miércoles, 22 de mayo de 2013

Roberto Bolaño:" El libro que sobrevive".


El libro que sobrevive 
Miércoles 30 de mayo de 2001

Aunque parezca un ejercicio de memoria, no lo es.
 El primer libro que me regaló la primera muchacha de la que me enamoré y con la que viví fue uno de Mircea Eliade. Aún no sé qué quiso decirme con ese regalo. Otro, menos tonto, se hubiera dado cuenta de inmediato de que aquella relación no iba a ser demasiado duradera y hubiera tomado las medidas oportunas para no sufrir en exceso.
 No recuerdo el primer libro que me regaló mi madre. Sí recuerdo, vagamente, un grueso volumen de historia, ilustrado, casi un cómic, aunque más en la línea del Príncipe Valiente que en la de Superman, sobre la guerra del Pacífico, es decir la guerra entre Chile y la alianza peruano-boliviana. Si la memoria no me falla, el personaje del libro, bastante confuso, una suerte de "Guerra y Paz" del subdesarrollo, era un voluntario alistado en el Séptimo de Línea. Durante toda mi vida le estaré agradecido a mi madre de que me regalara ese libro y no "Papelucho".
 Tampoco recuerdo, por otra parte, que mi padre me haya regalado ningún libro, aunque en cierta ocasión pasamos por una librería y, a pedido mío, me compró una revista con un largo artículo sobre los poetas eléctricos franceses. Todos estos libros, incluida la revista, junto con muchos más libros, se perdieron durante mis viajes y traslados, o los presté y no los volví a ver, o los vendí o regalé.
 Hay un libro, sin embargo, del que recuerdo no sólo cuándo y dónde lo compré, sino también la hora en que lo compré, quién me esperaba afuera de la librería, qué hice aquella noche, la felicidad (completamente irracional) que sentí al tenerlo en mis manos. Fue el primer libro que compré en Europa y aún lo tengo en mi biblioteca. Se trata de la "Obra poética" de Borges, editada por Alianza/Emecé en el año 1972 y que desde hace bastantes años dejó de circular. Lo compré en Madrid en 1977 y, aunque no desconocía la obra poética de Borges, esa misma noche comencé a leerlo, hasta las ocho de la mañana, como si la lectura de esos versos fuera la única lectura posible para mí, la única lectura que me podía distanciar efectivamente de una vida hasta entonces desmesurada, y la única lectura que me podía hacer reflexionar, porque en la naturaleza de la poesía borgeana hay inteligencia y también valentía y desesperanza, es decir lo único que incita a la reflexión y que mantiene viva a una poesía.
 Bloom sostiene que el continuador por excelencia de la poesía de Whitman es Pablo Neruda. A juicio de Bloom, sin embargo, el esfuerzo de Neruda por mantener el flujo vivo del árbol whitmaniano acaba en un fracaso. Creo que Bloom está errado, como en tantas otras cosas, así como en tantas otras es probablemente el mejor ensayista literario de nuestro continente. Es cierto que todos los poetas americanos, para bien o para mal, tarde o temprano tienen que enfrentarse a Whitman. Neruda lo hace, siempre, como el hijo obediente. Vallejo lo hace como el hijo desobediente o como el hijo pródigo. Borges, y aquí radica su originalidad y su pulso que jamás tiembla, lo hace como un sobrino, ni siquiera muy cercano, un sobrino cuya curiosidad oscila entre la frialdad del entomólogo y el resignado ardor del amante. Nada más lejos de él que la búsqueda del asombro o la admiración. Nadie más indiferente que él ante las amplias masas en marcha de América, aunque en alguna parte de su obra dejó escrito que las cosas que le ocurren a un hombre le ocurren a todos. 
 Su poesía, sin embargo, es la más whitmaniana de todas: por sus versos circulan los temas de Whitman, sin excepción, y también sus reflejos y contrapartidas, el reverso y el anverso de la historia, la cara y la cruz de esa amalgama que es América y cuyo éxito o fracaso aún está por decidir. Y nada de esto lo agota, que no es poco admirable.
 Empecé con mi primer amor y con Mircea Eliade. Ella vive aún en mi memoria; el rumano hace mucho que se instaló en el purgatorio de los crímenes no resueltos. Termino con Borges y con mi agradecimiento y mi asombro, aunque sin olvidar aquellos versos de "Casi juicio final", un poema del que Borges abominó: "He dicho asombro donde otros dicen solamente costumbre".

lunes, 20 de mayo de 2013

Joseph Conrad


Józef Teodor Konrad Korzeniowski -
 (1857-1924), novelista británico de origen polaco, considerado como uno de los grandes escritores modernos en lengua inglesa, cuya obra explora la vulnerabilidad y la inestabilidad moral del ser humano.
Conrad, cuyo nombre original era Józef Teodor Konrad Korzeniowski, nació en Berdichev, Polonia (actualmente en Ucrania), hijo de un noble polaco. De su padre heredó el amor a la literatura. Quedó huérfano a los 12 años, y a los 16 abandonó la Polonia ocupada por los rusos y se trasladó a Marsella. Durante los siguientes cuatro años navegó en barcos mercantes franceses, también luchó en España en las guerras carlistas en las tropas de don Carlos y vivió una historia de amor que lo llevó al borde del suicidio. Posteriormente se puso al servicio de la Marina mercante inglesa y obtuvo la nacionalidad británica en 1886, al cabo de unos años cambió su nombre para que sonara más inglés. Durante la década siguiente navegó mucho, sobre todo por Oriente. Las experiencias de Conrad, especialmente en el archipiélago malayo y en el río Congo durante 1890, se reflejan en sus relatos, escritos en inglés, que era su cuarta lengua tras el polaco, el ruso y el francés. Publicó su primera novela y se casó con Jessie George en 1895.
Conrad escribió 13 novelas, dos libros de memorias y 28 relatos cortos, pese a que escribir le resultaba difícil y doloroso, como refleja este comentario suyo tras completar la novela Nostromo (1904), considerada por muchos críticos como su obra maestra: `un triunfo por el que mis amigos podrán felicitarme como si hubiera salido de una grave enfermedad`. Además del esfuerzo de escribir, sobrellevó el sufrimiento que le producía la gota, así como la parálisis de su mujer y los exiguos ingresos que obtenía de su trabajo.
La vida en el mar y en puertos extranjeros constituye el telón de fondo de casi todos sus relatos, pero su obsesión fundamental fue la condición humana y la lucha del individuo entre el bien y el mal. Con frecuencia el narrador es un marino retirado -posiblemente el alter ego de Conrad, puesto que algunas de sus novelas se consideran autobiográficas-, ejemplo de ello es su primera obra publicada, La locura de Almayer (1895).
Una de las novelas más conocidas de Conrad es Lord Jim (1900), en la que explora el concepto del honor a través de las acciones y sentimientos de un hombre que se pasa la vida intentando expiar su cobardía durante un naufragio ocurrido en su juventud. Otras obras suyas son: El negro del Narciso (1897), centrada en un marinero negro, El agente secreto (1907), sobre los anarquistas londinenses, Bajo la mirada de Occidente (1911), ambientada en la Rusia represiva del siglo XIX, Victoria (1915), ambientada en los mares del sur, y el relato El corazón de las tinieblas (1902).
El corazón de las tinieblas, que revela las aterradoras profundidades de la corruptibilidad humana, es una de las historias más conocidas de Conrad.
Casi todas sus obras reflejan cierta tristeza. Su estilo es rico y vigoroso, y su técnica narrativa se sirve con habilidad de las interrupciones en el discurso cronológico. La construcción de sus personajes es sólida y eficaz.
Conrad murió en Bishopsbourne, cerca de Canterbury, en 1924. Influyó de manera decisiva en la novela moderna, y su obra le valió el reconocimiento de destacados contemporáneos suyos como Arnold Bennett, John Galsworthy, Ford Madox Ford, Stephen Crane y Henry James.

***

En 1910, Josef Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski, es decir, Joseph Conrad, retirado de la marina mercante británica dedicaba su tiempo a la escritura no sólo de
novelas y cuentos, sino también de prosas críticas y artículos para un periódico londinense. En una de estas colaboraciones, recogida en Notes on Life and Letters,
Conrad plantea una idea que se filtra como líquido vital y como problema moral en gran parte de sus obras: el hombre enfrentado a la disyuntiva de la eterna elección
entre el bien y el mal. Observa el narrador:
Los más de nosotros nos hemos descubierto en un momento u otro cierta disposición a perdernos por el mal camino. ¿Y qué hemos hecho, en nuestro
orgullo y cobardía? Echando miradas furtivas y aguardando el momento oscuro hemos enterrado nuestro descubrimiento discretamente, para seguir
luego en la misma dirección de antes y en esa senda tan transitada, que no tuvimos el valor de dejar y que ahora, más claramente que nunca, advertimos
que no es sino el largo camino que lleva a la tumba.

