sábado, 16 de agosto de 2014

Alan Pauls. Novela: El pasado.


Alan Pauls.
(Buenos Aires, 22 de abril de 1959) es un escritor, crítico literario y guionista argentino, ganador del Premio Herralde 2003.
Obtuvo fama internacional con su cuarta novela, El pasado, que ganó el Premio Herralde 2003 y que cuatro años más tarde fue llevada al cine con el mismo nombre por Héctor Babenco.
Como crítico, `ha escrito algunas páginas definitivas sobre los más grandes escritores argentinos: Puig, Borges, Arlt, Mansilla`.1
Pauls ha enseñado teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires y ha trabajado como periodista en el suplemento cultural del diario Página/12.

Sus novelas, ensayos y cuentos han sido traducidos a numerosos idiomas.
Pauls Alan El Pasado
RESEÑA:
Dividida en cuatro partes, esta extensa novela, ambientada en Buenos Aires narra los avatares de la relación entre un traductor (Rímini) y una psicoanalista (Sofía) desde el momento de la separación de la pareja, tras diez años de convivencia, hasta su reconciliación varios años después. A lo largo de su soltería «recobrada» Rímini emprende un itinerario de escapismo en el que entra a fondo en el mundo de la cocaína y el sexo hasta que su deteriorada autoestima se desmorona hasta la anulación total. Años después, tras unos cuantos días de encarcelamiento por haber robado un Riltse a Nancy, su adinerada amante que lo ha traicionado, Rímini se encuentra con Sofía, quien además de pagar la fianza para su liberación, decide reincorporarlo a su nueva vida y a su nuevo piso.
Fuente: N.N.

viernes, 15 de agosto de 2014

Reverso, espejos y mundos: El lugar sin límites de José Donoso.


Reverso, espejos y mundos: El lugar sin límites de José Donoso
por Bárbara González G.
Artículo publicado el 08/11/2006.
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XVII.
Como reacción a la literatura mimética criollista y regionalista de la primera mitad del siglo XX, en la década de los años 60’s se desarrolla en Latinoamérica un movimiento llamado el “Boom”, quizás referido despectivamente por aquellos que pensaron que sería una tendencia fugaz que no tendría repercusiones a futuro. Sin embargo, quienes lo componían, tenían una clara conciencia de lo que estaban fraguando con sus propias manos y mentes. Al ser plenamente concientes de la situación social e histórica de Latinoamérica, estas ideas revolucionarias se esparcieron y tomaron una trascendencia quizás insospechada para la época. La superación del realismo imperante que deja atrás el servilismo a una técnica o temática establecida, es uno de los principales motores que mueven a autores como Ernesto Sábato, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, e incluso al mismo José Donoso. La idea fundamental de estos y otros autores es dar un vuelco a las directrices imperantes y enfocarse en modelos externos para crear literatura social. A ellos les debemos la internacionalización de lo hispanoamericano, pues el criterio comienza a abandonar lo regionalista y Europa mira hacia Hispanoamérica, desenterrando a la, antes, literatura marginal.

En el presente trabajo, se hará un análisis de la obra El lugar sin límites (1965) del autor nacional José Donoso. Tomando como base los antecedentes no miméticos de la literatura de Boom, este análisis se centrará en la presentación de los mundos que plantea la obra, las técnicas que se utilizan para lograrlos y la interpretación, tanto dentro del texto, como fuera de él, de estos mundos.

Para comenzar, El lugar sin límites, cuenta la historia de varios de los habitantes del pueblo de Estación El Olivo, donde destacan, principalmente, las figuras de Don Alejo, la Manuela, la Japonesita, y la visita de todas las vendimias, Pancho Vega.

Desde el inicio de la narración, es posible asistir a la decadencia de este pueblo, una decadencia que comenzó con la llegada de la Manuela y una decadencia que se presenta netamente como finalización del mundo al revés, tomando en cuenta la definición de carnaval dada por Bakhtin. Esto se da como contraparte de lo que sucede hasta ese entonces en la literatura: mimesis, arquetipos y presentaciones realistas de la sociedad.

La Manuela es quien, con su llegada, introduce a El Olivo en el carnaval, disfrazándolo y disfrazándose para dar rienda suelta a los impulsos del sujeto, dejando atrás, de esta manera, las convenciones sociales como culturales. Es en este personaje donde se da la esencia del carnaval: la fusión de contrarios. Asistimos a la presentación de un travesti que lleva en su cuerpo, tanto el mundo del carnaval como la negación a lo establecido, es decir, a su calidad de ser masculino, la cual es invertida para dar paso al personaje, a la representación carnavalesca.

De esta manera, comienzan a darse las inversiones, tanto de los personajes de la obra, como de las relaciones que dentro de ella se formulan: prostitutas decadentes, patrones egoístas y una cuidad cuyo centro es un burdel. Sin embargo, existe una relación en particular que se mantiene como cable a tierra dentro de este mundo trastocado, una convención que existe para conservar la verosimilitud del relato y que representa la realidad que hace patente la existencia de un mundo al revés. Sobre la base del contraste entre lo real y lo inverso se reconoce, por una parte, la voz oficial y, por otra, el sentido de espejo invertido que representa El Olivo. Esta relación es la de patrón / sirviente, una relación que guía los hilos de la obra y que, como voz oficial, debe ser  destronada a través del carnaval.

Es así como, para destronar a esta voz oficial, toda interacción y presentación de caracteres dentro la obra, existen sobre la base del espectáculo y de la representación teatral. La Manuela el inicio, fuente e influencia de este mundo al revés. Ella es quien, originalmente, comienza el carnaval a través de sus bailes. Antes de su llegada, es posible hablar de una especie de paraíso, donde todo giraba en torno a la relación feudal que se establecía entre don Alejo y su pueblo. Sin embargo, después todo cambia. Ella es el carnaval y, por ende, la fusión de los opuestos. El vestido de española es la máscara a través de la cual acalla los convencionalismos y lucha contra ellos de manera inconsciente. En él esconde su sexo y da rienda suelta al mundo inverso: el de él / ella visto como una verdadera mujer.

De esta manera se va configurando el carnaval en El Olivo, y la mayor aprobación del mismo es la aceptación, por parte de don Alejo, de la Manuela. Este gesto, que se puede tomar como de buena voluntad, simplemente esconde las reales intenciones del creador de El Olivo. Es él quien debe apropiarse de todo lo que llegue a sus dominios y sacar el mejor provecho posible. Es por esto que don Alejo acepta el carnaval en El Olivo, pero solo por los beneficios que éste le puede acarrear. En la medida que él sea capaz de mantener contento al vasallaje, podrá obtener todo lo que de ellos desee, incluso sus cuerpos, tal como lo hizo con la Manuela, a través de la Japonesa Grande. De esta manera, Don Alejo acepta un carnaval, pero bajo sus condiciones y bajo su mirada omnipresente. Es por esta razón que la relación de vasallaje jamás se rompe dentro de su mundo, aunque sí lo hace fuera de él: Pancho logra su independencia a través del contacto con el exterior y la declara en la hacienda de don Alejo, lugar que no es parte del mundo creado por este último.

Como ya se mencionó, el baluarte de la polisemia carnavalesca está en el personaje de la Manuela. La femineidad que ella presenta en su diario vivir posee una doble significación dentro de la obra. En primer lugar, la de hombre que procrea. Es decir, ella, quien se sabe hombre, en el acto sexual, es seducido y conducido como mujer, dando a luz a su hija. Y, en segundo lugar, a través de la función de objeto. Ella es un objeto a poseer, tanto por hombres como por mujeres. Este máscara le otorga la opción de dejar atrás su representación masculina  que se descubre como un objeto poseído y dominado por una verdadera mujer, por su hija, la Japonesita quien, como todas las mujeres del pueblo, lleva las riendas y ve al hombre solo como proveedor, tanto de placer carnal, como de dinero.

De esta forma, dentro de la dinámica que se da al interior del pueblo, la Japonesita representa la realidad, un ser sin máscaras, que no se debe confundir con instutucional. Ella es la mujer verdadera, por lo tanto, tiene poder sobre la Manuela, quien está consciente de su desventaja y se deja dominar. La realidad de la Japonesita es ausencia para la Manuela. Es decir, la Japonesita representa lo que la Manuela jamás podrá ser: primero que todo, mujer, y segundo, joven.

Es así como los opuestos se funden en El Olivo: la Japonesita representa la realidad, el ser verdadero y sin disfraz, mientras que la Manuela es la carnavalización de esta realidad, su opuesto, pero un opuesto complementario. La Manuela solo se define como hombre o como mujer en funciónde su relación con la Japonesita. Sin ella no podría ser mujer, pues a través de ella es madre y posee a Pancho, ni tampoco podría recordar su condición masculina, pues es ella quien constantemente la llama “papá” y busca su protección y amparo viril. Es por esto que El Olivo se transforma en un gran espejo donde todos conviven con su otro y donde existe la opción de asumirlo o de obviarlo, a conveniencia.

Como centro del carnaval, todos los personajes acceden de una u otra forma a la Manuela y forman parte del festejo, aunque sea momentáneamente. De esta manera, y a través de la fusión de contrarios, los diversos personajes se olvidan de sí cuando están en el festejo, pero, a la vez, accedan a la revelación de sus auténticos seres. Esto es lo que sucede con Pancho, quien, en principio, se deja llevar por el carnaval, disfruta de su máscara pero, en el último encuentro, se le es revela su verdadera esencia. La Manuela actúa como el imput en la conciencia de Pancho y le revela su ser.

En el desplazamiento que se produce entre la suerte de la Japonesita con la visita de Pancho, su primera vez en el acto sexual, y lo que finalmente sucede con la Manuela, se reafirma, por una parte, la situación de opuestos complementarios de estos dos personajes y, por otra, el hecho de que, mediante este acto, se produce una transformación en Pancho: al hombre se le cae su máscara, su posición de macho. Esto produce un cambio en el mundo interior del personaje: reconoce su posición en El Olivo y su condición de homosexual reprimido. Es por esto que, al violentar sexualmente a la Manuela, Pancho le mantiene encima el vestido desgarrado. El vestido, que representa la femineidad de la Manuela, nunca es rasgado totalmente y, en ese momento en particular, ayuda a conservar el sentido de los opuestos. El desgarrarlo totalmente implicaría entrar en lo real, acallar la voz carnavalesca, asumir lo que se prefiere obviar y que, al darse dentro de los límites del carnaval, está permitido… esa es la disculpa.

La vejación produce, también, un efecto de transmutación de mundos dentro de la Manuela: con el desgarro de su vestido, es rota su máscara, el teatro apaga sus luces y el carnaval termina. Al estar moribunda en los bordes del pueblo, asume su condición real de hombre, de ser del sexo masculino. El acto sexual mata a la niña y da paso al hombre, responde al acceso a la realidad sin caretas y al final de la representación carnavalesca, es decir, de los opuestos.

De esta manera, la obra se presenta como un constante cambio entre mundos internos (cada uno de los personajes vistos como mundos individuales, mediante la polifonía) y desplazamientos simbólicos a través de imágenes especulares (conciencia de la inversión del yo en el otro) dentro de un lugar delimitado. Paradójicamente, este lugar sin límites es cerrado, aislado y enclaustrado, pero dentro de él se transgreden los límites eternamente y se acepta lo que en otras circunstancias estaría vedado. El Olivo se presenta como el espejo invertido de la sociedad reflejada en la literatura criollista, es la caída de la concepción cultural de realidad y el descenso del ángel del paraíso a la tierra, creando el infierno. El motivo por el cual este “lugar sin límites”, este mundo creado sobre la base del carnaval, se trasforma en infierno, es porque todas las máscaras van cayendo lentamente y se van hundiendo en la tierra, tal como lo hace el burdel. Al quedar todos al descubierto, las cosas se descontrolan y pierden sentido: el carnaval no es eterno, por lo tanto, a su finalización, se produce un lento descenso al abismo.

El paso del personaje emblema del carnaval, la Manuela, a un estado de pseudo conciencia de la realidad, termina por matar la representación. El desplazamiento de mundos que realiza la Manuela da cuenta de que el universo que se representa en El Olivo debe desaparecer. Así como las máscaras están cayendo, El Olivo debe terminar de hundirse en la tierra que lo vio nacer.
Bibliografía

    Donoso, José. El lugar sin límites. Alfaguara. Santiago. 1995

    Gutiérrez Mouat, Ricardo. José Donoso: impostura e importación: la modelización lúdica y carnavalesca de una producción literaria. “La modelización lúdica en El lugar sin límites”. Gaithersburg. Hispanoamérica. 198-. (Págs. 119 – 143)
http://critica.cl/literatura/reverso-espejos-y-mundos-el-lugar-sin-limites-de-jose-donoso

jueves, 14 de agosto de 2014

Juan Josè Saer. Novela: EL ENTENADO.


