o sacrificado por el cuchillo: el circo con la caballista, el payaso, la trapecista y los saltimbanquis en mallas rosas y levantando pesos enormes (“y cada espectador busca en sí mismo el niño milagroso/Oh siglo de nubes” (1)). El torero y el cirquero pertenecen al mundo del espectáculo pero su relación con el público no es menos ambigua y excéntrica que la del pintor. En el centro de la plaza, rodeado por las miradas de miles de espectadores, el torero es la imagen de la soledad; por eso, en el momento decisivo, el matador dice a su cuadrilla la frase sacramental: ¡Dejarme solo! Solo frente al toro y solo frente al público. Aún más acentuadamente que el torero, el saltimbanqui es ele hombre de las afueras. Su casa es el carro del circo nómada. Pintor, torero y saltimbanqui: tres soledades que se funden en una estrella de seis puntas.
Es difícil encontrar paralelos de la situación de Picasso, a la vez figura representativa y excéntrica, estrella popular y artista huraño. Otros pintores, poetas y músicos conocieron una popularidad semejante a la suya:
Rafael, Miguel Ángel, Rubens, Goethe, Hugo, Wagner. La relación entre ellos y su mundo fue casi siempre armónica, natural. En ninguno de ellos aparece esa relación peculiar que he descrito más arriba. No había contradicción: había distancia. El artista desaparecía en beneficio de la obra: ¿qué sabemos de Shakespeare? La persona se ocultaba y así el poeta o el pintor conquistaban una lejanía que era también una imparcialidad superior. Entre la Inglaterra de Isabel y el teatro de Shakespeare no hay oposición pero tampoco, como en la Edad Moderna, confusión. La diferencia entre uno y otra consiste en que, en tanto que Shakespeare sigue siendo actual, Isabel y su mundo ya son historia. En otros casos, el artista y su obra desaparecen con la sociedad en que vivieron. No sólo los poemas de Marino eran leídos por los cortesanos y los letrados sino que los príncipes y los duques lo perseguían con sus favores y sus odios; hoy el poeta, sus idilios y sonetos son apenas nombres en la historia de la literatura. Picasso no es Marino. Tampoco es Rubens, que fue embajador y pintor de corte: Picasso rechazó los honores y los encargos oficiales y vivió al margen de la sociedad -sin dejar nunca de estar en su centro.  Para encontrar a un artista cuya posición haya sido parecida a la de Picasso hay que volver los ojos hacia una figura de la España del XVII. No es pintor sino un poeta: Lope de Vega. Entre Lope y su mundo no hay discordia; hay sí, la misma relación excéntrica entre el artista y su público. El destino de Picasso en el siglo XX no ha sido más extraño que el de Lope en el XVII: autor de comedias y fraile adúltero adorado por un público devoto.
Las semejanzas entre Picasso y Lope de Vega son tantas y de tal modo patentes que apenas si es necesario detenerse en ellas. La más visible es la relación entre la variada vida erótica de los dos artistas y sus obras.  Casi todas ellas -novelas o cuadros, esculturas o poemas- están marcadas o, más exactamente: tatuadas, por sus pasiones. Pero la correspondencia entre sus vidas y sus obras no es simple ni directa. Ninguno de los dos concibió al arte como confesión sentimental. Aunque la raíz de sus creaciones fue pasional, la elaboración fue siempre artística. Triunfo de la forma o, más bien, transfiguración de la experiencia vital de la forma: sus cuadros y poemas no son testimonios de sus vidas sino sorprendentes invenciones. Estos dos artistas arrebatados fueron siempre fieles al principio cardinal de todas las artes: la obra es una composición. Otra semejanza; la abundancia y la variedad de las obras. Fecundidad pasmosa, inagotable -e incontable. Por más que se afanen los eruditos, ¿llegaremos cuántos sonetos, romances y comedias escribió Lope, cuántos cuadros pintó Picasso, cuántos dibujos dejó y cuántas esculturas y objetos insólitos? En los dos la abundancia fue maestría. En los momentos débiles, es maestría era mera habilidad; en otros, los mejores, se confundía con la más feliz inspiración. El tiempo es el tema del artista, su aliado y su enemigo: crea para expresarlo y, asimismo, para vencerlo. La abundancia es un recurso contra el tiempo y, también, un riesgo: hay muchas obras de Lope y de Picasso fallidas por la prisa y la facilidad. Otra, sin embargo, gracias a esa misma facilidad, poseen la perfección más rara: la de los objetos y seres sobrenaturales. La de la hormiga y la gota de agua.  En la vida pública los dos artistas encontraron la misma desconcertante fusión entre extravagancia y facilidad. La agitación de la vida privada de Lope y su nomadismo sentimental contrasta con su aceptación de los valores sociales y su docilidad frente a los grandes de este mundo. Picasso tuvo más suerte: la sociedad en que le tocó nacer ha sido mucho más libre que la en la España del siglo XVII. Pero soy injusto al atribuir la independencia de Picasso a la suerte: fue intransigente y leal consigo mismo y con la pintura. Nunca quiso agradar al público con su arte.  