Esta declaración, extraña en sí misma, parecería señalar cierta proclividad en Conrad hacia el "mal camino", pero una lectura cuidadosa nos permite comprender el sentido profundo de dicha aseveración, la cual convoca la certeza de que toda
elección conlleva riesgos, pero que el más severo, mortal para el espíritu antes que para la carne, es soslayar la posibilidad del cambio y la apuesta moral que ello
significa.
Hijo de Apollo Korzeniowski, un nacionalista polaco, Conrad nació el año de 1857 en Berdyczew, región ucraniana de Polonia, entonces dominada por el ejército ruso.
Desde finales del siglo XVIII, Polonia se encontraba ocupada por tres potencias que se habían repartido su territorio —Rusia, Prusia y Austria—, y desde entonces la
familia de Conrad participó en la lucha por la liberación. Esta participación culminó con la muerte de sus padres, quienes, obligados a cumplir trabajos forzados en Rusia, vivieron siete años en el exilio.
Bajo la custodia de un tío, Conrad pasó la infancia en Kiev, y en Cracovia la adolescencia. Después de viajar por Alemania, Suiza e Italia, abandona su tierra
natal, recientemente liberada, y a los 17 años se traslada al sur de Francia donde conoce la que sería la gran pasión de su vida, el mar; asimismo, obtiene su primer trabajo al servicio de la marina mercante francesa, embarcándose en el Mont-Blanc
con destino a las Indias.
Sin embargo, su colaboración con el comercio francés fue breve, cuatro años escasos. Agobiado por las deudas, y después de un intento de suicidio, Conrad
decide cambiar de aires. En 1878 inicia una carrera de 16 años en la flota de Inglaterra, país cuyo idioma desconocía y del que adopta la nacionalidad en 1886.
Diez años después se casará con la inglesa Jessie George.
Durante su servicio marítimo, Conrad viajó a diversos países, tanto asiáticos como africanos, experiencia que posteriormente se reflejaría en su obra. Así, en 1890,
contratado por la Sociedad Anónima Belga para el Comercio del Congo, realiza un viaje que por varias razones resulta desastroso: las dificultades padecidas le dejaron
secuelas emocionales que a lo largo de toda su vida reaparecen con frecuencia. Cuatro años después, a pesar suyo, abandona el mar y se dedica exclusivamente a
la literatura.
Su obra tuvo que esperar algunos años para ser aceptada por el gran público; en contraste, desde la aparición de los primeros títulos de este autor, escritores como
Henry James y H. G. Wells vieron en su narrativa la revelación de un gran escritor.  Extranjero de la lengua en que escribió, Conrad es considerado uno de los más
importantes exponentes de la literatura inglesa de este siglo. Catalogarlo únicamente como un escritor de novelas de aventuras simplifica el valor de su obra. La aventura
en Conrad es distinta a la de los viajes acechados por los peligros de la naturaleza. Otros son, en su caso, el viaje y los peligros. La aventura es diferente porque se trata del enfrentamiento moral del hombre no sólo con el destino, sino con su propio
albedrío. Y sin embargo, es una apuesta trágica, llevada al extremo de la representación sin héroes, pues los personajes de Conrad poseen dimensiones
contrarias a lo heroico, en los términos arquetípicos de la tragedia y la epopeya clásicas.
Sólo el hombre "capaz de gracia", en palabras del novelista, puede superar favorablemente la línea de sombra que preside su destino, frontera entre el bien y el
mal, entre la honra y el deshonor. Los linderos entre la integridad y la cobardía guían la trama de la mayor parte de las narraciones de este autor, siendo Lord Jim (1900)
el ejemplo más notable.
Sin alcanzar la maestría de esta última, El corazón de las tinieblas (1902) es, no obstante, una obra de singulares resonancias. Su acción se desarrolla en el Congo,
lugar de recuerdos nada gratos para Conrad. El viejo marinero Marlow sirve al escritor para contar una historia inquietante (ya antes, en Youth, 1902, y en Lord Jim,
se había valido de este personaje para dotar de verosimilitud a la narración mediante el "testimonio" de un testigo).
La anécdota es por demás sencilla. Marlow decide hacer realidad un sueño de infancia: navegar por un río en medio de la selva. Después de ciertos contratiempos
y gracias a algunas recomendaciones familiares, es nombrado capitán de un barco
que, con motivo del tráfico de marfil, debe recorrer el corazón de la jungla. Su misión es encontrar al agente Kurtz, jefe de una estación río arriba, y preparar su regreso a
la Estación Central de la Compañía.
A partir de la primera mención a Kurtz y hasta su encuentro, la narración de Marlow (una suerte de monólogo ocasionalmente interrumpido para intensificar el suspenso
de la historia) se vuelve cada vez más angustiosa y obsesiva, revelando el verdadero sentido de la obra: el enfrentamiento de Marlow, un hombre "civilizado", ante un ser
de extraordinarias cualidades sumido en la locura, producto de su estancia en la selva.
"Con ese hombre no se habla, se le escucha", señala algún adepto del agente; Kurtz "era una voz", dice a su vez Marlow, y esa sentencia pone de manifiesto una certeza:
el poder devastador de la palabra, su capacidad para transformar vidas y espíritus. La reflexión sobre la naturaleza moldeable del hombre en circunstancias extremas,
surge en Conrad a manera de aviso: "¿Cómo poder imaginar entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir los pies de un hombre
libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema...?"
Esa región, nombrable sólo mediante la invocación a "los poderes de las tinieblas", forma parte de una crítica que no únicamente involucra al desdichado Kurtz y su
insaciable deseo de poder y riqueza, sino que alude también a los horrores de la colonización, en cualquiera de sus formas o épocas. Al igual que Marlow,
atestiguamos cómo los conquistadores, en nombre de la civilización, llegan incluso a ser más salvajes e inhumanos que los propios nativos.
No es gratuita la aparición, en reiteradas ocasiones, de la palabra ominoso. Quizá sea la que define mejor las circunstancias y ambiente en que se desarrolla este
encuentro. El juego de luces impuesto por Conrad a una historia cuya tensión se mantiene de principio a fin, contribuye de manera decisiva al carácter simbólico del relato: el corazón de las tinieblas es el corazón del hombre.
Malva Flores


I

El Nellie, un bergantín de considerable tonelaje, se inclinó hacia el ancla sin una sola vibración de las velas y permaneció inmóvil. El flujo de la marea había terminado,
casi no soplaba viento y, como había que seguir río abajo, lo único que quedaba por hacer era detenerse y esperar el cambio de la marea.
El estuario del Támesis se prolongaba frente a nosotros como el comienzo de un interminable camino de agua. A lo lejos el cielo y el mar se unían sin ninguna
interferencia, y en el espacio luminoso las velas curtidas de los navíos que subían con la marea parecían racimos encendidos de lonas agudamente triangulares, en los que resplandecían las botavaras barnizadas. La bruma que se extendía por las
orillas del río se deslizaba hacia el mar y allí se desvanecía suavemente. La oscuridad se cernía sobre Gravesend, y más lejos aún, parecía condensarse en una
lúgubre capa que envolvía la ciudad más grande y poderosa del universo.
El director de las compañías era a la vez nuestro capitán y nuestro anfitrión. Nosotros cuatro observábamos con afecto su espalda mientras, de pie en la proa,
contemplaba el mar. En todo el río no se veía nada que tuviera la mitad de su aspecto marino. Parecía un piloto, que para un hombre de mar es la personificación de todo aquello en que puede confiar. Era difícil comprender que  su oficio no se
encontrara allí, en aquel estuario luminoso, sino atrás, en la ciudad cubierta por la niebla.
Existía entre nosotros, como ya lo he dicho en alguna otra parte, el vínculo del mar. Además de mantener nuestros corazones unidos durante largos periodos de separación, tenía la fuerza de hacernos tolerantes ante las experiencias personales,
y aun ante las convicciones de cada uno. El abogado el mejor de los viejos camaradas tenía, debido a sus muchos años y virtudes, el único almohadón de la
cubierta y estaba tendido sobre una manta de viaje. El contable había sacado la caja de dominó y construía formas arquitectónicas con las fichas. Marlow, sentado a babor con las piernas cruzadas, apoyaba la espalda en el palo de mesana. Tenía las
mejillas hundidas, la tez amarillenta, la espalda erguida, el aspecto ascético; con los brazos caídos, vueltas las manos hacia afuera, parecía un ídolo. El director,
satisfecho de que el ancla hubiese agarrado bien, se dirigió hacia nosotros y tomó asiento. Cambiamos unas cuantas palabras perezosamente. Luego se hizo el
silencio a bordo del yate. Por una u otra razón no comenzábamos nuestro juego de dominó. Nos sentíamos meditabundos, dispuestos sólo a una plácida meditación. El día terminaba en una serenidad de tranquilo y exquisito fulgor. El agua brillaba
pacíficamente; el cielo, despejado, era una inmensidad benigna de pura luz; la niebla misma, sobre los pantanos de Essex, era como una gasa radiante colgada de las
colinas, cubiertas de bosques, que envolvía las orillas bajas en pliegues diáfanos. Sólo las brumas del oeste, extendidas sobre las regiones superiores, se volvían a cada minuto más sombrías, como si las irritara la proximidad del sol.
Y por fin, en un imperceptible y elíptico crepúsculo, el sol descendió, y de un blanco ardiente pasó a un rojo desvanecido, sin rayos y sin luz, dispuesto a desaparecer
súbitamente, herido de muerte por el contacto con aquellas tinieblas que cubrían a una multitud de hombres.
Inmediatamente se produjo un cambio en las aguas; la serenidad se volvió menos brillante pero más profunda. El viejo río reposaba tranquilo, en toda su anchura, a la
caída del día, después de siglos de buenos servicios prestados a la raza que poblaba sus márgenes, con la tranquila dignidad de quien sabe que constituye un
camino que lleva a los más remotos lugares de la tierra. Contemplamos aquella corriente venerable no en el vívido flujo de un breve día que llega y parte para
siempre, sino en la augusta luz de una memoria perenne. Y en efecto, nada le resulta más fácil a un hombre que ha, como comúnmente se dice, "seguido el mar" con
reverencia y afecto, que evocar el gran espíritu del pasado en las bajas regiones del Támesis. La marea fluye y refluye en su constante servicio, ahíta de recuerdos de hombres y de barcos que ha llevado hacia el reposo del hogar o hacia batallas
marítimas. Ha conocido y ha servido a todos los hombres que han honrado a la patria, desde sir Francis Drake hasta sir John Franklin, caballeros todos, con título o
sin título... grandes caballeros andantes del mar. Había transportado a todos los
navíos cuyos nombres son como resplandecientes gemas en la noche de los tiempos, desde el Golden Hind, que volvía con el vientre colmado de tesoros, para
ser visitado por su majestad, la reina, y entrar a formar parte de un relato monumental, hasta el Erebus y el Terror, destinados a otras conquistas, de las que nunca volvieron. Había conocido a los barcos y a los hombres. Aventureros y colonos
partidos de Deptford, Greenwich y Erith; barcos de reyes y de mercaderes; capitanes, almirantes, oscuros traficantes animadores del comercio con Oriente, y
"generales" comisionados de la flota de la India. Buscadores de oro, enamorados de la fama: todos ellos habían navegado por aquella corriente, empuñando la espada y a veces la antorcha, portadores de una chispa del fuego sagrado. ¡Qué grandezas no
habían flotado sobre la corriente de aquel río en su ruta al misterio de tierras desconocidas!... Los sueños de los hombres, la semilla de organizaciones
internacionales, los gérmenes de los imperios.
El sol se puso. La oscuridad descendió sobre las aguas y comenzaron a aparecer luces a lo largo de la orilla. El faro de Chapman, una construcción erguida sobre un
trípode en una planicie fangosa, brillaba con intensidad. Las luces de los barcos se movían en el río, una gran vibración luminosa ascendía y descendía. Hacia el oeste,
el lugar que ocupaba la ciudad monstruosa se marcaba de un modo siniestro en el cielo, una tiniebla que parecía brillar bajo el sol, un resplandor cárdeno bajo las
estrellas.
—Y también éste —dijo de pronto Marlow— ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra.
De entre nosotros era el único que aún "seguía el mar". Lo peor que de él podía decirse era que no representaba a su clase. Era un marino, pero también un
vagabundo, mientras que la mayoría de los marinos llevan, por así decirlo, una vida sedentaria. Sus espíritus permanecen en casa y puede decirse que su hogar —el barco— va siempre con ellos; así como su país, el mar. Un barco es muy parecido a
otro y el mar es siempre el mismo. En la inmutabilidad de cuanto los circunda, las costas extranjeras, los rostros extranjeros, la variable inmensidad de vida se desliza
imperceptiblemente, velada, no por un sentimiento de misterio, sino por una ignorancia ligeramente desdeñosa, ya que nada resulta misterioso para el marino a no ser la mar misma, la amante de su existencia, tan inescrutable como el destino.
Por lo demás, después de sus horas de trabajo, un paseo ocasional, o una borrachera ocasional en tierra firme, bastan para revelarle los secretos de todo un
continente, y por lo general decide que ninguno de esos secretos vale la pena de ser conocido. Por eso mismo los relatos de los marinos tienen una franca sencillez: toda su significación puede encerrarse dentro de la cáscara de una nuez. Pero Marlow no
era un típico hombre de mar (si se exceptúa su afición a relatar historias), y para él la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera, envolviendo la
anécdota de la misma manera que el resplandor circunda la luz, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna.

domingo, 19 de mayo de 2013

Manuel Mujica Laínez: EL VIAJE DE LOS SIETE DEMONIOS.


