viernes, 16 de mayo de 2014

Realismo crítico y novela negra. Angel Gregorio Cabello.

por Ángel Gregorio Cabello
Artículo publicado el 23/11/2007

En su libro “Crimen delicioso. Historia social del relato policíaco”. UNAM. México. 1986, Ernest Mandel realiza una muy interesante reflexión acerca del origen y del consumo masivo de esta nueva forma del género policial, efectuando una lectura, especialmente, sociológica del mismo.
Desde luego, no se encuentra solo en esta posición. Antes y después de él, diversos estudiosos del tema han arribado a las mismas o muy similares conclusiones. (Cf. Bogomil Rainov: “La novela negra”. Editorial Arte y Literatura. La Habana. 1978; Javier Coma: “La novela negra”. Ediciones EI Viejo Topo. Barcelona. 1980; en­tre otros)
Sin embargo, debemos tener en cuenta que la crítica sociológica presenta – en muchos casos – excesos y maniobras abusivas y riesgosas en sus exámenes literarios. Así, notamos que otros analistas que no aprueban – por lo menos en su totalidad – estas concepciones nos permiten lograr una interpretación más abarcativa del género. Véase, por ejemplo, el excelente trabajo de Frank McShane: “La vida de Raymond Chandler”. Bruguera. Barcelona. 1977. Y también, muy especialmente, el estudio de Juan José Saer “El largo adiós”, 1965 y 1973; publicado nuevamente en “El concepto de ficción”. Ariel. Bs. As. 1998.
Es interesante, además, advertir la multiplicidad de juicios que florecen en torno de la novela negra. Ponderados autores despliegan un abanico de asertos alimentando la polémica interpretativa y registrando contribuciones sumamente útiles para la mejor comprensión del género. Para esto cotéjese: “La novela criminal”, Roman Gusbern. Tusquets. Barcelona. 1982.
Ahora bien, si tomamos en cuenta – y creemos que debemos hacerlo – que esta narrativa se vio enriquecida por muchos factores, entre los cuales señalaremos los que, pensamos, son de mayor envergadura, a saber:
1)La presencia vigente y sostenida del género durante los últimos ochenta años.
2)La extraordinaria calidad literaria de muchos de sus cultores tanto constantes (Hammett, Chandler, Cain, Go­odis, McCoy,etc.) cuanto esporádicos (Faulkner, Heming­way, Greene, Capote, Mailer, entre otros).
3) La proliferación de escritores que toman contacto y son influidos por la novelatough y no sólo ya en lengua inglesa sino también en otros idiomas.
4) La amplísima aceptación obtenida por estas obras de parte de millones de lectores – en especial – de América y Europa.
5) La persistente expansión del género lograda a través de la radio y el cine, en un primer momento, y de la te­levisión más tarde:
notaremos que esto ha permitido transponer, afortunadamente, la tipología de la clásica novela policial.
Esto es así dado que los vaivenes y la mentalidad del si­glo XX obligan a dejar lugar a una estética más verosí­mil. Es decir que “ de una literatura de la deducción y el razonamiento positivista decimonónico se pasa a una literatura de la acción”(Narcejac), Román Gusbern. (Op. cit).
Por su parte, también la psicología cumple un papel importante. Y el lector – inmerso en una realidad social, complicada, grosera y atroz – no permite que el género se aparte de ese mundo hostil que le ha tocado en suerte. Surge así – quizás sin proponérselo, pero con singular fuerza – una narrativa realista y censuradora del medio y las costumbres sociales.
Entendemos que esta conexión entre evolución sociopolítica (y también económica) y literatura se manifiesta acabadamente en Estados Unidos, durante los veinte años que se extienden entre ambas guerras mundiales.
Es por eso que tomaremos – entre muchas – la definición que del género negro nos brinda Coma por considerarla la más apropiada a nuestros propósitos. Así, estipula éste que la novela : “Se trata de una literatura narrati­va, con origen en los Estados Unidos durante los años “20, y con desarrollo típico y primordialmente nortea­mericano, ceñida al enfoque realista y sociopolítico de la contemporánea temática del crimen, encausada paulatinamente como un género determinado, y practicada mayoritariamente por especialistas” (Op. cit.)
Es de hacer notar también que en este completísimo ensayo Coma separa al género negro de lo que él llama “ paraliteratura policíaca” o sea aquella que intenta por medio de misterios distraer al lector. (Poe, Conan Doyle, Leblanc, Leroux, Wallace, Chesterton, Queen, Christie). A su vez Coma integra el concepto de Rainov, quien sos­tiene que: “… es indispensable una lectura ideológica de la literatura policíaca norteamericana (pues en ella ) se encuentran todas las explicaciones al individualismo y a la delincuencia propias del régimen capitalista ” (Op. cit.)
Si bien en plena globalización este aserto del búlgaro puede parecer fundamentalista, no debemos olvidar que, todavía en su momento, la Guerra Fría dominaba las relaciones mundiales .
El policial clásico o de enigma – antecesor de la novela negra – es fruto de la época contemporánea (mediados del siglo XIX aparecido en los países de economía capitalista Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia). Allí, el maquinismo, la afluencia de la población rural a las ciudades – dando paso a la formación del proletariado urbano- con sus principales consecuencias: aumento del de­lito, organización de la policía, advenimiento de la criminología y la aparición de la prensa amarilla favorecen, en literatura, al realismo crítico; dado que es en las grandes concentraciones donde la corrupción se generaliza y donde mejor se materializan las instituciones que éste trata de considerar y censurar. Es decir: el género coloca su accionar en una sociedad clasista. (Cf. R. Gusbern. Op. cit). Por su parte la cotidianeidad en los conglomerados urbanos (fundamentalmente norteamericanos) se tiñe de violencia dando lugar a una sensibilidad colectiva acerca del origen de las actividades delictivas insertas, obviamente, en un estado de descomposición y corrupción generalizadas: ley seca (Enmienda 18), mafia, protección, por un lado, y la terrible crisis de 1929 con sus secuelas de desocupación, éxodo y marginación -a lo largo de los “30 – por el otro.
Esta realidad sale a la luz de la mano del periodismo sensacionalista y trae consigo malos presagios para la narrativa policial clásica, cuyo interés para editores, lectores y Online casinospelers maken gebruik van hun webcam om deel te nemen aan de live dealer casinospelletjes in een veilige spelomgeving. escritores prácticamente desaparece.
Así que en 1922 brota en Estados Unidos la hardboiled school , debida a los relatos de Carrol John Daly publicados en la revista “Black Mask” , anticipando los nuevos rasgos y formas del género. O sea: aparecen los tough writers y sobreviene un cambio revolucionario – de fondo y estilo – con Dashiell Hammett y Raymond Chandler, especialmente.
Es decir: se da una ruptura frontal con la clásica novela de enigma sustentada, generalmente, en motivos privados e irrumpen al centro de la narración la desvalorización de lo institucional, el crimen organizado, la indiferencia y la brutalidad de una sociedad cada vez más individualista y corrupta, cuyas costumbres emergen de los valores de la Gran Guerra , afianzados en los twenties . En síntesis: cambio de ambiente y escenario.
A su vez, el afianzamiento de las mutaciones del status social – iniciado entre 1930 y 1940 – en el mundo laboral norteamericano, probado por el arrollador avance del capitalismo, permite la posterior expansión y éxito de esta nueva narrativa policial.
Pero esta corriente tough - realista y crítica – no se avoca solamente al crimen organizado sino que también posa su mirada sobre el hombre común y sobre su exterioridad que, en muchos casos, lo rodea y condiciona.
El transgresor deviene en delincuente ocasional aunque el delito no se encuentre ínsito en él. Y la narración refleja con veracidad el cambio y la alteración del protagonista, que pasa a ser juguete de los caprichos del contexto social que lo oprime.
Este clima lo agobia y desespera. Y cuando, atormentado y vital, se revela contra la arbitrariedad, contra la soledad y el desamparo de su condición, cuando quiere igualarse a los “ demás ”, es hostigado y destruido por “ otros ” hombres que, generalmente, arrastran su misma problemática psíquica y social.
Notamos, entonces, que la importancia del ambiente es capital en este tipo de narrativa. Ambiente- por lo común- enigmático, despiadado, lóbrego e injusto, habitado por marginados que sobrellevan su opaca existencia en ciudades populosas y mezquinas. No casualmente la psicología y la sociología serán las grandes integrantes de la novela negra.
Llegados aquí comprealslot.net entendemos que, para una mejor comprensión, no sería ocioso transcribir algunos fragmentos tanto de cultores del género, cuanto de críticos del mismo. Utilizaremos para este fin la excelente obra de Fereydoun Hoveyda “ Historia de la novela policíaca ”. Alianza Editorial. Madrid. 1967; de la que tomaremos los textos reproducidos abajo con el sólo objeto de graficar lo expresado; excepto las citas de Sergei Eisntein y de Javier Coma que fueron elegidas de la obra de este último citada anteriormente.
Así, acerca del tono y la acción, leemos que:
“Quien busque enigmas a lo Sherlock Holmes no se verá complacido muy a menudo. La inmoralidad, gene­ralmente admitida en este tipo de obras con el único fin de servir de contraste a la moralidad convencional, encuentra aquí las puertas abiertas de par en par, así co­mo las grandes virtudes o incluso la amoralidad pura y simple. Su tono es raras veces conformista. En ellas se ven policías más corrompidos que los bandidos a los que persiguen. EI simpático detective no siempre resuelve el misterio. A veces no hay misterio; otras, ni siquiera hay detective. Pero ¿entonces qué?
Entonces, queda la acción, la angustia, la violencia…, las brutalidades y las carnicerías… También podemos encontrar el amor, con preferencia bestial, las pasiones desordenadas, los odios despiadados, sentimientos estos que, en una sociedad civilizada, son considerados como excepcionales, pero que aquí son absolutamente corrientes y se expresan a veces en un lenguaje muy poco académico”. Marcel Duhamel
Referente al deterioro moral y la corrupción:
“La novela policíaca realista habla de un mundo en el que unos bandidos pueden gobernar naciones y casi gobiernan ciudades; en el que los hoteles, los edificios de apartamentos, los restaurantes famosos están en manos de hombres que han hecho su fortuna con los prostíbulos. Un mundo donde un juez cuya bodega esta llena de licores puede condenar a un hombre por tener una botella en el bolsillo. Es un mundo que no huele bien, pero es el mundo en el que usted vive”. Raymond Chandler
“Marlowe y yo no despreciamos alas clases altas porque se bañen y tengan dinero, las despreciamos por hi­pócritas”. Raymond Chandler
Sobre sus recursos expresivos, eficacia comunicativa y caracteres:
“EI secreto de Hammett reside en su método. Relata fábulas modernas con un lenguaje realista. Une y mezcla estrechamente el romanticismo del tema y el realismo de los caracteres; la historia está urdida sobre una trama imaginaria, en tanto que los caracteres son de carne y hueso… y los seres humanos piensan hablan y actúan como seres perfectamente reales. Su lenguaje es rudo y breve; sus deseos, sus humores, sus desilusiones, son puestos de manifiesto, desnudados con dureza. Implacablemente.
Hammett rechaza violentamente la todo poderosa influencia de los escritores ingleses… No inventó una nueva clase de historias policíacas, sino una nueva manera de contarlas” . Ellery Queen
“EI género policiaco es el medio mas eficazmente comunicativo, el más puro y elaborado entre todos los géneros literarios. Es el género en que los medios de comunicación sobresalen al máximo “. Sergei Eisenstein
Ellery Queen
En lo que atañe al hampa y la cotidianeidad:

“Una transformación tan radical, tan rápida, del ambiente secular del hombre no puede realizarse sin una conmoción general de la conciencia y un desarreglo íntimo de los sentidos y del corazón… EI hampa desciende a los Campos Elíseos: se empuja una puerta estrecha, creyendo entrar en un sitio familiar, y, apenas situado en la cancela de esa puerta giratoria, uno se da cuenta a través de los brillantes cristales de que está penetrando en un mundo desconocido. Por esa puerta han entrado también las “gangs”. Las bandas de malhechores de gorra gris, los apaches armados de cuchillos, han sido sustituidos por “gangsters” con sombrero de fieltro, vestidos de “smoking” 0 de elegantes trajes de ciudad. EI hampa ya no está aislada, está en todas partes, es nuestro mundo cotidiano. Ya no existe una poesía del hampa: en este campo cualquier romanticismo literario está periclitado”. Blaise Cendrars
Tocante al dinero y al poder.
“No se pueden hacer cien millones de mangos en forma limpia -dijo Ohls-. Quizá el jefe crea que sus manos están limpias pero en alguna parte, a lo largo de la cadena, hay tipos que son arrinconados en la pared, pequeños y agradables negocios se vienen al suelo y tienen que liquidar y vender todo por unos centavos, gente decente pierde sus empleos, las acciones suben en el mercado, los apoderados son comprados como una pepita de oro antiguo y se paga a los grandes estudios de abogados cientos de miles de dó1ares para que combatan ciertas leyes que la gente quiere obtener, pero no los tipos ricos debido a que interfieren sus ganancias ”. Raymond Chandler
“El dinero en gran escala significa poder en gran escala y el poder en gran escala es usado erróneamente. Es el sistema. Tal vez sea el mejor que podamos obtener, pero no es lo ideal”. Raymond Chandler
Respecto de la seguridad-inseguridad:
“Las primeras obras de este género, por ejemplo de Conan Doyle, se basaban en una ideología de la seguridad; ponían de relieve la omnisciencia de los personajes encargados de proteger la vida burguesa. Por el contrario, la atmósfera de las novelas actuales es de miedo, es la atmósfera del peligro que se cierne constantemente sobre una vida que parece protegida y que, sin embargo, sólo puede librarse de él merced a una feliz casualidad” . Georg Lukács
Para concluir: Es evidente que la novela negra ejerce el carácter de firme testimonio de la época en que nos ha tocado vivir. Testimonio sumamente poderoso que – con su estilo conciso, rápido, simple y violento – remite al lector a los problemas de su tiempo. Constituye -sin duda – un reflejo de parte de la sociedad actual, algunos (¡muchos!) de cuyos estratos sufrieron y sufren el terrible impacto proletarizador y tensionante que produce en ello el vertiginoso y ríspido cambio en las costumbres – laborales y socioculturales – que trae aparejado el obedecer a las reglas del nuevo orden impuesto. Para estos estamentos la nueva vertiente policial constituye, además, una evasión de la monotonía y de la inseguridad en las que se encuentran sumidos.
Altamente significativa (y muy actual y globalizadora, agregaríamos) es la hipótesis que desarrolla Mandel. Citando a F. Bloch apunta: “¿acaso toda la sociedad burguesa no está operando como un gran misterio?”.
Sin duda da en el clavo: a pesar del enorme esfuerzo y la total aceptación de las reglas impuestas, de pronto y sin saber cómo ni por qué, el hombre de esta nueva sociedad se siente (y está) al borde del abismo. Recesión, desempleo, depresión, marginación y -finalmente- exclusión. Ahora: ¿quiénes son los responsables que manejan esta realidad?
Creemos que Mandel nos da una pista cierta: “ Misteriosos conspiradores, tras bambalinas seguro, tendrán algo que ver en el asunto. Habrá que esperar que algunos de los misterios se aclaren para sentirse menos enajenado”.
Bibliografía:
Aparte de la citada en el texto, reviste suma autoridad – entre otras – la siguiente:
1) Boileau, Pierre y Narcejac, Thomas: “La novela policial”. Paidós. Bs. As. 1968.
2) Coma, Javier: “Diccionario de la novela negra norteamericana”. Anagrama. Barcelona. 1986.
3) Palmer, Jerry: “La novela de misterio”. F. C. E. México. 1981.
4) Link, Daniel: (Comp ). El juego de los cautos”. La literatura policial: de Poe al caso Giubileo”. Marca Editora. Bs. As. 1992.
5) Todorov, Tzvetan: “ Lo verosímil”. Ed. Tiempo Contemporáneo. Bs. As. 1968.

Sir Arthur Conan Doyle.


Conan Doyle nació el 22 de mayo de 1859 en Edimburgo y estudió en las universidades de Stonyhurst y de Edimburgo. De 1882 a 1890 ejerció la medicina en Southsea (Inglaterra). Estudio en Escarlata, el primero de los 68 relatos en los que aparece Sherlock Holmes, se publicó en 1887. El autor se basó en un profesor que conoció en la universidad para crear al personaje de Holmes con su ingeniosa habilidad para el razonamiento deductivo. Igualmente brillantes son las creaciones de los personajes que le acompañan: su amigo bondadoso y torpe, el doctor Watson, que es el narrador de los cuentos, y el archicriminal profesor Moriarty. Conan Doyle tuvo tanto éxito al principio de su carrera literaria que en cinco años abandonó la práctica de la medicina y se dedicó por entero a escribir. Los mejores relatos de Holmes son El signo de los cuatro (1890), Las aventuras de Sherlock Holmes (1892), El sabueso de Baskerville (1902) y Su último saludo en el escenario (1917), gracias a los cuales se hizo mundialmente famoso y popularizó el género de la novela policiaca. Surgió, y todavía pervive, el culto al detective Holmes. Gracias a su versatilidad literaria, Conan Doyle tuvo el mismo éxito con sus novelas históricas, como Micah Clarke (1888), La compañía blanca (1890), Rodney Stone (1896) y Sir Nigel (1906), así como con su obra de teatro Historia de Waterloo (1894). Durante la guerra de los bóers fue médico militar y a su regreso a Inglaterra escribió La guerra de los Bóers (1900) y La guerra en Suráfrica (1902), justificando la participación de su país. Por estas obras se le concedió el título de Sir en 1902. Durante la I Guerra Mundial escribió La campaña británica en Francia y Flandes (6 volúmenes, 1916-1920) en homenaje a la valentía británica. La muerte en la guerra de su hijo mayor le convirtió en defensor del espiritismo, dedicándose a dar conferencias y a escribir ampliamente sobre el tema. Su autobiografía, Memorias y aventuras, se publicó en 1924. Murió el 7 de julio de 1930 en Crowborough (Sussex).

***
Novela: "Estudio en escarlata". 
Es ésta la novela ?un relato inspirado en un suceso real: la misteriosa desaparición del panadero alemán Urban N. Stanger en Londres? en que Conan Doyle dio a conocer al inmortal detective Sherlock Holmes, y al doctor Watson, su no menos genial narrador.
Un cadáver hallado en extrañas circunstancias pone en marcha los reflejos deductivos de Holmes, mientras la policía oficial se pierde en divagaciones equivocadas o arresta a inocentes ciudadanos. Un nuevo asesinato parece complicar la historia, pero a Holmes se la aclara. Nuestro detective no sólo encuentra al asesino, sino que intuye la historia turbulenta que lo motiva: la de otros asesinatos ocurridos treinta años atrás y cuyos ecos llegan al presente, historia que constituye una segunda novela tan apasionante como la primera.
Fuente: N.N.

jueves, 15 de mayo de 2014

Maugham William S . De la novela policíaca y la novela negra.(Semana de la novela policíaca y novela negra),


 Maugham William S
(París, 25 de enero de 1874 - Niza, 16 de diciembre de 1965) fue novelista, dramaturgo, ensayista, espía y escritor de cuentos en lengua inglesa. Durante la década de 1930 fue considerado el escritor más exitoso y rico del mundo.A lo largo de 60 años escribió más de 100 historias cortas y 21 novelas, además de gran número de piezas teatrales, biografías, libros de viajes y ensayos.

