domingo, 2 de marzo de 2014

La expresión en la escritura de Imre Kertész . Premio Nobel de Literatura 2002.

 
Imre Kertész (escritor). Nació el día 9 de noviembre de 1929, es natural de Budapest,Hungría.
 
Revistas Electrónicas UACh
Web Sistema de Bibliotecas UACh
Formulario de Contacto Revistas Electrónicas UACh (OFF)
Revistas Electrónicas UACh - Estudios filológicos 
Estudios filológicos
 
ESTUDIOS FILOLÓGICOS 44: 7-26, 2009
La expresión en la escritura de Imre Kertész *
The expression of Imre Kertész's writing
Jaime Aspiunza
 
* Este texto ha sido escrito en el marco de los proyectos de investigación La expresión de la subjetividad en las artes, dirigido por F. Pérez Carreño (MEC HUM-2005-2533/FISO), y El testimonio en los genocidios del siglo XX. Una investigación estética, dirigido por C. Martínez Gorriarán (EHU06/79).
--------------------------------------------------------------------------------
La obra literaria de Imre Kertész, siendo obra de ficción, tiene un marcado carácter autobiográfico, hasta el punto de que al respecto se ha hablado de novela autobiográfica. El, sin embargo, rechaza tal rótulo: ¡tal género no existe!, dice. Se plantea así -y la totalidad de su obra no hace sino confirmar la importancia de tal cuestión- el problema de cómo entender su escritura: ¿Qué relación hay entre escritura o lenguaje y experiencia? ¿Y entre lenguaje y mundo? -Nos parece que las ideas y la práctica literaria de Kertész sólo pueden entenderse en el marco de lo que suele llamarse pensamiento fenomenológico-hermenéutico. Con la ayuda de algunas nociones tomadas de Nietzsche, Heidegger y Merleau-Ponty, se intentará exponer lo que sería un concepto no mimético (ni subjetivo) de expresión.
Palabras clave: Kertész, expresión, lenguaje, existencia, mundo, Auschwitz, hermenéutica, fenomenología.
--------------------------------------------------------------------------------
Imre Kertész's literary work has a predominant autobiographical character, being at the same time a work of fiction. His have been said to be autobiographical novels. The author rejects, however, this label: such a gender does not exist!, he says. The problem is -and his whole work only confirms the significance of this question- how to understand his writing: What is the relationship between writing, or language, and experience? And the relationship between language and world? -This work states that Kertész's ideas and the literary practice can only be well understood in the frame of a so-called hermeneutical-phenomenological thought. With the help of some basic ideas borrowed from Nietzsche, Heidegger, and Merleau-Ponty, this study will try to explain what it could be called a non-mimetical (and non-subjective) concept of expression.
Key words: Kertész, expression, language, existence, world, Holocaust, hermeneutics, phenomenology.
--------------------------------------------------------------------------------
1. En un avance de lo que hasta el momento es su último libro publicado -en húngaro y en alemán1- señalaba Kertész que lo suyo (habla en particular de Sin destino, pero otro tanto valdría de sus demás novelas) no es novela autobiográfica, esencialmente porque tal género no existe. Una cosa sería la autobiografía -explica-, de carácter documental; otra, la novela, en la que lo importante no son los hechos, sino lo que se añade a los hechos2. Se crea un mundo, un mundo soberano que nace en la cabeza del escritor y sigue las leyes de la literatura.
Aun cuando Kertész lo niegue -y con buena razón que aquí intentaremos elucidar-, en un sentido lato, aproximativo, puede decirse que toda su obra es autobiográfica: no sólo Sin destino, sino también Fiasco, que viene a recrear las circunstancias en que se escribió Sin destino; Kaddish, que indaga en el sentido que la escritura ha tenido en su existencia; La bandera inglesa, que es el relato del descubrimiento de su vocación de escritor; Liquidación, del fin del comunismo y las cuentas pendientes de Auschwitz. La única obra que, como él mismo dice, se ha sacado de la manga, es la Historia de detectives. ¿Qué quiere decir aquí autobiográfica? Que su vida, que su realidad vivida es la materia prima de sus obras, nada más, y nada menos, porque eso confiere a sus novelas, no hay que olvidarlo, un punto de autenticidad difícilmente soslayable. Cuando uno lee Kaddish, al igual que cuando lee Sin destino, no puede dejar de pensar en el drama personal real y efectivo, como no se puede dejar de pensar en Auschwitz. Si se nos permite la paradoja, la realidad que sostiene el relato le confiere a éste un plus de verosimilitud; acaso no sólo un plus, sino hasta una diferente, más convincente, verosimilitud.
Con esto, insisto, no se pretende quitar validez alguna al rotundo aserto de que no hay género tal cual el de la novela autobiográfica. De hecho, en la versión definitiva del Dossier K. se repiten las mismas palabras3. Hay, sin embargo, algo que parece despojar de rigor lo anterior; y es que en una breve advertencia previa el autor nos asegura que este texto que tenemos ante nosotros, transcripción reescrita de largas horas de entrevista con un buen amigo suyo y lector, es una autobiografía en toda regla, aunque, eso sí -añade-, si hacemos caso a Nietzsche4, quien hacía derivar la novela de los diálogos platónicos, en ese caso, lo que el lector tiene en sus manos es realmente una novela (Kertész 2006: 5). ¿Con qué nos quedamos: son autobiografía y novela dos géneros inmiscibles o, por el contrario, según como se los mire, son indistinguibles el uno del otro?
Recordemos, lo importante no son los hechos, sino lo que se añade. Estaríamos tentados de pensar que lo que se añade es lo imaginario, lo no fáctico, si acaso la forma, la estructura, digamos, narrativa, cierta necesidad fruto de la razón. Y no, diría que lo que se añade es el arte, es la escritura; es decir, no los elementos o los factores que componen el arte, sino el propio arte, la escritura. Por supuesto, entonces también la autobiografía sería escritura. Y, así, según como se mire, un texto puede ser a la vez autobiografía y novela; lo que nunca será -creo que en eso se reafirmaría Kertész- es «novela autobiográfica», género que no existe. ¿Por qué no existe?, o dicho de otro modo: ¿es posible mantener a la vez las dos proposiciones, la que parece distinguir tajantemente entre autobiografía y novela, y la que nos dice, en una suerte de juego borgeano, que el Dossier K. puede verse lo mismo como autobiografía que como novela? Nos parece que sí, mas sólo si entre una y otra se reconoce una intención diferente que acaba por sacar a la luz un cambio radical de presupuestos -llamémoslos- ontológicos.
En el primer caso, lo que se trata es de solventar el asunto de si lo que él escribe es «novela autobiográfica» o no. La novela autobiográfica, se sobreentiende, sería la mezcla de experiencia personal y ficción, el relato de experiencias propias del autor a las que se añadirían, mezclándolas sin distinción, «experiencias» imaginadas o ajenas. Cuando Kertész dice que tal cosa no existe, no está negando que se pueda construir un relato de tal manera; está indicando que ésa no es la cuestión: que un género no puede quedar definido por lo real o ficticio del origen de los materiales con que se construye el relato. Lo que nos quiere decir es que la supuesta mezcla de documento y escritura novelística hace que el documento deje de ser tal, no porque se le añada algo ficticio o imaginario, sino porque la escritura novelística transforma lo que toca: el documento vertido en novela pasa a ser novela. Lo que se añade no es nada, sino un diferente modo de ser.
Lo que primaba en la primera proposición era negar la posible existencia de algo así como la novela autobiográfica; y para ello distingue de manera en apariencia tajante autobiografía y novela. La intención de la primera proposición es absolutamente diferente de la segunda; y, así, la perspectiva. Lo que distinguiría autobiografía y novela es el modo de tratar los hechos entendidos en cuanto materia prima. En la proposición segunda la intención es bien diferente: no se trata ya de aclarar el asunto del supuesto género híbrido «novela autobiográfica», sino de especificar, yendo más allá de los hechos en cuanto materia prima, el nombre que corresponde al relato de la vida. Y en la ambigüedad del nombre, autobiografía y -si nos ponemos nietzscheanos- novela, se está destacando, de modo implícito pero ya insoslayable, una concepción de lo que sea la escritura que no se compadece con la manera tradicional de entender el lenguaje y su relación con la vida, con la existencia humana.
Parece, ésta es nuestra hipótesis, que lo que Kertész está, en el fondo, suponiendo es la imposibilidad de reproducir la vida, la existencia en un lenguaje objetivo; esto es, está de entrada negando que la autobiografía sea el documento, el informe, la versión objetiva de la existencia de alguien, respecto de la cual la novela entrañaría una desviación. Está negando que haya un punto cero de representación o mimesis de la realidad. Toda escritura, por el hecho de serlo, implica elaboración de un material, transformación y salto, paso de la existencia al lenguaje. El lenguaje, diríamos, no representa la existencia, sino que la interpreta, la expresa.
Claro está, habrá que precisar lo que aquí signifique expresar, puesto que el sentido habitual que este término exhibe en las teorías de la expresión literarias se enmarca en última instancia en unos presupuestos -llamémoslos- ontológicos que no son los aquí aludidos. En el comienzo de su auge moderno, con el romanticismo, se entendía que la expresión lo era de sentimientos internos del poeta, mas no se dudaba de que dichos sentimientos poseían un modo de ser que no difería en el fondo de otros objetos para los que el lenguaje parecía, con todo, más apropiado. Había, sí, dificultad, falta de práctica, una riqueza subjetiva, pero nadie dudaba de que la relación entre lenguaje y sentimiento fuera la misma que la que se daba por supuesta entre lenguaje y realidad5. Desde entonces las cosas han cambiado, se ha pasado de un paradigma que podemos llamar representacional -que presupone homología entre obra literaria y experiencia vivida- a otro que se suele considerar hermenéutico, y que comportaría una radical heterología entre obra y vida. ¿Sigue siendo posible hablar de expresión cuando parece que la categoría básica que vincula experiencia y lenguaje es la de interpretación? O mejor: ¿qué significaría expresión cuando parece haber cambiado la relación entre lenguaje y experiencia?
Nos parece que tanto la indistinción sugerida por Kertész de autobiografía y novela como toda una serie de reflexiones y puntualizaciones, así como su praxis de la escritura, hallan su sentido sólo en el marco de ese paradigma que por comodidad llamamos hermenéutico. Nos referimos con él a esa época que se abre con la crítica de Nietzsche a la componente metafísica del lenguaje, que quedaría reflejada en aquel fragmento, desde entonces tan citado y maltratado, de ¡no hay hechos, sólo interpretaciones!6.
En lo que sigue intentaremos esclarecer los presupuestos ontológicos de dicho paradigma, conocer los cuales nos parece imprescindible para tomar en serio la obra de Imre Kertész. En particular, cómo debe entenderse la relación entre la obra literaria y la vida del autor, y qué concepción del mundo, del lenguaje y del vínculo que entre ambos se da se hallan en la base de la anterior. Comenzaremos, entonces, por ver lo que Kertész nos ha dicho, ciertamente de manera rapsódica, nada sistemática, al respecto, e intentaremos luego ordenar y enmarcar dichas ideas en ese modo de ver el mundo que llamábamos hermenéutico por referencia a Nietzsche, Heidegger y -también- a Merleau-Ponty, con ayuda de los cuales leeremos a Kertész.
2. En una anotación de 1988, respondiendo implícitamente al tópico romántico aún en boga, dice Kertész: Piensa mal del arte quien considera que transmite sentimientos. El arte transmite vivencia, la vivencia de vivir el mundo y sus consecuencias éticas. (Kertész 2004: 209. Cursiva, mía: J.A.) El arte transmite, sí, sentimientos, mas no sólo; lo que verdaderamente transmite es la vivencia de vivir el mundo, en la cual habrá sentimientos, es posible, casi seguro, pero no se puede reducir la vivencia al mero sentimiento y, en consecuencia, la función del arte a la transmisión de sentimientos7. Transmite, pues, una totalidad que es la vivencia, y entendida en cuanto acontecimiento en el mundo, y del mundo, pues es la vivencia de vivir el mundo. El sentimiento se ha considerado tradicionalmente subjetivo, lo subjetivo por antonomasia. La vivencia podríamos entenderla también de ese modo, pero no: se subraya, a más del acontecer, la mundanidad8.
Es más, la anotación continúa: El arte transmite existencia a la existencia. Para ser artistas, hemos de sustanciarnos en existencia, igual que el receptor, que también ha de sustanciarse en existencia. No vale conformarse con menos; y si algún significado posee este rito, únicamente se puede buscar aquf' (Kertész 2004: 209. Cursiva, mía: J.A.)
No sólo, pues, que el arte transmita la vivencia a otros. No, es que el arte da vida a la vivencia, la recupera y la relanza, la arranca de sí para recrearla. Podría entenderse también que se refiere a la objetivación en la obra, mas parece que aquí no le es ajena la revivificación de la existencia. Al fin y al cabo, vivencia en sentido enfático suele decirse de aquellas experiencias inolvidables e irreemplazables, inagotables por lo que hace a su significación, para las cuales la creación artística, literaria sería ocasión de resurgimiento y plasmación en sentido. De hecho, años antes, ¿septiembre de 1983?, había anotado acerca de la verdadera función del novelista -un Proust, un Kafka, un Krúdy, no los que son unos chapuceros o unos charlatanes: la novela: un proceso en cuyo curso uno recupera su vida9, en algún modo la vuelve a vivir, no simplemente la rememora: ese recuperar sería, pues, dar existencia a la existencia, revivir lo vivido10.
Todas sus novelas tienen algo de eso. Sin destino, está claro, trata de formular, por decirlo así, la formación de un sin-destino, de una no-personalidad. No sabemos, ni probablemente él lo sepa, si el Kertész adolescente era o no como el Gyorgy Koves de la novela. Pero hemos de suspender este presupuesto realista -el de que en la realidad vivida hubiera ya un significado que el escritor sólo tiene que notiñcar-para captar mejor lo que allí pasa; es una novela, no un documento.