Manuel Mújica Lainez (conocido familiarmente como Manucho por sus allegados y por el público que tanto le leía y apreciaba) nació en Buenos Aires el 11 de septiembre de 1910, dentro de una familia de ilustres apellidos de origen español que se remontaban hasta el fundador Juan de Garay.
Tras unos primeros estudios en la capital bonaerense, en 1923 la
familia se ve obligada a trasladarse a Europa, y será en Francia e Inglaterra donde nuestro autor reciba la profunda huella de las lenguas y la cultura de los clásicos (de hecho, la primera de sus novelas, escrita en francés, tratará sobre el monarca Luis XVII y se la dedicará a su padre, luego, durante toda su vida fue traductor de clásicos como Moliere, Racine y Shakespeare, entre otros).
De regreso a su patria inicia estudios de Derecho, hasta que en el año 1932 ingresa en el diario `La Nación` donde comienza una carrera larga y fructuosa en el periodismo y la crítica. En 1936 empieza también su larga y prolífica carrera literaria, abierta con `Glosas castellanas` y Don Galaz de Buenos Aires , le siguen las vidas de escritores gauchescos como Aniceto el Gallo, Anastasio el Pollo, Estanislao del Campo o Miguel Cané (antepasado suyo).
Durante toda su vida ocupó diferentes puestos en el mundo de la
cultura argentina: funcionario del Museo Nacional de Arte Decorativo, vicepresidente de la Sociedad Argentina de Escritores, miembro de la Academia Argentina de Letras y de la Nacional de Bellas Artes. Obtuvo, así mismo, diferentes reconocimientos por su obra, entre los que merecen destacarse el Premio Nacional de Literatura por Bomarzo en 1963 y poco después el Premio Kennedy por la misma obra, junto a la legendaria Rayuela de Cortázar.
Su literatura, ampliamente traducida, mereció importantes
reconocimientos internacionales en Italia (Comendador de la Orden del Mérito) y en Francia (Legión de Honor.En 1969 la familia se traslada a la Cruz Chica, donde habita la casa
colonial de estilo español llamada `El Paraíso`, allí encontrara el retiro, la tranquilidad y la fuerza necesarios para seguir su
minuciosa y preciosista tarea creativa hasta su muerte en 1984.


La fecunda obra literaria de Manucho se caracteriza en esencia por el gusto de la belleza expresiva y, temáticamente, por dos aspectos: su amor por la Historia (la de Argentina y la de grandes momentos del esplendor cultural europeo) y la fantasía. Sus letras están llenas de elegancia en el saber y en la evocación del pasado junto con un gusto exquisito por el arte de los clásicos: el recuerdo del pasado histórico, en lo cotidiano, como presente de la condición humana, se realiza mediante una documentación detallista y una fantasía desbordante. El realismo y la magia unidos en perfecta intimidad concluyen en el arte de la palabra como manifestación de lo más profundo del alma humana
A ello se le suma un tono melancólico a la vez que jovial, decadente e irónico, humorístico y trágico. Genial en el uso de cualquiera de estos registros, Mújica Lainez, un dandy de la retórica, hace una literatura llena de sentimientos y de sensualidad mediante un estilo literario que se sirve de un español culto, con un lujo inigualable: el léxico, adornado hasta el barroquismo, la sintaxis, generosa y exuberante.
Muy originales son también las voces de sus narradores (un ilustre príncipe difunto, un escarabajo egipcio, un hada mítica...) y la estructura cronológica de sus narraciones cortas.


El viaje de los siete demonios (1974) .
Fábula originalísima y portento de erudición, ironía, sentido del humor e imaginación sobre las pasiones humanas, constantes e
inquebrantables en cualquier tiempo y lugar.
Desde el mismo infierno, el diablo convoca a los siete demonios de los pecados capitales: la soberbia de Lucifer, la ira de Satanás, la avaricia de Mammón, la envidia de Leviatán, la pereza de Belfegor, la lujuria de Asmodeo y la gula de Belcebú, a los que envía a la tierra para que desperecen sus cuerpos y poderes aletargados y cumplan unas misiones determinadas. Sobre increíbles, imposibles cabalgaduras, rodeados de artilugios mágicos que les indican cuándo, dónde y a quién deben tentar, inician un recorrido fantástico: Francia en tiempos de la viuda del malvado mariscal Gilles de Rais, la Pompeya romana a punto de ser devorada por el Vesubio, la China de los emperadores en
1888, el Potosí boliviano de mediados del siglo XIX, el Palazzo
Rezzonico en la Venecia de 1764, incluso la isla de la Tortuga, sede de la más afamada piratería en 1647. Por último, la futurista ciudad siberiana de Bet-Bet en el año 2273, ejemplo de la postrera civilización humana.
En todo siglo y lugar los demonios tienen una historia, una vida que enredar, seres humanos débiles a los que tentar y pervertir. Cumplida su entretenida misión, los siete demonios regresan a su hogar portando curiosos testimonios `fotográficos` de sus aventuras y triunfos.
Por encima de todos ellos gravita un Mujica Lainez que ha afilado al máximo su pluma corrosiva para componer un autentico aquelarre de las pasiones humanas en total descontrol.

FRAGMENTO.
Manuel Mujica Lainez
EL VIAJE DE LOS SIETE DEMONIOS
 Cubierta: ilustración de Eugène Delacroix representando a Mefistófeles
Primera edición en Biblioteca de bolsillo: abril 1992
© Herederos de Manuel Mújica Laínez
© 1992: Editorial Seix Barral S.A.
     Córcega, 270 – 08008
ISBN: 884-322-3094-4
Depósito legal: B. 11.779 -1992
Impreso en España
 "Nada más inocente que componer un libro de entretenimiento aunque no entretenga. Con no leerlo evitará toda persona discreta el mal que pudiera yo causarle. Yo no trato de enseñar nada ni de probar nada. Si alguien deduce consecuencias o moralejas de la lectura de este libro, él, y no yo, será responsable de ellas."


JUAN VALERA
De la dedicatoria de "Morsamor" (1899)