Juan Jose Saer nació en Serodino, ubicado en la provincia de Santa Fe, Argentina, el 28 de junio de 1937. Enseñó `Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica` en la Universidad del Litoral, y en 1968 se instaló en París, donde falleció el 11 de junio de 2005, tras sufrir cáncer de pulmón.

Su obra narrativa abarca los géneros más disímiles, habiendo hecho incursiones en poesía, cuento, ensayo y novela, indudablemente su predilecto. Entre las mismas encontramos:

` En la zona (1960)
` Responso (1964)
` Palo y hueso (1965)
` La vuelta completa (1966)
` Unidad de lugar (1967)
` Cicatrices (1968)
` El limonero real (1974)
` La mayor (1976)
` Nadie nada nunca (1980)
` Narraciones (1983)
` El entenado (1983)
` Glosa (1986)
` El arte de narrar (1988)
` La ocasión (1988). Con esta novela ganó el Premio Nadal en 1987.
` El río sin orillas (1991)
` Lo imborrable (1993)
` La pesquisa (1994)
` El concepto de ficción (1997)
` Las nubes (1997)
` La grande (2005)

http://www.literatura.org/Saer/Saer.html

Juan José Saer nació en Serodino (Provincia de Santa Fe) el 28 de junio de 1937. Fue profesor de la Universidad Nacional del Litoral, donde enseñó Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica. En 1968 se radicó en París. Su vasta obra narrativa, considerada una de las máximas expresiones de la literatura argentina contemporánea, abarca cuatro libros de cuentos -En la zona (1960), Palo y hueso (1965), Unidad de lugar (1967), La mayor (1976)- y diez novelas: Responso (1964), La vuelta completa (1966), Cicatrices (1969), El limonero real (1974), Nadie nada nunca (1980), El entenado (1983), Glosa (1985), La ocasión (1986, Premio Nadal), Lo imborrable (1992) y La pesquisa (1994). En 1983 publicó Narraciones, antología en dos volúmenes de sus relatos. En 1986 apareció Juan José Saer por Juan José Saer, selección de textos seguida de un estudio de María Teresa Gramuglio, y en 1988, Para una literatura sin atributos, conjunto de artículos y conferencias publicada en Francia. En 1991 publicó el ensayo El río sin orillas, con gran repercusión en la crítica, y en 1997, El concepto de ficción. Su producción poética está recogida en El arte de narrar (1977), paradójico título que expresa, quizás, el intento constante de Saer por -según sus propias palabras- `combinar poesía y narración`. Ha sido traducido al francés, inglés, alemán, italiano y portugués.
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El entenado narra la desventurada expedición española que a comienzos del siglo XVI es diezmada por una horda de antropófagos en los playones del Río de la Plata. El grumete de la tripulación, único sobreviviente, incursionará en el ámbito arcaico de los colastiné y se convertirá en memoria vital de aquellos rituales violentos ejecutados para darle continuidad a su mundo de imprecisiones. La larga convivencia entre la tribu se interrumpe cuando el entenado es arrastrado río abajo, hacia una flota de galeones anclada en la desembocadura. El mozalbete de 10 años atrás ha dado paso a un hombre alienado, reafirmado en la sensación de ser el extranjero de siempre, oculto al entendimiento de los otros. Saer, una de las voces más auténticas de la literatura argentina, fallecido en París en 2005, sostenía que `el lenguaje nunca alcanzaría para cubrir todo lo que el tiempo y el pensamiento reclaman`. El Entenado, más allá de ser una novela histórica o crónica de las primeras travesías de ultramar que propiciaron el establecimiento del régimen colonial en el Nuevo Mundo, es una historia sobre la soledad, el exilio interior, la precariedad del lenguaje para nominar el conflicto insoluble entre sociedad e individuo. `Cuando nos olvidamos, es que hemos perdido, sin duda alguna, menos memoria que deseo`, afirmará el entenado porque sabe que detrás de la escritura, con la que revalida su patente marginalidad, sólo hay silencio recorriendo las fístulas del tiempo. Estas líneas resumen el argumento de `El entenado`, la última obra del argentino -aunque residente en París- Juan José Saer (Santa Fé, 1937), considerado unánimemente por la crítica como uno de los mejores escritores en lengua castellana de la actualidad