En una primera lectura suele llamar la atención lo que a veces se llama la objetividad de la narración. No es término nada afortunado, pero sí una advertencia que conviene indagar. Por otro lado, no hay que olvidar que la obra, en un primer momento, llegó a escandalizar. La razón más clara de esto es que, como señala en el último capítulo el propio protagonista, no se ve que el campo de concentración, Auschwitz, digamos, sea el infierno (Kertész 2001a: 248-9), y eso choca y hasta produce indignación en las buenas conciencias, que de pronto se ven enfrentadas a la duda de si, como habían llegado a convencerse, será que Auschwitz no fue tan malo. Obviamente se leía el texto como mera representación del campo de exterminio.
¿A qué se refiere esa mal llamada objetividad? Al hecho, diríamos, de que el protagonista y narrador -como en sus términos nos advierte Kertész- actúa como sensorio del mundo: lo que él va exponiendo es la memoria recreada de la experiencia, llamémosla, estética, sensorial -lo que va viendo, lo que va sintiendo, lo que va pensando. Y esa experiencia estética, hay que recordarlo, es lo más primario en la vida humana, diríamos que es previa al sujeto entendido en sentido estricto. Ciertamente, el protagonista convertido en sensorio puro no es un carácter, no es un personaje, ni es un individuo. No podemos hablar de objetividad en sentido estricto porque la narración está llena de sentimientos, sensaciones, juicios estéticos, a más de intentos continuos de explicación racional de los acontecimientos. Lo que no hay -¡y eso es lo que lleva a hablar imprecisamente de «objetividad»!- es sentimentalidad ni juicios morales condenatorios.
En el primer capítulo prima el desconcierto o, mejor, lo que podríamos considerar inmadurez: el niño, que hoy no ha ido a la escuela -comienza así la novela-, no entiende muy bien, no entiende nada. Y, sin embargo, a través de él -la narración es en primera persona- el lector ve lo que pasa.
En el segundo capítulo hay una escena especialmente llamativa, reveladora de la inconsistencia del adolescente, pero también de esa configuración presubjetiva del personaje. Discutiendo con una vecina de su edad acerca de ese ser judío que los está marcando, ante la desesperación de la niña, piensa en decirle que él no la desprecia por ser judía; no obstante, se calla, lo que a la vez le molesta. En esa compleja tesitura siente por primera vez algo que quizá podría llamarse vergüenza (Kertész 2001a: 47). El ha sido en cierto modo el culpable de que la vecina capte la casualidad de todo, el sinsentido. Y, sin embargo, el adolescente, que narra en primera persona, aparece no tanto como el actor, sino como el espacio en que un zigzag de ideas y afectos se entrecruzan y deciden su actuación: Estuve en un tris de decirle... Menos mal que enseguida caí en la cuenta... Sin embargo, me molestaba... Aunque es posible que en otra situación... No lo sé. También reconocí que... (Kertész 2001a: 47).
Dos cosas llaman especialmente la atención:
a) las apreciaciones estéticas (dicho ahora en el sentido más estrecho del término), admirativas por lo general de los verdugos: al llegar a Auschwitz el arreglo y la vestimenta de los soldados alemanes le tranquiliza; ante el médico que selecciona a los que van a vivir, y envía a los demás a las cámaras de gas, siente «confianza, puesto que tenía buen aspecto y una cara simpática»; antes de las duchas han de entregar todo lo que lleven encima a un «preso muy elegante», que le ayuda, y a un soldado bajito, etc., que, sin embargo, es propietario de «un látigo de cuero blanco - una verdadera pieza de artesanía, tuve que reconocer» (Kertész 2001a: 84, 90, 95). Basten estas referencias11.
Tales apreciaciones estéticas sacan obviamente a la luz la formación del gusto del narrador, y ese gusto condiciona o está inextricablemente unido a toda una serie de prejuicios de índole también moral. Lo que escandaliza, entonces, al lector desprevenido, el de la buena conciencia, es que la moral que aquí sale a relucir sea justamente la que, si no dio origen, desde luego, sostuvo el nazismo12. El narrador no sólo desconfía de las caras de los presos, a su llegada a Auschwitz, presos que, además de ser -por definición- criminales, le resultan sospechosos y ¡le parecen judíos!, sino que una vez seleccionado, comprende el trabajo del médico y mira con sus ojos: «Al mirarlos con los ojos del médico, me di cuenta de cuántos viejos e inútiles había» (Kertész 2001a: 82, 92). Y en esta reflexión tenemos:
b) la entrega del adolescente a la racionalidad imperante, o una búsqueda desproporcionada -para el lector- de racionalidad, de armonía y orden. Comprendí las razones de su animadversión hacia los judíos; comprensible -también- que en el tren se muera la vieja; tan elegantes los soldados... que tranquilizan; todo era pulcro, cuidado y hermoso, bien que no había ninguna señal de vida (Kertész 2001a: 16, 79, 84,94), etc. Por supuesto, dicha entrega es respuesta a la extrafieza, la ignorancia, la falta de elementos de juicio, el sinsentido, en definitiva, del mundo totalitario. Hay un esfuerzo intenso, por más que inconsciente, por mantener los límites que distinguen y separan orden y caos, reprimiendo incluso la sensación de extrafieza a favor de una supuesta armonía. Al final del capítulo cuarto -el de la llegada a Auschwitz- dicho esfuerzo, sin embargo, resulta ya baldío: No sé bien qué ocurrió [...] y no supe siquiera dónde estaba (Kertész 2001a: 103)... han llegado los primeros golpes.
Por cierto, es esa convivencia chocante entre la pretensión de racionalidad absoluta y la verdad de la experiencia lo que caracteriza la ironía demoledora del texto: efecto del desajuste entre lo que sabemos de Auschwitz y el intento de racionalización de lo que allí sucede. Kertész se apoya en lo que el lector sabe de los campos de concentración alemanes; sólo así puede entenderse el carácter provocativo de la narración. Lo que ésta expone a la luz es el fruto de la educación recibida por el narrador adolescente, y en el mundo así configurado los alemanes tienen razón; es más, son la razón. El campo quizá no sea lo natural en este mundo, mas una vez que se está en el campo, el campo pasa a ser lo natural, y todo lo que en él sucede es racional, esto es, puede ser explicado mediante razones. Así que, por otro lado, y esta doblez de la ironía es esencial, el campo es lo más natural. Acaso sea ésta la idea central que nos transmite Sin destino. El escándalo, decía, cala en la buena conciencia, es decir, en quien no ha pasado por Auschwitz. Pero es que Auschwitz, efectivamente, es inimaginable. Por eso, Kertész no pretende darnos una imagen de ello, no trata de representárnoslo. Si lo tomamos como representación del campo es cuando Sin destino escandaliza, porque en la representación sancionada de Auschwitz está incluido el juicio condenatorio, o la figuración del horror. No, eso es lo que Kertész no hace. Kertész nos presenta los argumentos de Auschwitz, a través de un perceptor, por decirlo así, universal. Y, ¡cuidado!, ya lo hemos visto, la percepción no es subjetiva: es fruto de una educación estética y moral, e intelectual. El narrador no trata de presentar su peculiaridad, su individualidad sino que a través de él surge a la palabra el mundo en que se ve inmerso. Y ese es un mundo en que la persona, la personalidad han desaparecido, están de principio excluidas. El conjunto de determinaciones de dicho mundo ocupa el lugar de lo que sería la historia personal de cada uno. A esa determinación exterior, caprichosa, absurda, basada en la vaciedad de la ideología nazi, es a lo que Kertész llama sin destino, por más que se imponga con la férrea necesidad del verdadero destino. Bien que éste sólo puede desplegarse en compañía de la libertad. En cualquier caso, ese sin destino será algo que el adolescente deberá asumir como destino propio: uno no puede olvidar que ha pasado por Auschwitz. Y, aun cuando lo hiciera, Auschwitz nunca dejaría de ser la gran huella, el agujero irrellenable del trauma y, en el caso concreto de Kertész, a la vez el acicate y el motivo de la escritura.
En fin, si Auschwitz no se puede representar es porque hay una diferencia radical entre lo que se vive y lo que se habla de lo que se vive, y cuando no se ha vivido Auschwitz, nada se puede entender a partir de la representación. El campo de concentración sólo puede imaginarse como texto literario, no como realidad -y añade entre paréntesis- (Ni siquiera cuando lo experimentamos; quizá sea entonces cuando menos lo experimentamos como realidad.) (Kertész 2004: 222. Cursiva, mía: J. A.) De ahí que Kertész trate de exponernos no la imagen, sino la lógica de Auschwitz. Ahora bien, si hemos de tomar en serio la advertencia, esto implica una concepción del lenguaje que, como ya apuntábamos, no es la representational; una relación entre lenguaje y vida que habrá que aclarar.
Dejo aquí Sin destino. Sabemos que se salva por la acción de algunos personajes que todavía conservan capacidad de decisión libre y ética. Pero antes el adolescente se ha abandonado, se ha entregado a la muerte. La novela configura el in crescendo del sentimiento de extravío en el mundo arbitrario del campo. La novela no nos relata el camino de formación de un personaje, sino la vía de disipación y perdición que lleva desde el no saber y el no entender hasta la casual supervivencia en la soledad, pasando por el abandono y la renuncia. El adolescente protagonista, como explica el propio Kertész: solamente consiste en determinaciones, reflexiones y tropismos: solamente lo hace hablar, siempre y en todas partes, la tortura a la que lo somete el mundo, de lo contrario ni siquiera sabría usar la palabra; él nunca hace hablar al mundo (Kertész 2004: 31).
Vista, siquiera sea en esbozo, el alma de Sin destino, palidece lo autobiográfico. Kertész se pasó ¡catorce o quince años! escribiendo la novela. Lo que le movía era apurar y elaborar aquella vivencia básica que le perseguía. No se puede rendir cuentas de un sin destino mediante caracteres ni personalidad. Por eso debía prescindir de lo autobiográfico, porque se trataba de proponer una impersonalidad13.
Esa es una manera de recuperar la vida, de dar existencia a la existencia. Otras novelas reflejan otros modos. En definitiva, es siempre la vida, el deseo de vivir lo que hace a la obra de arte14. De ahí que para Kertész la escritura sea una venganza que se toma con el mundo, ese mundo -totalitario ya antes de Auschwitz-, cuya esencia es negarle en cuanto individuo15. Una venganza, una respuesta y una manera de apoderarse de la realidad.
Apoderarse de la realidad, vengarse no son tareas estériles. Son parte de una operación que actúa sobre el propio autor. La escritura le sirve para vivir, para soportar su existencia, y justificarla, pues con la escritura la va transformando. En más de un lugar viene a decirnos que la escritura es un modo de disimular, de olvidarse de sí mismo. Mas esa huida tiene su lado positivo: se trata de dejar atrás ese sí mismo que es el fruto de determinaciones externas, náufrago del azar, siervo de la electrónica biológica, hombre asombrado, muy a su pesar, de su propio carácter (Kertész 2003: 59).
El último capítulo de Fiasco, que es una conclusión en que la cosa no acaba, puesto que, como bien sabemos, nunca nada acaba, nos da Kertész una versión feliz -¿inspirada en la de Unamuno?- del mito de Sísifo, en que el escritor escribe y escribe, liberándose de lo superfluo, la vida. Dejar atrás aquel sí mismo sin destino, liberarse de él, hasta el punto de que al ponerse a escribir le desaparezcan los recuerdos16, va a ser la función de la escritura. Lo que se añade a los hechos es nueva vida, es otra vida.
Tenemos ya una primera respuesta a la cuestión acerca de la relación entre la vida del autor -¿la autobiografía?- y la novela: la novela es una transformación de la existencia del autor, entendida ésta en cuanto materia prima para la elaboración de aquélla. La novela, el arte en general tienen por función rescatar algo de la vida, aunque no sea más que el deseo; mas no tanto porque se apoyen en ella, sino, más bien, porque la recrean. Y esto, la recreación, el logro de la transformación y, con ello, de una nueva vida, no se mide en absoluto por el grado de realismo ni de correspondencia con los hechos efectivos de la vida del autor, que acaban por molestar. La clave parece estar, entonces, en el hecho de que no sólo el arte necesita de la vida, sino también, a su vez, la vida necesita del arte.
3. Y es que el arte, la creatividad, son una función vital. Contra los tópicos románticos del genio, el talento, etc., la creatividad -dice Kertész- no es un don divino venido de fuera, sino una función vital, el instrumento necesario para quedar con vida (Kertész 2004: 174). Una función vital que se puede atrofiar, que en la mayor parte de los casos está atrofiada. En el suyo, sin embargo, se ha convertido en necesidad. Por haber descubierto en él precisamente esa posibilidad de ir alimentado la existencia, de ir transformándola en algo real, de objetivarla en obra17. El último fragmento del Diario de la galera contiene un sueño, una fantasía de un músico feliz que lleva décadas tocando variaciones sobre un mismo tema y va ya por la enésima -en los ratos libres que le deja el trajín de la vida cotidiana-. En esa música, imagina Kertész, se reconoce la obsesiva voluntad expresiva (Kertész 2004: 277). La existencia, diríamos entonces, posee una voluntad de expresión que, hecha obsesión, necesidad, redunda en la creación artística.
El encuentro con esa función vital, el descubrimiento de esa voluntad de expresión nos lo narra Kertész en La bandera inglesa; es lo que él llama el momento de la radicalización de su vida. El la cifra en su encuentro con la ópera wagneriana La Valquiria y el relato de Th. Mann Sangre de Welsungos, inspirado a su vez en La Valquiria. Los personajes del relato son también Siegmund y Sieglinde, en este caso dos j óvenes aristócratas berlineses dados a la molicie. Atendiendo a la representación de la obra wagneriana se refleja ésta en los rostros de ambos. Piensa Siegmund:
 