 PRÓLOGO

El aposento era en verdad diabólico, porque desafiaba y burlaba las leyes de la perspectiva lógica. Lo cierto es que carecía de final, como si lo multiplicaran incontables espejos enfrentados, pese a que en él no había ni un solo espejo. Había, en cambio, hileras de ventanales, de estrechos ventanales góticos, que se perdían en eternos túneles, y que fueron colocados allí, probablemente, para mofa y caricatura del más cristiano de los estilos. Esas aberturas parecían estremecerse; su extraña ondulación resultaba de las hogueras que en el exterior ardían y que se levantaban en lenguas oscilantes. Pero al fuego no se lo veía con claridad, por la multitud de rostros que se agolpaban contra los espesos vidrios. Aquellos rostros, quizás masculinos, quizás femeninos, tenían el color del lacre y del humo y se descomponían con groseras muecas. Los iluminaban ojos candentes y famélicos. Crecían afuera, en torno del aposento aislado, gemidos, llantos y risas feroces, mas los gruesos cortinajes blancos los diluían en murmullos que se mezclaban con el zumbido de los aparatos de refrigeración, hasta que, de repente, las voces circundantes se afilaban y retumbaban en un grito más largo y agudo, que invadía la cámara.
Todo era blanco, convencional e infernalmente blanco, en el espacio interno: blancos los tapices, las colgaduras, las alfombras, los escasos muebles, tan pesados como si en mármoles fuesen esculpidos. Una especie de trono con baldaquín de escarcha, que asimismo participaba de las características del sillón de peluquero y del sillón de dentista, por la cantidad de trebejos mecánicos que complicaban su metálica estructura, presidía la sala de las recepciones oficiales. A sus pies, empinábase un bordado almohadón, en forma de tiara pontifical. Sobre una nívea consola interminable, estaban los bustos pálidos de Dante y de Milton, puestos cabeza abajo, y en medio colgaba un retrato de Goethe con orejas de burro. Como arabescos, plateadas letras enlazaban su diseño, trepando en orlas por las paredes y sus guarniciones, y componían, en los idiomas que conocemos y en muchos que ignoramos, las blasfemias infinitas que imaginaron los seres humanos y los que no lo son.
Criados silenciosos, vestidos con libreas albas, fijas las hebillas de perlas en las patas caprinas, ya que no podían usar ningún calzado, circulaban entre el moblaje y, de vez en vez, sin renunciar a la mímica solemne, se levantaban los faldones y enseñaban el desnudo y peludo posterior a los bustos de los poetas. Estornudaban, porque la refrigeración resultaba excesiva, en contraste con la quemazón que asediaba al palacio, y se sonaban las narices flamígeras con pañuelos de alas de vampiro. Uno revolvía el ponche famoso del Infierno, de cuyo recipiente, con cada vuelta de cucharón, brotaban llamaradas azules, y los demás servidores, aprovechando que el amo no se encontraba allí aún, lo rodeaban y extendían los dedos rígidos hacia aquel centro de calor, pues el frío de la habitación se intensificaba a medida que transcurrían los minutos.
No duró la holganza. Surgidos no se sabe de dónde, tal vez de un fondo de nieblas en el que apenas se irisaban las ventanas de ojiva, aparecieron el monarca del lugar y su séquito.
Iba el Diablo adelante, luciendo con elegancia un traje cruzado, de franela gris. La corbata roja y, en la solapa, una roseta del mismo tono (especie de Legión de Honor) cortaban la sobriedad de su vestimenta. Arropábase en pieles de armiño, pero no bien entró se las quitaron, puesto que una de las leyes fundamentales del Infierno establece que nadie, ni siquiera su señor, esté cómodo en parte alguna del distrito central. Se puso el Diablo a tiritar, como los que lo seguían. En ese municipio del Hades, Sheol, Tártaro, Averno, Orco, Báratro, Gehena (o como se lo prefiera llamar) hay que escoger entre el bochorno insoportable de las brasas y el hielo atroz del palacio del Pandemónium, que habitan el Diablo y su corte. Mejor dicho: el único que puede optar por el aire gélido es el propio Diablo, y si elige a este último es sólo porque su aristocrática tendencia lo impulsa a diferenciarse de quienes, extramuros, sufren la combustión sin límites.
Temblando, pues, el amo se repantigó en el sillón odontológico y peluqueril, tras de asentar las patas de cabra (que compartía con sus siervos) en el almohadón papal. Arrimáronle unos fálicos candelabros, y a su luz se discernió la fisonomía del augusto personaje. Recortóse su cara, rasurada, broncínea, fuera de la mancha negra con la cual la tiznó la tinta arrojada por Lutero en oportunidad más que célebre. En el eje de su frente se hundía un hueco, dejado, según ciertos comentaristas sin prejuicios, por la esmeralda que estuvo engarzada allí, y que perdió cuando fue precipitado desde las alturas. Dicha piedra habría servido, más tarde, para tallar en ella el vaso del Santo Grial... pero esto, como todo lo que al Diablo concierne, es discutible: lo más probable es que la concavidad sea el rastro del golpe sufrido en aquella memorable ocasión. Advertíase, a poco de mirarlo, que había sido excepcionalmente hermoso, en su época seráfica, y, como suele acontecer con los viejos que conocieron un pasado de belleza, adoptaba las actitudes propias de un muchacho bien parecido. Se alisaba el pelo, entre los tres cuernos, los dos de búfalo a los costados y el retorcido central; se estudiaba las finas manos garfiosas; las pasaba por los ojos renegros, abrasantes; las descendía hacia la cintura, que había conservado esbelta; cruzaba una pierna, luego otra; estiraba la boca y mostraba unos falsos dientes de actor. Temblaba, pero fingía que eso se debía a un tic que le sacudía la cara.
A su derecha, de pie, se ubicó Adramalech, Gran Canciller del Infierno, el del rostro de anciano, gafas de miope y cuerpo de pavo real, que en todo momento desplegaba su cola en abanico, pues era extremadamente vanidoso y se juzgaba muy espléndido, algo así como un vitral art-nouveau. Los asirios lo habían adorado, inmolando niños en sus altares, y no cesaba de recordar ese privilegio. En cambio, a la izquierda del Diablo, ceñido por una áurea armadura, baja la celada, como un San Jorge resplandeciente (pero no), se destacó Azazel, gran querubín, portaestandarte del Orco, quien hizo flamear la roja bandera. Y detrás avanzaron varios sátiros, a los que les habían encasquetado unos tricornios con plumas de avestruz, para que su velluda desnudez no desdijese plenamente con la pompa cortesana que se quería atribuir a la ceremonia. Había, entre ellos, el que acarreaba la máquina de escribir más moderna y eficaz que podría inventar el sobrehumano ingenio; los que llevaban pilas y pilas de ladrillos y cilindros, para la escritura cuneiforme, pues la etiqueta del Infierno, rigurosamente tradicionalista, exige que las actas y declaraciones se copien de acuerdo con ese difícil procedimiento mesopotámico; y los que transportaban sellos, cofres y libros.
Quienes, pegadas las narices a los cristales y recalentados por el fuego, observaban la escena, levantando ya un pie ya el otro, para eludir la cremación, dedujeron fácilmente que el Diablo y su Canciller habían estado discutiendo, dada la manera como Adramalech abría y cerraba las plumas multicolores, fruncía el ceño y torcía los labios. Por fin, el soberano ordenó que cesara el abaniqueo nervioso, el cual, al agitar la atmósfera, acentuaba la corriente fría que hacía palpitar los cortinajes. Obedeció el Canciller Pavo Real, a regañadientes, pero todavía algo insistió, en lo que evidentemente venía sosteniendo, porque se encolerizó el Diablo, escupió al suelo, del que saltaron chispas, y exclamó:
-¡Basta! Demasiado tienes que hacer, ocupándote de mis relaciones exteriores, para pretender viajar, cuando hay otros aquí que viven en el ocio estéril. ¿O te ha dado por imitar a tus colegas terráqueos, que con cualquier pretexto dejan el despacho aburrido y salen, simulando tremendas inquietudes, a dárselas de turistas? Por lo demás, lo resuelto, resuelto está, y para confirmártelo ¡que traigan los libros!
Refunfuñó Adramalech, alisándose con la boca las plumas, y recordó en voz baja que los asirios se habían conducido mejor con él, mas ya estaban los libros delante del Diablo, quien acariciaba sus encuadernaciones con refinamientos de bibliófilo. Eso es lo que le gusta parecer, por encima de lo demás: un refinado. Tomó la edición alemana del "Tractatus de Confessionibus Maleficorum et Sagarum", del ilustre Peter Binsfeld, cuya sabiduría se afirma en su formación por los jesuitas de Roma, y elogió el grabado de la portada. Leyó, como si declamase: Munich, 1591.
-Este hombre -comentó- fue una autoridad notable. Únicamente un error singular, que nada justifica, hallo en su libro, y es que sostiene que el Diablo no puede aparecer bajo la traza de una persona inocente.
Rieron los sátiros, mientras acomodaban la máquina de escribir y los cilindros de barro, a fin de que se consignara en ellos cuanto dijera el señor. La máquina comenzó en seguida a funcionar sola, copiando en un rollo lo que dictaba el Diablo, sin equivocar ni una letra, mientras que un fauno prolijo se esmeraba, con ayuda de un punzón, en grabar en el barro (que sería cocinado después) los clavos y variados signos propios de la escritura persa y asiria.
Púsose el príncipe del Mundo a revolver las hojas del “Tractatus", hasta que encontró lo que precisaba.
-Aquí está -puntualizó-, aquí está la clasificación de Binsfeld, que considero la más perfecta. Él distribuye entre los demonios la hegemonía de los pecados capitales (los siete que enumeró Tomás de Aquino, quedándose corto) así: a Lucifer, la Soberbia; a Satanás, la Ira; a Mammón, la Avaricia; a Asmodeo, la Lujuria; a Belcebú, la Gula; a Leviatán, la Envidia; a Belfegor, la Pereza. Es admirable. Cualquiera deduciría que los ha conocido, porque se ajusta exactamente a las calidades y preferencias de esos cofrades. Cómo pudo adivinarlo? ¿Quién se lo sopló? ¿Habrá en el infierno -y el Diablo miró en torno, como si escrutase los arcanos de la profundidad- infiltraciones? ¿Habrá algún traidor que anda por la Tierra, divulgando nuestros secretos?
-Con todo -declaró Adramalech (y en ese momento sus plumas semejaban un inmenso abanico, abierto en la nacarada penumbra de un avant-scéne de teatro)- yo opino que me pudo otorgar la Soberbia.
-Nadie se acuerda de ti -replicó el Diablo-. A ti te basta y sobra con la Cancillería. Mira, éste es "The Magus or Celestial Intelligencer", de Francis Barret, publicado en Londres el año 1801. Él también ensayó una clasificación, y llama a Mammón el príncipe de los tentadores y engañadores; a Satanás, el de los alucinadores, o sea el jefe y servidor de los que conjuran y de las brujas; y a Belcebú, el de los falsos dioses. Pero esto, con algún atisbo de verdad, carece de asidero. Me quedo con el Maestro Binsfeld, que no en vano era alemán. Es más claro, más definitivo.
-Sin embargo -protestó el Gran Canciller- ninguno de ellos, fuera de Belcebú, integra la lista de los demonios-jefes mencionados por Milton. La sé de memoria: Moloch, Camos, Baal, Astarot, Astarté, Tammuz, Dagón, Rimnón, Osiris, Horus, Belial.
Se echó a reír el Diablo y se sacudieron las paredes, arrojando, aquí y allá, trocitos de hielo. Hizo girar el sillón, que en tanto hablaba iba y venía por el cuarto, hacia el busto del poeta, que cabeza abajo asistía a la escena insólita, y recalcó, silbando con silbido de serpiente:
-Ése no tenía ni idea de cuanto nos toca. He was an old fool. Es como el otro -añadió, señalando al busto de Dante- ¡y pensar que en su tiempo sostenían que había estado en el Infierno!
Los sátiros, adulones, rieron también, y la armadura dorada de Azazel, el portaestandarte, rechinó, como si se desternillase o se destornillase.
-¿Están listos los invitados? -preguntó el Diablo, pasándose por los cuernos el pañuelo de hilo, con su inicial bordada en seda carmesí.
-Sus Excelencias aguardan vuestras órdenes, Sire -contestó uno de los sátiros.
-Que entren, pues.
Y entraron, uno a uno, los siete demonios.
Entonces se advirtió que la curiosidad de los mandingas menores, que aplastaban las narices, naturalmente chatas, contra las ventanas góticas, subía de punto, porque cubrieron los vidrios en su totalidad, y ya no hubo resquicio para que asomase ni un reflejo de las llamas. No estaban allí, por descontado, las huestes íntegras del Diablo. Ni siquiera el hecho de que fuese aquella una habitación aparentemente infinita hubiera podido contenerlos si se considera que Johan Weyer, médico del Duque de Cleves, calculó, en el siglo XVI, a ojo de buen cubero, que su cifra asciende a 7.405.926 individuos. Por lo demás, no olvide el lector que la mayoría de los diablos, diablejos, diablones y diablotines, fuesen ígneos, aéreos, terrestres, acuáticos, subterráneos o heliófobos merodeaban sueltos por el Mundo -como merodean- a modo de miríadas de insectos tenaces, dedicados con seriedad a las tareas inherentes a su condición, y que quienes espiaban por los ventanales lo hacían otorgándose, dentro del Infierno, un breve descanso.
Su atención se concentró primero, por su jerarquía, en el grupo compuesto por el Diablo y sus ayudantes principales, que integraban un cuadro muy singular con el Príncipe en el medio, sobre su ambulante silla de portátil baldaquín de estalactitas, que de repente reclinaba el apoyacabeza, como si al caballero moreno y cornudo que la ocupaba fuesen a afeitarlo o a despojarlo de una muela, y de repente alzaba un brazo de metal, o daba vuelta, o se desplazaba, empujando al almohadón pontificio, de acuerdo con las necesidades del caso. La máquina de escribir no paraba de teclear, siguiendo las marcadas inflexiones de la voz del Diablo, y el sátiro amanuense de tricornio se afanaba, por su parte, en multiplicar los caracteres cuneiformes, mientras llenaba más y más ladrillos sin cocer aún, con destino a los estantes del Archivo Mayor. El Gran Canciller Adramalech se esponjaba y desenvolvía las plumas de pavo real, cerrándolas de súbito con rápido golpe coqueto; levantaba una parte y se sacaba los anteojos; y el serafín Azazel hacía relampaguear los oros de la coraza y aprovechaba el aire intenso para que flamease la angosta bandera.
