lunes, 7 de abril de 2014

Anne Rice: literatura gay vampírica.


LA LITERATURA GAY VAMPÍRICA y
ANNE RICE.

 

Nadie duda del vampiro como una fuerza sensual y seductora. Sin embargo, esa fuerza sensual y seductora del vampiro en la escritora Anne Rice, no solo está orientada en los opuestos masculino-femenino clásicos de la Literatura sino, que va más allá de una tradición literaria.
La pupila abarcadora y total de lo erótico está en los amantes como en los objetos y ambientes narrados. Lo erótico y sensual de Anne Rice abarca la realidad misma con una pupila que va erotizando todo a su paso.

Ejemplo de esta formidable fuerza arrolladora en su narrativa la encontramos en el siguiente fragmento de su trilogía vampírica.

"La Historia de Armand

(Fragmento).



(...)

Amor y amor y amor en el beso del vampiro. Un amor que bañó a Armand, que le limpió, esto es todo, mientras era transportado a la góndola y ésta avanzaba como un gran escarabajo siniestro por el estrecho canal hasta las alcantarillas bajo otra casa.

Ebrio de placer. Ebrio de las manos blancas y sedosas que alisaban su cabello y de la voz que le llamaba hermoso; ebrio del rostro que, en instantes de emoción, se llenaba de expresividad para hacerse luego más sereno y deslumbrante que si fuera de alabastro y joyas. Un rostro como un remanso de agua bajo el claro de luna: un roce, aunque sea con las yemas de los dedos, y toda su vida sale a la superficie, para, a continuación, desvanecerse de nuevo en la quietud.

Ebrio a la luz de la mañana con el recuerdo de esos besos, cuando, a solas, abría una puerta tras otra y descubría libros, mapas y estatuas de granito y de mármol, cuando los otros aprendices le localizaban y le conducían pacientemente a su trabajo para enseñarle a mezclar los colores puros con la yema de huevo y a extender la laca de la yema de huevo sobre los paneles, y para guiarle por el andamio mientras los artistas aplicaban cuidadosas pinceladas en el borde mismo de la enorme escena de sol y nubes, mostrándole aquellos grandes rostros y manos y alas angelicales que sólo podía tocar el pincel del Maestro.

Ebrio cuando se sentaba a la larga mesa con ellos y se atiborraba de deliciosos platos que no había probado hasta entonces y de vino que nunca se agotaba.

Y cayendo dormido finalmente, para despertar en ese momento del crepúsculo en que el Maestro se presentaba junto a la enorme cama, espléndido como un producto de la imaginación con su ropa de terciopelo rojo, su tupida cabellera blanca brillando a la luz de la lámpara y la felicidad más natural e ingenua en sus brillantes ojos azules cobalto. Y el beso mortal.

—Ah, sí, no separarme nunca de ti, sí..., sin miedo.

—Pronto, querido mío, estaremos unidos de verdad.

Antorchas encendidas por toda la casa. El Maestro en lo alto del andamio con el pincel en la mano: «Quédate aquí, a la luz; no te muevas», y horas y horas inmóvil en la misma posición hasta ver, poco antes del amanecer, sus propias facciones en el lienzo, las facciones del ángel. Y el amo sonriéndole mientras avanzaba por el interminable corredor...

—No, Maestro, no me dejes. Permite que me quede contigo, no te vayas...

Nuevamente, la luz del día. Y dinero en los bolsillos, oro de ley, y el fasto de Venecia con sus canales de aguas verdes oscuras entre los muros de los palacios, y los otros aprendices caminando del brazo con él, y el aire fresco y el cielo azul sobre la plaza de San Marcos como algo que sólo hubiera soñado en la infancia. Y, al atardecer, de nuevo el palazzo y la entrada del Maestro, el Maestro inclinado con el pincel sobre la pequeña tabla, trabajando cada vez más deprisa bajo la mirada de los aprendices, entre horrorizada y fascinada, y el Maestro levantando la vista hacia él y dejando a un lado el pincel y llevándoselo del enorme estudio mientras los demás seguían trabajando hasta la medianoche, y su rostro entre las manos del Maestro para recibir, de nuevo a solas en la alcoba, aquel secreto (nunca contárselo a nadie) beso.

¿Dos años? ¿Tres? Imposible recrear o abarcar con palabras el esplendor de esa época: las flotas que zarpaban del puerto hacia la guerra, los himnos que se entonaban ante los altares bizantinos, las representaciones de la Pasión y de los milagros que se celebraban en los estrados de las iglesias y en las plazas, con su boca del infierno y sus demonios retozones, y los deslumbrantes mosaicos que cubrían los muros de San Marcos y de San Zanipolo y del Palazzo Ducale, y los pintores que trabajaban en esas calles, Giambono, Uccello, el Vivarini y el Bellini, y los continuos días de fiesta y de procesiones. Y siempre de madrugada, en las enormes estancias del palazzo iluminadas con antorchas, él a solas con el Maestro mientras los demás dormían encerrados bajo llave en sus alcobas. El pincel del Maestro moviéndose vertiginosamente sobre la tabla colocada ante él, como si estuviera descubriendo el cuadro en lugar de crearlo...; el sol y el cielo y el mar extendiéndose bajo el dosel que formaban las alas del ángel.

Y esos momentos horribles e inevitables en que el Maestro se ponía en pie gritando, arrojando los botes de pintura en todas direcciones, y se llevaba las manos a los ojos como si quisiera arrancárselos de las cuencas.

—¿Por qué no puedo ver? ¿Por qué no veo mejor que los mortales?

El muchacho apretado contra su maestro. Esperando el éxtasis del beso. Un secreto oscuro, no revelado. El Maestro saliendo por la puerta sin ser visto, un rato antes del amanecer.

—Déjame ir contigo, Maestro.

—Pronto, querido mío, mi amor, mi pequeño, cuando seas lo bastante fuerte y alto y haya desaparecido de ti toda imperfección. Ve ahora y disfruta de todos los placeres que te aguardan, goza del amor de una mujer durante las próximas noches, y goza también del amor de un hombre. Olvida las penas que conociste en el burdel y saborea esas cosas mientras te quede tiempo.

Y rara era la noche que terminaba sin que la figura del Maestro volviera, justo antes de salir el sol, y le acompañaría muchas veces durante las horas de luz, hasta que, con el crepúsculo, llegara de nuevo el beso mortal.

Aprendió a leer y a escribir. Se encargaba de llevar las pinturas a sus destinos finales en las iglesias y las capillas de los grandes palacios, de cobrar las obras entregadas y de comprar los óleos y pigmentos. Reñía a los criados cuando las camas se quedaban por hacer y las comidas no estaban a tiempo. Y, adorado por los aprendices, éstos se despedían llorando cuando, terminado el aprendizaje, los enviaba a su nuevo servicio. Le leía poesía al Maestro mientras éste pintaba, y aprendió a tocar el laúd y a cantar tonadas.

Y en las tristes ocasiones en que el Maestro abandonaba Venecia durante muchas noches seguidas, era él quien gobernaba la casa en su ausencia, ocultando su zozobra a los demás y sabiendo que ésta sólo terminaría cuando regresara el Maestro.

Y una noche, por fin, en las horas de la madrugada en que hasta Venecia duerme:

—Ha llegado el momento, hermoso mío, de que vengas a mí y te conviertas en lo que soy. ¿Es éste tu deseo?

—Sí.

—Te alimentarás siempre en secreto con la sangre de los malhechores, como yo hago, y guardarás este secreto hasta el fin de los tiempos.

—Hago la promesa, me entrego, lo deseo..., deseo estar contigo, Maestro mío, para siempre. Tú eres el creador de todo lo que soy. Nunca ha existido un deseo tan intenso.

El pincel del Maestro señalaba la pintura que se alzaba hasta el techo, por encima de las hileras de andamios.

—Éste es el único sol que volverás a ver siempre. Pero dispondrás de un milenio de noches para ver la luz como ningún mortal la ha visto nunca, para arrancar de las lejanas estrellas, como si fueras otro Prometeo, una iluminación eterna con la cual comprender todas las cosas.

¿Cuántos meses transcurridos tras esto? ¿Cuántos meses de vagar sin rumbo bajo el dominio del Don Oscuro?

Toda una vida nocturna de deambular juntos por las callejas y los canales —indiferente al peligro de la oscuridad y ya sin miedo alguno—, y el antiquísimo éxtasis de la muerte, y nunca, jamás, un alma inocente. No, siempre la de un malhechor, y la mente conmovida hasta topar con Tifón, el asesino de su hermano, y luego el acto de apurar la maldad de la víctima humana y de transmutarla en éxtasis. El Maestro, marcando el camino; el festín, compartido.

Y luego la pintura, las horas solitarias con el milagro de su nueva habilidad, el pincel moviéndose a veces sobre la superficie esmaltada como dotado de voluntad propia, y los dos juntos pintando con furia sobre el tríptico, y los aprendices mortales dormidos entre los botes de pintura y las botellas de vino. Y solamente un misterio que perturba la felicidad, el misterio de que, como en el pasado, el Maestro debía abandonar Venecia de vez en cuando para emprender un viaje que parecía interminable a quienes quedaban dolidos por su ausencia.

Una separación aún más terrible, ahora. Cazar solo sin el Maestro, yacer a solas en el profundo sótano después de la caza, esperando. No escuchar el timbre de la risa del Maestro ni el latido de su corazón.

—¿Pero adonde vas? ¿Por qué no puedo ir contigo? —suplicó Armand. ¿No compartían el secreto? ¿Por qué, entonces, no le explicaba aquel misterio?

—No, querido mío, todavía no estás preparado para esta carga.

De momento ha de seguir siendo sólo mía, como lo ha sido durante más de mil años. Algún día me ayudarás en lo que constituye mi deber, pero eso sólo será cuando estés preparado para recibir el conocimiento, cuando hayas demostrado querer conocerlo de verdad y cuando seas lo bastante poderoso como para que nadie pueda arrancarte ese conocimiento en contra de tu voluntad. Quiero que entiendas que, hasta entonces, no tengo otra opción que dejarte al margen. Mi viaje es para atender a Los Que Deben Ser Guardados, como siempre he hecho.

Los Que Deben Ser Guardados.

Armand les daba vueltas en la cabeza a aquellas palabras, que le producían miedo. No obstante, lo peor era que apartaban de él al Maestro. Y sólo aprendió a superar ese miedo cuando comprobó que el Maestro volvía a él una y otra vez tras estas ausencias.

—Los Que Deben Ser Guardados están en paz, o en silencio —decía el Maestro, al tiempo que se quitaba de los hombros la capa de terciopelo roja—. Puede que nunca lleguemos a saber nada más del tema.

Y, de nuevo, Armand y el Maestro volcados en el festín, en la sigilosa persecución de los malhechores por las callejas venecianas.

¿Cuánto tiempo podría haber continuado aquello? ¿Lo que dura una vida mortal? ¿Lo que duran cien?

Y había transcurrido aproximadamente medio año de esta tenebrosa felicidad, cuando una noche, tras el crepúsculo, el Maestro se incorporó de su ataúd en el profundo sótano justo por encima del agua y anunció:

—¡Levántate, Armand, tenemos que marcharnos de aquí! ¡Ellos están aquí!

—¿Ellos, Maestro? ¿Quiénes? ¿Los Que Deben Ser Guardados?

—No, querido mío. Los otros. ¡Vamos, debemos darnos prisa!

—Pero, ¿cómo pueden hacernos daño? ¿Por qué tenemos que marcharnos?

Los rostros blancos tras las ventanas, los golpes a las puertas. El ruido de los cristales rotos. El Maestro volviendo la vista a un lado y a otro para contemplar los cuadros. El olor a humo. El olor a brea ardiendo. Los misteriosos asaltantes subían del sótano, y también bajaban del piso superior.

—¡Corre! ¡No hay tiempo para poner nada a salvo!

Escaleras arriba hasta el techo. Unas figuras oscuras y encapuchadas blandiendo antorchas a través del umbral, el fuego rugiendo en las habitaciones de la planta baja, haciendo estallar las ventanas y envolviendo en llamas la escalera. Todos los cuadros destruidos.

—¡Al tejado, Armand, vamos!

¡Criaturas como nosotros con aquellas siniestras indumentarias! Otros seres como nosotros. El Maestro dispersándolas en todas direcciones mientras corría escaleras arriba; los huesos de las criaturas quebrándose al golpearse contra el techo y las paredes.

—¡Blasfemo, hereje! —gritaron las voces. Los brazos agarraron a Armand y no le soltaron. Y arriba, en lo alto de la escalera, el Maestro se volvió hacia él y gritó:

—¡Armand! ¡Confía en tus fuerzas y ven!