 
¡Una obra! ¿Cómo se hacía una obra? Se formó un dolor en el pecho de Siegmund, un ardor o una tirantez, algo parecido a un dulce apremio. Pero un apremio ¿hacia dónde? ¿Por qué? Todo resultaba tan oscuro, tan ultrajantemente confuso. Estaba sintiendo dos palabras: creatividad..., pasión... Y mientras el acaloramiento le latía en las sienes, tuvo la nostálgica idea de que la creatividad procedía de la pasión, cuy a forma volvía a adoptar de nuevo tras haber creado. Vio a aquella mujer blanca y fatigada rendida sobre el regazo del fugitivo al que se había entregado, vio su amor y su necesidad y sintió que la vida, para ser creativa, tenía que ser así. Contempló su propia vida, esa vida compuesta de blandura y de ingenio, de mimos y de negación, de lujo y de contradicción, de suntuosidad y de claridad racional, de rica seguridad y de un odio travieso, esa vida en la que no había vivencias, sino sólo juegos de la lógica, ni sentimientos, sino sólo una aniquiladora precisión... Y en su pecho latía un ardor o una tirantez, algo parecido a un dulce apremio. Pero un apremio ¿hacia dónde? ¿Por qué? ¿Por la obra? ¿Por la vivencia? ¿Por la pasión? (Mann 2001: 367. Cursiva, mía: LA.18)
 
En el relato de Th. Mann parece que el apremio les lleva a la pasión incestuosa. A Kertész le dio por la obra, por la escritura. Radicalizar, entonces, su vida es literalmente hacerse cargo de la pasión, raíz de la existencia, y recrearla en obra. El ya escribía, había sido periodista y tenía su sueño de escritor. Lo que la radicalización va a suponer es que la formulación, la narración de su existencia no se contradiga con la propia existencia, con su forma de vida. Que no se contradiga quiere decir que de algún modo se adecué la experiencia al papel, sin que eso signifique que entre la existencia y su formulación deje de haber un telón de acero -dirá él-, telón de acero que separa al hombre de sí mismo. Acaso en vez de telón de acero debiéramos decir una diferencia, digamos, de sustancia, pues una cosa es la vida y otra, la narración y su medio, el lenguaje, por más que el lenguaje forme parte de la vida. Sin embargo, Kertész ve en el lenguaje -en el lenguaje hablado- una tendencia a velar el ser19. Al menos, en el lenguaje dado. De hecho, entiende que lo que hace a un hombre escritor es justamente ese no aceptar el lenguaje y los conceptos dados. Hay, pues, un telón de acero, incluso cierta oposición en tanto no se reconozca dicho telón, entre lenguaje dado y existencia; tanto más cuanto que la existencia radical debe ser individual y el lenguaje dado es institución social, es palabra ya hablada, y, así, desarraigada. La radicalización, dicha en otros términos, vendría a suponer que se da una forma adecuada a esa voluntad de expresión, que se la convierte en significación, en sentido, a través del trabajo y la apropiación del lenguaje.
La atención a la pasión, la dedicación a la creación permite descubrir la vida, algo otro en uno mismo. De los Carnets de Camus cita Kertész una frase de Van Gogh: Puedo prescindir perfectamente de Dios en la vida y en la pintura, pero enfermo y todo no puedo prescindir de algo que es más grande que yo, que es mi vida: el poder de crear (Kertész 2004: 131. Septiembre de 1982. Cursiva, mía: J.A.). Nueve años después es él mismo el que viene a señalar esa experiencia de cierta otredad en la creación, aun cuando sólo sea de una simple ocurrencia, y es que no sabemos de dónde sale: No sé quién escribe dentro de mí, quién es el escritor. Y está bien que así sea (Kertész 2004: 264).
Por otro lado, su Yo, otro. Crónica del cambio, siendo anotaciones extraídas de su diario de entre los años 1991 y 1995, está dedicado en su totalidad a la cuestión del otro en uno mismo. Baste uno de los epígrafes, el propio de Kertész, para que se vea por dónde van los tiros: Yo: una ficción de la que a lo sumo somos coautores (Kertész 2002a: 5)20. Y eso que se llama otro es lo que otras veces, al carecer de nombre propio, se llama la vida, respecto de la cual entiende Kertész:
 
 
Sería un error suponer que mi vida es mía. Pero un error todavía más grande sería abandonarla, estropearla, echarla a perder. Esta vida me ha sido confiada. No pregunto por quién, puesto que conozco la respuesta y sé, por tanto, que la pregunta está mal planteada; sólo puedo fiarme de mi propia e indiscutible percepción de la responsabilidad. Mantengo una relación de reciprocidad con mi vida. ¿El nombre de esta relación? Servidumbre. Hasta aquí todo bien. Pero, ¿qué partícula de esta vida fragmentada se refiere a sí misma con la palabra yo? (Kertész 2002a: 12-13).
 
Tan es así que hasta podría considerarse Yo, otro una novela, la novela en que se expone la fragmentación característica que introducen la reflexión y el tiempo en el supuesto continuo y la totalidad de esa vida que es raíz, es otredad y relación de reciprocidad con uno mismo. De hecho, en esos primeros años noventa, por lo que se ve en el texto, Kertész no para de viajar, se ha convertido en escritor conocido y reclamado. Yo, otro -resumiendo- sería la crónica de sus viajes por los lagos de Austria y Suiza... y también del alma.
El dicho de Rimbaud, yo es otro, o acaso mejor el de Nerval, yo soy el otro, nos acercan a Kertész, quien probablemente diría: yo he de ser mi otro, el que me empuja a escribir, la pasión que me configura, moviéndome y removiéndome de donde estoy, de lo que soy. Esa diferencia en sí mismo, esa alteridad es la que marcaba antes el telón de acero que nos divide a cada hombre y, por supuesto, al hombre y al mundo, aunque sólo sea por la mediación del lenguaje. La negación de la novela autobiográfica era también una advertencia acerca de la imposibilidad de reproducción lingüística de la realidad: Conversación. Mi interlocutor cree que lo extraordinario del mundo se puede reducir y convertir en algo formulable. Ser artista significa precisamente lo contrario (Kertész 2004:144-145). Es decir, ser artista significa no creer que lo extraordinario del mundo se pueda reducir y convertir en algo formulable. El mundo, el ser sobrepasan lo formulable; y, a la vez, la acción del artista implica que, si no formular -o reducir a fórmula-, se puede expresar, articular.
La vida, el mundo, probablemente no se puedan entender. Heredero en ese aspecto del pensamiento de Camus, Kertész lo proclama de muy diversas maneras. La narración, sin embargo, el relato existencial que él practica no pretende apoderarse de su existencia, sino, lo veíamos, darle juego, devolverle la vida: en la obra. ¿Cómo hacerle hablar? Sólo en cuanto realidad narrable, dirá (véase Kertész 2002a: 109-112). Y esa realidad narrable sería su contenido oculto, los resortes del teatro de marionetas. Supuesto que eso se logra, el relato narraría la lucha sin fin que se inició en mí de forma imperceptible, como los cambios que se producen en un germen, para que ascendiera de las profundidades insondables de la existencia a la superficie de la conciencia, y para que luego aceptara la existencia (mi existencia) con esta nueva conciencia (Kertész 2002a: 110).
Esa diferencia implica que el fracaso está de entrada garantizado: la escritura copia la vida como si ella, la escritura, fuese vida, pero ¡no lo es!, reflexiona Kertész en un momento en que ¡sus propias historias le aburren!21 Algo, no obstante, hay de cierto en ello: la escritura implica, alberga un fracaso, una quiebra, una alteración de la vida, bien que dicho fracaso constituye una nueva vivencia, probablemente una fundamental, radical. La asunción de tal fracaso, el salto de la vida a la escritura es lo que permite que la obra de arte se dé sus propias leyes. Esto no ha de hacernos olvidar que ni la propia vida es como la vida, no reproduzcamos el dualismo clásico que entiende vida/lenguaje en cuanto oposición, no volvamos al tópico decimonónico que excluye del arte la vida. Que el mundo no es comprensible o reducible a fórmulas, que la vida no está hecha para entenderla, sino para vivirla significan justamente eso: el telón de acero, la diferencia constitutiva no separan sólo lenguaje y vida sino que habitan la propia vida entendida en cuanto raíz y existencia, esto es, en su totalidad. Sólo que esa separación no es necesariamente oposición y exclusión. Aun en la diferencia existe la posibilidad de una expresión lograda: tal es el texto del escritor.
Trabajar en la escritura viene a ser, por lo tanto, para Kertész una manera de trabajar en uno mismo, de conocerse a sí mismo, como diría Schopenhauer, una de sus lecturas favoritas. Ser para conocerse, escribir para ser, para conocerse. Sólo que trabajar en uno mismo es al tiempo trabajar contra sí mismo; al menos eso es lo que Kertész ve en Kafka y lo que considera propio de todo verdadero artista (véase Kertész 2004: 37). Si la pluralidad que albergamos en nosotros no queda a veces tan clara, lo que resulta innegable es que somos por lo menos dos: 1) el de antes, el que ha sido hasta ahora, y 2) el que ahora está siendo, y que puede ser otro. Tal es la forma más simple de la libertad humana; practicarla implica ir contra sí mismo, aun cuando sea para tomar apoyo.
En la objetivación que la obra de arte supone el artista se ve a sí mismo como una necesidad sustancial, como la esencia destilada del momento histórico universal (Kertész 2004: 37-38). Está hablando de Kafka, de las K que aparecen en El castillo y El proceso, que al plasmarse no contienen nada personal, sino sólo lo general, convertido en algo extraño y, al mismo tiempo, válido. Esa destilación de lo personal en universal y válido es la objetivación de la obra lograda. Se ha dicho, y con razón, que la obra de arte ejemplifica, singularizándolo, lo universal; y eso es lo propio de la expresión frente a la representación.
Desde esta perspectiva habría que leer todas sus obras, las de Kertész. De ahí que tenga sentido su protesta frente al rótulo de novela autobiográfica que se aplicó a Sin destino, y que igualmente valdría de las demás. El habla de una noche de tormenta, en mayo de 1976, en torno a la cual gira la experiencia central de Kaddish, tormenta en la que habría entrevisto todas sus obras. Ciertamente, al menos Fiasco y Kaddish pueden considerarse hijas de aquella noche. La noche mentada anotaba en su diario:
 
 
Coñac, tranquilizantes. Gran tormenta en el exterior. A lo lejos, el espejo del agua que de vez en cuando se ilumina con colores rojizos. Y por fin la sensación del retorno, por fin la liberación, por fin el plan: la génesis... sinfonía de una novela no nacida (como subtítulo). Quiero hablar, confesar, contar la historia de la liberación de un alma o, mejor dicho, la historia de una gracia (Kertész 2004: 62).
 