Con ser sin duda extraña la escena que esbozamos, más extraña todavía fue la que crearon los recién venidos, quienes se inclinaron sucesivamente ante el amo infernal. Lucifer, el soberbio, era negro como la noche y estaba vestido por su desnudez total y musculosa. Llevaba una corona sembrada de diamantes y anchas alas de murciélago, con incrustados carbúnculos. Su orgullo se evidenciaba en los elementos heráldicos que se entretejían en su manto transparente: águilas, leones, grifos, lobos, castillos, flores de lis, y que ascendían también por su cetro de ébano. "Hijo de la mañana" lo llamó Isaías, y con ser tan negro resplandecía como el amanecer. Satanás, el iracundo, el de las alas de buitre, exhibía una cota de mallas roja, como si fuese un inmenso crustáceo, y sus ojos crueles coruscaban en la trabazón de pelos que le cubría la cara y las mejillas. Mammón, el avaro, sobresalía por una delgadez que le marcaba el esqueleto, apenas resguardado por jirones de ropas andrajosas, y por las miradas titilantes de ambición que dirigía a cuanto centelleaba un poco, lo mismo a la máquina de escribir del Diablo que a la armadura de Azazel. Asmodeo, el lujurioso, tenía el hocico de cerdo y de conejo las orejas; renqueaba y se relamía, embistiendo con ojeadas provocadoras a los sátiros: pero a veces se transformaba en una mujer o en un adolescente, desnudos ambos y tan cambiantes que resultaba imposible discernir su sexo. Belcebú, el devorador insaciable, traía un capote manchado de grasa; una guirnalda de uvas en torno de la frente; una banda de hortalizas cruzándole el pecho; y una colmada cesta, de la cual sacaba constantemente más y más viandas de cualquier tipo, que embaulaba con fruición su boca descomunal. Nubes de moscas verdes volaban alrededor. Leviatán, el envidioso, Gran Almirante del Infierno y jefe Supremo de las Herejías, sustentaba sobre los hombros angostos una amarilla cabeza de cocodrilo y ceñía el blanco uniforme de su dignidad, todo él rutilante de mágicas condecoraciones. Y Belfegor, demonio de la Pereza, no venía solo, porque evitaba en lo posible caminar. Cuatro simios alados portaban las andas en las que estiraba su molicie, su corpachón de hembra rolliza, dormilona y roncadora, y el caparazón de tortuga que le caía por la espalda. Así se presentaron los siete demonios ante su señor. No abundamos ahora en más detalles acerca de sus estructuras. Ya los irá conociendo y apreciando el lector en el curso de este libro, y con lo descrito basta para transmitir una idea sucinta de la extravagancia de su concurso, al que comunicaba su vibración el leve batir permanente de las alas (las del avaro eran del paño de algodón más barato, zurcido y pobre; las del libidinoso, de cantáridas esmeraldinas; las del goloso, chorreantes de miel; las del envidioso Almirante, hechas con lonas de carabelas; y las del perezoso, de piel de marmota). Las cabezas de cerdo y de cocodrilo, las garras diversas, los policromados adornos y atributos, los distinguían, pero todos ostentaban colas iguales y unas patas de cabra que proclamaban la ausencia de zapaterías, en los dominios del Diablo.
-Comenzaremos la audiencia -dijo el amo, y Azazel hizo culebrear el rojo estandarte.
La máquina de escribir autónoma, captadora de palabras en el aire, aguardó a un lado, ávidamente dispuesta, y al otro, el sátiro tricornudo afiló el punzón y aprestó un nuevo cilindro. Entre tanto, Su Majestad se revistió para la ceremonia, de acuerdo con el ritual previsto por el protocolo. Es decir que no se revistió, sino se desvistió. Se abrió el chaleco; hizo lo propio con el cierre relámpago del pantalón de franela; se desabotonó la camisa, y entonces apareció su segunda cara, su cara oculta, la que tiene la boca dibujada a la altura del ombligo, que es idéntica a su cara visible (con la única diferencia de que no conserva la mancha del tintero luterano) y que sólo se muestra en las funciones importantes. Dicha boca ventral habla, a veces al mismo tiempo que la superior, lo cual puede provocar embrollos. Por el momento, ambas narices se limitaron a estornudar estrepitosamente, a causa del desabrigo, y esas violencias nasales hallaron eco en los estornudos soltados por los siete demonios, en particular por los sin ropa, Lucifer y Asmodeo; en cuanto al cocodrilo Almirante, los párpados y las fauces se le llenaron de lágrimas. Cabe señalar que durante todo el resto del acto, hubo siempre alguien que estornudaba, con furia Satanás, Belfegor con pereza, Belcebú con gula, Adramalech remilgadamente, pasándose las plumas de pavón por la desembocadura irritada del aparato respiratorio, y que aquellos espasmos de la pituitaria acompañaron como un coro sollozante al desarrollo de los diálogos.
El Diablo empezó por mandar que los siete huéspedes dominaran el batir refrescante de sus alas, y que se distribuyeran en consonancia con sus títulos. Así lo hicieron, apostándose a la derecha los de nobleza más rancia, que son los mencionados en el Antiguo Testamento: Satanás, Leviatán y Asmodeo; a la izquierda, el citado en el Nuevo, que es Belcebú, y algo detrás los restantes: Lucifer, Mammón y Belfegor. No se obtuvo esa repartición sin reclamos. Lucifer se atufó, y el carbón de su cuerpo espejeó como una añosa madera lustrada. En su manto, incorporáronse, rampantes y sañudas, las dibujadas bestias. ¿Cómo? ¿Acaso no era el más prestigioso, el más egregio, el más difundido de los demonios? ¿No presidía cuanto se vincula con la zona del Oriente terrenal? ¿No lo confundían a menudo con el Rey de los Infiernos? Hinchaba el pecho y los bíceps potentes, y el Diablo sonreía.
-De eso -acotó desde su sillón móvil-, del Rey de los Infiernos charlaremos después.
Protestó Mammón, recordando que, según Milton, fue el primero que enseñó a arrancar los tesoros de la Tierra y que, en consecuencia, la administración infernal le adeudaba bastantes beneficios, pero el Diablo -que tiene buena memoria- le retrucó que, también según Milton, era el menos elevado de los espíritus caídos del Cielo, y cerró el debate, arguyendo que Milton carecía en absoluto de autoridad. Y el lánguido Belfegor femenino arrellanó su concha de tortuga en las andas y se limitó a bostezar: sabía que muchos entendidos reconocen en él al Dios Crepitus, el de las digestivas ventosidades, y eso bastaba para tranquilizarlo con referencia a la importancia sonora de su situación.
Aclaradas las prioridades, tomó el Diablo la palabra.
-Estoy -dijo, dirigiéndose a sus siete grandes vasallos- muy descontento de ustedes. Viven aquí una vida inútil, recostados sobre laureles antiguos, y no hacen más que discutir, como si fueran teólogos. En lugar de proponer ideas originales, que favorezcan al Infierno, se la pasan divagando. Los que son príncipes, desdeñan a los otros. Lucifer, Satanás y Asmodeo disputan sobre cuál de los tres fue el que tentó a Jesús, y en realidad esa tentación rindió tan poco fruto que no es para vanagloriarse y más conviene ni recordarla. Además, Satanás y Lucifer se han ingeniado, con literarias intrigas, para que el Mundo crea que uno de los dos lleva la corona de los Infiernos, relegando mi nombre (el nombre de Diablo) a la condición impersonal de nombre común y colectivo. Ce n'est pas aimable –adujo con una mueca torva, y avanzó las uñas-. Asmodeo enloquece a todos con su cuento de cómo se apoderó del harén del Rey Salomón, engañándolo, en la época en que lo ayudó a construir el templo. It's an old story. Belcebú se jacta de su título de patrono de los médicos, y sin embargo no hay quien le extraiga una receta en este sitio donde tantos pobres diablos soportan quemaduras injustas. De Belfegor no hablemos: no hace más que tumbarse. En resumen, ninguno de los siete sirve de nada y eso implica un mal ejemplo, que ya empieza a cundir entre los espíritus menores. Se relaja la disciplina, y yo aspiro a que el Infierno sea un modelo disciplinario. Allá ellos en el Cielo; que procedan como les plazca; que manejen a su antojo la indulgencia. El Infierno es un instituto penal, y debe funcionar sobre bases serias. Si los supremos guardianes de nuestra casa olvidan su obligación, poco a poco se irá convirtiendo, para vergüenza nuestra, en un Paraíso.
Intentó Satanás, tartamudeando de ira, una protesta, pero se lo vedó una cascada de estornudos. Por su parte, el Diablo levantó la diestra y descartó cualquier objeción probable. Ahora fue su segunda cara la que habló, y Belcebú, Señor de la Voracidad, apartó a manotazos las moscas zumbantes que lo envolvían y cesó de masticar, para no perder vocablo.
-He pensado -manifestó la boca del ombligo- enviarlos a la Tierra, a fin de que allá cumplan la misión que aquí desatienden. Asaz vacilé, antes de resolverlo. Me disgusta la perspectiva de que escapen a mi directa e inmediata fiscalización. ¿No integraron algunos de ustedes el grupo que traicionó a Jehová? ¿No serían capaces de traicionar de nuevo, de traicionarme a mí, que encabecé la sedición? Sin embargo, prefiero correr ese riesgo a verlos en torno, haraganeando. Es algo que no puedo soportar. Se diría que cada uno ha renunciado a su pecaminoso dominio, para invadir el del Ocio, señorío de Belfegor.
Lucifer, faraón de lo pertinente al insano Orgullo, irguió el cuerpo macizo y proclamó, en representación del resto, su fidelidad. Pusiéronse a cantar los siete la "Marcha de las juventudes Demonistas", en testimonio de su lealtad al jefe máximo.
-¿No es comprensible -continuaron los labios umbilicales, con escéptico rictus- la actitud de esos países del Mundo en los cuales se pone toda clase de inconvenientes a los ciudadanos, antes de autorizarlos (cuando se les permite) a trasponer sus fronteras? Yo la acepto y la admiro. Pero este caso es diferente. Se trata de la disciplina laboriosa. En consecuencia, a la Tierra irán.
Espiáronse, absortos, los convictos. A mil leguas estuvieron de suponer que los habían convocado con el propósito de endilgarles una reprensión. Por encima de sus especialidades, la vanidad era su denominador común, y habían barruntado, teniendo en cuenta lo excepcional de su status, que el Diablo los había reunido para otorgarles alguna nueva prebenda. Leviatán, Gran Almirante, llegó a imaginar que le conferirían una condecoración más, y Belfegor se mantuvo derechito, en las andas que su somnolencia requería, y retuvo un viento que hubiera sido muy mal recibido.
-A la tierra irán -prosiguió el Gran Demonio-, y no por cierto a divertirse, sino a trabajar. De modo que no te relamas, Asmodeo lúbrico.
Se inclinó al oído de Adramalech, quien se dobló palaciegamente y a su vez transmitió a los sátiros una orden. Estos maniobraron la cerradura de una maleta y de ella extrajeron tres objetos, que tomó consecutivamente el soberano.
-He aquí -dijo mientras lo mostraba- un reloj. No es un reloj común. En lugar de indicar las horas, indica los años. Te lo confío, Belfegor. Aquí tienen un mapa, que se ilumina señalando el lugar del Mundo en el cual se encuentra quien lo consulta. Tú lo llevarás, Asmodeo. Y esta caja de laca punzó, obra de un diablo japonés, contiene siete fichas de nácar, cada una de las cuales ostenta el nombre de uno de los llamados pecados capitales. Te encargarás tú de ella, Lucifer. Durante el viaje, repentino, inesperado, sonará el reloj, que es un despertador irreprochable. Por eso te elegí para transportarlo, Belfegor soñoliento. Lo examinarán ustedes y así sabrán por qué momento de la historia humana, por qué año, con exactitud, atraviesan en ese instante, ya que el tiempo es una absurda convención de los hombres, allende la cual operamos, libres, nosotros. Verificarán, en el mapa, el sitio coincidente donde se hallan, y se detendrán allí. Por último, abrirán la caja punzó, y la suerte dispondrá cuál de los viajeros será el artífice a quien incumbirá ejercer la tarea inherente a su intrínseca tentación. Pero ¡cuidado!, los demás no permanecerán inactivos, ya que ellos deberán colaborar con el ejecutor principal, si lo requiriese el éxito de la empresa. Y no piensen que será un trabajo sencillo. Ya veré yo que a cada uno le corresponda una tarea no vinculada con su idiosincrasia.
Mudos quedaron los siete demonios. El Diablo reía; el pavón se pavoneaba; el portaestandarte izaba y bajaba la insignia; Belfegor contemplaba el reloj de los años; Lucifer revolvía la caja y hacía sonar las fichas; Asmodeo desenrollaba el mapamundi, que era bonito, decorado con personajes mitológicos y con blasones de ciudades.
-Y ahora extiendan las manos -habló el Rey-. Adramalech, dame el sello.
Estiraron los demonios las extremidades, las zarpas, los ásperos dedos, y sobre cada una de las palmas, el propio jefe imprimió su timbre rojo: los tres cuernos endentados, contraflorados y ecotados, por describirlos heráldicamente.
-Eso hará las veces de pasaporte -concluyó el Diablo-. Exhíbanlo delante de Caronte, al salir. Adramalech, el ponche.
Aproximóse el Canciller, todo plumaje y meneos. Lo siguieron dos pajes que coceaban con escandalosas luces de perlas en las pesuñas, y presentaron la ponchera ardiente. Colmaron las copas, y los siete brindaron con el Diablo Mayor. Sabían a qué atenerse y por eso no escupieron lo que se les ofrecía: el Ponche del Infierno, que sólo se sirve en el aposento helado, es lo más cruelmente frío que se conoce, más gélido aun que el famoso semen glacial de los íncubos.
Luego los demonios retrocedieron y se retiraron, evitando dar la espalda a su señor, y éste se apresuró a clausurar el cierre relámpago del pantalón y a abotonar el chaleco, porque su segunda cara empezaba a amoratarse, aterida.