Pero las criaturas se apelotonaban en persecución del Maestro, le rodeaban. Por cada una que él estrellaba contra la pared encalada, aparecían otras tres, hasta que más de cincuenta antorchas envolvieron las ropas de terciopelo del Maestro, sus largas mangas rojas y su cabello blanco. El fuego se alzó hasta el techo con un rugido mientras le consumía, transformado en una antorcha viviente; y, con todo, incluso envuelto en llamas, el Maestro se defendía quemando a sus atacantes mientras éstos arrojaban las teas a sus pies como si fueran astillas de leña.

Armand, mientras tanto, fue conducido abajo y sacado de la casa en llamas junto con los aprendices mortales, que chillaban de terror. Y fue llevado lejos de Venecia, surcando las aguas, entre gritos y sollozos, en las entrañas de un buque tan aterrador como la nave de los esclavos, hasta salir a mar abierto bajo el cielo de la noche.

—¡Blasfemo, blasfemo! —La fogata cada vez mayor, y el círculo de figuras encapuchadas a su alrededor, y el cántico más y más estentóreo—: ¡Al fuego!

Y mientras Armand contemplaba la escena, petrificado, vio cómo los aprendices mortales, sus hermanos, sus únicos hermanos, lanzaban alaridos de pánico mientras eran arrojados por el aire hasta caer en el seno de las llamas.

—¡No, basta, deteneos...! ¡Ellos son inocentes! ¡Por el amor de Dios, basta! ¡Son inocentes...!

Armand gritaba y gritaba, pero había llegado su turno. Pese a su resistencia, le estaban levantando del suelo con la intención de lanzarle hacia lo alto para que fuera a caer en la pira.

—¡Maestro, ayúdame! —exclamó. Tras esto, las palabras dieron paso a un único y prolongado grito lastimero.

Furioso, se debatió enérgicamente entre los gritos y patadas.

Pero advirtió que le habían arrastrado lejos del fuego, que le habían rescatado y devuelto a la vida. Y se encontró tendido en el suelo contemplando el cielo. Las llamas parecían lamer las estrellas, pero estaban lejos de él y ya no podía ni sentir su calor. Armand apreció el olor de sus ropas quemadas y de su cabello chamuscado. Lo peor era el dolor que sentía en el rostro y en las manos; la sangre seguía rezumando de él y apenas era capaz de mover los labios...

—... Todas las vanas obras del Maestro, destruidas. ¡Todas las vanas creaciones que había hecho entre los mortales con sus Poderes Oscuros, imágenes de ángeles y santos y mortales vivientes! ¿Quieres que te destruyamos a ti también? ¿O prefieres entrar al servicio de Satán? Toma una decisión. Ya has probado el fuego y éste te aguarda, hambriento de ti. El infierno te espera. ¿Vas a tomar la decisión...?

—... sí...

—... ¿Vas a servir a Satán como debe hacerse?

—Sí...

—... ¿Aceptas que todas las cosas del mundo son pura vanidad y te comprometes a que nunca utilizarás tu Poderes Oscuros para satisfacer ninguna vanidad mortal, ni para pintar, crear música, bailar o recitar para diversión de los mortales, sino para permanecer eternamente al exclusivo servicio de Satán? ¿Te comprometes a emplear tus Poderes Oscuros para seducir y aterrorizar y destruir, sólo destruir... ?

—Sí...

—... ¿A consagrarte a tu único amo, Satán, siempre y eternamente Satán? ¿A servir a tu verdadero amo y maestro en la oscuridad y el dolor y el sufrimiento? ¿A entregarle tu mente y tu corazón?

—Sí.

—¿Y a no ocultar secreto alguno a tus hermanos en Satán, a proporcionarles los conocimientos que poseas del blasfemo y de su carga... ?

Silencio.

—¡A explicar todo lo que conozcas sobre su carga! —insistieron las criaturas—. ¡Vamos, apresúrate, las llamas esperan!

—No os entiendo...

—¡Hablamos de Los Que Deben Ser Guardados! ¡Cuéntanos lo que sepas!

—¿Contaros qué? No sé nada, salvo que no quiero sufrir. Estoy muy asustado.

—Dinos la verdad, Hijo de las Tinieblas. ¿Dónde están? ¿Dónde se encuentran Los Que Deben Ser Guardados?

—No lo sé. Leed mi mente, si tenéis ese poder. Comprobaréis que no contiene nada que os pueda decir.

—¿Pero qué son? ¿No te lo ha contado nunca tu blasfemo maestro? ¿Qué son Los Que Deben Ser Guardados?

Así, pues, tampoco aquellas criaturas sabían a qué se refería el Maestro. El nombre no tenía más significado para ellas que para el propio Armand. «Cuando seas lo bastante poderoso como para que nadie pueda arrancarte ese conocimiento en contra de tu voluntad,» El Maestro había sido muy previsor.

—¿Qué significa ese nombre? ¿Dónde están? ¡Es preciso que nos des la respuesta!

—Os juro que no la tengo. Os lo juro por mi miedo, que es lo único que poseo ahora. ¡No lo sé!

Rostros lechosos apareciendo encima de él, uno tras otro. Los labios insípidos depositando besos dulces e intensos, las manos acariciándole y las relucientes gotitas de sangre rezumando de las muñecas de las criaturas. Estas querían descubrir la verdad en la sangre, pero, ¿qué importaba eso? La sangre era la sangre.

—Ahora eres el hijo del diablo.

—Sí.

—No llores por Marius, tu maestro. Marius está en el infierno, donde pertenece. ¡Bebe ahora la sangre curativa y levántate y baila con los de tu estirpe para gloria de Satán! ¡Bebe y la inmortalidad será tuya de verdad!

—Sí... —La sangre quemándole la lengua al levantar la cabeza; la sangre llenándole con tortuosa lentitud.— ¡Oh, por favor!

En torno a él, frases en latín y el pausado batir de unos tambores. Las criaturas se daban por satisfechas, sabían que había dicho la verdad. No le matarían y el éxtasis borró cualquier otra reflexión. El dolor de sus manos y de su rostro se había disuelto en el éxtasis...

—Levántate, joven, y únete a los Hijos de la Oscuridad.

—Sí.

Manos blancas tendidas hacia las suyas. Cornos y laúdes aullando sobre el batir de los tambores, arpas pulsadas en un rasgueo hipnótico mientras el círculo empezaba a moverse. Figuras encapuchadas vestidas de negro con túnicas de mendicante que ondulaban cuando alzaban las rodillas y doblaban el espinazo.

Y, soltándose las manos, dieron vueltas y saltaron y cayeron de nuevo, girando y girando, y una tonada se alzó en un murmullo cada vez más potente tras los labios cerrados.

El círculo siguió girando más deprisa. El murmullo era una gran vibración melancólica sin forma ni continuidad y, sin embargo, parecía una especie de lenguaje, el propio eco del pensamiento. Cada vez más potente, se alzó como un gemido que no lograra quebrarse en un grito.

Él hacía el mismo sonido, al unísono con los demás, y luego giraba y, mareado de dar vueltas, saltaba al aire, muy alto. Las manos le asían, los labios le besaban y él daba vueltas y más vueltas impulsado por los demás, alguien gritando en latín, otro respondiendo, otra voz gritando más fuerte, seguida de una nueva respuesta.

Estaba volando, rotas las ataduras con la tierra y con el terrible dolor de la muerte de su Maestro y de la destrucción de los cuadros y de la muerte de los mortales que había amado. El viento sopló de frente, y el calor le estalló en el rostro y en los ojos, pero la tonada era tan hermosa que no importaba que ignorara las palabras, que no pudiera rezarle a Satán o que no supiera creer ni rezar una oración como aquélla, pues nadie se daba cuenta de su ignorancia. Todos los demás, formando un coro, continuaron lanzando gemidos y lamentos y dando vueltas y saltando de nuevo; y luego, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, echaron la cabeza hacia atrás, cegados por las llamas que les lamían, y alguien gritó «¡Sí, SÍ!».

Y la música se alzó como una oleada. Tambores y panderetas desencadenaron un ritmo bárbaro en torno a Armand, mientras las voces se lanzaban por fin a una extravagante y acelerada melodía. Los vampiros alzaron los brazos entre aullidos y sus siluetas pasaron revoloteando ante él, presas de agitadas contorsiones, con las espaldas arqueadas y un taconeo nervioso. Era el júbilo de los diablillos en el infierno. La escena horrorizó a Armand, y, al mismo tiempo, le atrajo. Y cuando las manos le asieron y le hicieron dar vueltas sobre sí mismo, el joven se puso a taconear, a girar y a bailar como los demás, dejando que el dolor le atravesase, doblando las extremidades y dando la alarma a sus gritos.

Y, antes de que amaneciera, Armand se encontró delirando, rodeado por una decena de hermanos que le acariciaban y le tranquilizaban y le conducían peldaños abajo por una escalera que habían abierto en las entrañas de la Tierra.

Durante los meses que siguieron, Armand creyó soñar que su Maestro no había muerto entre las llamas. Soñó que su Maestro había caído del tejado, como un cometa flamante, a las aguas salvadoras del canal que corría debajo. Y que sobrevivía en lo más profundo de las montañas del norte de Italia. Y que le llamaba a su lado. El Maestro se hallaba en el santuario de Los Que Deben Ser Guardados.

A veces, en sus sueños, el Maestro aparecía poderoso y radiante como siempre le había visto; la belleza parecía ser su vestimenta. Otras veces, se presentaba en el suelo como una criatura ennegrecida y consumida, como un ascua dotada de vida, con los ojos enormes y amarillos. Únicamente su cabello blanco aparecía tan abundante y lustroso como Armand lo recordaba. El Maestro se arrastraba por el suelo, sin fuerzas, suplicándole ayuda. Y, detrás de él, una luz cálida surgía del santuario de Los Que Deben Ser Guardados; y, con la luz, llegaba el olor de incienso. Parecía haber allí una promesa de antigua magia, una promesa de belleza fría y exótica más allá de todo bien y de todo mal.

Pero todo aquello eran vanas imaginaciones. El Maestro le había dicho que el fuego y la luz del Sol podían destruirles y él mismo había visto al Maestro envuelto en llamas. Tener sueños de aquel tipo era como desear la vuelta a la vida mortal.

Y cuando Armand abría los ojos y contemplaba la Luna y las estrellas y el tranquilo espejo del mar que tenía ante él, se daba cuenta de que no había esperanzas ni penas ni alegrías. Todas estas emociones habían procedido del Maestro y éste ya no existía.

«Soy el hijo del diablo.» Aquello era poesía. Desapareció de él toda la fuerza de voluntad y no quedó nada, salvo la confraternidad de las tinieblas. Y su impulso cazador pasó a cebarse no sólo en los malhechores, sino también en los inocentes. La caza se transformó, por encima de todo, en un acto de crueldad.

En Roma, en la gran asamblea reunida en las catacumbas, saludó con una reverencia a Santino, el líder del grupo, quien descendió una escalinata de piedra para recibirle con los brazos abiertos. Aquel poderoso Maestro había nacido a las Tinieblas en tiempos de la peste negra y le contó a Armand la visión que le había asaltado en el año 1349, cuando la epidemia estaba en pleno furor, respecto a que nuestra raza era como la propia peste negra: una plaga sin explicación, destinada a hacer dudar al hombre, a hacerle dudar de la bondad y de la intervención divinas.

Santino condujo a Armand al santuario cubierto de cráneos humanos y le contó la historia de los vampiros.

Estos, igual que los lobos, habían existido en todas las épocas como un flagelo de la humanidad mortal. Y en la asamblea de Roma, sombra oscura de la Iglesia Católica, radicaba su perfección final.

Armand ya estaba al corriente de los rituales y de las prohibiciones más comunes. Ahora debía aprender las grandes leyes:

UNA: Que cada asamblea debe tener su líder y que sólo éste puede ordenar que se efectúe el Rito Oscuro sobre un mortal, además de ocuparse de que se observen como es debido las ceremonias.

DOS: Que no deben realizarse nunca el Rito Oscuro con un inválido, un tullido, un niño o un mortal incapaz de, incluso con los Poderes Oscuros, sobrevivir por su cuenta. Se entiende también que todos los mortales que reciban los Dones Oscuros deben ser hermosos, para que el insulto a Dios sea más grande cuando se efectúe sobre ellos el Rito Oscuro.

TRES: Que los vampiros viejos no deben realizar nunca este rito mágico para que la sangre de los novicios no sea demasiado fuerte, pues el poder de los vampiros crece con el tiempo de forma natural y los viejos tienen demasiado para transmitirlo. Las heridas, las quemaduras y otras catástrofes semejantes, si no logran destruir al Hijo de Satán, no hacen otra cosa que incrementar sus poderes una vez curado. Con todo, Satán protege a su rebaño del poder de los viejos vampiros, pues todos éstos, sin excepción, se vuelven locos.

A este respecto, Santino hizo observar a Armand que en aquel momento no había ningún vampiro vivo que tuviera más de trescientos años. Ninguno de los que aún vivían guardaba recuerdos de la fundación de la primera asamblea en Roma. El diablo llamaba a los vampiros a su lado con bastante frecuencia.