La génesis... acabaría siendo Fiasco. Surge el plan de la novela como reposo tras la lucha, como liberación. De ella, releyendo anotaciones de ese año 1976, dirá más adelante, en octubre de 1987: Fiasco creció en mí, se desarrolló en mí y se separó de mí como el fruto de una planta (Kertész 2004: 203). Algo parecido nos viene a decir la tesis que articula Kaddish: la escritura como oración fúnebre y testimonio de los hijos no habidos. Pero frente al aspecto en apariencia negativo de esta última idea, hay que detenerse en la, si se quiere, ingenua y poética imagen de la novela como fruto de la existencia humana. Recordemos la amplificación nietzscheana: el artista visto como el terreno, a veces el abono y el estiércol sobre el cual y del cual crece la obra. La obra es obra por crear su propia posibilidad. De esa manera se diferencia la vida de sí misma. Y en Fiasco podemos verlo aún mejor: por contener la obra el propio camino hacia la obra, y cerrarse al final en un bucle abierto. Recordemos: la primera parte es el documento de la posibilitación de la obra que la segunda parte va a ser; hay una conclusión no concluyeme en que se remite a la piedra desgastada de un Sísifo feliz.
Los finales de Fiasco, Kaddish y Liquidación tienen ese rasgo en común: ser bucles abiertos, puntadas en proceso, como el vínculo de escritura y vida, como la temporalidad y el lenguaje. La escritura, entonces, no es sólo fracaso: es vida potenciada, vida intensamente vivida, el recto camino hacia la muerte.22 El gran enemigo no es la muerte allá, sino la muerte en vida, el abandono, la distracción existential, que dirá Kertész ¿siguiendo a Pascal? (Kertész 2002a: 104). Eso es lo que hace de la vida mera supervivencia, lo que la despoja de su creatividad.
La creación, pues, es el modo de vivir, el modo de escapar a la condena del totalitarismo y de Auschwitz, el modo de llegar a ser individuo arrancándose a la Historia, de mantener viva la vida y cumplirla como camino hacia la muerte. Si, además, en el proceso algo se llega a conocer, tanto mejor; mas no es ese el fin primero de la creación artística. Se puede entender ahora mejor en qué sentido la escritura es para Kertész soporte y hasta justificación de la existencia. No sólo aparta del escritor lo terrible de la existencia; es que incluso lo redime y lo transforma en alegría, nos dice en el último texto hasta ahora publicado23. Retomando la idea de Th. Mann, continúa: sólo se puede escribir cuando hay energía en abundancia, esto es, a partir del deseo; la escritura -y esto no me lo he inventado yo- es vida potenciada24.
4. Señalemos de manera sumaria lo que hemos encontrado en Kertész acerca de la creación literaria:
1. Una suerte de coimplicación entre arte y vida: la vida se expresa en el arte y el arte potencia la vida del autor, transformándola.
2. Dicha transformación es posible porque el arte es una función vital, porque la vida es voluntad de expresión.
3. La transformación se da por medio de una radicalización de la existencia, que es atención y cuidado de la pasión que la mueve.
4. Tal radicalización supone el descubrimiento de cierta otredad en uno, y es gracias al diálogo con eso otro como se transforma la existencia del escritor.
Quedarían por aclarar mejor -para que se entienda en qué sentido la obra es expresión de la existencia- un par de cuestiones:
a) que no se trata de expresión meramente subjetiva, esto es, de los sentimientos o intimidad psicológica del autor;
b) cómo es posible que habiendo un telón de acero, una diferencia substancial entre vida y lenguaje, aquello que se hace con lenguaje, como es la narración literaria, exprese, no obstante, la vida. Dicho de otro modo: ¿qué relación hay entre lenguaje y vida?
A) Por más que la noción de expresión apareciera en su momento asociada a la intimidad psicológica del poeta, no hace falta insistir demasiado en que la existencia de cualquier persona abarca muchísimo más que dicha intimidad. Es más, probablemente haya que darle la vuelta al presupuesto desde el cual se plantea la distinción objetivo'V'subjetivo. La distinción resulta pertinente en el ámbito del conocimiento, que para ser tal debe prescindir de lo subjetivo, es decir, de aquello que sea particular de quien pretende conocer. Pero nuestra relación con el mundo ¡ no es primordialmente de conocimiento! Nuestra existencia ¡no es la de un sujeto cognoscente! Siguiendo a Heidegger, podemos decir que somos seres-de-mundo, pues que el mundo es nuestro medio, nuestro elemento, como es el agua para el pez o el aire para el ave. Estamos en todo momento abiertos al mundo, y por mundo entendemos aquí no sólo todo lo que hay, sino ese todo lo que hay también en su significación, esto es, por lo que hace al sentido, que, como Nietzsche nos advirtió, se nos dan inseparablemente: No hay hechos, sólo interpretaciones. El mundo, para nosotros, es trama significante que articula la realidad. Por eso el lenguaje, articulación por antonomasia, forma parte no sólo de nuestra existencia, sino también del mundo. Dicho a la inversa, no hay mundo que no forme parte de nuestra existencia.
Es la convicción heredada de que el lenguaje refleja el mundo lo que nos impide atender a la experiencia básica de que si el lenguaje funciona es porque está perfectamente integrado en el mundo: entender algo es plantarse de golpe en ese algo, ver aquello de lo que se habla, no la fantasiosa e inexistente operación de pasar de un significante a un significado. El que esté perfectamente integrado tampoco significa que todo en esta vida tenga sus palabras ya dispuestas. Ya sabemos que no. Por eso puede el lenguaje descubrirnos cosas que no sabíamos y la literatura poner al descubierto incluso nuevas posibilidades de ser (Heidegger 1988: 375-376). Es como si el mundo estuviera circulado de palabras que lo hacen humano a la existencia y, así, hallar expresiones nuevas es descubrir espacios desconocidos.
De ahí el que la expresión de las vivencias no tenga por qué ser subjetiva en el sentido de íntima. Será personal, como, por demás, lo es toda vivencia. Si, por otro lado, tenemos en cuenta que el lenguaje es presencia de la sociedad en el particular, medio fundamental por el que se instila lo social en el individuo, habrá que reconocer la posibilidad de que se dé una expresión no subjetiva del mundo a través de las vivencias del escritor. Esto nos parece que es lo que de modo explícito practicaba Kertész en Sin destino.
B) Hablábamos de una diferencia substancial entre vida y lenguaje. Por otro lado, insistimos en que el lenguaje es un modo de ser de la existencia. ¿Cómo es posible, entonces, la expresión? Para entender esto hay que considerar el lenguaje de otra manera que la que es habitual. Y la que es habitual se basa en el uso cotidiano del lenguaje. Usamos el lenguaje cotidiano, efectivamente, como un instrumento, para referirnos al mundo que ya está cartografiado: ahí sí que parece que el lenguaje representa la realidad, y en la medida en que la representa, se puede pensar que la refleja, y que, por lo tanto, el lenguaje fuera otra cosa que la realidad, ¡como si ésta pudiera existir para nosotros sin el lenguaje!
Mas el lenguaje cotidiano no nos da la medida de lo que la palabra puede. De hecho, el verdadero pensamiento y la literatura, en fin, lo nuevo no pueden entenderse según dicho uso. Tanto Heidegger como Merleau-Ponty insistirán en distinguir otra posibilidad del lenguaje, la que propiamente nos muestra lo que éste hace: su carácter, digamos, creativo. Merleau-Ponty distingue entre lenguaje hablante -langageparlant- y lenguaje hablado -langage parlé-. El lenguaje hablado es el lenguaje ya establecido, el lenguaje en su uso cotidiano. Heidegger lo llamará Gerede o 'hablilla', y le contrapondrá un lenguaje al que también se puede denominar hablante, sprechend.
Cuando decimos aquí creativo ya sabemos que la creación no es partir de la nada; crear es inventar pero a la vez descubrir, o descubrir pero inventando. Acudamos a la útil cobardía del ejemplo: Sin destino nos descubre Auschwitz inventado una manera de hacérnoslo presente. No había antes un lenguaje preparado para representar Auschwitz (y por eso se suele decir que es irrepresentable), pero se puede hacer que el lenguaje nos acerque a ello. Realmente, en lo que de nuevo ofrece, el escritor inventa25, mas lo hace de tal manera que lo inventado se adecúa a la experiencia y cuando lo hace con justeza acaba pareciendo que efectivamente así era, ahí estaba, esperando la mirada que lo descubriera. A ese descubrir inventando le llamó Nietzsche, y Heidegger tras él, interpretar. Dicho en alemán, interpretar, Auslegen, es también 'exponer', 'poner a la vista', sacar a la luz lo que estaba oculto, invisible. Claro está, ambos filósofos hablan de interpretar porque entienden que la vida, la existencia son vida y existencia, y sólo vicariamente se dejan verter en lenguaje. En los inicios, pues, interpretar dice de la relación entre ser lingüístico y realidad muda. Pero estamos hechos de tal manera que esa realidad muda nos habla en su silencio: sólo interpretándola es lo que es para nosotros.
Volvamos a la palabra hablada. En ella entrevé Merleau-Ponty el fantasma de un lenguaje puro: nos parece que [la expresión] alcanza su vértice cuando señala inequívocamente acontecimientos, estados de cosas, ideas o relaciones, ya que en estas circunstancias no deja nada que desear, no contiene más que lo que muestra, nos hace deslizamos hacia el objeto que designa (Merleau-Ponty 1971: 25). El buen uso del lenguaje cotidiano, la comunicación lograda produce ese efecto: el lenguaje se borra a sí mismo y nos deja solos con las cosas. Y cuando uno dice cosas, dice también pensamientos, sentimientos, etc. De ahí el que se llegue a pensar que la significación está en la realidad o en el pensamiento, de los cuales el lenguaje sería sólo signo o transparente abreviatura. El mito del lenguaje, la manera como durante tanto tiempo se lo ha pensado, acabaría en que todo fuera «como si no hubiese habido lenguaje» (Merleau-Ponty 1971: 32).
Mas ya hemos visto que esa manera de concebir el lenguaje y su trato con la realidad no nos permite entender lo nuevo, y, además, ése no es el modo como el lenguaje funciona, como se vive el lenguaje. La consideración del lenguaje literario o poético nos lleva a entender de otro modo el ser del lenguaje. Se introduce una doble corrección respecto de la concepción habitual: 1) si en la concepción mimética el lenguaje aparece separado de la realidad, reflejándola, en la hermenéutica, por el contrario, el lenguaje es parte de la vida, está integrado en el mundo; 2) como compensación, en la concepción mimética el lenguaje es homólogo de la realidad, esto es, la realidad posee por sí significación, que el lenguaje transportaría; en la hermenéutica el lenguaje es otro que la vida, y si la puede expresar es por estar entreverando la vida, por ser elemento suyo.
Pensemos en la lectura, en la escritura.
Leemos Sin destino, y si entramos en la narración, si la lectura nos engancha, «estamos» en Auschwitz. Ya sabemos que no estamos en Auschwitz, probablemente no habríamos regresado, mas sí entramos en el mundo de Auschwitz (¿cómo llamarlo, si no?). Kertész nos decía que el campo de concentración únicamente puede imaginarse como texto literario, no como realidad» (Kertész 2004: 222). Entramos en el mundo imaginado de Auschwitz, porque Kertész ha sabido imaginarlo en palabras. (Y aquí quizá habría que precisar: imaginar en palabras no es imaginar, es decir, ponerlo en imágenes. Hemos de desprendernos definitivamente del utpicturapoesis.) Y nuestro entrar en Auschwitz no es sólo volver a visitarlo, repetir los demás textos leídos sobre el tema, las películas vistas; es, gracias a la manera como Kertész lo concibe, vivir el sinsentido y a la vez el sentido (del sinsentido vivido), es reordenar las relaciones entre individuos y campo o mundo, degustar el sabor de la lógica en tiempos de hambre, etc. Entrar en Auschwitz supone no sólo entender más de Auschwitz, sino transformarse uno mismo: sus experiencias previas, categorizaciones, lógica, estilo. El mundo del sentido propio adquiere una nueva forma, somos otro.
La obra original, a través de la lectura que de ella hacemos, va operando en nosotros una transformación cuya meta final es el haber entendido, el habérnoslas de otra manera con el mundo. Y, sí, al final parece que las palabras sobraran, una vez hemos llegado. Mas son las palabras, el texto literario en su materialidad significativa, las que poseen ese poder transformador.
El lenguaje hablado sería el que el lector lleva consigo al empezar a leer; el hablante es la interpelación que el libro dirige al lector no prevenido (Merleau-Ponty 1971: 38), operando en él esa transformación a que aludíamos, segregando una significación nueva que es la comprensión incorporada. En Lo visible y lo invisible, la obra que Merleau-Ponty estaba escribiendo cuando murió en 1961, el lenguaje hablante, operante, es ese lenguaje-cosa [que] hace que afloren todas las relaciones profundas de lo vivido donde se ha formado, y es el de la vida y la acción, aunque también el de la literatura y la poesía (1970: 159)
Si el lenguaje opera así en la simple lectura, ¡qué poder no tendrá en la escritura! Podemos entender el lenguaje como esa planta que arraigada en la existencia saca a la luz en su crecimiento la textura de la tierra en que brota; podemos también, con Heidegger, pretender que las palabras son manantiales...26 Sea como fuere, el caso es que antes de la expresión, lo que había era mudo: la vivencia, ya lo hemos dicho, está hecha de silencio, de la materia de la vida; y ésta, sí, puede buscar la expresión pero no posee una significación previa a la que la palabra le confiere. Lo que hay antes de la expresión es una intención significante que lleva a hablar, a escribir. Mas dicha intención significante no es más que un vacío que busca la palabra en que encarnar.
Expresar es tomar conciencia.
 
 
La intención significante se da un cuerpo y se conoce a sí misma al buscarse un equivalente del sistema de significados disponibles que la lengua que hablo y el conjunto de los escritos y de la cultura cuyo heredero soy representan. Se trata, para ese deseo mudo que es la intención significante, de realizar una determinada disposición de los instrumentos ya significantes o de los significados ya parlantes [...] que lleve a cabo en el que habla o el que escribe el anclaje del significado inédito en los significados ya disponibles. [...] Yo expreso cuando, utilizando todos esos instrumentos ya parlantes, les hago decir algo que no han dicho nunca. (Merleau-Ponty 1964: 108).
 