sábado, 18 de mayo de 2013

Walt Whitman - (EEUU, 1819-1892).


Walt Whitman - (EEUU, 1819-1892) 
 Poeta estadounidense cuya obra afirma claramente la importancia y la unicidad de todos los seres humanos. Su valiente ruptura con la poética tradicional, tanto en el plano de los contenidos como en el del estilo, marcó un camino que siguieron posteriores generaciones de poetas de su país. Nació el 31 de mayo de 1819 cerca de Huntington (Nueva York). Fue el segundo de nueve hermanos, hijo de un carpintero. El poeta se sintió siempre muy próximo a su madre. Cuando contaba cuatro años de edad, su familia se trasladó a Brooklyn, donde asistió a una escuela pública durante seis años, antes de trabajar como aprendiz en una imprenta. Dos años más tarde, se mudó a la ciudad de Nueva York, donde trabajó como impresor, pero regresó a Long Island en 1835 para dar clases en distintas escuelas del condado. Entre 1838 y 1839 publicó un periódico, el Long-Islander, en Huntington, aburrido por su estilo de vida, volvió a Nueva York y trabajó como periodista. Se convirtió en asistente asiduo de teatros y, lector omnívoro como fue siempre, de librerías. Durante esos años escribió poemas y cuentos muy poco originales para distintas publicaciones, así como discursos políticos, por los cuales los demócratas de Tammany Hall le permitieron dirigir varios periódicos de corta tirada y vida. Fue editor del famoso Brooklyn Eagle durante dos años, pero perdió su puesto por apoyar al partido Free-Soil. Tras un breve periodo en Nueva Orleans, regresó a Brooklyn, donde intentó publicar un periódico en la órbita del Free-Soil. Después de pasar varios años desempeñando los más diversos trabajos, incluido el de constructor inmobiliario, empezó a escribir una poesía totalmente distinta de la que se estaba escribiendo, y se dedicó por completo a tal actividad. 
En 1855, Whitman publicó la primera de las innumerables ediciones de Hojas de hierba, un libro de poemas cuya principal novedad era un tipo de versificación no usado hasta entonces, y que se alejaba radicalmente del que el poeta había utilizado en los poemas sentimentales que escribió en la década anterior. Puesto que en esta obra alababa el cuerpo humano y glorificaba los gozos de los sentidos, se vio obligado a sufragar él mismo los gastos de su publicación, y a colaborar en las tareas de imprenta. Su nombre no aparecía en la portada de esta edición, pero sí un retrato suyo en camiseta, con los brazos en jarras y el sombrero ladeado, en actitud desafiante. En un largo prefacio, el autor saludaba el advenimiento de una nueva literatura democrática -acorde con el pueblo-, sencilla e irreductible, escrita por un nuevo tipo de poeta afectuoso, potente y heroico, que conduciría a los lectores a través de la poesía con la fuerza de su magnética personalidad. Whitman pasó el resto de su vida intentando aproximarse a ese modelo de poeta. La edición de 1855 de Hojas de hierba contenía 12 poemas sin título, escritos en versos largos y cadenciosos que se asemejan a los de la Biblia del rey Jacobo. El más largo y de mayor calidad de ellos, que más tarde recibió el título de -Canto a mí mismo- (este largo poema ha sido publicado muchas veces como libro autónomo y el poeta español León Felipe lo tradujo en 1941), consistía en la visión de un `Yo` simbólico presa de una sensualidad que le hace amar a todas las gentes que se va encontrando en un imaginario vuelo desde el Atlántico hasta el Pacífico. Ninguno de los poemas de esta primera edición alcanza la intensidad de éste, a excepción de -Los dormidos-,
otro vuelo visionario en el que queda simbolizada la vida, la muerte y el nuevo nacimiento. 

Animado por una carta personal de felicitación que le envió el ensayista y poeta Ralph Waldo Emerson, Whitman se apresuró a preparar una nueva edición de Hojas de hierba (1856), que contenía numerosas revisiones y añadidos, y que fue la primera de una serie de reediciones retocadas que el poeta iría realizando a lo largo de su vida. El poema más significativo de esta edición de 1856 es -En el transbordador de Brooklyn-, en el cual el autor reúne a todos sus lectores del pasado y el futuro a bordo de un transbordador marítimo. En la tercera edición del libro (1860), se empiezan a encontrar poemas más alegóricos. Así, en -La cuna que se mece sin fin-, un poema cuya musicalidad está tomada de la ópera italiana, de la que el autor era un devoto conocedor, un pájaro (la voz de la naturaleza) revela a un niño (el futuro poeta) el significado de la muerte. En esta edición aparecieron dos nuevos ciclos de poemas, -Hijos de Adán- y -Calamus-, que afrontan de lleno los temas de la amistad y la sexualidad, hasta el punto de que se especula con la posibilidad de que -Calamus- estuviera inspirado en una relación homosexual del autor. Redobles de tambor (1865, añadida a la edición de 1867 de Hojas de hierba) refleja la preocupación del poeta por las consecuencias de la Guerra Civil estadounidense, y su esperanza de una rápida reconciliación entre Norte y Sur de los recién creados Estados Unidos. Secuela (1866) a Redobles de tambor contiene -Cuando las lilas florecían en la puerta del patio-, una gran elegía al asesinado presidente Abraham Lincoln, así como su poema más conocido, -¡Oh, capitán, mi capitán!-. Otra obra suya, Paso hacia la India (1871) se basaba en una visión mística de la unión de Oriente y Occidente, paralela a la del alma con Dios, simbolizadas por los modernos medios de comunicación y transporte. En 1881 quedó, por fin, satisfecho con sus poemas, pero no dejó de publicar nuevas ediciones de Hojas de hierba hasta la versión final de 1892. Póstumamente, en 1897, apareció un nuevo ciclo de poemas, -Ecos de la vejez-, que entró a formar parte de la versión definitiva de Hojas de hierba, editada en 1965 por Harold W. Blodgett y Sculley Bradley y traducida al español por el escritor argentino Jorge Luis Borges, en 1972. 

Durante la guerra de Secesión, Whitman asistió espiritualmente a soldados heridos en un hospital militar del bando norteño en la ciudad de Washington. Continuó trabajando para el gobierno hasta 1873, en que sufrió un grave ataque que le dejó como secuela una parálisis parcial. Se marchó entonces a vivir con su hermano George en Camden (Nueva Jersey), hasta 1884, año en que compró su propia casa. En ella vivió, revisando y añadiendo poemas a Hojas de hierba, hasta su muerte, acaecida el 26 de marzo de 1892. Durante esos sus últimos años, también escribió obras en prosa de gran calidad, como los ensayos Perspectivas democráticas (1871), que se consideran en la actualidad una exposición clásica de la teoría de la democracia y sus posibilidades. Días ejemplares (1882-1883), por otro lado, contiene antiguos textos sobre la guerra de Secesión y el asesinato del presidente Lincoln, y notas sobre la naturaleza, escritas durante su vejez. 


 (aporte de lajime)

viernes, 17 de mayo de 2013

Louis Ferdinand Celine (Francia, 1894-1961)


Louis Ferdinand Celine
(Francia, 1894-1961) 

 Novelista y médico francés de apellido real Destouches. Nacido en Courbevoie, en las afueras de París, participó como voluntario en la I Guerra Mundial, en la que fue gravemente herido. Después de la victoria aliada estudió medicina, y de 1924 a 1928 viajó en misiones por África y Estados Unidos por cuenta de la Sociedad de Naciones. Regresó a Francia y entró a formar parte de una clínica estatal en Clichy, trabajando fundamentalmente como médico de los pobres. Su nihilista pero deslumbrante primera novela, Viaje al fin de la noche (1932), fue acogida como un gran acontecimiento literario y ejercería una profunda influencia en numerosos escritores de las generaciones siguientes. Muerte a crédito (1936) confirmó la importancia de su escritura radicalmente innovadora. Los puntos de vista exacerbados de Céline, y sus escritos antisemitas de fines de los años treinta, hicieron que se le acusara de colaboracionismo con los nazis. Debido a ello, Celine estuvo exiliado en Alemania y Dinamarca en 1944. Finalmente fue perdonado por el gobierno francés, y volvió a París en 1950. Registra literariamente sus experiencias durante el exilio en la novela De un castillo a otro (1957), a la que siguieron Norte ( 1960) y Rigodón (publicada póstumamente). La crítica continúa considerando a Céline una de las figuras más notables de la literatura del siglo XX. 
.

Es posible que, tras ciertas experiencias extremas, el mundo y sus habitantes tan sólo merezcan compasión o desprecio. La prosa amarga y quebradiza de Celine, su característico ritmo acelerado, el lirismo salvaje y descarnado con que construyó a sus personajes o la altiva mueca con que contempló la existencia han provocado siempre las más encontradas reacciones, pero sin duda le convierten en uno de los autores de mayor vigencia y, a través sobre todo de la generación beat, tal vez en el que mayor influencia ha ejercido en las nuevas promociones de narradores. Ferdinand Bardamu, el protagonista, es un héroe de nuestro tiempo, y sabido es que nuestro tiempo apenas si da héroes: herido en la primera guerra mundial, enamorado de una prostituta sin futuro, sobreviviendo en las colonias francesas en África, persiguiendo su particular sueño americano, de regreso en Francia trabajando como médico rural... Una historia capaz de llegar a lo más hondo del corazón humano.

(FRAGMENTO)

Viaje Al Fin De La noche

 A Elisabeth Craig*




* Elisabeth Craig era la bailarina americana, nacida en 1902, que Céline había conocido en Ginebra, a finales de 1926 o comienzos de 1927, y con la que vivió en París de 1927 a 1933,
en una relación muy libre, interrumpida por las estancias de Elisabeth en los Estados Unidos. Henri Mahé la describe así: «Grandes ojos verde cobalto [...]. Naricilla fina... Una boca rectangular y sensual [...]. Largos cabellos dorados tirando a rojizos en bucles hasta los
hombros» (La Brinquebale avec Céline.)
En una de las primeras entrevistas después de la publicación de Viaje al fin de la noche, Céline la cita como uno de sus tres maestros: «[...] una bailarina americana que me ha
enseñado todo lo relativo al ritmo, la música y el movimiento» (entrevista con M. Bromberger, Cahiers Céline, I, págs. 31-32).
En junio de 1933, Elisabeth se marchó a los Estados Unidos, temporalmente, pensaba Céline, pero aquella vez no regresó y él aprovechó su viaje a los Estados Unidos en el verano
de 1934 para ir a Los Ángeles a intentar convencerla de que volviera a Francia. Pero Elisa- beth había decidido romper. Céline siempre recordó aquel último encuentro, sobre el que
carecemos de información segura, como una pesadilla. No cabe duda de que Elisabeth fue la mujer a la que se sintió más unido y que desempeñó, más que ninguna otra, un papel en su
vida.
Louis-Ferdinand Céline 




 Viaje Al Fin De La Noche

Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza.
Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciu- dades y cosas, todo es imaginado. Es una novela, una
simple historia ficticia. Lo dice Littré, que nunca se equivoca.
Y, además, que todo el mundo puede hacer igual. Basta con cerrar los ojos.
Está del otro lado de la vida.