(Fragmento de novela: El entenado).
De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo. Más de una vez me sentí diminu-to bajo ese azul dilatado: en la playa amarilla, éramos como hormigas en el centro de un desierto. Y si ahora que soy un viejo paso mis días en las ciudades, es por-que en ellas la vida es horizontal, porque las ciudades disimulan el cielo. Allá, de noche, en cambio, dormía-mos, a la intemperie, casi aplastados por las estrellas. Estaban como al alcance de la mano y eran grandes, in-numerables, sin mucha negrura entre una y otra, casi chisporroteantes, como si el cielo hubiese sido la pared acribillada de un volcán en actividad que dejase entre-ver por sus orificios la incandescencia interna.
La orfandad me empujó a los puertos. El olor del mar y del cáñamo humedecido, las velas lentas y rígi-das que se alejan y se aproximan, las conversaciones de viejos marineros, perfume múltiple de especias y amontonamiento de mercaderías, prostitutas, alcohol y capitanes, sonido y movimiento: todo eso me acunó, fue mi casa, me dio una educación y me ayudó a cre-cer, ocupando el lugar, hasta donde llega mi memoria, de un padre y una madre. Mandadero de putas y mari-nos, changador, durmiendo de tanto en tanto en casa de unos parientes pero la mayor parte del tiempo sobre las bolsas en los depósitos, fui dejando atrás, poco a poco, mi infancia, hasta que un día una de las putas pagó mis servicios con un acoplamiento gratuito —el primero, en mi caso- y un marino, de vuelta de un mandado, premió mi diligencia con un trago de alco-hol, y de ese modo me hice, como se dice, hombre.
Ya los puertos no me bastaban: me vino hambre de alta mar. La infancia atribuye a su propia ignoran-cia y torpeza la incomodidad del mundo; le parece que lejos, en la orilla opuesta del océano y de la experien-cia, la fruta es más sabrosa y más real, el sol más ama-rillo y benévolo, las palabras y los actos de los hombres más inteligibles, justos y definidos. Entusiasmado por estas convicciones -que eran también consecuencia de la miseria- me puse en campaña para embarcarme co-mo grumete, sin preocuparme demasiado por el desti-no exacto que elegiría: lo importante era alejarme del lugar en donde estaba, hacia un punto cualquiera, he-cho de intensidad y delicia, del horizonte circular.
En esos tiempos, como desde hacía unos veinte años se había descubierto que se podía llegar a ellas por el poniente, la moda eran las Indias; de allá volvían los barcos cargados de especias o maltrechos y andrajosos, después de haber derivado por mares desconocidos; en los puertos no se hablaba de otra cosa y el tema daba a veces un aire demencial a las miradas y a las conversa-ciones. Lo desconocido es una abstracción; lo conoci-do, un desierto; pero lo conocido a medias, lo vislum-brado, es el lugar perfecto para hacer ondular deseo y alucinación. En boca de los marinos todo se mezclaba; los chinos, los indios, un nuevo mundo, las piedras pre-ciosas, las especias, el oro, la codicia y la fábula. Se hablaba de ciudades pavimentadas de oro, del paraíso so-bre la tierra, de monstruos marinos que surgían súbi-tos del agua y que los marineros confundían con islas, hasta tal punto que desembarcaban sobre su lomo y acampaban entre las anfractuosidades de su piel pétrea y escamosa. Yo escuchaba esos rumores con asombro y palpitaciones; creyéndome, como todas las criaturas, destinado a toda gloria y al abrigo de toda catástrofe, a cada nueva relación que escuchaba, ya fuese dichosa o terrorífica, mis ganas de embarcarme se hacían cada vez más grandes. Por fin la ocasión se presentó: un capitán, piloto mayor del reino, organizaba una expedición a las Malucas, y conseguí que me conchabaran en ella.
No fue difícil. En los puertos se hablaba mucho, pero cuando el momento del embarque llegaba, eran pocos los que se presentaban. Más tarde comprende-ría por qué. Lo cierto es que obtuve el puesto de gru-mete, en la nave capitana, la principal de las tres que constituían la expedición, sin ninguna dificultad. Cuando llegué a conchabarme, se hubiese dicho que estaban esperándome; me recibieron con los brazos abiertos, me aseguraron que haríamos una excelente travesía y que volveríamos de Indias unos meses más tarde, cargados de tesoros. El capitán no estaba pre-sente; trabajaba en ese momento en la Corte, y llega-ría el día de la partida. El oficial que reclutaba me asig-nó una cama en el dormitorio de los marineros y me dijo que me presentara más tarde para recibir instruc-ciones sobre mi trabajo. En la semana que precedió a la partida, bajé casi todos los días a tierra a hacer man-dados para los oficiales e incluso para los marineros, sin demorarme en calles ni en tabernas porque el empleo de grumete me llenaba de orgullo y quería cum-plirlo a la perfección.
Por fin llegó el día de la partida. La víspera, el ca-pitán había aparecido con una comitiva discreta, ins-peccionando, con su segundo, hasta el último rincón de las naves. Cuando estuvimos en alta mar reunió a marineros y oficiales en cubierta y profirió una arenga breve exaltando la disciplina, el coraje, y el amor a Dios, al rey, y al trabajo. Era un hombre austero y distante, sin rudeza, y de vez en cuando se lo veía trabajar en cu-bierta con el mismo rigor que los marineros. A veces se paraba, solo, en el puente, con la mirada fija en el ho-rizonte vacío. Parecía no ver ni mar ni cielo, sino algo dentro de sí, como un recuerdo inacabable y lento; o tal vez el vacío del horizonte se instalaba en su interior y lo dejaba ahí, durante un buen rato, sin parpadear, pe-trificado sobre el puente. A mí me trataba con bondad distraída, como si uno de los dos estuviese ausente. La tripulación lo respetaba pero no le tenía miedo. Sus convicciones rigurosas parecían sabidas de memoria y las hacía aplicar hasta en los más mínimos detalles, pe-ro era como si también de ellas estuviese ausente. Se hubiese dicho que había dos capitanes: el que transmi-tía, con precisión matemática, órdenes que emanaban, sin duda, de la corona, y el que miraba fijo un punto invisible entre el mar y el cielo, sin parpadear, petrifi-cado sobre el puente.
En ese azul monótono, la travesía duró más de tres meses. A los pocos días de zarpar, nos internamos en un mar tórrido. Ahí fue donde empecé a percibir ese cielo ilimitado que nunca más se borraría de mi vida. El mar lo duplicaba. Las naves, una detrás de otra a distancia regular, parecían atravesar, lentas, el vacío de una inmensa esfera azulada que de noche se volvía negra, acribillada en la altura de puntos luminosos. No se veía un pez, un pájaro, una nube. Todo el mundo conocido reposaba sobre nuestros recuerdos. Nosotros éramos sus únicos garantes en ese medio liso y uniforme, de co-lor azul. El sol atestiguaba día a día, regular, cierta alte-ridad, rojo en el horizonte, incandescente y amarillo en el cenit. Pero era poca realidad. Al cabo de varias sema-nas nos alcanzó el delirio: nuestra sola convicción y nuestros meros recuerdos no eran fundamento sufi-ciente. Mar y cielo iban perdiendo nombre y sentido. Cuanto más rugosas eran la soga o la madera en el in-terior de los barcos, más ásperas las velas, más espesos los cuerpos que deambulaban en cubierta, más proble-mática se volvía su presencia. Se hubiese dicho, por mo-mentos, que no avanzábamos. Los tres barcos estaban, en fila irregular, a cierta distancia uno del otro, como pegados en el espacio azul. Había cambios de color, cuando el sol aparecía en el horizonte a nuestras espal-das y se hundía en el horizonte más allá de las proas in-móviles. El capitán contemplaba, desde el puente, como hechizado, esos cambios de color. A veces hubiésemos deseado, sin duda, la aparición de uno de esos mons-truos marinos que llenaban la conversación en los puertos. Pero ningún monstruo apareció.
En esa situación tan extraña le esperan, el grume-te, adversidades suplementarias. La ausencia de muje-res hace resaltar, poco a poco, la ambigüedad de sus for-mas juveniles, producto de su virilidad incompleta. Eso en que los marinos, honestos padres de familia, pien-san con repugnancia en los puertos, va pareciéndoles, durante la travesía, cada vez más natural, del mismo modo que el adorador de la propiedad privada, a me-dida que el hambre carcome sus principios, no ve en su imaginación sino desplumado y asado al pollo del vecino. Es de hacer notar también que la delicadeza no era la cualidad principal de esos marinos. Más de una vez, su única declaración de amor consistía en po-nerme un cuchillo en la garganta. Había que elegir, sin otra posibilidad, entre el honor y la vida. Dos o tres veces estuve a punto de quejarme al capitán, pero las amenazas decididas de mis pretendientes me disua-dieron. Finalmente, opté por la anuencia y por la in-triga, buscando la protección de los más fuertes y tra-tando de sacar partido de la situación. El trato con las mujeres del puerto me fue al fin y al cabo de utilidad. Con intuición de criatura me había dado cuenta, ob-servándolas, que venderse no era para ellas otra cosa que un modo de sobrevivir, y que en su forma de actuar el honor era eclipsado por la estrategia. Las cuestiones de gusto personal eran también superfluas. El vicio fundamental de los seres humanos es el de querer contra viento y marea seguir vivos y con buena salud, es querer actualizar a toda costa las imágenes de la es-peranza. Yo quería llegar a esas regiones paradisíacas: pasé, por lo tanto, de mano en mano y debo decir que, gracias a mi ambigüedad de imberbe, en ciertas oca-siones el comercio con esos marinos —que tenían algo de padre también, para el huérfano que yo era- me deparó algún placer: y en ese ir y venir estábamos cuando avistamos tierra.
La alegría fue grande; aliviados, llegábamos a ori-llas desconocidas que atestiguaban la diversidad. Esas playas amarillas, rodeadas de palmeras, desiertas en la luz cenital, nos ayudaban a olvidar la travesía larga, mo-nótona y sin accidentes de la que salíamos como de un período de locura. Con nuestros gritos de entusiasmo, le dábamos la bienvenida a la contingencia. Pasábamos de lo uniforme a la multiplicidad del acaecer. La lisura del mar se transformaba ante nuestros ojos en arena ári-da, en árboles que iniciaban, desde la orilla del agua, una perspectiva accidentada de barrancas, de colinas, de sel-vas; había pájaros, bestias, toda la variedad mineral, ve-getal y animal de la tierra excesiva y generosa. Teníamos enfrente un suelo firme en el que nos parecía posible plantar nuestro delirio. El capitán, que nos observaba desde el puente, no participaba, sin embargo, de nues-tro entusiasmo, como si no le incumbiese. Contempla-ba, al mismo tiempo, sin ver una ni otro, la tripulación y el paisaje, con una sonrisa ajena y pensativa insinua-da, no en su boca, sino más bien en su mirada. En su ca-ra comida por la barba, las arrugas alrededor de los ojos se volvían, a causa de su expresión, un poco más pro-fundas. A medida que íbamos acercándonos a la orilla, la euforia de la tripulación aumentaba. Final de penas y de incertidumbres, esa región mansa y terrena parecía benévola y, sobre todo, real. El capitán dio orden de an-clar y de preparar embarcaciones para dirigirse a tierra. Muchos marinos -e incluso algunos oficiales- ni siquie-ra esperaron que las embarcaciones estuviesen listas: se echaron al agua desde la borda y ganaron a nado la ori-lla. Llegaron antes que las embarcaciones. Mientras nos aproximábamos nos hacían señas, saltando en la orilla, sacudiendo los brazos, chorreando agua, semidesnudos y contentos: era tierra firme.
Al llegar, nos dispersamos como animales en es-tampida. Algunos se pusieron a correr sin finalidad, en línea recta y en todas direcciones; otros en círculo, en un espacio limitado; otros saltaban en el mismo lugar. Un grupo encendió una inmensa fogata y se quedó contemplando el fuego, cuyas llamas empalidecían en la luz de mediodía. Dos viejos, al pie de un árbol, se burlaban de un pájaro grande que no se decidía a par-tir y que chillaba, saltando de rama en rama. Hacia el fondo, tierra adentro, al pie de una loma, varios hom-bres perseguían a una gallinácea de plumaje multico-lor. Algunos se trepaban a los árboles, otros escarbaban el terreno. Uno, parado en la orilla, orinaba en el agua. Algunos, incomprensiblemente, habían preferido que-darse en el barco y nos contemplaban desde lejos, apo-yados en la borda. Al anochecer, estábamos todos reu-nidos en la playa, alrededor del fuego a cuyas brasas se cocinaban los productos de la caza y de la pesca. Cuan-do llegó la noche, las llamas iluminaban las caras bar-budas y sudorosas de los marinos sentados en círculo. Uno, un viejo, se puso a cantar. Los otros lo acompañá-bamos golpeando las manos. Después, poco a poco, el cansancio nos fue ganando, mientras el fuego se con-sumía. Había quienes cabeceaban ya de sentados, quie-nes se recostaban de lado en la arena tibia, quienes iban a buscarse un lugar al abrigo del sereno, al pie de la lo-ma o bajo un árbol. Diez o doce tomaron una embar-cación y se fueron a dormir a las naves. El silencio fue instalándose en la playa. Aprovechándose de la oscuri-dad, y por pura broma, un marinero se tiró un largo pedo que fue recibido con risotadas. Yo me estiré boca arriba y me puse a contemplar las estrellas. Como no se veía la luna, el cielo estaba lleno; había amarillas, ro-jizas, verdes. Titilaban, nítidas, o permanecían fijas, o destellaban. De vez en cuando, alguna se deslizaba en la oscuridad trazando una curva luminosa. Estaban co-mo al alcance de la mano. Yo le había oído decir a un oficial que cada una de ellas era un mundo habitado, como el nuestro; que la tierra era redonda y que flota-ba también en el espacio, como una estrella. Me estre-mecí pensando en nuestro tamaño real si esas estrellas habitadas por hombres como nosotros no parecían, vistas desde la playa, más que puntitos luminosos.
Al otro día, me despertó un tumulto de voces. De pie o acuclillados, capitanes y marineros discutían en la playa. Estaban diseminados sobre la arena y habla-ban en voz alta y sin embargo contenida, como si repri-mieran la cólera. El sol teñía de rojo el mar y ennegre-cía las siluetas de los barcos que resaltaban contra sus primeros rayos. De la nave principal había venido la or-den de zarpar de inmediato, poniendo proa hacia el sur. Las tierras que habíamos abordado no eran todavía las Indias sino un mundo desconocido. Debíamos bordear esas costas y llegar a las Indias, que estaban detrás. Dos grupos se oponían en la discusión; el primero, mayori-tario, se plegaba a las órdenes de la nave capitana. El se-gundo, compuesto de dos oficiales y de una quincena de marineros, sostenía que había que quedarse en la tie-rra sobre la que estábamos parados e iniciar su explo-ración. En ese tira y afloje estuvieron casi una hora. Cuando los ánimos se caldeaban, las manos iban, rá-pidas, como por instinto, a las empuñaduras de las es-padas. Las voces, contenidas a duras penas, dejaban escapar, de tanto en tanto, insultos y exclamaciones.
   Cuando los del primer grupo hablaban, los del segun-do los escuchaban sacudiendo la cabeza en signo de ne-gación desde las primeras frases, sin dignarse a escu-char sus argumentos. Cuando eran los del segundo los que tenían el uso de la palabra, los del primero se mi-raban entre sí y sonreían despectivamente, adoptando aires de superioridad. En un momento dado, los rebel-des, tres o cuatro de los cuales estaban sentados en la arena, se incorporaron y retrocedieron unos, pasos, echando mano a las espadas. Los del otro grupo, sin avanzar, prepararon también las armas. El sol hacía re-lumbrar bronce y aceros. Los cascos de metal destellaban, fugaces, cuando los hombres, coléricos, sacudían la cabeza. Después de esa bravuconada, los dos grupos quedaron inmóviles, a varios pasos de distancia, con-templándose con las armas en la mano. Las largas som-bras matinales de los que querían hacer cumplir las ór-denes se estiraban, escuálidas, sobre la arena, y sus puntas se quebraban entre las piernas de sus adversarios.
 La batalla parecía inminente cuando uno de los rebeldes, cuyo grupo daba la cara al mar, envainando su espada exclamó: ¡el capitán!, y comenzó, distraído pe-ro no sin rapidez, a darse palmadas en las nalgas y en el resto del cuerpo para sacudir la arena adherida a su ves-timenta.
El capitán venía parado rígido, con las piernas abiertas, en la embarcación, entre los remeros,, digno y sosegado, la mano derecha en la empuñadura (de la es-pada que pendía contra su flanco izquierdo. Si su cuer-po oscilaba, lo hacía con el mismo ritmo que la embar-cación, como si sus pies estuviesen clavados en el fondo. Pudo verse que no era así cuando la embarcación llegó a la orilla: tieso y ágil, el capitán, pasando por sobre las cabezas de los remeros, puso pie a tierra y, sin detenerse un instante, comenzó a caminar con paso decidido sobre la arena. Sus botas, sus armas, sus joyas y sus doblones producían ruidos metálicos rít-micos y repetidos. Su sombra larga lo precedía, desli-zándose sobre el suelo amarillo. Los que estábamos en la playa viéndolo avanzar, esperábamos que llegara hasta nosotros y se pusiera a declamarnos una de sus arengas distraídas pero, inesperadamente, al llegar al punto en que nos encontrábamos, en lugar de detener-se siguió de largo, sin modificar para nada el ritmo de su marcha, y entonces pudimos comprobar que su mi-rada, inalterable y digna, que había parecido estar po-sándose sobre nosotros desde que la embarcación se empezó a distanciar de la nave, en realidad iba fija en los árboles que crecían al pie de la loma, donde termi-naba la playa y comenzaba la selva. Tan fija iba en ese punto que, cuando comprobamos que el capitán se-guía de largo, muchos de los que estábamos en la playa giramos curiosos o sorprendidos la cabeza mirando en la misma dirección, pero por más que escudriñamos e incluso escrutamos el punto en cuestión, no logramos ver nada fuera de lo común, nada como no fuese la franja verde de vegetación y la loma verde y poco pro-minente que iniciaban la selva. Con su paso solemne y regular, el capitán continuó caminando un buen tre-cho todavía, hasta que por fin, de un modo brusco, y sin cambiar de actitud, se detuvo, adoptando una in-movilidad completa. Al principio pensé -y sin duda muchos de los que estaban en la playa reaccionaron del mismo modo- que el capitán había venido, mientras
avanzaba, ultimando los detalles de su arenga, redon-deando las frases que tenía pensado dirigirnos y las ideas que nos iba a comunicar, y que el hecho de pasar de largo no tenía otra finalidad que la de ganar tiem-po y terminar de pulir su discurso que comenzaría a ser proferido cuando hubiese alcanzado el punto má-ximo de su desplazamiento, después de girar gallardo los talones y ponerse a recorrer su camino en sentido inverso; pero, a pesar de nuestra expectativa, el giro de talones no se produjo, y el capitán se quedó inmóvil, como un poste, dándonos la espalda y mirando sin du-da sin pestañear, el mismo punto impreciso entre los árboles que se elevaban en el borde de la selva. En esa actitud debió permanecer por lo menos cinco minu-tos. Los de la playa, leales o rebeldes, se olvidaron por completo de la polémica que había estado oponiéndo-los hasta un momento antes y, después de unos minu-tos de espera, empezaron a interrogarse unos a otros con la mirada. Unos metros más allá, la espalda del ca-pitán seguía firme y tiesa. Yo miraba, alternadamente, esa espalda inmóvil, los dos grupos de marinos, sepa-rados por un espacio de arena vacía sobre la que se imprimían las sombras largas de los que estaban más cerca de la orilla, y detrás de éstos, en el agua, la em-barcación en la que esperaban, impávidos, los reme-ros, y más lejos, en lo hondo, las tres naves cuyas velas empezaban a relumbrar en la luz matinal. No soplaba ninguna brisa y, a pesar de su aparición reciente, el sol empezaba a arder en esa costa vacía. Tampoco se oía ningún ruido, aparte del de la ola, demasiado monó-tono y familiar como para que le prestásemos aten-ción, que venía a romper a la playa, formando una línea semicircular de espuma blanca y sacudiendo, rít-mica y periódica, la embarcación con los remeros. La expectativa aunaba a los marinos, inmovilizados por la misma estupefacción solidaria. Por fin, después de esos minutos de espera casi insoportable, ocurrió al-go: el capitán, dándonos todavía la espalda, emitió un suspiro ruidoso, profundo y prolongado, que resonó nítido en la mañana silenciosa y que estremeció un po-co su cuerpo tieso y macizo. Han pasado, más o me-nos, sesenta años desde aquella mañana y puedo decir, sin exagerar en lo más mínimo, que el carácter único de ese suspiro, en cuanto a profundidad y duración se refiere, ha dejado en mí una impresión definitiva, que me acompañará hasta la muerte. En la expresión de los marinos, ese suspiro, por otra parte, borró la estupe-facción para dar paso a un principio de pánico. El más inconcebible de los monstruos de esa tierra descono-cida hubiese sido recibido con menor conmoción que esa expiración melancólica. Acto seguido, el capitán realizó, por fin, su esperado giro de talones, y empezó a recorrer en sentido inverso su camino, pasando jun-to a los marineros sin siquiera advertir su presencia, sacudiendo como para sí la cabeza, la barba corta hun-dida en el pecho, dirigiéndose hacia la embarcación. Cuando estuvo arriba, pasó por sobre las cabezas de los remeros y se quedó parado en medio de ellos cuan-do empezaron a remar. Con sacudones lentos, la em-barcación comenzó a alejarse de la orilla, o a aproxi-marse, si se quiere, a las naves inmóviles. Sin hacer el menor comentario, los marinos se olvidaron por com-pleto de su diferendo y envainando las espadas, sin ha-blar, sin atreverse a mirarse a los ojos, se pusieron a caminar hacia las embarcaciones vacías que se balancea-ban en la otra punta de la playa.
Bordeando siempre tierra firme, las naves se diri-gieron hacia el sur. Por momentos, la costa, que divisá-bamos, constante, se retiraba un poco, arqueándose, transformándose en un semicírculo, o bien penetraba en el agua, pétrea y atormentada, empujándonos mar adentro. A veces divisábamos bestias y pájaros, cuadrú-pedos peludos que ramoneaban, en la orilla, monos que pasaban, con desdén y agilidad, de un árbol a otro, pájaros multicolores que volaban rápido, como proyec-tiles, paralelos a las naves y que después, de golpe, cam-biaban de dirección y desaparecían en la selva. De hom-bres, sin embargo, no percibimos ni rastro. Nadie. Si ésas eran las Indias, como se decía, ningún indio», apa-rentemente, las habitaba; nadie que supiese de sí, como nosotros, que tuviese encendida en sí mismo la luceci-ta que da forma, color y volumen al espacio en torno y lo vuelve exterior.
De distante, el capitán se volvió remoto: parecía flotar en una dimensión inalcanzable. En los días que siguieron al desembarco, casi ni se lo vio en cubierta. Sus subordinados se ocupaban de todo y él no salía de su camarote. Al principio pensamos que estaría enfer-mo, pero dos o tres apariciones fugaces y distraídas de su silueta robusta nos convencieron de lo contrario. Una noche en que, a causa de la enfermedad del mari-nero que lo hacía habitualmente, me mandaron de la cocina a servirle la cena, cuando volví para levantar la mesa estuve golpeando a la puerta del camarote sin ob-tener respuesta hasta que, creyéndolo ausente, (decidí entrar, y entonces descubrí que en realidad estaba todavía sentado a la mesa, solo, en el centro del camaro-te iluminado, observando con atención el pescado que le había servido un rato antes y que yacía entero sobre su plato. Ni siquiera me oyó entrar o, por lo menos, na-da demostró en su actitud que me hubiese oído. La mi-rada del capitán, encendida y vaga al mismo tiempo, permanecía fija en el pescado y, sobre todo, en el ojo único y redondo que la cocción había dejado intacto y que parecía atraerlo, como una espiral rojiza y girato-ria capaz de ejercer sobre él, a pesar de la ausencia de vida, una fascinación desmesurada.
Al tiempo de navegar a lo largo de la costa, nos adentramos en un mar de aguas dulces y marrones. Era tranquilo y desolado. Cuando alcanzamos una de sus orillas, pudimos comprobar que el paisaje había cam-biado, que ya la selva había desaparecido y que el terre-no se hacía menos accidentado y más austero. Unica-mente el calor persistía: y ese mar de color extraño, al revés del otro, azul, que refresca, con sus vientos que vienen de lo hondo, las playas del mundo, no lo miti-gaba. Cielo azul, agua lisa de un marrón tirando a do-rado, y por fin costas desiertas, fue todo lo que vimos cuando nos internamos en el mar dulce, nombre que el capitán le dio, invocando al rey, con sus habituales gestos mecánicos, cuando tocamos tierra. Desde la ori-lla vimos al capitán internarse en el agua hasta casi la cintura y cortar muchas veces el aire y rozar el agua con su espada que cimbreaba a causa de las manipulacio-nes ceremoniales. Mis ojos primerizos siguieron con in-terés los gestos precisos y complicados del capitán, pe-ro no lograron percibir el cambio que mi imaginación anticipaba. Después del bautismo y de la apropiación, esa tierra muda persistía en no dejar entrever ningún signo, en no mandar ninguna señal. Desde el barco, mientras nos alejábamos hacia lo que suponíamos la desembocadura del río que teñía de marrón las aguas, me quedé mirando el punto en el que habíamos de-sembarcado, y aunque hacía apenas unos pocos minu-tos que habíamos vuelto a zarpar, no quedaba ningún rastro de nuestra presencia. Todo era costa sola, cielo azul, agua dorada. Teníamos la ilusión de ir fundando ese espacio desconocido a medida que íbamos descu-briéndolo, como si ante nosotros no hubiese otra cosa que un vacío inminente que nuestra presencia poblaba con un paisaje corpóreo, pero cuando lo dejábamos atrás, en ese estado de somnolencia alucinada que nos daba la monotonía del viaje, comprobábamos que el es-pacio del que nos creíamos fundadores había estado siempre ahí, y consentía en dejarse atravesar con indi-ferencia, sin mostrar señales de nuestro paso y devo-rando incluso las que dejábamos con el fin de ser reco-nocidos por los que viniesen después. Cada vez que desembarcábamos, éramos como un hormigueo fugaz salido de la nada, una fiebre efímera que espejeaba unos momentos al borde del agua y después se desva-necía. Cuando entramos en el río salvaje que formaba el estuario -después supe que eran muchos- navega-mos unas leguas alborotando las cotorras que anidaban en las barrancas de tierra roja, despabilando un poco el grumo lento de los caimanes en las orillas pantanosas. El olor de esos ríos es sin par sobre esta tierra. Es un olor a origen, a formación húmeda y trabajosa, a creci-miento. Salir del mar monótono y penetrar en ellos fue como bajar del limbo a la tierra. Casi nos parecía ver la vida rehaciéndose del musgo en putrefacción, el barro vegetal acunar millones de criaturas sin forma, minús-culas y ciegas. Los mosquitos ennegrecían el aire en las inmediaciones de los pantanos. La ausencia humana no hacía más que aumentar esa ilusión de vida primige-nia. Así navegamos casi un día entero, hasta que por fin, al anochecer, nos detuvimos en medio de esas orillas primordiales. Por prudencia -temor de fieras, o de hombres, o de peligros innominados- el capitán apla-zó el desembarco hasta el día siguiente.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Diamela Eltit. Mundos marginales.


