viernes, 10 de enero de 2014

Adolfo Bioy Casares. Novela: Plan de evasión. Centenario de su nacimiento: 1914-2014.

 
La revolución sensorial de Plan de evasión


PABLO SÁNCHEZ LÓPEZ
Dentro de la trayectoria novelística de Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel

y Plan de evasión, constituyen sin duda un primer ciclo, frente a las novelas posteriores

de ambiente bonaerense, y desde ese punto de vista han propiciado análisis conjuntos1. El

autor argentino desarrolla ambas obras en escenarios isleños, que constituyen modelos

espaciales útiles para amparar la excepcionalidad fantástica que es parte esencial de la

poética del novelista. Ambas obras también se complementan con una temática sentimental,

pero sometida a los rigurosos mecanismos de la narración: el misterio, la intriga,

la solución final. El resultado son sendos ejercicios de escrupulosa ordenación técnica y

de pericia narrativa, que aprovechan el potencial semántico de la isla como escenario ahistórico,

en el que la aventura pueda estructurarse y crear un mundo ficticio hermético; sin
embargo, en La invención de Morel ese mundo está más cerrado a las intromisiones de la

Historia que en Plan de evasión2, donde el novelista crea personajes con cierta definición

ideológica.

En esta ponencia, nuestra intención es la de especificar, precisamente, algunos rasgos
originales de Plan de evasión, obra bastante menos conocida y estudiada que la anterior.

El énfasis en la textualidad y la novedad del discurso narrativo sitúan destacadamente

esta novela en la corriente de renovación de la novela en los años cuarenta, en la obvia

cercanía de lo que Roa Bastos llamó el “enclave borgeano” de la nueva narrativa del continente;

pero, además, la complejidad ideológica de la obra merece un análisis pormenorizado,

porque el novelista aporta un enfoque innegablemente sutil a un eje temático que,

dentro únicamente de las letras argentinas, reúne en su diacronía ejemplos tan dispares y
lejanos en el tiempo como Los siete locos y Libro de Manuel; nos referimos a la utopía

revolucionaria. Plan de evasión plantea una estrategia de desarticulación de tópicos y

motivos de las representaciones literarias de la lucha política y resuelve esa estrategia con

una solución de tipo fantástico: un descubrimiento científico que aspira, mediante la liberación

de los sentidos, a suplir precisamente esa revolución. La presencia de voces con

sentido ideológico es un aspecto importante en esta novela y ese plurilingüismo como ele-


Véase especialmente Suzanne Jill Levine, Guía de Bioy Casares, Madrid, Fundamentos, 1982.

2 Adolfo Bioy Casares, Plan de evasión, ed. Alberto Manguel, Buenos Aires, Kapelusz, 1974. En adelante

todas las citas del texto se referirán a esta edición.
mento básico de la narración nos aconseja una metodología bajtiniana: “el análisis estilístico

de la novela no puede ser productivo fuera de la comprensión profunda del plurilingüismo,

del diálogo entre los lenguajes de la época respectiva. Pero para entender este

diálogo, para oír ahí un diálogo por primera vez, no es suficiente el conocimiento del

aspecto lingüístico y estilístico de los lenguajes: es necesaria una comprensión profunda

del sentido social-ideológico de cada lenguaje, y el conocimiento exacto del reparto social


de todas las voces ideológicas de la época” 3.

En el prólogo de Borges a La invención de Morel, prólogo que constituye, como es

sobradamente sabido, la certificación de un nuevo estilo, el del “sello” Borges-Bioy, el
autor de El Aleph habla de las ficciones de índole policial como aquellas que “refieren

hechos misteriosos que luego justifica e ilustra un hecho razonable” y califica la novela

de Bioy como una “Odisea de prodigios”, descifrada “mediante un solo postulado fantástico
pero no sobrenatural” 4. El paralelismo constructivo con Plan de evasión es notable,

y ambas responden a una concepción literaria muy similar, pero habría que destacar algunas

diferencias esenciales. En la segunda novela, reaparecen los hechos misteriosos y el

postulado fantástico, aunque Bioy sustituye la máquina de Morel por una nueva fantasía

científica, la cirugía simbolista de Pedro Castel, que altera las percepciones apoyándose
licenciosamente en las teorías de William James5. La definición cronotópica de la obra es

más precisa y significativa que en La invención de Morel: el escenario es el presidio de

las islas de la Salvación, en las Guayanas, y la acción se sitúa en 1913; el joven Enrique

Nevers acude a las islas para trabajar a las órdenes del gobernador Pedro Castel. El relato

consiste en la narración que hace su tío, Antoine Brissac, de la progresiva investigación

que Nevers lleva a cabo sobre las actividades de Castel. Pero es preciso distinguir la índole

de esos hechos misteriosos en la segunda novela de Bioy, su naturaleza moral y discretamente

política. Lo que nos interesa destacar es la forma en que ese recurso fantástico,

la revolución sensorial, se complementa con otro recurso tal vez menos llamativo,

para concretar un modelo de novela imaginativa e innovadora ajeno ya en 1945 (antes por
 
 
tanto de la publicación de obras como El Señor Presidente o El reino de este mundo) a

cualquier tradición realista de la novelística latinoamericana. Ese otro recurso es la manipulación

estética de voces ideológicas casi desprovistas de referente, de sustancia, y

sometidas a una evidente distancia crítica. De ese modo, el discurso escéptico y relativista

de Bioy aspira a convertirse en una propuesta de legitimación no solo de una literatura

fantástica, sino también de una literatura despolitizada. Quizá no se ha llamado la atención

suficientemente sobre la originalidad que supone el planteamiento del escritor argentino

y la dificultad para encontrar alguna equivalencia en la producción novelística latinoamericana

de la época.
 

646 PABLO SÁNCHEZ LÓPEZ

3 Mijail Bajtin, Teoría y estética de la novela, Madrid, Taurus, 1989, pág. 232.

4 Jorge Luis Borges, “Prólogo” en A. Bioy Casares, La invención de Morel, Madrid, Alianza, 1972,

pág. 11.


5
 Dentro de la recepción crítica de la novela, cabría destacar la reseña que Ernesto Sábato realizó, antes

de que debutara como novelista con El túnel, y en la que comentaba que en Plan de evasión “el autor profesa

una concepción empirista del universo, inglesa, referida en primer término a William James y, más remotamente,

a Hume y Berkeley”, pero la obra “señala, sin duda, un tránsito inevitable desde la Máquina hacia el Hombre”,
en relación con La invención de Morel (“Plan de evasión”, noviembre 1945, Sur, 133, págs. 67-69).

En Plan de evasión, los prodigios a los que hacía referencia Borges tardan en aparecer;

en su lugar, encontramos una suerte de incertidumbre ideológica sobre los acontecimientos

en la prisión. Las implicaciones morales del universo diegético juegan un papel

decisivo: la idea de la rebelión, de la lucha contra la injusticia, desarrolla las primeras

expectativas de la lectura, está presente de forma constante en el cruce de perspectivas de

los personajes y se resuelve finalmente en una apuesta imaginativa. Una apuesta muy

reveladora de una poética concreta, la de Bioy Casares, poco atenta a someter la literatura

a la tensión conflictiva de la realidad histórica. Parafraseando con humildad el prólogo
de Borges antes citado, podríamos señalar que en Plan de evasión se refieren hechos éticamente

“misteriosos” y problemáticos que intenta justificar un hecho fantástico. En otras

palabras: una disyuntiva ideológica se resuelve por una tercera vía fantástica, y la crítica

al realismo se confirma también como una aparente abstención, propia de una obra estructurada

narrativamente para favorecer la ambigüedad, por medio de las diferentes voces

narrativas y el final inconcluso (con ese enigmático “etcétera”).
La crítica que se ha ocupado de Plan de evasión ha destacado acertadamente la naturaleza

autorreflexiva y a menudo paródica de la novela, así como las brillantes estrategias

textuales de desarticulación referencial: por ejemplo, para María Isabel Tamargo, “en
Plan de evasión todo es una reconstrucción y por lo tanto un discurso que se sabe mediatizado”

y que además “queda relativizado por la posibilidad de la mentira” 6. En otras ocasiones,

los alusivos artificios literarios de Bioy —con las referencias a autores como H.

G. Wells— han acaparado la atención crítica, para mostrar la revisión que el novelista realiz
 
 
de determinados tópicos literarios7. En efecto, el cálculo con el que Bioy Casares concibe

la novela provoca una serie de correspondencias y refracciones metaliterarias o intertextuales,

como por ejemplo la inclusión de un personaje también llamado Dreyfus en la

isla a donde fue deportado el famoso Dreyfus, o la frecuente aparición de citas a la literatura

simbolista o pre-simbolista (Baudelaire o Verlaine, a los que habría que sumar a

William Blake). Sin embargo, hay que recalcar la distancia que separa a Pedro Castel, el
científico de Plan de evasión, de otros científicos de las novelas de Bioy, como por ejemplo,

el doctor Samaniego de Dormir al sol. Sin duda, hay una notable diferencia entre los

discursos y la configuración ideológica de los dos experimentadores. La audacia de Castel

tiene una intensidad que merece un comentario particular; se trata, efectivamente, de un

inventor guiado por una intención ética en un contexto muy específico: el presidio. Es

mucho más autoconsciente que el enigmático Samaniego, y la naturaleza de sus objetivos

le confiere otra identidad. Además, en su planteamiento sobre una polémica colectiva,


sobre la posibilidad de una rebelión en el penal, Plan de evasión se sitúa en un nivel que,

en la novelística de Bioy, sólo alcanza tal vez Diario de la guerra del cerdo, donde también




hay una historia amorosa envuelta en una realidad ficticia de violencia y desasosie-


LA REVOLUCIÓN SENSORIAL DE PLAN DE EVASIÓN 647

6 María Isabel Tamargo, La narrativa de Bioy Casares. El texto como escritura-lectura, Madrid, Playor,




1983, págs. 51-53. Véase también Alicia Borinsky, “Plan de evasión de Adolfo Bioy Casares: la representación


de la representación”, en Donald A. Yates (ed.), Otros mundos, otros fuegos: fantasía y realismo mágico en

Iberoamérica, Michigan State University, Latin American Studies Center, 1975, págs. 117-119.

7 Un ejemplo de ello sería el estudio citado de Levine.




go, en este caso un mundo antiutópico en el que los ancianos reciben el acoso asesino de


un movimiento de jóvenes. Plan de evasión, con todo, es aún más interesante para examinar




la relación entre ideología y literatura. Porque esta obra narra unos acontecimientos

ficticios centrados en torno a una posible revolución en una cárcel, es una historia de

evasiones y fugas situada en las Guayanas, pero también es una exploración original sobre

la (im)posibilidad de la subversión.

Para precisar este análisis, conviene repasar el control de informaciones narrativas

en la novela, control que tiene como finalidad situar la intriga en torno a los movimientos

del gobernador Pedro Castel. Ese misterio tiene un correlato indiscutible en la ambigüedad

del otro protagonista de la novela, Enrique Nevers; hay una relación entre la inestabilidad

de Nevers, que se siente continuamente amenazado, y las extrañas resoluciones

de Castel, lo que constituye un equilibrio básico en el avance de la novela. La indecisión

de Nevers no sólo consiste en sus constantes vacilaciones y dudas sobre lo que ocurre en

la cárcel a la que ha sido destinado, dudas que tiene desde el momento que descubre el

misterio del “camouflage” en la isla del Diablo, sino que también afecta a su propia posición

moral sobre la existencia de los presidios, y sobre la idea de justicia.

Nevers sufre en las islas la separación de la mujer que ama y está impaciente por

reencontrarse con ella; su cooperación con el sistema judicial y represivo es ocasional. Su

llegada a las islas, de hecho, ha sido forzada por unas circunstancias contrarias, lo que le

convierte a él también en una especie de prisionero, de víctima: “imaginó que estaba condenado

a esas calamidades por haber permitido, sin resistencia, que dispusieran de su destino.


Entre presidiarios, liberados y carceleros, se consideraba un presidiario” 8. Le parece




aborrecible vivir en el presidio incluso como hombre libre; ese exceso de sensibilidad

le lleva a imaginarse que amotina a unos deportados que viajan en la bodega de su barco

con destino a las islas. Su indecisión le coloca permanentemente entre la actitud crítica

ante la existencia del presidio y un deseo de insensibilizarse, de no implicarse en un problema

que puede comportar un riesgo de retrasar su retorno a Francia. “La isla no es un

lugar ameno —escribe Nevers, en un texto reproducido por el narrador Antoine Brissac—:

en todas partes, el horror de ver presidiarios, el horror de mostrarse libre entre presidiarios”


9. Pero no puede evitar involucrarse ante el descubrimiento de las extrañas operaciones




del gobernador Castel.

El misterio de las intenciones de Castel no es un enigma aséptico o neutro: es un

enigma que exige una respuesta de Nevers, una intervención que rompa cualquier pasividad

y le obligue a una toma de posición ideológica. Las primeras referencias al gobernador

Castel plantean la expectativa política y el misterio de sus maniobras se orienta hacia

la idea de la rebelión. Legrain dice a Nevers que Castel “es un anarquista” y la señora de


Frinziné afirma que es un “subversivo” 10. Sin embargo, Nevers empezará por sospechar




que el problema de Castel es alguna forma de locura; después, su desconcierto le llevará

a sopesar el grado de locura del gobernador y a cuestionarse una vez más su propia ubi-


648 PABLO SÁNCHEZ LÓPEZ

8 A. Bioy Casares, Plan de evasión, ed. cit., pág. 36.

9 A. Bioy Casares, Plan de evasión, ed. cit., pág. 44.

10 A. Bioy Casares, Plan de evasión, ed. cit., pág. 38.




cación en el conflicto ideológico que suscita el presidio: “si el gobernador no estaba totalmente

loco, Nevers lo consultaría sobre la administración. Actualmente, la administración


no existía. ¿Qué debía inferir? ¿Locura? ¿Desinterés? En este caso el gobernador no sería

abyecto. Pero, ¿cómo no desconfiar de un hombre que tiene vocación de dirigir un presidio?

Sin embargo, reflexionó, yo estoy aquí; ¿es la vocación lo que me ha traído? 11.




Nevers es, como se descubre más adelante, la esperanza de Castel, que espera en él un

colaborador, un seguidor de su experimento revolucionario. El primer fracaso de Castel

es, justamente, no conseguir que Nevers se convierta en un adepto, no conseguir su compromiso,

a pesar de su talante comprensivo y receptivo a la problemática de la cárcel.


Como vemos, la historia de Plan de evasión no es únicamente una creación lúdica




o metaliteraria, puesto que Bioy manipula una serie de contenidos morales y axiológicos,

plantea una discusión, que sitúa en otra época, y que, dentro de la novela y en interacción

significativa con la conclusión de la misma, acaba diluyéndose por efecto de la explicación

fantástica del relato. Hay una estilización de ese lenguaje político, de esa orientación,

que evoca, siquiera lejanamente, el presente histórico del novelista. Como señala Bajtin,

"toda estilización auténtica significa una representación artística del estilo lingüístico


ajeno, es la imagen artística de un lenguaje ajeno" 12. Bioy relativiza, desnaturaliza y transforma




ese lenguaje adecuándolo a su intención literaria, que, inequívocamente, es convertir

el mundo realista del conflicto político en el mundo fantástico de la aventura (lo que


supone una diferencia más con respecto a La invención de Morel). Ante todo, lo manipula




estéticamente al situarlo en un tiempo cronológico que no corresponde al tiempo empírico

del autor, con lo que hay una primera respuesta polémica a la literatura realista y, más

aún, a cualquier literatura de crítica sociopolítica. Pero además crea una imagen artística

de ese lenguaje, convirtiendo la rebelión de Castel en una rebelión original, singular y

novedosa, sobre todo en el contraste con la revolución que espera Nevers y la que sospechan

inicialmente los lectores.

En el primer encuentro de Nevers con Castel, el discurso del gobernador es todavía

ambiguamente rebelde, lo que contribuye a fomentar la perplejidad de Nevers. Castel

comenta el entusiasmo que le produjo la llegada de Nevers a las islas, y enuncia su propósito

rebelde: “vuelvo a lo que hemos tomado como base de nuestro acuerdo. Para la

mayor parte de los hombres -para los pobres, para los enfermos, para los presidiarios- la

vida es pavorosa. Hay otro punto en que podemos convenir: el deber de todos nosotros es


tratar de mejorar sus vidas” 13. Castel anticipa también la ambición de su proyecto experimental,




todavía extremadamente vago para los lectores: “por el ejemplo nuestra obra será


mundial. La obligación es salvar al rebaño que vigilamos, salvarlo de su destino” 14. No se




trata, a nuestro juicio, únicamente de una parodia de la literatura utópica o de la recreación

de un personaje típico de determinados relatos, como es la figura del científico, sino

que es, de forma más precisa, la asimilación novelística de un lenguaje ajeno que va a ser

reinventado para crear esa revolución original, diferente: la revolución científica y fan-


LA REVOLUCIÓN SENSORIAL DE PLAN DE EVASIÓN 649

11 A. Bioy Casares, Plan de evasión, ed. cit., pág. 52, cursiva del autor.

12 M. Bajtin, Op. cit., pág. 178

13 A. Bioy Casares, Plan de evasión, ed. cit., pág. 60.

14 A. Bioy Casares, Plan de evasión, ed. cit., pág. 61.




tástica de Castel, quien, a partir de sus descubrimientos, tratará de conseguir una nueva

forma de liberación. En ese sentido, cobra una gran importancia en la novela la estilización

que Bioy realiza de los discursos revolucionarios de signo político y, por tanto, la

referencialidad del texto se hace más compleja y sutil, porque el artificio literario se apoya

claramente en una crítica de determinados ideologemas y en la importancia de las voces


opuestas de los personajes15.




La originalidad del proyecto de Castel se empieza a especificar en el segundo

encuentro con Nevers. Mientras tanto, éste continúa con sus dudas y su esperanza de volver

con su amada Irene. En el capítulo 9, el narrador, Antoine Brissac, resume, de forma

muy poco explícita y bastante confusa, el asunto que ha obligado al exilio a Nevers y

comenta la comunicación epistolar entre Irene y Nevers. En el capítulo 10, Bernheim, un

prisionero confidente de Nevers, confirma otra vez los temores sobre la existencia de una

operación de connotaciones libertarias: “le juro, le juro por la sangre de todos los hombres


asesinados aquí: habrá una revolución” 16, para añadir más adelante: “todo el mundo

sabe que Pedro Castel es un revolucionario” 17. Nevers, de todas maneras, mantiene su desconfianza




ante los indicios contradictorios; no sabe a quién pedir consejo, y sigue esperando

el momento en el que ha de abandonar las islas y retornar a Francia: “la vida en

estas islas justifica toda desesperación”, escribe Nevers, en otro texto reproducido y


comentado por Brissac18. Por fin, en el capítulo 12 tiene lugar el segundo encuentro entre




Nevers y Castel, en el que éste avanza en la delimitación de sus intenciones. A una pregunta

sobre si es anarquista, Castel responde que no se ha ocupado de política: “los políticos


creen en la reforma de la sociedad... Yo creo en la reforma del individuo” 19, frase




que cobra sentido al final del texto pero que se mantiene ambigua hasta ese momento, porque

el lector no posee suficiente información para situar ideológicamente al gobernador.

Sin embargo, la no revelación del carácter del proyecto de Castel le sitúa todavía en la

expectativa político-revolucionaria de un comunismo artificioso e insustancial.

A continuación Castel lanza un alegato contra el sistema carcelario, contra su fracaso,

contra los principios judiciales que resume con la frase: “el castigo es el derecho del

delincuente”. Nevers no está convencido de la licitud moral de la tentativa, todavía imprecisa,

de Castel, y duda una vez más sobre si conviene su complicidad: “Nevers reconoce

que ese hombre, a quien deseaba encontrar execrable, le pareció muy viejo y casi digno;

estuvo dispuesto a creer que la revolución sería benévola, a ofrecer su ayuda. Después se


acordó de Irene, de la decisión de no hacer nada que pudiera postergar su regreso” 20. En




el siguiente capítulo, Brissac comenta las reflexiones de Nevers acerca de la ambigüedad


650 PABLO SÁNCHEZ LÓPEZ

15 Cf. la reflexión de Mijail Bajtin: “introducido en la novela, el plurilingüismo está sometido a elaboración




artística. Las voces sociales e históricas que pueblan el lenguaje —todas sus palabras y sus formas—, que

le proporcionan intelecciones concretas determinadas, se organizan en la novela en un sistema estilístico armonioso

que expresa la posición ideológico-social diferenciada del autor, en el marco del plurilingüismo de la

época” (Op. cit., pág. 117; cursiva del autor).


16 A. Bioy Casares, Plan de evasión, ed. cit., pág. 69.

17 A. Bioy Casares, Plan de evasión, ed. cit., pág. 70.

18 A. Bioy Casares, Plan de evasión, ed. cit., pág. 71.

19 A. Bioy Casares, Plan de evasión, ed. cit., pág. 74-75.

20 A. Bioy Casares, Plan de evasión, ed. cit., pág. 75-76.




de Castel, entre su propuesta de revolución pedagógica y “el absurdo propósito de establecerse


en las islas y fundar una república comunista” 21.




A pesar de la mediación narrativa de Brissac, conocemos nuevas afirmaciones de

Nevers que delatan su posición indecisa: “en el pensamiento aplaudo, apoyo, toda rebelión

de presos. Pero en la urgente realidad... hay que haber nacido para la acción, saber


tomar, entre sangre y tiros, la decisión feliz” 22. Curiosamente, y en esto radica otra de las




claves interpretativas del texto, la intuición de Nevers está equivocada con respecto a

Castel, que no busca la rebelión de los presos; pero, en cambio, la revuelta de los presos

acabará produciéndose, como sabemos en el final de la obra por la narración de Brissac,

y no se producirá por el liderazgo de Castel, pero sí por su indolencia administrativa.

Antes de ese momento, Nevers (cap. 19) vuelve a dudar otra vez de las pretensiones “políticas

y revolucionarias” de Castel, y formula una hipótesis que es jugosamente metaliteraria:

“Tal vez Castel fuese una especie de doctor Moreau. Le costaba creer, sin embargo,


que la realidad se pareciera a una novela fantástica” 23.




Aún habrá nuevas vacilaciones de Nevers (por ejemplo en el cap. 22), que, a pesar

de una simpatía indiscutible, no puede aliarse con una revolución tan extraña como la que

lleva a cabo Castel. El comportamiento del gobernador le desorienta constantemente, y

divide cualquier seguridad en torno a la idea de un posible compromiso. La condición fantástica

del relato es, por tanto, algo más que la aparición de acontecimientos que, a partir


de unas premisas irracionales, se encadenan de manera perfectamente lógica24. Hay una




contraposición entre la visión del mundo (realista) de Nevers, con su polémica interna,

por un lado, y el camino alternativo (fantástico) de Castel, que ante la disyuntiva moral

del compromiso o la inacción, escoge un nuevo tipo de rebelión, imaginativa y simbolista,

y descarta la rebelión colectiva y por tanto determinadas doctrinas políticas.

Pero el experimento de Castel concluye en el fracaso. Ante todo, tiene un componente

de amoralidad que delata una nueva contradicción; sus experimentos con animales

y seres humanos evocan los peligros de la osadía científica, como en Wells. Su objetivo

final es ofrecer, a través de la ciencia, una alternativa al sufrimiento de los presos, una

alternativa diferente de la acción libertaria o la sublevación. La alteración sensorial, cuyos

fundamentos explica en la carta a Nevers que Brissac incluye en su relato, consiste en

conseguir que los presos perciban sus celdas como islas en las que se sientan libres.

Dentro de la isla “real” de la prisión y de la injusticia para presos que, como dos de los

utilizados por Castel, son políticos, los presos vivirían en “otra” isla imaginaria, fantástica

y, obviamente, no-realista, en la cual podrían sentirse libres. Sin embargo, la alternativa

fantástica de Castel, llena de obstáculos que ingeniosamente Bioy Casares enumera y

trata de superar de forma imaginativa pero a la vez coherente, acaba fracasando, porque

el Cura, el tercer sujeto del experimento, provoca las muertes de los demás, y el mismo

Castel muere también. El diálogo entre las posiciones de Nevers y Castel se cierra así con

la explicación fantástica. El plan de evasión para los presos, diseñado por Castel, acaba


LA REVOLUCIÓN SENSORIAL DE PLAN DE EVASIÓN 651

21 A. Bioy Casares, Plan de evasión, ed. cit., pág. 77.

22 A. Bioy Casares, Plan de evasión, ed. cit., pág. 82.

23 A. Bioy Casares, Plan de evasión, ed. cit., pág. 90.

24 Tzvetan Todorov, Introducción a la literatura fantástica, México, Premia, 1980, pág. 47.




en la muerte, como el mismo plan de evasión de Nevers, quien también muere en circunstancias,

no podía ser de otra manera, ambiguas. Ambos, además, fracasan en su toma

de posición ideológica.

Una de las facetas de mayor originalidad de la novela es esa aparición de la justificación

fantástica. En otras novelas y cuentos de Bioy Casares, lo fantástico irrumpe en la

existencia cotidiana de unos personajes frecuentemente presentados con realismo. En


Plan de evasión, en cambio, y esto es esencial, lo fantástico interviene en un mundo realista,




pero previamente polémico, en un mundo no armónico, el de la isla carcelaria, que


podría propiciar todo tipo de combatividades ideológicas o críticas, a diferencia de La

invención de Morel. La riqueza de la obra radica, de ese modo, en la metódica disolución




de la isotopía realista y política a favor de la lectura fantástica: las focalizaciones del relato,

el diálogo complejo entre Nevers y Castel y, finalmente, el hecho fantástico, con su

carga simbolista, convierten progresivamente el espacio de la isla en una isla no-histórica

y eliminan la importancia inicial de la conflictividad social.

El experimento revolucionario de Castel se suma, como una inesperada alternativa

fantástica, a toda una serie de polémicas, de contradicciones, de voces opuestas (Nevers-


Castel, Nevers-Brissac). La invención de Bioy Casares en Plan de evasión basa su antirrealismo




en la relativización de una serie de expectativas ideológicas, que alejan el contenido

de la obra de cualquier tipo de novela realista. La superioridad de la imaginación

razonada de Bioy (y de Borges) consigue fortalecer la autonomía de la literatura, separándola

de algunos “inconvenientes” del realismo, como la historicidad o la tentación de

la crítica sociopolítica.


La obra se asocia así con la proyección de la revista Sur en la década de los cuarenta




y con el prestigio creciente de Borges y del mismo Bioy (a los que habría que sumar a

Silvina Ocampo y José Bianco). Más difícil resulta justificar con evidencias textuales una

conexión entre el escepticismo ideológico de la novela y el contexto histórico en

Argentina en la década del triunfo del peronismo. Con todo, debemos recordar que el contexto

latinoamericano nos ofrece además otro interesante ejemplo de novela que transcurre

en una isla convertida en presidio y que se sitúa, tanto desde el punto de vista del discurso

narrativo como de la ideología, en el extremo opuesto a Bioy Casares: se trata de


Los muros de agua, de José Revueltas, publicada sólo cuatro años antes que Plan de evasión,




que permite comprobar adecuadamente la distancia que Bioy consigue entre su obra

y la literatura de alcance testimonial o denunciatorio. Si Revueltas buscaba abiertamente


un realismo materialista y dialéctico en esa novela25, Bioy Casares aprovecha la crítica




política como un simple instrumento más para la creación de la intriga, lo que significa

sin duda una desvirtuación ideológica pero al mismo tiempo es uno de sus más claros


logros estéticos en una novela audaz y abierta como pocas a múltiples interpretaciones26.

652 PABLO SÁNCHEZ LÓPEZ

25 Como señala en “A propósito de Los muros de agua”, en Los muros de agua, Obras completas, vol. 1,




México, Era, 1978, pág. 20.


26 Véase el análisis de Blas Matamoro: “las astucias de la Razón construyen una Cultura ajena a la




Historia, vegetación isleña lejana de toda Ciudad. Las cosas y el orden que reina en ellas, la Historia de las

Cosas, no le competen. En suma: la Razón no es de este Mundo, ni de esta Historia. Es del Mundo-de-la-Razón,


aislado del mundo histórico. La isla de Bioy es metonimia de esta empresa: la isla, la Cultura”. Oligarquía y literatura,




Buenos Aires, Ediciones del Sol, 1975, pág. 179.


La originalidad literaria de Bioy en esta obra, por tanto, no radica únicamente en la hipótesis

fantástica de una liberación sensorial, sino también en esa nueva relación con el referente

histórico, que le distancia de la tradición cívica o comprometida del escritor latinoamericano

y le permite defender a la vez la autonomía de la literatura y la inferioridad del

realismo (con su significado sociopolítico) frente a la fantasía. En la misma década en la

que Borges consagra su poética aprovechando el valor estético de las proposiciones intelectuales,

Bioy intensifica esa propuesta utilizando estéticamente las ideologías y logrando

ni más ni menos que una autocrítica de la novela política.



miércoles, 8 de enero de 2014

Adolfo Bioy Casares. Centenario de su nacimiento 2014. Novela La invención de Morel.




Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, Argentina; 15 de septiembre de 1914 – ibídem, 8 de marzo de 1999) fue un importante escritor argentino que frecuentó las literaturas fantástica, policial y de ciencia ficción. Debe, además, parte de su reconocimiento a su gran amistad con Jorge Luis Borges, con quien colaboró literariamente en varias ocasiones. Éste lo consideró incluso uno de los más notables escritores argentinos. La crítica profesional también ha compartido la opinión: Bioy Casares recibió, en 1990, el Premio Miguel de Cervantes.
Fuente: Wikipedia.

Por Adolfo Bioy Casares, 1940
Género Literario - Narrativo - Novela
Datos del Autor:
El 15 de septiembre de 1914 nace en Buenos Aires Adolfo Bioy Casares. A los once años escribe su primera novela, Iris y Margarita –plagiando a"Petit Bob" de Gyp–, para una prima de la que estaba perdidamente enamorado. A los catorce, Vanidad o Una aventura terrorífica, cuento fantástico y policial. En 1932 conoce, en casa de Victoria Ocampo, a quien será su amigo y colaborador: Jorge Luis Borges y, dos años más tarde, a Silvina Ocampo, quien junto a Borges lo convencerá de abandonar los estudios y dedicarse exclusivamente a escribir, y con quien se casará en 1940. Ese mismo año publica La Invención de Morel, su obra más famosa y convertida hoy en un clásico de la literatura contemporánea. Bioy y Borges forman por años un formidable duo creativo que produce obras como Un modelo para la muerte, Libro del Cielo y del Infierno y las Crónicas de Bustos Domecq, la mayoría de las cuales son firmadas con el seudónimo común de H. Bustos Domecq. En 1954, año en que publica El sueño de los héroes, nace su única hija, Marta. En 1969 aparece Diario de la guerra del cerdo, llevada posteriormente al cine por Leopoldo Torre Nilsson. Entre otros premios y galardones, recibe en 1975 el Gran Premio de Honor de la SADE, es nombrado Miembro de la Legión de Honor de Francia en 1981, Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1986 y es galardonado en 1990 con el Premio Cervantes. Considerado por Jorge L. Borges como uno de los mayores escritores argentinos de ficción, Bioy Casares es dueño de una vasta obra en donde la fantasía y la realidad se superponen con una armonía magistral. La impecable construcción de sus relatos es, quizá, la característica que con mayor frecuencia ha destacado la crítica con respecto a su obra.
Adolfo Bioy Casares murió en la Ciudad de Buenos Aires el 8 de Marzo de 1999.
Entre sus obras:
novelas:
  • La invención de Morel (1940)
  • Plan de evasión (1945)
  • El sueño de los héroes (1954)
  • Diario de la guerra del cerdo (1969)
  • Dormir al Sol (1973)
  • La aventura de un fotógrafo en La Plata (1985)
  • Un campeón desparejo (1993)
  • De un mundo a otro (1997)
  • Capítulos I, II, III
cuentos:
  • Prólogo (1929)
  • 17 disparos contra lo porvenir (1933)
  • La estatua casera (1936)
  • Luis Greve, muerto (1937)
  • La trama celeste (1948)
  • En memoria de Paulina
  • Las vísperas de Fausto (1949)
  • Historia prodigiosa (1956)
  • Guirnalda con amores (1959)
  • El lado de la sombra (1962)
  • El gran serafín (1967)
  • El héroe de las mujeres (1978)
  • Historia desaforadas (1986)
  • Nóumeno
  • En viaje (1996) cartas a Silvina
obras en colaboración:
  • Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), con J.L.Borges
  • Dos Fantasías memorables (1946), con J.L.Borges
  • Los que aman, odian (1946), con Silvina Ocampo
  • Un modelo para la muerte (1946), con J.L.Borges
  • Crónicas de Bustos Domecq (1967), con J.L.Borges
  • Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977), con J.L.Borges
Síntesis Argumental:
Trata sobre un hombre que vivía en Colombia, y que según relata, ha sido condenado injustamente. Escapa del continente, dirigiéndose a una isla, supuestamente desierta.
Allí se encuentra con un grupo de personas, dentro del cual hay una bella mujer llamada Faustine. Se enamora de ella, "Pero esa mujer me ha dado una esperanza. Debo temer las esperanzas", y se limita a observarla escondido, todos los atardeceres. En vano, trata de conquistarla mediante un pequeño jardín con flores.
Nadie parece notar su presencia, y se da cuenta de que todo se repite: las acciones, los diálogos, e incluso la presencia de dos soles y dos lunas. Morel, un científico que habita la isla, anuncia su invento: una máquina que es capaz de reproducir todos los sentidos juntos, simultáneamente. En cierta forma, "Congregados los sentidos surge el alma. ... si Madeline estaba para la vista, Madeleine estaba para el oído, Madeline estaba para el sabor, Madeleine estaba para el olfato, Madeline estaba para el tacto: ya estaba Madeline". El único defecto de la máquina era que para poder reproducir un ser, este debía primero morir.
El fugitivo, comprende la máquina y la pone en marcha. Se graba durante 7 días, al lado de la mujer que amaba (Faustine) y, como es inevitable muere, pero a la vez es inmortal, ya que su imagen se repetirá a la eternidad.
Temas Principales:
  • La Inmortalidad: Es el tema principal de la obra. Ambos (El Fugitivo y Morel) buscan la inmortalidad, aunque utilizan distintos métodos, y sus pensamientos son distintos: "Recorrí los estantes buscando ayuda para ciertas investigaciones que el proceso interrumpió y que en soledad de la isla traté de continuar (creo que perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo. Sólo habría que buscar la conservación de lo que interesa a la conciencia)" esta es la idea del fugitivo, y por el otro lado, esta Morel "Mi abuso consiste en haberlos fotografiado sin autorización. Es claro que no es una fotografía como todas; es mi último invento. Nosotros viviremos en esa fotografía, siempre. Imagínense un escenario en que se representa completamente nuestra vida en esos siete días. Nosotros representados. Todos nuestros actos han quedado grabados.". Mi opinión es que no solo hay que mantener vivo el cuerpo, sino que también hay que buscar una eternidad en cuanto al espíritu.
  • El Amor: No queda dudas de que el fugitivo estaba enamorado de Faustine. En un principio, simplemente nota su presencia "En las rocas hay una mujer mirando las puestas del sol, todas las tardes. Tiene un pañuelo de colores atado en la cabeza...", la señala como una simple mujer, pero luego se enamora hasta el punto en que no puede vivir sin ella "Ahora la mujer del pañuelo me resulta imprescindible. Tal vez, toda esa higiene de no esperar sea un poco ridícula ...". Llega al punto de morir para vivir, se filma con Faustine para vivir por la eternidad esa semana "Mi alma no ha pasado, aún a la imagen; si no, yo habría muerto, habría dejado de ver a Faustine, para estar con ella en una visión que nadie recogerá.". El amor por Faustine, es mayor que la otra mujer a la que amaba (Elisa); aunque esta sea una simple imagen, que nunca pudo cambiar palabra alguna, que se limitó a observarla, en la soledad de una isla desierta.
  • Realidad o Fantasía: Esta idea persigue al fugitivo durante el transcurso de la obra. No puede distinguir la realidad de la fantasía, si el mundo que vive es el que piensa vivir, y esto lo lleva a ciertas explicaciones posibles: "Intenté varias explicaciones: Que yo tenga la famosa peste; sus efectos, la imaginación: la gente, a la música, Faustine; en el cuerpo: tal vez lesiones horribles, signos de la muerte, que los efectos anteriores no me dejan ver. (...) No creo indispensable tomar un sueño por realidad, ni realidad por locura."
Personajes Principales:
  • El Fugitivo: En ningún momento de dice el nombre del relator, ya que no es necesario debido a que no debe ni puede dialogar con algún otro personaje. Comienza intentando vivir sin que lo vean los otros habitantes de la isla, ya que piensa que lo mandarían a prisión "En este juego de mirarlos hay peligro; como toda agrupación de hombres cultos han de tener escondido un camino de impresiones digitales y de cónsules que me remitirían, si me descubren, por unas cuantas ceremonias o trámites, al calabozo.". No sabe si vive una realidad o todo es una ilusión. Se enamora de Faustine. Descubre la máquina de Morel y la utiliza para sus propósitos. Al fin de la obra, muere.
  • Faustine: El desarrollo de la narración gira en torno a éste personaje, sin embargo no es el más importante. Faustine es una mujer, mejor dicho la imagen de una mujer, que lee su libro mirando los atardeceres en las rocas. Habla con Morel muy frecuentemente, aunque son sólo amigos "Repito: no hay prueba definitiva de que Faustine sienta amor por Morel...". Ella parece saber el invento de Morel, aunque no está de acuerdo con él.
  • Morel: Morel es el inventor de la máquina capaz de reproducir la materia. Para mí, lo que hace es inmoral, ya que está usurpando la privacidad de los demás habitantes, al filmarlos con su invento sin su consentimiento. Al no poder estar con Faustine durante la vida, decide morir con ella y matar a todos "... él, entonces, tramó la semana, la muerte de todos sus amigos, para lograr la inmortalidad con Faustine...".
Lugar y Época:
Es una isla ubicada en el archipiélago de Las Ellice, más precisamente la isla Villings. La vegetación es abundante. Plantas, pastos y flores. En la isla hay una colonia con diversas estructuras, hay un museo, una pileta de natación, una capilla. Ésta isla es el lugar ideal para el fugitivo, ya que según dicen, ningún barco se atreve a entrar en esa zona.
La época es posterior a 1924, aunque no se dice la fecha concreta, ni cuanto tiempo pasa él allí.
Fuente: http://www.monografias.com/trabajos/invemorel/invemorel.shtml


martes, 7 de enero de 2014

Octavio Paz. El laberinto de la soledd. Fragmento: "El pachuco y otros extremos".



Desde 1950, año de su primera edición, El laberinto de la soledad es sin duda una obra magistral del ensayo en lengua española y un texto ineludible para comprender la esencia de la individualidad mexicana. Octavio Paz (1914-1998) analiza con singular penetración expresiones, actitudes y preferencias distintivas para llegar al fondo anímico en el que se han originado: en todas sus dimensiones, en su pasado y en su presente, el mexicano se revela como un ser cargado de tradición. Las "secretas raíces" descubren ligaduras que atan al hombre con su cultura, adiestran sus reacciones y sustentan la armazón definitiva de la espiritualidad mexicana. Octavio Paz no podía ser indiferente a las dramáticas consecuencias de 1968 en la historia de su país. Volvió sin vacilaciones a analizar las heridas abiertas y afirmó su creencia en una profunda reforma democrática en las páginas de Postdata (1969), secuencia obligada de El laberinto de la soledad Esta edición incluye además las precisiones de Paz a Claude Fell en Vuelta a El Laberinto de la soledad(1975), una nueva muestra del aliento crítico del poeta. Medio siglo después, la voz del Premio Nobel ha ganado una audiencia universal y mexicana, clásica y contemporánea; y la obra cuyo punto de partida es El laberinto de la soledad queda definitivamente grabada en la conciencia intelectual de México y en la historia del pensamiento universal.

(Fragmento).
I

EL PACHUGO Y OTROS EXTREMOS
A TODOS, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia. Es cierto que apenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden trascender su soledad y olvidarse de sí mismos a través de juego o trabajo. En cambio, el adolescente, vacilante entre la infancia y la juventud, queda suspenso un instante ante la infinita riqueza del mundo. El adolescente se asombra de ser. Y al pasmo sucede la reflexión: inclinado sobre el río de su conciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo, deformado por el agua, es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en problema y pregunta, en conciencia interrogante.


A los pueblos en trance de crecimiento les ocurre algo parecido. Su ser se manifiesta como interrogación: ¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos? Muchas veces las respuestas que damos a estas preguntas son desmentidas por la historia, acaso porque eso que llaman el "genio de los pueblos" sólo es un complejo de reacciones ante un estímulo dado; frente a circunstancias diver-sas, las respuestas pueden variar y con ellas el carácter nacional, que se pretendía inmutable. A pesar de la naturaleza casi siempre ilusoria de los ensayos de psicología nacional, me parece reveladora la insistencia con que en ciertos períodos los pueblos se vuelven sobre sí mismos y se interrogan. Despertar a la historia significa adquirir conciencia de nuestra singularidad, momento de reposo reflexivo antes de entregarnos al hacer. "Cuando soñamos que soñamos está próximo el despertar", dice Novalis. No importa, pues, que las respuestas que demos a nuestras preguntas sean luego corregidas por el tiempo; también el adolescente ignora las futuras transformaciones de ese rostro que ve en el agua: indescifrable a primera vista, como una piedra sagrada cubierta de incisio-nes y signos, la máscara del viejo es la historia de unas facciones amorfas, que un día emergieron confusas, extraídas en vilo por una mirada absorta. Por virtud de esa mirada las facciones se hicieron rostro y, más tarde, máscara, significación, historia.

La preocupación por el sentido de las singularidades de mi país, que comparto con muchos, me parecía hace tiempo superflua y peligrosa. En lugar de interrogarnos a nosotros mismos, ¿no sería mejor crear, obrar sobre una realidad que no se entrega al que la contempla, sino al que es capaz de sumergirse en ella? Lo que nos puede distinguir del resto de los pueblos no es la siempre dudosa originalidad de nuestro carácter —fruto, quizá, de las circunstancias siempre cambiantes—, sino la de nuestras creaciones. Pensaba que una obra de arte o una acción concreta definen más al mexicano —no solamente en tanto que lo expresan, sino en cuanto, al expresarlo, lo recrean— que la más penetrante de las descripciones. Mi pregunta, como las de los otros, se me aparecía así como un pretexto de mi miedo a enfrentarme con la realidad; y todas las especulaciones sobre el pretendido carácter de los mexicanos, hábiles subterfugios de nuestra impotencia creadora. Creía, como Samuel Ramos, que el sentimiento de inferioridad influye en nuestra predilección por el análisis y que la escasez de nuestras creaciones se explica no tanto por un crecimiento de las fa-cultades críticas a expensas de las creadoras, como por una instintiva desconfianza acerca de nuestras capacidades.

Pero así como el adolescente no puede olvidarse de sí mismo —pues apenas lo consigue deja de serlo— nosotros no podemos sustraernos a la necesidad de interrogarnos y contemplarnos. No
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quiero decir que el mexicano sea por naturaleza crítico, sino que atraviesa una etapa reflexiva. Es natural que después de la fase explosiva de la Revolución, el mexicano se recoja en sí mismo y, por un momento, se contemple. Las preguntas que todos nos hacemos ahora probablemente resulten incomprensibles dentro de cincuenta años. Nuevas circunstancias tal vez produzcan reacciones nuevas.

No toda la población que habita nuestro país es objeto de mis reflexiones, sino un grupo concreto, constituido por esos que, por razones diversas, tienen conciencia de su ser en tanto que mexicanos. Contra lo que se cree, este grupo es bastante reducido. En nuestro territorio conviven no sólo distintas razas y lenguas, sino varios niveles históricos. Hay quienes viven antes de la historia; otros, como los otomíes, desplazados por sucesivas invasiones, al margen de ella. Y sin acudir a estos extremos, varias épocas se enfrentan, se ignoran o se entredevoran sobre una misma tierra o separadas apenas por unos kilómetros. Bajo un mismo cielo, con héroes, costumbres, calendarios y nociones morales diferentes, viven "católicos de Pedro el Ermitaño y jacobinos de la Era Terciaria". Las épocas viejas nunca desaparecen completamente y todas las heridas, aun las más antiguas, manan sangre todavía. A veces, como las pirámides precortesianas que ocultan casi siempre otras, en una sola ciudad o en una sola alma se mezclan y superponen nociones y sensibilidades enemigas o distantes.1
La minoría de mexicanos que poseen conciencia de sí no constituye una clase inmóvil o cerrada. No solamente es la única activa —frente a la inercia indoespañola del resto— sino que cada día modela más el país a su imagen. Y crece, conquista a México. Todos pueden llegar a sentirse mexicanos. Basta, por ejemplo, con que cualquiera cruce la frontera para que, oscuramente, se haga las mismas preguntas que se hizo Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México. Y debo confesar que muchas de las reflexiones que forman parte de este ensayo nacieron fuera de México, durante dos años de estancia en los Estados Unidos. Recuerdo que cada vez que me inclinaba sobre la vida norteamericana, deseoso de encontrarle sentido, me encontraba con mi imagen interrogante. Esa imagen, destacada sobre el fondo reluciente de los Estados Unidos, fue la primera y quizá la más profunda de las respuestas que dio ese país a mis preguntas. Por eso, al intentar explicarme algunos de los rasgos del mexicano de nuestros días, principio con esos para quienes serlo es un problema de verdad vital, un problema de vida o muerte.

AL INICIAR mi vida en los Estados Unidos residí algún tiempo en Los Ángeles, ciudad habitada por más de un millón de personas de origen mexicano. A primera vista sorprende al viajero —además de la pureza del cielo y de la fealdad de las dispersas y ostentosas construcciones— la atmósfera vagamente mexicana de la ciudad, imposible de apresar con palabras o conceptos. Esta mexicanidad —gusto por los adornos, descuido y fausto, negligencia, pasión y reserva— flota en el aire. Y digo que flota porque no se mezcla ni se funde con el otro mundo, el mundo norteamericano, hecho de precisión y eficacia. Flota, pero no se opone; se balancea, impulsada por el viento, a veces desgarrada como una nube, otras erguida como un cohete que asciende. Se arrastra, se pliega, se expande, se contrae, duerme o sueña, hermosura harapienta. Flota: no acaba de ser, no acaba de desaparecer.


Algo semejante ocurre con los mexicanos que uno encuentra en la calle. Aunque tengan muchos


1 Nuestra historia reciente abunda en ejemplos de esta superposición y convivencia de diversos niveles históricos: el neofeudalismo porfirista (uso este término en espera del historiador que clasifique al fin en su originalidad nuestras etapas históricas) sirviéndose del positivismo, filosofía burguesa, para justificarse históricamente; Caso y Vasconcelos —iniciadores intelectuales de la Revolución— utilizando las ideas de Boutroux y Bergson para combatir al positivismo porfirista; la Educación Socialista en un país de incipiente capitalismo; los frescos revolucionarios en los muros gubernamentales... Todas estas aparentes contradicciones exigen un nuevo examen de nuestra historia y nuestra cultura, confluencia de muchas corrientes y épocas.
 
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años de vivir allí, usen la misma ropa, hablen el mismo idioma y sientan vergüenza de su origen, nadie los confundiría con los norteamericanos auténticos. Y no se crea que los rasgos físicos son tan determinantes como vulgarmente se piensa. Lo que me parece distinguirlos del resto de la población es su aire furtivo e inquieto, de seres que se disfrazan, de seres que temen la mirada ajena, capaz de desnudarlos y dejarlos en cueros. Cuando se habla con ellos se advierte que su sensibilidad se parece a la del péndulo, un péndulo que ha perdido la razón y que oscila con violencia y sin compás. Este estado de espíritu —o de ausencia de espíritu— ha engendrado lo que se ha dado en llamar el "pachuco". Como es sabido, los "pachucos" son bandas de jóvenes, generalmente de origen mexicano, que viven en las ciudades del Sur y que se singularizan tanto por su vestimenta como por su conducta y su lenguaje. Rebeldes instintivos, contra ellos se ha cebado más de una vez el racismo norteamericano. Pero los "pachucos" no reivindican su raza ni la nacionalidad de sus antepasados. A pesar de que su actitud revela una obstinada y casi fanática voluntad de ser, esa voluntad no afirma nada concreto sino la decisión —ambigua, como se verá— de no ser como los otros que los rodean. El "pachuco" no quiere volver a su origen mexicano; tampoco —al menos en apariencia— desea fundirse a la vida norteamericana. Todo en él es impulso que se niega a sí mis-mo, nudo de contradicciones, enigma. Y el primer enigma es su nombre mismo: "pachuco", vocablo de incierta filiación, que dice nada y dice todo. ¡Extraña palabra, que no tiene significado preciso o que, más exactamente, está cargada, como todas las creaciones populares, de una pluralidad de significados! Queramos o no, estos seres son mexicanos, uno de los extremos a que puede llegar el mexicano.

Incapaces de asimilar una civilización que, por lo demás, los rechaza, los pachucos no han encontrado más respuesta a la hostilidad ambiente que esta exasperada afirmación de su personalidad.2 Otras comunidades reaccionan de modo distinto; los negros, por ejemplo, perseguidos por la intolerancia racial, se esfuerzan por "pasar la línea" e ingresar a la sociedad. Quieren ser como los otros ciudadanos. Los mexicanos han sufrido una repulsa menos violenta, pero lejos de intentar una problemática adaptación a los modelos ambientes, afirman sus di-ferencias, las subrayan, procuran hacerlas notables. A través de un dandismo grotesco y de una conducta anárquica, señalan no tanto la injusticia o la incapacidad de una sociedad que no ha logrado asimilarlos, como su voluntad personal de seguir siendo distintos.

No importa conocer las causas de este conflicto y menos saber si tienen remedio o no. En muchas partes existen minorías que no gozan de las mismas oportunidades que el resto de la población. Lo característico del hecho reside en este obstinado querer ser distinto, en esta an-gustiosa tensión con que el mexicano desvalido —huérfano de valedores y de valores— afirma sus diferencias frente al mundo. El pachuco ha perdido toda su herencia: lengua, religión, costumbres, creencias. Sólo le queda un cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante todas las miradas. Su disfraz lo protege y, al mismo tiempo, lo destaca y aisla: lo oculta y lo exhibe.

Con su traje —deliberadamente estético y sobre cuyas obvias significaciones no es necesario detenerse—, no pretende manifestar su adhesión a secta o agrupación alguna. El pachuquismo es una sociedad abierta —en ese país en donde abundan religiones y atavíos tribales, destinados a satisfacer el deseo del norteamericano medio de sentirse parte de algo más vivo y concreto que la abstracta moralidad de la "American way of life"—. El traje del pachuco no es un uniforme ni un ropaje ritual. Es, simplemente, una moda. Como todas las modas está hecha de novedad —madre de la muerte, decía Leopardi— e imitación.

La novedad del traje reside en su exageración. El pachuco lleva la moda a sus últimas


2 En los últimos años han surgido en los Estados Unidos muchas bandas de jóvenes que recuerdan a los "pachucos" de la posguerra. No podía ser de otro modo; por una parte la sociedad norteamericana se cierra al exterior; por otra, interiormente, se petrifica. La vida no puede penetrarla; rechazada, se desperdicia, corre por las afueras, sin fin propio. Vida al margen, informe, sí, pero vida que busca su verdadera forma.
 
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consecuencias y la vuelve estética. Ahora bien, uno de los principios que rigen a la moda norteamericana es la comodidad; al volver estético el traje corriente, el pachuco lo vuelve "imprácti-co". Niega así los principios mismos en que su modelo se inspira. De ahí su agresividad.

Esta rebeldía no pasa de ser un gesto vano, pues es una exageración de los modelos contra los que pretende rebelarse y no una vuelta a los atavíos de sus antepasados —o una invención de nuevos ropajes—. Generalmente los excéntricos subrayan con sus vestiduras la decisión de separarse de la sociedad, ya para constituir nuevos y más cerrados grupos, ya para afirmar su singularidad. En el caso de los pachucos se adiverte una ambigüedad: por una parte, su ropa los aisla y distingue; por la otra, esa misma ropa constituye un homenaje a la sociedad que pretenden negar.

La dualidad anterior se expresa también de otra manera, acaso más honda: el pachuco es un clown impasible y siniestro, que no intenta hacer reír y que procura aterrorizar. Esta actitud sádica se alía a un deseo de autohumillación, que me parece constituir el fondo mismo de su carácter: sabe que sobresalir es peligroso y que su conducta irrita a la sociedad; no importa, busca, atrae, la persecución y el escándalo. Sólo así podrá establecer una relación más viva con la sociedad que provoca: víctima, podrá ocupar un puesto en ese mundo que hasta hace poco lo ignoraba; delincuente, será uno de sus héroes malditos.

La irritación del norteamericano procede, a mi juicio, de que ve en el pachuco un ser mítico y por lo tanto virtualmente peligroso. Su peligrosidad brota de su singularidad. Todos coinciden en ver en él algo híbrido, perturbador y fascinante. En torno suyo se crea una constelación de nociones ambivalentes: su singularidad parece nutrirse de poderes alternativamente nefastos o benéficos. Unos le atribuyen virtudes eróticas poco comunes; otros, una perversión que no excluye la agresividad. Figura portadora del amor y la dicha o del horror y la abominación, el pachuco parece encarnar la libertad, el desorden, lo prohibido. Algo, en suma, que debe ser suprimido; alguien, también, con quien sólo es posible tener un contacto secreto, a oscuras.

Pasivo y desdeñoso, el pachuco deja que se acumulen sobre su cabeza todas estas representaciones contradictorias, hasta que, no sin dolorosa autosatisfacción, estallan en una pelea de cantina, en un "raid" o en un motín. Entonces, en la persecución, alcanza su autenticidad, su verdadero ser, su desnudez suprema, de paria, de hombre que no pertenece a parte alguna. El ciclo, que empieza con la provocación, se cierra: ya está listo para la redención, para el ingreso a la sociedad que lo rechazaba. Ha sido su pecado y su escándalo; ahora, que es víctima, se le reconoce al fin como lo que es: su producto, su hijo. Ha encontrado al fin nuevos padres.

Por caminos secretos y arriesgados el "pachuco" intenta ingresar en la sociedad norteamericana. Mas él mismo se veda el acceso. Desprendido de su cultura tradicional, el pachuco se afirma un instante como soledad y reto. Niega a la sociedad de que procede y a la norteamericana. El "pachuco" se lanza al exterior, pero no para fundirse con lo que lo rodea, sino para retarlo. Gesto suicida, pues el "pachuco" no afirma nada, no defiende nada, excepto su exasperada voluntad de no-ser. No es una intimidad que se vierte, sino una llaga que se muestra, una herida que se exhibe. Una herida que también es un adorno bárbaro, caprichoso y grotesco; una herida que se ríe de sí misma y que se engalana para ir de cacería. El "pachuco" es la presa que se adorna para llamar la atención de los cazadores. La persecución lo redime y rompe su soledad: su salvación depende del acceso a esa misma sociedad que aparenta negar. Soledad y pecado, comunión y salud, se convierten en términos equivalentes.3

3 Sin duda en la figura del "pachuco" hay muchos elementos que no aparecen en esta descripción. Pero el hibridismo de su lenguaje y de su porte me parecen indudable reflejo de una oscilación psíquica entre dos mundos irreductibles y que vanamente quiere conciliar y superar: el norteamericano y el mexicano. El "pachuco" no quiere ser mexicano, pero tampoco yanqui. Cuando llegué a Francia, en 1945, observé con asombro que la moda de los muchachos y muchachas de ciertos barrios —especialmente entre estudiantes y "artistas"— recordaba a la de los"pachucos" del
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llegaban hasta a considerarla como una de las formas de la "Resistencia"; su fantasía y barroquismo eran una respuesta al orden de los alemanes. Aunque no excluyo la posibilidad de una imitación más o menos indirecta, la coincidencia me parece notable y significativa. sur de California. ¿Era una rápida e imaginativa adaptación de lo que esos jóvenes, aislados durante años, pensaban que era la moda norteamericana? Pregunté a varias personas. Casi todas me dijeron que esa moda era exclusivamente francesa y que había sido creada al fin de la ocupación. Algunos

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Si esto ocurre con personas que hace mucho tiempo abandonaron su patria, que apenas si hablan el idioma de sus antepasados y para quienes estas secretas raíces que atan al hombre con su cultura se han secado casi por completo, ¿qué decir de los otros? Su reacción no es tan enfermiza, pero pasado el primer deslumbramiento que produce la grandeza de ese país, todos se colocan de modo instintivo en una actitud crítica, nunca de entrega. Recuerdo que una amiga a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: —"Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros hablan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo bugambilia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la bugambilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdas después de haberlo olvidado. Esto es muy hermoso, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptus no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen."

Sí, nos encerramos en nosotros mismos, hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos aisla o nos distingue. Y nuestra soledad aumenta porque no buscamos a nuestros compatriotas, sea por temor a contemplarnos en ellos, sea por un penoso sentimiento defensivo de nuestra intimidad. El mexicano, fácil a la efusión sentimental, la rehuye. Vivimos en-simismados, como esos adolescentes taciturnos —y, de paso, diré que apenas si he encontrado esa especie entre los jóvenes norteamericanos— dueños de no se sabe qué secreto, guardado por una apariencia hosca, pero que espera sólo el momento propicio para revelarse.

No quisiera extenderme en la descripción de estos sentimientos ni en la aparición, muchas veces simultánea, de estados deprimidos o frenéticos. Todos ellos tienen en común el ser irrupciones inesperadas, que rompen un equilibrio difícil, hecho de la imposición de formas que nos oprimen o mutilan. La existencia de un sentimiento de real o supuesta inferioridad frente al mundo podría explicar, parcialmente al menos, la reserva con que el mexicano se presenta ante los demás y la violencia inesperada con que las fuerzas reprimidas rompen esa máscara impasible. Pero más vasta y profunda que el sentimiento de inferioridad, yace la soledad. Es imposible identificar ambas actitudes: sentirse solo no es sentirse inferior, sino distinto. El sentimiento de soledad, por otra parte, no es una ilusión —como a veces lo es el de inferioridad— sino la expresión de un hecho real: somos, de verdad, distintos. Y, de verdad, estamos solos.

No es el momento de analizar este profundo sentimiento de soledad —que se afirma y se niega, alternativamente, en la melancolía y el júbilo, en el silencio y el alarido, en el crimen gratuito y el fervor religioso—. En todos lados el hombre está solo. Pero la soledad del mexicano, bajo la gran noche de piedra de la Altiplanicie, poblada todavía de dioses insaciables, es diversa a la del norteamericano, extraviado en un mundo abstracto de máquinas, conciudadanos y preceptos morales. En el Valle de México el hombre se siente suspendido entre el cielo y la tierra y oscila entre poderes y fuerzas contrarias, ojos petrificados, bocas que devoran. La realidad, esto es, el mundo que nos rodea, existe por sí misma, tiene vida propia y no ha sido inventada, como en los Estados Unidos, por el hombre. El mexicano se siente arrancado del seno de esa realidad, a un tiempo creadora y destructora, Madre y Tumba. Ha olvidado el nombre, la palabra que lo liga a todas esas fuerzas en que se manifiesta la vida. Por eso grita o calla, apuñala o reza, se echa a dormir cien años.
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La historia de México es la del hombre que busca su filiación, su origen. Sucesivamente afrancesado, hispanista, indigenista, "pocho", cruza la historia como un cometa de jade, que de vez en cuando relampaguea. En su excéntrica carrera ¿qué persigue? Va tras su catástrofe: quiere volver a ser sol, volver al centro de la vida de donde un día —¿en la Conquista o en la Independencia?— fue desprendido. Nuestra soledad tiene las mismas raíces que el sentimiento religioso. Es una orfandad, una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del Todo y una ardiente búsqueda: una fuga y un regreso, tentativa por restablecer los lazos que nos unían a la creación.

Nada más alejado de este sentimiento que la soledad del norteamericano. En ese país el hombre no se siente arrancado del centro de la creación ni suspendido entre fuerzas enemigas. El mundo ha sido construido por él y está hecho a su imagen: es su espejo. Pero ya no se reconoce en esos objetos inhumanos, ni tampoco en sus semejantes. Como el mago inexperto, sus creaciones ya no le obedecen. Está solo entre sus obras, perdido en un "páramo de espejos", como dice José Gorostiza.

Algunos pretenden que todas las diferencias entre los norteamericanos y nosotros son económicas, esto es, que ellos son ricos y nosotros pobres, que ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feu-dalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehuso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución). Mas ¿para qué buscar en la historia una respuesta que sólo nosotros podemos dar? Si somos nosotros los que nos sentimos distintos, ¿qué nos hace diferentes, y en qué consisten esas diferencias?

Voy a insinuar una respuesta que quizá no sea del todo satisfactoria. Con ella no pretendo sino aclararme a mí mismo el sentido de algunas experiencias y admito que tal vez no tenga más valor que el de constituir una respuesta personal a una pregunta personal.

Cuando llegué a los Estados Unidos me asombró por encima de todo la seguridad y la confianza de la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Esta satisfacción no impide, claro está, la crítica —una crítica valerosa y decidida, que no es muy frecuente en los países del Sur, en donde prolongadas dictaduras nos han hecho más cautos para ex-presar nuestros puntos de vista—. Pero esa crítica respeta la estructura de los sistemas y nunca desciende hasta las raíces. Recordé entonces aquella distinción que hacía Ortega y Gasset entre los usos y los abusos, para definir lo que llamaba "espíritu revolucionario". El revolucionario es siempre radical, quiero decir, no anhela corregir los abusos, sino los usos mismos. Casi todas las críticas que escuché en labios de norteamericanos eran de carácter reformista: dejaban intacta la estructura social o cultural y sólo tendían a limitar o a perfeccionar estos o aquellos procedimientos. Me pareció entonces —y me sigue pareciendo todavía— que los Estados Unidos son una sociedad que quiere realizar sus ideales, que no desea cambiarlos por otros y que, por más amenazador que le parezca el futuro, tiene confianza en su supervivencia. No quisiera discutir ahora si este sentimiento se encuentra justificado por la realidad o por la razón, sino solamente señalar su existencia. Esta confianza en la bondad natural de la vida, o en la infinita riqueza de sus posibilidades, es cierto que no se encuentra en la más reciente literatura norteamericana, que más bien se complace en la pintura de un mundo sombrío, pero era visible en la conducta, en las palabras y aun en el rostro de casi todas las personas que trataba.4

Por otra parte, se me había hablado del realismo americano y, también, de su ingenuidad, cualidades que al parecer se excluyen. Para nosotros un realista siempre es un pesimista. Y una


4 Estas líneas fueron escritas antes de que la opinión pública se diese clara cuenta del peligro de aniquilamiento universal que entrañan las armas nucleares. Desde entonces los norteamericanos han perdido su optimismo pero no su confianza, una confianza hecha de resignación y obstinación. En realidad, aunque muchos lo afirman de labios para afuera, nadie cree —nadie quiere creer— que la amenaza es real e inmediata.
 
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persona ingenua no puede serlo mucho tiempo si de veras contempla la vida con realismo. ¿No sería más exacto decir que los norteamericanos no desean tanto conocer la realidad como utilizarla? En algunos casos —por ejemplo, ante la muerte— no sólo no quieren conocerla sino que visiblemente evitan su idea. Conocí algunas señoras ancianas que todavía tenían ilusiones y que hacían planes para el futuro, como si éste fuera inagotable. Desmentían así aquella frase de Nietzsche, que condena a las mujeres a un precoz escepticismo, porque "en tanto que los hombres tienen ideales, las mujeres sólo tienen ilusiones". Así pues, el realismo americano es de una especie muy particular y su ingenuidad no excluye el disimulo y aun la hipocresía. Una hipocresía que si es un vicio del carácter también es una tendencia del pensamiento, pues consiste en la negación de todos aquellos aspectos de la realidad que nos parecen desagradables, irracionales o repugnantes.

La contemplación del horror, y aun la familiaridad y la complacencia en su trato, constituyen contrariamente uno de los rasgos más notables del carácter mexicano. Los Cristos ensangrentados de las iglesias pueblerinas, el humor macabro de ciertos encabezados de los diarios, los "velorios", la costumbre de comer el 2 de noviembre panes y dulces que fingen huesos y calaveras, son hábitos, heredados de indios y españoles, inseparables de nuestro ser. Nuestro culto a la muerte es culto a la vida, del mismo modo que el amor, que es hambre de vida, es anhelo de muerte. El gusto por la autodestrucción no se deriva nada más de tendencias masoquistas, sino también de una cierta religiosidad.

Y no terminan aquí nuestras diferencias. Ellos son crédulos, nosotros creyentes; aman los cuentos de hadas y las historias policíacas, nosotros los mitos y las leyendas. Los mexicanos mienten por fantasía, por desesperación o para superar su vida sórdida; ellos no mienten, pero sustituyen la verdad verdadera, que es siempre desagradable, por una verdad social. Nos emborrachamos para confesarnos; ellos para olvidarse. Son optimistas; nosotros nihilistas —sólo que nuestro nihilismo no es intelectual, sino una reacción instintiva: por lo tanto es irrefutable—. Los mexicanos son desconfiados; ellos abiertos. Nosotros somos tristes y sarcásticos; ellos alegres y humorísticos. Los norteamericanos quieren comprender; nosotros contemplar. Son activos; nosotros quietistas: disfrutamos de nuestras llagas como ellos de sus inventos. Creen en la higiene, en la salud, en el trabajo, en la felicidad, pero tal vez no conocen la verdadera alegría, que es una embriaguez y un torbellino. En el alarido de la noche de fiesta nuestra voz estalla en luces y vida y muerte se confunden; su vitalidad se petrifica en una sonrisa: niega la vejez y la muerte, pero inmoviliza la vida.

¿Y cuál es la raíz de tan contrarias actitudes? Me parece que para los norteamericanos el mundo es algo que se puede perfeccionar; para nosotros, algo que se puede redimir. Ellos son modernos. Nosotros, como sus antepasados puritanos, creemos que el pecado y la muerte constituyen el fondo último de la naturaleza humana. Sólo que el puritano identifica la pureza con la salud. De ahí el ascetismo que purifica, y sus consecuencias: el culto al trabajo por el trabajo, la vida sobria —a pan y agua—, la inexistencia del cuerpo en tanto que posibilidad de perderse —o encontrarse— en otro cuerpo. Todo contacto contamina. Razas, ideas, costumbres, cuerpos extraños llevan en sí gérmenes de perdición e impureza. La higiene social completa la del alma y la del cuerpo. En cambio los mexicanos, antiguos ó modernos, creen en la comunión y en la fiesta; no hay salud sin contacto. Tlazoltéotl, la diosa azteca de la inmundicia y la fecundidad, de los humores terrestres y humanos, era también la diosa de los baños de vapor, del amor sexual y de la confesión. Y no hemos cambiado tanto: el catolicismo también es comunión.

Ambas actitudes me parecen irreconciliables y, en su estado actual, insuficientes. Mentiría si dijera que alguna vez he visto transformado el sentimiento de culpa en otra cosa que no sea rencor, solitaria desesperación o ciega idolatría. La religiosidad de nuestro pueblo es muy profunda —tanto como su inmensa miseria y desamparo— pero su fervor no hace sino darle vueltas a una noria ex-hausta desde hace siglos. Mentiría también si dijera que creo en la fertilidad de una sociedad fundada en la imposición de ciertos principios modernos. La historia contemporánea invalida la creencia en el hombre como una criatura capaz de ser modificada esencialmente por estos o
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aquellos instrumentos pedagógicos o sociales. El hombre no es solamente fruto de la historia y de las fuerzas que la mueven, como se pretende ahora; tampoco la historia es el resultado de la sola voluntad humana —presunción en que se funda, implícitamente, el sistema de vida norteamericano—. El hombre, me parece, no está en la historia: es historia.

El sistema norteamericano sólo quiere ver la parte positiva de la realidad. Desde la infancia se somete a hombres y mujeres a un inexorable proceso de adaptación; ciertos principios, contenidos en breves fórmulas, son repetidos sin cesar por la prensa, la radio, las iglesias, las escuelas y esos seres bondadosos y siniestros que son las madres y esposas norteamericanas. Presos en esos esque-mas, como la planta en una maceta que la ahoga, el hombre y la mujer nunca crecen o maduran. Semejante confabulación no puede sino provocar violentas rebeliones individuales. La espontaneidad se venga en mil formas, sutiles o terribles. La máscara benevolente, atenta y desierta, que sustituye a la movilidad dramática del rostro humano, y la sonrisa que la fija casi dolorosamente, muestran hasta qué punto la intimidad puede ser devastada por la árida victoria de los principios sobre los instintos. El sadismo subyacente en casi todas las formas de relación de la sociedad norteamericana contemporánea, acaso no sea sino una manera de escapar a la petrificación que impone la moral de la pureza aséptica. Y las religiones nuevas, las sectas, la embriaguez que libera y abre las puertas de la "vida". Es sorprendente la significación casi fisiológica y destructiva de esa palabra: vivir quiere decir excederse, romper normas, ir hasta el fin (¿de qué?), "experimentar sensaciones". Cohabitar es una "experiencia" (por eso mismo unilateral y frustrada). Pero no es el objeto de estas líneas describir esas reacciones. Baste decir que todas ellas, como las opuestas mexicanas, me parecen reveladoras de nuestra común incapacidad para reconciliarnos con el fluir de la vida.
UN EXAMEN de los grandes mitos humanos relativos al origen de la especie y al sentido de nuestra presencia en la tierra, revela que toda cultura —entendida como creación y participación común de valores— parte de la convicción de que el orden del Universo ha sido roto o violado por el hombre, ese intruso. Por el "hueco" o abertura de la herida que el hombre ha infligido en la carne compacta del mundo, puede irrumpir de nuevo el caos, que es el estado antiguo y, por decirlo así, natural de la vida. El regreso "del antiguo Desorden Original" es una amenaza que obsesiona a todas las conciencias en todos los tiempos. Hölderlin expresa en varios poemas el pavor ante la fatal seducción que ejerce sobre el Universo y sobre el hombre la gran boca vacía del caos:


...si, fuera del camino recto,

como caballos furiosos, se desbocan los Elementos

cautivos y las antiguas
leyes de la Tierra. T un deseo de volver a lo informe

brota incesante. Hay mucho


que defender. Hay que ser fieles.
(Los frutos maduros.)

Hay que ser fieles, porque hay mucho que defender. El hombre colabora activamente a la defensa del orden universal, sin cesar amenazado por lo informe. Y cuando éste se derrumba debe crear uno nuevo, esta vez suyo. Pero el exilio, la expiación y la penitencia deben preceder a la reconciliación del hombre con el universo. Ni mexicanos ni norteamericanos hemos logrado esta reconciliación. Y lo que es más grave, temo que hayamos perdido el sentido mismo de toda actividad humana: asegu-rar la vigencia de un orden en que coincidan la conciencia y la inocencia, el hombre y la naturaleza. Si la soledad del mexicano es la de las aguas estancadas, la del norteamericano es la del espejo. Hemos dejado de ser fuentes.


Es posible que lo que llamamos pecado no sea sino la expresión mítica de la conciencia de nosotros mismos, de nuestra soledad. Recuerdo que en España, durante la guerra, tuve la revelación
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de "otro hombre" y de otra clase de soledad: ni cerrada ni maquinal, sino abierta a la trascendencia. Sin duda la cercanía de la muerte y la fraternidad de las armas producen, en todos los tiempos y en todos los países, una atmósfera propicia a lo extraordinario, a todo aquello que sobrepasa la condición humana y rompe el círculo de soledad que rodea a cada hombre. Pero en aquellos rostros —rostros obtusos y obstinados, brutales y groseros, semejantes a los que, sin complacencia y con un realismo, acaso encarnizado, nos ha dejado la pintura española— había algo como una de-sesperación esperanzada, algo muy concreto y al mismo tiempo muy universal. No he visto después rostros parecidos.
Mi testimonio puede ser tachado de ilusorio. Considero inútil detenerme en esa objeción: esa evidencia ya forma parte de mi ser. Pensé entonces —y lo sigo pensando— que en aquellos hombres amanecía "otro hombre". El sueño español —no por español, sino por universal y, al mismo tiempo, por concreto, porque era un sueño de carne y hueso y ojos atónitos— fue luego roto y manchado. Y los rostros que vi han vuelto a ser lo que eran antes de que se apoderase de ellos aquella alborozada seguridad (¿en qué: en la vida o en la muerte?): rostros de gente humilde y ruda. Pero su recuerdo no me abandona. Quien ha visto la Esperanza, no la olvida. La busca bajo todos los cielos y entre todos los hombres. Y sueña que un día va a encontrarla de nuevo, no sabe dónde, acaso entre los suyos. En cada hombre late la posibilidad de ser o, más exactamente, de volver a ser, otro hombre.

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sábado, 4 de enero de 2014

S.I. Witkiewicz


Nació el 24 de febrero de 1885 en Varsovia, hijo del arquitecto, pintor y escritor, Stanislaw Witkiewicz. Pasó la infancia y la juventud en Zakopane (en los montes Tatras) donde recibió una educación individual, no asistiendo a ninguna escuela. Después de haber aprobado el examen de bachillerato estudió en la Escuela de Bellas Artes de Cracovia y realizó varios viajes a Italia, Alemania y Francia.

Teniendo 24 años vivió un tormentoso romance con la actriz Irena Solska que le sirvió de inspiración para su novela "Las 622 caídas de Bungo o la mujer diabólica".

Cuando en 1914 su novia, Jadwiga Janczewska, se suicidó, Bronislaw Malinowski, famoso antropólogo y viajero, además amigo de su padre, le llevó consigo en su expedición por Australia, Nueva Guinea y Ceylán, con el fin de hacerle olvidar la tragedia. El papel de Witkiewicz consistió en documentar lo encontrado con fotografías y dibujos.

Al estallar la primera guerra mundial Witkiewicz decidió viajar a Rusia, en contra de la opinión de su padre -quien consideraba como Józef Pilsudski, que Polonia debía buscar su futura independencia apoyando a Austria-, ingresó en el Regimiento de la Guardia Pavlovski y participó en muchas operaciones militares, gravemente herido fue licenciado del ejército en 1917 y enviado a San Petersburgo.

Durante el comienzo de la revolución de octubre Witkiewicz se encontraba en Moscú donde participó activamente en el movimiento revolucionario, llegando a ser comisario político. En 1918 regresó a Polonia, estando marcado por un fuerte pesimismo historiosófico debido a todo lo que vio y vivió en Rusia.

Creó, así llamada, su «empresa de retratos» desarrollando, a la vez, una intensa labor literaria, publicando obras de teatro y pronunciando conferencias. La literatura lo encaminó hacia la filosofía que fue su gran pasión. Crea entonces su propio sistema filosófico basado en la ontología que denomina «monadismo biológico».

Cuando estalló la segunda guerra mundial y, el 17 de septiembre de 1939, los soviéticos ocuparon parte de Polonia (conforme a lo establecido en el pacto Ribbentropp - Molotov) Witkiewicz, acompañado de su amante, se suicidó.

La obra de Witkiewicz se basa en sus convicciones filosóficas y estéticas que define en sus obras ensayísticas, ante todo en "La introducción a la teoría de la forma pura en el teatro" (1923 ). Según Witkiewicz la civilización se encuentra en una encrucijada: llega la época de la igualdad, la socialización y la mecanización. Todo ello hace a las masas felices pero a su vez destruye la religión, la filosofía y el arte, es decir, todo lo que permite al individuo vivir «la extrañeza metafísica» y «el misterio de la existencia». Misteriosa es la unidad del ser humano para sí mismo y la finitud de su existencia en medio de la existencia infinita del mundo. «El terror metafísico frente al misterio de la existencia» encuentra su apaciguamiento en el arte que describe la unidad de la existencia mediante símbolos, unidos entre sí de forma necesaria. La unidad estructural de la obra constituye la obra de arte en sí, mientras que el papel de representar algo (el contenido) tiene una función marginal, ya que lo principal es despertar en el espectador o lector los sentimientos metafísicos. Eso sería a grandes rasgos la idea de la llamada «forma pura».

Para Witkiewicz la forma literaria que mejor se adaptaba para representar la idea de la «forma pura» era el teatro, por eso mismo se dedico de lleno a la dramaturgia. El drama "Los zapateros" ("Szewcy") es considerada su obra maestra.
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