Tampoco fue el instrumento de las maquinaciones de las galerías y los mercaderes. En esto fue ejemplar, sobre todo ahora que vemos a tantos artistas y escritores correr con la lengua de fuera tras la fama, el éxito y el dinero. Dos lepras y una sola degradación: la sumisión a los dogmas ideológicos y la prostitución ante el mercado. El partido o el best-sellerismo y la galería. Sin embargo, no todo favorece a Picasso en esta comparación. Lope fue familiar de la Inquisición y al final de sus días, en virtud de su cargo, tuvo que asistir a la quema de un hereje. La índole de la sociedad en que vivía hace comprensible este triste episodio; en cambio, ¿por qué Picasso escogió adherirse al partido comunista precisamente en el momento del apogeo de Stalin?... En fin, todas las semejanzas entre el poeta y el pintor se resuelven en una: su inmensa popularidad no estuvo reñida con la complejidad y la perfección de muchas de sus creaciones. Lo decisivo sin embargo, fue la magia personal.  Insólita mezcla de la gracia del torero y su arrojo mortal, la melancolía del cirquero y su desenvoltura, el garbo popular y la picardía. Magia hecha de gestos y desplantes, en la que el genio del artista se alía a los trucos del prestidigitador. A veces la máscara devora el rostro del artista. Pero las máscaras de Lope y de Picasso son rostros vivos.  Las semejanzas no deben ocultar las diferencias. Son profundas. Dos corrientes alimentan el arte de Lope: las formas dela poesía tradicional y las renacentistas. Por lo primero, sus raíces se hunden en los orígenes de nuestra literatura; por lo segundo, se inserta en la tradición del humanismo grecorromano. Así, Lope es europeo por partida doble. En su obra apeas si hay ecos de otras civilizaciones; sus romances morisco, por ejemplo, pertenecen a un género profundamente español. Lope vive dentro de una tradición, en tanto que el universo estético de Picasso se caracteriza, justamente, por la ruptura de esa tradición. Las figurillas hititas y fenicias, las máscaras negras, las esculturas de los indios americanos, todos son objetos que son el orgullo de nuestros museos, eran obras demoníacas para los europeos contemporáneos de Lope. Después de la caída de México-Tenochtitlán, los horrorizados españoles enterraron en la plaza central de la ciudad a la colosal estatua de la Coatlicue: corroboraron así que los poderes de esa escultura pertenecen al dominio que Otto llamaba mysterium tremendum. En cambio, para el amigo y compañero de Picasso, el poeta Apollinaire, los fetiches de Oceanía y Nueva Guinea eran “Cristos de otra forma y de otra creencia”, manifestaciones sensibles de “obscuras esperanzas”. Por eso dormía entre ellos como un devoto cristiano entre sus reliquias y símbolos. La ruptura de la tradición del humanismo clásico abrió las puertas a otras formas y expresiones.  Baudelaire había descubierto a la hermosura bizarre; los artistas del siglo XX descubrieron -más bien: redescubrieron- la belleza horrible y sus poderes de contagio. La hermosura de Lope se rompió. Entre los escombros aparecieron las formas y las imágenes inventadas por otros pueblos y civilizaciones. La belleza fue plural y, sobre todo, fue otra.  El arte de Occidente, al recoger y recrear las imágenes que había dejado el naturalismo idealista de la Antigüedad clásica, consagró a la figura humana como el canon supremo de la hermosura. El ataque del arte moderno contra la tradición grecorromana y renacentista fue sobre todo una embestida contra la figura humana. La acción de Picasso fue decisiva y culminó en el periodo cubista: descomposición y recomposición de los objetos y del cuerpo humano. La irrupción de otras representaciones de la realidad, ajenas a los arquetipos de Occidente, aceleró la fragmentación y la desmembración de la figura humana. En las obras de muchos artistas la imagen del hombre desapareció y con ella la realidad que ven los ojos (no la otra realidad: los microscopios y los telescopios han mostrado que los artistas no figurativos, como el resto de los hombres, no pueden escapar ni de las formas de la naturaleza ni de las de la geometría). Picasso se ensañó con la figura humana pero no la borró; tampoco se propuso, como tantos otros, la sistemática erosión de la realidad visible. Para Picasso el mundo exterior fue siempre el punto de partida y el de llegada, la realidad primordial. Como todo creador, fue un destructor; también fue un gran resucitador. Las figuras mediterráneas que habitan sus telas son resurrecciones de la hermosura clásica. Resurrección y sacrificio: Picasso peleaba con la realidad en un cuerpo a cuerpo que recuerda los rituales sangrientos de Creta y los misterios de Mitra en la época de la decadencia. Aquí aparece otra gran diferencia con los artistas del pasado y con muchos de sus contemporáneos: para Picasso la historia entera es un presente instantáneo, es actualidad pura. En verdad, no hay historia: hay obras que viven en un eterno ahora.