Diamela Eltit (Santiago, 1949) es una escritora y profesora de castellano.
Se licenció en literatura y ejerce como profesora en Universidad Tecnológica Metropolitana. Ha escrito novela y ensayo. Desde 1991 y durante varios años se desempeñó como agregada cultural de la Embajada de Chile en México. En sus libros, rompe con la novela tradicional a través de ambientes sórdidos y personajes marginales con una narrativa jalonada por un lenguaje ambiguo y exaltaciones al cuerpo de la mujer que sufre. Suelen asociarse a esta corriente varios narradores unificados como la generación del 87, posterior al golpe que derrocó al gobierno de Salvador Allende, y cuya desazón y resentimiento ha generado nuevas búsquedas desde el punto de vista literario.
Obras:
Lumpérica (1983)
En la visión surgida en el transcurso de la noche, una mujer da cuenta de un mundo quebrado y marginal, en el que una conciencia lúcida y trágica se juega su propia supervivencia.
Usando múltiples recursos lingüísticos y narrativos, Diamela Eltit construye una estructura novelesca que rompe con todos los moldes tradicionales, ofreciendo desde una insólita perspectiva la oportunidad de explorar las zonas más inquietantes y profundas de la condición humana, desde la entraña desnuda de la palabra.
Por la patria (1986)
El cuarto mundo (1988)
El padre mío (1989)
Vaca sagrada (1991)
El infarto del alma (1994)
Los vigilantes (1994)
Los trabajadores de la muerte (1998)
Mano de obra (2002)
Puño y letra (2005)
Jamás el fuego nunca (2007)
Fuente: N.N.

martes, 12 de agosto de 2014

Juan Carlos Onetti. Cuando ya no importe.



Cuando ya no importe (fragmento).


Juan Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid, 1994)

Éste es el diario de Carr, un intelectual al que su mujer decide abandonar para irse a vivir a otro país. La miseria espiritual y material es lo único que ha compartido con ella, por eso la ruptura no será un hecho dramático, sino al contrario: se trata de una oportunidad para rehacer su vida. En la ciudad de Santa María comienza a trabajar en una presa. Pronto descubre que su trabajo es en verdad una tapadera para facilitar las correrías de unos contrabandistas. Cuando ya no importe, la última novela de Juan Carlos Onetti, constituye una afirmación de su portentosa capacidad para poner en pie los mundos más sugestivos con el trazo contundente y firme de una literatura que se ha convertido en leyenda.
 www.onetticentenario.com.ar

3 de mayo

Era la hora del hambre, del sol justo encima de nuestras cabezas. Estábamos dentro del edificio que me quedo destinado como casa, hecho con grandes piedras fofas. Alguien había ido hasta la caravana para volver con una botella de whisky, de marca para mi desconocida, y vasos de plástico. Uno de los gringos me dijo:

-Ahora le falta conocer a dona Eufrasia. Para ir bien con ella hay que mantenerle el tratamiento. Ya vera. Todavía tiene buen cuerpo. Nadie sabe si treinta o cuarenta. Ella es tres cuartos de india y muy mandona si le toleran. Con nosotros anda en una especie de paz armada. Fue al este a comprarnos alimentos frescos. Odia las latas mas que nosotros. Y nunca nos falla, debe estar por volver.

Y dona Eufrasia llego; un cuerpo que me pareció deseable aunque con grandes pechos cayentes. Pero la cara había sufrido mucho y era mejor no mirarla; probablemente ella lo agradeciera.

Era alta, oscura, sudorosa y desgreñada, un animal cargado en los lomos con una mochila de cuero reluciente, propiedad de mis amigos, y colgando de cada brazo una bolsa red llena de marcas comerciales. Saludo con un cabezazo mientras mis gringos hacían presentaciones confusas. Se alivio de los pesos y me mostró como un relámpago su dentadura blanca, interrumpida por el lento saboreo de la hoja de coca. Nos apretarnos las manos y yo apreté una maderita seca, y tanto sus ojos negros como los míos compusieron un mirar turbio y burlón.

Pero supe enseguida que había algo mas. Oí tres palabras de orden: saluda al señor. Entonces se desprendió del refugio de la pollera la forma intimidada de una niñita rubia, con grandes ojos claros, impasibles, que solo investigaban tranquilos, con su breve pollera escocesa y una blusita blanca y limpia. Insistió la madre:

-Elvirita, saluda.

Y entonces la niña dijo "salú" moviendo una mano, levantando la clara inocencia de sus ojos.

Mucho tiempo paso antes de que aceptara que había sido yo el inocente.

La mujer hablo:

-Es preciosa, todo el mundo comenta y me la hacen consentida. Otra tuve, de apelativo Josefina, morochona como el padre. Poco se de su vida. Me tienen dicho que esta en casa de un medico, pero un medico de verdad.

Bastaba mirar la piel de la señora Eufrasia para saber que no necesito ayuda oscura para tener una hija morochona.