Cuando escribimos, cuando propiamente pensamos, no sabemos lo que vamos a pensar, va surgiendo, y según surge, vamos corrigiendo, acomodando las palabras que nos vienen a las mientes a lo que queremos decir. ¿Estaba dado de antemano lo que queríamos decir? Sí, y no. Algo había que nos permite ir acomodando las ideas y las palabras a lo intuido. Mas no estaba formulado en palabras, esto es, no estaba formulado. Son las propias palabras que vamos produciendo las que, por su relación ya establecida con las cosas y con los significados, nos van guiando. Por eso, al final queda siempre la sensación, aun con la mejor de las expresiones, que lo que se quería decir era eso y, a la vez, no lo era. Dicho en las palabras de Kertész: la literatura quiere imitar a la vida, y la imita, hasta la realza, mas no es vida. De ahí el que nunca se acabe de decir lo que se quería.
Es cierto que al final, cuando se ha logrado transmitir un significado, parece que estaba ahí, antes, esperándonos. Pero tal el efecto de la singularidad del lenguaje. Así como la vida se caracteriza frente a lo lingüístico por su vivacidad, por su realidad, como diría Ortega, por su ejecutividad, que le confiere una solidez, una intensidad distintiva, así lo lingüístico produce la ilusión de haber estado contenido en la vida, cuando en realidad no es sino su fruto, el resultado de un deseo, una pasión y un trabajo vertidos en una obra que acaba objetivando el vacío primero. Tener una idea no es tenerla frente a uno a la vista, como la falsa imagen de la conciencia-escenario nos invita a creer, es sencillamente saber organizar discursos coherentes en torno a ella, lo que, obviamente, es el resultado de un práctica, el hábito de vivir en la palabra.
Ese desconocimiento que habita al hablante, al escritor que hace algo más que repetir lo ya sabido, lo ya dicho, es lo que nos viene a decir que no somos de una pieza. Ya la presencia del lenguaje en nosotros es nota de la multiplicidad, incluso presencia de los demás en uno mismo. El desconocimiento que sale a la luz en el fenómeno de la escritura hablante nos señala a lo inconsciente, a las raíces ignotas de la conciencia, en definitiva, a la existencia; en cualquier caso introduce una quiebra en la unidad imaginaria del individuo, apunta a esa diferencia radical con que Kertész se encontraba una y otra vez, y cuya matriz podemos entender ahora que está, efectivamente, en la otredad de la existencia o de la vida respecto del lenguaje, por más que éste le sea consubstancial. Por ello, dar expresión a la vida no sólo es revivir, sino ir apropiándose de ella y, así, ir haciéndose otro: [la existencia efectiva] consiste en ser activamente aquello que somos por azar, en establecer esa comunicación con los demás y con nosotros mismos (Merleau-Ponty 1977: 77). La vida nos es y la somos.
NOTAS
1 Cuando no hay traducción española, nos valemos de la alemana, al sernos inaccesible el húngaro original. La última obra publicada por el momento, finales de 2006, es Dossier K. Eine Ermittiung, aparecida en septiembre de 2006, de la cual se publicaron unas 45 páginas, de las 70 primeras del libro, en junio de 2005 (véase Kertész 2005b).
2 [...] eine solche Gattung gibt es gar nicht. Entweder Autobiographie oder Roman. [...] Eine gute Autobiographie ist wie ein Dokument: ein Epochenbild, auf das man sich stützen kann. Im Roman dage-gen sind nicht die Tatsachen das Entscheidende, sondern allein das, was man zu den Tatsachen hinzutut (Kertész 2005b: 53.Traducción y cursiva, mía: J.A.).
3 Hay, sí, un cambio en la persona del verbo, que pasa del impersonal, man, a la segunda persona, du, pero aquí carece de trascendencia (Véase Kertész 2006: 12).
4 Kertész tradujo El nacimiento de la tragedia al húngaro. Allí encontramos lo que probablemente sea la referencia pertinente: El diálogo platónico fue, por así decirlo, la barca en que se salvó la vieja poesía náufraga, junto con todos sus hijos: [...] Realmente Platón proporcionó a toda la posteridad el prototipo de una nueva forma de arte, el prototipo de la novela (Nietzsche 1980: 121).
5 La teoría expresiva de la creación poética, tan difundida en el período romántico, nos parece constituir todavía un avatar de la teoría imitativa, pues se reduce a transferir al dominio de la subjetividad lo que la teoría mimética afirma en el plano de la realidad objetiva. En efecto, la teoría expresiva tiende a concebir el poema como el término rigurosamente homólogo de la experiencia vivida (Aguiar 2001: 111).
6 Gegen den Positivismus, welcher bei dem Phánomen stehen bleibt „es giebt nur Thatsachen, würde ich sagen: nein, gerade Thatsachen giebt es nicht, nur Interpretationen (Nietzsche 1988a: 315). Se ha publicado recientemente la versión española de dicho tomo y el siguiente: el lema nietzscheano se halla en el fr. 7 [60] (véase Nietzsche 2006: 222).
7 Nadie niega lo que, por otro lado, es evidente: que el autor se sirve de sus sentimientos, de su experiencia propia, para hacer la obra. Pero no se sirve exclusivamente de ellos: también cuentan (a veces más, según los casos) sus observaciones sobre lo que le rodea, sus creencias de toda índole, sus opiniones estéticas, la influencia de otras obras artísticas. Cuenta lo consciente y lo inconsciente, lo pensado tanto como lo vivido (García Leal 2002: 200).
8 La caracterización que G. Simmel hizo del concepto de vivencia ayuda a precisar esto: [en la vivencia] lo objetivo no sólo se vuelve imagen y representación como en el conocimiento, sino que se convierte por sí mismo en momento del proceso vital (cit. en Gadamer 1996: 106).
9 La inestimable importancia de la novela: un proceso en cuyo curso uno recupera su vida. [...] el único objeto posible de la novela: la recuperación, la vivencia de la vida, y que nos colme por un solo y fervoroso instante antes de partir (Kertész 2004: 148).
10 Aun cuando estemos, por economía, valiéndonos del término que Dilthey y Husserl introdujeran en el pensamiento filosófico, probablemente sea más cercano al uso que le estamos dando lo que Merleau-Ponty llamaba Erfahrung, y que contraponía expresamente a la Erlebnis husserliana. Esta sería experiencia articulada, voluntaria y consciente cuyo recuerdo puede ser evocado a voluntad, y la señalada Erfahrung, experiencia silenciosa, originaria y crepuscular que nuestro cuerpo mantiene con el mundo sensible y cuyo recuerdo sólo emerge por una causa involuntaria y contingente (Bech 2005:108-109). Vivencia, tal como empleamos aquí el término, es la experiencia que ha sido vivida real y efectivamente, con independencia de que haya llegado o no a ser consciente.
11 Véanse también, sin pretender ser exhaustivo, Kertész 2001a: 119, 138, 181, 192, 194, 202.
12 En diversos lugares insistirá Kertész en que Auschwitz no es una excepción, no es un corte en la historia de occidente. En Kaddish..., por ej.: Auschwitz, dije a mi mujer, me pareció más tarde una mera exacerbación de las mismas virtudes para las cuales me educaron desde la infancia (Kertész 2001b: 137). Puede verse también Kertész 2002b: 33, 80.
13 Sin destino como novela autobiográfica. Lo más autobiográfico de mi autobiografía es que no hay nada autobiográfico en Sin destino. Lo autobiográfico de ella es que eliminé todo lo autobiográfico en aras de una fidelidad superior (Kertész 2004: 164).
14 A más de ser, junto con el humor, uno de los rasgos característicos de sus novelas, lo señala explícitamente en diversos lugares (véase, por ej., Kertész 2004: 11-12, 22, 176). En Sin destino una de las escenas más singulares, motivo también de escándalo, es la que funde deseo de vivir y belleza ¡del campo de concentración!: En mi interior identifiqué un ligero deseo que acepté con vergüenza -porque aun siendo absurdo, era muy persistente-, el deseo de seguir viviendo, por otro ratito más, en este campo de concentración tan hermoso (Kertész 2001a: 192).
15 [...] tal vez empecé a escribir para vengarme del mundo. Para vengarme y arrancarle aquello de lo que me excluyó. [...] Tal vez quería eso, sí: sólo en la imaginación y con instrumentos artísticos, apoderarme de la realidad que -de forma muy real- me tiene en su poder; quería convertir en sujeto mi eterno ser-objeto, ser dador de nombres en vez de nombrado. Mi novela no es más que una respuesta al mundo: el único modo posible de respuesta que me quedaba (Kertész, 2003: 95 Cursiva, mía: J. A.). Fiasco es un ejemplo perfecto de esa venganza: en lo que tiene de parodia de un lenguaje objetivo, barrenado por continuas explicaciones desternillantes... Pero, sobre todo, en ese velo de inconsistencia, de fragilidad y ruina que arroja sobre un mundo en que se reconoce a distancia el comunista, llegando a producir hasta piedad: ¡el mundo comunista!
16 [los recuerdos...] se convirtieron en otra cosa. Se transformaron en contenidos de diversos cajones, donde rebuscaba cuando lo creía necesario para extraer alguna moneda convertible. Los elegía: necesitaba este y no aquel. Los hechos de mi vida, la llamada materia de mi experiencia, ya sólo molestaban, dificultaban y limitaban mi trabajo, la creación de la novela a la que, en un principio, servían de base existencial (Kertész 2003: 78).
17 Ya Nietzsche insistió en considerar la creación artística como esencia de lo humano. En numerosas ocasiones -como apunta Heidegger (1989:135)- con creación se refería Nietzsche al carácter inventivo de la vida sin más, pero en sus últimas obras entiende la creación como Kertész la va a tratar: será la obra lo que dé sentido a la existencia del autor. Se reunirían así los dos aspectos: la creación en cuanto ejercicio vital y en cuanto producción de obra. Es más, Nietzsche nos propone una visión del artista por relación a la obra asimismo muy cercana a la de nuestro escritor: En última instancia él es tan sólo la condición preliminar de su obra, el seno materno, el terreno, a veces el abono y el estiércol sobre el cual y del cual crece aquélla (Nietzsche 1975: 117).
18 En negrita lo que Kertész cita en 2005a: 41.
19 ¿Qué es el lenguaje? ¿Vela o desvela? Quizá más bien lo primero: vela el ser, al que interpreta como algo muy distinto, como lo radicalmente otro. Lo normal es el ser que da la espalda a la existencia; pues quien mira su interior o bien enmudece o bien enloquece (Kertész, 2004: 239). Está pensando, ciertamente, en el lenguaje instituido, ya hecho, el que Merleau-Ponty denominará palabra hablada, por oposición a la auténtica o hablante, que habría que considerar, dice, como un velo alzado (Merleau-Ponty 1970: 243). Así, el escritor sería aquel que no entiende bien las palabras, y por eso se pone a escribir, como para curarse de una enfermedad: quizá no sea sino el hecho de no aceptar el lenguaje y los conceptos dados lo que hace a un hombre escritor (Kertész 2004: 19-20).
20 Una vez más, la idea de Nietzsche de que el sujeto no es sino una pluralidad de voluntades de poder, una multiplicidad que se ha construido una unidad imaginaria nos ayuda a entender lo que Kertész dice. Como explica D. Sánchez Meca: todo individuo guarda en su interior más personas, más máscaras de las que él mismo se cree. Se familiariza generalmente con un rol en función de su sexo, edad, etc., incorporándose juicios, opiniones, gustos, maneras de actuar, que cuadran con él. No obstante, si la vida lo requiere, cambia de rol (Sánchez Meca 1989: 164).
21 «[...] vivo y escribo, y ambas cosas suponen esfuerzo, la vida es un esfuerzo más bien ciego y la escritura, un esfuerzo más bien vidente que se distingue por tanto de la vida, claro, y que tal vez se esfuerza por ver aquello por lo que se esfuerza la vida y, como no puede hacer otra cosa, repite la vida de la vida, copia la vida como si ella, la escritura, fuese vida, y no lo es, no lo es de una manera fundamental, incomparable, de una manera, incluso, que no tiene parangón, de tal modo que, cuando nos ponemos a escribir, a escribir sobre la vida, el fracaso está de entrada garantizado» (Kertész 2001b: 58-59).
22 Tal es el motivo de Kaddish, y una de las caracterizaciones que Platón hacía del pensamiento. No hay aquí espacio para rastrear el hilo que une a Platón con Th. Mann -La muerte en Venecia- y Kertész, en principio bien fecundo.
23 [...] und von dem Moment an, in dem ich mich fürs Schreiben entschieden hatte, konnte ich meine Probleme auf einmal ais Rohmaterial für meine Kunst betrachten. Und wenn dieses Material auch ziemlich düster zu sein scheint, wird es doch durch die Form erlóst und damit in Freude für mich verwandelt (Kertész 2006: 67). [.. .y desde el momento en que opté por la escritura pude de golpe considerar mis problemas como materia prima de mi arte. Y aun cuando esa materia parezca ser un tanto tétrica, por medio de la forma, sin embargo, queda redimida y se transforma para mí en alegría. Traducción, mía: J. A.]
24 Schreiben kann man nur aus der Fülle der Energien, also aus Lust; Schreiben, das habe nicht ich herausgefunden, ist gesteigertes Leben (Kertész, 2006: 62. Cursiva, mía: J.A.).
25 Nietzsche, en un fragmento de Aurora, §119, dice: Toda nuestra llamada conciencia no es más que el comentario más o menos imaginario de un texto desconocido, quizás incognoscible, y, sin embargo, sentido. [...] ¿Qué son, pues, nuestra vivencias? Es mucho más lo que ponemos en ellas que lo que en ellas hay. ¿No habría que decir, tal vez, que en ellas propiamente no hay nada? ¿Que tener vivencias es inventar? (Nietzsche 1881: 114. Traducción, mía: J. A.).
26 Die Worte sind Brunnen, denen das Sagen nachgrábt, Brunnen, die je und je neu zu finden und zu graben sind, leicht verschüttbar, aber bisweilen auch unversehens quillend (Heidegger 1984: 89) [Laspalabras son manantiales en cuya busca el decir perfora la tierra, que una y otra vez hay que hallar y perforar de nuevo, fáciles de cegar, aunque en ocasiones brotan también cuando menos se espera. Traducción, mía: J. A.]
OBRAS CITADAS
Aguiar e Silva, Vítor Manuel de. 2001. Teoría de la literatura. Versión española de V García Yebra. 2a ed. Madrid: Gredos.
Bech, Josep Maria. 2005. Merleau-Ponty. Una aproximación a su pensamiento. Barcelona: Anthropos.
Gadamer, Hans-Georg. 1996. Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica. Trad, de A. Agud y R. de Agapito. 6a ed. Salamanca: Sigúeme.
García Leal, José. 2002. Filosofía del arte. Madrid: Síntesis.
Heidegger, Martin. 1984. Was heisst Denken? 4a ed. Tubingen: Niemeyer.
_____ 1988. Prolegomena zur Geschichte des Zeitbegriffs. Gesamtausgabe, Bd. 20.2a ed. Frankfurt am Main: Klostermann. (Hay versión española de J. Aspiunza. Madrid: Alianza. 2006.)
_____ 1989. Nietzsche I. 5a ed. Pfullingen: Neske.
Kertész, Imre. 2001a. Sin destino. Trad, de J. Xantus. Barcelona: Acantilado.
_____ 2001b. Kaddish por el hijo no nacido. Trad, de A. Kovacsics. Barcelona: Acantilado.
_____ 2002a. Yo, otro. Crónica del cambio. Trad, de A. Kovacsics. Barcelona: Acantilado.
_____ 2002b. Un instante de silencio en el paredón. El Holocausto como cultura. Trad, de A. Kovacsics. 2a ed. Barcelona: Herder.
_____ 2003. Fiasco. Trad, de A. Kovacsics. Barcelona: Acantilado.
_____ 2004. Diario de la galera. Trad, de A. Kovacsics. Barcelona: Acantilado.
_____ 2005a. La bandera inglesa. Trad, de A. Kovacsics. Barcelona: Acantilado.
_____ 2005b. Dossier K. Eine Ermittlung. Erstveróffentlichung. Du 757: 52-62.
_____ 2006. Dossier K. Eine Ermittlung. Trad, de K. Schwamm. Hamburgo: Rowohlt.
Mann, Thomas. 2001. La voluntad de ser feliz y otros relatos. Trad, de R. Sala. Barcelona: Alba.
Merleau-Ponty, Maurice. 1964. Signos. Trad, de C. Martínez y G. Oliver. Barcelona: Seix-Barral.
_____ 1970. Lo visible y lo invisible. Trad, de J. Escudé. Barcelona: Seix-Barral.
_____ 1971. Laprosa del mundo. Versión española de R Pérez Gutiérrez. Madrid: Taurus.
_____ 1977. Sentido y sinsentido. Trad, de N. Comadira. Barcelona: Península.
Nietzsche, Friedrich. 1881. Morgenrote. Kritische Gesamtausgabe, Bd. 3. München/Berlin: dtv/de Gruyter.
_____ 1975. La genealogía de la moral. Trad, de A. Sánchez Pascual. 2a ed. Madrid: Alianza.
_____ 1980. El nacimiento de la tragedia. Trad, de A. Sánchez Pascual. 5a ed. Madrid: Alianza.
_____ 1988a. Nachgelassene Fragmente 1885-1887. Kritische Gesamtausgabe, Bd. 12. München/Berlin: dtv/de Gruyter.
_____ 1988b. Nachgelassene Fragmente 1880-1882. Kritische Gesamtausgabe, Bd. 9. München/Berlin: dtv/de Gruyter.
_____ 2006. Fragmentos postumos (1885-1889). Vol. TV. Rd. española de D. Sánchez Meca. Trad, de J. L. Vermal y J. B. Llinares. Madrid: Tecnos.
Sánchez Meca, Diego. 1989. En torno al superhombre. Nietzsche y la crisis de la modernidad. Barcelona: Anthropos.
 