La cosa empezó así. Yo nunca había dicho nada. Nada. Fue Arthur Gánate quien me hizo hablar. Arthur, un compañero, estudiante de medicina como yo. Resulta que nos encontramos
en la Place Clichy. Después de comer. Quería hablarme. Lo escuché. «¡No nos quedemos fuera! -me dijo-. ¡Vamos adentro!» Y fui y entré con él. «¡Esta terraza está como para freír
huevos! ¡Ven por aquí!», comenzó. Entonces advertimos también que no había nadie en las calles, por el calor; ni un coche, nada. Cuando hace mucho frío, tampoco; no ves a nadie en
las calles; pero, si fue él mismo, ahora que recuerdo, quien me dijo, hablando de eso: «La gente de París parece estar siempre ocupada, pero, en realidad, se pasean de la mañana a la
noche; la prueba es que, cuando no hace bueno para pasear, demasiado frío o demasiado calor, desaparecen. Están todos dentro, tomando cafés con leche o cañas de cerveza. ¡Ya ves!
¡El siglo de la velocidad!, dicen. Pero, ¿dónde? ¡Todo cambia, que es una barbaridad!, según cuentan. ¿Cómo así? Nada ha cambiado, la verdad. Siguen admirándose y se acabó. Y tampoco eso es nuevo. ¡Algunas palabras, no muchas, han cambiado! Dos o tres aquí y allá,
insignificantes...» Conque, muy orgullosos de haber señalado verdades tan oportunas, nos quedamos allí sentados, mirando, arrobados, a las damas del café.
Después salió a relucir en la conversación el presidente Poincaré, que, justo aquella mañana, iba a inaugurar una exposición canina, y, después, burla burlando, salió también Le
Temps, donde lo habíamos leído. «¡Hombre, Le Temps ¡Ése es un señor periódico! -dijo Arthur Gánate para pincharme-. ¡No tiene igual para defender a la raza francesa!»
«¡Y bien que lo necesita la raza francesa, puesto que no existe!», fui y le dije, para devolverle la pelota y demostrar que estaba documentado.
«¡Que sí! ¡Claro que existe! ¡Y bien noble que es! -insistía él-. Y hasta te diría que es la más noble del mundo. ¡Y el que lo niegue es un cabrito!» Y me puso de vuelta y media. Ahora, que yo me mantuve en mis trece.
«¡No es verdad! La raza, lo que tú llamas raza, es ese hatajo de pobres diablos como yo, legañosos, piojosos, ateridos, que vinieron a parar aquí perseguidos por el hambre, la peste,
los tumores y el frío, que llegaron vencidos de los cuatro confines del mundo. El mar les impedía seguir adelante. Eso es Francia y los franceses también.»
«Bardamu -me dijo entonces, muy serio y un poco triste-, nuestros padres eran como nosotros. ¡No hables mal de ellos!...»
«¡Tienes razón, Arthur! ¡En eso tienes razón! Rencorosos y dóciles, violados, robados, destripados, y gilipollas siempre. ¡Como nosotros eran! ¡Ni que lo digas! ¡No cambiamos! Ni
de calcetines, ni de amos, ni de opiniones, o tan tarde, que no vale la pena. Hemos nacido fieles, ¡ya es que reventamos de fidelidad! Soldados sin paga, héroes para todo el mundo,
monosabios, palabras dolientes, somos los favoritos del Rey Miseria. ¡Nos tiene en sus ma- nos! Cuando nos portamos mal, aprieta... Tenemos sus dedos en torno al cuello, siempre, cosa que molesta para hablar; hemos de estar atentos, si queremos comer... Por una cosita de nada, te estrangula... Eso no es vida...»
«¡Nos queda el amor, Bardamu!»
«Arthur, el amor es el infinito puesto al alcance de los caniches, ¡y yo tengo dignidad!», le respondí.
«Puestos a hablar de ti, ¡tú es que eres un anarquista y se acabó!» Siempre un listillo, como veis, y el no va más en opiniones avanzadas.
«Tú lo has dicho, chico, ¡anarquista! Y la prueba mejor es que he compuesto una especie de oración vengadora y social. ¡A ver qué te parece! Se llama Las alas de oro...» Y entonces
se la recité:
Un Dios que cuenta los minutos y los céntimos, un Dios desesperado, sensual y gruñón como un marrano. Un marrano con alas de oro y que se tira por todos lados, panza arriba,
en busca de caricias. Ése es, nuestro señor. ¡Abracémonos!
«Tu obrita no se sostiene ante la vida. Yo estoy por el orden establecido y no me gusta la política. Y, además, el día en que la patria me pida derramar mi sangre por ella, me encontrará, desde luego, listo para entregársela y al instante.» Así me respondió.
Precisamente la guerra se nos acercaba a los dos, sin que lo hubiéramos advertido, y ya mi cabeza resistía poco. Aquella discusión breve, pero animada, me había fatigado. Y, además,
estaba afectado porque el camarero me había llamado tacaño por la propina. En fin, al final Arthur y yo nos reconciliamos, por completo. Éramos de la misma opinión sobre casi todo.
«Es verdad, tienes razón a fin de cuentas -convine, conciliador-, pero, en fin, estamos todos sentados en una gran galera, remamos todos, con todas nuestras fuerzas... ¡no me irás a
decir que no!... ¡Sentados sobre clavos incluso y dando el callo! ¿Y qué sacamos? ¡Nada! Estacazos sólo, miserias, patrañas y cabronadas encima. ¡Que trabajamos!, dicen. Eso es aún
más chungo que todo lo demás, el dichoso trabajo. Estamos abajo, en las bodegas, echando el bofe, con una peste y los cataplines chorreando sudor, ¡ya ves! Arriba, en el puente, al fresco, están los amos, tan campantes, con bellas mujeres, rosadas y bañadas de perfume, en las
rodillas. Nos hacen subir al puente. Entonces se ponen sus chisteras y nos echan un discurso, a berridos, así: "Hatajo de granujas, ¡es la guerra! -nos dicen-. Vamos a abordarlos, a esos
cabrones de la patria n.° 2, ¡y les vamos a reventar la sesera! ¡Venga! ¡Venga! ¡A bordo hay todo lo necesario! ¡Todos a coro! Pero antes quiero veros gritar bien: '¡Viva la patria n.° 1!'
¡Que se os oiga de lejos! El que grite más fuerte, ¡recibirá la medalla y la peladilla del Niño Jesús! ¡Hostias! Y los que no quieran diñarla en el mar, pueden ir a palmar en tierra, ¡donde
se tarda aún menos que aquí!"»
«¡Exacto! ¡Sí, señor!», aprobó Arthur, ahora más dispuesto a dejarse convencer.
Pero, mira por dónde, justo por delante del café donde estábamos sentados, fue a pasar un regimiento, con el coronel montado a la cabeza y todo, ¡muy apuesto, por cierto, y de lo más gallardo, el coronel! Di un brinco de entusiasmo al instante.
«¡Voy a ver si es así!», fui y le grité a Arthur, y ya me iba a alistarme y a la carrera incluso.
«¡No seas gilipollas, Ferdinand!», me gritó, a su vez, Arthur, molesto, seguro, por el efecto que había causado mi heroísmo en la gente que nos miraba.
Me ofendió un poco que se lo tomara así, pero no me hizo desistir. Ya iba yo marcando el paso. «¡Aquí estoy y aquí me quedo!», me dije.
«Ya veremos, ¿eh, pardillo?», me dio incluso tiempo a gritarle antes de doblar la esquina con el regimiento, tras el coronel y su música. Así fue exactamente.
Después marchamos mucho rato. Calles y más calles, que nunca acababan, llenas de civiles y sus mujeres que nos animaban y lanzaban flores, desde las terrazas, delante de las
estaciones, desde las iglesias atestadas. ¡Había una de patriotas! Y después empezó a haber menos... Empezó a llover y cada vez había menos y luego nadie nos animaba, ni uno, por el camino.
Entonces, ¿ya sólo quedábamos nosotros? ¿Unos tras otros? Cesó la música. «En resumen -me dije entonces, cuando vi que la cosa se ponía fea-, ¡esto ya no tiene gracia! ¡Hay que
volver a empezar!» Iba a marcharme. ¡Demasiado tarde! Habían cerrado la puerta a la chita callando, los civiles, tras nosotros. Estábamos atrapados, como ratas.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Philip K. Dick Miércoles 23 de mayo de 2001-por ROBERTO BOLAÑO.


Philip K. Dick 
Miércoles 23 de mayo de 2001

Con Rodrigo Fresán largamente hemos hablado de Philip K. Dick, sin llegar a agotar jamás el tema, en bares y restaurantes de Barcelona o en nuestras respectivas casas.
Estas son algunas de las conclusiones a las que hemos llegado: Dick era un esquizofrénico. Dick era un paranoico. Dick es uno de los diez mejores escritores del siglo XX en Estados Unidos, que no es decir poco. Dick era una especie de Kafka pasado por el ácido lisérgico y por la rabia. 
 Dick, en "El hombre en el castillo", nos habla, como luego sería frecuente en él, de lo alterable que puede ser la realidad y de lo alterable que, por lo tanto, puede ser la historia. Dick es Thoreau más la muerte del sueño americano. Dick escribe, en ocasiones, como un prisionero porque realmente, ética y estéticamente, es un prisionero. Dick es quien de manera más efectiva, en "Ubik", se acerca a la conciencia o a los retazos de conciencia del ser humano, y su puesta en escena, el acoplamiento entre lo que cuenta y la estructura de lo contado, es más brillante que en algunos experimentos sobre el mismo fenómeno debidos a las plumas de Pynchon o DeLillo. Dick es el primero, literariamente, en hablar con elocuencia de la conciencia virtual. Dick es el primero, y si no el primero, el mejor, en hablar sobre la percepción de la velocidad, la percepción de la entropía, la percepción del ruido del universo, en "Tiempo de Marte", donde un niño autista, como un Jesucristo mudo del futuro, se dedica a sentir y a sufrir la paradoja del tiempo y del espacio, la muerte a la que todos estamos abocados. Dick, pese a todo, no pierde en ningún momento el sentido del humor y por lo tanto no es un descendiente de Melville sino un descendiente de Twain, aunque Fresán, que sabe más de Dick que yo, oponga algún reparo.
 Para Dick todo arte es política. No olvidar eso. Dick es posiblemente uno de los autores más plagiados del siglo XX. Para Fresán, "La flecha del tiempo", de Martin Amis, es un plagio descarado de "El mundo contra reloj". Yo prefiero creer que Amis rinde con esta novela un tributo a Dick o a algún antecesor del mismo Dick (no olvidemos que su padre, el poeta Kingsley Amis, también cultivó la ciencia ficción y fue un gran lector de este género). 
 Dick es el escritor norteamericano de estos últimos años (junto a Burroughs) que más ha influido en poetas, novelistas y ensayistas no norteamericanos. Dick es bueno incluso cuando es malo y me pregunto, aunque ya sé la respuesta, de qué escritor latinoamericano se podría decir lo mismo. Dick expresa el dolor de forma tan contundente como Carson McCullers. Sin embargo "Sivainvi" es más inquietante que cualquier novela de McCullers. Dick parece, en determinadas ocasiones, el rey de los mendigos, y en otras el millonario oculto y misterioso, y con esto quizá nos quiso decir que ambos papeles son en realidad uno solo. Dick escribió "Dr. Bloodmoney", que es una obra maestra, y revolucionó la nueva narrativa norteamericana, en 1962, con "El hombre en el castillo", pero también escribió novelas que nada tienen que ver con la ciencia ficción, como las "Confesiones de un artista de mierda", escrita en 1959 y publicada en 1975, lo que demuestra bien a las claras el afecto que la industria editorial norteamericana le profesaba.
 Hay tres imágenes del Dick real que siempre llevaré conmigo, junto a sus innumerables libros. Primera imagen: Dick y todos sus matrimonios, ese gasto incesante en divorcios californianos. Segunda imagen: Dick y algunos miembros del Black Panther que lo visitan en su casa, con un automóvil del FBI detenido en la acera de enfrente. Tercera imagen: Dick y su hijo enfermo y las voces que escucha dentro de su cerebro y que le aconsejan volver otra vez al médico, sugerirle otro tipo de enfermedad, muy rara, más grave, cosa que Dick hace, y los médicos se dan cuenta de su error, y operan de urgencia y salvan la vida al niño.


martes, 14 de mayo de 2013

Los 100 mejores libros de todos los tiempos, según el Club de Libros de Noruega.



Anexo:Los 100 mejores libros de todos los tiempos, según el Club de Libros de Noruega
La Biblioteca Mundial es una lista de los 100 mejores libros de la historia, según lo propuesto por 100 escritores de 54 países diferentes, recopiladas y organizadas en el año 2002 por el Club del Libro Noruego. Esta lista trata de reflejar la literatura mundial, con los libros de todos los países, culturas y períodos de tiempo. Once de los libros incluidos en la lista están escritos por mujeres, ochenta y cinco están escritos por hombres y cuatro no tienen autor conocido.
Cada escritor tuvo que seleccionar su lista propia de diez libros.
Los 100 libros seleccionados por este proceso en la lista no están clasificados o categorizados de alguna manera, los organizadores han declarado que "todos están en igualdad de condiciones", con la excepción de Don Quijote que se le dio la distinción de "mejor obra literaria jamás escrita". La siguiente lista organiza las obras en orden alfabético por autor.1
Índice.
1 Lista de los 100 mejores libros de todos los tiempos
2 Lista de los autores encuestados
3 Véase también
4 Referencias
5 Enlaces externos
Lista de los 100 mejores libros de todos los tiempos.