Pasaron meses rellenos por la monótona reiteración de los días. Al agua para vigilar su presión y vigilar el trabajo del mestizaje, casi recompensados de la miseria que les aguardaba en sus chozas de la selva, por las libras que, turnados, algunos de mis amigos gringos les tiraban en las quincenas de pago.

La casona demasiado grande y toda pintada de blanco, en guerra contra el sol asesino, inútil para las noches en que el calor se situaba, inmóvil y resuelto, sobre nosotros, la casa blanca, el mundo en que vivíamos. Quedaron los mundos helados del recuerdo pero ya no ayudaban, ya no se creían. Y entonces comenzaron las bromas porque dona Eufrasia, insuperable en la factura del locro, en el arte de asar carnes y sabiendo siempre quien la quería seca o sangrienta, comenzó a engordar.

Éramos cuatro: Tom, Dick, Harry y yo. Y el calor nos obligaba a quemarnos labios y boca con salsas de ají. Así sudábamos mas.

Eufrasia cocinaba, hacía de la casa un alarde excesivo de limpieza, Eufrasia era feliz y sin necesidad de sonrisas, Eufrasia seguía engordando, milímetro a milímetro.

Todos los domingos, al madrugar, Eufrasia iba caminando hasta la iglesia de Santamaría. El edificio evocaba la Colonia española y tenía, puntual-mente, rosadas las cuatro esquinas. Había dejado en la casa alguna comida y era necesario tirar a suertes quien debía encargarse de ir hasta el pueblo ciudad para comprar alimentos y bebidas. Y siempre viajábamos en pareja para disfrutar del lento placer de apoyarnos en el mostrador del Chamame para tomar un aperitivo o mas. Según venían las cosas, y era imposible adivinar su origen, los mediodías del domingo transcurrían en silencios sin rencor, cada uno en su vaso, cada uno mirando sin ver la estantería pesada de botellas, las manchas de humedad en la placa sin replica del espejo que algún día lejano reflejo fiestas, parejas, suizos de tez rojiza y atezada.

Otras veces la compañía se hacia sentimental y se producía una especie de competencia no deseada, con evocaciones de lugares, montañas, lagos, caseríos o ciudades de cemento, vidrio y aluminio. Y no faltaba la exhibición de fotos de mujeres con sonrisas tontas y niños pecosos. Todos esbozados en la bruma de anécdotas que creíamos definitorias y clavadas en el tiempo.

Teníamos que regresar con la hora de la siesta. Eufrasia, después de lavar culpas en el confesionario, había emprendido su trote corto y sin fatiga hasta el rancherío norteño donde tenia familia o tal vez un hombre esperando en soledad, calor y botella. Ahora Eufrasia engordaba centímetro a centímetro. Me contaban los gringos que, cuando empezaron a estudiar el no arroyo para emplazar la represa, escucharon justificaciones de indígenas ancianos que recordaban o simulaban recordar una gran crecida que anego el valle, trepo hasta tapar las pequeñas colinas, arrastro taperas, animales y vivientes. (Por lo menos, se acordaban de tantos abuelos muertos, llevados por la correntada hacia el mar, y nunca mas se supo.) Cierto día, cuando ya habían quedado en el recuerdo de los gringos las zambullidas para calcular profundidades y resistencia del fango, eso fue en un principio del trabajo, la gordura tenaz de Eufrasia derive hasta formarle un vientre en punta.

Sintetizando, tratando de afirmar su compenetración con aquel lugar de tierra al que habían traído el tipo de cultura y los impasibles métodos de ganancia y explotación, proclamados allá lejos en el lema de su única bandera: In gold we trust, las bromas iban por ahí: -Conocemos la madre del cordero.

-Se sospecha quien es el padre de la criatura.

Y las tres caras rosadas, pecosas, que conservarían, y tal vez para siempre, en la hora del regreso, de los golpes en la espalda como serial de cariño, de los cócteles preparados o vigilados por sus respectivas esposas, de la indomable barriguita, reiteraban graciosos chistes agotados:

-Que aquel domingo los dejamos solos y vi como te brillaban los ojos.

-Que hay que ver como ella te prefiere al repartir la comida.

-Que anda simulando que no te mira.

-Que cuando dos se enamoran es cosa que se huele.

-Que tiene que ser casi desde que llegamos. Porque le debe faltar poquitos días y acaso horas.

-En cuanto aparezca le vamos a ver el parecido.

Eufrasia, impasible, tan olvidada de su barriga como del momento en que se la iniciaron, limpiaba la casa, nos alimentaba con lentejas, verduras y un poco de carne cada semana. Y trotaba sin perder domingo, hacia la iglesia, hacia los rancheríos del norte. Aquel día, como siempre, nos había dejado empanadas de dulce de membrillo. Iba recitando para si los padrenuestros y las avemarías que había recetado el señor cura. Y a cada paso, centímetros mas o me-nos, aumentaban su dicha y su sudor, se iba sintiendo limpia, bendita, hostiada, lista para trepar a la serenidad eterna de los cielos.

Pero los cuatro hombres no teníamos nuestra iglesia; y además debíamos recurrir a las latas de diecisiete conservas, siempre dudosas. No teníamos iglesia ni heladera a querosén. Porque Tom era baptista, Dick metodista, Harry judío y yo había perdido tiempo atrás una vaga creencia papista.

Estar colocados en aquel casi desierto no era nuestra culpa, era voluntad divina. Si a ellos les nacía algún temor, algún reproche de conciencia, lo descartaban con la oración nocturna y lecturas de la Biblia. Tal vez no coincidieran en interpretar el significado de versículos, frases tortuosas, tenaz reiteración de disparates, amenazas tan terribles que parecían saltar sonoras del papel donde estaban impresas.
http://www.lainsignia.org/2004/mayo/cul_068.htm

sábado, 9 de agosto de 2014

Casa de campo de José Donoso: Un relato mítico, atemporal y cíclico.


Casa de campo de José Donoso: Un relato mítico, atemporal y cíclico

 Mayra E. Bonet
Lehman College, CUNY

Los estudios críticos en torno a la obra del escritor chileno José Donoso (1924-1996) sostienen que Casa de campo (1978) presenta una ambigüedad temporal. Mi análisis sugiere que si bien esta apreciación es cierta, la ambigüedad temporal le otorga un carácter ontológico en la medida que Donoso cuestiona el significado del tiempo en la existencia de los personajes dentro de sus circunstancias sociales, económicas y políticas; y adquiere una connotación diferente a la discutida por los críticos, si se tiene en cuenta otros planos temporales-espaciales como el del viaje, el de los rituales de la familia Ventura y el de los ciclos de la naturaleza. (1) En este ensayo analizo la manera en que Casa de campo, como en algunas obras anteriores de Donoso, se presenta dicha relación existencial del tiempo-espacio.

La producción literaria de José Donoso se divide en tres etapas cronológicas: la primera corresponde a las obras escritas en Chile, 1953-1966; la segunda, 1967-1980, a su autoexilio en España; y la tercera, 1980 al 1996, a las últimas novelas escritas después de regresar a su país.

Donoso escribió Casa de campo durante el período que el autor se radicó en España y la terminó cinco años después del golpe militar chileno contra el gobierno de Salvador Allende (1908-1973), que le permitió a Augusto Pinochet en el 1973 proclamarse gobernante absoluto de Chile. De este contexto histórico por el que atravesaba Chile, y del cual Donoso se distanció al vivir en España, nace Casa de campo.

La novela Casa de campo ha sido clasificada por los críticos Carlos Cerda, Myrna Soloterevsky, Augusto C. Sarrochi, Flora González Mandri y Enrique Luengo, entre otros, como una metáfora de la dictadura chilena. Estos críticos argumentan que la actuación de los Niños, que permanecen en la casa durante el paseo dominical de los Adultos Ventura al paraje maravilloso, es similar a la instauración del régimen socialista en Chile. En José Donoso: Originales y metáforas, Carlos Cerda sostiene que existe una relación unívoca entre los eventos históricos acaecidos en Chile en el 1973, el golpe de estado a Salvador Allende y el texto donosiano. Cerda resume la relación entre la historia chilena y la ficción donosiana cuando dice:
Desde la intencionada irrealidad de su mundo, esta novela alude a un acontecimiento histórico muy real: la instauración de una dictadura militar en Chile como resultado de la crisis política e institucional que motivaban las transformaciones revolucionarias emprendidas por el gobierno de Salvador Allende. (17)
Por lo tanto, para describir, criticar y expresar su propia visión, Donoso intercala en su texto el discurso histórico-político. A través de esta cita también puede vislumbrarse el segundo discurso que el autor integra de la cultura chilena, el castrense. Este discurso está ligado a la función del ejército chileno como un organismo protector del Estado cuya tarea según indica Hernán Vidal en Mitología militar chilena: Surrealismo desde el superego (1989) es: "formación e implementación de una política y de un sistema de seguridad nacional" (18). Paralelamente, en Casa de campo, las funciones del ejército de Sirvientes, presidido por el Mayordomo, en la casa veraniega de la familia Ventura son: vigilar a los Niños, mantener el orden y hacer uso de la violencia. En ambos escenarios, el real--Chile durante el gobierno militar y el de la metaficción--, la desigualdad de las clases socio-económicas está reflejada en la segmentación del espacio, tanto interno como externo, y en la concepción histórica correspondiente a los eventos acontecidos en la casa de campo durante la ausencia de los Adultos Ventura.

En Casa de campo, así como en otras novelas de José Donoso, la familia no sólo es el tema de la acción, sino que funciona como el personaje principal. El espacio de la casa funciona como el símbolo que le permite al escritor cuestionar el papel social de la familia burguesa, de su concepción de los eventos políticos chilenos y de su visión del temporal-espacial. La historia de la familia Ventura se remonta a la de las primeras generaciones quienes compraron las tierras de Marulanda con el propósito de cimentar su imperio económico:
Degollando tribus y quemando aldeas los primeros próceres salieron triunfantes de esta cruzada, que afianzó a los Ventura no sólo en el orgullo de su labor esclarecida sino en el goce de tierras y minas conquistadas a los aborígenes. (34)
Los Ventura perpetúan la tradición familiar todos los veranos que consiste en instalarse en su casa de campo por un período de tres meses. Dicha estadía cumple dos propósitos fundamentales: el económico de solidificar la base del comercio aurífero y el familiar de transmitir los valores de la familia. La historia que relata el narrador si bien, por un lado, continúa la tradición familiar--narrar la estadía de los Ventura en la casa de campo--por otro lado, rompe el rito del viaje anual al insertar un segundo viaje, el de los Adultos Ventura al paraje maravilloso. Este paseo motivará entre los personajes interpretaciones de índole temporal ambigua, ya que para los Adultos durará un sólo día y para los Niños un año. La ausencia del hogar de los Adultos provoca el evento socio-histórico que se escenificará alegóricamente en la casa de campo, la instauración en Chile del gobierno --de los Niños, un grupo de Sirvientes, los Nativos y el doctor de la familia Adriano Gomara, personaje que encarna en la novela al personaje histórico de Salvador Allende-- que a nivel de alegoría se puede asociar a la instauración del sistema socialista en Chile en el 1973. (2)

En Casa de campo, concibo la estructura general como un ritual que sintetiza el espacio y el tiempo en un viaje, si bien este viaje enmarca otros viajes. Al comenzar la narración, el tiempo presente, se bifurca en dos direcciones: la excursión de los Adultos, cuya duración según ellos es de un día; y la estadía de los Niños en la casa, para quienes transcurre un año:
Quedaron los treinta y tres primos encerrados en el parque, encaramados en los árboles y asomados a los balcones, agitando pañuelos de despedida mientras los más pequeños mostraban rostros llorosos a través de la empalizada de hierro, observando la cabalgata que al cabo de un rato se perdió entre las gramíneas. (14)
Al final de la novela, el narrador informa que "aterrorizados [los Adultos], pero juntos, comenzaron a hendir la tempestad buscando el camino de regreso a casa;" (487) es decir, se encuentran ocupados en otro viaje. Con este principio y final unificados del viaje, Donoso noveliza uno de los temas más conocidos de la literatura universal, la vida como viaje. La primera parte de la novela titulada, "La partida," corresponde al viaje anual de la familia Ventura a Marulanda y a su vez al paseo dominical de los Adultos al paraje maravilloso. Este primer desplazamiento de los personajes que se movilizan de la capital, Santiago, al campo constituye un paradigma que ilustra la repetición de una acción simbólica, en la medida que es una actividad que conforma lo uno y el todo en un mismo plano temporal-espacial ya que este único viaje en el texto representa todos los viajes anuales de la familia Ventura. Paradójicamente, esta ceremonia le asigna una dimensión estática e inmutable a la existencia de los miembros de la familia Ventura. El segundo es el viaje dentro del viaje, al integrarse la excursión al paraje maravilloso dentro del modelo anterior. Jan Joost van Baak en The Place of Space in Narration (1983) designa cuatro de las fases que por lo general comprende el motivo del viaje, fases que podríamos comprobar también en la novela donosiana:
The recursive scheme of movement shows at least the following phases, which may be amplified by other phases, depending on their relevance as motifs: Departure--Movement--Arrival--Stasis (Departure). (104)
Estas cuatro fases pueden identificarse en el texto novelesco donosiano de la siguiente manera: la partida de los Adultos al paraje; dos tipos de movimientos: el primero que el lector asume ya que el narrador no lo hace explícito es el de encaminarse a este lugar maravilloso y el segundo, es el que se describe detalladamente al comienzo del capítulo nueve, "El asalto," la ruta o movimiento que encamina a los Adultos a su casa; la llegada azarosa de los Adultos a la casa de campo; y la "Stasis (Departure)" que señala la póxima partida de la familia. Hipotéticamente el ritual a Marulanda se inicia con la partida desde la casa de Santiago para retornar a este mismo lugar una vez pasados los tres meses en Marulanda. Sin embargo, por primera vez, la familia no completará esta cuarta fase del ciclo ya que gran parte morirá ahogada por los vilanos que se expanden por los terrenos de la casa.