--------------------------------------------------------------------------------
© 2014 • Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Austral de Chile
Teléfono: 56 63 221022 • Fax: 56 63 221425 • Casilla 567 • Campus Isla Teja S/N • Valdivia • Chile
E-mail: efil@uach.cl
 
 
 

sábado, 1 de marzo de 2014

Sonido y sentido: entrelazadas en la poesía. Paul Valery.



Ambroise-Paul-Toussaint-Jules Valéry (Sète, 30 de octubre de 1871 – París, 20 de julio de 1945)
 
 
 
 
Siempre sospeché, que la Literatura, el ARTE de la palabra (escrita o hablada) siempre, pero siempre, tenía una íntima correspondencia entre el ritmo (entiéndase cadencia, musicalización, sonido del lenguaje) y la imagen o imágenes que se presentan en el texto literario. De lo contrario y si no se posee esa capacidad de oído musical, estamos ante un narrador o un poeta "sordo", que sin lugar a dudas afeará el poema, cuento o novela. No entraré a analizar este tema que por décadas lo he pensado y que, quizá mis lecturas poéticas en mis años de estudiante me hicieron luego comprender que no solo la poesía necesita de ese ritmo interior de la Palabra. No estamos hablando de la RIMA que es otro asunto (en el poema) sino, de ese encadenamiento sonoro,  prístino e interno que llevará tanto la buena poesía como la narrativa. No hablaré más, leamos, lo que dice Paul Valery sobre lo anterior.
 
J.Méndez-Limbrick.
 