También hizo hincapié en que el efecto del Rito Oscuro era impredecible, aunque fuera realizado por un vampiro novicio y con todo el cuidado debido. Por razones que nadie conocía, algunos mortales se hacían fuertes como titanes cuando renacían como Hijos de las Tinieblas, mientras otros apenas pasaban de cadáveres ambulantes. Por eso debía escogerse con mucho cuidado a los mortales, y debía evitarse tanto a los que poseían un gran apasionamiento y una voluntad indomable como a los que carecían por completo de ambas cosas.

CUATRO: Que ningún vampiro puede destruir jamás a otro, salvo el amo de la asamblea, quien posee poder sobre la vida y la muerte de toda su grey, y, además, tiene la obligación de conducir al fuego a los viejos y a los locos cuando ya no pueden seguir sirviendo a Satán como es debido. Ese líder de la asamblea tiene la obligación de destruir a todos los vampiros que no han sido creados como es debido, y a aquellos que están tan malheridos que no podrían sobrevivir por sí solos. Y, por último, tiene también la obligación de procurar la destrucción de todos los proscritos y de quienes hayan quebrantado las leyes.

CINCO: Que ningún vampiro debe revelar jamás su verdadera naturaleza a un humano y permitir que éste siga viviendo. Ningún vampiro debe contar la historia de los vampiros a un mortal y dejarle seguir viviendo. Ningún vampiro debe contar por escrito la historia de los vampiros ni revelar ninguna información verídica sobre los mismos, para que los mortales no puedan descubrir tal historia y tomarla por cierta. Y ningún mortal debe enterarse nunca del nombre de un vampiro, salvo el de su lápida sepulcral, del mismo modo en que ningún vampiro debe revelar a los mortales la ubicación de su guarida ni la de ningún otro vampiro.

Éstas eran, pues, las grandes órdenes que debían obedecer todos los vampiros y que regían la existencia entre los no muertos.

No obstante, Armand debía conocer que siempre habían corrido historias sobre viejos vampiros heréticos, poseedores de poderes terribles, que no se sometían a autoridad alguna, ni siquiera del diablo. Eran vampiros que habían sobrevivido mil años (Hijos de los Milenios, eran llamados a veces). En el norte de Europa estaban los relatos acerca de Mael, que vivía en los bosques de Inglaterra y Escocia. En el Asia Menor corría la leyenda de Pandora, y, en Egipto, la antigua historia del vampiro Ramsés, a quien se había vuelto a ver en los tiempos presentes.

Relatos semejantes podían encontrarse en todas partes del mundo y eran fáciles de descalificar como meras fantasías, salvo por un detalle. Marius, el viejo hereje, había sido descubierto en Venecia, y allí mismo había sido castigado por los Hijos de las Tinieblas. Lo que se contaba de Marius había sido cierto. Pero Marius ya no existía.

Armand no dijo nada tras estos últimos comentarios. No le contó a Santino los sueños que había tenido. Lo cierto era que los sueños se habían hecho vagos y confusos en su cabeza, igual que los colores de los cuadros de Marius. Ya no estaban recogidos en la mente de Armand ni en su corazón para que los descubriera quien escuchara sus pensamientos.

Cuando Santino habló de Los Que Deben Ser Guardados, Armand volvió a confesar que no sabía qué significaba esa frase. Tampoco lo sabía Santino, ni ningún vampiro que éste hubiera conocido nunca.

El secreto seguía oculto. Marius había muerto y, con él, el viejo e inútil misterio quedaba reducido al silencio. Satán es nuestro Señor y nuestro Maestro. En Satán, todo se conoce y todo se entiende.

Armand complació a Santino. Aprendió de memoria las leyes, perfeccionó su dominio de los encantamientos ceremoniales, de los rituales y de las plegarias. Fue testigo de los aquelarres más grandes que iba a presenciar jamás y tomó enseñanzas de los vampiros más poderosos, expertos y hermosos que conocería en toda su existencia. Aprendió tanto, que se convirtió en un misionero encargado de reunir en asambleas a los Hijos de las Tinieblas que vagaban perdidos y de conducir a otros en la celebración del aquelarre y en la realización del Rito Oscuro cuando el mundo, el demonio y la carne llamaban a hacerlo.

Enseñó las Bendiciones Oscuras y las Ceremonias Oscuras en España, Francia y Alemania, y conoció Hijos de las Tinieblas salvajes y tenaces cuya compañía hacía arder dentro de él una llamita mortecina cuando la asamblea le rodeaba, consolada por su presencia y obteniendo la unidad gracias a su fuerza.

Armand perfeccionó el arte de la cacería de mortales hasta superar a todos los Hijos de las Tinieblas que conocía. Aprendió a convocar a los humanos que realmente deseaban morir. Le bastaba con acercarse a las viviendas de los mortales y llamar en silencio a sus víctimas para verlas aparecer.

Jóvenes, viejos, miserables, enfermos, feos y hermosos...; no importaba, porque no escogía. Les lanzaba visiones por si querían captarlas, pero ni una sola vez se acercó a sus víctimas o tan siquiera pasó los brazos en torno a ellas. Atraídos inexorablemente hacia él, eran sus presas mortales quienes le abrazaban. Y cuando sus carnes cálidas y vivas le tocaban, cuando abría los labios y sentía derramarse la sangre, Armand conocía el único placer que podía aliviar sus penas.

En el punto álgido de esos momentos, pese al éxtasis carnal de la caza, le parecía que su camino era profundamente espiritual, sin contaminar por los apetitos y confusiones que confortaban el mundo.

En aquel acto sangriento se unían lo espiritual y lo carnal, y Armand estaba convencido de que era lo primero lo que sobrevivía. Para él era una Santa Eucaristía, y la Sangre de los Hijos de Cristo sólo servía para hacerle comprender la esencia misma de la vida durante la fracción de segundo en que se producía la muerte. Únicamente los grandes santos de Dios le igualaban en aquella espiritualidad, en aquella confrontación con el misterio, en aquella existencia de renuncia y meditación.

No obstante, Armand fue viendo desaparecer a los más poderosos de sus camaradas. Vio cómo se volvían locos y hacían caer la destrucción sobre ellos mismos. Fue testigo de la inevitable disolución de muchas asambleas, de cómo la inmortalidad derrotaba a los Hijos de las Tinieblas más perfectamente creados. Y, en ocasiones, le pareció un castigo terrible que esa inmortalidad no tuviera el menor efecto sobre él.

¿Acaso estaba destinado a ser uno de los vampiros viejos, de los Hijos de los Milenios? ¿Eran creíbles aquellas historias que persistían todavía?

De vez en cuando, un vampiro errabundo hablaba de si la fabulosa Pandora había sido vista por un instante en la ciudad de Moscú, en la lejana Rusia, o comentaba rumores sobre si Mael estaba instalado en las yermas costas inglesas. Los viajeros hablaban incluso de Marius, de que había sido visto de nuevo en Egipto, o en Grecia. No obstante, ninguno de aquellos narradores había visto con sus propios ojos a los vampiros legendarios. En realidad, no sabían nada y sólo repetían rumores conocidos de oídas.

Nada de todo ello distraía ni divertía al obediente siervo de Satán. Cumpliendo con ciega fidelidad las Leyes Oscuras, Armand continuó su servicio.

Con todo, a lo largo de esos siglos de obediencia, Armand guardó siempre para sí dos secretos. Dos secretos que eran más suyos que el mismo ataúd en el que se encerraba durante el día, y que los escasos amuletos que llevaba.

El primero de ellos era que, por grande que fuera su soledad y por mucho que se prolongara la búsqueda de hermanos y hermanas de raza en quienes poder buscar cierto descanso, jamás había llevado a cabo el Rito Oscuro por sí mismo. No estaba dispuesto a ofrecer a Satán ningún Hijo de las Tinieblas creado por él.

Y el otro secreto, que mantenía oculto a sus seguidores por el propio bien de éstos, era sencillamente su grado de desesperación, cada vez más profundo.

Era el hecho de no anhelar nada, de no apreciar nada, de no creer en nada; de no disfrutar un ápice en el ejercicio de sus poderes, asombrosos y siempre crecientes; de vivir todos los momentos en un vacío roto una vez cada noche de su vida eterna con el acto de la caza.

Mientras los demás le habían necesitado, Armand les había ocultado celosamente aquel secreto que le había permitido guiarles, pues su miedo les habría hecho sentirlo también.

Pero todo había terminado.

Un gran ciclo había finalizado y, ya años atrás, Armand había notado que se cerraba sin comprender siquiera que se trataba de tal ciclo.

Le llegaron de Roma los relatos maliciosamente confusos de los viajeros, ya no actuales cuando le eran contados, respecto a que el líder, Santino, había abandonado a su grey. Algunos decían que se había vuelto loco y se había retirado al campo; otros afirmaban que se había arrojado al fuego, y unos terceros declaraban que «el mundo» se lo había tragado, que se lo había llevado un grupo de mortales en un carruaje negro y que no se le había vuelto a ver.

«O nos arrojamos al fuego o entramos en la leyenda» había comentado el narrador de la historia.

Luego llegaron noticias de que el caos reinaba en Roma, de que decenas de líderes se ponían la capucha y la túnica negras para presidir la asamblea. Y, más tarde, pareció que no quedaba ninguno de aquellos líderes.

A partir de 1700, no había vuelto a tener noticias de Italia. Durante más de medio siglo, Armand no había sido capaz de fiarse de su pasión ni de la de quienes le rodeaban para crear el frenesí del auténtico aquelarre. Y, durante este tiempo, había vuelto a soñar con Marius, su viejo Maestro, con sus ricas vestimentas de terciopelo rojo, y había visto el palazzo lleno de vibrantes pinturas. Y había sentido miedo.

Entonces había llegado otro.

Sus hijos habían corrido a los subterráneos bajo les Innocents para describirle a aquel nuevo vampiro que llevaba una capa de terciopelo rojo forrada de piel y podía profanar las iglesias y asaltar a los portadores de cruces y deambular por los lugares de luz. Terciopelo rojo. Sólo era una coincidencia, y, sin embargo, el detalle le enfureció y le pareció un insulto, un dolor gratuito que su alma no podía soportar.

Y, seguidamente, el nuevo vampiro había creado a la mujer, a aquella mujer de cabellera leonina y nombre de ángel, tan bella y poderosa como su hijo.

Y Armand había subido los peldaños que le conducían fuera de las catacumbas, conduciendo a su grupo contra nosotros, igual que los encapuchados se habían lanzado a destruirles a él y a su Maestro siglos antes, en Venecia.

Y había fracasado.

Armand se vio en pie, vestido con aquellas extrañas ropas de brocados y encajes. Llevaba unas monedas en los bolsillos. Su mente se inundó de imágenes procedentes de los miles de libros que había leído. Y se sintió conmovido por todo lo que había presenciado en los lugares de luz de aquella gran ciudad llamada París, y fue como si escuchara a su viejo Maestro susurrándole al oído:

«Pero dispondrás de un milenio de noches para ver la luz como ningún mortal la ha visto nunca, para arrancar de las lejanas estrellas, como si fueras otro Prometeo, una iluminación eterna con la cual comprender todas las cosas».

—Todas las cosas han escapado a mi comprensión —declaró—.

Me veo como alguien a quien la tierra haya devuelto, y vosotros, Lestat y Gabrielle, sois como las imágenes pintadas por mi viejo Maestro en tonos cerúleos, carmines y dorados.

Permaneció inmóvil en el umbral de la cámara con las manos ocultas bajo los brazos cruzados, mirándonos y preguntando en silencio:

«Qué hay que conocer? ¿Qué hay que dar? Somos los abandonados de Dios. Y delante de mí no se extiende ninguna Senda del Diablo, ni suena en mis oídos ninguna campana del infierno».

domingo, 6 de abril de 2014

Carlos Fuentes. Decálogo-.


Consejos del maestro Carlos Fuentes en la Cátedra de Alfonso Reyes- para los escritores jóvenes.
1-.DISCIPLINA.  Los libros no se escriben solos.
2. LEE. Leerlo todo y leerlo pronto.
3. TRADICIÓN Y CREACIÓN.  No hay nueva creación literaria que no se sostenga sobre  tradición literaria. No hay  Lezama sin Góngora y no hay Góngora sin  Lezama.
4. IMAGINACIÓN. La imaginación vuela y son las alas del escritor.
5. LA REALIDAD LITERARIA NO SE LIMITA A REFLEJAR la realidad objetiva.
6. LA LITERATURA TRANSFORMA la historia en poesía y ficción.
7. PUBLICADA LA OBRA LITERARIA deja de pertenecerle al escritor y se convierte propiedad del lector y objeto de la crítica.
8. NO SE DEJEN SEDUCIR NI POR EL ÉXITO INMEDIATO NI POR LA ILUSIÓN DE LA INMORTALIDAD.
9. POSICIÓN SOCIAL DEL ESCRITOR COMO CIUDADANO.
10. El décimo mandamiento en consecuencia lo dejo  en manos de todos y cada uno de ustedes, de su imaginación, de su palabra y de su libertad.