De la superposición de planos temporales en la obra me detendré en el segundo, el viaje al locus amoenus o paraje maravilloso que he definido como el viaje de retorno a un tiempo ahistórico. En el primer capítulo de la novela, "La excursión," al lector se le informará de una de las versiones de cómo se origina la idea del paseo a este lugar paradisiaco o locus amoenus. Los Ventura asumen el papel de investigadores que intentan desentrañar la verdad sobre un tesoro recóndito (el paraje) que aparentemente se encuentra en los confines de sus propias tierras y que conocen gracias a una referencia de sus antepasados, quienes ya habían comentado la posibilidad de la existencia de dicho tesoro. Las dos pruebas que van a confirmar la hipotética existencia del paraíso serán, primero, la convocación de los delegados de los Nativos ante los Adultos Ventura cuyo objetivo era "confirmar la existencia del paraje" (23). Segundo, la participación de un miembro de la familia, Arabela Ventura, quien "proporcionó las pruebas de la existencia del Edén" (23). Una vez encontradas las pistas, los Ventura se aventuran a marchar hacia ese otro plano de sus tierras, que puede interpretarse como la búsqueda de las raíces de la historia del continente americano. La hazaña de aventurarse hacia lo desconocido recuerda la historia de la conquista de Chile, tanto por el elemento del viaje como por el lugar al cual ellos dirigen sus pasos. En La Araucana, Ercilla también emprende un viaje hacia un país en donde encuentra, entre otros parajes, esa Arcadia, el locus amoenus, que recrea en la novela el personaje Celeste Ventura al compararlo con: "L'émbarquement pour Cythère" (22). Esta referencia remite a la obra del pintor de fiestas galantes, Antoine Watteau, quien en el 1717 se da a conocer precisamente por su cuadro "L'émbarquement pour l'île de Cythère." Los elementos que brindan la sincronía del paisaje pictórico y del literario son la naturaleza y el motivo de la partida que emprenden los protagonistas. En la obra de Watteau, los amantes deciden evadir su realidad escogiendo un espacio mágico y refugiándose en el universo poético del sueño. Asimismo, en la obra donosiana, Celeste recrea el paseo de los Adultos como "un verdadero sueño" (246). El componente onírico latente en ambos viajes introduce en la novela una temática característica del surrealismo, la técnica del sueño y su incursión en lo real como un medio que permite el entendimiento de la totalidad del individuo y de su liberación. En la novela de Donoso, como en la obra del pintor Watteau, dicho componente onírico es el portador de un estado de evasión colectiva que libera a los Adultos Ventura del tiempo cronológico. De este modo, el "paraíso terrenal" desencadena en ellos un estado subliminal que lleva a los personajes a una esfera donde coexiste lo fantástico-maravilloso.

En oposición al cuadro del paraje ameno, evocado por Celeste, se construye simultáneamente en el tiempo de la ficción el cuadro grotesco del terror y de toda la fealdad que resume la situación caótica en la casa de campo:
Era verdad que en Marulanda reinaba la anarquía y el desenfreno. Y era verdad, sobre todo, que instigados por Adriano Gomara los antropófagos se habían apoderado de casa, jardín, minas, huertas, muebles, implantando allí su salvaje modo de vida con pretensiones de encarnar un nuevo orden. (279)
La antítesis del lugar edénico es el de la casa de campo que representa un ambiente de pesadilla angustiosa, opresión y dificultad ya que: "[…] reinaba el desorden, la insatisfacción, la hambruna, la pereza" (259). Los dos estados, sueño--viaje al paraje maravilloso-- y pesadilla--la instauración de un nuevo régimen socio-político en la casa de campo--, que se dan paralelamente, representan el orden y el caos, la armonía y el desorden social.

El paseo rompe el esquema anual de los viajes a Marulanda, producirá cambios irreversibles en los personajes y en los espacios que ocupan. En el capítulo uno el narrador relata los primeros cambios ya que uno de los Niños, Wenceslao, cambia "su vestido de niña por pantalones" (27), acto seguido visita y libera a su padre, Adriano Gomara que estaba preso en el torreón. En el capítulo dos, "Los Nativos," Gomara es el personaje que provoca los nuevos sucesos que tienen lugar en la casa de campo. El título del capítulo tres, "Las lanzas," se refiere a las armas-barrotes que forman parte de la verja que define el perímetro del parque, y que separa el espacio externo inmediato a la casa del espacio indómito y amenazador en que viven los Nativos. El niño Mauro, de dieciséis años, será el líder de los primos en el proyecto de arrancar las lanzas y destruir la frontera entre el jardín--el espacio privado de los Ventura--y el campo abierto de los Nativos. El acto de arrancarlas simboliza la ruptura de separación con el espacio del "otro," y a nivel alegórico del referente social chileno, abre las puertas a la eventual invasión de la alta burguesía por las clases marginadas. Más adelante el capítulo seis, "La huida," narra la partida de la niña Malvina hacia Santiago. En el capítulo siete titulado, "El tío," Juvenal, uno de los Niños--por ser casi adulto--deambula por los diferentes recintos de la casa y hace uso del poder para dominar y someter a sus primos. En la primera parte de la novela, "La partida" que constituye los primeros siete capítulos se han llevado a cabo dos viajes: el primero al paraje maravilloso y el segundo, al final del capítulo seis, el de Malvina.

La apertura del capítulo ocho, "La cabalgata," introduce el retorno del motivo del viaje dentro del viaje, el regreso de los Adultos Ventura a su centro-casa. Esta es la segunda fase del viaje que ha sido definida por Jan Joost van Baak como la de "movement." En este capítulo se describe detalladamente el camino, nexo entre el paraje maravilloso y la casa de campo, que les va a devolver a su origen o punto de partida, la casa. Van Baak me permite sustentar mi lectura de la función intermediaria del camino al afirmar: "The road in this sense is the conexion between two marked points in space; but at the same time is a succession of difficulties, dangers and obstacles" (77). La ruta o camino de regreso representa un despertar con la atmósfera de carácter onírico del paraje, ya que los Ventura van a desadormecerse, cuestionar la realidad, resisitir la anarquía y desmentir el supuesto estado de confusión que ha caracterizado el espacio de la casa de campo durante su ausencia. La primera irrupción del caos es el encuentro azaroso con dos de los Niños, Casilda y Fabio quienes le informan: "--Hace un año que Casilda y yo estamos aquí muriéndonos de hambre y miedo--intervino Fabio" (253). Los Niños, que huyendo de la confusión de la casa se han refugiado en una capilla, se convertirán en los mensajeros del desconcierto y caos que impera en la casa, antiguo reino del orden y la belleza. La apariencia de los Niños, que están desaliñados y han padecido hambre y sed, conjuntamente con su hijo que carga en los brazos Casilda, son testimonios de los sucesos acaecidos en la casa durante el año que según los Niños ha durado la ausencia de los padres. Este cuadro cobra intensidad dramática cuando los niños aluden al robo del oro, una confesión que provoca profunda y verdadera preocupación en los Adultos, llevándoles a poner en ejecución un plan destinado a la defensa de su riqueza. El capital de la familia Ventura se ve amenazado por los cambios ocurridos en la casa durante la ausencia de los Adultos. En el lapso de tiempo que ellos visitan el paraje maravilloso, Malvina ha robado el oro, abandonado la casa y partido, junto a uno de sus primos Higinio, para gozar de la vida citadina. Por su parte, los Nativos:
Al poco tiempo pasaron de regreso dos nativos en el carromato del tío Adriano cargado de mercancías con las que pensaban hacerse ricos vendiéndoselas a otros de su raza: iban emperifollados, con corbatas carmesí, con oro en los dientes y diamantes en las orejas. (257)
Hermógenes Ventura y la familia tienen que formular un plan destinado a la recuperación de su centro del poder familiar y económico. Por ello, el grupo de los Adultos y sus Sirvientes deciden dividirse en dos: uno se dirigirá a la capital a buscar refuerzos y el segundo cabalgará a reconocer el campo enemigo. Esta escena familiar demuestra que el verdadero propósito del viaje anual a Marulanda es el de consolidar la base del comercio aurífero. El despacho de Hermógenes Ventura y las bóvedas situadas en los sótanos designan las áreas centrales donde se ejecuta todo el proceso relacionado con la compra y la preservación del oro que extraen los Nativos. Por ello, en la novela la casa es el principal espacio comercial que asegura el modo de producción económica de la familia. Henry Lefebvre me permite confirmar esta lectura, "space itself, [is] at once a product of the capitalist mode of production and an economic-political instrument of the bourgeoisie" (129).

El siguiente capítulo, "El asalto," define la tercera fase de la llegada o "Arrival" de los Adultos Ventura. En dicho capítulo se narra la escena bélica en que participan miembros de los grupos de Adultos, Niños, Sirvientes y Nativos. Una vez terminada la batalla a favor de los padres y re-establecido el orden del estado económico, social y político, los Ventura se re-instauran en su "trono." Una vez en su antigua posición, manifiestan la opresión dictatorial frente a todos los elementos adversos a su hegemonía social, económica y política.

Espacio-temporal, los ritos y la naturaleza

La novelística de Donoso se caracteriza por la importancia que le otorga al tema temporal-espacial, a los ritos y a la naturaleza. Dichos temas están vinculados al personaje colectivo de la familia. En su primera novela Coronación (1957), dividida en tres partes: "El regalo," "Ausencias" y "Coronación" se ocupa de la familia Abalos. Donoso, indirectamente, alegoriza el carácter social del espacio interior al presentar a las mujeres sometidas a la casa, dentro de la cual pueden mantener el control y el poder en las decisiones que se dan en el interior de la familia. La vida de dos personajes, las criadas Lourdes y Rosario, se troncha debido a su relación intrínseca y limitada con la casa y particularmente con el espacio culinario. Por ello, sus vidas se mantienen estáticas; al parecer el tiempo transcurre pero de un modo cíclico, repetitivo y ritualístico. Lourdes y Rosario están confinadas al espacio de la cocina, y en dicho espacio son las absolutas soberanas. Asimismo, la vida de Misiá Elisa Grey, la "monarca" nonagenaria de la familia, gira en torno a su habitación ya que, "no salía de su alcoba desde el decenio anterior" (14). Misiá Elisa no se permite incorporar elementos adversos del mundo exterior y de este modo mantiene el prestigio del nivel socio-económico que su clase tuvo en el pasado. En el tiempo presente de la acción, la desintegración física y económica de los personajes se refleja en el interior dilapidado de la casa y en la descripción de los objetos materiales. Al igual que en Casa de campo, la novela Coronación, contiene varios temas paralelos, como el de la casa convertida en un símbolo que indica la posición económica de las clases sociales. Por un lado, la burguesía representada en la familia Abalos y Gros; y por el otro, en oposición a estas dos familias adineradas, se presenta la clase baja proletaria de Mario y su familia para quienes el acceso a la zona privada de la casa de los Abalos estará totalmente vedada. (3)

En otra de las novelas de Donoso, El lugar sin límites (1965) hay una referencia explícita a los ciclos naturales y a cómo la vida de los personajes depende de esta relación sincronizada con las fases ritualísticas de la vendimia que se repiten anualmente. El lugar de la acción es un prostíbulo, en el cual, prostitutas, homosexuales, obreros y campesinos sobreviven en el infierno de este espacio sombrío y decadente que es el pueblo El Olivo. En esta obra, la relación de los personajes con el espacio y el tiempo es absoluta, tanto dentro del burdel como en el afuera, ya que su propia subsistencia se basa en su relación con la casa-burdel y los ciclos de producción agrícola que proveen el dinero de sus clientes. Además, en esta novela el tema de la espera adquiere un carácter psicológico ya que los habitantes del Olivo viven con la esperanza de que sus vidas mejoren materialmente. En Casa de campo, Donoso retomará el tema de la espera a través del grupo colectivo de los Niños Ventura. El narrador relata que la partida de los padres sembró la incertidumbre y el desconcierto de los hijos al no tener la certeza de que los Adultos regresarían del paraje maravilloso: "Entre los niños circula el rumor que el paseo durará más de un día, una semana, un mes, un año, más, encerrándonos quizás eternamente en la verdegueante isla de Cythère" (148).