***
Para el joven inglés Charley Mason, la estancia de cinco días en París que le han regalado sus padres no será la celebración que él esperaba, sino un interludio inquietante en su vida, una experiencia reveladora que desestabilizará su corazón y su privilegiada vida familiar en el marco histórico de la Europa de entreguerras.
Charley se reúne en París con Simon, periodista y amigo de la infancia. En el cabaret Sérail, Charley conoce a la Princesa Olga, mote de una enigmática joven rusa llamada Lydia, quien lo conmueve con la historia de su vida, su orfandad, su pobreza y su irracional devoción a un marido convicto. Por un breve tiempo, la segura, respetable y cómoda existencia de Charley se verá afectada por la de aquellos que no han disfrutado de tales bendiciones. Sus «vacaciones» en París harán que cambie para siempre.
 Fuente:n.n.
(Fragmento).
 1


     CHARLEY Mason salía aquella mañana de viaje. Por este motivo, su madre deseaba que tomara un buen desayuno; pero él estaba demasiado nervioso para poder comer tranquilamente. Era la víspera de Navidad, y salía hacia París. Hacía ya tres días que había terminado su trabajo en la oficina, y su padre, que no tenía obligación de ir a ningún despacho, lo llevó en su coche hasta la estación Victoria. Cuando se detuvieron unos minutos en los jardines de Grosvenor a causa del tránsito, Charley, temiendo perder el tren, palideció de inquietud. Su padre le sonrió con una expresión de malicia.
     —Te queda casi media hora.
     No obstante, sintieron un gran alivio al llegar.
     —Bien. Hasta la vuelta, muchacho —le dijo su padre—. Que te diviertas, y no te molestes ni te preocupes por nada.
     Cuando el barco llegó a Calais, la vista de las casas grises, altas y sucias lo llenó de alegría. Era un día frío y húmedo. El viento soplaba con furia. Cruzó el andén con rápidos pasos, como si volara. Potente, lujoso, impresionante, el Flecha de Oro se encontraba allí, aguardándolo. No era un tren como los demás, sino un símbolo de aventura. Se asomó por la ventanilla mientras hubo luz, alegrándose interiormente a medida que reconocía en los paisajes los temas de los cuadros que había visto en los museos: colinas y prados grises bajo un cielo plomizo, sucesivas aldeas de casas humildes con techos de pizarra, y, más allá, un triste y extenso panorama con campos roturados y árboles desnudos. Pero el día parecía tener prisa por dejar atrás el lúgubre paisaje y cuando miró afuera sólo pudo ver su propio reflejo y, a sus espaldas, la brillante madera caoba de su compartimiento. Le hubiese gustado viajar en avión. Ése habría sido su deseo más vivo, pero su madre no se lo permitió. Ella había convencido a su padre de que en los comienzos del invierno era muy arriesgado efectuar una excursión de tal naturaleza, y éste, como siempre tan razonable, había autorizado el viaje a condición de que lo efectuara en tren.
     Naturalmente, Charley ya había estado en París al menos una docena de veces, pero aquélla era la primera ocasión en que iba solo. Se trataba de un regalo especial, que su padre le había hecho por un motivo también especial. Se había cumplido un año de su ingreso en la oficina paterna y había obtenido buenas notas en los exámenes. Esto le permitía seguir con gran provecho la profesión que había elegido. Hasta donde podía recordar, tanto su padre como su madre, su hermana Patsy y él habían pasado siempre la Navidad en Godalming, en compañía de sus primos, los Terry-Mason; y nos vemos obligados a retroceder un poco para explicar la razón en virtud de la cual Leslie Mason, después de discutir el asunto con su esposa, había preguntado una tarde a su hijo, siempre con rostro bondadoso y sonriente, si en vez de estar con ellos, como de costumbre, le gustaría pasar algunos días en París, solo. Evidentemente, tenemos que retroceder hasta mediados del siglo XIX. Un hombre industrioso e inteligente llamado Sibert Mason, que había sido jardinero mayor de una gran casa en Sussex y se había casado con la cocinera, compró con sus ahorros y los de su mujer algunas hectáreas al norte de Londres para establecerse como horticultor. Aunque por entonces tenía ya cuarenta años y su esposa sólo algunos menos, tuvieron ocho hijos. Él prosperó, y con el dinero ganado compró algunas parcelas más de terreno en lo que, todavía, era campo raso. La ciudad fue creciendo y la huerta alcanzó el valor de un terreno edificable. Con el crédito de un banco, levantó una serie de casas y no tardó en alquilarlas todas. Sería prolijo dar cuenta de los pormenores de su progreso. Basta indicar que cuando murió, a los ochenta y cuatro años, las pocas hectáreas que había comprado para cultivar hortalizas con que abastecer a Covent Garden, junto con las tierras que había adquirido paulatinamente, a medida que se le presentaba la ocasión, estaban cubiertas de ladrillos y hormigón. Sibert Mason se había preocupado de que sus hijos recibieran la educación que él no había podido tener. Ellos elevaron su nivel social. El Residencial Mason, como lo había llamado con cierta pompa, se convirtió en una sociedad privada. A su muerte, cada hijo recibió como herencia una parte de las acciones.
     El Residencial Mason fue muy bien administrado. Aunque no podía compararse en importancia con las casas de Westminster o Portman, ya que su situación era modesta y desde hacía algún tiempo había dejado de poseer valor como barrio urbanizado, las tiendas, bodegas y fábricas, los tugurios y las largas hileras de sucias casas de dos pisos producían unas rentas que permitían a sus propietarios, sin gran mérito y con poco esfuerzo, vivir como caballeros y damas, con arreglo a su nueva posición social.
     En efecto, el jefe de familia era muy rico. Era el único hijo superviviente del primogénito del viejo Sibert, ya que su hermano había muerto en la guerra y su hermana había fallecido a causa de una fatal caída. Además, era miembro del Parlamento, y cuando el jubileo de Jorge V le fue concedido el título de baronet. Con este motivo añadió al suyo el nombre de su esposa, llamándose desde entonces sir Wilfred Terry-Mason. La familia tenía la esperanza de que su inquebrantable adhesión al partido tory y su sólida posición social y financiera harían que se le concediera el nombramiento de par del reino.
     El menor de los numerosos nietos de Sibert, Leslie Mason, se educó primeramente en un colegio privado y luego en Cambridge. La parte que le correspondía del Residencial le proporcionaba una renta de dos mil libras anuales, y a esta cantidad había que añadir otras mil que percibía en calidad de secretario de la sociedad. Una vez al año se reunían todos los familiares que se encontraban en Inglaterra durante esas fechas, pues algunos miembros de la tercera generación servían a su país en lejanas regiones del imperio y otros eran unos afortunados caballeros que con frecuencia pasaban temporadas en el extranjero. Sir Wilfred, como presidente de la entidad, presentaba balances sumamente satisfactorios que los contables habían preparado.
     Leslie Mason era un hombre de múltiples facetas. Frisaba los cincuenta años. Era alto, apuesto, tenía unos bellos ojos azules, un hermoso cabello entrecano poco recortado y un saludable color, todo lo cual le daba un aspecto muy agradable. Parecía un militar o un gobernador de las colonias en uso de licencia, en vez del administrador de una sociedad. Nadie hubiese imaginado que su abuelo había sido jardinero y su abuela cocinera. Jugaba muy bien al golf, y disponía de bastante tiempo para este deporte. Pero Leslie Mason era algo más que un simple deportista. Le interesaba mucho el arte. Los restantes miembros de la familia carecían de semejantes debilidades y aceptaban con condescendencia sus predilecciones, pues en cierto modo les divertía. Sin embargo, cuando por una u otra razón alguno de ellos quería comprar un mueble o un cuadro, buscaban su consejo y lo seguían fielmente. No era de extrañar que tuviera ciertos conocimientos artísticos, pues se había casado con la hija de un pintor. John Peron, su suegro, pertenecía a la Real Academia, y durante mucho tiempo, en los últimos veinte años del siglo, había adquirido cierta celebridad pintando retratos de mujeres jóvenes vestidas con trajes del siglo XVIII rodeadas de caballeros ataviados según la misma moda. Los fondos eran generalmente jardines repletos de flores tradicionales, glorietas frondosas y salones amueblados correctamente con mesas y sillas de la época. Pero ahora los cuadros se vendían en Christie’s al precio de treinta chelines o dos libras. A la muerte de su padre, Venetia Mason había heredado numerosas pinturas que durante bastante tiempo permanecieron arrinconadas en el desván, vueltas contra la pared. Ni todo el cariño que ella había sentido por su padre podía convencerla de que aquellos cuadros no eran horrendos. Al matrimonio no le avergonzaba lo más mínimo que la abuela de Leslie hubiese sido cocinera. Algunas veces les agradaba hacer chistes con sus amigos sobre el particular. Pero, en cambio, cuando se hablaba de John Peron como pintor se sentían todos un poco turbados. Algunas obras suyas se exhibían colgadas en las paredes de los Mason, lo que se había convertido en motivo de mortificación para Venetia.
     —¡Por Dios! ¿Todavía insistes en tener colgado el cuadro de papá? —decía ella—. ¿No te parece que está ya anticuado? ¿Por qué no lo cuelgas en la pared de alguna de las habitaciones que no se utilizan?
     —Mi suegro era un agradable anciano —comentaba Leslie—. Poseía unos correctos modales, pero sospecho que no era un pintor excelente.
     —Mi administrador pagó una buena suma por este cuadro. Me parece absurdo arrinconar en el desván una pintura que ha costado trescientas libras. Ahora bien, si te parece, me das ciento cincuenta y te lo venderé sin ningún inconveniente.
     Aunque en el curso de tres generaciones los Mason se habían convertido en nobles, no habían perdido su espíritu comercial.
     Desde su matrimonio, los Leslie Mason habían progresado bastante en gusto estético. De las paredes de la hermosa residencia que poseían en Porchester Close pendían cuadros de Wilson Steer, Augustus John, Duncan Grant y Vanessa Bell. Poseían además un Utrillo y un Vuillard, comprados ambos cuando estos dos maestros vendían sus cuadros a precios relativamente módicos. También tenían un Derain, un Marquet y un Chirico. Era imposible entrar en aquella casa, bastante poco amueblada, sin advertir al momento que sus dueños estaban muy al tanto de las corrientes pictóricas. Raras veces dejaban de acudir a las exposiciones, y cuando iban a París no faltaban nunca a las de Rosenberg ni dejaban de dar un vistazo a las galerías de la Rue de Seine. Realmente les gustaban los cuadros y si aguardaban a que se publicaran las opiniones de los críticos y a que éstos estuviesen de acuerdo sobre sus méritos, se debía en parte a una modesta confianza en su propio juicio, y en parte al temor de hacer un mal negocio. Al fin y al cabo, los cuadros de John Peron habían sido elogiados en su tiempo por los críticos más importantes, y se habían vendido en varios centenares de libras. ¿Y cuánto valían ahora? Dos o tres libras. Esto les hacía proceder con cautela.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Stanislaw Ignacy Witkiewicz (1885-1939). Insaciabilidad. Prólogo del autor a su famosa novela.