Carlos Fuentes. Charla: Cátedra Alfonso Reyes.

sábado, 5 de abril de 2014

Isaac Bashevis Singer.


Isaac Bashevis Singer
(Radzymin, 1904 - Miami, 1991) Escritor polaco en lengua yiddish. Era el tercer hijo de una familia en la que por ambas ramas abundaban los rabinos, aunque su padre estaba vinculado a la tendencia jasídica y la familia de su madre pertenecía a la corriente racionalista de los mitnagdim, opuesta al jasidismo. Vivió desde muy pequeño en un barrio humilde de Varsovia, por entonces importante centro de cultura y espiritualidad judía. De sus vivencias en la casa familiar, en la que funcionaba el tribunal rabínico donde la comunidad hebrea resolvía sus litigios, dejó testimonio en la colección de relatos Krochmalna, 10.
Durante la Primera Guerra Mundial, su familia comenzó a pasar graves privaciones, y junto a su madre y un hermano se trasladó a Bilgoray, en la frontera austríaca, de donde su madre era oriunda. Allí comenzó a estudiar el Talmud aunque más tarde, junto a otros jóvenes cuyas inquietudes se dividían entre el sionismo y el bolchevismo, comenzó a interesarse por lecturas alejadas de la ortodoxia judía (Platón, Aristóteles, Schopenhauer y Kant, entre otros filósofos y autores como Turguenev, Maupassant y Chéjov). Pero el pensador que más influyó en su concepción del mundo y en su literatura fue Baruch Spinoza.
Su hermano mayor, que permaneció en Varsovia, se había convertido en periodista y escritor, y le ofreció trabajar como corrector de pruebas en una revista literaria en yiddish en la que él mismo escribía, la Literarische Bletter. Isaac aceptó y se trasladó a Varsovia, donde comenzó su carrera literaria: ante la disyuntiva de escribir en hebreo o en yiddish optó por éste último, porque "es la lengua que tiene más palabras para definir a un pobre".
Tradujo al yiddish una obra tan importante como La montaña mágica y a autores como S. Zweig o E. M. Remarque, entre otros. En esos años, el joven Isaac alternó una intensa actividad literaria y cultural con apasionadas aventuras amorosas, de una de las cuales nació su único hijo. Su compañera Runya, de ideología comunista, fue arrestada y se trasladó luego con el niño a la Unión Soviética: expulsada más tarde de allí por sus actividades sionistas, madre e hijo se radicarán en Israel.
La primera novela de Singer, Satán en Goray, se publicó en 1935 y ese mismo año, ante la creciente amenaza de invasión alemana a Polonia, emigró a los Estados Unidos donde se reunió con su hermano, que llevaba ya dos años en Nueva York. En camino hacia América visitó París, que le pareció "una ciudad tan alegre como el carnaval de Purim" (festival judío en el que se conmemora la leyenda de Esther).
Sus primeros trabajos en América fueron para el Jewish Daily Forward, periódico en el que publicó notas y relatos firmados con el seudónimo Warshovsky; para el mismo medio trabajó también como crítico teatral y, en general, los primeros años en los Estados Unidos le parecieron desalentadores. Algunas de sus experiencias de emigrante reciente en aquel país quedaron reflejadas en el libro de relatos Una boda en Brownsville (1964).
En 1940 se casó con Alma Wasserman y retomó con fuerza la narrativa aunque nunca la había abandonado del todo, ya que en el Forward había ido apareciendo por capítulos su primera novela La familia Moskat, publicada en 1950 y por la que recibió el premio Louis Lamed. En 1969 publicó La Mansión, que fue nominada para el National Book Award, y en 1978 recibió el premio Nobel de Literatura, única vez que se otorgó a un escritor en lengua yiddish. Ha sido traducido prácticamente en todo el mundo y es el escritor de su idioma más conocido por el gran público.
Aunque indudablemente la obra de Singer es tributaria de los autores de su cultura que lo precedieron, su estilo se distingue por ser más audaz y sus tramas bastante más complejas. Si bien sus relatos, poblados por brujas, milagros y misterios, están impregnados de la legendaria literatura de las fuentes tradicionales judías, el autor ha tratado estos temas con una profunda ironía y el enfoque moderno y peculiar que lo caracteriza.
En la mayoría de sus obras la temática es el ambiente y la vida de los judíos de Polonia que el autor describe y juzga alternando la ternura y la crítica, a veces mordaz. Su prosa es muy elaborada, a menudo incluye detalles extraños o cómicos y se aprecia en ella una constante de sentimentalismo y sorprendente sensualidad.
Además de los títulos ya citados, destacan de su producción El mago de Lublín (1960); El Spinoza de la calle Market (1961); Cuando Schlemiel fue a Varsovia y otros cuentos (1968); Cuentos judíos de la aldea de Chelm y Un amigo de Kafka (ambos de 1973); Shosha (1978); Golem, el coloso de barro (1982) y los relatos para niños Cuentos judíos (1989).
 http://www.biografiasyvidas.com/biografia/s/singer.htm

viernes, 4 de abril de 2014

Eugenio Montale


Eugenio Montale
   
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PALABRAS PRELIMINARES

      Fue un gran lector. Entre sus favoritos se contaban Rousseau, Constant, Baudelaire, Mallarmé, Valéry, Cervantes, Manzoni y los filósofos Croce y Bergson. Llegó a su primer libro, Huesos de jibia (Ossi di seppia), a través de la lectura de sus contemporáneos de la década precedente: Pascoli, Gozzano, Saba, Palazzeschi, Marinetti, Ungaretti y Campana. Fue ese primer libro  por el que fue llamado un poeta físico y metafísico por Pietro Pancrazi (Scrittori d’oggi, Laterza, 1946).

      Un ensayo publicado en estos años por el mismo Montale  nos da la clave:  El estilo, el famoso estilo total creado por los poetas de la ilustre última tríada (se refiere a los tres más populares del momento) está enfermo de furores jacobinos, de superhombrismo, mesianismo y otras enfermedades.

      En tiempos que parecían contraseñados por la inmediata utilización de la cultura,  la polémica y la diatriba, Montale pensaba que el estilo no podía venir de otra parte sino de los buenos hábitos. Veinte años después, hablando del primer libro, agregó que su propósito era que su palabra fuese más adherente que la de los otros poetas.

      Montale confesó que le parecía vivir dentro de una campana de vidrio aunque, al mismo tiempo, se sentía cerca de cualquier cosa esencial; un velo sutil era todo lo que le separaba de ello. La expresión absoluta buscada sería, entonces, la ruptura de ese velo, una explosión que pusiera fin al engaño del mundo como representación. Aún así, veía este objetivo como inalcanzable, al tiempo que sentía esta voluntad de adhesión como musical y no pragmática. En suma, lo que quería Montale era tomar por el cuello la elocuencia de la vieja lengua áulica, tal vez con el riesgo de una contraelocuencia.

      No hay duda que lo mejor de Ossi di seppia está en la sequedad lapidaria de algunas sentencias y en una subjetividad que rompe todo esquema realista. Con Le occasioni desarrollará una sugestión cósmica, una objetivación profunda mediante la aproximación a un tiempo histórico amenazante y a una búsqueda desesperada de la salvación. La figura emblemática, aquel “tú”, los animales que aparecen en abundancia, serán capaces de salvarlo.

      Finisterre es publicado en Suiza y no en Italia por la antipatía de Montale por el fascismo. Este folleto se convertirá después en la primera parte de La bufera e altro. La tensión poética adquiere aquí niveles altísimos. De la oscuridad emergen figuras que vuelan teniendo como fondo el conflicto.

      Montale recoge sus ensayos publicados por años en “Il Corriere della Sera” en dos libros, Farfalla di Dinard y Auto da fe. Allí podemos encontrar sus escritos políticos, su tormentosa relación con el fascismo, con la literatura, su inmensa soledad y una muy interesante reflexión sobre la cultura en la sociedad tecnológica: sobre todo, se nos presenta a plenitud el escritor en absoluta desarmonía con su propio tiempo y con el mundo en general, el Montale que no entiende la oferta de crédito al régimen fascista de la mayor parte de sus compatriotas y, en fin, que hace de esta “desarmonía” su propia condición existencial.

      Los numerosos viajes los recogió en Fuori di casa. Ya en plena fama, el Presidente Saragat lo designó Senador Vitalicio, lo que puso fin a sus permanentes angustias económicas, le permitió dedicarse más a la poesía y reducir sus colaboraciones periodísticas. En 1963 murió su inseparable compañera. Cinco meses después Montale escribió el poema “Xenia”, después convertido en una serie en memoria de la mujer muerta.

      Los primeros 14 son recogidos en un libro; otros 14 vendrán después bajo el título “Altri Xenia”, poemas todos que conforman Satura. Era un Montale nuevo y diverso, como coincidió toda la crítica. Textos cortos en un diálogo de ultratumba, corrosivos, donde pulveriza los objetos simbólicos tan apreciados en sus libros anteriores. Diario del ‘71 y del ‘72, que bien puede definirse como la última estación montaliana, es un hurgar en un universo en continua modificación.

      En 1975 le otorgan el Premio Nobel de Literatura. Salen de las prensas Quaderno di traduzioni y, en revistas, algunos poemas inéditos. Montale contó en vida con un gran éxito en el exterior. Sus poemas han sido traducidos al francés, alemán, español, sueco, griego, inglés, rumano, húngaro, serbocroata, turco, y otros. La crítica se ha ocupado, igualmente, de su obra en manera abundante.

      Montale tradujo a Steinbeck, Cervantes, Melville, Dorothy Parker, Fitzgerald, O’Neill, Hawthorne, Shakespeare, Pound, Nicolás Guillén, Eliot, entre otros.

      Al entrar en el análisis de sus libros es imprescindible referirse al discurso que pronunció con motivo de la entrega del premio Nobel. Allí resalta la vinculación de la poesía con la música y al sonido como la verdadera materia de la poesía. La poesía se hace lentamente visual, explicó, porque pinta imágenes, pero aún así sigue siendo musical, reúne dos artes en una sola. Reflexionó sobre la tecnología y reveló la existencia de dos poesías, una de consumo inmediato que se muere apenas se expresa y otra que dormirá sus años tranquila para despertar un día, si es que tiene la fuerza para hacerlo. El arte es siempre para todos y para ninguno. La poesía sobrevivirá - afirmó - al mundo tecnológico.

      En Ossi di seppia vemos cómo una árida desolación camina los poemas y la naturaleza toma colores encendidos y encantados. Una cansada sensualidad se internaliza en el ánimo. El poema se torna escabroso, triste, produciendo la sensación de que el poeta ha demolido la materia. Hay una profunda reflexión que se mueve como una ola que se empina en las palabras escabrosas y se distiende después en una pincelada.

      La bufera e altro nos ofrece un mundo instantáneo de esperanza, una ambigüedad que algunos críticos han llamado “realismo existencial”. En un mundo sin futuro, los hombres no son más autónomos que las sombras; los muertos, depositarios del pasado, representan la plenitud de la vida.

      Satura está caracterizado por un cambio de trasfondo y objetos, por lo tanto de lenguaje. Hay un cambio en relación con las cosas vivientes, seres humanos y animales (no olvidemos la pasión del poeta por estos últimos). En Satura están incluidos los poemas de Xenia, dedicados a la esposa muerta, escritos entre 1964 y 1967.

      El cambio se veía claro, surgía una tendencia a “narrar”, tal vez a la manera de Farfalla di Dinard. La crítica italiana, no obstante, ha preferido siempre hablar de “diario” para referirse a estos textos montalianos. El propio poeta hizo notar que entre los tres primeros libros y éste habían pasado algunos años dedicados al periodismo. Montale aseguró, al momento de la aparición del libro, que esta poesía tendía a la prosa al mismo tiempo que la rechazaba. Xenia está escrita en un permanente “tú”, en un “yo” hacia un “tú”, perdidos ambos en el vacío universal. Satura tiene una estructura musical; los motivos entran en diversas claves, se desarrollan y se abrazan. A ratos, es cierto, aflora el periodista, pero que participa también de la música. Los antiguos temas se asoman en algún momento del poema. En este libro hay menos uniformidad temática, o como lo dijo el propio Montale, una dimensión musical diversa. En Diario del 71 y del 72 Montale da la impresión inicial de desorganización, de un simple ordenamiento cronológico, pero poco a poco se descubre que la organización subyace a la manera montaliana. Estos poemas están plagados de expresiones de la conversación común. Está aquí el lenguaje contemporáneo, anónimo, presente con todas sus banalidades familiares pero también con floraciones cultas. Muchas veces el lenguaje de Montale es un metalenguaje, un discurso sobre la lengua.