A fines de la década de los sesenta se publica la tercera novela de Donoso, Este domingo (1966) que considero una de sus obras más representativas en cuanto a la manifestación explícita de los rituales familiares. Sharon Magnarelli, en su libro, Understanding José Donoso (1993), comenta que el título "presents the history of the ritual Sundays" (53). El "sagrado" día que es el domingo configura la multiplicidad en la unicidad y es el espejo en el cual se reflejan ad infinitum las imágenes inalterables del transitar de los personajes por el espacio familiar a través de todos los domingos. Para el narrador-protagonista la monotonía del rito dominical queda expresada en la siguiente cita: "El domingo próximo y cincuenta, cien, quinientos, domingos más en el futuro, como otros tantos domingos en el pasado" (29).(4) La infancia del protagonista se distingue por una serie de rituales que incluyen la visita dominical a la casa de su abuela, los juegos de los primos y "el sacrosanto olor" (47) de las empanadas. Dentro de este conjunto de elementos que componen los ritos del domingo, la comida es otra manifestación de las actividades dominicales que rigen el comportamiento de la familia. En Patterns in Comparative Religion (1958), Mircea Eliade resume la función de la comida y a su vez confirma mi lectura cuando dice:
[…] all the rituals connected with food celebrated within the limits of the sacred area, of the totem centre, are simply an imitation and reproduction of the things done in illo tempore by mythical beings. (367-68)
Todos los rituales y particularmente los vinculados al acto de comer las empanadas se dan en el espacio de la casa de la abuela. En Este domingo el autor plantea los siguientes temas que ha de desarrollar más tarde en Casa de campo: el viaje, el espacio de la casa como el centro de encuentro de la familia, y los rituales como forma de eternizar el tiempo, en la medida que la familia Vives repite incesantemente actos rutinarios y habituales; su concepción del espacio-tiempo es similar a la de la familia Ventura en Casa de campo.

Entre 1973 y 1980, transcurre el período en el cual Augusto Pinochet gobierna en Chile y José Donoso reside en España y en los Estados Unidos. Durante esta época será publicada la novela, El obsceno pájaro de la noche (1970), considerada como una de las más logradas de la narrativa donosiana, dada su complejidad estilística y temática. En la novela, los rituales guardan relación con las actividades del personaje principal, El Mudito--un imbunche chilota--y las viejas que habitan la casa. (5) Él es el medio a través del cual los lectores van a conocer las intrigas que se urden en el microuniverso del espacio narrativo de la casa: el claustro donde habitan unas viejas y que pertenence a la familia Azcoitía. Al comienzo de la obra el narrador señala, "y mientras esperan, las viejas barren como lo han hecho toda la vida o zurcen" (25). En esta novela los rituales no se describen como una actividad exclusiva de la clase burguesa, sino que aluden a un grupo social, el de la mujer hispana. La colectividad femenina, las viejas, viven en la novela su propio tiempo, dentro de una vida de clausura. Para subrayar lo anterior, al final de la novela, el narrador concluirá: "un ritual, todo era ritual" (496). Además, en el capítulo final se anuncia el plan de demoler la casa con el propósito de convertirla en la ciudad del niño Boy. Esta destrucción será representativa de la técnica de ésta y otras novelas del autor, sirva de ejemplo Casa de campo, que con frecuencia, centra el eje de la narración en el espacio de la casa para al final del texto anunciar los nuevos cambios que ocurrirán en dicho espacio.

El motivo de los rituales está estrechamente ligado al concepto de espacio y tiempo, y le da cohesión a un gran número de novelas de Donoso en la medida que la conducta repetitiva e invariable de los personajes crea otra dimensión temporal-espacial que podríamos considerar atemporal. (6) En varias obras de Donoso, los personajes responden no al tiempo cronológico sino al subjetivo. En Casa de campo, la atemporalidad consiste precisamente en esta sucesión acompasada o monorrítmica que no altera el curso de las existencias de los Adultos Ventura en el espacio donde se desarrolla la acción. Es un tiempo mítico, homogéneo, similar e idéntico. En The Myth of Eternal Return or, Cosmos and History (1974), Mircea Eliade analiza el concepto temporal en las sociedades primitivas y modernas:
Like the mystic, like the religious man in general, the primitive lives in a continual present. (And it is in this sense that the religious man may be said to be a "primitive"; he repeats the gestures of another and, through this repetition, lives always in an atemporal present). (86)
El presente atemporal al cual se refiere Eliade define el plano del tiempo al cual se adscriben los miembros de las familias burguesas en las novelas de Donoso. Esto se debe a que Donoso, en sus novelas, por un lado, retrata a las familias burguesas latinoamericanas, en particular a las chilenas, que gozan de una serie de privilegios socio-económicos, y que tienen el poder de controlar la infraestructura del medio que los rodea; y por otro lado, presenta las condiciones socio-económicas que viven las familias de la clase media-baja. Los rituales en el texto donosiano tienen como función primordial representar la tentativa de estas familias burguesas por eternizar su historia social y familiar. En Casa de campo la función de los rituales se da en varias dimensiones. Por ejemplo, el traslado a Marulanda, que con el correr de los años se habrá convertido en una rutina y no en un viaje de reunión familiar. Al comienzo de la obra, en el capítulo dos, la voz narrativa así lo expresa:

                Cada año venían a Marulanda con menos entusiasmo porque vislumbraban la posibilidad de no venir más, de romper el rito, ya que se habían acostumbrado a la comodidad de veranear con un médico en la familia. (60)

Dos de las actividades relacionadas con dicho viaje son la búsqueda por Lydia Ventura del Mayordomo y del ejército de Sirvientes para acompañarlos, y la estadía de la familia en su casa campestre por un período de tres meses. Dentro del espacio de la casa, se da paralelamente un conjunto de ritos que han iniciado los Adultos. De este conjunto, sólo mencionaré que los padres dividen su tiempo en secciones rituales como "la hora de los arrumacos" (29), y que los Niños se acuestan al "toque de queda" (36). Las muestras de afecto se dan solamente como parte de un ritual instituido y cronometrado.

El tema de los rituales en Casa de campo contribuye a dificultar la interpretación de la ambigüedad temporal, según los críticos han destacado. En la novela, todos los miembros Adultos, Niños y Sirvientes, son partícipes de ritos, dado que éstos conforman la organización y estructura de los sucesos que acontecen en la familia. El viaje a Marulanda corresponde al rito tradicional, cuyo propósito esencial ha sido mantener las bases de su comercio con los Nativos. En el capítulo dos, "Los nativos," el narrador va a corroborar el carácter ritual de esta repetición cuando dice: "Lo habían hecho sus abuelos, sus bisabuelos y tatarabuelos, y el rito se cumplía todos los años, incontestado, monótono y puntual" (54). El narrador relata el viaje a Marulanda desde dos niveles: el primero, el modélico que relata las estadías anteriores de los Ventura que cabe dentro de la definición de Eliade como un presente atemporal. El segundo nivel, el de la excursión al paraje constituye la inserción de un evento que alterará la estructura ritual de la vida familiar, su concepción del transcurso cronológico del tiempo y la desintegración del ritual.La descomposición del núcleo familiar, por el viaje al paraje maravilloso, es una consecuencia directa de la ruptura del rito anual que hasta ahora había mantenido unidos a todos los Ventura durante los veranos. Sin embargo, los Adultos no expresan el cambio que ha surgido en el interior de su ritual ante la idea de salir para esta excursión. Este cambio es descrito por la voz narrativa: "El ritmo de la casa cambió entonces: ferviente, divertido, impidió que se siguiera pensando en cosas desagradables porque era más urgente organizar el paseo" (24). En esta cita el narrador le asigna al espacio de la casa la facultad de movimiento y dinamiza dicho espacio para mostrar el vínculo que existe entre espacio y personajes.

Contrario a lo sustentado por algunos críticos de la novelística donosiana, creo que los ritos contribuyen a aclarar el problema de la ambigüedad temporal que plantea este texto. Primero, porque los ritos son un modo de anular el tiempo cronológico creando una especie de atemporalidad que no puede ser medida matemáticamente sino como una actividad múltiple. Segundo, porque representan una dimensión existencial en la saga de generaciones de los Venturas. Asimismo, el viaje dentro del viaje al locus amoenus desintegra la idea de la continuidad, de la multiplicidad, de la monotonía y del rito perenne que es para ellos la vida misma. El narrador le otorga al texto una dimensión ontológica al hacer un planteamiento del significado del tiempo en la existencia de los personajes. Lo expresa en la primera parte de la novela al indicar: "¿Y el tiempo…, el desesperante problema del tiempo que podía, con su ambigüedad, disolverlo todo, destruir personajes y programas, tranformándolos en monstruosidades?" (236).

El tema temporal-espacial y el de los ritos están vinculados al tema telúrico como se puede corroborar en la novelística de José Donoso. Sirvan de ejemplo: el primer libro-colección publicado en el 1955, Veraneo y otros cuentos, El lugar sin límites, El jardín de al lado, Casa de campo y Taratuta. Naturaleza muerta con cachimba (1990). El tema telúrico ha formado parte de la literatura hispanoamericana desde la conquista hasta nuestros días tanto en los escritores del período colonial como entre los modernos. En Casa de campo, la interdependencia de la relación temporal-espacial se manifiesta directamente en el escenario de la naturaleza. Al describir el viaje a Marulanda ocurre la primera referencia temporal en la que el narrador le da unidad a los eventos de la familia. Marulanda representa el espacio permanente y recurrente, por sugerir un movimiento circular en la trayectoria de los sucesos de los personajes debido a que éstos se mueven al ritmo de los cambios que ocurren en el espacio de la naturaleza y que determinan las estaciones del año. Los dos espacios distintivos de Marulanda son la casa y las tierras que la rodean.

El perímetro de las tierras que rodean la casa de campo, y que definiré como el plano externo, lo constituye el espacio telúrico. Dicho plano abierto y mutable, sufre una transformación dramática en la novela. Uno de los atributos más destacables de este espacio, desde el punto de vista de la música es su sonoridad que a su vez se relaciona con el ritmo cadencioso que está representado en la musicalidad de la flora: las gramíneas y los vilanos que han reemplazado a las plantas nativas.(7) Las gramíneas y los vilanos en las tierras de Marulanda pueden leerse a dos niveles: como un espacio físico que va absorbiendo y extendiéndose hasta tragarse la casa, y como un espacio sonoro que manifiesta musicalidad. Al inicio de la novela, la presencia de las gramíneas y sus vilanos es parte del decorado del paisaje de la casa de campo; sin embargo, hacia finales del verano su presencia va cobrando fuerza y sembrando el temor entre los miembros de la familia cuando se dan cuenta que no pueden escapar al poder y al exterminio que la asfixiante propagación de los vilanos va a causar en los habitantes de la casa. En las postrimerías de la novela, las referencias a las gramíneas y a los vilanos van aumentando porque su poder y presencia en la vida de los personajes también va aumentando, al haber desaparecido la verja del parque que los mantenía fuera de su casa. Dado que el tema del poder resulta ser uno de los fundamentales en la novela creo que al adjudicársele dicho papel dominante a la naturaleza, Donoso está sugiriendo que los temas de control que aparecen circunscritos a la familia Ventura, los poseedores del poder socio-económico, han sido arrebatados de la naturaleza y traspasan de nuevo gradualmente a ella. El uso donosiano de la naturaleza indica que para el poder supremo de ésta no exiten las diferencias sociales.