Como todo el arte de este siglo, aunque con mayor encarnizamiento, el de Picasso está recorrido por una inmensa negación. Él lo dijo alguna vez “para hacer, hay que hacer en contra...”. Nuestro arte ha sido y es crítico; quiero decir, en las grandes obras de esta época -novelas o cuadros, poemas o composiciones musicales- la crítica es inseparable de la creación. Me corrijo: la crítica es creadora. Crítica de la crítica, crítica de la forma, crítica del tiempo en la novela y del yo de la poesía, crítica de la figura humana y de la realidad visible en la pintura y en la escultura. En Marcel Duchamp, que es el polo opuesto de Picasso, la negación del siglo se expresa como crítica de la pasión y de sus fantasmas. El Gran vidrio, más que un retrato, es una radiografía: la Novia es un aparato fúnebre y risible. En Picasso las desfiguraciones y deformaciones no son menos atroces pero poseen un sentimiento contrario: la pasión hace la crítica de la forma amada y por eso sus violencias y sevicias tienen la crueldad inocente del amor. Crítica pasional, negación corporal. Las desgarraduras, tarascadas, navajazos y descuartizamientos que inflige al cuerpo son castigos, venganzas, escarmientos: homenajes.  Amor, rabia, impaciencia, celos: adoración de las formas alternativamente terribles y deseables en que se manifiesta la vida. Furia erótica ante el enigma de la presencia y tentativa por descender hasta el origen, el hoyo donde se confunden los huesos con los géneros.  Picasso no ha pintado a la realidad: ha pintado el amor a la realidad y el horror a ser reales. Para él la realidad nunca fue bastante real: siempre le pidió más. Por eso la hirió y la acarició, la ultrajó y la mató. Por eso la resucitó. Su negación fue un abrazo mortal. Fue un pintor sin más allá, sin otro mundo, salvo el más allá del cuerpo que es, en verdad, un más acá. En eso radica su gran fuerza y su gran limitación... En sus agresiones en contra de la figura humana, especialmente la femenina, triunfa siempre la línea del dibujo. Esa línea es un cuchillo que destaza y una varita mágica que resucita. Línea viva y elástica: serpiente, látigo, rayo; línea de pronto chorro de agua que se arquea, río que se curva, tallo de álamo, talle de mujer. La línea avanza veloz por la tela y a su paso brota un mundo de formas que tienen la antigüedad y la actualidad de los elementos sin historia. Un mar, un cielo, unas rocas, una arboleda y los objetos diarios y los detritus de la historia: ídolos rotos, cuchillos mellados, el mango de una cuchara, los manubrios de la bicicleta. Todo vuelve otra vez a la naturaleza que nunca está quieta y que nunca se mueve. La naturaleza que, como la línea del pintor, perpetuamente inventa y borra lo que inventa... ¿Cómo verán mañana esta obra tan rica y violenta, hecha y deshecha por la pasión y la prisa, por el genio y la facilidad?
Nota
Apollinaire, Un Fantôme de nuées.
[México, D. F, a 8 de septiembre de 1982. En OC Volumen 6: Los privilegios de la vista I. Arte Moderno Universal. Edición digital de Patricio Eufraccio Solano]

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