Título Autor Año País Idioma
Poema de Gilgamesh Anónimo Siglo XVII a. C. Sumeria e Imperio acadio Acadio
Libro de Job (de la Biblia) Anónimo Siglo VI a. C. - IV a. C. Imperio aqueménida Hebreo
Las mil y una noches Anónimo 700–1500 India/Irán/Irak/Egipto Árabe
Saga de Njál Anónimo Siglo XIII Islandia Nórdico antiguo
Todo se desmorona Chinua Achebe 1958 Nigeria Inglés
Cuentos infantiles Hans Christian Andersen 1835–37 Dinamarca Danés
Divina Comedia Dante Alighieri 1265–1321 Florencia Italiano
Orgullo y prejuicio Jane Austen 1813 Reino Unido Inglés
Papá Goriot Honoré de Balzac 1835 Francia Francés
Molloy, Malone muere, El Innombrable, una trilogía Samuel Beckett 1951–53 Irlanda Francés, Inglés
Decamerón Giovanni Boccaccio 1349–53 Rávena Italiano
Ficciones Jorge Luis Borges 1944–86 Argentina Español
Cumbres Borrascosas Emily Brontë 1847 Reino Unido Inglés
El extranjero Albert Camus 1942 Argelia, Imperio francés Francés
Poemas Paul Celan 1952 Rumanía, Francia Alemán
Viaje al fin de la noche Louis-Ferdinand Céline 1932 Francia Francés
Don Quijote de la Mancha Miguel de Cervantes 1605 (1ª parte), 1615 (2ª parte) España Español
Los cuentos de Canterbury Geoffrey Chaucer siglo XIV Inglaterra Inglés
Relatos cortos Antón Chéjov 1886 Rusia Ruso
Nostromo Joseph Conrad 1904 Reino Unido Inglés
Grandes Esperanzas Charles Dickens 1861 Reino Unido Inglés
Jacques el fatalista Denis Diderot 1796 Francia Francés
Berlin Alexanderplatz Alfred Döblin 1929 Alemania Alemán
Crimen y castigo Fiódor Dostoievski 1866 Rusia Ruso
El idiota Fiódor Dostoievski 1869 Rusia Ruso
Los endemoniados Fiódor Dostoievski 1872 Rusia Ruso
Los hermanos Karamazov Fiódor Dostoievski 1880 Rusia Ruso
Middlemarch George Eliot 1871 Reino Unido Inglés
El hombre invisible Ralph Ellison 1952 Estados Unidos Inglés
Medea Eurípides 431 a. C. Imperio ateniense Griego clásico
¡Absalom, Absalom! William Faulkner 1936 Estados Unidos Inglés
El ruido y la furia William Faulkner 1929 Estados Unidos Inglés
Madame Bovary Gustave Flaubert 1857 Francia Francés
La educación sentimental Gustave Flaubert 1869 Francia Francés
Romancero gitano Federico García Lorca 1928 España Español
Cien años de soledad Gabriel García Márquez 1967 Colombia Español
El amor en los tiempos del cólera Gabriel García Márquez 1985 Colombia Español
Fausto Johann Wolfgang von Goethe 1832 Ducado de Sajonia-Weimar, Alemania Alemán
Almas muertas Nikolai Gogol 1842 Ucrania Ruso
El tambor de hojalata Günter Grass 1959 Alemania Occidental Alemán
Gran Sertón: Veredas João Guimarães Rosa 1956 Brasil Portugués
Hambre Knut Hamsun 1890 Noruega Noruego
El viejo y el mar Ernest Hemingway 1952 Estados Unidos Inglés
Ilíada Homero 850–750 a. C. Probablemente Esmirna Griego antiguo
Odisea Homero siglo VIII a. C. Problablemente Esmirna Griego antiguo
Casa de muñecas Henrik Ibsen 1879 Noruega Noruego
Ulises James Joyce 1922 Estado Libre Irlandés Inglés
Relatos cortos Franz Kafka 1924 Austria Alemán
El proceso Franz Kafka 1925 Austria Alemán
El castillo Franz Kafka 1926 Austria Alemán
Shakuntala Kālidāsa siglo I a. C.-IV d. C. India Sánscrito
El sonido de la montaña Yasunari Kawabata 1954 Japón japonés
Zorba, el griego Nikos Kazantzakis 1946 Grecia Griego moderno
Hijos y amantes D. H. Lawrence 1913 Reino Unido Inglés
Gente independiente Halldór Laxness 1934–35 Islandia Islandés
Poemas Giacomo Leopardi 1818 Italia Italiano
El cuaderno dorado Doris Lessing 1962 Reino Unido Inglés
Pippi Calzaslargas Astrid Lindgren 1945 Suecia sueco
Diario de un loco Lu Xun 1918 China Chino
Hijos de nuestro barrio Naguib Mahfuz 1959 Egipto Árabe
Los Buddenbrook Thomas Mann 1901 Alemania Alemán
La montaña mágica Thomas Mann 1924 Alemania Alemán
Moby-Dick Herman Melville 1851 Estados Unidos Inglés
Ensayos Michel de Montaigne 1595 Francia Francés
La historia Elsa Morante 1974 Italia Italiano
Beloved Toni Morrison 1987 Estados Unidos Inglés
Genji Monogatari Murasaki Shikibu siglo XI Japón Japonés
El hombre sin atributos Robert Musil 1930–32 Austria Alemán
Lolita Vladimir Nabokov 1955 Estados Unidos Inglés
1984 George Orwell 1949 Reino Unido Inglés
Las metamorfosis Ovidio siglo I dC Imperio romano Latín clásico
Libro del desasosiego Fernando Pessoa 1928 Portugal Portugués
Cuentos Edgar Allan Poe siglo XIX Estados Unidos Inglés
En busca del tiempo perdido Marcel Proust 1913–27 Francia Francés
Gargantúa y Pantagruel François Rabelais 1532–34 Francia Francés
Pedro Páramo Juan Rulfo 1955 México Español
Masnavi Rumi 1258–73 Persia, Imperio mongol persa
Hijos de la medianoche Salman Rushdie 1981 India Inglés
Bostan Saadi 1257 Persia, Imperio mongol persa
Tiempo de migrar al norte Tayeb Salih 1966 Sudán Arabic
Ensayo sobre la ceguera José Saramago 1995 Portugal Portugués
Hamlet William Shakespeare 1603 Inglaterra Inglés
El rey Lear William Shakespeare 1608 Inglaterra Inglés
Otelo William Shakespeare 1609 Inglaterra Inglés
Edipo rey Sófocles 430 a. C. Imperio ateniense Griego clásico
Rojo y negro Stendhal 1830 Francia Francés
Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy Laurence Sterne 1760 Inglaterra Inglés
La conciencia de Zeno Italo Svevo 1923 Italia Italiano
Los viajes de Gulliver Jonathan Swift 1726 Irlanda Inglés
Guerra y paz Lev Tolstói 1865–1869 Rusia Ruso
Ana Karenina Lev Tolstói 1877 Rusia Ruso
La muerte de Iván Ilich Lev Tolstói 1886 Rusia Ruso
Las aventuras de Huckleberry Finn Mark Twain 1884 Estados Unidos Inglés
Ramayana Valmiki siglo III a. C.-siglo III d. C. India Sánscrito
Eneida Virgilio 29–19 a. C. Imperio romano Latín clásico
Mahábharata Viasa siglo IV a.C. India Sánscrito
Hojas de hierba Walt Whitman 1855 Estados Unidos Inglés
La señora Dalloway Virginia Woolf 1925 Reino Unido Inglés
Al faro Virginia Woolf 1927 Reino Unido Inglés
Memorias de Adriano Marguerite Yourcenar 1951 Francia Francés
(Esta lista no es un ránking)
Lista de los autores encuestados [editar]

Nombre País
Chinghiz Aitmatov Kirguistán
Ahmet Altan Turquía
Aharon Appelfeld Israel
Paul Auster Estados Unidos
Félix de Azúa España
Julian Barnes Reino Unido
Simin Behbahani Irán
Robert Bly Estados Unidos
André Brink Sudáfrica
Suzanne Brøgger Dinamarca
A. S. Byatt Reino Unido
Peter Carey Australia
Martha Cerda México
Jung Chang China/Reino Unido
Maryse Condé Guadalupe (Francia)
Mia Couto Mozambique
Jim Crace Reino Unido
Edwidge Danticat Haití
Bei Dao China
Assia Djebar Argelia
Mahmoud Dowlatabadi Irán
Jean Echenoz Francia
Kerstin Ekman Suecia
Nathan Englander Estados Unidos
Hans Magnus Enzensberger Alemania
Emilio Estévez Cuba
Nuruddin Farah Somalia
Kjartan Fløgstad Noruega
Jon Fosse Noruega
Janet Frame Nueva Zelanda
Marilyn French Estados Unidos
Carlos Fuentes México
Izzat Ghazzawi Palestina
Amitav Ghosh India
Pere Gimferrer España
Nadine Gordimer Sudáfrica
David Grossman Israel
Einar Már Guðmundsson Islandia
Seamus Heaney Irlanda
Christoph Hein Alemania
Aleksandar Hemon Bosnia-Herzegovina
Alice Hoffman Estados Unidos
Chenjerai Hove Zimbabue
Sonallah Ibrahim Egipto
John Irving Estados Unidos
P. C. Jersild Suecia
Yasar Kemal Turquía (Kurdistán)
Jan Kjærstad Noruega
Milan Kundera República Checa/Francia
Leena Lander Finlandia
John le Carré Reino Unido
Siegfried Lenz Alemania
Doris Lessing Reino Unido
Astrid Lindgren Suecia
Viivi Luik Estonia
Amin Maalouf Líbano/Francia
Claudio Magris Italia
Norman Mailer Estados Unidos
Tomás Eloy Martínez Argentina
Frank McCourt Irlanda/Estados Unidos
Gita Mehta India
Ana Miranda Brasil
Rohinton Mistry India/Canadá
Abdel Rahman Munif Arabia Saudí
Herta Müller Rumanía
V. S. Naipaul Trinidad y Tobago/Reino Unido
Cees Nooteboom Países Bajos
Ben Okri Nigeria/Reino Unido
Orhan Pamuk Turquía
Sara Paretsky Estados Unidos
Jayne Anne Phillips Estados Unidos
Valentin Rasputin Rusia
João Ubaldo Ribeiro Brasil
Alain Robbe-Grillet Francia
Salman Rushdie India/Reino Unido
Nawal El Saadawi Egipto
Hanan al-Shaykh Líbano
Nihad Sirees Siria
Göran Sonnevi Suecia
Susan Sontag Estados Unidos
Wole Soyinka Nigeria
Gerold Späth Suiza
Graham Swift Reino Unido
Antonio Tabucchi Italia
Fouad al-Tikerly Irak
D. M. Thomas Reino Unido
Adam Thorpe Reino Unido
Kirsten Thorup Dinamarca
Alexander Tkachenko Rusia
Pramoedya Ananta Toer Indonesia
Olga Tokarczuk Polonia
Michel Tournier Francia
Jean-Philippe Toussaint Bélgica
Mehmed Uzun Turquía (Kurdistán)
Nils-Aslak Valkeapää Sápmi
Vassilis Vassilikos Grecia
Yvonne Vera Zimbabue
Fay Weldon Reino Unido
Christa Wolf Alemania
A. B. Yehoshua Israel
Spôjmaï Zariâb Afganistán
Fuente: wikipedia.

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