El tema de la naturaleza se funde al del tiempo y al del espacio, ya que el viaje de la familia a su casa veraniega está delimitado por el ritmo del crecimiento de las gramíneas con la eventual tormenta de los vilanos y la estación del año, el verano. El verano está circunscrito al espacio del campo, ya que es el único tiempo-espacio que está presente en toda la novela. (8) Sin embargo, para los Nativos, Marulanda es el único lugar que les identifica, tanto por la labor que deben cumplir como porque es su residencia permanente. Las tierras indómitas y salvajes forman el trasfondo de su microuniverso tanto en presencia como en ausencia de sus dueños. Pero este espacio nativo ha sido colonizado y corrompido por la civilización capitalista personificada en los Ventura.

El tema temporal-espacial no sólo aparece representado a través del motivo del viaje y de la naturaleza, sino que también está inscrito en el discurso directo de los personajes y del narrador. Las referencias explícitas al tema del tiempo son las más abundantes puesto que éste es parte del espacio mental del presente de los Niños y de los Nativos. Su presencia en todos los capítulos de la novela denota que el tiempo es la fuente verbal de mayor preocupación psicológica de los personajes, tanto para los Niños como para el Mayordomo, quien después del regreso se ha propuesto confirmar que la ausencia de los mayores ha durado solamente el tiempo-espacio de un día. La ausencia de los padres provoca una reacción compulsiva y obsesiva por parte de la colectividad de los Niños quienes intentan reafirmar el eventual retorno de los Adultos. En este sentido, los Niños se comportan como seres indefensos, inseguros y víctimas del temor--elementos que contribuyen a fortalecer el mando del Mayordomo y sus Sirvientes, los emisores e implementadores directos de los dogmas que definen el modo de pensar y la visión de los Adultos Ventura.

Entre los argumentos primordiales he destacado el espacio como uno de los componentes de mayor importancia en la obra de José Donoso. El espacio aparece en esta novela de dos maneras: como el escenario físico concreto de la narración: la casa de campo, el parque, las tierras, el locus amoenus, la ciudad; y como un recurso metafórico al cual el narrador hace referencia en varios capítulos del texto. Como es evidente, el concepto espacial está relacionado con el tema temporal, por lo que toda la acción de la novela está demarcada por tres espacios físicos--Marulanda, el Parque y la Casa--que existen en varios tiempos, y no en "ese vago siglo XIX" del que hablan algunos críticos. En efecto, hay una serie de tiempos alegóricos e históricos que se corresponden y yuxtaponen: el del gobierno de Salvador Allende, el de la dictadura de Augusto Pinochet Ugarte, el de la partida de los Adultos, el de la espera de los Niños y el cíclico de la naturaleza. Los lectores transitan conjuntamente con los personajes por estos espacios que en la obra son marcos referenciales de tiempos-espacios (a)históricos. Carlos Cerda explica la relación alegórica entre el microcosmo, la casa de campo veraniega y el macrocosmo, Chile durante el gobierno militar:

El carácter realista de una novela como Casa de campo radica en la apropiación histórica concreta de un hecho social, en la capacidad que Donoso ha tenido de expresar su referente real, a través de un sistema de correspondencias alegóricas
Como Cerda expresa, la correspondencia entre el espacio textual--la novela—y el geográfico—Chile--se plasma a través del recurso alegórico. Cerda señala que la labor asignada al Mayordomo y a los Sirvientes, la ejecución del poder y del control alegórico de la dictadura militar. Dictadura "real" en el Chile de 1973 y "alegórica" en la ficción creada por el narrador.

La casa es en esta novela, y en casi toda la novelística de Donoso, el espacio de la narración. Donoso privilegia los espacios cerrados y herméticos donde fluye la vida de los personajes burgueses protegidos de los eventos históricos que puedan empañar su atmósfera de tranquilidad o que puedan amenazar con destruir sus imperios económicos. Al detenerme en los personajes que transitan por el espacio cerrado de la casa, observo que Donoso subraya el comportamiento de los Niños en determinadas circunstancias. En el espacio cerrado, los personajes revelan sus inquietudes, pasiones y preocupaciones en torno a su existencia. De este modo, Donoso ha integrado un discurso metafísico a través del cual formula la idea del ser y del estar, de ocupar un espacio en el mundo como ente físico-corpóreo y abstracto. Por ejemplo, los Adultos aparecen representados en un estado de vida estática, subyugada a sus propios ritos familiares y sociales. Por el contrario, los Niños se representan como prisioneros envueltos en la cotidianidad de sus propias incertidumbres y obedeciendo a un código que limita su acción dentro de la casa. El sistema de reglamentos es impuesto por los Adultos e implementado por los Sirvientes. Dicho sistema se da bajo el concepto social del orden que se expresa en la novela cuando se introduce la cualidad esencial de la vida de los Adultos Ventura--su idolatría por el orden en un espacio y tiempo controlados exclusivamente por ellos.

Las referencias al tiempo ocupan un lugar significativo en la vida de los tres grupos de personajes, los Niños, los Adultos y los Sirvientes, incluido el Mayordomo. Es imperativo recordar que la novela está construida sobre el motivo de los dos viajes, el anual a Marulanda y la excursión de un día al paraje maravilloso. Por lo tanto, de estos viajes se desprende un elemento que los unifica a ambos: el transcurrir del tiempo histórico en unos espacios determinados. Sin embargo, no hay que olvidar que existe un tiempo que no es cronológico y que afecta la conducta de los personajes. Este es el tiempo mental de los Adultos, quienes viajan al parque en una dimensión distinta del tiempo histórico cuando se alejan del espacio de la casa. El paraje maravilloso les hace participar de un sueño colectivo en el cual viven en una especie de atemporalidad mítica que no puede medirse explícitamente a través del discurso novelístico. Los Adultos insisten en todo momento que solamente ha transcurrido un día, indicando que su nivel consciente del tiempo es cronológico y que encaja dentro de la creación de la realidad colectiva. Ante esta situación en que están inmersos los Adultos, la casa se modifica y transforma ante el lector como si fuera partícipe activo y además testigo fiel de los eventos que tienen lugar durante la ausencia de los Adultos:
La casa había quedado como arrumbada en la llanura, un lujoso objeto desasosegante, descompuesto, los arriates y los rosedales arrasados, gran parte del parque quemado o talado por el hacha de los nativos que necesitaron leña. Del jardín, claro, no quedaban trazas […]. (411)
La casa es el lugar que ofrece el testimonio de los hechos llevados a cabo por los personajes tanto en el pasado remoto familiar como en el presente de la re-escritura de la historia chilena. La casa es el común denominador, es el escenario, el espacio teatral que escoge el autor para crear el texto novelesco. En esta obra de Donoso hay un predominio de dos espacios, el de la casa y el chileno, que le permiten al lector aprehender la realidad chilena desde una doble perspectiva cuyo punto de encuentro será el macrocosmo de la sociedad latinoamericana.



Notas

(1). Para los críticos Carlos Cerda, Myrna Soloterevsky, Ricardo Gutiérrez Mouat, Enrique Luengo, Sharon Magnarelli y otros, la ambigüedad reside exclusivamente en el periodo de tiempo que los Adultos se ausentan de la casa de campo para ir al paseo dominical. La ambigüedad temporal está vinculada a la percepción de los eventos de acuerdo con elinterlocutor; en la novela, dos de los grupos de interlocutores son los Adultos y los Niños.

(2). La relación que se establece en la novela entre el personaje personaje político-real de la historia chilena, Salvador Allende, y el personaje de la ficción, Adriano Gomara, ha sido presentada por Carlos Cerda entre otros críticos. El asesinato de la hija de Gomara en el texto no aparece vinculada al contexto histórico. Si bien, podría argumentarse que la hija puede simbolizar el final de una etapa política. La destrucción de una vida ha dado paso en la novela al renacimiento de la figura del hijo Wenceslao, como figura dominante de la familia Gomara Ventura y de un grupo de sus primos.

(3). Paralelamente, en Casa de campo, en el capítulo dos, "Los nativos," el narrador subraya la actitud de superioridad y el significado del concepto acceso que emana de la familia ante la relación de Adriano Gomara con Balbina Ventura:
No siendo uno de ellos, pariente como todos por sangre, por educación y por leyes
acatadas sin enunciarlas, no podían predecir cómo se desempeñaría en su papel de
marido. Adriano pertenecía a una especie desconocida para los Ventura, un ser distinto que tenía la extraña costumbre de sopesar, antes de aceptarla, ambos lados de cualquiera proposición. (63)
(4). Donoso repetirá el patrón espacio-temporal en La desesperanza (1986) al privilegiar un espacio geográfico, Chile, dentro de un marco temporal específico, la duración de la narración es de un día y corresponde al entierro de Matilde, la esposa de Pablo Neruda.

(5). Donoso aborda en esta novela la leyenda chilota de los imbunches, en la cual se narra que los brujos de Chiloé (isla al sur de Chile), robaban niños sanos, los metían en una cueva y les atribuían cualidades mágicas.

(6). En la colección Cuatro para Delfina (1982) la novela que lleva este mismo título también se vale del rito, así como en la novela corta, "Los habitantes de una ruina inconclusa" que presenta el paseo nocturno del matrimonio Castillo planteado como rito: "Para las personas maduras, éstos mínimos rituales cotidianos, como sacar a la perra después de la comida, adquieren un carácter de hitos reguladores que van dándole homogeneidad y prolongando el tiempo" (97).

(7). En el capítulo dos titulado, "Los nativos," el narrador le informa a los lectores sobre el origen de estas plantas. Destaca que los Ventura "contaban entre sus triunfos el haber logrado alterar la naturaleza, demostrando así su poder sobre ella" (57). Alteraron la flora de Marulanda al sembrar las semillas de las gramíneas enviadas por un extranjero de modo que fuese factible explotar el suelo para aumentar sus intereses económicos. Las gramíneas se han convertido, sin embargo, en un castigo, pues han desplazado a las plantas nativas sin producir ninguna cosecha provechosa.

(8). Con Casa de campo, Donoso subraya una de las estaciones del año, el verano. En su primera publicación, Veraneo y otros cuentos (1955), recrea dicha estación que se repetirá posteriormente en El jardín de al lado. Se observa pues que el verano no es sólo un referente textual en la obra donosiana sino que pasa a ocupar el lugar del espacio-tiempo fundamental de varios de sus escritos.



Obras citadas

Arens, W. The Man-Eating Myth: Anthropology and Anthropofagy. New York: Oxford UP, 1979.

Baak, Jan Joost van. The Place of Space in Narration. Amsterdam: Rodopi, 1983.

Cerda, Carlos. José Donoso: Originales y metáforas. Santiago de Chile: Planeta, 1988.

Donoso, José. Coronación. Santiago de Chile: Zig-Zag, 1957.

---. El lugar sin límites. Barcelona: Seix Barral, 1965.

---. Este domingo. Barcelona: Seix Barral, 1966.

---. El obsceno pájaro de la noche. Barcelona: Seix Barral, 1970.

---. Casa de campo. Barcelona: Seix Barral, 1978.

---. Cuatro para Delfina. Barcelona: Seix Barral, 1982.

---. Taratuta. Naturaleza muerta con Cachimba. Barcelona: Seix Barral, 1990.

Eliade, Mircea. The Myth of the Eternal Return or Cosmos and History. Trans. Willard R. Trask. New York: Princeton
     UP, 1974.

---. Patterns in Comparative Religion. Trans. Rosemary Sheed. Massachusetts: Signet Classics, 1974.

Girard, René. Violence and the Sacred. Trans. Patrick Gregory. Baltimore: Johns Hopkins UP, 1989.

Lefebvre, Henri. The Production of Space. Trans. Donald Nicholson-Smith. Oxford: Blackwell 1991.

Magnarelli, Sharon. Understanding José Donoso. Columbia, SC: U of South Carolina P, 1993.

Vidal, Hernán. Mitología militar chilena: Surrealismo desde el superego. Minneapolis: Institute for the Study of
     Ideologies and Literature. Series Literature and Human Rights, n.6, 1989.
http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v09/bonet.html

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