martes, 23 de abril de 2013

Mijaíl Afanásievich Bulgákov. HUEVOS FATÍDICOS.


Mijaíl Afanásievich Bulgákov nació en Kiev e13 de mayo de 1891. Cursó estudios de medicina y ejerció esta profesión hasta el año 1919 en el que se vio obligado a abandonarla a causa de la guerra civil. Este fue el momento en el que comenzó su trayectoria literaria, publicando bajo diversos seudónimos reportajes y folletines en periódicos de Moscú. Su modo de escritura se define por su carácter satírico y los numerosos elementos fantásticos que emplea, tanto de anticipación científica como motivos surrealistas. Sus primeras obras dramáticas como Corazón de Perro (1925) o La Guardia Blanca (1925) tuvieron gran éxito de público, sin embargo fue calificado como contrarrevolucionario por las autoridades de la época, motivo por el que se prohibieron sus obras. Una vez paralizada su actividad literaria, en el año 1930 dirigió una carta al gobierno soviético pidiendo el exilio o si no se lo concedían, que le asignaran un empleo en algún teatro. De este modo se convirtió en director adjunto del Teatro del Arte de Moscú. Cuando contrajo una grave enfermedad de riñón y sabiendo que le restaba poco tiempo de vida, se apresuró a escribir la novela que ha sido considerada como su obra maestra y que fue publicada en el año 1966, veintiséis años después de su muerte: El Maestro y Margarita. El relato que presentamos en esta ocasión fue uno de sus primeros escritos, Maleficios (1924), es una narración de fuerte carácter satírico impregnado de una gran fantasía, elementos empleados para exponer una visión crítica y algo surrealista del sistema burocrático imperante tras la revolución. El protagonista se ve obligado a vivir una serie de situaciones absurdas y delirantes a partir de un infortunado equívoco. Todas sus peripecias están narradas con el ritmo de los gags del cine mudo.


(FRAGMENTO)
Huevos fatídicos
MIJAIL BULGAKOV

1
Vladimir Ipatievich Persikov, profesor de Zoología en la Universidad del Cuarto Estado y
director del Instituto Zoológico de Moscú, entró en su oficina de este último, situado en la
Gran Nikitskaya, la tarde del día 16 de abril de 1928. El profesor encendió la deslucida
lámpara central y miró en torno suyo.
Tenía cincuenta y ocho años. Su cabeza, de respetable tamaño, era alargada y calva,
aunque lucía algunos mechones de cabello amarillento a los lados. En su faz imberbe,
destacaba un labio inferior protuberante que le daba una expresión de constante fastidio.
Sobre su roja nariz cabalgaban anticuados anteojos de delgada montura de plata. Tenía los
ojos pequeños y brillantes. Era alto, de espaldas algo encorvadas, y al hablar solía elevar su
ronca voz. Entre sus otras características se encontraba su costumbre de, cada vez que hablaba
de algo con mucho énfasis y convencimiento, levantar el dedo índice de la mano derecha
doblado como un anzuelo, al tiempo que torcía los ojos ostensiblemente. Y dado que siempre
hablaba con seguridad, por su fenomenal erudición en el campo de su especialidad, el anzuelo
aparecía con frecuencia ante los ojos de sus oyentes. Pero a los asuntos que estaban fuera de
su campo (o sea la zoología, la embriología, la anatomía, la botánica y la geografía), les
dedicaba más bien escaso interés y rara vez se molestaba en hablar de ellos.
El profesor no leía los periódicos y nunca iba al teatro. Su mujer le había abandonado en
1913 por un tenor de la ópera, Zimin, dejándole la siguiente nota:
«Tus ranas me hacen estremecer con intolerable asco. El resto de mi vida seré desgraciada
recordándolas.»
El profesor no había vuelto a casarse y siguió sin tener hijos. Era de genio muy vivo, pero
se calmaba pronto. Una cosa le encantaba: el té con frambuesas. Vivía en la avenida
Prechistenka, en un piso de cinco habitaciones. Una de ellas estaba ocupada por su ama de
llaves, María Stepanovna, una mujer pequeña y arrugada que le cuidaba como una nodriza a
un niño. En 1919 el Gobierno le requisó tres de sus cinco habitaciones, a raíz de lo cual
declaró a María Stepanovna:
—Si no terminan estos atropellos, María, tendré que emigrar al extranjero.
Si el profesor hubiera realizado su plan habría podido encontrar con facilidad una cátedra
de Zoología en cualquier Universidad del mundo, siendo, como era, un científico muy
renombrado. Con excepción de los profesores William Weccle, de Cambridge, y Giacomo
Bartolommeo Beccari, de Roma, no tenía rival en materia alguna tocante a los anfibios. Por si
eso fuera poco el profesor Persikov podía conferenciar en cuatro idiomas además del ruso, y
hablaba francés y alemán con la misma fluidez que su lengua materna. Pero su intención de
emigrar nunca fue llevada a la práctica, aun cuando 1920 resultó ser peor que 1919, ya que las
alteraciones se sucedían sin interrupción. Primero, la Gran Micitskava fue rebautizada como
calle Herzen. Marie, el reloj del edificio situado entre ésta y Gornichovqva se paró en las once
y cuarto. Y, para terminar, el Instituto Zoológico se convirtió en escenario de muertes
masivas. Los primeros en morir, incapaces de soportar las perturbaciones de aquel famoso
año, fueron ocho espléndidos ejemplares de rana arbórea; luego, quince sapos comunes,
seguidos, por último, de un espécimen más notable de sapo de Surinam.
Inmediatamente después de los sapos, cuyas muertes diezmaron la población de este
primer orden de anfibios, que es precisamente conocido como «sin cola», el viejo Vías,
vigilante del Instituto, que no pertenecía a la especie de los anfibios, pasó a mejor vida. La
causa de su muerte fue, sin embargo, la misma que la de los desgraciados animales y que
inmediatamente diagnosticó Persikov como «nutrición deficiente».
Y, justamente, el científico se hallaba en lo cierto. Vías estaba a dieta de harina de
cereales, y las ranas tenían que ser alimentadas con gusanos de harina. Desde que faltó lo
primero es lógico que lo segundo también hubiera desaparecido. Persikov pensó, en cambiar
la dieta a los restantes veinte ejemplares de rana arbórea sustituyéndola por otra de
cucarachas, pero éstas también habían desaparecido, demostrando así su maliciosa
animadversión, en tiempo de guerra, contra el comunismo. Y de esta forma los últimos
representantes de aquella especie tuvieron que ser asimismo depositados en los cubos de
basura del patio del Instituto.
El efecto que estas muertes produjo sobre Persikov, especialmente la del sapo de
Surinam, desafía toda descripción, y echó toda la culpa del desastre al entonces comisario de
Educación. Con su sombrero y sus chanclos de goma, plantado en el pasillo del frío Instituto,
Persikov habló, a su asistente Ivanov, un muy elegante caballero de puntiaguda barba rubia:
—¡Matarle por esto es poco, Piotr Stepanovich! ¿Qué es lo que pretenden? Van a acabar
con el Instituto ¿Es eso? Un magnífico macho, un extraordinario ejemplo de Pipa americana
de trece centímetros de largo...
Pero, a medida que avanzaba el tiempo, las cosas iban de mal en peor. Tras la muerte de
Vías todas las ventanas se habían helado y era imposible moverlas, llegando al extremo de
que la superficie del cristal se cubrió de hielo. Los conejos murieron; luego, los zorros, los
lobos, el pez y todas las culebritas de hierba. Persikov se pasaba el día yendo en silencio de un
sitio para otro. Poco después cogió una pulmonía, pero no murió. Una vez recobrado, iba al
Instituto dos veces por semana para dar sus conferencias del anfiteatro, dónde la temperatura,
por algún motivo, permanecía a 5ºC a pesar del frío que hacía afuera. En pie sobre sus
chanclos, con un sombrero de orejeras y una bufanda de lana, exhalando nubes de blanco
vapor, daba a ocho estudiantes una charla sobre «Los reptiles en la zona tórrida». El resto del
tiempo lo pasaba en casa. Con un mantón a cuadros, se tumbaba en el sofá de su habitación,
cuyo respaldo, que llegaba hasta el techo, estaba atiborrado de libros: allí tosía, clavaba la
vista en la estufa abierta que Mana Stenanovna alimentaba con sillas doradas, y se ponía a
pensar en el sapo de Surinam.
Pero como todo tiene su fin en este mundo, 1920, terminado, dejaba paso a 1921. Y este
último mostró, al principio, una cierta tendencia al cambio. Primero, para reemplazar al
difunto Vías, llegó Pankrat. Era joven todavía, pero prometía ser un buen encargado y
conserje. El edificio del Instituto empezaban a acondicionarlo, y, durante el verano, Persikov
se las arregló, con la ayuda de Pankrat, para atrapar en el río Klvazma catorce ejemplares de
Bufi vulgaris. El terrario empezó de nuevo a llenarse de vida... En 1923 Persikov todavía daba
ocho conferencias por semana —tres en el Instituto y cinco en la Universidad—. En 1924
llegó a dar trece a la semana, como se hacía en las Universidades de los Trabajadores. Y en
1925 se hizo famoso al encender a setenta y seis alumnos, por el tema de los anfibios.
—¿Que no sabe usted en qué difieren los anfibios de los reptiles? —preguntaba
Persikov—. Es simplemente ridículo, joven. Sepa usted que los anfibios no tienen apófisis
pélvicas, ninguna. Sí... Debería caérsele la cara de vergüenza. ¿Es usted, acaso, marxista?
—Lo soy... —respondía el ya suspendido alumno, desanimado.
—Muy bien. Vuelva en otoño para un reexamen, por favor —decía Persikov cortésmente,
antes de añadir, volviéndose a Pankrat—: ¡El siguiente!
Igual que los anfibios reviven tras la primera lluvia abundante que sigue a una larga
sequía, así revivió el profesor Persikov en 1926 cuando la Compañía Ruso-Americana edificó
quince casas dé otros tantos pisos en el centro de Moscú, a partir de la esquina de la calleja
Gazetny con Tverskaya, y trescientas casitas para ocho familias de trabajadores cada una en
las afueras de la ciudad, acabando, de una vez por todas, con la absurda crisis de viviendas
que había causado tantas fatigas a los habitantes de Moscú desde 1919 a 1925.
En conjunto, fue uno de los mejores veranos de la vida de Persikov, y en él tuvo bastantes
ocasiones para frotarse las manos y sonreír, de forma tranquila y contenta, al recordar lo
apretados que habían estado en sólo dos cuartos él y María Stepanovna. Ahora, el profesor
tenía de nuevo sus cinco habitaciones, así que se estiró, puso en orden sus dos mil quinientos
libros y sus diagramas, colocó los especímenes en los sitios de costumbre y encendió la
lámpara de pantalla verde que iluminaba su estudio.
El Instituto también estaba irreconocible: se le había dado una capa de pintura de color
marfil, había sido instalada una tubería especial para llevar el agua al cuarto de los reptiles, y
todo el cristal ordinario fue reemplazado por cristal placado. Se le dotó también de cinco
nuevos microscopios, mesas de disección con tablero de cristal, lámparas de dos mil vatios, de
las de luz indirecta, reflectores y marcos para los ejemplares del museo...
Persikov se recobró, y todo el mundo pudo advertirlo en diciembre de 1926, a instancias
de la publicación de su folleto Más sobre el problema de la propagación de los gasterópodos.
Y el verano de 1927 vio la aparición de su obra de mayor envergadura, trescientas cincuenta
páginas, traducida posteriormente a seis idiomas, incluyendo el japonés. La embriología de
las Pirridae. Sapos de pies de laya y Ranas, Editorial del Estado; precio: cinco rublos.
Pero en verano de 1928 tuvieron lugar aquellos increíbles y desastrosos acontecimientos...
El profesor se había sentado en un taburete giratorio de tres patas, y, con dedos
amarillentos por el tabaco, daba vueltas al tornillo de ajuste del magnífico microscopio Zeiss,
examinando una preparación ordinaria de amebas vivas. En el momento en que hacía pasar el
amplificador del 5 al 10.000, la puerta se entreabrió dejando ver una perilla puntiaguda y un
delantal de cuero, pertenecientes ambos al asistente del profesor, al tiempo que llamaba:
—Vladimir Ipatievich, he preparado un mesenterio, ¿le gustaría verlo?
Persikov bajó ágilmente del escabel, dejando el tornillo a medio camino, y, dándole
vueltas entre los dedos al cigarrillo que estaba fumando, se dirigió hacia donde le invitaba su
asistente. Allí, sobre la mesa de cristal, medio muerta de miedo y dolor y crucificada en un
trozo de corcho, había una rana con sus translúcidas vísceras arrancadas del sangriento
abdomen y colgando ante el microscopio.
—Muy bien —dijo Persikov mientras se inclinaba sobre el ocular. Evidentemente debió
de ver algo muy interesante en el mesenterio de la rana, donde los vivos corpúsculos de la
sangre corrían a lo largo de los ríos de vasos. Durante la hora y media siguiente, olvidadas sus
amebas, estuvo turnándose con Ivanov sobre la lente del microscopio. Finalmente, se apartó
del instrumento óptico para anunciar: «La sangre se está coagulando, eso es lo que pasa», y,
estirando sus entumecidas piernas, se levantó y volvió a su laboratorio. Allí, Persikov bostezó,
se frotó sus siempre inflamados párpados y, sentándose en el taburete, se lanzó sobre su
microscopio. Puso los dedos sobre el tornillo para darle la vuelta, pero no llegó a moverlo. En
vez de eso, Persikov vio a través de la lente un borroso disco blanco con gran número de
amebas descoloridas y casi inertes. En su centro había una extraña espiral coloreada, de forma
parecida a la de un rizo de cabello femenino. Tanto Persikov como cientos de sus alumnos
habían visto esa espiral muchas veces, y nunca nadie le había prestado el menor interés. En
realidad, no había ninguna razón para preocuparse por ella. Aquel multicoloreado remolino
luminoso no hacía más que dificultar la observación y demostraba que el microscopio estaba
mal enfocado, por lo que siempre había sido cruelmente eliminado con una simple vuelta al
tornillo que daba una uniforme luz blanca al campo total de visión.
Los largos dedos del zoólogo no habían hecho más que asir firmemente el tornillo
cuando, de pronto, se estremecieron y lo soltaron. La razón de esto vacía en el ojo derecho de
Persikov, que había pasado de atento a atónito y se había abierto desmesuradamente debido a
la sorpresa. Toda su energía y toda su mente estaban ahora concentradas en ese ojo. La
criatura más alta observaba a la más baja, forzando mucho la vista sobre la preparación mal
enfocada. Al cabo de un rato el profesor preguntó, nadie sabe a quién:
—¿Qué es esto? No entiendo...
Un enorme camión, que en aquel momento circulaba frente al Instituto, hizo temblar las
viejas paredes del edificio. El profesor levantó entonces las manos sobre el microscopio,
cubriéndolo como haría una madre para proteger a su hijo, atemorizado por algún peligro. No
había razón alguna para mover el tornillo.
Comenzaba a despertar el nuevo día, y ya una franja dorada sesgaba la marfileña entrada
del Instituto cuando el profesor se decidió a abandonar el microscopio y se encaminó, sobre
sus dormidos pies, hacia la ventana. Con dedos temblorosos apretó un botón situado junto al
marco de ésta, y, tras cerrarse los porticones, las pesadas sombras negras volvieron a expulsar
la luz de la mañana, siendo devuelta al estudio la entendida y sabia noche.
Cetrino y ensimismado, el profesor Persikov se plantó con las piernas abiertas, mientras,
mirando fijamente y con ojos húmedos el parquet que cubría el suelo, murmuraba:
—Pero ¿qué puede ser? ¡Es realmente monstruoso...! Es monstruoso, caballeros —repetía
dirigiéndose a los sapos del terrario.
Pero los sapos dormían, y no contestaron.
Permaneció en silencio durante un momento; luego, dando un papirotazo al interruptor,
apagó la luz que iluminaba la estancia y se puso a mirar nuevamente por el microscopio. Su
cara se tornó tensa, y sus pobladas cejas amarillas se juntaron.
—Hum, hum —musitó—. Se ha ido. Ya veo. Ya veo —dijo lenta y pesadamente,
mirando como un loco, inspirado, la apagada bombilla del techo—. Es muy simple..
Desechó las sombras una vez más y volvió a encender la lámpara. Con la vista fija en la
bombilla sonrió alegremente, casi como un niño.
—Lo conseguiré —dijo con un énfasis solemne—. Lo conseguiré. Con sol también podría
hacerse...
De nuevo reinó la penumbra pero el sol, que ya estaba saliendo, derramó su resplandor
por los muros del Instituto y cayó oblicuamente sobre los adoquines de la calle Herzen. El
profesor, tras abrir la ventana, se puso a calcular desde allí las posiciones del astro durante el
día. Se alejaba un poco y volvía una y otra vez con pasos nerviosos, y, finalmente, se recostó
sobre el alféizar. Se impuso importantes y misteriosas tareas. Regresó donde se hallaba el
microscopio y procedió a recubrirlo con una campana de cristal, y, tras derretir algo de cera
de sellar sobre la llama azul del quemador lacró a la mesa los bordes de aquella campana,
apretando la cera con sus pulgares. Hecho esto, apagó el gas, salió de su estudio y cerró la
puerta con candado.
Los corredores del Instituto estaban todavía en la semioscuridad. El profesor encontró el
camino hasta el cuarto de Pankrat y llamó a la puerta, sin que, durante largo rato, obtuviese
respuesta alguna. Por fin apareció Pankrat, vestido únicamente con unos calzoncillos largos
atados a los tobillos. Sus ojos se abrieron mucho cuando distinguió al científico, aunque
parpadeaban continuamente debido al sueño.
—Pankrat —dijo el profesor mirándole por encima de sus gafas—, perdóneme por
haberle despertado. Escuche, amigo mío, no vaya a mi estudio esta mañana. He dejado allí
trabajo y no quiero que se toque. ¿Entendido?
—Hum-m... comprendo —respondió Pankrat sin entender nada. Se balanceó y emitió un
pequeño gruñido.
—No, escuche; despierte, Pankrat —dijo el zoólogo dándole un ligero empujón en las
costillas, cosa que generó en la faz del otro una expresión atemorizada y una sombra de
inteligencia a sus ojos—. He cerrado el estudio —continuó Persikov—. No vaya a limpiarlo
antes de que yo vuelva, ¿me entiende?
—Sí, señor —farfulló Pankrat.
—Excelente Ahora, vuelva a dormir.
Pankrat dio media vuelta, desapareció tras la puerta e inmediatamente se desplomó sobre
la cama. Mientras, el profesor empezaba a abrigarse en el vestíbulo del Instituto. Se puso su
abrigo gris de entretiempo y su suave sombrero de fieltro Luego, recordando lo que había
visto en el microscopio, fijó la vista en sus chanclos durante largo rato, como si fuera la
primera vez que los veía. Acto seguido, y tras calzarse el chanclo del pie izquierdo, intentó
ponerse el del derecho encima del que ya llevaba, pero no hubo forma de que le entrara.
—¡Qué fantástico accidente el que me llamase Ivanov! —dijo el científico—. De otra
manera nunca lo habría advertido. Pero ¿qué es lo que representa? ¡Sólo el diablo sabe qué
puede traer esto!
El profesor hizo una mueca; se miró los pies de soslayo, se quitó el chanclo izquierdo y se
puso el del pie derecho.
—¡Santo Dios! Uno no puede ni imaginarse las consecuencias...
Tiró desdeñosamente el chanclo izquierdo, que le había estado irritando por negarse a
entrar sobre el derecho, y se fue hacia la puerta llevando puesto uno solo. Se le cavó el
pañuelo y salió a la calle cerrando la pesada puerta tras de sí.
El científico no encontró ni un alma en todo el trayecto hasta la catedral. Una vez allí,
alzó la vista y la cúpula dorada le asombró. El sol la bañaba vistosa y alegremente por un
lado.
—¿Cómo es que nunca hasta ahora la había visto? Qué extraña coincidencia. Maldita sea,
qué loco.
El profesor se inclinó ligeramente y, a la vista de sus pies, calzados de distinta forma, se
sumió en profundas vacilaciones.
«Hum... ¿Qué hacer ahora? Sería una lástima tirar el chanclo. Me lo llevaré», se dijo, al
tiempo que se lo quitaba para transportarlo con mano escrupulosa.
Un pequeño y desvencijado coche dobló por la esquina de Prechistenka. Dentro iban tres
hombres, al parecer bebidos, y una mujer, muy pintada, sobre las rodillas de uno de ellos, con
pijama de seda, última moda, estilo 1928.
—¡Eh, papi! —gritó la mujer con voz ronca y cascada—. ¿En qué tasca dejaste el otro?
El profesor los miró con severidad por encima de sus gafas, pero al cabo de un momento
ya no se acordaba de ellos.

sábado, 20 de abril de 2013

CARLOS FUENTES. CELOS . DEL LIBRO: "En esto creo".


 CELOS 

Los celos matan el amor, pero no el deseo. Éste es el verdadero castigo de la pasión traicionada. Odias a la mujer que rompió el pacto de amor, pero la sigues deseando porque su traición fue la prueba de su propia pasión. Los celos dependen de que una relación amorosa no termine en la indiferencia. La amante que nos abandona debe tener la inteligencia de insultarnos, rebajarnos, agredirnos salvajemente para que no la olvidemos con resignación. Para seguirla deseando con ese nombre pervertido de la voluntad erótica que son los celos. 
Norman Mailer dice que los celos son una galería de retratos en que el celoso es el curador del museo. Yo siento que los celos son como una vida dentro de nuestra vida. Podemos tomar un avión, regresar a nuestra ciudad o una ciudad extraña, llamar a los amigos y a veces hasta perdonar a los enemigos, pero todo el tiempo, estamos viviendo otra vida, aparte aunque dentro de nosotros, con sus propias leyes. Esa vida dentro de la nuestra son los celos y se manifiestan físicamente. Como dice la expresión popular mexicana, nos hace circo la barriga. Una marea salvaje, amarga, biliosa que se agita, sube y baja del corazón a las tripas y de las tripas al sexo baldado, inútil, convertido en herido de guerra. Dan ganas de colgarle una medalla al pobre pene. Y luego una corona fúnebre. Pero la marea de los celos no celebra nada ni se detiene por mucho tiempo en ninguna parte del cuerpo. Lo recorre como un líquido venenoso y su objetivo no es destruirlo, sino asediarlo y exprimirlo para que sus peores jugos asciendan a la cabeza, se fijen verdes y duros como escamas de serpiente en nuestra lengua, en nuestro aliento, en nuestra mirada... 
Los celos nos hacen sentirnos expulsados de la vida, como si hubiese muerto un ser amado. Sólo que el dolor de la muerte lo podemos manifestar. En cambio, el dolor de los celos hay que esconderlo oscuro y envenenado, para evitar la compasión o el ridículo. El celo expuesto nos expone a la risa ajena. Es como volver a la adolescencia, esa edad infausta en la que todo lo que hacemos públicamente —caminar, hablar, mirar— puede ser objeto de la risa del otro. La adolescencia y los celos nos separan de la vida, nos impiden vivirla. 

viernes, 19 de abril de 2013

IV. HESIODO Y LA VIDA CAMPESINA




IV. HESIODO Y LA VIDA CAMPESINA.

AL LADO de Homero colocaban los griegos, como su segundo poeta, al beocio Hesíodo. En él se revela una esfera social completamente distinta del mundo de los nobles y su cultura. Especialmente el últi-mo de los poemas conservados de Hesíodo y el más arraigado a la tierra, los Erga, ofrece la pintura más vivaz de la vida campesina de la metrópoli al final del siglo VIII y completa, de un modo esen-cial, la representación de la vida más primitiva del pueblo griego adquirida en el jónico Homero. Homero destaca, con la mayor cla-ridad, el hecho de que toda educación tiene su punto de partida en la formación de un tipo humano noble que surge del cultivo de las cualidades propias de los señores y de los héroes. En Hesíodo se re-vela la segunda fuente de la cultura: el valor del trabajo. El título Los trabajos γ los días, que la posteridad ha dado al poema didáctico y campesino de Hesíodo, expresa esto de un modo perfecto. El he-roísmo no se manifiesta sólo en las luchas a campo abierto de los caballeros nobles con sus adversarios. También tiene su heroísmo la lucha tenaz y silenciosa de los trabajadores con la dura tierra y con los elementos, y disciplina cualidades de valor eterno para la formación del hombre. No en vano ha sido Grecia la cuna de la humanidad que sitúa en lo más alto la estimación del trabajo. No debe inducirnos a error la vida libre de cuidados de la clase señorial en Homero: Grecia exige de sus habitantes una vida de trabajo. Heródoto expresa esto mediante una comparación con otros países y pue-blos más ricos:   "Grecia ha sido en todos los tiempos un país pobre. Pero en ello funda su areté. Llega a ella mediante el ingenio y la sumisión a una severa ley. Mediante ella se defiende Hélade de la po-breza y de la servidumbre." Su campo se halla constituido por múl-tiples estrechos valles y paisajes cruzados por montañas. Carece casi en absoluto de las amplias llanuras fácilmente cultivables del norte de Europa. Ello le obliga a una lucha constante con el suelo para arrancarle lo que sólo así le puede dar. La agricultura y la gana-dería han sido siempre las ocupaciones más importantes y más carac-terísticas de los griegos. Sólo en las costas prevaleció más tarde la navegación. En los tiempos más antiguos predominó en absoluto el es-tado agrario.
Pero Hesíodo no nos pone sólo ante los ojos la vida campesina, como tal. Vemos también en él la acción de la cultura noble y de su fermento espiritual —la poesía homérica— sobre las capas más profundas de la nación. El proceso de la cultura griega no se realiza (68) sólo mediante la imposición, de las maneras y formas espirituales creadas por una clase superior sobre el resto del pueblo. Todas las cla-ses aportan su propia contribución. El contacto con la cultura más alta, que recibe de la clase dominante, despierta en los rudos y toscos campesinos la más viva reacción. En aquel tiempo eran heraldos de la vida más alta los rapsodas que recitaban los poemas de Homero. En el conocido preludio de la Teogonía, cuenta Hesíodo cómo fue llamado a la vocación de poeta; cómo siendo un simple pastor y apacentando sus rebaños al pie del Helicón, recibió cierto día la ins-piración de las musas, que pusieron en sus manos el báculo del rap-soda. Pero el poeta de Ascra no difundió sólo ante las multitudes que le escuchaban en las aldeas el esplendor y la pompa de los versos de Homero. Su pensamiento se halla profundamente enraizado en el suelo fecundo de la existencia campesina y, puesto que su experiencia personal le llevaba más allá de la vocación homérica y le otorgaba una personalidad y una fuerza propia, le fue dado por las musas re-velar los valores propios de la vida campesina y añadirlos al tesoro espiritual de la nación entera.
Gracias a sus descripciones, podemos representarnos claramente el estado del campo en tiempo de Hesíodo. Aunque no sea posible, en un pueblo tan multiforme como el griego, generalizar a partir del estado de Beocia, sus condiciones son, sin duda, en una amplia me-dida, típicas. Los poseedores del poder y de la cultura son los nobles terratenientes. Pero los campesinos tienen, sin embargo, una consi-derable independencia espiritual y jurídica. No existe la servidumbre y nada indica ni remotamente que aquellos campesinos y pastores, que vivían del trabajo de sus manos, descendieran de una raza so-metida en los tiempos de las grandes emigraciones, como ocurría aca-so en los laconios. Se reúnen todos los días en el mercado y en el λέσχη, y discuten sus asuntos públicos y privados. Critican libremente la conducta de sus conciudadanos y aun de los señores preeminentes y "lo que la gente dice" era de importancia decisiva para el prestigio y la prosperidad del hombre ordinario. Sólo ante la multitud puede afirmar su rango y crearse un prestigio.
La ocasión externa del poema de Hesíodo es el proceso con su codicioso, pleitista y perezoso hermano Perses, el cual, después de haber administrado mal la herencia paterna, insiste constantemente en nuevos pleitos y reclamaciones. La primera vez ha ganado la vo-luntad del juez, mediante soborno. La lucha entre la fuerza y el de-recho, que se manifiesta en el proceso, no es, evidentemente, sólo asunto personal del poeta; éste se hace, al mismo tiempo, portavoz de la opinión dominante entre los campesinos. Su atrevimiento llega a tanto, que echa en cara a los señores "devoradores de regalos" su codicia y el abuso brutal de su poder. Su descripción no puede com-paginarse con la pintura ideal del dominio patriarcal de los nobles en Homero. Este estado de cosas y el descontento que produce existía (69) naturalmente también antes. Pero para Hesíodo el mundo heroico pertenece a otro tiempo distinto y mejor que el actual, "la edad de hierro", que pinta en los Erga con colores tan sombríos. Nada es tan característico del sentimiento pesimista del pueblo trabajador como la historia de las cinco edades del mundo que empieza con los tiempos dorados, bajo el dominio de Cronos, y conduce gradualmente, en línea descendente, hasta el hundimiento del derecho, de la moral y de la felicidad humana en los duros tiempos actuales. Aidos y Némesis se han velado y abandonado la tierra para retornar al Olimpo con los dioses. Sólo han dejado entre los hombres sufrimientos y discor-dias sin fin.
En semejante ambiente no es posible que surja un puro ideal de educación humana, como ocurrió en los tiempos más afortunados de la vida noble. Tanto más importante es averiguar qué parte ha tomado el pueblo en el tesoro espiritual de la clase noble y en la elaboración de la cultura aristocrática para adoptarla y convertirla en una forma de educación adecuada al pueblo entero. Es decisivo para ello el hecho de que el campo no ha sido todavía conquistado y sometido por la ciudad. La cultura feudal campesina no es todavía sinónimo de retraso espiritual ni es estimada mediante módulos ciu-dadanos. "Campesino" no significa todavía "inculto". Incluso las ciudades de los tiempos antiguos, especialmente la metrópoli griega, son principalmente ciudades rurales y en su mayoría siguen siéndolo después. Del mismo modo que todos los años saca el campo nuevos frutos de lo profundo de la tierra, se desarrolla en todas partes una moralidad viva, pensamientos originales y creencias religiosas. No existe todavía una civilización ni un módulo de pensamiento ciuda-dano que todo lo iguale, y aprisione sin piedad toda peculiaridad y toda originalidad.
La vida espiritual más alta en el campo sale naturalmente de las capas superiores. Como muestran ya la Ilíada y la Odisea, la epo-peya homérica fue primero cantada por trovadores andariegos en las residencias de los nobles. Pero aun Hesíodo, que se desarrolló en un ambiente campesino y trabajó en el campo, se educó en el conoci-miento de Homero antes de despertar a la vocación de rapsoda. Su poema se dirige, en primer término, a los hombres de su estado y da por supuesto que sus oyentes entienden el lenguaje artístico de Homero que es el que él mismo emplea. Nada revela de un modo tan claro la esencia del proceso espiritual que se realiza mediante el contacto de aquella clase con la poesía homérica, como la estruc-tura del poema de Hesíodo. En él se refleja el proceso de formación intima del poeta. Toda elaboración poética de Hesíodo se sujeta sin vacilación a las formas estilizadas por Homero. Toma de Homero versos enteros y fragmentos, palabras y frases. El uso de epítetos épi-cos pertenece también al lenguaje de Homero. De ahí resulta un notable contraste entre el fondo y la forma del nuevo poema. Sin embargo, (70) para que estos elementos no populares penetraran en la exis-tencia, vulgar y apegada al terruño, de los campesinos y pastores y otorgaran a sus anhelos y preferencias una claridad consciente y una inspiración moral, era preciso dotarlos de una expresión convincente. El conocimiento de la poesía homérica no significa sólo para los hom-bres del mundo hesiódico un enriquecimiento enorme de los medios de expresión. A pesar de su espíritu heroico y patético, tan ajeno al estilo de su vida, les ofrecía también, por la precisión y claridad con que expresaba los más altos problemas de la vida humana, el ca-mino espiritual que los llevaba, desde la opresora estrechez de su dura existencia, a la atmósfera más alta y más libre del pensamiento.
El poema de Hesíodo nos permite conocer con claridad el tesoro espiritual que poseían los campesinos beocios, independientemente de Homero.   En la gran masa de las sagas de la Teogonía hallamos mu-chos  temas   antiquísimos,   conocidos   ya  por  Homero,   pero   también otros muchos que no aparecen allí.   Y no es siempre fácil distinguir lo que era ya elaborado en forma poética y lo que responde a una simple tradición oral.   En la Teogonía se manifiesta Hesíodo con toda la fuerza del pensamiento descriptivo.   En los Erga se halla más cer-ca de la realidad campesina y de su vida.   Pero también aquí, inte-rrumpe de pronto el curso de su pensamiento y refiere largos mitos, en la seguridad de agradar a  sus oyentes.   También para el pueblo eran los mitos asunto de interés ilimitado.   Da cuerpo a un sinfín de narraciones y reflexiones y constituye la filosofía entera de aquellos hombres.   Así, se manifiesta en la elección inconsciente del asunto de las sagas la orientación espiritual propia  de los campesinos.   Prefie-re los mitos que expresan la concepción de la vida realista y pesimista de aquella clase o las causas de las miserias y las necesidades de la vida social que los oprimen.   En el mito de Prometeo halla la solución al problema de las fatigas y los trabajos de la vida humana; la na-rración de las cinco  edades del  mundo explica  la enorme distancia entre la propia existencia y el  mundo resplandeciente de  Homero y refleja la eterna nostalgia del hombre hacia tiempos mejores; el mito de Pandora expresa la triste y vulgar creencia, ajena al pensamiento caballeresco, de la mujer como origen de todos  los males.   No creo que erremos al afirmar que no fue Hesíodo el primero en popularizar estas historias entre los campesinos.   Pero sí, ciertamente, fue el pri-mero en situarlas con resolución en la amplia conexión social y filosó-fica con que aparecen en sus poemas.   La manera como cuenta, por ejemplo, las historias de Prometeo y  Pandora  presupone claramente que fueron ya conocidas antes por sus oyentes.    El interés predomi-nante por la epopeya homérica pasa a segundo término en el ambiente de Hesíodo, ante estas tradiciones religiosas, éticas y sociales.   En los mitos adquiere forma la  actitud originaria  del hombre ante la exis-tencia.   De ahí que toda clase social posea su propio tesoro de mitos. Al lado de los mitos, posee el pueblo su antigua sabiduría práctica, (71) adquirida por la experiencia inmemorial de innumerables generacio-nes. Consiste, en parte, en los conocimientos y consejos profesionales, en normas morales y sociales, concentrados en breves fórmulas que permitan conservarlos en la memoria. Hesíodo nos ha trasmitido, en sus Erga, un gran número de estas preciosas tradiciones. Estos fragmentos de la obra pertenecen, por su concisión y la originalidad del lenguaje, a las realizaciones poéticas mejor logradas del poema; aunque las amplias exposiciones filosóficas de la primera parte tengan más interés desde el punto de vista de la historia personal y espiritual, en la segunda parte hallamos todas las tradiciones campesinas: viejas reglas sobre el trabajo del campo en las diferentes épocas del año, una meteorología con preceptos sobre el adecuado cambio de los vestidos y reglas para la navegación. Todo ello rodeado de sentencias mo-rales sustanciosas y de preceptos y prohibiciones colocados al princi-pio y al final. Nos hemos anticipado al hablar de la poesía de He-síodo. Se trata, ante todo, de poner en claro los múltiples elementos culturales de los campesinos, para los cuales escribió. En la segunda parte de los Erga se ofrecen de un modo tan patente que no hace falta sino asirlos. Su forma, su contenido y su estructura revelan in-mediatamente su herencia popular. Se hallan en completa oposición con la cultura noble. La educación y la prudencia, en la vida del pue-blo, no conocen nada parecido a la formación del hombre en su perso-nalidad total, a la armonía del cuerpo y el espíritu, a la destreza por igual en el uso de las armas y de las palabras, en las canciones y en los hechos, tal como lo exigía el ideal caballeresco. Mantiene, en cambio, una ética vigorosa y permanente, que se conserva inmutable, a través de los siglos, en la vida material de los campesinos y en el trabajo diario de su profesión. Este código es más real y más próximo a la tierra, aunque carezca de un alto ideal.
En Hesíodo se introduce por primera vez el ideal que sirve de punto de cristalización de todos estos elementos y adquiere una ela-boración poética en forma de epopeya: la idea del derecho. En torno a la lucha por el propio derecho, contra las usurpaciones de su her-mano y la venalidad de los nobles, se despliega en el más personal de sus poemas, los Erga, una fe apasionada en el derecho. La gran novedad de esta obra es que el poeta habla en primera persona. Abandona la tradicional objetividad de la epopeya y se hace el por-tavoz de una doctrina que maldice la injusticia y ensalza el derecho. Justifica esta atrevida innovación el enlace inmediato del poema con la contienda jurídica que sostiene con su hermano Perses. Habla con Perses y a él dirige sus amonestaciones. Trata de convencerle en mil formas de que Zeus protege a la justicia, aunque los jueces de la tierra la conculquen, y de que los bienes mal adquiridos jamás pros-peran. Se dirige entonces a los jueces, a los señores poderosos, me-diante la historia del halcón y el ruiseñor, y en otros lugares. Nos traslada de un modo tan vivaz en la situación del proceso, justamente (72) en el momento anterior a la decisión de los jueces, que no sería difí-cil cometer el error de pensar que Hesíodo escribió, precisamente, en aquel momento y que los Erga son una obra ocasional, nacida ínte-gramente de aquella circunstancia.   Así lo han pensado algunos nue-vos intérpretes.   Parece confirmar este punto de vista el hecho de que en parte alguna nos hable del resultado del pleito.   No parece que el poeta hubiera dejado a sus oyentes a oscuras si hubiese recaído ya una decisión.   Se consideró, así, el poema como un reflejo del pro-ceso real.   Se investigó  sobre  algunos cambios de situación que  se creyó hallar en el poema y se llegó a la conclusión de que la obra, por la relajación arcaica de su composición que nos permite apenas concebirla como una unidad, no es otra cosa que una serie de "Can-tos de amonestación a Perses", separados en el curso del tiempo.   Es la trasposición  al poema   didáctico de  Hesíodo de la teoría de los cantos homéricos de Lachmann.    Difícilmente pueden conciliarse con esta interpretación la existencia de amplias partes del poema de na-turaleza puramente didáctica, que nada tienen que ver con el proceso y que se hallan, sin embargo, dirigidas a su hermano Perses y con-sagradas a su instrucción,  como los calendarios para campesinos  y navegantes y las dos colecciones de máximas morales unidas a ellos. ¿Y qué influencia pudieron tener las doctrinas generales, de carácter religioso y moral, sobre la justicia y la injusticia, mantenidas en la primera parte del poema, sobre la marcha de un proceso real?   En realidad, el caso concreto del proceso jugó evidentemente  un papel importante en la vida de Hesíodo, pero no es para el poema sino la forma artística con que viste el discurso para hacerlo más eficaz.   Sin ello, no sería posible la forma personal de la exposición ni el efecto dramático de la primera parte.   Así se hacía natural y necesaria, por-que el poeta había experimentado, realmente, su íntima tensión en la lucha por su propio derecho.  Por esta razón no nos refiere el proceso hasta su término, porque el hecho concreto no afecta la finalidad di-dáctica del poema.
Así como Homero describe el destino de los héroes que luchan y sufren como un drama de los dioses y de los hombres, ofrece Hesíodo el vulgar acaecimiento civil de su pleito judicial como una lucha de los poderes del cielo y de la tierra por el triunfo de la justicia. Así, eleva un suceso real de su vida, que carece por sí mismo de importancia, al noble rango y a la dignidad de una verdadera epo-peya. No puede, naturalmente, como lo hace Homero, trasladar a sus oyentes al cielo, porque ningún mortal puede conocer las decisiones de Zeus sobre sí mismo y sobre sus cosas. Sólo puede rogar a Zeus que proteja la justicia. El poema empieza con himnos y plegarias. 
(73) Zeus, que humilla a los poderosos y ensalza a los humildes, debe hacer justa la sentencia de los jueces. El poeta mismo toma en tierra el papel activo de decir la verdad a su hermano extraviado y apartarlo del camino funesto de la injusticia y la contienda. Verdad que Eris es una deidad a la cual los hombres deben pagar tributo, aun contra su voluntad. Pero al lado de la Eris mala hay una buena que no promueve la lucha, sino la emulación. Zeus le dio su morada en las raíces de la tierra. Enciende la envidia en el perezoso ante el éxito de su vecino y lo mueve al trabajo y al esfuerzo honrado y fecundo. El poeta se dirige a Perses para prevenirle contra la Eris mala. Sólo puede consagrarse a la inútil manía de disputar el hombre rico que tiene llenas las trojes y no se halla agobiado por el cuidado de su subsistencia. Éste puede maquinar contra la hacienda y los bienes de los demás y disipar el tiempo en el mercado. Hesíodo exhorta a su hermano a no tomar, por segunda vez, este camino, y a recon-ciliarse con él sin proceso; puesto que dividieron ya, desde hace tiempo, la herencia paterna y Perses tomó para sí más de lo que le correspondía, sobornando a los jueces. "Insensatos, no saben cuan verdadera es la sentencia de que la mitad es mayor que el todo y qué bendición encierra la hierba más humilde que produce la tierra para el hombre, la malva y el asfódelo."   Así el poeta, al dirigir su exhor-tación a su hermano, pasa del caso concreto a su formulación gene-ral. Y ya desde el comienzo se deja entrever cómo se ensalza la advertencia contra las contiendas y la injusticia y la fe inquebran-table en la protección del derecho por las fuerzas divinas, con la segunda parte del poema, las doctrinas del trabajo de los campesinos y los navegantes y las sentencias relativas a lo que el hombre debe hacer y omitir. La única fuerza terrestre que puede contraponerse al predominio de la envidia y las disputas es la Eris buena, con su pacífica emulación en el trabajo. El trabajo es una dura necesidad para el hombre, pero es una necesidad. Y quien provee mediante él a su modesta subsistencia, recibe mayores bendiciones que quien co-dicia injustamente los bienes ajenos.
Esta experiencia de la vida se funda, para el poeta, en las leyes permanentes que rigen el orden del mundo, enunciadas en forma religiosa y mítica. Ya en Homero hallamos el intento de interpreta-ción de algunos mitos desde el punto de vista de una concepción del mundo. Pero este pensamiento, fundado en las tradiciones míticas, no se halla allí todavía sistematizado. Esta tarea le estaba reservada a Hesíodo, en la segunda de sus grandes obras: la Teogonía. Los relatos heroicos participan apenas en la especulación cosmológica y teológica. Los relativos a los dioses constituyen, en cambio, su fuente más abundante. El impulso causal naciente halló satisfacción en la construcción sagaz y completa de la genealogía de los dioses. Pero
74                                     LA PRIMERA GRECIA
los tres elementos más esenciales de una doctrina racional del devenir del mundo aparecen también, evidentes, en la representación mítica de la Teogonía:  el Caos, el espacio vacío;  la Tierra  y el Cielo, funda-mento  y cubierta  del mundo, separados del Caos,  y  Eros, la  fuerza originaria creadora y animadora del cosmos.   La tierra y el cielo son elementos esenciales de toda concepción mítica del mundo.   Y el Caos, que hallamos también en los mitos nórdicos, es evidentemente una idea originaria de las razas indogermánicas.   El  Eros de Hesíodo es una idea especulativa original y de una fecundidad filosófica enorme.   En la Titanomaquia y en la doctrina de las grandes dinastías de los dio-ses, entra en  acción la idea  teológica de  Hesíodo de construir una evolución del mundo, llena de sentido, en la cual intervienen fuerzas de carácter ético además de las fuerzas telúricas y atmosféricas.   El pensamiento de la Teogonía no se contenta con ponerlos en  relación con los dioses reconocidos y venerados en los cultos ni con los con-ceptos tradicionales de la religión reinante.   Por el contrario, pone al servicio de una concepción sistemática, sobre el origen del mundo y de la vida humana, elaborada mediante la fantasía y el intelecto, los datos de la religión en el sentido más amplio del culto, de la tradi-ción  mítica  y  de la  vida  interior.   Así,  concibe toda fuerza  activa como una fuerza divina, como corresponde a aquel grado de la evo-lución   espiritual.   Nos hallamos,  pues,  ante  un pensamiento  vivo y mítico, expuesto en la forma de un poema original.   Pero este siste-ma mítico se halla constituido y gobernado por un elemento racional, como lo demuestra el hecho de que se extienda mucho más allá del círculo  de los  dioses  conocidos  por  Homero  y  objeto   del   culto  y de que no se limite a los meros registros y combinaciones de dioses admitidos por la  tradición, sino que se atreva a una interpretación creadora  de los   mismos  e invente   nuevas personificaciones   cuando así lo exijan las nuevas necesidades del pensamiento abstracto.
Bastan estas breves referencias para comprender el trasfondo de los mitos que introduce Hesíodo en los Erga, para explicar la presen-cia de la fatiga y los trabajos en la vida humana y la existencia del mal en el mundo. Así se ve, ya en el relato introductorio sobre la buena y la mala Eris, que la Teogonía y los Erga, a pesar de la diferencia de su asunto, no se hallaban separados en el espíritu del poeta, sino que el pensamiento del teólogo penetra en el del moralista, así como el de éste se manifiesta claramente en la Teogonía. Ambas obras desarrollan la íntima unidad de la concepción del mundo, de una personalidad. Hesíodo aplica la forma "causal" del pensamiento, propia de la Teogonía, en la historia de Prometeo de los Erga, a los problemas éticos y sociales del trabajo. El trabajo y los sufrimientos deben de haber venido alguna vez al mundo. No pueden haber for-mado parte, desde el origen, de la ordenación divina y perfecta de las cosas. Hesíodo busca su causa en la siniestra acción de Prometeo, en el robo del fuego divino, que considera desde el punto de vista (75) moral. Como castigo, creó Zeus a la primera mujer, la astuta Pan-dora, madre de todo el género humano. De la caja de Pandora sa-lieron los demonios de la enfermedad, de la vejez y otros mil males que pueblan hoy la tierra y el mar.
Es una innovación atrevida interpretar el mito desde el punto de vista de las nuevas ideas especulativas del poeta y colocarlo en un lugar tan central. Su uso en la marcha general del pensamiento de los Erga corresponde al uso paradigmático del mito en los discursos de los personajes de la epopeya homérica. No se ha reconocido esta razón para los dos grandes "episodios" o "digresiones" míticas del poema de Hesíodo, a pesar de su gran importancia para la compren-sión de su fondo y de su forma. Los Erga constituyen una grande y singular admonición y un discurso didáctico y. como las elegías de Tirteo o de Solón, derivan directamente, en el fondo y en la forma, de los discursos de la epopeya homérica.  En ellos se hallan muy en su lugar los ejemplos míticos. El mito es como un organismo: se des-arrolla, cambia y se renueva incesantemente. El poeta realiza esta transformación. Pero no la realiza respondiendo simplemente a su arbitrio. El poeta estructura una nueva forma de vida para su tiempo e interpreta el mito de acuerdo con sus nuevas evidencias íntimas. Sólo mediante la incesante metamorfosis de su idea se mantiene el mito vivo. Pero la nueva idea es acarreada por el seguro vehículo del mito. Esto es válido ya para la relación entre el poeta y la tradi-ción en la epopeya homérica. Pero se hace todavía mucho más claro en Hesíodo, puesto que aquí la individualidad poética aparece de un modo evidente, actúa con plena conciencia y se sirve de la tradición mítica como de un instrumento para su propio designio.
Este uso normativo del mito se revela con mayor claridad por el hecho de que Hesíodo, en los Erga, coloca, inmediatamente después de la historia de Prometeo, la narración de las cinco edades del mundo, mediante una fórmula de transición que carece acaso de estilo, pero que es sumamente característica para nuestro propósito.  "Si tú quieres, te contaré con arte una segunda historia hasta el fin. Acéptala, empero, en tu corazón." En este tránsito del primer mito al segundo era necesario dirigirse de nuevo a Perses, para llevar a la conciencia de los oyentes la unidad del fin didáctico de dos narracio-nes en apariencia tan distintas. La historia de la antigua Edad de Oro y de la degeneración siempre creciente de los tiempos subsiguientes, debe mostrar que los hombres eran originariamente mejores que hoy (76) y vivían sin trabajos ni penas.   Sirve de explicación el mito de Pro-meteo.   Hesíodo no vio que ambos mitos en realidad se excluyen, lo cual es particularmente significativo para su plena interpretación ideal del mito.   Menciona Hesíodo, como causas de la creciente desventura de los  hombres, el progreso de  hybrís y la irreflexión, la desapari-ción del temor de los dioses, la  guerra y  la violencia.   En la edad quinta, la edad de hierro, en la cual el poeta lamenta tener que vivir, domina sólo el derecho del más fuerte.   Sólo los malhechores pueden afirmarse en ella.   Aquí refiere Hesíodo la tercera historia: la del hal-cón y el ruiseñor.   La dirige expresamente a los jueces, a los señores poderosos.   El halcón arrebata al ruiseñor —el "cantor"— y  a  sus lamentos lastimeros responde el raptor, mientras lo lleva en sus garras a través de los aires:    "Desventurado, ¿de qué te sirven tus gemidos? Te hallas en poder de uno más fuerte que tú y me seguirás a donde quiera llevarte.  De mí depende comerte o dejarte."  Hesíodo denomina a esta historia de animales, un amos.  Semejantes fábulas eran creídas por todo el pueblo.   Cumplían en el pensamiento popular una función análoga a la de los paradigmas míticos en los discursos épicos: con-tenían una verdad general.   Homero  y  Píndaro  denominan también ainos a los ejemplos míticos.   Sólo más tarde se limita el concepto a las fábulas de animales.   Contiene el sentido ya conocido de adverten-cia o consejo.  Así, no es sólo ainos la fábula del halcón y el ruiseñor. Éste es sólo el ejemplo que ofrece Hesíodo a los jueces.   Verdaderos ainos son también la historia de Prometeo y el mito de las edades
del mundo.
Las mismas alocuciones dirigidas a ambas partes, a Perses y a los jueces, se repiten en la siguiente parte del poema.   En ella nos mues-tra la maldición de la injusticia y la bendición de la justicia, mediante las imágenes religiosas de la ciudad justa y de la ciudad injusta.  Diké se convierte aquí, para el poeta, en una divinidad independiente.   Es la hija de Zeus, que se sienta con él y se lamenta cuando los hombres abrigan designios injustos, puesto que tiene que darle cuenta de ellos. Sus ojos miran también a esta ciudad y al litigio que se sostiene en ella.  Y el poeta se dirige de nuevo a Perses:    "Toma esto en consi-deración; atiende a la justicia y olvida la violencia.   Es el uso que ha ordenado Zeus a los hombres: los peces y los animales salvajes y los pájaros alados pueden comerse unos a   otros,   puesto   que entre ellos no existe el derecho.   Pero a los hombres les confirió la justicia, el más alto de los bienes."   Esta diferencia entre los hombres y los animales se enlaza claramente con el ejemplo del halcón y el ruiseñor. Hesíodo piensa que entre los hombres no hay que  apelar nunca al derecho del más fuerte, como lo hace el halcón con el ruiseñor.
En la primera parte del poema se revela la creencia religiosa de que la idea del derecho se halla en el centro de la vida.   Este elemento (77) ideológico no es, naturalmente, un producto original de la vida cam-pesina primitiva. En la forma en que lo hallamos en Hesíodo, ni tan siquiera pertenece a la Grecia propiamente dicha. Del mismo modo que los rasgos racionales que se revelan en el afán sistemático de la Teogonía presuponen las relaciones ciudadanas y el desarrollo espiri-tual avanzado de Jonia. La fuente más antigua de estas ideas es, para nosotros, Homero. En él se halla contenido el primer elogio de la justicia. Sin embargo, la idea del derecho no se halla tan en primer término en la Ilíada como en la Odisea, más próxima, en el tiempo, a Hesíodo. En ella hallamos la creencia de que los dioses son guardianes de la justicia y de que su reinado no sería, en verdad, divino, si no condujera, al fin, al triunfo del derecho. Este postulado domina la acción entera de la Odisea. También en la Ilíada hallamos, en un famoso ejemplo de la Patrocleia, la creencia de que Zeus pro-mueve terribles tempestades en el cielo cuando los hombres conculcan la justicia en la tierra.  Sin embargo, estas huellas aisladas de una concepción ética de los dioses y aun las convicciones que gobiernan la Odisea, se hallan muy lejos de la pasión religiosa de Hesíodo, el profeta del derecho, el cual, como simple hombre del pueblo empren-de, mediante su fe inquebrantable en la protección del derecho por los dioses, una lucha contra su propio ambiente y nos arrebata toda-vía, a través de los siglos, con su irresistible pathos. Toma de Homero el contenido de su idea del derecho, así como algunos giros carac-terísticos del lenguaje. Pero la fuerza reformadora mediante la cual experimenta esta idea en la realidad, así como el absoluto predomi-nio de su idea del gobierno de los dioses y del sentido del mundo, abre una nueva edad. La idea del derecho es, para él, la raíz de la cual ha de surgir una sociedad mejor. La identificación de la volun-tad divina de Zeus con la idea del derecho y la creación de una nueva figura divina, Diké, tan íntimamente vinculada con Zeus, el dios más alto, son la consecuencia inmediata de la fuerza religiosa y la severi-dad moral con que sintieron la exigencia de la protección del derecho la clase campesina naciente y los habitantes de la ciudad.
Es imposible admitir que Hesíodo, en su tierra beocia, alejado del desarrollo espiritual propio de los países transmarinos, haya mante-nido por primera vez aquella exigencia y sacada de sí mismo la totalidad de su pathos social. La experimentó con más vehemencia en su lucha con aquel medio ambiente y se convirtió, así, en su he-raldo. Él mismo cuenta en los Erga  cómo su padre, venido a menos en la ciudad de Cime, en el Asia Menor, inmigró a Beocia. Así, es razonable presumir que el sentimiento de melancolía experimentado (78) en su nueva patria, tan amargamente expresado por el hijo, le haya sido trasmitido por su padre. Su familia no se ha sentido nunca en su casa en la miserable aldea de Ascra. Hesíodo la denomina "ho-rrible en invierno, insoportable en verano y nunca agradable". Es evidente que desde joven aprendió en su casa paterna a ver con mi-rada crítica las relaciones sociales de los beocios. Introdujo la idea de diké en su medio ambiente. Ya en la Teogonía la introduce de un modo expreso.  La presencia de la trinidad divina y moral de las Horas, Diké. Eunomia e Irene, al lado de las Moiras y de las Ca-rites, se debe evidentemente a una predilección del poeta. Del mismo modo que en la genealogía de los vientos cuenta a Notos. Bóreas y Céfiro, en la detallada descripción de los males que sobrevienen a los marineros y a los campesinos,  alaba a las diosas del derecho, el buen orden y la paz, como promotoras de las "obras de los hom-bres". En los Erga, la idea del derecho de Hesíodo penetra toda la vida y el pensamiento de los campesinos. Mediante la unión de la idea del derecho con la idea del trabajo consigue crear una obra en la cual se desarrolla desde un punto de vista dominante y adquiere un carácter educador la forma espiritual y el contenido real de la vida de los campesinos. Vamos a mostrarla ahora, en breves rasgos, en la amplia construcción de los Erga.
Inmediatamente después   de   la  advertencia   con  que se cierra la primera parte, de seguir   el derecho y   abandonar ya  para   siempre la injusticia, se dirige Hesíodo una vez más a su hermano, en aque-llos famosos versos que han corrido durante millares de años de boca en boca,  separados de  su contexto.    Ellos solos bastan para hacer al poeta  inmortal.   "Deja  que te   aconseje  con  recto   conocimiento, Perses, mi niño grande."   Las palabras del poeta toman un tono pa-ternal, pero cálido y convincente.   "Fácil es alcanzar en tropel la mi-seria.   Liso es el camino.   Y no reside lejos.   Sin embargo, los dioses inmortales han colocado antes del éxito, el sudor.   Largo y escarpado es el sendero que conduce a él y, al principio, áspero.   Sin embargo, cuando has alcanzado la cúspide, resulta fácil, a pesar de su rudeza." "Miseria"   y  "éxito"  no  traducen  exactamente  las  palabras  griegas kako/thej  y a)reth/.   Con ello expresamos, por lo menos, que no se tra-ta   de  la perversidad y la virtud moral tal como lo   entendió   más tarde la Antigüedad.    Este fragmento se enlaza con las palabras de ingreso en la primera parte, relativas a la Eris buena y mala.   Des-pués de haber puesto claramente ante los ojos del lector la desgracia de la lucha, es preciso mostrar ahora el valor del trabajo.   El trabajo es ensalzado como  el único, aunque difícil camino, para llegar a  la areté.    El   concepto   abraza  al mismo tiempo  la  destreza  personal  y lo que  de  ella deriva —bienestar,  éxito, consideración.   No se trata de la areté guerrera de la antigua nobleza, ni de la clase propietaria, (79) fundada en la riqueza, sino la del hombre trabajador, que halla su expresión en una posesión moderada. Es la palabra central de la segunda parte, los Erga propiamente dichos. Su fin es la areté, tal como la entiende el hombre del pueblo. Quiere hacer algo con ella y prestarle una figura. En lugar de los ambiciosos torneos caballerescos, exigidos por la ética aristocrática, aparece la silenciosa y tenaz rivalidad del trabajo. Con el sudor de su frente debe ganar el hombre su pan. Pero esto no es una maldición, sino una bendición. Sólo a este precio puede alcanzar la areté. Así, resulta perfectamente claro que Hesíodo, con plena conciencia, quiere poner, al lado de la edu-cación de los nobles, tal como se refleja en la epopeya homérica, una educación popular, una doctrina de la areté del hombre sencillo. La justicia y el trabajo son los pilares en que descansa.
Pero, entonces, ¿es posible enseñar la areté? Esta pregunta fun-damental se halla al principio de toda ética y de toda educación. Hesíodo la suscita, apenas pronunciada la palabra areté. "Ciertamen-te, es el mejor de los hombres aquel que todo lo considera, y examina qué cosa será en último término lo justo. Bueno es también el que sabe seguir lo que otro rectamente le enseña. Sólo es inútil aquel que ni conoce por sí mismo ni toma en su corazón la doctrina de otro." Estas palabras se hallan, no sin fundamento, entre la enuncia-ción del fin —la areté— y el comienzo de los preceptos particulares que se vinculan inmediatamente a él. Perses, y quienquiera que oiga las doctrinas del poeta, debe hallarse dispuesto a dejarse guiar por él si no es capaz de conocer, en su propia intimidad, lo que le aprovecha y lo que le perjudica. Así se justifica y adquiere sentido la totalidad de su enseñanza. Estos versos han valido en la ética filo-sófica posterior como el primer fundamento de toda doctrina ética y pedagógica. Aristóteles los acepta en su plenitud en la Ética nicomaquea en su consideración introductora sobre el punto de vista adecuado (αρχή) de la enseñanza ética.  Ésta es una indicación de la mayor importancia para comprender su función en el esquema ge-neral de los Erga. También allí juega un papel de la mayor impor-tancia la cuestión del conocimiento. Perses no tiene una concepción justa. Pero el poeta debe dar por supuesto que es posible enseñarla, desde el momento en que trata de comunicarle su propia convicción y de influir en él. La primera parte prepara el terreno para sembrar la simiente de la segunda. Desarraiga prejuicios y errores que se interponen en el camino del conocimiento de la verdad. No es posible que el hombre llegue a su fin mediante la contienda y la injusticia. Para obtener la verdadera prosperidad es preciso que ajuste sus aspi-raciones al orden divino que gobierna el mundo. Una vez que el nombre ha llegado a la íntima convicción de esto, otro puede, me-diante sus enseñanzas, ayudarle a encontrar el camino.
(80) Siguen a la parte general, que lo pone en esta situación precisa, las doctrinas prácticas particulares,  mediante una serie de sentencias que otorgan al trabajo el más alto valor.   "Así, recuerda mis adver-tencias   y  trabaja,   Perses,   vástago   divino,  para   que  el  hambre  te aborrezca y te ame la casta y bella Deméter y llene con abundancia tus graneros.   Quien vive inactivo es aborrecido de los dioses y de los hombres.   Asemeja  al  zángano   que consume  el   penoso   trabajo  de las abejas.   Procúrate un justo placer entregándote, en una justa me-dida,   al trabajo.   Así, tus graneros  se  llenarán con las  provisiones que te proporcione cada año."   "El trabajo no es ninguna vergüenza. La ociosidad sí es una vergüenza.   Si trabajas te envidiará el ocioso por tu ganancia.   A la ganancia sigue la consideración y el respeto. En su condición, el trabajo es lo único justo, sólo con que cambies tu atención de la codicia de los bienes ajenos y la dirijas a tu pro-pio trabajo y cuides de su mantenimiento, tal como te lo aconsejo." Habla entonces Hesíodo de la tremenda vergüenza de la pobreza, de las riquezas adquiridas injustamente y de las riquezas concedidas por Dios,   y pasa a  una serie de preceptos   particulares  sobre  la vene-ración  de los dioses, la piedad y la propiedad.   Habla de las rela-ciones con los amigos y los enemigos, y especialmente con los veci-nos queridos, del dar,  el recibir y  el ahorrar, de la confianza y la desconfianza, especialmente con las mujeres, sobre la sucesión y el nú-mero de hijos.   Sigue una descripción de los trabajos de los campe-sinos y de los marineros y  acaba con otra colección  de sentencias. Concluye con los "días", fastos y nefastos. No necesitamos analizar esta parte del poema.  Especialmente la doctrina relativa a los trabajos pro-fesionales de los campesinos y los marineros —no tan separados entre los beocios como en nuestros tiempos— penetra tan profundamente en la  realidad de  sus  particularidades que, a pesar del  encanto de su descripción de la vida cotidiana del trabajo,  no podemos examinar-los aquí.   El orden maravilloso que domina la totalidad de esta vida y  el ritmo  y la belleza  que otorga, se deben a su íntimo   contacto con la naturaleza y su curso inmutable y su constante retorno.   En la primera parte, la exigencia de justicia y honradez se funda en el orden  moral del mundo.    En la segunda,  la ética del trabajo y  de la profesión surge del orden natural de la existencia y  de él recibe sus leyes.   El pensamiento de Hesíodo no los separa.   El orden moral y el orden natural derivan igualmente de la divinidad.   Cuanto el hom-bre hace y omite, en su relación con sus semejantes y en su relación con los dioses, así como en el trabajo cotidiano, constituye una uni-dad con sentido.
Hemos observado ya que el rico tesoro de experiencias del trabajo y de la vida que se despliega ante el lector en esta parte de la obra procede de una tradición popular, milenaria y profundamente arraigada. (81) Esta corriente inmemorial que brota de la tierra, todavía inconsciente de sí misma, es lo más conmovedor del poema de He-síodo y la causa principal de su fuerza. El vigor impresionante de su plena realidad deja en la sombra a los convencionalismos poéticos de algunos de los cantos homéricos. Un nuevo mundo, cuya riqueza en belleza original humana sólo se revela en algunos ejemplos de la epopeya heroica, tales como la descripción del escudo de Aquiles, ofrece ante los ojos su fresco verdor, el fuerte olor de la tierra abierta por su arado y el canto del cuclillo en los arbustos que es-timula el trabajo campesino. Todo ello se halla enormemente alejado del romanticismo de los poetas eruditos de las grandes ciudades y de los idilios de la época helenística. La poesía de Hesíodo nos ofrece realmente la vida de los hombres del campo en su plenitud. Funda su idea del derecho, como fundamento de toda vida social, en este mundo natural y primitivo del trabajo y se convierte en el heraldo y el creador de su estructura íntima. Ofrece al trabajador su vida penosa y monótona como espejo del más alto ideal. No debe mirar ya con envidia a la clase social de la cual ha recibido, hasta ahora, todo alimento espiritual. Halla en su propia vida y en sus actividades habituales, y aun en su propia dureza, una alta significación y un designio elevado.
En la poesía de Hesíodo se realiza ante nuestros ojos la forma-ción independiente de una clase popular, hasta aquel momento ex-cluida de toda educación consciente. Se sirve de las ventajas que ofrece la cultura de las clases más altas y de las formas espirituales de la poesía cortesana. Pero crea su propia forma y su ethos, exclu-sivamente, a partir de las profundidades de su propia vida. Gracias a que Homero no es solamente un poeta de clase, sino que se eleva desde la raíz de un ideal de clase a la altura y a la amplitud gene-ral y humana del espíritu, posee la fuerza capaz de orientar en su propia cultura a una clase popular que vive en condiciones de exis-tencia completamente distintas, de hallar el sentido peculiar de su vida humana y de conformarla de acuerdo con sus leyes íntimas. Esto es de la mayor importancia. Pero todavía es más importante el hecho de que, mediante este acto de autoformación espiritual, sale de su aisla-miento y hace sentir su voz en el ágora de las naciones griegas. Así como la cultura aristocrática adquiere en Homero una influencia de tipo general humano, con Hesíodo la civilización campesina sale de los estrechos límites de su esfera social. Aunque el contenido del poema sólo sea comprensible y aplicable para los campesinos y el trabajo del campo, los valores morales implícitos en aquella concepción de la vida se hacen accesibles, de una vez para siempre, a todo el mun-do. Claro es que la concepción agraria de la sociedad no dio el sello definitivo a la vida del pueblo griego. La cultura griega halló en la polis su forma más peculiar y completa. Lo que conserva de la cultura campesina se mantiene en un trasfondo espiritual. De tanta (82) o mayor importancia es el hecho de que el pueblo griego considere ya para siempre a Hesíodo como un educador orientado en el ideal del trabajo y de la justicia estricta y que, formado en el medio cam-pesino, conserve su valor aun en situaciones sociales totalmente di-versas.
La verdadera raíz de la poesía de Hesíodo reside en la educación. No   depende  del   dominio   de  la   forma   épica  ni  de  la  materia   en cuanto  tal.   Si consideramos los poemas didácticos  de  Hesíodo sólo como una aplicación más o menos original del lenguaje y las formas poéticas de los rapsodas a un contenido que se consideró como "pro-saico"  por las  generaciones posteriores, sobreviene la duda sobre el carácter   poético   de la  obra.   Los   filólogos  antiguos  formularon  la misma duda en relación con los poemas didácticos posteriores.    He-síodo mismo halló la justificación de su misión poética en su volun-tad profética de convertirse en el maestro de su pueblo.   Con estos ojos consideraron sus contemporáneos a Homero.   No podían imagi-nar una forma más alta de influjo espiritual que el de los poetas y los  rapsodas homéricos.   La misión educadora del  poeta se hallaba inseparablemente vinculada a la  forma del lenguaje épico, tal como la habían experimentado por el influjo de Homero.   Cuando Hesíodo recogió, a su modo, la herencia de Homero, definió  para la posteridad, más allá de los límites de la simple poesía didáctica, la esencia de la creación poética, en el sentido social, educador y constructivo. Esta fuerza constructora surge, más  allá de la instrucción moral e intelectual, en la  esencia de las cosas,  dando  nueva vida a  cuanto toca.   La amenaza inmediata   de   un   estado social dominado por la disensión y la injusticia condujo a Hesíodo a la visión de los funda-mentos en que descansaba la vida de aquella sociedad y la de cada uno de sus miembros.   Esta visión esencial, que penetra en el sentido simple y originario  de la  vida, determina la función del verdadero poeta.  Para él no existe asunto prosaico o poético por sí mismo.
Hesíodo es el primer poeta griego que habla en nombre propio de su medio ambiente. Así se eleva, más allá de la esfera épica, que pregona la fama e interpreta las sagas, a la realidad y a las luchas actuales. En el mito de las cinco edades se manifiesta claramente que considera el mundo heroico de la epopeya como un pasado ideal, que contrapone al presente de hierro. En el tiempo de Hesíodo el poeta se esfuerza por ejercer una influencia directa en la vida. Por primera vez mantiene la pretensión de guía, sin fundarla en una ascendencia aristocrática ni en una función oficial reconocida. Surge, de pronto, la comparación con los profetas de Israel, desde antiguo destacada. Sin embargo, con Hesíodo, el primero de los poetas griegos que se levanta con la pretensión de hablar públicamente a la comuni-dad, por razón de la superioridad de su conocimiento, se anuncia el (83) helenismo como una nueva época en la historia de la sociedad. Con Hesíodo empieza el dominio y el gobierno del espíritu que presta su sello al mundo griego. Es el "espíritu", en su sentido original, el ver-dadero spiritus, el aliento de los dioses que él mismo pinta como una verdadera experiencia religiosa y que recibe, mediante una ins-piración personal, de las musas, al pie del Helicón. Las musas mismas explican su fuerza inspiradora cuando Hesíodo las invoca como poeta: "En verdad sabemos decir mentiras cuando semejan verdades, pero sabemos también, si queremos, revelar la verdad."  Así se ex-presa en el preludio de la Teogonía. También en el proemio de los Erga quiere Hesíodo revelar la verdad a su hermano.  Esa concien-cia de enseñar la verdad es algo nuevo en relación con Homero, y la forma personal de la poesía de Hesíodo debe hallarse, de alguna ma-nera, en conexión con ella. Es la característica peculiar del poeta griego que, mediante el conocimiento más profundo de las conexiones del mundo y de la vida, quiere conducir al hombre errado por el ca-mino justo.

Werner Jaeger. LA PAIDEIA.

jueves, 18 de abril de 2013

Giovanni Antonio Bazzi, nació en 1477 y murió en 1549

ENTRE PARÉNTESIS. ROBERTO BOLAÑO.
Il Sodoma 
Miércoles 9 de mayo de 2001

Giovanni Antonio Bazzi, llamado Il Sodoma, nació en 1477 y murió en 1549. La primera noticia que tuve de él se la debo a Pere Gimferrer, que además de ser un gran poeta lo ha leído prácticamente todo. Hablábamos de un cuento llamado "Sodoma" y Gimferrer me preguntó si el tema era sobre la ciudad bíblica o sobre el pintor. Sobre la ciudad, por supuesto, le contesté. Jamás había oído hablar de un pintor llamado Sodoma.
 Por un momento pensé que se trataba de una broma de Gimferrer, pero no, Il Sodoma había existido e incluso Giorgio Vasari le dedicaba unas páginas en su libro canónico, el monumental "La vite dei piu eccellenti architetti, pittori et scultori italiani". Su nombre, el Sodoma, alude claramente a sus gustos sexuales.
 Se dice que los niños le gritaban Sodoma cuando Il Sodoma volvía a su taller, y después fueron las mujeres, las lavanderas de Siena quienes lo llamaban, entre risas, Sodoma, y pronto todo el mundo lo conoció por ese nombre, un nombre ciertamente violento, brutal, que se correspondía de alguna manera con la pintura de Il Sodoma, hasta el punto en que un día Bazzi empezó a firmar sus lienzos con ese apodo, que asumió con orgullo y con ese espíritu carnavalesco que lo acompañó durante toda su vida.
 Su casa, que también era su taller, se asemejaba, más que a una casa y a un taller de pintor renacentista, a un zoológico. Tras la puerta había un pasillo oscuro, grande como para que cupiera un carro de caballos, y luego había un cuervo que hablaba y que anunciaba al visitante que había traspuesto el umbral de la casa de Il Sodoma. El cuervo decía "Sodoma, Sodoma, Sodoma", y también decía "visita, visita, visita". 
 El cuervo a veces estaba en una jaula y otras veces en libertad. También había un mono, que se movía por el patio interior y entraba y salía por las ventanas, y que Il Sodoma seguramente había comprado a algún viajero de África, además de un burro (un burro teológico, decía su dueño) y un caballo y multitud de gatos y perros, aparte de pájaros de muchas especies dentro de jaulas que colgaban de los muros y paredes del interior de la casa. Se dice que tenía un tigre o un tigrillo, pero esto es dudoso.
 El animal más extraordinario, sin embargo, era el cuervo, a quien todos los visitantes de Il Sodoma querían oír hablar. Este cuervo a veces se sumía en un mutismo obstinado, durante días, y otras veces era capaz de recitar versos de Cavalcanti. Nunca, que se sepa, dejó de cumplir con su labor de portero, y de esta manera los vecinos se enteraban de las visitas nocturnas que recibía el pintor, por los gritos del cuervo que los sobresaltaba en la madrugada, pronunciando guturalmente, con un deje entre irónico y angustioso, la palabra Sodoma.
 Il Sodoma fue un humorista y su obra pictórica, desperdigada en galerías de Siena, Londres, París, Nueva York, tiene los colores rotundos del inicio de un carnaval antes de que la borrachera, el exceso y el cansancio los difuminen. Yo sólo he visto uno de sus cuadros. Fue en Florencia, en la Galería degli Uffizi. Vasari tenía razón, hay algo de brutal en él, pero también hay una nobleza de corazón que hemos perdido. En la Villa Farnesina de Roma hay unos frescos suyos, que no conozco pero que la crítica considera excelentes.
Giovanni Antonio Bazzi

miércoles, 17 de abril de 2013

Marqués de Sade (París, 1740-Charenton, Francia, 1814) .



(París, 1740-Charenton, Francia, 1814) Escritor y filósofo francés. Conocido por haber dado nombre a una tendencia sexual que se caracteriza por la obtención de placer infligiendo dolor a otros (el sadismo), es el escritor maldito por antonomasia. De origen aristocrático, se educó con su tío, el abate de Sade, un erudito libertino y volteriano que ejerció sobre él una gran influencia. Alumno de la Escuela de Caballería, en 1759 obtuvo el grado de capitán del regimiento de Borgoña y participó en la guerra de los Siete Años. Acabada la contienda, en 1766 contrajo matrimonio con la hija de un magistrado, a la que abandonó cinco años más tarde. En 1768 fue encarcelado por primera vez acusado de torturas por su criada, aunque fue liberado al poco tiempo por orden real. Juzgado y condenado a muerte por delitos sexuales en 1772, consiguió huir a Génova. Regresó a París en 1777, donde fue detenido a instancias de su suegro y encarcelado en Vincennes. En 1784 fue trasladado a la Bastilla y en 1789 al hospital psiquiátrico de Charenton, que abandonó en 1790 gracias a un indulto concedido por la Asamblea surgida de la Revolución de 1789. Participó entonces de manera activa en política, paradójicamente en el bando más moderado. En 1801, a raíz del escándalo suscitado por la publicación de La filosofía del tocador, fue internadode nuevo en el hospital psiquiátrico de Charenton, donde murió. Escribió la mayor parte de sus obras en sus largos períodos de internamiento. En una de las primeras, el Diálogo entre un sacerdote y un moribundo (1782), manifestó su ateísmo. Posteriores son Los 120 días de Sodoma (1784), Los crímenes del amor (1788), Justine (1791) y Juliette (1798). Calificadas de obscenas en su día, la descripción de distintos tipos de perversión sexual constituye su tema principal, aunque no el único: en cierto sentido, Sade puede considerarse un moralista que denuncia en sus trabajos la hipocresía de su época. Su figura fue reivindicada en el siglo XX por los surrealistas..

(fragmento)

D. A. F. MARQUÉS DE SADE
LOS INFORTUNIOS DE LA VIRTUD

[Establecida según la versión de 1787, perdida por Sade en la Bastilla y reeditada en 1930 –con algunas variantes– por Maurice Heine]

Digitalizado por Dolmancé para
El Divino Marqués
(http://www.sade.iwebland.com)

El triunfo de la filosofía debería consistir en echar luz sobre la oscuridad de los caminos de que la providencia se sirve para lograr los designios que se propone sobre el hombre, y en trazar, de acuerdo con esto, un plan de conducta que pudiera hacer conocer a ese desgraciado individuo bípedo, perpetuamente zarandeado por los caprichos de ese ser que, según se dice, le dirige tan despóticamente, el modo como debe interpretar los decretos de esa providencia sobre él, el sendero que debe tomar para prevenir los curiosos caprichos de esa fatalidad a la que se dan veinte diferentes nombres, sin haber logrado aún definirla.
Ya que, partiendo de nuestras convenciones sociales y no apartándose nunca de esta veneración que se nos inculca en la infancia, desgraciadamente ocurre que, por la perversión de los demás, no importa el bien que practiquemos, nunca hallemos más que espinas, mientras que los malos no recogen más que rosas, ¿no calcularán las gentes privadas de un fondo de virtud lo bastante sólido como para situarse por encima de las reflexiones que suscitan estas tristes circunstancias, que entonces vale más abandonarse al torrente que resistirse a él? ¿No dirán que la virtud, por hermosa que sea, cuando desgraciadamente resulta demasiado débil para luchar contra el vicio, se convierte en el peor partido que pueda tomarse, y que en un siglo enteramente corrompido, lo más seguro es hacer como todos? Un poco mas instruidos, si se quiere, y abusando de las luces que han adquirido ¿no dirán, con el ángel Jesrad de Zadig, que no hay mal que por bien no venga? ¿No añadirán a esto por su cuenta que, puesto que en la constitución imperfecta de nuestro pérfido mundo hay una suma de males igual a la del bien, es esencial para la conservación del equilibrio que haya tantos buenos como malos, y que según esto, el plan general le es indiferente que este o aquel sea preferentemente bueno o malo? ¿Que si la desgracia persigue a la virtud, y la prosperidad acompaña casi siempre al vicio, siendo la cosa indiferente a los designios de la naturaleza, vale infinitamente más formar entre los malos que prosperan que entre los virtuosos que perecen? Es, pues, importante atajar estos peligrosos sofismas de la filosofía, es esencial hacer ver que los ejemplos de la virtud desgraciada, presentados a un alma corrompida en la que aún quedan, sin embargo, algunos buenos principios, pueden llevar a esa alma al bien, con tanta seguridad como si se le hubieran ofrecido en el sendero de la virtud las más brillantes palmas y las más aduladoras recompensas. Resulta sin duda cruel tener que pintar una multitud de desgracias, que abruman a la mujer dulce y sensible que más respeta la virtud, y de otra parte, la más brillante fortuna, en la que durante toda su vida la desprecia; pero si, sin embargo, del esbozo de estos dos cuadros, algunos vigorosos y otros cínicos, nace un bien, ¿habrá que reprocharse el habérselos ofrecido al público?, ¿podrá sentirse remordimiento por haber establecido un hecho del que para el lector que lee con fruición se deduzca la tan filosófica lección de la sumisión a las leyes de la providencia, parte del desarrollo de sus más secretos enigmas y la fatal advertencia de que con frecuencia el cielo no golpea a los seres que a nuestro lado parecen haber mejor cumplido su deber, sino para recordarnos el nuestro?
Tales son los sentimientos que nos ponen la pluma en la mano, y en consideración de su buena fe es como rogamos a nuestros lectores un poco de atención mezclada de interés hacia los infortunios de la triste y miserable Justine.
La señora condesa de Lorsange era una de esas sacerdotisas de Venus, cuya fortuna es el resultado de una figura encantadora, de un gran desarreglo en la conducta y de la falacia, y cuyos títulos, por pomposos que sean, se encuentran sólo en los archivos de Citerea, forjados por la impertinencia que los toma y apoyados por la estúpida credulidad que los otorga. Morena, vivaz, de hermosa talla, con ojos negros prodigiosamente expresivos, brillantes y sobre todo con esa moderna incredulidad, que, dando un atractivo más a las pasiones, hace que la mujer en quien se intuye sea mucho más buscada, había recibido, sin embargo, la educación más exquisita posible; hija de un comerciante mayorista de la calle Saint-Honoré, había sido educada con una hermana tres años más joven que ella en uno de los mejores conventos de París, donde, hasta la edad de quince años, no se le había negado ningún consejo, ningún maestro, ningún buen libro. En esta época fatal para la virtud de una doncella, de repente, todo le faltó. Una terrible bancarrota precipitó a su padre en tal cruel situación, que todo lo que pudo hacer para escapar al más siniestro destino fue trasladarse prontamente a Inglaterra, dejando sus hijas y su esposa, que murió de pena ocho días después de la partida de su marido, que también pereció al atravesar el Canal de la Mancha. Uno o dos parientes, que era todo lo que les quedaba, deliberaron sobre lo que harían con las niñas, y puesto que su herencia se elevaba alrededor de cien escudos para cada una, resolvieron abrirles la puerta, darles lo que les correspondía y hacerlas dueñas de sus actos. La señora de Lorsange, que entonces se llamaba Juliette y cuyo carácter y mentalidad estaban ya casi tan formados como a la edad de treinta años, en la que se encontraba durante la anécdota que narramos, no pareció sentir sino el placer de ser libre, sin reflexionar un instante en los crueles reveses que rompían sus cadenas. En cuanto a Justine, su hermana, acababa de cumplir doce años, tenía un carácter sombrío y melancólico, estaba dotada de una ternura y una sensibilidad sorprendentes, y en lugar del artificio y la finura de su hermana poseía una ingenuidad, un candor, una buena fe que debían hacerla caer en numerosas trampas, y sentía todo el horror de su posición. Esta doncella poseía una fisonomía completamente diferente de la de Juliette; todo lo que de artificio, de manipulación, de coquetería había en los trazos de la una era en la otra pudor, delicadeza y timidez. Un aspecto de virgen, grandes ojos azules llenos de interés, una piel resplandeciente, un talle fino y ligero, un tono de voz emotivo, la más bella alma y el carácter más dulce, dientes de marfil y hermosos cabellos rubios, este es el retrato de esta encantadora hermana menor, cuyas ingenuas gracias y deliciosos rasgos son demasiado finos como para no escapar al pincel que deseara plasmarlos.
Se dieron veinticuatro horas a ambas para abandonar el convento, dejándoles el cuidado de ir con sus cien escudos donde bien les pareciera. Juliette, encantada de ser dueña de sí misma, quiso por un momento enjugar las lágrimas de Justine, pero viendo que no lo lograba, en lugar de consolarla, empezó a reñirla, diciéndole que era tonta y que con, la edad y el aspecto que tenían no había precedente de que unas muchachas pudieran morir de hambre; le citó a la hija de una de sus vecinas, que, huida de la mansión de los padres, ahora era mantenida en la riqueza por un gran propietario y se paseaba por París en carroza. Justine se horrorizó ante este pernicioso ejemplo, dijo que preferiría morir a seguirla, y rehusó firmemente a aceptar vivir con su hermana al verla decidida al abominable tipo de vida del que Juliette hacía el elogio.
Las dos hermanas se separaron, entonces, sin promesa alguna de volverse a ver, dado que sus intenciones resultaban tan diferentes. Juliette, que, según ella, iba a convertirse en una gran dama, ¿iba a rebajarse a volver a ver a una jovencita, cuyas intenciones virtuosas y bajas iban a deshonrarla, y Justine, por su parte, iba a querer poner en peligro sus buenas costumbres, frecuentando a una criatura perversa, que iba a ser víctima de la crápula y el libertinaje públicos? Cada cual, pues, buscó sus cosas y abandonó el convento al día siguiente, como se había convenido.
Justine, a la que cuando era niña mimaba la costurera de su madre, imaginó que aquella mujer sería sensible a su destino y fue a buscarla, le contó su desgraciada situación, le pidió trabajo y fue duramente rechazada...
– ¡Oh, cielos!, dijo aquella pobre criatura, ¿será preciso que el primer paso que doy en el mundo me condujera ya al dolor?... Esta mujer, en otro tiempo, me amaba, ¿por qué, pues, hoy me rechaza? ¡Ay!, es porque soy huérfana y pobre... porque no tengo recursos en el mundo y porque no se aprecia a la gente sino en razón de la ayuda o del placer que de ella se imagina poder recibir.
Visto esto, Justine fue a buscar al cura de su parroquia, le pidió consejo, pero el caritativo eclesiástico le respondió equívocamente que la parroquia estaba sobrecargada, que era imposible que pudiera recibir parte de las limosnas, que, sin embargo, si quería ponerse a su servicio, con mucho gusto la albergaría en su casa; pero, como al decir esto, el santo varón le había pasado la mano bajo la barbilla, dándole un beso demasiado mundano para un hombre de la Iglesia, Justine, que le había entendido demasiado bien, se retiró a toda prisa, diciéndole:
– Señor, no os pido ni limosna ni un puesto de criada, hace demasiado poco tiempo que he abandonado una situación superior a la que puede inducir a solicitar estas dos gracias como para verme reducida a ello; os pido consejo, del que mi virtud y mi desgracia tienen necesidad, y vos queréis hacérmelo pagar con un crimen...
El cura, irritado por este término, le abre la puerta, la echa brutalmente, y Justine, rechazada por dos veces el primer día en que se ve condenada a la soledad, entra en una casa en la que ve un letrero, alquila una pequeña habitación amueblada, la paga por adelantado y se entrega al menos libremente a la pena que le inspiran su situación y los pocos individuos a los que su desafortunada estrella le ha llevado a ver.
El lector nos permitirá que la abandonemos un momento en este sombrío recinto para volver a Juliette, y para hacerle saber lo más brevemente posible como, en quince años, pasó del simple estado en que la conocimos a ser mujer con títulos, poseyendo mis de veinte mil libras de renta, bellísimas joyas, dos o tres casas en el campo y en París, y, de momento, el corazón, la riqueza y la confianza del señor de Corville, consejero de Estado, hombre del mayor crédito y en vísperas de ser ministro... El camino fue espinoso... como puede suponerse, y es mediante el aprendizaje más vergonzoso y duro como estas señoritas labran su ruta, habiendo quien hoy está en la cama de un príncipe y lleva quizás las marcas humillantes de la brutalidad de los libertinos depravados, entre cuyas manos la arrojaron al principio su juventud e inexperiencia.
Al salir del convento, Juliette fue sencillamente a buscar a una mujer de la que había oído hablar a aquella amiga vecina suya que se había pervertido, y de la que tenía las señas; llega descaradamente con su paquete bajo el brazo, un vestidito en desorden, el rostro más bello del mundo y su aire de novicia; cuenta su historia a esta mujer, le suplica que la proteja como lo hizo unos años antes con su antigua amiga.
– ¿Que edad tenéis, hija mía?, le pregunta la señora Du Buisson.
– Dentro de unos días, quince años, señora.
– ¿Y nunca nadie...?
– ¡Oh, no, señora, os lo juro!
– Pero es que a veces, en los conventos, un capellán..., una religiosa, una compañera...; necesito pruebas seguras.
– El procurároslas es asunto vuestro, señora...
Y la Du Buisson se coloca unas galas y confirma por sí misma la situación exacta de las cosas, diciendo a Juliette:
– Y bien, hija mía, no tenéis más que quedaros aquí, mucha sumisión a mis consejos, un gran fondo de complacencia para mis prácticas, limpieza, economía, candor conmigo, urbanidad con vuestras compañeras y picardía con los hombres, y dentro de unos años estaréis en situación de retiraros a una habitación con su cómoda, su alacena, una criada, y el arte que habréis aprendido en mi casa hará lo demás.
La Du Buisson se apoderó del paquete de Juliette, le preguntó si no tenía dinero, y corno aquella le confesara demasiado francamente que tenía cien escudos, la buena mujer se apoderó de ellos, asegurando a su joven discípula que los colocaría provechosamente para ella, pero que no convenía que una muchacha tuviera dinero... era un medio de hacer el mal, y en un siglo tan corrompido una muchacha prudente y bien nacida debía evitar cuidadosamente todo lo que pudiese hacerla caer en una trampa. Acabado el sermón, la recién llegada fue presentada a sus compañeras, le indicaron su habitación en la casa y, a partir del día siguiente, sus primicias fueron puestas a la venta; en cuatro meses la misma mercancía fue sucesivamente vendida a ochenta personas, que la pagaron todas como nueva, y no fue sino tras este noviciado espinoso que Juliette adquirió la patente de hermana conversa. A partir de este momento fue reconocida realmente como moza de la casa y compartió sus libidinosas fatigas..., otro noviciado; si en el primero, salvo alguna excepción, Juliette había servido a la naturaleza, en el segundo olvidó sus leyes: criminales investigaciones, vergonzosos placeres, sordos y crapulosos desenfrenos, gustos escandalosos y extraños, fantasías humillantes; todo ello fruto, por una parte, del deseo de gozar sin arriesgar la salud, y de otra, de una saciedad perniciosa que, embotando la imaginación, no la deja manifestarse más que mediante los excesos ni hartarse más que mediante la disolución... Juliette corrompió por completo sus costumbres en esta segunda escuela, y los triunfos que vio lograr al vicio degradaron totalmente su alma; sintió que, nacida para el crimen, al menos debería practicarlo a lo grande y renunciar a languidecer en una situación tan humillante y subalterna que, haciéndola cometer las mismas faltas, envileciéndola igualmente, no le proporcionaba, ni mucho menos, el mismo provecho. Gustó a un viejo desenfrenado que al principio sólo la hizo venir para una aventura de un cuarto de hora, y tuvo la habilidad de hacerse mantener magníficamente por él, y así, al fin, apareció en los espectáculos, en los paseos, al lado de los grandes nombres de la Orden de Citerea; la miraron, la citaron, la envidiaron y la bribona supo arreglárselas tan bien que, en cuatro años, arruinó a tres hombres, el más pobre de los cuales poseía cien mil escudos de renta. No necesito más que establecer su reputación; la ceguera de las gentes del siglo es tal que cuanto más ha probado una de estas desgraciadas su deshonestidad, más se envidia figurar en su lista, parece que fuera una gloria pertenecer al rango de los engañados, encadenarse al carro de los dioses que coloca su orgullo y su poderío entre el número de engañados y parece como si el grado de corrupción y envilecimiento fuera la medida de los sentimientos de que por ella se debe hacer gala.
Juliette acababa de cumplir veinte años cuando el conde de Lorsange, gentilhombre de Angers, de unos cuarenta años, se enamoró hasta tal punto de ella que decidió darle su apellido, puesto que no era lo bastante rico para mantenerla; le reconoció doce mil libras de renta; le prometió el resto de su fortuna, que se elevaba a ocho en caso de que muriera antes que ella; le dio una casa, criados y una especie de consideración en la sociedad que en dos o tres años se logró hacer olvidar sus comienzos.
Fue entonces cuando la desgraciada Juliette, olvidando todos los sentimientos de su nacimiento honrado y de su buena educación, pervertida por los malos libros y los malos consejos, preocupada sólo de gozar, de tener un nombre y ninguna atadura, se atrevió a concebir el culpable pensamiento de acortar la vida de su marido... Lo concibió y ejecutó, desgraciadamente, con el secreto suficiente como para quedar al amparo de toda sospecha y sepultar con aquel esposo que la estorbaba todas las huellas de su abominable delito.
Libre y condesa, la señora de Lorsange volvió a sus antiguas costumbres, pero, creyéndose alguien en el mundo, se comportó con un poco más de decencia; ya no era una mantenida, era una rica viuda que daba animadas cenas, en casa de la cual la ciudad y la corte se sentían felices de ser recibidas, y que no obstante se acostaba con quien fuera por doscientos luises y se alquilaba por quinientos al mes. Hasta los veintiséis años siguió haciendo brillantes conquistas: arruinó a tres embajadores, cuatro terratenientes, dos obispos y tres caballeros al servicio del rey, y como es raro que alguien se pare después de un primer crimen, sobre todo cuando ha salido bien, Juliette, la desgraciada y culpable Juliette, se manchó con dos nuevos crímenes semejantes al primero, uno para robar a uno de sus amantes, que le había confiado una suma considerable que toda la familia de aquel hombre ignoraba, y que la señora de Lorsange pudo poner en lugar seguro gracias a este crimen odioso; y el otro, para disponer más pronto de un legado de cien mil francos que uno de sus adoradores había puesto a su favor en su testamento a nombre de un tercero, que debía entregar la suma por una módica retribución. A estos horrores, la señora de Lorsange añadió dos o tres infanticidios; el temor a estropear su fino talle, el deseo de ocultar una doble intriga, todo le hizo tomar la decisión de abortar varias veces, y estos crímenes, tan ignorados como los otros, no impidieron a esta criatura hábil y ambiciosa encontrar nuevas víctimas y seguir aumentando su fortuna mientras acumulaba sus crímenes. Desgraciadamente, no es sino demasiado cierto que la prosperidad puede acompañar al crimen, y que en el propio seno del desorden y la corrupción más premeditada todo lo que los hombres llaman felicidad puede dorar el curso de la vida; pero que esta cruel y fatal verdad no alarme a nadie, que aquella de la que vamos a dar ejemplo contrario, de la desgracia que por todas partes persigue a la virtud, no atormente el corazón de las gentes honestas. Esta prosperidad del crimen no es más que aparente; independientemente de la providencia, que necesariamente debe castigar tales hechos, el culpable alimenta en el fondo de su corazón a un gusano que le roe sin cesar y le impide gozar de ese resplandor de felicidad que le rodea, y en su lugar no le deja sino el desgarrador recuerdo de los crímenes que se la han proporcionado. Respecto a la desgracia que atormenta a la virtud, el infortunado a quien el destino persigue tiene como consuelo a su conciencia, y los secretos goces que obtiene de su pureza le compensan de la injusticia de los hombres.

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