martes, 23 de abril de 2013

Mijaíl Afanásievich Bulgákov. HUEVOS FATÍDICOS.


Mijaíl Afanásievich Bulgákov nació en Kiev e13 de mayo de 1891. Cursó estudios de medicina y ejerció esta profesión hasta el año 1919 en el que se vio obligado a abandonarla a causa de la guerra civil. Este fue el momento en el que comenzó su trayectoria literaria, publicando bajo diversos seudónimos reportajes y folletines en periódicos de Moscú. Su modo de escritura se define por su carácter satírico y los numerosos elementos fantásticos que emplea, tanto de anticipación científica como motivos surrealistas. Sus primeras obras dramáticas como Corazón de Perro (1925) o La Guardia Blanca (1925) tuvieron gran éxito de público, sin embargo fue calificado como contrarrevolucionario por las autoridades de la época, motivo por el que se prohibieron sus obras. Una vez paralizada su actividad literaria, en el año 1930 dirigió una carta al gobierno soviético pidiendo el exilio o si no se lo concedían, que le asignaran un empleo en algún teatro. De este modo se convirtió en director adjunto del Teatro del Arte de Moscú. Cuando contrajo una grave enfermedad de riñón y sabiendo que le restaba poco tiempo de vida, se apresuró a escribir la novela que ha sido considerada como su obra maestra y que fue publicada en el año 1966, veintiséis años después de su muerte: El Maestro y Margarita. El relato que presentamos en esta ocasión fue uno de sus primeros escritos, Maleficios (1924), es una narración de fuerte carácter satírico impregnado de una gran fantasía, elementos empleados para exponer una visión crítica y algo surrealista del sistema burocrático imperante tras la revolución. El protagonista se ve obligado a vivir una serie de situaciones absurdas y delirantes a partir de un infortunado equívoco. Todas sus peripecias están narradas con el ritmo de los gags del cine mudo.


(FRAGMENTO)
Huevos fatídicos
MIJAIL BULGAKOV

1
Vladimir Ipatievich Persikov, profesor de Zoología en la Universidad del Cuarto Estado y
director del Instituto Zoológico de Moscú, entró en su oficina de este último, situado en la
Gran Nikitskaya, la tarde del día 16 de abril de 1928. El profesor encendió la deslucida
lámpara central y miró en torno suyo.
Tenía cincuenta y ocho años. Su cabeza, de respetable tamaño, era alargada y calva,
aunque lucía algunos mechones de cabello amarillento a los lados. En su faz imberbe,
destacaba un labio inferior protuberante que le daba una expresión de constante fastidio.
Sobre su roja nariz cabalgaban anticuados anteojos de delgada montura de plata. Tenía los
ojos pequeños y brillantes. Era alto, de espaldas algo encorvadas, y al hablar solía elevar su
ronca voz. Entre sus otras características se encontraba su costumbre de, cada vez que hablaba
de algo con mucho énfasis y convencimiento, levantar el dedo índice de la mano derecha
doblado como un anzuelo, al tiempo que torcía los ojos ostensiblemente. Y dado que siempre
hablaba con seguridad, por su fenomenal erudición en el campo de su especialidad, el anzuelo
aparecía con frecuencia ante los ojos de sus oyentes. Pero a los asuntos que estaban fuera de
su campo (o sea la zoología, la embriología, la anatomía, la botánica y la geografía), les
dedicaba más bien escaso interés y rara vez se molestaba en hablar de ellos.
El profesor no leía los periódicos y nunca iba al teatro. Su mujer le había abandonado en
1913 por un tenor de la ópera, Zimin, dejándole la siguiente nota:
«Tus ranas me hacen estremecer con intolerable asco. El resto de mi vida seré desgraciada
recordándolas.»
El profesor no había vuelto a casarse y siguió sin tener hijos. Era de genio muy vivo, pero
se calmaba pronto. Una cosa le encantaba: el té con frambuesas. Vivía en la avenida
Prechistenka, en un piso de cinco habitaciones. Una de ellas estaba ocupada por su ama de
llaves, María Stepanovna, una mujer pequeña y arrugada que le cuidaba como una nodriza a
un niño. En 1919 el Gobierno le requisó tres de sus cinco habitaciones, a raíz de lo cual
declaró a María Stepanovna:
—Si no terminan estos atropellos, María, tendré que emigrar al extranjero.
Si el profesor hubiera realizado su plan habría podido encontrar con facilidad una cátedra
de Zoología en cualquier Universidad del mundo, siendo, como era, un científico muy
renombrado. Con excepción de los profesores William Weccle, de Cambridge, y Giacomo
Bartolommeo Beccari, de Roma, no tenía rival en materia alguna tocante a los anfibios. Por si
eso fuera poco el profesor Persikov podía conferenciar en cuatro idiomas además del ruso, y
hablaba francés y alemán con la misma fluidez que su lengua materna. Pero su intención de
emigrar nunca fue llevada a la práctica, aun cuando 1920 resultó ser peor que 1919, ya que las
alteraciones se sucedían sin interrupción. Primero, la Gran Micitskava fue rebautizada como
calle Herzen. Marie, el reloj del edificio situado entre ésta y Gornichovqva se paró en las once
y cuarto. Y, para terminar, el Instituto Zoológico se convirtió en escenario de muertes
masivas. Los primeros en morir, incapaces de soportar las perturbaciones de aquel famoso
año, fueron ocho espléndidos ejemplares de rana arbórea; luego, quince sapos comunes,
seguidos, por último, de un espécimen más notable de sapo de Surinam.
Inmediatamente después de los sapos, cuyas muertes diezmaron la población de este
primer orden de anfibios, que es precisamente conocido como «sin cola», el viejo Vías,
vigilante del Instituto, que no pertenecía a la especie de los anfibios, pasó a mejor vida. La
causa de su muerte fue, sin embargo, la misma que la de los desgraciados animales y que
inmediatamente diagnosticó Persikov como «nutrición deficiente».
Y, justamente, el científico se hallaba en lo cierto. Vías estaba a dieta de harina de
cereales, y las ranas tenían que ser alimentadas con gusanos de harina. Desde que faltó lo
primero es lógico que lo segundo también hubiera desaparecido. Persikov pensó, en cambiar
la dieta a los restantes veinte ejemplares de rana arbórea sustituyéndola por otra de
cucarachas, pero éstas también habían desaparecido, demostrando así su maliciosa
animadversión, en tiempo de guerra, contra el comunismo. Y de esta forma los últimos
representantes de aquella especie tuvieron que ser asimismo depositados en los cubos de
basura del patio del Instituto.
El efecto que estas muertes produjo sobre Persikov, especialmente la del sapo de
Surinam, desafía toda descripción, y echó toda la culpa del desastre al entonces comisario de
Educación. Con su sombrero y sus chanclos de goma, plantado en el pasillo del frío Instituto,
Persikov habló, a su asistente Ivanov, un muy elegante caballero de puntiaguda barba rubia:
—¡Matarle por esto es poco, Piotr Stepanovich! ¿Qué es lo que pretenden? Van a acabar
con el Instituto ¿Es eso? Un magnífico macho, un extraordinario ejemplo de Pipa americana
de trece centímetros de largo...
Pero, a medida que avanzaba el tiempo, las cosas iban de mal en peor. Tras la muerte de
Vías todas las ventanas se habían helado y era imposible moverlas, llegando al extremo de
que la superficie del cristal se cubrió de hielo. Los conejos murieron; luego, los zorros, los
lobos, el pez y todas las culebritas de hierba. Persikov se pasaba el día yendo en silencio de un
sitio para otro. Poco después cogió una pulmonía, pero no murió. Una vez recobrado, iba al
Instituto dos veces por semana para dar sus conferencias del anfiteatro, dónde la temperatura,
por algún motivo, permanecía a 5ºC a pesar del frío que hacía afuera. En pie sobre sus
chanclos, con un sombrero de orejeras y una bufanda de lana, exhalando nubes de blanco
vapor, daba a ocho estudiantes una charla sobre «Los reptiles en la zona tórrida». El resto del
tiempo lo pasaba en casa. Con un mantón a cuadros, se tumbaba en el sofá de su habitación,
cuyo respaldo, que llegaba hasta el techo, estaba atiborrado de libros: allí tosía, clavaba la
vista en la estufa abierta que Mana Stenanovna alimentaba con sillas doradas, y se ponía a
pensar en el sapo de Surinam.
Pero como todo tiene su fin en este mundo, 1920, terminado, dejaba paso a 1921. Y este
último mostró, al principio, una cierta tendencia al cambio. Primero, para reemplazar al
difunto Vías, llegó Pankrat. Era joven todavía, pero prometía ser un buen encargado y
conserje. El edificio del Instituto empezaban a acondicionarlo, y, durante el verano, Persikov
se las arregló, con la ayuda de Pankrat, para atrapar en el río Klvazma catorce ejemplares de
Bufi vulgaris. El terrario empezó de nuevo a llenarse de vida... En 1923 Persikov todavía daba
ocho conferencias por semana —tres en el Instituto y cinco en la Universidad—. En 1924
llegó a dar trece a la semana, como se hacía en las Universidades de los Trabajadores. Y en
1925 se hizo famoso al encender a setenta y seis alumnos, por el tema de los anfibios.
—¿Que no sabe usted en qué difieren los anfibios de los reptiles? —preguntaba
Persikov—. Es simplemente ridículo, joven. Sepa usted que los anfibios no tienen apófisis
pélvicas, ninguna. Sí... Debería caérsele la cara de vergüenza. ¿Es usted, acaso, marxista?
—Lo soy... —respondía el ya suspendido alumno, desanimado.
—Muy bien. Vuelva en otoño para un reexamen, por favor —decía Persikov cortésmente,
antes de añadir, volviéndose a Pankrat—: ¡El siguiente!
Igual que los anfibios reviven tras la primera lluvia abundante que sigue a una larga
sequía, así revivió el profesor Persikov en 1926 cuando la Compañía Ruso-Americana edificó
quince casas dé otros tantos pisos en el centro de Moscú, a partir de la esquina de la calleja
Gazetny con Tverskaya, y trescientas casitas para ocho familias de trabajadores cada una en
las afueras de la ciudad, acabando, de una vez por todas, con la absurda crisis de viviendas
que había causado tantas fatigas a los habitantes de Moscú desde 1919 a 1925.
En conjunto, fue uno de los mejores veranos de la vida de Persikov, y en él tuvo bastantes
ocasiones para frotarse las manos y sonreír, de forma tranquila y contenta, al recordar lo
apretados que habían estado en sólo dos cuartos él y María Stepanovna. Ahora, el profesor
tenía de nuevo sus cinco habitaciones, así que se estiró, puso en orden sus dos mil quinientos
libros y sus diagramas, colocó los especímenes en los sitios de costumbre y encendió la
lámpara de pantalla verde que iluminaba su estudio.
El Instituto también estaba irreconocible: se le había dado una capa de pintura de color
marfil, había sido instalada una tubería especial para llevar el agua al cuarto de los reptiles, y
todo el cristal ordinario fue reemplazado por cristal placado. Se le dotó también de cinco
nuevos microscopios, mesas de disección con tablero de cristal, lámparas de dos mil vatios, de
las de luz indirecta, reflectores y marcos para los ejemplares del museo...
Persikov se recobró, y todo el mundo pudo advertirlo en diciembre de 1926, a instancias
de la publicación de su folleto Más sobre el problema de la propagación de los gasterópodos.
Y el verano de 1927 vio la aparición de su obra de mayor envergadura, trescientas cincuenta
páginas, traducida posteriormente a seis idiomas, incluyendo el japonés. La embriología de
las Pirridae. Sapos de pies de laya y Ranas, Editorial del Estado; precio: cinco rublos.
Pero en verano de 1928 tuvieron lugar aquellos increíbles y desastrosos acontecimientos...
El profesor se había sentado en un taburete giratorio de tres patas, y, con dedos
amarillentos por el tabaco, daba vueltas al tornillo de ajuste del magnífico microscopio Zeiss,
examinando una preparación ordinaria de amebas vivas. En el momento en que hacía pasar el
amplificador del 5 al 10.000, la puerta se entreabrió dejando ver una perilla puntiaguda y un
delantal de cuero, pertenecientes ambos al asistente del profesor, al tiempo que llamaba:
—Vladimir Ipatievich, he preparado un mesenterio, ¿le gustaría verlo?
Persikov bajó ágilmente del escabel, dejando el tornillo a medio camino, y, dándole
vueltas entre los dedos al cigarrillo que estaba fumando, se dirigió hacia donde le invitaba su
asistente. Allí, sobre la mesa de cristal, medio muerta de miedo y dolor y crucificada en un
trozo de corcho, había una rana con sus translúcidas vísceras arrancadas del sangriento
abdomen y colgando ante el microscopio.
—Muy bien —dijo Persikov mientras se inclinaba sobre el ocular. Evidentemente debió
de ver algo muy interesante en el mesenterio de la rana, donde los vivos corpúsculos de la
sangre corrían a lo largo de los ríos de vasos. Durante la hora y media siguiente, olvidadas sus
amebas, estuvo turnándose con Ivanov sobre la lente del microscopio. Finalmente, se apartó
del instrumento óptico para anunciar: «La sangre se está coagulando, eso es lo que pasa», y,
estirando sus entumecidas piernas, se levantó y volvió a su laboratorio. Allí, Persikov bostezó,
se frotó sus siempre inflamados párpados y, sentándose en el taburete, se lanzó sobre su
microscopio. Puso los dedos sobre el tornillo para darle la vuelta, pero no llegó a moverlo. En
vez de eso, Persikov vio a través de la lente un borroso disco blanco con gran número de
amebas descoloridas y casi inertes. En su centro había una extraña espiral coloreada, de forma
parecida a la de un rizo de cabello femenino. Tanto Persikov como cientos de sus alumnos
habían visto esa espiral muchas veces, y nunca nadie le había prestado el menor interés. En
realidad, no había ninguna razón para preocuparse por ella. Aquel multicoloreado remolino
luminoso no hacía más que dificultar la observación y demostraba que el microscopio estaba
mal enfocado, por lo que siempre había sido cruelmente eliminado con una simple vuelta al
tornillo que daba una uniforme luz blanca al campo total de visión.
Los largos dedos del zoólogo no habían hecho más que asir firmemente el tornillo
cuando, de pronto, se estremecieron y lo soltaron. La razón de esto vacía en el ojo derecho de
Persikov, que había pasado de atento a atónito y se había abierto desmesuradamente debido a
la sorpresa. Toda su energía y toda su mente estaban ahora concentradas en ese ojo. La
criatura más alta observaba a la más baja, forzando mucho la vista sobre la preparación mal
enfocada. Al cabo de un rato el profesor preguntó, nadie sabe a quién:
—¿Qué es esto? No entiendo...
Un enorme camión, que en aquel momento circulaba frente al Instituto, hizo temblar las
viejas paredes del edificio. El profesor levantó entonces las manos sobre el microscopio,
cubriéndolo como haría una madre para proteger a su hijo, atemorizado por algún peligro. No
había razón alguna para mover el tornillo.
Comenzaba a despertar el nuevo día, y ya una franja dorada sesgaba la marfileña entrada
del Instituto cuando el profesor se decidió a abandonar el microscopio y se encaminó, sobre
sus dormidos pies, hacia la ventana. Con dedos temblorosos apretó un botón situado junto al
marco de ésta, y, tras cerrarse los porticones, las pesadas sombras negras volvieron a expulsar
la luz de la mañana, siendo devuelta al estudio la entendida y sabia noche.
Cetrino y ensimismado, el profesor Persikov se plantó con las piernas abiertas, mientras,
mirando fijamente y con ojos húmedos el parquet que cubría el suelo, murmuraba:
—Pero ¿qué puede ser? ¡Es realmente monstruoso...! Es monstruoso, caballeros —repetía
dirigiéndose a los sapos del terrario.
Pero los sapos dormían, y no contestaron.
Permaneció en silencio durante un momento; luego, dando un papirotazo al interruptor,
apagó la luz que iluminaba la estancia y se puso a mirar nuevamente por el microscopio. Su
cara se tornó tensa, y sus pobladas cejas amarillas se juntaron.
—Hum, hum —musitó—. Se ha ido. Ya veo. Ya veo —dijo lenta y pesadamente,
mirando como un loco, inspirado, la apagada bombilla del techo—. Es muy simple..
Desechó las sombras una vez más y volvió a encender la lámpara. Con la vista fija en la
bombilla sonrió alegremente, casi como un niño.
—Lo conseguiré —dijo con un énfasis solemne—. Lo conseguiré. Con sol también podría
hacerse...
De nuevo reinó la penumbra pero el sol, que ya estaba saliendo, derramó su resplandor
por los muros del Instituto y cayó oblicuamente sobre los adoquines de la calle Herzen. El
profesor, tras abrir la ventana, se puso a calcular desde allí las posiciones del astro durante el
día. Se alejaba un poco y volvía una y otra vez con pasos nerviosos, y, finalmente, se recostó
sobre el alféizar. Se impuso importantes y misteriosas tareas. Regresó donde se hallaba el
microscopio y procedió a recubrirlo con una campana de cristal, y, tras derretir algo de cera
de sellar sobre la llama azul del quemador lacró a la mesa los bordes de aquella campana,
apretando la cera con sus pulgares. Hecho esto, apagó el gas, salió de su estudio y cerró la
puerta con candado.
Los corredores del Instituto estaban todavía en la semioscuridad. El profesor encontró el
camino hasta el cuarto de Pankrat y llamó a la puerta, sin que, durante largo rato, obtuviese
respuesta alguna. Por fin apareció Pankrat, vestido únicamente con unos calzoncillos largos
atados a los tobillos. Sus ojos se abrieron mucho cuando distinguió al científico, aunque
parpadeaban continuamente debido al sueño.
—Pankrat —dijo el profesor mirándole por encima de sus gafas—, perdóneme por
haberle despertado. Escuche, amigo mío, no vaya a mi estudio esta mañana. He dejado allí
trabajo y no quiero que se toque. ¿Entendido?
—Hum-m... comprendo —respondió Pankrat sin entender nada. Se balanceó y emitió un
pequeño gruñido.
—No, escuche; despierte, Pankrat —dijo el zoólogo dándole un ligero empujón en las
costillas, cosa que generó en la faz del otro una expresión atemorizada y una sombra de
inteligencia a sus ojos—. He cerrado el estudio —continuó Persikov—. No vaya a limpiarlo
antes de que yo vuelva, ¿me entiende?
—Sí, señor —farfulló Pankrat.
—Excelente Ahora, vuelva a dormir.
Pankrat dio media vuelta, desapareció tras la puerta e inmediatamente se desplomó sobre
la cama. Mientras, el profesor empezaba a abrigarse en el vestíbulo del Instituto. Se puso su
abrigo gris de entretiempo y su suave sombrero de fieltro Luego, recordando lo que había
visto en el microscopio, fijó la vista en sus chanclos durante largo rato, como si fuera la
primera vez que los veía. Acto seguido, y tras calzarse el chanclo del pie izquierdo, intentó
ponerse el del derecho encima del que ya llevaba, pero no hubo forma de que le entrara.
—¡Qué fantástico accidente el que me llamase Ivanov! —dijo el científico—. De otra
manera nunca lo habría advertido. Pero ¿qué es lo que representa? ¡Sólo el diablo sabe qué
puede traer esto!
El profesor hizo una mueca; se miró los pies de soslayo, se quitó el chanclo izquierdo y se
puso el del pie derecho.
—¡Santo Dios! Uno no puede ni imaginarse las consecuencias...
Tiró desdeñosamente el chanclo izquierdo, que le había estado irritando por negarse a
entrar sobre el derecho, y se fue hacia la puerta llevando puesto uno solo. Se le cavó el
pañuelo y salió a la calle cerrando la pesada puerta tras de sí.
El científico no encontró ni un alma en todo el trayecto hasta la catedral. Una vez allí,
alzó la vista y la cúpula dorada le asombró. El sol la bañaba vistosa y alegremente por un
lado.
—¿Cómo es que nunca hasta ahora la había visto? Qué extraña coincidencia. Maldita sea,
qué loco.
El profesor se inclinó ligeramente y, a la vista de sus pies, calzados de distinta forma, se
sumió en profundas vacilaciones.
«Hum... ¿Qué hacer ahora? Sería una lástima tirar el chanclo. Me lo llevaré», se dijo, al
tiempo que se lo quitaba para transportarlo con mano escrupulosa.
Un pequeño y desvencijado coche dobló por la esquina de Prechistenka. Dentro iban tres
hombres, al parecer bebidos, y una mujer, muy pintada, sobre las rodillas de uno de ellos, con
pijama de seda, última moda, estilo 1928.
—¡Eh, papi! —gritó la mujer con voz ronca y cascada—. ¿En qué tasca dejaste el otro?
El profesor los miró con severidad por encima de sus gafas, pero al cabo de un momento
ya no se acordaba de ellos.

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