      En Quaderno di quattro anni la aproximación a la prosa es más fuerte. La poesía de Montale no había alcanzado antes tal grado de libertad frente a los juegos fónicos o a las exquisiteces estilísticas. Alfredo Guilcani (En Autunno del Novecento, Feltrinelli, 1984) encuentra un “violento elogio de la locura y un cortejar a la crueldad”. Cree, al mismo tiempo, que hay en este libro extrañas vibraciones que apuntan a lo oscuro. Si Ossi di seppia es un viaje a través de los modelos más válidos de la tradición poética italiana (Carducci, Pascoli, D’Annunzio), Le occasioni es el perfeccionamiento de los instrumentos técnicos.

      La bufera e altro marca la irrupción violenta de la realidad histórica. Ese mal de vivir que la crítica ha señalado en Montale desde sus primeros poemas, toma cuerpo en la historia, realizándose. Los últimos libros se caracterizan por la tendencia al “diario”.

      En el poema  “I limoni”, incluido en Huesos de jibia, se canta a los limones por contraste con los poetas que sólo hablan de plantas de nombres raros. Es un evidente rechazo a la poesía académica, aunque el poema sigue cargado de metafísica. En un elemento común se deposita una gran ansia por descubrir una respuesta al deseo de vivir. La tendencia a la narración está ya en el primer poema del primer libro. Al mismo tiempo que manifiesta rechazo, Montale recupera elementos estilísticos de la tradición; ese “escúchame” con que se abre, dirigido a un mudo interlocutor, será recurrente en toda su poesía. Del mismo Ossi di seppia es el poema “Non chiederci la parola”, una auténtica definición existencial de toda una generación, como lo observa Marchese. En la negatividad,

hoy sólo podemos decirte
aquello que no somos
aquello que no queremos

se resume la tesis montaliana de que no se pueden dar más mensajes, fórmulas, seguridad o certezas, sino sílabas que expresan una convicción, la de la caída de toda posibilidad de consuelo. El mensaje está en versos que declaran la imposibilidad de mensaje. Ossi di seppia es el principio ético de toda una generación, el refutar todo optimismo consolatorio, el revelar la conciencia del “mal de vivir” que en muchos se traducirá en un antifascismo militante.

      Algunos poemas de Le occasioni muestran nuevas sobreimpresiones en la memoria; el poeta se pregunta si en realidad los sucesos fueron como los relata y se declara imposibilitado de recuperar el pasado. Letra a letra, poema a poema, se constata la erosión del tiempo sobre los sentimientos y sobre la memoria. No hay manera efectiva de defender los recuerdos, una especie de neblina oculta los rostros y los hechos del pasado. En el poema “Dora Markus” se funden en un retrato de mujer todas las tendencias montalianas, el silencio, la indiferencia, la inquietud. En la segunda parte del mismo hay una referencia histórica: la vecindad de las tinieblas sobre Europa. Dora es, prácticamente, inevitabilidad e impotencia, “...pero es tarde, siempre más tarde”. En los poemas de La bufera e altro hay una evidente referencia histórico-política, pero vinculada a la trágica condición existencial del hombre y el mal histórico es presentado como una epifanía. Los poemas son casi un balance de la conducta del poeta, una verificación de los principios que lo han guiado, ahora dirigiéndose a una mujer a la que ratifica el sentido desencantado del vivir.

      En Satura reflexiona sobre el sentido de la historia y sobre el lenguaje. Está allí “Xenia II” (palabra griega que significa mujeres ofrecidas a los amigos y a los huéspedes), poemas discursivos y coloquiales que “leen” la realidad y nos dejan un sabor de sabiduría. El último Montale es reflexivo, el poeta que pide a los amigos hacer una gran hoguera con todos sus libros, el que pide olvido proclamando que la tranquilidad de los poetas sólo es perturbada por el recuerdo.

      Para finalizar es necesario hacer referencia al Montale prosista. Dos libros famosos fueron Farfalla di Dinard (artículos en Il Corriere della Sera) y Corriere d’informazione. En ambos libros hay numerosos elementos autobiográficos donde se puede seguir a Montale desde la infancia, su estudios de canto y su fructífera y dramática pasantía por Florencia.

      El poeta no es muy dado a las confidencias, pero, aún así, podemos ver en la tela de la nostalgia algunos duros juicios sobre los pueblos de la infancia y la adolescencia, las mujeres aparecen agresivas y soportadas con estoicismo, casi como si la idealización en la poesía fuese un contrapeso al fastidio por la feminidad terrenal. El poeta hace auténticos estudios de la tipología humana, camina el sendero del hedonismo y hasta nos muestra sus aficiones gastronómicas. Cesare Segre ha hecho un estudio comparativo entre la poesía y la prosa, remarcando cada lugar y cada motivación. Otro texto destacable es Fuori di casa, un libro de viajes lleno de juicios literarios y artísticos. También hay que mencionar Auto da fe, Nel nostro tempo, Sulla poesia y su intercambio de cartas con Italo Svevo y Salvatore Quasimodo.

Extraído parcialmente de Ameritalia

DATOS BIOBIBLIOGRÁFICOS

      Nació en Génova el 12 de octubre de 1896, y murió en Milán, el 12 de septiembre de 1981.

      Eugenio Montale, poeta, ensayista y crítico de música italiano, era el sexto y último hijo de una familia de prósperos comerciantes de productos químicos de Génova. Sus padres eran proveedores, entre otros de la familia de Italo Svevo. Montale tuvo dificultades de salud durante la infancia que lo obligaron a interrumpir sus estudios, y fue su hermana Mariana quien se encargó de su cuidado. Quería ser cantante y, al retomar sus estudios formales, tomó paralelamente clases de canto. Su afición por la música se reflejaría en muchos de sus poemas y lo llevaría finalmente, en su madurez, a ejercer la crítica musical. Obtuvo el título de contador, carrera a la que lo había orientado su padre.

      Leyó ávidamente, durante su juventud y adolescencia, a los simbolistas franceses, entre otras lecturas. Sin maestros, aprendió francés e inglés.

      En 1917, fue incorporado al ejército y luchó en la Primera Guerra Mundial, experiencia que también tendría resonancia en su poesía.

      En 1925, firmó un famoso manifiesto de los intelectuales contra el fascismo, documento inspirado por el filósofo Benedetto Croce. Se trasladó a Florencia para trabajar en la editorial Bemporand. Conoció a la mujer con la que estableció una relación profunda, y que duró muchos años, Dursilla Tanzi. En 1929 fue nombrado director del  Gabinete Vieusseux, una de las bibliotecas y archivos más prestigiosas de su tiempo,  que atraía a intelectuales del país y del extranjero. El poeta T. S. Eliot tradujo sus poemas al inglés.

      Después de diez años al frente del Gabinete Vieusseux, el gobierno fascista lo dejó cesante. Durante la Segunda Guerra Mundial, hospedó en su casa a escritores perseguidos, —Umberto Saba y Carlo Levi, entre otros—. En esos años de guerra, se dedicó a la traducción de autores como, por ejemplo, Miguel de Cervantes, Christopher Marlowe, Herman Melville, Mark Twain y William Faulkner. Después de la guerra, se empleó como crítico de música en el diario Corriere de la Sera, de Milán.

      Viajó por Europa y a los Estados Unidos. Le otorgan el Doctorado Honoris Causa en la Universidad de Milán. Recibió el importante premio Feltrinelli. Se casó con Dursilla Tanzi en 1962, y su esposa murió al año siguiente. En 1966, fue nombrado senador vitalicio por el presidente Giuseppe Saragat. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1975.


Libros publicados

Poesía

    Ossi di seppia, (Huesos de jibia), 1925
    Le occasioni, (Las ocasiones), 1939
    La bufera e altro, (La tempestad y otros poemas), 1956
    Satura, 1971
    Diario dei ‘71 e dei ‘72, (Diario del 71 y el 72), 1973
    Quaderno di quattro anni, (Cuaderno de cuatro años), 1977
    Altri versó, (Otros versos), 1981
    La casa dei doganieri e altre versó, (La casa de los aduaneros y otros versos), 1932
    Finisterre, 1943
    Accordi & pastelli, (Acordes y pasteles) 1962
    Xenia, 1966
    Il poeta/Diario, (El poeta/Diario), 1972
    Otto poesie, (Ocho poesías), 1975

Prosa

    Farfalla di Dinard, (Mariposa de Dinard), 1956
    Auto da fe, (Auto de fe), 1966
    Fuori di casa,  (Fuera de casa), 1969

    Nel nostro tempo (En nuestro tiempo), 1972
    Sulla poesia, (Sobre la poesía), 1976
    I miei scritti sul “Mondo” (da Bonsanti a  Pannunzio), 1981

Traducciones de poesía

    Quaderno di traduzioni, (Cuaderno de traducciones), 1948
    Diario póstumo

   
.    
Eugenio Montale

http://www.poeticas.com.ar/Directorio/Poetas_miembros/Eugenio_Montale.html

jueves, 3 de abril de 2014

Carlos Fuentes. Novela. (Del libro: En esto creo).



NOVELA
¿Qué puede decir la novela que no pueda decirse de ninguna otra manera? Ésta es la pregunta radical de Hermann Broch. La contesta, concretamente, una constelación de novelistas tan extensa y tan diversa que le da un nuevo, más amplio y aún más literal sentido al sueño de una weltliteratur imaginada por Goethe: una literatura mundial. Si el siglo XIX en su primera mitad le perteneció, según Roger Caillois, a la literatura europea y la segunda a la rusa, la primera mitad del siglo XX a la norteamericana y la segunda a la latinoamericana, al iniciarse el siglo XXI podemos hablar de una novela universal que abarca desde Günter Grass, Juan Goytisolo y José Saramago en Europa hasta Susan Sontag, William Styron y Philip Roth en Norteamérica hasta Gabriel García Márquez, Nélida Piñón y Mario Vargas Llosa en Latinoamérica, a Kenzaburo Oé en Japón, a Anita Desai en India, a Naguib Mahfuz y Tahar Ben-Jelum en el norte de África, a Nadine Gordimer, J. M. Coetzee y Athol Fuggard en Sudáfrica. Tan sólo Nigeria, desde el «corazón de las tinieblas» de las ciegas concepciones eurocentristas, tiene hoy tres grandes narradores: Wole Soyinka, Chinua Achebee y Ben Okri.
¿Qué une a estos grandes novelistas, más allá de sus nacionalidades? Dos cosas indispensables a la novela... y a la sociedad. La imaginación y el lenguaje. Ellos dan respuesta a la interrogante que distingue a la novela de la información periodística, científica, política, económica y aun filosófica. Le dan realidad verbal a la parte no escrita del mundo. Y participan del urgente temor del autor de literatura: Si no escribo esta palabra, no la escribirá nadie. Si no digo esta palabra, el mundo se hundirá en el silencio (o en el rumor y la furia). Y una palabra no escrita o no dicha nos condena a morir mudos e infelices. Sólo lo dicho es dichoso y sólo lo no dicho es desdichado. Al decir —dichosa—, la novela hace visible la parte invisible de la realidad. Y lo hace de una manera imprevista por los cánones realistas o psicológicos del pasado. A la manera plena (plenipotenciaria) de Bajtin, el novelista emplea la ficción como una arena donde no sólo se dan cita los personajes, sino también los lenguajes, los códigos de conducta, las eras históricas más remotas y los múltiples géneros, derrumbando barreras artificiales y ensanchando, constantemente, el territorio de la presencia humana en la historia. La novela acaba por reapropiar lo mismo que ella no es: ciencia, periodismo, filosofía...
Es por ello que la novela no sólo refleja realidad, sino que crea una realidad nueva, una realidad que antes no estaba allí (Don Quijote, Madame Bovary, Stephen Dedalus) pero sin la cual ya no podríamos concebir la realidad misma. Así, la novela crea un nuevo tiempo para los lectores. El pasado es rescatado de los museos; el futuro, de convertirse en una inalcanzable promesa ideológica. La novela convierte el pasado, en memoria, y el futuro, en deseo. Pero ambos ocurren hoy, en el presente del lector que, leyendo, recuerda y desea. Hoy, Don Quijote sale a combatir molinos que son gigantes. Hoy, Emma Bovary entra a la botica del farmacéutico Homais. Hoy, Leopold Bloom vive un solo día de junio en Dublín. William Faulkner lo dijo mejor que nadie: «Todo es presente, ¿entiendes? Hoy sólo terminará mañana y mañana empezó hace diez mil años.»
De esta manera, el reflejo del pasado aparece como la profecía de la narrativa del futuro. El novelista, con más puntualidad que el historiador, nos dice siempre que el pasado no ha concluido, que el pasado ha de ser inventado a cada hora para que el presente no se nos muera entre las manos. La novela dice lo que la historia no dijo, olvidó o dejó de imaginar. Doy un ejemplo latinoamericano, el de la Argentina, el país nuestro con menos pasado pero con mejores escritores. Un viejo chiste dice que los mexicanos descendemos de los aztecas y los argentinos descienden de los barcos. País nuevo, de inmigración reciente, por eso mismo la Argentina ha debido inventarse una historia más allá de la historia, una historia verbal que dé respuesta al solitario y desesperado grito de las culturas: por favor, verbalízame.
Borges, desde luego, es el ejemplo mayor de esta otra historicidad que compensa la falta de ruinas mayas y belvederes incásicos. De cara al doble horizonte argentino —la Pampa y el Atlántico—, Borges responde con el espacio total del Aleph, el tiempo total de El jardín de los senderos que se bifurcan y el libro total de La biblioteca de Babel —para no recordar la incómoda mnemotecnia total de Funes el memorioso.
La historia como ausencia. Nada suscita tanto miedo. Pero nada, también, provoca respuesta más intensa que la imaginación creativa. El escritor argentino Héctor Libertella nos da la respuesta irónica a semejante dilema. Arroja una botella al mar. Dentro de ella, va la única prueba de que Magallanes circunnavegó la tierra: el diario de Pigafetta. La historia es una botella arrojada al mar. La novela es el manuscrito encontrado en la botella. El pasado remoto se reúne con el más inmediato presente cuando, avasallada por una atroz dictadura, toda una nación desaparece y sólo es preservada en las novelas argentinas de Luisa Valenzuela o en las chilenas de Ariel Dorfman. ¿Dónde ocurren, entonces, las maravillosas invenciones históricas de Tomás Eloy Martínez —La novela de Perón y Santa Evita—? ¿En el pasado necrófilo de la política argentina, o en un futuro inmediato donde el humor del autor hace presente —y presentable— el pasado, haciéndolo sobre todo, legible?
Quiero creer que esta manera de ficcionalizar llena una urgente necesidad del mundo moderno o posmoderno, como gustéis. Después de todo, la modernidad es un proyecto sin fin, perpetuamente inacabado. Lo que ha cambiado, acaso, es la percepción expresada por Jean Baudrillard de que «el futuro ha llegado, todo ha llegado, todo está aquí...». A esto me refiero cuando hablo de una nueva geografía de la novela, gracias a la cual no se puede entender el presente estado de la literatura, digamos, en Inglaterra, sin referencia a las novelas en inglés escritas por autores de la antigua periferia del Imperio Británico —Tne empire Strikes Back— con rostros multirraciales y multiculturales.
V. S. Naipaul, hindú de Trinidad; Breyten Breitenbach, boer holandés de Sudáfrica; Margaret Atwood del Canadá angloparlante; pero también Marie-Claire Blais del Canadá francoparlante y, del Canadá también, Michael Ondatjee por vía de Sri Lanka. El archipiélago británico incluye a otras islas internas y externas: la Escocia de Alisdair Gray, el País de Gales de Bruce Chatwin, la Irlanda de Edna O’Brien y hasta el Japón de Katzuo Ishiguro. No habría novela norteamericana para ampliar la diversificación cultural, racial y de género, sin la afroamericana Toni Morrison, sin la cubano-americana Cristina García, sin la méxico-americana Sandra Cisneros, sin la indoamericana Louise Erdrich o sin la sino-americana Amy Tan: Cherezadas modernas todas ellas, que al contar un cuento cada noche, aplazan nuestra muerte cada día...
Jean Francois Lyotard nos dice que la tradición occidental ha agotado lo que él llama «la metanarrativa de la liberación». Sin embargo, el fin de dichas «metanarrativas» de la modernidad ilustrada, ¿no anuncia la multiplicación de las «multinarrativas» provenientes de un universo policultural y multirracial que trasciende el dominio exclusivo de la modernidad occidental?
La «incredulidad hacia las metanarrativas» de la modernidad occidental quizás está siendo desplazada por la credibilidad hacia las polinarrativas que hablan en nombre de múltiples proyectos de liberación humana, nuevos deseos, nuevas exigencias morales, nuevos territorios de la presencia humana en el mundo.
Esta «activación de las diferencias», como las llama Lyotard, es sólo una manera de decir que en nuestro mundo de la posguerra fría (y si Bush Jr. se sale con la suya, de la paz caliente) no es un mundo, a pesar de las realidades globalizantes, que se esté moviendo hacia una unidad ilusoria y acaso dañina, sino hacia una diferenciación mayor y más sana, aunque a menudo, también, conflictiva. Lo digo como latinoamericano. La preocupación nacionalista de la identidad que tanto nos absorbió a lo largo de nuestra vida independiente, de Sarmiento a Martínez Estrada en la Argentina, de González Prada a Mariátegui en Perú, de Hostos en Puerto Rico a Rodó en Uruguay, de Fernando Ortiz a Lezama Lima en Cuba, de Henríquez Ureña en Santo Domingo a Picón Salas en Venezuela, de Reyes a Paz en México, Montalvo en Ecuador y Cardoza y Aragón en Guatemala, contribuyó a dotarnos, precisamente, de una identidad. Ni un mexicano duda que es mexicano, ni un brasileño, brasileño, ni un argentino, argentino. Pero el premio acarrea una nueva demanda: transitar de la identidad a la diversidad. Diversidad moral, política, religiosa, sexual. Sin el respeto a la diversidad fundada en la identidad, no tendremos, en Latinoamérica, libertad.
Doy el ejemplo que me es más próximo —la América indoafrolatina— para reforzar el argumento de la novela como factor de diversificación y multiplicidad culturales en el siglo XX. Entramos al mundo que Max Weber anunció como un «politeísmo de valores». Todo, las comunicaciones, la economía, la ciencia y la tecnología, pero también las demandas étnicas, los nacionalismos redivivos, el retorno de las tribus con sus ídolos, la coexistencia de un progreso vertiginoso con la resurrección de cuanto creíamos muerto. La variedad y no la monotonía, la diversidad más que la unidad, el conflicto más que la tranquilidad, definirán la cultura de nuestro siglo.
La novela es una reintroducción del ser humano en la historia. En una gran novela, el sujeto es presentado de nuevo a su destino y su destino es la suma de su experiencia: fatal y libre. Pero en nuestro tiempo, la novela también es una carta de presentación de las culturas que, lejos de haber sido ahogadas por las mareas de la globalidad, se han atrevido a afirmarse con más vigor que nunca. Negativa en los sentidos que todos conocemos (xenofobias, nacionalismos agresivos, primitivismos crueles, perversión de derechos humanos en nombre de la tradición o la opresión del padre, del macho, del clan), la particularidad es positiva cuando afirma valores en peligro de ser olvidados o eliminados y que, en sí mismos, son valladares contra los peores impulsos del tribalismo.
No hay novela sin historia. Pero la novela, introduciéndonos en la historia, también nos permite buscar el camino fuera de la historia a fin de ver claramente a la historia y ser, auténticamente, históricos. Estar inmersos en la historia, perdidos en sus laberintos sin reconocer las salidas es, simplemente, ser víctimas de la historia.
Introducción del ser histórico en la historia. Introducción de una civilización en otras. Ello requerirá una aguda conciencia de nuestra propia tradición a fin de darle la mano a las tradiciones de los otros. ¿Qué une a toda tradición sino ser requisito para construir, sobre ella, una nueva creación?
Tal es el problema que resuelven, con brillo, nuevos novelistas mexicanos como Jorge Volpi, Ignacio Padilla y Pedro Ángel Palou.
Toda novela, como toda obra de arte, se compone simultáneamente de instantes aislados y de instantes continuos. El instante es la epifanía que, con suerte, cada novela encierra y libera. Los instantes más delicados y fúgitivos, como los describe Joyce en el Retrato del artista adolescente, «una súbita manifestación espiritual surgida en medio de los discursos y los gestos más ordinarios».
  Surgida también, sin embargo, en medio de un  evento histórico continuo, tanto que no admite ni principio ni fin, ni origen teológico ni happy ending ni final apocalíptico, sino una declaración de la interminable multiplicación del sentido y en contra de la consoladora unidad de una sola lectura, ortodoxa, del mundo. «La historia y la felicidad rara vez coinciden», escribió Nietzsche. La novela es prueba de ello, y en Latinoamérica ganamos la novela de la advertencia cuando perdimos el discurso de la esperanza.
 Nueva novela: hablo de un paso incierto aún, pero necesario quizás, de la identidad a la alteridad; de la reducción a la ampliación; de la expulsión a la inclusión; de la parálisis al movimiento; de la unidad a la diferencia; de la no contradicción a la contradicción permanente; del olvido a la memoria; del pasado inerte al pasado vivo; y de la fe en el progreso a la crítica del porvenir.
Son éstos los ritmos, los sentidos, de la novedad en la narrativa... quizás. Pero sólo que, con ellos, con todas las obras que los liberan, alcancemos la magnífica potencialidad para crear imágenes que José Lezama Lima le otorga a las «eras imaginarias». Pues si una cultura no logra crear una imaginación, resultará históricamente indescifrable, añade el autor de Paradiso.
La novedad de la novela nos dice que nuestra humanidad no vive en la helada abstracción de lo separado, sino en el pulso cálido de una variedad infernal que nos dice: No somos aún. Estamos siendo.
Esa voz nos cuestiona, nos llega desde muy lejos pero también desde muy adentro de nosotros mismos. Es la voz de nuestra propia humanidad revelada en las fronteras olvidadas de la conciencia. Proviene de tiempos múltiples y de espacios lejanos. Pero crea, con nosotros, para nosotros, el terreno donde podremos juntarnos y contarnos historias.
 La imaginación y el lenguaje, la memoria y el deseo, son no sólo la materia viva de la novela, sino el sitio de encuentro de nuestra humanidad inacabada. La literatura nos enseña que los máximos valores son los valores compartidos. Los novelistas latinoamericanos compartimos las palabras de ítalo Calvino cuando afirma que la literatura es un modelo de valores, capaz de proponer escenarios de lenguaje, visión, imaginación y correlación de eventos. Nos reconocemos en William Gass cuando nos hace comprender que el cuerpo y el alma de una novela son su lenguaje y su imaginación, no sus buenas intenciones: la conciencia que la novela altera, no la conciencia que conforta. Fraternizamos con nuestro gran amigo Milán Kundera cuando nos recuerda que la novela es una perpetua redefinición del ser humano como problema.
 Todo ello implica que la novela se formule a sí misma como incesante conflicto de lo que aún no se ha revelado, recuerdo de cuanto ha sido olvidado, voz del silencio y alas para el deseo de cuanto ha sido rebajado por la injusticia, la indiferencia, el prejuicio, la ignorancia, el odio o el miedo.
 Para lograrlo, debemos vernos y ver al mundo como proyectos inacabados, personalidades permanentemente incompletas y voces que no han dicho su última palabra. Para lograrlo, debemos articular sin fatiga una tradición y patrocinar las posibilidades de ser hombres y mujeres que no sólo estamos en la historia, sino que hacemos la historia. Un mundo en rápida transformación propone, como lo sugiere Kundera, redefinirnos constantemente como seres problemáticos, acaso enigmáticos, pero jamás como portadores de respuestas dogmáticas o de realidades concluidas. ¿No es esto lo que mejor define a la novela? La política puede ser dogmática. La novela sólo puede ser enigmática.
La novela gana el derecho de criticar al mundo demostrando, en primer lugar, su capacidad para criticarse a sí misma. Es la crítica de la novela por la novela misma lo que revela tanto la labor del arte como la dimensión social de la obra. James Joyce en Ulises y Julio Cortázar en Rayuela son ejemplos superiores de lo que quiero decir: la novela como crítica de sí misma y de sus procederes. Pero ésta es una herencia de Cervantes y de los novelistas de la Mancha.
La novela nos propone la posibilidad de una imaginación verbal como realidad no menos real que la historia misma. La novela constantemente anuncia un nuevo mundo: un mundo inminente. Porque el novelista sabe que después de la terrible violencia dogmática del siglo XX, la historia se ha convertido en una posibilidad, nunca más en una certeza. Creemos conocer al mundo. Ahora, debemos imaginarlo.

miércoles, 2 de abril de 2014

John Steinbeck .

 

 

De ratones y hombres; Pierre-Alain Bertola

por Miguel Carreira
Podemos imaginarnos una hipotética clasificación de escritores en la que estos se ordenasen, no por sus méritos, sino por los nuestros. Esta clasificación, que para ser sinceros, tiene mucho de imposible, obviamente tendría que ser de lo más subjetiva. Tanto que nos obligaría a elegir una serie de normas para hacerla inteligible, es decir, que habría que establecer unos criterios fijos que pudiesen servir, si no para justificar, al menos para argumentar la presencia o la falta de tal o cuál nombre.
Para empezar, cuando hablamos de «nuestros méritos» debe quedar claro que hablamos de nuestros méritos como sociedad. Reducirlo al mérito de cada cual nos dejaría una colección de clasificaciones individuales que, respecto a la que proponemos, tiene varios inconvenientes: uno, que dicha colección ya existe —aquello del gusto de cada cual— y dos, que cada una de estas clasificaciones carecería del valor canónico al que siempre debe aspirar —y que nunca debe conseguir completamente— un catálogo de esta naturaleza.
Nuestra división hablaría, por tanto, de nuestros méritos como sociedad, aunque el término «méritos» entiendo que puede resultar poco claro. Aun así me parece preferible a otros términos como «aspiraciones» —que es demasiado utópico—, «ambiciones» —que es demasiado pragmático— o «logros» —que está casi totalmente equivocado—, aunque el término ideal deja alguna deuda con cada uno de los tres. Al final la propuesta que vamos a hacer es muy sencilla. Podría haber una forma de clasificación de los escritores que encuadrase a estos entre los que merecemos —y tenemos—, los que no merecemos —pero tenemos—, los que no merecemos —y aun así los tenemos— y los que no merecemos —y no tenemos—.
John Steinbeck retratado por Peter Stackpole en Nueva York, en 1937


No se trata de argumentar en demasía, no vaya a ser que se tome esta supuesta ordenación con seriedad. A usted igual le parece improbable, pero cosas más raras se han visto. Yo he visto gente muy inteligente y muy bien preparada defender que es posible y hasta necesario clasificar genéricamente las narraciones por el número de palabras —con tantas es cuento, a partir de tantas relato, desde aquí nouvelle y en adelante y hasta el infinito ya novela como Dios manda— igual que quien cuenta sacos de garbanzos. Nuestra propuesta de clasificación, quede claro, en el fondo sólo sirve para invocar un lugar cómodo en el que poder encontrarnos con Mr. John Steinbeck. Un escritor que, de nuevo, volvemos a merecer, creo que no tanto por nuestras virtudes como por nuestros pecados. Un escritor que tenemos, aunque a veces no nos acordemos de recordarlo.
Steinbeck es, creo, uno de los autores norteamericanos más conocidos del siglo XX. Ganó el premio Nobel de literatura en 1962. Dado que la academia sueca tiene la costumbre de abrir los registros de las deliberaciones una vez han pasado cincuenta años, este año nos toca saber que Steinbeck compitió en la línea de meta con Karen Blixen —que murió unos meses antes, con lo que quedó descartada— o Laurence Durrell —cuyo Cuarteto de Alejandría les pareció a los señores del Nobel una cosa que merecía vigilarse, pero tampoco con la que volverse locos—. En su momento la concesión del Nobel a Steinbeck no estuvo del todo libre de polémica. Existía un cierto prejuicio, que no sé si ahora está del todo descartado, hacia los novelistas norteamericanos, a los que se consideraba un poco demasiado comerciales y un quizás también un poco demasiado juveniles. Tampoco ayudaba que Steinbeck llevase ya unos años lejos de la primera línea de la narrativa. Un periódico sueco de la época acogió la concesión del premio a Steinbeck acordándose de Pearl S. Buck. Cuando le preguntaron a Steinbeck si, en su opinión, merecía el premio sueco, éste respondió que, francamente, no. En contraste, yo sé de buena tinta que hay gente que ha ganado un concurso de cuentos en un ayuntamiento de Soria y que está segurísima de que la academia sueca los ningunea.  Hoy Steinbeck es recordado sobre todo por tres obras: Las uvas de la ira, Al este del edén y De ratones y hombres.
En los dos primeros casos, parte de su popularidad se debe a que ambas han sido utilizadas como base de adaptaciones cinematográficas que se han convertido en clásicos. Otros trabajos suyos, como Tortilla Flat o La perla han quedado más relegados, a pesar de que, en su momento, fueron muy conocidos por el público.
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De ratones y hombres también se trasladó al cine, aunque las adaptaciones no han alcanzado el estatus de las anteriores. Lewis Milestone (1939) hizo una adaptación que fue muy conocida en su momento, pero que no ha conseguido revalidar su fama . Mucho después, en 1992, Gary Sinise rodó una nueva adaptación. Es probable que esto también pueda interpretarse como prueba de la pérdida de popularidad de la película de Milestone. Dudo bastante que un productor accediese hoy a hacer una nueva versión de Las uvas de la ira. No digo que no pueda pasar. Cosas más raras se han visto. Pero sería raro.
Además de las adaptaciones cinematográficas De ratones y hombres ha servido para rodar series de televisión y varias obras de teatro. Las primeras obras de teatro basadas en la novela son muy tempranas. En 1937, el mismo año de la publicación de De ratones y hombres se estrenó su primera adaptación teatral, con notable éxito. Luego la obra se ha seguido representando, con este libreto original o en distintas versiones con las que la historia se ha representado en distintos países, incluído España. Se han hecho adaptaciones para la radio y hasta una ópera. Además, el personaje de Lennie es una presencia recurrente y notable en muchos de los personajes de dibujos de la Warner Brothers incluidas dos parodias [video1] del insuperable Tex Avery.
De ratones y hombres se ha ido convirtiendo en un clásico norteamericano. Allí el libro se lee en las escuelas y George y Lennie forman parte del imaginario cultural, igual que aquí Lázaro de Tormes. No estoy seguro de que tengamos algún ejemplo de literatura más o menos contemporánea en España en el que haya personajes literarios tan reconocidos. Pienso ahora en Don Cayo o en Pascual Duarte, pero no creo que ni el uno ni el otro, ni ninguno que se me ocurra, esté a la cabeza en cuanto a difusión.
Los apuntes que figuran aquí sólo son una representación que puede —espero— que resulte representativa, pero que en absoluto es rigurosa de los muchos guiños, alusiones o citas que se han hecho de la obra en libros, películas, discos, etc. Las adaptaciones, aunque menos, también son muchas, probablemente porque De ratones y hombres es una fábula, una de las últimas fábulas contemporáneas, uno de los últimos textos que, desde una absoluta sencillez, con una tremenda economía de recursos y trama, es capaz de emocionarnos hablando de esos temas sobre los que ha estado hablando la mejor literatura durante los últimos dos mil años: del amor, de la muerte, del miedo, del  poder, de la amistad y de la soledad.
Pierre-Alain Bertola falleció prematuramente en 2012. Nos dejó este De ratones y hombres cuyo mayor acierto es una virtud que deberíamos exigir más en las adaptaciones: honestidad, humildad y también algo que podríamos llamar lealtad; lealtad con la historia y con el trabajo que le sirve de base. Su De ratones y hombres pone en escena a los dos famosos protagonistas, Lennie y George y lo hace con notabilísima efectividad.
No se puede decir nada mucho mejor de una adaptación aparte de que resulta eficaz. Bertola consigue llevar la historia a su terreno, y lo hace sin que el lector acuse la ausencia de diálogos o de momentos, a no ser que se empeñe en fiscalizar la obra como si fuese el story-board de una película imposible. No lo es. Aquí, donde nos quedemos sin las descripciones de Steinbeck o sin la voz de su narrador, Bertola nos compensará con un dibujo en el que es imposible no apreciar un trabajo escrupuloso y una enorme sabiduría. Las relaciones entre los personajes se muestran a veces, simplemente, aumentando o disminuyendo la distancia que los separa en la viñeta. Las emociones, los pensamientos, la moralidad de los individuos o la forma en la que aparecen ante otros personajes se representan, unas veces, mediante la selección de la perspectiva, otras mediante la luz; encerrando las sombras en una mancha de tinta, o mediante la dirección de los cuerpos. Lo que hace Bertola aquí es una exhibición de capacidad narrativa, de mesura y de sobriedad.
Pierre-Alain Bertola ha conseguido, en definitiva, dibujar De ratones y hombres. Ha conseguido dibujar una historia que no es en absoluto fácil de arrancar de las garras del papel. Desde luego, resulta mucho más complicado de lo que puede sugerir la gran cantidad de adaptaciones a todos los medios. De ratones y hombres es una historia tentadora. La sencillez de la trama puede invitar a suponer que se trata de una novela fácilmente adaptable. Sin embargo, la sencillez es la más complicada de las suertes de la narrativa. Las construcciones más sencillas, aquellas en las que más se ha eliminado, son también las más frágiles. Una historia más compleja enfrentaría al adaptador a otros problemas. Lo obligaría a seleccionar material y a decidir qué partes forman el verdadero esqueleto de la historia. Aquí la selección es casi nula. Casi todo el proceso de adaptación es pura transformación. Muchos lo han intentado, es cierto, pero no son tantos los que lo han conseguido.
Personalmente ninguna de las adaptaciones cinematográficas me parece satisfactoria. La versión de Milestone me resulta un tanto condescendiente y la de Sinise me parece poco convincente, envarada e incluso mal interpretada, a pesar de que, cabe señalar, esta opinión está muy poco extendida y a pesar de que tanto Sinise como Malkovich son, por lo general, actores excelentes. La actuación de los dos fue de hecho muy alabada cuando se estrenó la película. En cualquier caso, creo que ninguna de las dos adaptaciones consigue reproducir la atmósfera del libro, y esos colores de decadencia, pobreza y atavismo del texto. No creo que ninguna haya conseguido pulsar con la exactitud de Bertola las cuerdas que hacen resonar la emoción en la historia. No creo que ninguna de las dos haya conseguido reproducir esa capa de polvo pajizo que recubre las obras de Steinbeck. Bertola sí, y lo más meritorio es que consigue una versión particularmente turbadora sin recurrir al efectismo o a la condescendencia, dos pecados a los que invita la novelita de Steinbeck. En la narración, que es el reino donde no se concede nada a los imposibles, una de las pocas normas irrompibles es que cuando aparece la moralina desaparece la tragedia.
 Es posible, sin embargo, que el cómic no sea absolutamente ejemplar. Quizás faltan un par de detalles para que la obra sea redonda. Pienso sobre todo en el encuentro de Lennie con la mujer de Curley, que el cómic resuelve de forma un tanto contenida. Aquí es posible que la apuesta de Bertola por la sutileza, a pesar de su indudable elegancia, no acabe de captar la brutalidad trémula del instante. A cambio, la resolución final de la historia es perfecta y ejemplifica mejor que en ninguna otra parte las virtudes que venimos atribuyendo a la obra. El encuentro de George y Lennie consigue, sin concesiones al dramatismo, reproducir la sensación de derrota del original.
Hablar de este De ratones y hombres de Bertola es hablar del De ratones y hombres de Steinbeck. Y es también rendir un homenaje póstumo al excelente y trabajo de Bertola. En razón de la fidelidad de este trabajo con el texto habrá quien vea la genialidad de Bertola como un mérito artesanal. Y puede que en parte tenga razón. Bertola no ha tratado tanto de crear un material nuevo como de utilizar los recursos de su medio para trasladar un material preexistente. No ha puesto la originalidad como gran objetivo de su labor. Bertola es, salvando muchas distancias, se ha erigido como intérprete, como alquien que recoge un camino previo para llevar a cabo una obra. Lo hace con maestría —y, sí, es cierto— a costa de renunciar a un mayor grado de originalidad.
En este sentido —y sólo en este sentido— es razonable suponer que esta no es una obra plenamente artística. Otra cosa es que esa supuesta falta de pretensiones artísticas —y, de nuevo quiero recordarlo, estamos hablando de las pretensiones artísticas en un sentido muy concreto— haga que la obra sea menos meritoria o menos valiosa. Lo artístico, para bien o para mal, se ha ido fundamentando, cada vez más en la originalidad y en la subjetividad. Vivimos tiempos extraños, en los que la obra de arte ya no es algo que aspire a ser, sobre todo, un objeto con unas cualidades estéticas determinadas. La obra de arte aspira ahora a ser una expresión —a poder ser original— de la personalidad artística del individuo. Se han virado las tornas. Si antes el artista lo era porque era capaz de crear obras de arte ahora las obras de arte lo son porque han sido creadas por un artista.
Uno está tentado a exclamar, con sospechosa alegría, que Bertola ha fallado como artista, porque como artista supone un demérito el haber antepuesto la fidelidad a la obra a su propio impulso de expresión personal. En efecto, Bertola podría haber hecho muchas cosas para hacer de su adaptación un objeto más  «personal» en el sentido de que los lectores podríamos haber captado de forma más evidente, la impronta de su Yo. Podría haber trasladado la obra a la época actual, por ejemplo. Podría haber hecho que Lennie, en lugar de estar poseído por un deseo incontrolable de tocar cosas suaves, fuese un adicto a la heroína o al cristal. Pero Bertola no hizo nada de eso. Se limitó a contar con eficacia, sencillez y lealtad y a crear una obra que es hermosa y emocionante. Si esto supone una pérdida en el mérito del objeto queda para la opinión de cada cual pero, de ser así —que lo dudo—, más meritoria sería entonces la renuncia de Bertola.
Lo decíamos al principio de esta reseña. Hay autores que merecemos. Que merecemos en lo bueno y en lo malo; por lo bueno y lo malo que somos y lo bueno y lo malo que tenemos. A Bertola y a esta adaptación de De ratones y hombres quizás no los merecemos y nos lo merecemos por nuestros defectos. Quizás sea un autor que mereceríamos más si pudiésemos volver sobre nuestros pasos. Si no llevamos hasta el extremo la reivindicación del artista, especialmente si es a costa de la reivindicación de la obra. Mereceremos más a Bertola si somos capaces de ver ciertos extremos ridículos en los que caemos de tanto en cuando a la caza de la originalidad y la sorpresa y volvemos a abrir los ojos para mirar aquello que es o quiere ser bonito, interesante, conmovedor, divertido o instructivo. Mereceremos más a Bertola y este libro si buscamos la forma de volver a mirar todo eso y si buscamos la forma de llamar a eso arte.
A Steinbeck, por su parte, lo merecemos. Pero lo merecemos, de nuevo, más por nuestros defectos que por nuestras virtudes. Lo merecemos porque es uno de los autores que mejor ha sabido aunar la calidad y la denuncia social y por eso volvemos a merecerlo, otra vez, ahora que el mundo vuelve a ser un lugar en el que es necesario denunciar, ahora que la sociedad vuelve a quejarse, que la injusticia ya no es un fantasma que habita nuestra conciencia, como cuando nosotros éramos los injustos, sino el chirrido de una rueda mal engrasada que acompaña cada giro de nuestra sociedad. Tal vez el mundo nunca dejó de ser un lugar en el que teníamos la obligación de, al menos, estar alerta, pero hubo un tiempo en el que pensamos que quizás podíamos olvidarnos de ello.
Steinbeck añade algo importante a la mera literatura social. La suya es una literatura que se podría llamar social, pero que evita la deriva contingente. Es uno de los pocos autores que puede hablar de la pobreza desde el hombre hacia fuera, y no a la inversa. Es decir, en la literatura social es relativamente frecuente que aparezcan novelas o ensayos que analicen las causas o las razones del momento actual. Se analiza el momento y se desciende al hombre o se utiliza al hombre como ejemplo del momento que le ha tocado vivir. Es una literatura de denuncia en la que el hombre comparece como testigo o como víctima. Uno está tentado a buscar nombres resonantes y decir que hay una literatura social de análisis, que selecciona a un hombre o a varios hombres y nos los muestra frente al mundo.
Steinbeck le da el protagonismo al ser humano. También selecciona a un individuo y en ese sentido sus historias se centran característicamente en un sujeto en particular. Pero Steinbeck tiene la rara capacidad de hacer que ese individuo trascienda, no sólo su individualidad, sino su momento. Desciende hasta lo profundo de su personaje, hacia lo que constituye su humanidad y desde ahí nos cuenta lo que sucede a su alrededor. El ser humano no es víctima ni testigo o, si lo es, esa circunstancia es como una máscara o una  segunda piel, algo que está detrás o disfrazando su verdadera naturaleza, que no tiene por qué ser opuesta a la de su máscara. Simplemente es una naturaleza distinta, más básica. Sus historias nos hablan de seres humanos que siguen siendo, sobre todo y al final, humanos. De hombres que se mantienen esencialmente iguales, a lo largo del tiempo. Y este tiempo no son unas décadas, son cientos de años. Cambian las épocas y las circunstancias. Cambian los nombres. Lo que hoy llamamos amor, amistad o guerra ha tenido otros nombres a lo largo del tiempo o ha tenido el mismo nombre, pero formas distintas de pronunciarlo. Los mismos nombres y las mismas cosas se han evocado a lo largo de la historia con pasión, con dolor, con alegría, con ira, con aprobación o con censura. Pero algo permanece en esos nombres y en los hombres que los pronuncian.
Recolectores de alubias; de Dorothea Lange
 Algo queda en la forma en la que nos sentimos ante la vida, ante la muerte, ante el dolor o ante la risa. Algo que reconocemos y a lo que llamamos humano. Algo queda en los gestos más simples, en la forma en la que sienten la soledad, la envidia, la amistad o el hambre los personajes de las historias griegas y que es la misma forma en la que las sentimos nosotros. Algo queda en la sensación sobre la yema de los dedos cuando rozamos algo suave. Algo queda cuando tenemos sed y descubrimos una fuente de agua, o cuando sentimos hambre. Algo queda. Son apenas cuatro trazas, vetas de algo que reconocemos como nuestro. Es lo más universal que tenemos y ni siquiera es lo más noble. Steinbeck es capaz de mirar desde ahí.
Las novelas en las que aparece este ser humano, despojado de casi todo lo que vaya más allá de ser un hombre, son las que pone en juego Steinbeck y luego llega lo demás. Llega el lugar y el momento en el que esos hombres viven. Llega la denuncia, llega la rabia, llega el mundo, pero el hombre que Steinbeck nos entrega permanece, el hombre que no podemos dejar de ser sigue ahí y por eso lo merecemos. Porque Steinbeck nos entrega (y Bertola lo sostiene) un relato con aroma de clásico, donde se repite una de las afirmaciones que la tragedia ha gritado durante dos mil años: que la fuerza del hombre es su debilidad y su potencia su perdición. Que nuestras virtudes y nuestros defectos son una cuerda anudada. Que podemos crear y querer en la misma medida, y ni un ápice menos, en que podemos destruir y odiar.

martes, 1 de abril de 2014

Stéphane Mallarmé


Síntesis biográfica

Nació el 18 de marzo de 1842, huérfano desde los siete años, estudió bachillerato en Sens y viajó a Londres para acreditarse como profesor de inglés.
Trayectoria

Muy joven empezó a escribir poesía bajo la influencia de Charles Baudelaire, alternando la labor literaria con su actividad académica en varios institutos franceses.

Tras un viaje al Reino Unido, donde contrajo matrimonio con su amante Marie Gerhardt 1863, fue profesor de inglés en el instituto de Tournon, pero pronto perdió el interés por la enseñanza.

Sólo podía dedicarse a escribir al término de su jornada laboral, y así compuso L’azur, Brise marine, empezó Herodías y redactó una primera versión de La siesta de un fauno.
Publicaciones

En 1866, el Parnasse Contemporain le publicó diez poemas y poco después fue trasladado al liceo de Aviñón. Conoció a Paul Verlaine, y finalmente consiguió un puesto en el liceo Fontanes en París 1867.

Publicó Herodías en una segunda entrega del Parnasse; la dificultad de su poesía le había granjeado la admiración de un reducido grupo de poetas y alumnos, que recibía en su casa, pero los juicios favorables de Verlaine y de Huysmans le convirtieron en poco tiempo en una celebridad para toda una generación de poetas, los simbolistas, que acogieron con entusiasmo su volumen Poesías y su traducción de los Poemas de Edgar Allan Poe.


Lideró a partir de entonces frecuentes tertulias literarias con jóvenes entre los que se encontraban André Gide y Paul Valéry. En 1891 publicó Páginas, y un año después el músico Debussy compuso el Preludio a la siesta de un fauno.

En 1897, la revista Cosmopolis publicó Una tirada de dados nunca abolirá el azar, fragmento de la obra absoluta que Mallarmé llamaba el Libro, que no llegó a completar, y en la que intentaba reproducir, a nivel incluso tipográfico, el proceso de su pensamiento en la creación del poema y el juego de posibilidades oculto en el lenguaje, sentando un claro precedente para la poesía de las vanguardias.

La dificultad de la poesía de Mallarmé, a menudo hermética, se explica por la gran exigencia que impone a sus poemas, en los que interroga la esencia para desembocar frecuentemente en la ausencia, en la nada, temas recurrentes en su obra.
José Lezama Lima, poeta y escritor cubano estudioso y admirador de Mallarmé escribió:
«...es, con Arthur Rimbaud, uno de los grandes centros de polarización poéticos, situado en el inicio de la poesía contemporánea y una de las aptitudes más enigmáticas y poderosas que existen en la historia de las imágenes. Sus páginas y el murmullo de sus timbres serán algún día alzados para ser leídos por los dioses».
El simbolismo en Mallarmé

Mallarmé pensaba que la poesía era la insinuación de imágenes que se ciernen y se evaporan siempre; aseguraba que nombrar un objeto era destruir tres cuartas partes del placer que consiste en la adivinación gradual de su verdadera naturaleza. El símbolo implicaba, sin embargo, no simplemente evitar la nominación directa, sino también la expresión indirecta de su significado, que es imposible describir simplemente, que es esencialmente indefinible e indescifrable.

El simbolismo se basa en la suposición de que el contenido de la poesía es expresar algo que no puede ser encajonado en una forma definida y que no puede ser alcanzado por un camino directo. Desde que es imposible expresar nada válido sobre las cosas a través de los medios claros de la conciencia, mientras el lenguaje descubre automáticamente las relaciones entre ellas, el poeta debe, como insinúa Mallarmé, “dar la iniciativa a las palabras”, debe permitirse a sí mismo ser llevado por la corriente del lenguaje, por la sucesión espontánea de imágenes y visiones, lo cual implica que el lenguaje es no sólo más poético, sino también más filosófico que la razón… Tal vez Mallarmé no hubiera hecho propia literalmente la frase de que “una bella línea sin significado es más valiosa que una menos bella con significado”; el no creía en la renuncia a todo contenido intelectual de la poesía, pero pedía que el poeta renunciara a la excitación de las pasiones y emociones y al uso de motivos extraestéticos, prácticos y racionales.
Poesía pura

El concepto de “Poesía Pura”, puede ser considerado al menos, como el mejor compendio de su visión del arte y de la naturaleza y la encarnación del ideal que como poeta tuviera en mente. Mallarmé comenzaba a escribir un poema sin saber exactamente la primera palabra, el primer verso; el poema surgía como la cristalización de palabras y líneas que se combinan casi según su propio acorde”.

La doctrina de la “poesía pura” transpone lo principal de su método creador en la teoría del acto receptivo; estableciendo que para que se realice una experiencia poética no es absolutamente necesario conocer todo el poema; aunque sea breve; con frecuencia uno o dos versos son suficientes para producir en nosotros el estado de ánimo que corresponde al poema. En otras palabras; para disfrutar de un poema no es necesario, o en cualquier caso, no es suficiente, comprender su significado racional, y verdaderamente y como lo muestra la poesía popular, no es necesario que el poema tenga un exacto “significado”.

El concepto de “Poesía Pura” representa la forma de esteticismo más pura y más intransigente, y expresa la idea básica de un mundo poético completamente independiente de la realidad ordinaria, práctica y racional, un microcosmos autónomo, estéticamente completo en sí mismo. La generación de Mallarmé no inventó ni mucho menos el símbolo como medio de expresión; arte simbólico ya había existido en épocas anteriores. Descubrió, simplemente, la diferencia entre el símbolo y la alegoría, e hizo del simbolismo, como estilo poético, la meta consciente de sus esfuerzos.

Reconoció, incluso, aunque no siempre fue capaz de dar expresión a sus conocimientos, que la alegoría no es otra cosa que la traducción de una idea abstracta en forma de imagen concreta, por lo que la idea continúa en cierto modo siendo independiente de su expresión metafórica y podría incluso ser expresada de otra forma, mientras que el símbolo reduce la idea y la imagen a una unidad indisoluble, de manera que la transformación de la imagen implica también la metamorfosis de la idea.

En suma, el contenido de un símbolo no puede ser traducido a ninguna otra forma, pero, por el contrario, un símbolo puede ser interpretado de varias maneras, y esta variabilidad de la interpretación, esa aparente inagotabilidad del significado de un símbolo, es su característica más esencial.

Comparada con el símbolo, la alegoría parece siempre la transcripción lisa, llana y simple, en cierto modo “superflua” de una idea que no gana nada con ser trasladad de una esfera a la otra. La alegoría es una especie de enigma cuya solución es obvia, mientras que el símbolo sólo puede ser interpretado, pero no resuelto. La alegoría es la expresión de un proceso mental estático; el símbolo de uno dinámico; aquélla pone un límite y una frontera a la asociación de ideas; éste pone las ideas en movimiento y las mantiene en él.
Obras destacadas

    Páginas 1891
    Herodías 1864
    Verso y prosa 1892
    Divagaciones 1897
    Los dioses antiguos 1879
    Poesías 1887

Fuentes

    Arnold Hauser. “Historia Social de la Literatura y el Arte”. Tomo II: “Desde el Rococó hasta la Época del Cine”. Madrid. Debate. 1998. (Cap IX: Naturalismo e Impresionismo. Pags 451/453).
    Biografías y vidas
    Amedia voz
    Frases y pensamientos

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