INSACIABILIDAD
Prefacio del autor
Por: Stanislaw Ignacy Witkiewicz (1885-1939)
Sin pretender saber si la novela es o no una obra de arte –para mí, no lo es-, querría contemplar el problema de las relaciones del novelista con su vida y quienes le rodean. Para mí, la novela es por encima de todo la descripción del discurso de un determinado fragmento de la realidad, imaginada o verdadera –lo mismo da-, pero de la realidad definida en el sentido de que lo principal en ella es el contenido en lugar de la forma. Evidentemente, esto no excluye la fantasía más desenfrenada en el tema y en la psicología de los personajes. Se trata únicamente de que el lector se vea obligado a creer que las cosas son o pudieran ser así y no de otra manera. Esta impresión depende asimismo de cómo se presentan las cosas, o sea de la forma de las diferentes partes y frases, y de la composición general; pero los elementos artísticos no constituyen en la novela un conjunto que actúa directamente a través de la forma y la construcción; sirven especialmente para ampliar el contenido “vital”, para sugerirle al lector un sentido de realidad de las personas y los acontecimientos descritos. Sin embargo, opino que la construcción del conjunto es una cosa secundaria en la novela, un producto accesorio de la descripción de la vida, que de antemano no debe tener ninguna influencia deformadora sobre la realidad en virtud de unas exigencias puramente formales. Claro que sería mucho mejor que así fuese y que la construcción estuviese presente, pero su ausencia no representa un mayor defecto en la novela, contrariamente a lo que ocurre con las obras de Arte Puro, donde sin el valor formal del conjunto no cabe hablar de expresión artística, y donde al faltar, carecemos totalmente de obra de arte, teniendo a lo sumo una realidad deformada y un caos de elementos puramente formales y desvinculados.
Por esa misma razón, una novela no puede ser cualquier cosa, independientemente de las leyes de la composición, empezando por una aventura psicológica presentada desde el exterior, hasta algo que se acerca al tratado filosófico o social. Evidentemente algo ha de suceder en ella: las ideas y su lucha deben mostrarse sobre unos seres vivos y no sobre unos maniquíes. Pues de ser así, más valdría escribir un folleto o un tratado cualquiera. La opinión según la cual la novela debe ser absolutamente la presentación de un fragmento de vida en la que el autor, llevando anteojeras como un caballo temeroso, evita cualquier digresión real y hasta aparente, me parece errónea. Salvo alguna tontería del novel o las triviales tanto como inútiles consideraciones sobre unos individuos sin interés, todo se halla justificado, incluidas las mayores digresiones en relación con el “tema”. La adulación de los gustos más bajos del público vulgar y el temor de las ideas personales o de no ser apreciado por una cierta camarilla hicieron de nuestra literatura –salvo raras excepciones- esa agua tibia que produce ganas de vomitar. Anton Ambrozewicz pretende con exactitud que en Polonia la literatura no ha existido más que en función de la lucha por la independencia, y desde que la conseguimos, parece estar agonizando sin esperanza. Ruego no se me tilde de megalomanía ni del deseo de convencer al público de que mis novelas constituyen el ideal y que todo lo demás son sólo tonterías. Disto mucho –y hasta muchísimo- de esa idea. Sin embargo, opino que la crítica actual, por culpa de un falso concepto de su obligación social y del deseo de enseñar las pequeñas virtudes a las gentes mezquinas, no quiere contemplar los problemas amenazadores y su posible solución, con lo cual no deja de frenar la evolución de nuestra literatura. Lo molesto no se dice o se entiende y se interpreta mal. La falsedad y la cobardía caracterizan toda nuestra vida literaria y los mismos que atacan con razón diversos fenómenos sumamente desagradables –como por ejemplo Slonimski- se muestran impotentes por carecer de ciertos conceptos básicos y por falta de un antiintelectualismo deliberado. La falta de formación intelectual de la mayoría de los críticos, el carecer de un sistema conceptual que les permita juzgar del valor de una obra, junto a la producción masiva de la mediocridad y a la inundación del mercado por la traducción de la literatura barata extranjera, nos ofrece una triste imagen de la decadencia en este campo. ¿Qué puede exigirse del público cuando la propia crítica se halla a un nivel tan bajo? No voy a batirme aquí por una ideas generales con todos los críticos en particular (esta polémica aparecerá en un libro separado bajo el título “Última píldora para mis enemigos”). Quiero limitarme a un solo problema: el de la relación entre la vida privada de un autor y su obra.
En la introducción al Adiós al Otoño he escrito una frase que quiero citar aquí literalmente: “Lo que escribe mi segundo “enemigo” encarnizado Karol Irzykowski acerca de la crítica de una obra de arte a través de su autor es muy justo. Manosear en los asuntos del autor en relación con su obra es indiscreto, incorrecto, indigno de un caballero. Pero desgraciadamente cada puede verse envuelto en ese tipo de suciedad, lo que es sumamente desagradable”. En respuesta a esa declaración, me he encontrado con las siguientes reacciones a mi novela. Emil Breitner ha titulado su crítica de “seudonovela” indicando al final que mi libro era una “confesión”. Tuvo la prudencia de no agregar “confesión ideológica”, para que dicha observación siguiera siendo ambigua. De manera que cada lector medio se figura (y con ello cuenta Emil Breitner para molestarme y perjudicarme) que me limito a relatar sencillamente unos hechos extraídos de mi vida, sobre los cuales (Breitner) tiene ciertas informaciones secretas, como son por ejemplo haber sido violado por cierto conde bajo la influencia de la cocaína, que he vivido a costa de una rica judía en Ceilán, que drogué una osa en los Tatra, etc. No seré sospechoso de haber sido fusilado por los comunistas porque no existen Soviets en Polonia y porque desgraciadamente sigo viviendo y de momento continúo escribiendo. A raíz de tales críticas y habladurías, ocurren cosas como éstas: una señora cuyo retrato acabo de terminar, me dice: “Tenía mucho miedo de usted. Me decía a mí misma: ¿Cómo voy a soportar una hora con un hombre tan terrible (1)? Sin embargo, es usted enteramente el retrato de sus hijas y hasta los hombres se sientan con ademanes vacilantes “en el aparato”, como si se figurasen que les voy a arrancar los dientes por sorpresa o saltar los ojos con el lápiz en lugar de dibujárselos.
Otro hecho: Karol Irzykowski 8de cuyo libro La lucha por el contenido me ocuparé en la obra anteriormente citada) escribe una crítica deliberadamente ambigua a todas luces (utiliza la expresión de “escritorzuelo genial”, lo cual viene a ser como la “cuadratura del círculo” o quizás algo peor) en la que emplea la palabra “cinismo” en un sentido poco claro para el lector medio, añadiendo luego (precisamente él, acerca de quien he escrito la frase anteriormente citada, a causa de sus propias críticas) que mi novela se basa demasiado en las vivencias personales. ¿Cómo pueden atreverse a pensar tales cosas esos señores? ¿Basándose acaso en los chismorreos espantosos de los que me hacen víctima? Pueden imaginar libremente lo que quieran (Dios los ampare), pero escribir esas cosas en una crítica literaria es el colmo de la insolencia. Tengo la impresión de ser una excepción en este caso: aún no he leído nada parecido con respecto a cualquier otro autor. No puedo retractarse de las expresiones que utilicé más arriba, por cuanto esos señores, si así puedo llamarles, se “pegan” a las mismas. Pues nadie negará que el realismo de una descripción cualquiera no implica ni por asomo la copia directa de una realidad dada; puede ser, pongamos por caso, la prueba del talento realista del autor. Pero tratándose de mí, hasta eso, que pudiera ser cumplido, se transforma pérfidamente en un reproche y por añadidura en un reproche personal, sin fundamento y perjudicial para mi vida privada. ¿Cómo llegar a eso de un modo diferente a como lo hago? Es tanto más extraño cuanto que en el Adiós al Otoño no hay ni un solo hecho que corresponda a la realidad. Quizá dichos señores contaban con que el autor, calumniado de tal forma ante el público, dejase de escribir o cuando menos perdiese su libertad de expresión en detrimento de su trabajo.
Un fenómeno parecido aunque menos desagradable es toda la sarta de citaciones arbitrariamente escogidas, mezclando hábilmente las palabras de los héroes con las frases del autor; ese texto falseado se presenta entonces como si se tratase de su ideología. No se trata de que a uno le alaben a toda costa, sino de que le combatan lentamente, pero hasta eso se consigue difícilmente en nuestro país. “¿De qué sirve discutir con un idiota?”, como decían Jan Mardula. Sin embargo, más vale entendérselas con un crítico idiota que con un crítico deshonesto. Por lo menos, a uno le gustaría creer en su breve voluntad, pero a veces eso también resulta totalmente imposible. No hay ningún autor que no recurra a la introspección y a la observación de los demás para escribir su novela. Pues al fin y al cabo, el rasgo esencial del novelista debe ser la capacidad de representarse los estados de unos personajes imaginarios o de lograr la transposición de una realidad determinada dentro de la cual un hecho mínimo debe bastar para cristalizar en torno cuyo toda la concepción. Sería difícil que quien vive en una atmósfera determinada no se nutra de ella. Lo importante es la forma con que dicho alimento se utiliza. Existe un cierto límite de nitidez en cuanto al dibujo de los tipos (unos rasgos particulares, como en los pasaportes) más allá de la cual cabe afirmar más o menos que tal autor presenta verdaderamente a un hombre real. Pero para ello es preciso quererlo, con miras a algún objetivo secreto: venganza personal, publicidad o política. Afirmo que no tengo absolutamente nada que ver con esos fines y que cada interpretación de ese tipo, tanto en lo que respecta como en la relación con la realidad social actual, habré de considerarla como una deliberada porquería para perjudicarme personalmente. Es de lamentar que la polémica sobre ese mismo tema entre Kaden Bandrowski e Irzykowski se haya estancado en las invectivas personales, sin haber disipado las tinieblas que rodean la creación literaria. Si discuten de esa manera –nuestro más grande escritor actual y el que se considera como la mayor autoridad en materia crítica- ello demuestra que las cosas andan muy mal en nuestras esferas literarias.
S.I.W. 4. XII. 1929

Versión del polaco: Melitón Bustamante Ortiz

Insaciabilidad. Madrid. Barral Editores. 1973. Págs. 9-13.

martes, 13 de mayo de 2014

Pío Baroja y Nessi. Novela: "La Busca". Una novela de los bajos fondos.


La busca, de Pío Baroja

Publicado el 31 de enero de 2013 - LITERATURA, CRÍTICA-LITERARIA, LECTURA

La busca, de Pío Baroja1. Breve biografía del autor.

Pío Baroja nació en San Sebastián en 1872. Su padre era ingeniero de minas y tenía que viajar a menudo por todo el país y con él, su familia. Cursó estudios de Medicina licenciándose en 1893 y durante dos años ejerció en un pueblecito de Guipúzcoa. El joven Baroja no estaba hecho para ser médico, abandonó la profesión y viajó a Madrid en donde se ocuparía de la panadería de una tía suya. Es en Madrid donde aparecerán sus primeras obras literarias: La casa de Aizgorri (1900) o La busca (1904). Publicó una de sus obras más famosas y leídas un año antes de comprar un fabuloso caserón en Itzea: El árbol de la ciencia (1911). En 1935 ingresa en la Real Academia Española de la Lengua (RAE). Al estallar la Guerra Civil marcha a Francia, no volverá a España hasta 1940. Aunque se proclamará anarquista, del anarquismo sólo le interesa la rebeldía y si algo caracteriza a Pío Baroja es su pesimismo existencial que queda reflejado -inevitablemente- en su obra. Su obra literaria es inmensa y no cesó de escribir en toda su vida, aunque durante sus últimos años de vida no podrá mantener el frenético y prolífico ritmo de creación que hasta entonces había tenido. Pocos días antes de su muerte, Ernest Hemingway le hizo una emotiva visita al hospital, de la que se guarda testimonio gráfico de gran ternura y belleza. Pío Baroja falleció en Madrid en 1956. Otras obras del autor son: Camino de perfección (1902), Paradox, rey (1906), Las inquietudes de Shanti Andía (1911), El laberinto de las sirenas (1923) o el ciclo de Memorias de un hombre de acción (1913-1935).


2. Contexto literario de la obra.

Antes de ningún comentario, debiéramos apuntar que lo que tradicionalmente se ha venido denominando Generación del 98 o Noventaiochismo forma parte intrínseca del Modernismo. De hecho, Baroja discrepa en cuanto a que exista una generación como tal, en esta cuestión es el más coherente, pues asegura que hay muchas diferencias ideológicas y políticas entre sus compañeros de grupo. Así, es el propio Baroja uno de los escritores de esta época que más lejos está de los preceptos modernistas. Baroja cree que el arte es siempre inferior a la vida; el artista debe basarse en la observación de la realidad, es decir, no se debe hacer literatura de la literatura, sino que el arte debe estar próximo a la vida. Pero no hemos de confundirnos pues la novelística de Pío Baroja no es realista en la concepción purista del término; el escritor, en muchas de sus obras, introduce elementos que pertenecen a la tradición romántica.


3. Comentario de la obra.

La busca pertenece a una trilogía que Baroja tituló La lucha por la vida. La componen las obras: La busca, Mala hierba y Aurora roja. Aunque gran parte de la crítica considera La busca como una obra menor dentro de la producción barojiana, lo cierto es que es una obra ciertamente entretenida y como dijo Lázaro Carreter, el panorama que describe ‘es de un implacable y desolado realismo’ y aún hoy consigue subyugar al lector. Coincido con Julio Caro Baroja (el nieto del escritor) cuando considera que las críticas que recibió la obra cuando se publicó fueron exageradas. Sin embargo, al público le gustó el tono empleado por Baroja a pesar de que la crítica especializada arremetiera contra su forma de escribir.


El autor nos dibuja con un lenguaje sencillo e irónico una ciudad inhóspita, degradada y oscura que influye en sus habitantes de forma violenta. Es en los arrabales madrileños por donde discurre la vida de Manuel, el protagonista de la novela, personaje que se encuentra desamparado en todo momento. Tal es así, que el propio autor señala en varias ocasiones que la desorientación del protagonista le impide poner remedio a la situación en la que se encuentra. Podemos decir que estamos ante un personaje itinerante sumido en la indecisión que en su errar -porque otra cosa no es- permite al autor dar entrada a una diversa tipología de personajes secundarios y ambientes para radiografiar la baja sociedad madrileña de principios de siglo. El resultado es un deprimente cuadro social en donde no parece haber esperanza para el protagonista y su caída es inevitable. No es fácil, en todo caso, soslayar el fracaso para estos personajes que dibujan el triste y angustioso panorama social de la obra, pues han de sacrificar todo lo que tienen para intentar salir adelante. Hay que destacar que Pío Baroja quiso ser, ante todo, objetivo y persigue que la objetividad predomine en toda la novela, pero, como vuelve a decir el nieto del autor, La busca no es un seco reportaje o documento pues Manuel, el protagonista, opta finalmente por apartarse del mundo del hampa para ‘buscar la amistad de los hombres ordenados’ que han dado la espalda a la marginalidad, a la delincuencia y a la prostitución.


La novela llama la atención por el fragmentarismo que la caracteriza y que responde a la intención de Pío Baroja de mostrar el caos y la confusión en la que está inmersa la sociedad de la época. Se ha dicho en alguna ocasión que la obra posee similitudes con la Literatura Picaresca, sin embargo, estas posibles similitudes se reducen a aspectos puntuales sin mayor trascendencia.


Como señala Ángel Basanta, La busca es la novela del abandono, del dolor y la miseria de los suburbios madrileños y supone un precedente de Tiempo de silencio de Luis Martín Santos. A pesar de las críticas que la obra ha recibido a lo largo del tiempo, considero que La busca es, junto con El árbol de la ciencia, una de las mejores novelas de Pío Baroja. Es una de esas novelas imprescindibles que ayudarán, indudablemente, a formarnos como personas.

http://www.magarciaguerra.com/2013/01/la-busca-de-pio-baroja/

lunes, 12 de mayo de 2014

Camus Albert. Novela: "El extranjero".


Premio Nobel de Literatura, novelista, ensayista, dramaturgo y filósofo francés nacido en Argelia, Albert Camus dejó una huella indeleble en la cultura literaria y política, con novelas como El extranjero, La peste y La Caída; obras de teatro como Calígula y Los justos; y ensayos como El mito de Sísifo y El hombre rebelde.
      Este 4 de enero se cumplen 51 años de su fallecimiento en un accidente carretero en el trayecto de Lyon a París, en 1960.
      Nacido el 7 de noviembre de 1913 en Argelia, hijo de una empleada doméstica casi sorda y analfabeta de origen español y de un peón agrícola francés, quien murió en 1914 en la batalla del Marne en la Primera Guerra Mundial, Camus fue criado por su madre y su abuela, junto a un hermano mayor, en un pequeño apartamento de un barrio obrero de Argel.
      Así, forjó su obra durante los años trágicos de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra de Independencia de Argelia, comprometido con la defensa de la libertad y de la vida, y contra todas las ideologías.
      “Decía que quería hablar por aquellos que no tenían voz y que estaban oprimidos. Provenía de un medio en el cual la gente no tenía voz”, explica su hija, Catherine Camus, en alusión a la pobreza y al bajo nivel cultural de la familia de la que provenía su padre.
      A la edad de 44 años, en 1957, se le concedió a Albert Camus el Premio Nobel de Literatura por “el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de hoy”.
      Camus falleció junto a un amigo con el que viajaba a París desde el sur de Francia cuando éste perdió el control del automóvil y se estrellaron contra un árbol. Entre los papeles que se le encontraron había un manuscrito inconcluso, El primer hombre (publicado en 1995), de fuerte contenido autobiográfico y gran belleza. Camus fue enterrado en Lourmarin, pueblo del sur de Francia en donde había comprado una casa.
      Camus realizó sus estudios en Argel, alentado por sus profesores, especialmente Louis Germain en la escuela primaria, a quien guardará total gratitud, hasta el punto de dedicarle su discurso de recepción del Premio Nobel; y también Jean Grenier, en el bachillerato, quien lo inició en la lectura de los filósofos, y especialmente le dio a conocer a Nietzsche.
      Comenzó a escribir a muy temprana edad: sus primeros textos fueron publicados en la revista Sud en 1932. Tras la conclusión del bachillerato obtuvo un diploma de estudios superiores en letras, en la rama de filosofía. La tuberculosis le impidió participar en el examen de licenciatura.
      A los 24 años publicó su primer libro, El derecho y el revés. Luego se instaló en París, donde asumió la dirección de la revista Combate, un periódico de la Resistencia al régimen del mariscal Philippe Pétain, que colaboraba con la ocupación de Francia por la Alemania nazi.
      En 1945, fue uno de los pocos intelectuales occidentales que denunciaron las armas atómicas, tras los bombardeos estadounidenses que destruyeron las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.
      En el Mito de Sísifo, un ensayo publicado en 1942, expuso su filosofía de lo absurdo, la búsqueda de coherencia por el hombre y la condición humana. Tras un breve paso por el Partido Comunista, Camus criticó el totalitarismo en la Unión Soviética en El hombre rebelde (1951).
      En 1952 rompió con uno de los íconos de la intelectualidad francesa, Jean-Paul Sartre, luego de que fuese publicado en una revista que éste dirigía un artículo en el que se criticaba la rebeldía estética de Camus.
      La guerra de Argelia aísla a Camus, el pacifista. Su Llamado a la tregua civil lo margina en 1956 de la izquierda, que apoya la lucha por la independencia de su tierra natal. Ese mismo año publica La caída, donde critica el existencialismo. 
      Dramaturgo y director de teatro, Camus mantuvo una intensa relación con la actriz española exiliada en Francia María Casares, hija de Santiago Casares, jefe de gobierno de la República española.
      Entre sus principales obras se encuentra El extranjero (1942), novela en la que describe las vicisitudes de un individuo incapaz de expresar “sentimientos” o de forjarse una “moral” acordes, que vive la escisión entre razón-sensación-emoción, y reacciona sin razón ni motivo aparente.
      Su novela La peste (1947) supone un cierto cambio en su pensamiento: la idea de la solidaridad y la capacidad de resistencia humana frente a la tragedia de vivir se impone a la noción del absurdo. La peste es a la vez una obra realista y alegórica, una reconstrucción mítica de los sentimientos del hombre europeo de la posguerra, de sus terrores más agobiantes.
      El autor precisó su nueva perspectiva en otros escritos, como el ensayo El hombre en rebeldía (1951) y en relatos breves como La caída y El exilio y el reino, obras en que orientó su moral de la rebeldía hacia un ideal que salvara los más altos valores morales y espirituales, cuya necesidad le parece tanto más evidente cuanto mayor es su convicción del absurdo del mundo.
      El periodista y escritor Olivier Todd, autor de una biografía de Camus, lo califica como “un escritor peligroso (porque) nos obliga a cuestionar muchas de nuestras convicciones”.
RGT
México / Distrito Federal
http://www.conaculta.gob.mx/detalle-nota/?id=10518

(Fragmento).
I
 Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
   El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y regresaré mañana por la noche. Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo negármelos ante una excusa semejante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle: «No es culpa mía.» No me respondió. Pensé entonces que no debía haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarme. Más bien le correspondía a él presentarme las condolencias. Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me vea de luto. Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo habrá adquirido aspecto más oficial.
   Tomé el autobús a las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restaurante de Celeste como de costumbre. Todos se condolieron mucho de mí, y Celeste me dijo: «Madre hay una sola.» Cuando partí, me acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco aturdido pues fue necesario que subiera hasta la habitación de Manuel para pedirle prestados una corbata negra y un brazal. El perdió a su tío hace unos meses.
   Corrí para alcanzar el autobús. Me sentí adormecido sin duda por la prisa y la carrera, añadidas a los barquinazos, al olor a gasolina y a la reverberación del camino y del cielo. Dormí casi todo el trayecto. Y cuando desperté, estaba apoyado contra un militar que me sonrió y me preguntó si venía de lejos. Dije «sí» para no tener que hablar más.
   El asilo está a dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá en seguida. Pero el portero me dijo que era necesario ver antes al director. Como estaba ocupado, esperé un poco. Mientras tanto, el portero me estuvo hablando, y en seguida vi al director. Me recibió en su despacho. Era un viejecito condecorado con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la mano y la retuvo tanto tiempo que yo no sabía cómo retirarla. Consultó un legajo y me dijo: «La señora de Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén.» Creí que me reprochaba alguna cosa y empecé a darle explicaciones. Pero me interrumpió: «No tiene usted por qué justificarse, hijo mío. He leído el legajo de su madre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Ella necesitaba una enfermera. Su salario es modesto. Y, al fin de cuentas, era más feliz aquí.» Dije: «Sí, señor director.» El agregó: «Sabe usted, aquí tenía amigos, personas de su edad. Podía compartir recuerdos de otros tiempos. Usted es joven y ella debía de aburrirse con usted.»
   Era verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era por la fuerza de la costumbre. Al cabo de unos meses habría llorado si se la hubiera retirado del asilo. Siempre por la fuerza de la costumbre. Un poco por eso en el último año casi no fui a verla. Y también porque me quitaba el domingo, sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús, tomar los billetes y hacer dos horas de camino.
   El director me habló aún. Pero casi no le escuchaba. Luego me dijo: «Supongo que usted quiere ver a su madre.» Me levanté sin decir nada, y salió delante de mí. En la escalera me explicó: «La hemos llevado a nuestro pequeño depósito. Para no impresionar a los otros. Cada vez que un pensionista muere, los otros se sienten nerviosos durante dos o tres días. Y dificulta el servicio.» Atravesamos un patio en donde había muchos ancianos, charlando en pequeños grupos. Callaban cuando pasábamos. Y reanudaban las conversaciones detrás de nosotros. Hubiérase dicho un sordo parloteo de cotorras. En la puerta de un pequeño edificio el director me abandonó: «Le dejo a usted, señor Meursault. Estoy a su disposición en mi despacho. En principio, el entierro está fijado para las diez de la mañana. Hemos pensado que así podría usted velar a la difunta. Una última palabra: según parece, su madre expresó a menudo a sus compañeros el deseo de ser enterrada religiosamente. He tomado a mi cargo hacer lo necesario. Pero quería informar a usted.» Le di las gracias. Mamá, sin ser atea, jamás había pensado en la religión mientras vivió.
   Entré. Era una sala muy clara, blanqueada a la cal, con techo de vidrio. Estaba amueblada con sillas y caballetes en forma de X. En el centro de la sala, dos caballetes sostenían un féretro cerrado con la tapa. Sólo se veían los tornillos relucientes, hundidos apenas, destacándose sobre las tapas pintadas de nogalina. Junto al féretro estaba una enfermera árabe, con blusa blanca y un pañuelo de color vivo en la cabeza.
   En ese momento el portero entró por detrás de mí. Debió de haber corrido. Tartamudeó un poco: «La hemos tapado, pero voy a destornillar el cajón para que usted pueda verla.» Se aproximaba al féretro cuando lo paré. Me dijo: «¿No quiere usted?» Respondí: «No.» Se detuvo, y yo estaba molesto porque sentía que no debí haber dicho esto. Al cabo de un instante me miró y me preguntó: «¿Por qué?», pero sin reproche, como si estuviera informándose. Dije: «No sé.» Entonces, retorciendo el bigote blanco, declaró, sin mirarme: «Comprendo.» Tenía ojos hermosos, azul claro, y la tez un poco roja. Me dio una silla y se sentó también, un poco a mis espaldas. La enfermera se levantó y se dirigió hacia la salida. El portero me dijo: «Tiene un chancro.» Como no comprendía, miré a la enfermera y vi que llevaba, por debajo de los ojos, una venda que le rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz la venda estaba chata. En su rostro sólo se veía la blancura del vendaje.
   Cuando hubo salido, el portero habló: «Lo voy a dejar solo.» No sé qué ademán hice, pero se quedó, de pie detrás de mí. Su presencia a mis espaldas me molestaba. Llenaba la habitación una hermosa luz de media tarde. Dos abejorros zumbaban contra el techo de vidrio. Y sentía que el sueño se apoderaba de mí. Sin volverme hacia él, dije al portero: «¿Hace mucho tiempo que está usted aquí?» Inmediatamente respondió: «Cinco años», como si hubiese estado esperando mi pregunta.
   Charló mucho en seguida. Se habría que dado muy asombrado si alguien le hubiera dicho que acabaría de portero en el asilo de Marengo. Tenía sesenta y cuatro años y era parisiense. Le interrumpí en ese momento: «¡Ah! ¿Usted no es de aquí?» Luego recordé que antes de llevarme a ver al director me había hablado de mamá. Me había dicho que era necesario enterrarla cuanto antes porque en la llanura hacía calor, sobre todo en esta región. Entonces me había informado que había vivido en París y que le costaba mucho olvidarlo. En París se retiene al muerto tres, a veces cuatro días. Aquí no hay tiempo; todavía no se ha hecho uno a la idea cuando hay que salir corriendo detrás del coche fúnebre. Su mujer le había dicho: «Cállate, no son cosas para contarle al señor.» El viejo había enrojecido y había pedido disculpas. Yo intervine para decir: «Pero no, pero no...» Me pareció que lo que contaba era apropiado e interesante.
   En el pequeño depósito me informó que había ingresado en el asilo como indigente. Como se sentía válido, se había ofrecido para el puesto de portero. Le hice notar que en resumidas cuentas era pensionista. Me dijo que no. Ya me había llamado la atención la manera que tenía de decir: «ellos», «los otros» y, más raramente, «los viejos», al hablar de los pensionistas, algunos de los cuales no tenían más edad que él. Pero, naturalmente, no era la misma cosa. El era portero y, en cierta medida, tenía derechos sobre ellos.
   La enfermera entró en ese momento. La tarde había caído bruscamente. La noche habíase espesado muy rápidamente sobre el vidrio del techo. El portero oprimió el conmutador y quedé cegado por el repentino resplandor de la luz. Me invitó a dirigirme al refectorio para cenar. Pero no tenía hambre. Me ofreció entonces traerme una taza de café con leche. Como me gusta mucho el café con leche, acepté, y un momento después regresó con una bandeja. Bebí. Tuve deseos de fumar. Pero dudé, porque no sabía si podía hacerlo delante de mamá. Reflexioné. No tenía importancia alguna. Ofrecí un cigarrillo al portero y fumamos.
   En un momento dado, me dijo: «Sabe usted, los amigos de su señora madre van a venir a velarla también. Es la costumbre. Tengo que ir a buscar sillas y café negro.» Le pregunté si se podía apagar una de las lámparas. El resplandor de la luz contra las paredes blancas me fatigaba. Me dijo que no era posible. La instalación estaba hecha así: o todo o nada. Después no le presté mucha atención. Salió, volvió, dispuso las sillas. Sobre una de ellas apiló tazas en torno de una cafetera. Luego se sentó enfrente de mí, del otro lado de mamá. También estaba la enfermera, en el fondo, vuelta de espaldas. Yo no veía lo que hacía. Pero por el movimiento de los brazos me pareció que tejía. La temperatura era agradable, el café me había recalentado y por la puerta abierta entraba el aroma de la noche y de las flores. Creo que dormité un poco.
   Me despertó un roce. Como había tenido los ojos cerrados, la habitación me pareció aún más deslumbrante de blancura. Delante de mí no había ni la más mínima sombra, y cada objeto, cada ángulo, todas las curvas, se dibujaban con una pureza que hería los ojos. En ese momento entraron los amigos de mamá. Eran una decena en total, y se deslizaban en silencio en medio de aquella luz enceguecedora. Se sentaron sin que crujiera una silla. Los veía como no he visto a nadie jamás, y ni un detalle de los rostros o de los trajes se me escapaba. Sin embargo, no los oía y me costaba creer en su realidad. Casi todas las mujeres llevaban delantal, y el cordón que les ceñía la cintura hacía resaltar aún más sus abultados vientres. Nunca había notado hasta qué punto podían tener vientre las mujeres ancianas. Casi todos los hombres eran flaquísimos y llevaban bastón. Me llamaba la atención no ver los ojos en los rostros, sino solamente un resplandor sin brillo en medio de un nido de arrugas. Cuando se hubieron sentado, casi todos me miraron e inclinaron la cabeza con modestia, los labios sumidos en la boca desdentada, sin que pudiera saber si me saludaban o si se trataba de un tic. Creo más bien que me saludaban. Advertí en ese momento que estaban todos cabeceando, sentados enfrente de mí, en torno del portero. Por un momento tuve la ridícula impresión de que estaban allí para juzgarme.
   Poco después una de las mujeres se echó a llorar. Estaba en segunda fila, oculta por una de sus compañeras, y no la veía bien. Lloraba con pequeños gritos, regularmente; me parecía que no se detendría jamás. Los demás parecían no oírla. Se mostraban abatidos, tristes y silenciosos. Miraban el féretro o a sus bastones, o a cualquier cosa, pero no miraban a nada más. La mujer seguía llorando. Yo estaba muy asombrado porque no la conocía. Hubiera querido no oírla más. Sin embargo, no me atrevía a decírselo. El portero se inclinó hacia ella y le habló, pero sacudió la cabeza, murmuró algo, y continuó llorando con la misma regularidad. El portero vino entonces hacia mi lado. Se sentó cerca de mí. Después de un rato bastante largo me informó sin mirarme: «Estaba muy unida con su señora madre. Dice que era su única amiga aquí y que ahora ya no le queda nadie »
   Quedamos un largo rato así. Los suspiros y los sollozos de la mujer se hicieron más raros. Sorbía mucho, luego calló por fin. Yo no tenía más sueño, pero me sentía fatigado y me dolía la cintura. Ahora me resultaba penoso el silencio de todas esas gentes. Sólo de vez en cuando oía un ruido singular y no podía comprender qué era. A la larga acabé por adivinar que algunos de los ancianos chupaban el interior de las mejillas y dejaban escapar unos raros chasquidos. Tan absortos estaban en sus pensamientos que ni se daban cuenta. Tenía la impresión de que aquella muerta, acostada en medio de ellos, no significaba nada ante sus ojos Pero creo ahora que era una impresión falsa.
   Todos tomamos café, servido por el portero. Después, no sé más. La noche pasó. Recuerdo que en cierto momento abrí los ojos y vi que los ancianos dormían amontonados, excepto uno que me miraba fijamente, con la barbilla apoyada en el dorso de las manos aferradas al bastón, como si no esperase sino mi despertar. Luego volví a dormirme. Me desperté porque cada vez me dolía mas la cintura. El día resbalaba sobre el techo de vidrio. Poco después uno de los ancianos se despertó, y tosió mucho. Escupía en un gran pañuelo a cuadros y cada una de las escupidas era como un desgarramiento. Despertó a los demás, y el portero dijo que debían marcharse. Se levantaron. La incómoda velada les había dejado los rostros de color ceniza. Al salir, con gran asombro mío, todos me estrecharon la mano, como si esa noche durante la cual no cambiamos una palabra hubiese acrecentado nuestra intimidad.
   Estaba fatigado. El portero me condujo a su habitación y pude arreglarme un poco. Tomé café con leche, que estaba muy bueno. Cuando salí era completamente de día. Sobre las colinas que separan a Marengo del mar, el cielo estaba arrebolado. Y el viento traía olor a sal. Se preparaba un hermoso día. Hacía mucho que no iba al campo y sentía el placer que habría tenido en pasearme de no haber sido por mamá.
   Pero esperé en el patio, debajo de un plátano. Aspiraba el olor de la tierra fresca y no tenía más sueño. Pensé en los compañeros de oficina. A esta hora se levantaban para ir al trabajo; para mí era siempre la hora más difícil. Reflexioné un momento sobre esas cosas, pero me distrajo una campana que sonaba en el interior de los edificios. Hubo movimientos detrás de las ventanas: luego, todo quedó en calma. El sol estaba algo más alto en el cielo; comenzaba a calentarme los pies. El portero cruzó el patio y me dijo que el director me llamaba. Fui a su despacho. Me hizo firmar cierta cantidad de documentos. Vi que estaba vestido de negro con pantalón a rayas. Tomó el teléfono y me interpeló: «Los empleados de pompas fúnebres han llegado hace un momento. Voy a pedirles que vengan a cerrar el féretro. ¿Quiere usted ver antes a su madre por última vez?» Dije que no. Ordenó por teléfono, bajando la voz: «Figeac, diga usted a los hombres que pueden ir.»
   En seguida me dijo que asistiría al entierro y le di las gracias. Se sentó ante el escritorio y cruzó las pequeñas piernas. Me advirtió que yo y él estaríamos solos, con la enfermera de servicio. En principio los pensionistas no debían de asistir a los entierros.
 El sólo les permitía velar. «Es cuestión de humanidad», señaló. Pero en este caso había autorizado a seguir el cortejo a un viejo amigo de mamá: «Tomás Pérez». Aquí e director sonrió. Me dijo: «Comprende usted, es un sentimiento un poco pueril. Pero él y su madre casi no se separaban. En el asilo les hacían bromas; le decían a Pérez: 'Es su novia.' Pérez reía. Aquello les complacía. La muerte de la señora de Meursault le ha afectado mucho. Creí que no debía de negarle la autorización. Pero le prohibí velarla ayer, por consejo del médico visitador.»
   Quedamos silenciosos bastante tiempo. El director se levantó y miró por la ventana del despacho. Después de un momento observó:
   «Ahí está el cura de Marengo. Viene antes de la hora.» Me advirtió que llevaría tres cuartos de hora de marcha, por lo menos, llegar a la iglesia, que se halla en el pueblo mismo. Bajamos, Delante del edificio estaban el cura y dos monaguillos. Uno de éstos tenía el incensario, y el sacerdote se inclinaba hacia él para regular el largo de la cadena de plata. Cuando llegamos, el sacerdote se incorporó. Me llamó "hijo mío" y me dijo algunas palabras. Entró; yo le seguí.
   Vi de una ojeada que los tornillos del féretro estaban hundidos y que había cuatro hombres negros en la habitación. Oí al mismo tiempo al director decirme que el coche esperaba en la calle y al sacerdote comenzar las oraciones. A partir de ese momento todo se desarrolló muy rápidamente. Los hombres avanzaron hacia el féretro con un lienzo. El sacerdote, sus acompañantes, el director y yo salimos. Delante de la puerta estaba una señora que no conocía. «El señor Meursault», dijo el director. No oí el nombre de la señora y comprendí solamente que era la enfermera delegada. Inclinó sin una sonrisa el rostro huesudo y largo. Luego nos apartamos para dejar pasar el cuerpo. Seguimos a los hombres que lo llevaban y salimos del asilo. Delante de la puerta estaba el coche. Lustroso, oblongo y brillante, hacía pensar en una caja de lápices. A su lado estaban el empleado de la funeraria, hombrecillo de traje ridículo y un anciano de aspecto tímido. Comprendí que era Pérez. Llevaba un fieltro blando de copa redonda y alas anchas (se lo quitó cuando el féretro pasó por la puerta) un traje cuyo pantalón se arrollaba sobre los zapatos, y un lazo de género negro demasiado pequeño para la camisa de cuello blanco grande. Los labios le temblaban bajo la nariz mechada de puntos negros. Los cabellos blancos, bastante finos, dejaban pasar unas curiosas orejas, colgantes y mal orladas, cuyo color rojo sangre me sorprendió en aquella pálida fisonomía. El hombre de la funeraria nos indicó nuestros lugares. El sacerdote caminaba delante; luego el coche; en torno de él, los cuatro hombres. Detrás, el director, yo y, cerrando la marcha, la enfermera delegada y Pérez.
   El cielo estaba lleno de sol. Comenzaba a pesar sobre la tierra y el calor aumentaba rápidamente. No sé por qué habíamos esperado tanto tiempo antes de ponernos en marcha. Tenía calor con mi traje oscuro El viejecito, que se había cubierto, se quitó nuevamente el sombrero. Me había vuelto un poco hacia su lado y le miraba cuando el director me habló de él. Me dijo que a menudo mi madre y Pérez iban a pasear por la tarde hasta el pueblo, acompañados por una enfermera. Miré el campo a mi alrededor. A través de las líneas de cipreses que aproximaban las colinas al cielo, de aquella tierra rojiza y verde, de aquellas casas, pocas y bien dibujadas, comprendía a mi madre. La tarde, en esta región, debía de ser como una tregua melancólica. Hoy, el sol desbordante que hacía estremecer el paisaje, lo tornaba inhumano y deprimente.
     Nos pusimos en marcha. En ese momento noté que Pérez renqueaba ligeramente. Poco a poco el coche tomaba velocidad y el anciano perdía terreno. Uno de los hombres que rodeaban el coche también se había dejado pasar y caminaba ahora a mi altura. Me sorprendía la rapidez con qué el sol se elevaba en el cielo. Advertí que hacía ya tiempo que el campo resonaba con el canto de los insectos y el crujir de la hierba. El sudor me corría por las mejillas. Como no tenía sombrero, me abanicaba con el pañuelo. El empleado de pompas fúnebres me dijo entonces algo que no oí. Al mismo tiempo se enjugaba el cráneo con un pañuelo que tenía en la mano izquierda, mientras que con la derecha levantaba el borde de la gorra. Le dije: «¿Cómo?» Repitió señalando al cielo: «Está sofocante.» Dije: «Sí.» Poco después me preguntó: «¿Es su madre la que va ahí?» Otra vez dije: «Sí.» «¿Era vieja?» Respondí: «Más o menos», pues no sabía la edad exacta. En seguida se calló. Me di vuelta y vi al viejo Pérez a unos cincuenta metros detrás de nosotros. Se apresuraba columpiando el sombrero al vaivén del brazo Mire también al director. Caminaba con mucha dignidad, sin un gesto inútil. Algunas gotas de sudor le perlaban la frente pero no las enjugaba.
   Me pareció que el cortejo marchaba un poco mas de prisa. A mi alrededor continuaba siempre el mismo campo luminoso colmado de sol. El resplandor del cielo era insostenible. En un momento dado pasamos por una parte del camino que había sido arreglada recientemente: El sol había hecho estallar el alquitrán. Los pies se hundían en el y dejaban abierta su carne brillante. Por encima del coche, la galera luciente del cochero parecía haber sido amasada con ese fango negro. Yo estaba un poco perdido entre el cielo azul y blanco y la monotonía de aquellos colores, negro viscoso del alquitrán abierto, negro opaco de las ropas, negro lustroso del coche. Todo esto, el sol, el olor del cuero y del estiércol del coche, el del barniz y el del incienso y la fatiga de una noche de insomnio, me turbaba la mirada y las ideas. Me volví una vez más: Pérez me pareció muy lejos, perdido en una nube de calor; luego, no lo divisé más. Lo busqué con la mirada y vi que había dejado el camino y tomado a campo traviesa. Comprobé también que el camino doblaba delante de mí. Comprendí que Pérez, que conocía la región, cortaba campo para alcanzarnos. Al dar la vuelta se nos había reunido. Luego lo perdimos. Volvió a tomar a campo traviesa, y así varias veces. Yo sentía la sangre que me golpeaba en las sienes.
     Todo ocurrió en seguida con tanta precipitación, certidumbre y naturalidad, que no recuerdo nada más. Sólo una cosa: a la entrada del pueblo la enfermera delegada me habló. Tenía una voz singular, que no correspondía a su rostro; una voz melodiosa y trémula. Me dijo: «Si uno anda despacio, corre el riesgo de una insolación. Pero si anda demasiado aprisa, transpira y, en la iglesia, pesca un resfriado.» Tenía razón. No había escapatoria. Todavía retengo algunas imágenes de aquel día: por ejemplo, el rostro de Pérez cuando se nos reunió cerca del pueblo por última vez. Gruesas lágrimas de nerviosidad y de pena le chorreaban por las mejillas. Pero las arrugas no las dejaban caer. Se extendían, se juntaban y formaban un barniz de agua sobre el rostro marchito. Hubo también la iglesia y los aldeanos en las aceras, los geranios rojos en las tumbas del cementerio, el desvanecimiento de Pérez (habríase dicho un títere dislocado), la tierra color de sangre que rodaba sobre el féretro de mamá, la carne blanca de las raíces que se mezclaban, gente aún, voces, el pueblo, la espera delante de un café el incesante ronquido del motor, y mi alegría cuando el autobús entró en el nido de luces de Argel y pensé que iba a acostarme y a dormir durante doce horas.

domingo, 11 de mayo de 2014

Boccaccio G. Obra: Laberinto de amor.


El poeta y humanista italiano Giovanni Boccaccio, uno de los más grandes escritores de todos los tiempos, nació en el año 1313. Hijo ilegítimo de un rico mercader italiano y una noble francesa, pasó su infancia en Florencia y luego fue enviado a estudiar a Nápoles para que se formara en el mundo de los negocios. Por entonces esa ciudad era uno de los centros intelectuales más importantes de Italia y Boccaccio decidió abandonar los ambientes comerciales.
Estudió derecho y lenguas clásicas e inició su producción literaria con una serie de poemas amorosos que reflejaban su admiración por el mundo grecorromano y su amor por una desconocida mujer a la que llama `Fiammetta`. Hacia 1340 regresó a Florencia y desempeñó varios cargos diplomáticos en el gobierno de la ciudad, y en 1350 conoció al gran poeta y humanista Petrarca, con el que mantuvo
una estrecha amistad. Su obra más importante es `El decamerón`, cuya versión cinematográfica fue llevada a la pantalla grande por el director italiano Pier Paolo Pasolini en 1971. Se trata de una colección de cien relatos iniciada en 1348 y finalizada en 1353 donde un grupo de amigos `educados y discretos` (siete mujeres y tres hombres) escapan a un brote de peste y se refugian en una villa de las afueras de Florencia. Allí se entretienen unos a otros durante un período de diez días (de ahí el título) con una serie de relatos contados por cada uno de ellos por turno. El hecho de que
la imprenta todavía no se inventaba no impidió que del libro se hicieran infinidad de copias manuscritas y que fuera traducido con rapidez a otros idiomas. Entre otros de sus escritos se encuentran `Il filocolo` (1336), `Filostrato` (1338), `Teseida` (1340-1341), `Elegía de madonna Fiammetta` (1343-1344), y `Il corbaccio` (1354). Sus últimos años los dedicó a la meditación religiosa. Falleció el 21 de diciembre de 1375.

Laberinto de amor.
El Corbacho es el título de ésta obra, cuyo subtítulo es el Laberinto de amor.El Corbacho (Corbaccio) fue escrito entre 1354 y 1355. Es un relato cuya trama, tenue y artificiosa, no es más que un pretexto para un debate moral y satírico. Tanto por su tono como por su finalidad, la obra se inscribe en la tradición de la literatura misógina. El título hace quizá referencia al cuervo, considerado un símbolo de mal augurio y de una pasión descontrolada, según otros hace referencia al español corbacho (vergajo con que el cómitre fustigaba a los galeotes). La obra lleva el subtítulo de Laberinto de amor (Laberinto d`Amore). La primera edición de esta obra se realizó en Florencia en 1487.
El tono misógino del Corbacho es probablemente consecuencia de la crisis que en Boccaccio produjo su relación con el monje sienés. Existen numerosas obras literarias en la tradición occidental de carácter misógino, desde Juvenal hasta Jerónimo de Estridón, por citar sólo algunas.
La composición tiene su origen en un enamoramiento poco exitoso de Boccaccio. Ya cuarentón, se enamoró de una bella viuda y le escribió cartas requiriéndola de amores. La mujer mostró las cartas a sus allegados, burlándose de Boccaccio por su origen plebeyo y por su edad. El libro es la venganza del autor, que no dirige sólo contra la viuda, sino contra todo el sexo femenino.
El autor sueña que se mueve por lugares encantadores (las lisonjas del amor), cuando de repente se encuentra en una inextricable selva, el Laberinto de amor, llamado también la Pocilga de Venus. Allí, convertidos en animales, expían sus pecados los miserables engañados por el amor de la mujer. Aparece el espectro del difunto marido de la viuda, quien le relata minuciosamente los innumerables vicios y defectos de su esposa. Como penitencia ordena a Boccaccio que revele lo que ha visto y oído.

Esta obra influyó en la obra del mismo título de Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera
Fuente:N.N.

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