Ambroise-Paul-Toussaint-Jules Valéry (Sète, 30 de octubre de 1871 – París, 20 de julio de 1945) fue un gran poeta y ensayista francés.
Sobre la poesía
Conferencia pronunciada en la Université des Annales el 2 de diciembre de 1927
Venimos hoy a hablarles de la poesía. El tema está de moda. Es admirable que en una época que sabe ser a un tiempo práctica y disipada, y que podríamos creer bastante distanciada de las cosas especulativas, se dedique tanto interés no sólo a la poesía misma sino también a la teoría poética.
Por lo tanto hoy voy a permitirme ser un poco abstracto; pero, de ese modo, me será posible ser breve. Les propondré una determinada idea de la poesía, con la firme intención de no decir nada que no sea pura constatación y que todo el mundo no pueda observar en sí o por sí mismo o, al menos, hallar con un razonamiento fácil.
Comenzaré por el comienzo. El comienzo de esta exposición de ideas sobre la poesía consistirá necesariamente en la consideración de ese nombre, tal y como se emplea en el discurso habitual. Sabemos que esa palabra tiene dos sentidos, es decir, dos funciones bien distintas. Designa en primer lugar un cierto género de emociones, un estado emotivo particular, que puede ser provocado por objetos o circunstancias muy diferentes. Decimos de un paisaje que es poético, lo decimos de una circunstancia de la vida, lo decimos a veces de una persona.
Pero existe una segunda acepción de ese término, un segundo sentido más estricto. Poesía, en ese sentido, nos hace pensar en un arte, en una extraña industria cuyo objeto es reconstituir esa emoción que designa el primer sentido de la palabra. Restituir la emoción poética a voluntad, fuera de las condiciones naturales en las que se produce espontáneamente y mediante los artificios del lenguaje, tal es el propósito del poeta, y tal es la idea unida al nombre de poesía, tomada en el segundo sentido.
Entre esas dos nociones existen las mismas relaciones y las mismas diferencias que las que se encuentran entre el perfume de una flor y la operación del químico que se aplica para reconstruirlo por completo.
Sin embargo, se confunden a cada instante las dos ideas, y de ello se deduce que un gran número de juicios, de teorías e incluso de obras están viciadas en su principio por el empleo de una sola palabra para dos cosas muy diferentes, aunque relacionadas.
Hablemos primero de la emoción poética, del estado emocional esencial.
Ustedes saben lo que la mayoría de los hombres sienten con mayor o menor fuerza y pureza ante un espectáculo natural que les impone. Las puestas de sol, los claros de luna, los bosques y el mar nos conmueven. Los grandes acontecimientos, los puntos críticos de la vida afectiva, los males del amor y la evocación de la muerte son otras tantas ocasiones o causas inmediatas de resonancias íntimas más o menos intensas y más o menos conscientes.
Esa clase de emociones se distingue de todas las demás emociones humanas. ¿Cómo se distingue? Es lo que a nuestro actual propósito le interesa buscar. Es importante oponer tan claramente como sea posible la emoción poética a la emoción ordinaria. La separación es bastante delicada de realizar, pues nunca se ha cumplido en los hechos. Siempre encontramos mezclados con la emoción poética esencial la ternura o la tristeza, el furor, el temor o la esperanza; y los intereses y los efectos particulares del individuo no dejan de combinarse con esta sensación de universo, que es característica de la poesía.
He dicho: sensación de universo. He querido decir que el estado o emoción poética me parece que consiste en una percepción naciente, en una tendencia a percibir un mundo, o sistema completo de relaciones, en el cual los seres, las cosas, los acontecimientos y los actos, si bien se parecen, todos a todos, a aquellos que pueblan y componen el mundo sensible, el mundo inmediato del que son tomados, están, por otra parte, en una relación indefinible, pero maravillosamente justa, con los modos y las leyes de nuestra sensibilidad general. Entonces esos objetos yesos seres conocidos cambian en alguna medida de valor. Se llaman unos a otros, se asocian de muy distinta manera que en las condiciones ordinarias. Se encuentran -permítanme esta expresión musicalizados, convertidos en conmensurables, resonantes el uno por el otro. Así definido, el universo poético presenta grandes analogías con el universo de los sueños.
Ya que la palabra sueños se ha introducido en mi discurso, diré de paso que en los tiempos modernos, a partir del Romanticismo, se ha producido una confusiónbastante explicable, aunque bastante lamentable, entre la noción de poesía y la de sueño. Ni el sueño ni la ensoñación son necesariamente poéticos. Pueden sedo; pero las figuras formadas al azar sólo por azar son figuras armónicas.
No obstante, el sueño nos hace comprender mediante una experiencia común y frecuente, que nuestra consciencia puede ser invadida, henchida, constituida por un conjunto de producciones notablemente diferente de las reacciones y de las percepciones ordinarias del espíritu. Nos aporta el ejemplo familiar de un mundo cerrado en el que todas las cosas reales pueden estar representadas, pero en el que todas las cosas aparecen y se modifican únicamente por las variaciones de nuestra sensibilidad profunda. Es aproximadamente así como el estado poético se instala, se desarrolla y se disgrega en nosotros. Lo que equivale a decir que es perfectamente irregular, inconstante, involuntario y frágil, y que lo perdemos lo mismo que lo obtenemos, por accidente. Hay períodos de nuestra vida en los que esta emoción y esas formaciones tan preciosas no se manifiestan. Ni siquiera pensamos que sean posible. El azar nos las da, el azar nos las retira.
Pero el hombre solamente es hombre por la voluntad que tiene de restablecer lo que le interesa sustraer a la disipación natural de las cosas. Así el hombre ha hecho por esta emoción superior lo que ha hecho o ha intentado hacer por todas las cosas perecederas o dignas de añoranza. Ha buscado, ha encontrado medios para fijar y resucitar a voluntad los estados más bellos y más puros de sí mismo, para reproducir, transmitir y guardar durante siglos las fórmulas de su entusiasmo, de su éxtasis, de su vibración personal; y, por una afortunada y admirable consecuencia, la invención de esos procedimientos de conservación le ha dado al mismo tiempo la idea y el poder de desarrollar y enriquecer artificialmente los fragmentos de vida poética de los que su naturaleza le hace por instantes el don. Ha aprendido a extraer del transcurso del tiempo, a separar de las circunstancias, esas formaciones, esas maravillosas percepciones fortuitas que se habrían perdido sin retorno si el ser ingenioso y sagaz no hubiera acudido a ayudar al ser instantáneo, a prestar el socorro de sus invenciones al yo puramente sensible. Todas las artes han sido creadas para perpetuar, cambiar, cada una según su esencia, un momento de efímera delicia en la certidumbre de una infinidad de instantes deliciosos. Una obra no es otra cosa que el instrumento de esta multiplicación o regeneración posible. Música, pintura y arquitectura son los diversos modos correspondientes a la diversidad de los sentidos. Ahora bien, entre esos medios de producir o de reproducir un mundo poético, de organizado para la duración y de amplificado mediante el trabajo reflexivo, el más antiguo, quizá, el más inmediato, y sin embargo el más complejo, es el lenguaje. Pero el lenguaje, debido a su naturaleza abstracta, a sus efectos más especialmente intelectuales -es decir, indirectos-, y a sus orígenes o a sus funciones prácticas, propone al artista que se ocupa de consagrado y ordenado para la poesía, una tarea curiosamente complicada. Nunca hubiera habido poetas si se hubiera tenido conciencia de los problemas a resolver. (Nadie podría aprender a andar si para andar hubiera que representarse y poseer en el estado de ideas claras todos los elementos del menor paso).
Pero no estamos aquí para hacer versos. Tratamos por el contrario de considerar los versos como imposibles de hacer, para admirar más lúcidamente los esfuerzos de los poetas, concebir su temeridad y sus fatigas, sus riesgos y sus virtudes, maravillamos de su instinto.
Voy a intentar en pocas palabras darles una idea de esas dificultades.
Lo he dicho anteriormente: el lenguaje es un instrumento, una herramienta, o mejor una colección de herramientas y de operaciones formada por la práctica y sojuzgada a ella. Es por lo tanto un medio necesariamente burdo, que cada cual utiliza, acomoda a sus necesidades actuales, deforma de acuerdo con las circunstancias, ajusta a su persona fisiológica y a su historia psicológica.
Ustedes saben a qué pruebas lo sometemos a veces. Los valores, los sentidos de las palabras, las reglas de sus acordes, su emisión, su trascripción son para nosotros juguetes e instrumentos de tortura a un tiempo. Sin duda tenemos en alguna consideración las decisiones de la Academia; y sin duda, el cuerpo docente, los exámenes, principalmente la vanidad, oponen algunos obstáculos al ejercicio de la fantasía individual. En los tiempos modernos, además, la tipografía interviene muy poderosamente en la conservación de esas convenciones de la escritura. De ese modo, se retrasan en cierta medida las alteraciones de origen personal; pero las cualidades del lenguaje más importantes para el poeta, que evidentemente son sus propiedades o posibilidades musicales, por una parte, y sus valores significativos ilimitados (los que dirigen la propagación de las ideas derivadas de una idea), por la otra; son también las menos protegidas del capricho, las iniciativas, las acciones y las disposiciones de los individuos. La pronunciación de cada uno y su «experiencia» psicológica particular introducen en la transmisión mediante el lenguaje, una incertidumbre, posibilidades de error, y un imprevisto, del todo inevitables. Observen bien estos dos puntos: al margen de su aplicación a las necesidades más simples y comunes de la vida, el lenguaje es todo lo contrario de un instrumento de precisión. Y al margen de ciertas coincidencias rarísimas, de determinados aciertos de expresión y de forma sensibles, combinadas, no es para nada un medio poético.
En resumen, el destino amargo y paradójico del poeta le impone utilizar una fabricación del uso corriente y de la práctica para fines excepcionales y no prácticos; tiene que tomar medios de origen estadístico y anónimo para cumplir su propósito de exaltar y de expresar su persona en aquello que tiene de más puro y singular.
Nada hace captar mejor toda la dificultad de su tarea que comparar sus elementos iniciales con aquellos de los que dispone el músico. Observen lo que se le ofrece a uno y a otro en el momento en que van a poner manos a la obra y a pasar de la intención a la ejecución.
¡Afortunado el músico! La evolución de su arte le ha proporcionado una condición sumamente privilegiada. Sus medios están bien definidos, la materia de su composición está completamente elaborada ante él. Podemos compararle a la abeja cuando sólo tiene que inquietarse por su miel. Las secciones regulares y los alveolo s de cera ya están hechos. Su tarea es medida y se limita a lo mejor de sí misma. Lo mismo le sucede al compositor. Se puede decir que la música preexiste y le espera. ¡Hace mucho tiempo que está constituida!
¿Cómo tuvo lugar esta institución de la música? Vivimos gracias al oído en el universo de los ruidos. De su conjunto se separa el conjunto de ruidos particularmente simples, es decir, reconocible s por el oído y que le sirven de referencia: son los elementos cuyas relaciones recíprocas son intuitivas; percibimos esas relaciones exactas y extraordinarias tan nítidamente como sus propios elementos. El intervalo entre dos notas nos resulta tan sensible como una nota.
De ese modo, esas unidades sonoras, esos sonidos, son aptos para formar combinaciones continuas, sistemas sucesivos o simultáneos cuya estructura, encadenamientos, implicaciones y entrecruzamientos se nos presentan y se imponen. Distinguimos claramente el sonido del ruido, y percibimos un contraste entre ellos, impresión de gran consecuencia pues ese contraste es el de lo puro y de lo impuro, que se reduce al del orden y el desorden, que está a su vez sujeto, sin duda, a los efectos de ciertas leyes energéticas. Pero no vamos tan lejos.
Así, este análisis de los ruidos, ese discernimiento que ha permitido la constitución de la música como actividad separada y explotación del universo de los sonidos, se ha realizado, o al menos controlado, unificado, codificado, gracias a la intervención de la ciencia física, que se ha descubierto a sí mismo en esta ocasión y se ha reconocido como ciencia de las medidas, y que ha sabido, desde la Antigüedad, adaptar la medida a la sensación sonora de manera constante e idéntica, por medio de instrumentos que son, en realidad, instrumentos de medida.
Por lo tanto el músico se encuentra en posesión de un conjunto perfecto de medios bien definidos, que hacen corresponder exactamente sensaciones con actos; todos los elementos de su juego están presentes, enumerados y clasificados, y este conocimiento concreto de sus medios, de los que no sólo está informado sino penetrado e íntimamente armado, le permite prever y construir sin preocupación- alguna respecto a la materia y la mecánica general de su arte.
De ello se deduce que la música posee un dominio propio, absolutamente suyo. El mundo del arte musical, mundo de los sonidos, está bien separado del mundo de los ruidos.
Es tanto que un ruido se limita a evocar en nosotros un acontecimiento aislado cualquiera, un sonido que se produce evoca por sí solo todo el universo musical. En esta sala en la que hablo, en la que ustedes perciben el ruido de mi voz y diversos incidentes auditivos, si de golpe se dejara oír una nota, si se pusiera a vibrar un diapasón o un instrumento bien afinado, apenas afectados por ese ruido excepcional,que no puede confundirse con los otros, tendrían de inmediato la sensación de un comienzo. En el acto se crearía una atmósfera completamente distinta, se impondría un estado particular de espera, se anunciaría un orden nuevo, un mundo, y su atención se organizaría para acogerlo. Más aún, tendería de alguna forma a desarrollar por sí misma esas premisas, y a engendrar sensaciones ulteriores de la misma clase, de la misma pureza que la sensación recibida.
Y la contraprueba existe.
Si en una sala de conciertos, mientras resuena y domina la sinfonía, cae una silla, tose una persona, o se cierra una puerta, de inmediato tenemos la impresión de una ruptura. Se ha roto o quebrado algo indefinible, una especie de hechizo o de cristal.
Ahora bien, esa atmósfera, ese hechizo poderoso y frágil, ese universo de los sonidos, se le ofrece a cualquier compositor por la naturaleza de su arte y por las adquisiciones inmediatas de ese arte.
Muy distinta, infinitamente menos afortunada, es la dotación del poeta. Al perseguir un objeto que no difiere excesivamente del del músico, se ve privado de las inmensas ventajas que acabo de indicarles. Ha de crear y recrear a cada instante lo que el otro encuentra hecho y preparado.
¡En qué estado desfavorable o desordenado encuentra las cosas el poeta! Tiene ante sí ese lenguaje ordinario, ese conjunto de medios tan burdos que todo conocimiento que se precisa lo rechaza para crearse sus instrumentos de pensamiento; ha de tomar prestada esa colección de términos y reglas tradicionales e irracionales, modificadas por cualquiera, caprichosamente introducidas, caprichosamente interpretadas, caprichosamente codificadas. Nada menos adecuado a los propósitos del artista que ese desorden esencial del que debe extraer a cada instante los elementos del orden que desea producir. Para el poeta no ha habido físico que haya determinado las propiedades constantes de esos elementos de su arte, sus relaciones, sus condiciones de emisión idéntica. Ni diapasones, ni metrónomo s, ni constructores de gamas, ni teóricos de la armonía. Ninguna certidumbre, de no ser la de las fluctuaciones fonéticas y significativas del lenguaje. Ese lenguaje, además, no actúa como el sonido sobre un sentido único, sobre el oído, que es el sentido por excelencia de la espera y de la atención. Constituye, por el contrario, una mezcla de excitaciones sensoriales y físicas perfectamente incoherentes. Cada palabra es una reunión instantánea de efectos sin relación entre si. Cada palabra reúne un sonido y un sentido. Me equivoco: es a la vez varios sonidos y varios sentidos. Varios sonidos, tantos sonidos como provincias hay en Francia y casi hombres en cada provincia. Es esta una circunstancia muy grave para los poetas, en quienes los efectos musicales que habían previsto quedan corrompidos o desfigurados por el acto de sus lectores. Varios sentidos, pues las imágenes que nos ,sugiere cada palabra generalmente son bastante diferentes y sus imágenes secundarias infinitamente diferentes.
La palabra es cosa compleja, es combinación de propiedades a un tiempo vinculadas en el hecho e independientes por su naturaleza y su función. Un discurso puede ser lógico y cargado de sentido, pero sin ritmo y sin compás alguno; puede ser agradable al oído y perfectamente absurdo o insignificante; puede ser claro y vano, vago y delicioso… Pero basta, para hacer imaginar su extraña multiplicidad, con nombrar todas las ciencias creadas para ocuparse de esta diversidad y explotar cada uno de sus elementos. Puede estudiarse un texto de muchas maneras independientes, pues es sucesivamente justiciable por la fonética, por la semántica, por la sintaxis, por la lógica y por la retórica, sin omitir la métrica, ni la etimología.
He ahí al poeta enfrentado con esa materia moviente y demasiado impura; obligado a especular por turno sobre el sonido y sobre el sentido, a satisfacer no sólo a la armonía, al período musical, sino también a condiciones intelectuales variadas: lógica, gramática, sujeto del poema, figuras y ornamentos de todos los órdenes, sin contar con las reglas convencionales. Observen el esfuerzo que supone la empresa de llevar a buen fin un discurso en el que tantas exigencias han de satisfacerse milagrosamente al mismo tiempo.
Aquí comienzan las inciertas y minuciosas operaciones del arte literario. Pero este arte nos ofrece dos aspectos, hay dos grandes modos que, en su estado extremo, se oponen, pero que, sin embargo, se reúnen y encadenan por una multitud de grados intermedios. Existe la prosa y existe el verso. Entre ellos, todos los tipos de su [146] mezcla; pero hoy los consideraré en sus estados extremos. Podría ilustrarse esta oposición de los extremos exagerando un poco: decirse que el lenguaje tiene por límites la música, por un lado, el álgebra, por el otro.
Recurriré a una comparación que me es familiar para que sea más fácil captar lo que tengo que decir sobre este tema. Hablando un día de todo esto en una ciudad extranjera, y habiéndome servido de esta misma comparación, uno de mis oyentes me hizo una cita notable que me descubrió que la idea no era nueva. No lo era al menos nada más que para mí.
Esta es la cita. Se trata de un extracto de una carta de Racan a Chapelain, en la que Racan nos cuenta que Malherbe asimilaba la prosa a la marcha, la poesía a la danza, como voy a hacerlo yo enseguida:
«Den, dice Racan, el nombre que gusten a mi prosa, el de galante, ingenua o festiva. Estoy decidido a mantenerme en los preceptos de mi primer maestro Malherbe y no buscar nunca ni número, ni cadencia a mis períodos, ni otro ornamento que la nitidez que puede expresar mis pensamientos. Ese buen hombre (Malherbe) comparaba la prosa al andar ordinario y la poesía a la danza, y decía que debemos tolerar alguna negligencia a las cosas que nos vemos obligados a hacer pero que es ser ridículo el ser mediocres en las que hacemos por vanidad. Los cojos y los gotosos no pueden dejar de andar, pero nada les obliga a bailar el vals o los cinco pasos».
La comparación que Racan adjudica a Maleherbe, y que yo por mi parte había advertido fácilmente, es inmediata. Les demostraré que es fecunda. Se desarrolla muy lejos con una curiosa precisión. Es quizá algo más que una similitud de apariencias.
La marcha lo mismo que la prosa tiene siempre un objeto concreto. Es un acto dirigido hacia un objeto y nuestra finalidad es alcanzado. Las circunstancias actuales, la naturaleza del objeto, la necesidad que tengo, el impulso de mi deseo, el estado de mi cuerpo, el del terreno, son los que imponen el paso a la marcha, le prescriben su dirección, su velocidad y su término. Todas las propiedades de la marcha se deducen de esas condiciones instantáneas que se combinan singularmente en cada ocasión, de tal manera que no hay dos desplazamientos de esta clase que sean idénticos, que hay cada vez creación especial, pero, cada vez, es abolida y como absorbida en el acto realizado.
La danza es algo muy distinto. Es, sin duda, un sistema de actos, pero que tienen un fin en sí mismos. No va a ninguna parte. Si persigue alguna cosa, no es más que un objeto ideal, un estado, una voluptuosidad, un fantasma de flor, o algún encantamiento de sí misma, un extremo de vida, una cima, un punto supremo del ser… Pero por diferente que sea del movimiento utilitario, tomen nota de esta advertencia esencial aunque infinitamente simple, que usa los mismos miembros, los mismos órganos, huesos, músculos y nervios que la marcha misma.
Exactamente lo mismo sucede con la poesía que usa las mismas palabras, las mismas formas y los mismos timbres que la prosa.
Por consiguiente la poesía y la prosa se distinguen por la diferencia de ciertas leyes o convenciones momentáneas de movimiento y de funcionamiento aplicadas a elementos y a mecanismos idénticos. Razón por la cual hay que evitar razonar sobre la poesía como se hace con la prosa. Lo que es verdad de una deja de tener sentido, en muchos casos, si se quiere encontrar en la otra. Y es por lo que (por elegir un ejemplo), es fácil justificar inmediatamente el uso de las inversiones; pues esas alteraciones del orden acostumbrado y, en cierto modo, elemental de las palabras en francés, fueron criticadas en diversas épocas, a mi entender muy ligeramente, por motivos que se reducen a esta fórmula inaceptable: la poesía es prosa.
Llevemos un poco más lejos nuestra comparación, que soporta ser profundizada. Un hombre anda. Se mueve de un lugar a otro, conforme a un camino que es siempre un camino de mínima acción. Observemos que la poesía sería imposible si estuviera sujeta al régimen de la línea recta. Nos enseñan: ¡digan que llueve si quieren decir que llueve! Pero el objeto de un poeta no es nunca ni puede serlo el enseñamos que llueve. No es necesario un poeta para persuadimos de coger nuestro paraguas. Observen en qué se convierte Ronsard, en qué se convierte Hugo, en qué se convierten la rima, las imágenes, las consonancias, los versos más hermosos del mundo, si someten la poesía al sistema ¡Digan que llueve! Solamente por una burda confusión de los géneros y de los momentos se le pueden reprochar al poeta sus expresiones indirectas y sus formas complejas. No vemos que la poesía implica una decisión de cambiar la función del lenguaje.
Vuelvo al hombre que anda. Cuando ese hombre ha realizado su movimiento, cuando ha alcanzado el lugar, el libro, el fruto, el objeto que deseaba, la posesión anula de inmediato todo su acto, el efecto devora la causa, el fin absorbe el medio, y cualesquiera que hayan sido las modalidades de su acto y de su paso, sólo queda el resultado. Los cojos, los gotosos de los que hablaba Malherbe, una vez que han alcanzado penosamente la butaca a la que se dirigían, no están menos sentados que el hombre más alerta que hubiera llegado a ese asiento con un paso vivo y ligero. Lo mismo sucede con el uso de la prosa. El lenguaje del que me acabo de servir, que expresa mi propósito, mi deseo, mi mandato, mi opinión, mi pregunta o mi respuesta, ese lenguaje que ha cumplido su función, se desvanece apenas llega. Lo he emitido para que perezca, para que irrevocablemente se transforme en ustedes, y sabré que fui comprendido por el hecho relevante de que mi discurso ha dejado de existir. Es reemplazado enteramente y definitivamente por su sentido, o al menos por un cierto sentido, es decir, por imágenes, impulsos, reacciones o actos de la persona a quien se habla; en suma, por una modificación o reorganización interior de ésta. Pero quien no ha comprendido, conserva y repite las palabras. El experimento es fácil…
Verán que la perfección de ese discurso, cuyo único destino es la comprensión, consiste en la facilidad con la que se transforma en algo muy distinto, en no lenguaje. Si han comprendido mis palabras, mis mismas palabras ya no les sirven de nada, han desaparecido de sus mentes, mientras que poseen su contrapartida, ustedes poseen bajo forma de ideas y de relaciones, con qué restituir el significado de esas palabras, bajo una forma que puede ser muy diferente.
Dicho de otro modo, en los empleos prácticos o abstractos del lenguaje que es específicamente prosa, la forma no se conserva, no sobrevive a la comprensión, se disuelve en la claridad, ha actuado, ha hecho comprender, ha vivido.
Pero, por el contrario, el poema no muere por haber servido; está expresamente hecho para renacer de sus cenizas y volver a ser indefinidamente lo que acaba de ser.
En este sentido la poesía se reconoce por este efecto notable por el que podríamos definirla: que tiende a reproducirse en su forma, que provoca a nuestras mentes para reconstituirla tal cual. Si me permitiera una palabra sacada de la tecnología industrial, diría que la forma poética se recupera automáticamente.
Esta es una propiedad admirable y característica entre todas. Me gustaría ofrecerles una imagen simple. Imaginen un péndulo que oscila entre dos puntos simétricos. Asocien a uno de esos puntos la idea de la forma poética, de la potencia del ritmo, de la sonoridad de las sílabas, de la acción física de la declamación, de las sorpresas psicológicas elementales que les producen las aproximaciones insólitas de las palabras. Asocien al otro punto, al punto conjugado del primero, el efecto intelectual, las visiones y los sentimientos que para ustedes constituyen el «fondo», el «sentido» del poema en cuestión, y observen entonces que el movimiento de su alma, o de su atención, cuando está sometida a la poesía, completamente sumisa y dócil a los impulsos sucesivos del lenguaje de los dioses, va del sonido hacia el sentido, del continente hacia el contenido, ocurriendo todo primero como en la costumbre habitual de hablar; pero a continuación, a cada .verso, sucede que el péndulo viviente es llevado a su punto de partida verbal y musical. El sentido que se propone encuentra como única salida, como única forma, la forma misma de la que procedía. De este modo, se dibuja una oscilación, una simetría, una igualdad de valor y de poderes entre la forma y el fondo, entre el sonido y el sentido, entre el
poema y el estado de poesía.
Este intercambio armónico entre la impresión y la expresión es a mi modo de ver el principio esencial de la mecánica poética, es decir, de la producción del estado poético mediante la palabra. El poeta hace profesión de encontrar por suerte y de buscar por industria esas formas singulares del lenguaje cuya práctica he intentado analizarles.
La poesía así entendida es radicalmente distinta a cualquier prosa: en particular, se opone nítidamente a la descripción y a la narración de acontecimientos que tienden a producir la ilusión de la realidad, es decir, a la novela y al cuento cuando su objeto es dar verosimilitud a los relatos, retratos, escenas y otras representaciones de la vida real. Diferencia que tiene incluso marcas físicas fácilmente observables. Consideren las actitudes comparadas del lector de novelas y del lector dé poemas. Puede ser el mismo hombre, pero difiere excesivamente de sí mismo cuando lee una u otra obra. Observen al lector de novela cuando se sumerge en la vida imaginaria que le provoca su lectura. Su cuerpo deja de existir. Se sostiene la frente con las dos manos. Únicamente es, se mueve, actúa y padece con el espíritu. Está absorbido por lo que devora; no puede contenerse pues una especie de demonio le presiona para avanzar. Quiere la continuación, y el fin, es presa de una especie de alienación: toma partido, triunfa, se entristece, ya no es él mismo, ya no es más que un cerebro separado de sus fuerzas exteriores, es decir, librado a sus imágenes, atravesando una especie de crisis de credulidad.
Muy distinto es el lector de poemas.
Si la poesía actúa verdaderamente sobre alguien no es dividiéndolo en su naturaleza, comunicándole las ilusiones de una vida de ficción y puramente mental. N o le impone una falsa realidad que exige la docilidad del alma y la abstención del cuerpo. La poesía debe extenderse a todo el ser; excita su organización muscular con los ritmos, libera o desencadena sus facultades verbales de las que exalta el juego total, le ordena en profundidad, pues trata de provocar o reproducir la unidad y la armonía de la persona viviente, unidad extraordinaria, que se manifiesta cuando el hombre es poseído por un sentimiento intenso que no deja de lado ninguna de sus potencias.
En suma, entre la acción del poema y la del relato ordinario la diferencia es de orden psicológico. El poema se despliega en un campo más rico de nuestras funciones de movimiento, exige de nosotros una participación que está más próxima a la acción completa, en tanto que el cuento y la novela nos transforman más bien en sujetos del sueño y de nuestra facultad para ser alucinados.
Pero repito que existen grados, innumerables formas de paso entre esos términos extremos de la expresión literaria.
Tras intentar definir el dominio de la poesía, debería ahora tratar de considerar la operación misma del poeta, los problemas de la factura y de la composición. Pero sería entrar en una vía muy espinosa. Encontramos tormentos infinitos, disputas que no pueden tener fin, adversidades, enigmas, preocupaciones e incluso desesperaciones que convierten el oficio del poeta en uno de los más inseguros y de los más cansados que existen. El propio Malherbe al que ya he citado, decía que después de acabar un buen soneto el autor tiene derecho a tomarse diez años de descanso. Admitía con ello que esas palabras: un soneto acabado significan algo… En cuanto a mí, yo no las entiendo… Las traduzco por soneto abandonado.
Tratemos superficialmente esta difícil cuestión:
Hacer versos…
Pero todos ustedes saben que hay un medio sumamente simple de hacer versos.
Basta con estar inspirado y las cosas van por sí solas. Me gustaría que fuera así. La vida sería soportable. Aceptemos, no obstante, esta ingenua respuesta, pero examinemos las consecuencias.
Aquel que se contenta tiene que admitir o bien que la producción poética es un puro efecto del azar o bien que procede de una especie de comunicación sobrenatural; una y otra hipótesis reducen al poeta a un papel miserablemente pasivo. Hacen de él o una especie de urna en la que se agitan millones de bolas o una tabla parlante en la que se aloja un espíritu. Tabla o cubeta, en resumen, pero no un dios; lo contrario de un dios; lo contrario de un Yo.
Y el infortunado autor, que ya no es autor, sino signatario, y responsable como un gerente de periódico, se ve obligado a decirse:
«En tus obras, querido poeta, lo que es bueno no es tuyo, lo que es malo te pertenece sin ningún género de duda.»
Resulta extraño que más de un poeta se haya contentado -si es queno se ha enorgullecido- con no ser más que un instrumento, un momentáneo medium.
Ahora bien, la experiencia lo mismo que la reflexión nos demuestran, por el contrario, que los poemas cuya compleja perfección y afortunado desarrollo impondrían con mayor fuerza a sus maravillados lectores la idea de milagro, del golpe de suerte, de realización sobrehumana (debido a una conjunción extraordinaria de las virtudes que se pueden desear pero no esperar encontrar reunidas en una obra), son también obras maestras de trabajo, son, además, monumentos de inteligencia y de trabajo continuado, productos de la voluntad y del análisis, que exigen cualidades demasiado múltiples para poder reducir se a las de un aparato registrador de entusiasmos o de éxtasis. Ante un bello poema de alguna longitud percibimos que hay ínfimas posibilidades de que un hombre haya podido improvisar de una vez, sin otro cansancio que el de escribir o emitir lo que le viene a la mente, un discurso singularmente seguro de sí, provisto de continuos recursos, de una armonía constante y de ideas siempre acertadas, un discurso que no cesa de encantar, en el que no se encuentran accidentes, señales de debilidad y de impotencia, en el que faltan esos molestos incidentes que rompen el encantamiento y arruinan el verso poético del que les hablaba anteriormente.
No es que no haga falta, para hacer un poeta, algo más, alguna virtud que no se descompone, que no se analiza en actos definibles y en horas de trabajo. El Pegaso-Vapor, el Pegaso-Hora todavía no son unidades legales de potencia poética.
Hay una cualidad especial, una especie de energía individual propia del poeta. Aparece en él y se le revela a sí mismo en ciertos instantes de infinito valor.
Pero no son más que instantes, y esta energía superior (es decir, es tal que todas las otras energías del hombre no la pueden componer y reemplazar), no existe o no puede actuar más que mediante manifestaciones breves y fortuitas.
Es preciso añadir -esto es bastante importante- que los tesoros que ilumina a los ojos de nuestra mente, las ideas o las formas que nos produce a nosotros mismos están bien lejos de tener igual valor para las miradas extrañas.
Esos momentos -de un valor infinito, esos instantes que dan una especie de dignidad universal a las relaciones y a las intuiciones que engendran, son no menos fecundos en valores ilusorios o incomunicables. Lo que vale solo para nosotros no vale nada. Es la ley de la Literatura. Esos estados sublimes son en realidad ausencias en las que se encuentran maravillas naturales que solamente se hallan allí, pero tales maravillas son siempre impuras, quiero decir mezcladas con cosas viles o vanas, insignificantes o incapaces de resistir la luz exterior, o si no imposibles de retener, de conservar. En el resplandor de la exaltaci6n no es oro todo lo que reluce.
En suma, ciertos instantes nos descubren profundidades en las que reside lo mejor de nosotros mismos, pero en parcelas introducidas en una materia informe, en fragmentos de figura rara o burda. Hay pues que separar esos elementos de metal noble de la masa y preocuparse por fundirlos juntos y dar forma a alguna Joya.
Si nos entretuviéramos en desarrollar con rigor la doctrina de la inspiraci6n pura, deduciríamos consecuencias bien extrañas. Por ejemplo, encontraríamos necesariamente que ese poeta que se limita a transmitir lo que recibe, a entregar a desconocidos lo que retiene de lo desconocido, no tiene ninguna necesidad de comprender lo que escribe bajo el misterioso dictado.
No actúa sobre ese poema del que él no es la fuente. Puede ser completamente ajeno a lo que fluye a través suyo. Esta consecuencia inevitable me hace pensar en lo que, antaño, era creencia general sobre el tema de la posesión diabólica. Leemos en los documentos de otro tiempo que relatan los interrogatorios n materia de brujería, que con frecuencia se convenci6 a personas de estar habitadas por el demonio, y se las condenó sobre esa base por, siendo ignorantes e incultas, haber discutido, argumentado y blasfemado durante sus crisis en griego, en latín e incluso en hebreo ante los horrorizados inquisidores (no era latín sin lágrimas, pienso).
¿Es eso lo que se le exige al poeta? Sin duda, una emoción caracterizada por la potencia expresiva espontánea que desencadena es la esencia de la poesía. Pero la tarea del poeta no puede consistir en contentarse con experimentada. Esas expresiones, salidas de la emoción, sólo son puras accidentalmente, llevan consigo muchas escorias, contienen cantidad de defectos cuyo efecto sería obstaculizar el desarrollo poético e interrumpir la resonancia prolongada que finalmente se trata de provocar en un alma extraña. Pues el deseo del poeta, si el poeta apunta a lo más elevado de su arte, no puede ser otro que introducir algún alma extraña en la divina duración de su vida armónica, durante la cual se componen y se miden todas las formas y durante la cual se intercambian las respuestas de todas sus potencias sensitivas y rítmicas.
Pero es al lector a quien corresponde y a quien está destinada la inspiración, lo mismo que corresponde al poeta hacer pensar, hacer creer, hacer lo necesario para que solamente podamos atribuir a los dioses una obra demasiado perfecta o demasiado conmovedora para salir de las inseguras manos de un hombre. Precisamente el objeto mismo del arte y el principio de sus artificios es comunicar la impresión de un estado ideal en el que el hombre que lo lograra sería capaz de producir espontáneamente, sin esfuerzo, sin debilidad, una expresión magnífica y maravillosamente ordenada de su naturaleza y de nuestros destinos.
 


Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas