jueves, 25 de abril de 2013

Polidori, John William (1795-1821)


Polidori, John William (1795-1821)

Médico y escritor inglés. Nacido en Londres. Hijo de un patriota italiano, en 1815 se graduó en Medicina por la Universidad de Edimburgo. A partir de 1816 fue médico y secretario personal del poeta Lord Byron. Ese año le acompaño en un viaje por toda Europa. En una noche de 1816, recluidos por una tormenta en Villa Diodati, al lado del lago Leman, en Ginebra, Lord Byron, Polidori, Percy Shelley y su flamante esposa Mary, pasaron la noche leyendo historias de fantasmas y propusieron escribir sus propias historias. Mary Shelley y Polidori llevaron a cabo el desafío. Aquella escribió Frankenstein, este escribió El vampiro (1819), un cuento cuya importancia radica en la creación de la imagen prototípica del vampiro. Su personaje principal Lord Ruthven, aristocrático, sofisticado, misterioso, frío, encantador para las mujeres y bebedor de sangre, se pasea por los círculos más selectos. No hace falta ser muy sagaz para descubrir que el siniestro, flaco y pálido Lord Ruthven no es otra cosa que un retrato despiadado de Lord Byron. El que eligiera la figura de un vampiro para descargar su reprimida animadversión hacia el poeta, sugiere que era así como Polidori vivía inconscientemente esa relación: con su personalidad vampirizada por la del otro. Despedido por Byron y después de escribir un poema ambicioso, La caída de los ángeles (1821), murió en circunstancias misteriosas, probablemente por un veneno que él mismo se suministró.




 El Vampiro John William Polidori
JOHN WILLIAM POLIDORI
EL VAMPIRO
Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en Londres. Apareció en
diversas fiestas de los personajes más importantes de la vida nocturna y diurna de la
capital inglesa, un noble, más notable por sus peculiaridades que por su rango.
Miraba a su alrededor como si no participara de las diversiones generales.
Aparentemente, sólo atraían su atención las risas de los demás, como si pudiera
acallarlas a su voluntad y amedrentar aquellos pechos donde reinaba la alegría y la
despreocupación.Los que experimentaban esta sensación de temor no sabían explicar
cual era su causa. Algunos la atribuían a la mirada gris y fija, que penetraba hasta lo
más hondo de una conciencia, hasta lo más profundo de un corazón. Aunque lo cierto
era que la mirada sólo recaía sobre una mejilla con un rayo de plomo que pesaba sobre
la piel que no lograba atravesar.
Sus rarezas provocaban una serie de invitaciones a las principales mansiones de la
capital. Todos deseaban verle, y quienes se hallaban acostumbrados a la excitación
violenta, y experimentaban el peso del "ennui", estaban sumamente contentos de tener
algo ante ellos capaz de atraer su atención de manera intensa.
A pesar del matiz mortal de su semblante, que jamás se coloreaba con un tinte rosado ni
por modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, pese a que sus facciones y su perfil
fuesen bellos, muchas damas que andaban siempre en busca de notoriedad trataban de
conquistar sus atenciones y conseguir al menos algunas señales de afecto. Lady Mercer,
que había sido la burla de todos los monstruos arrastrados a sus aposentos particulares
después de su casamiento, se interpuso en su paso, e hizo cuanto pudo para llamar su
atención... pero en vano. Cuando la joven se hallaba ante él, aunque los ojos del
misterioso personaje parecían fijos en ella, no parecían darse cuenta de su presencia.
Incluso su imprudencia parecía pasar desapercibida a los ojos del caballero, por lo que,
cansada de su fracaso, abandonó la lucha.
Mas aunque las vulgares adúlteras no lograron influir en la dirección de aquella mirada,
el noble no era indiferente al bello sexo, si bien era tal la cautela con que se dirigía tanto
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a la esposa virtuosa como a la hija inocente, que muy pocos sabían que hablase también
con las mujeres.
Sin embargo, pronto se ganó la fama de poseer una lengua meritoria. Y bien fuese
porque la misma superaba al temor que inspiraba aquel carácter tan singular, o porque
las damas se quedaron perturbadas ante su aparente odio del vicio, el caballero no tardó
en contar con admiradoras tanto entre las mujeres que se ufanaban de su sexo junto con
sus virtudes domésticas, como entre las que las manchaban con sus vicios.
Por la misma época, llegó a Londres un joven llamado Aubrey. Era huérfano, con una
sola hermana que poseía una fortuna más que respetable, habiendo fallecido sus padres
siendo él niño todavía.
Abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que su deber sólo consistía en
cuidar de su fortuna, en tanto descuidaban aspectos más importantes en manos de
personas subalternas, Aubrey cultivó más su imaginación que su buen juicio. Por
consiguiente, alimentaba los sentimientos románticos del honor y el candor, que
diariamente arruinan a tantos jóvenes inocentes.
Creía en la virtud y pensaba que el vicio lo consentía la Providencia sólo como un
contraste de aquella, tal como se lee en las novelas. Pensaba que la desgracia de una
casa consistía tan sólo en las vestimentas, que la mantenían cálida, aunque siempre
quedaban mejor adaptadas a los ojos de un pintor gracias al desarreglo de sus pliegues y
a los diversos manchones de pintura.
Pensaba, en suma, que los sueños de los poetas eran las realidades de la existencia.
Aubrey era guapo, sincero y rico. Por tales razones, tras su ingreso en los círculos
alegres, le rodearon y atosigaron muchas mujeres, con hijastras casaderas, y muchas
esposas en busca de pasatiempos extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles
pronto opinaron que era un joven de gran talento, gracias a sus brillantes ojos y a sus
sensuales labios.
Adherido al romance de su solitarias horas, Aubrey se sobresaltó al descubrir que,
excepto en las llamas de las velas, que chisporroteaban no por la presencia de un duende
sino por las corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las
necedades románticas de las novelas, de las que había extraído sus pretendidos
conocimientos.
Hallando, no obstante, cierta compensación a su vanidad satisfecha, estaba a punto de
abandonar sus sueños, cuando el extraordinario ser antes mencionado y descrito se
cruzó en su camino.
Le escrutó con atención. Y la imposibilidad de formarse una idea del carácter de un
hombre tan completamente absorto en sí mismo, de un hombre que presentaba tan pocos
signos de la observación de los objetos externos a él —aparte del tácito reconocimiento
de su existencia, implicado por la evitación de su contacto, dejando que su imaginación
ideara todo aquello que halagaba su propensión a las ideas extravagantes —pronto
convirtió a semejante ser en el héroe de un romance. Y decidió observar a aquel retoño
de su fantasía más que al personaje en sí mismo.
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Trabó amistad con él, fue atento con sus nociones, y llegó a hacerse notar por el
misterioso caballero. Su presencia acabó por ser reconocida.
Se enteró gradualmente de que Lord Ruthven tenía unos asuntos algo embrollados, y no
tardó en averiguar, de acuerdo con las notas halladas en la calle, que estaba a punto de
emprender un viaje.
Deseando obtener más información con respecto a tan singular criatura, que hasta
entonces sólo había excitado su curiosidad sin apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó
a sus tutores que había llegado el instante de realizar una excursión, que durante muchas
generaciones se creía necesaria para que la juventud trepara rápidamente por las
escaleras del vicio, igualándose con las personas maduras, con lo que no parecerían
caídos del cielo cuando se mencionara ante ellos intrigas escandalosas, como temas de
placer y alabanza, según el grado de perversión de las mismas.
Los tutores accedieron a su petición, e inmediatamente Aubrey le contó sus intenciones
a Lord Ruthven, sorprendiéndose agradablemente cuando éste le invitó a viajar en su
compañía.
Muy ufano de esta prueba de afecto, por parte de una persona que aparentemente no
tenía nada en común con los demás mortales, aceptó encantado. Unos días más tarde, ya
habían cruzado el Canal de la Mancha.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de
su compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones
eran plenamente visibles, los resultados ofrecían unas conclusiones muy diferentes, de
acuerdo con los motivos de su comportamiento.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de
su compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones
eran plenamente visibles los resultados ofrecían conclusiones muy diferentes, de
acuerdo con los motivos de su comportamiento.
Su compañero era muy liberal: el vago, el ocioso y el pordiosero recibían de su mano
más de lo necesario para aliviar sus necesidades más perentorias. Pero Aubrey observó
asimismo que Lord Ruthven jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos, reducidos a la
indigencia por la mala suerte, a los cuales despedía sin contemplaciones y aun con
burlas. Cuando alguien acudía a él no para remediar sus necesidades, sino para poder
hundirse en la lujuria o en las más tremendas iniquidades, Lord Ruthven jamás negaba
su ayuda.
Sin embargo, Aubrey atribuía esta nota de su carácter a la mayor importunidad del
vicio, que generalmente es mucho más insistente que el desdichado y el virtuoso
indigente.
En las obras de beneficencia del Lord había una circunstancia que quedó muy grabada
en la mente del joven: todos aquellos a quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente
veían caer una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en la
miseria más abyecta.
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En Bruselas y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey se asombró ante la aparente
avidez con que su acompañante buscaba los centros de los mayores vicios. Solía entrar
en los garitos de faro, donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla
era su antagonista, siendo entonces cuando perdía más de lo que había ganado antes.
Pero siempre conservaba la misma expresión pétrea, imperturbable, con la generalmente
contemplaba a la sociedad que le rodeaba.
No sucedía lo mismo cuando el noble se tropezaba con la novicia juvenil o con un padre
infortunado de una familia numerosa. Entonces, su deseo parecía la ley de la fortuna,
dejando de lado su abstracción, al tiempo que sus ojos brillaban con más fuego que los
del gato cuando juega con el ratón ya moribundo.
En todas las ciudades dejaba a la florida juventud asistente a los círculos por él
frecuentados, echando maldiciones, en la soledad de una fortaleza del destino que la
había arrastrado hacia él, al alcance de aquel mortal enemigo.
Asimismo, muchos padres sentábanse coléricos en medio de sus hambrientos hijos, sin
un solo penique de su anterior fortuna, sin lo necesario siquiera para satisfacer sus más
acuciantes necesidades.
Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego, lo perdía inmediatamente, tras haber
esquilmado algunas grandes fortunas de personas inocentes.
Este podía ser el resultado de cierto grado de conocimiento capaz de combatir la
destreza de los más experimentados.
Aubrey deseaba a menudo decirle todo esto a su amigo, suplicarle que abandonase esta
caridad y estos placeres que causaban la ruina de todo el mundo, sin producirle a él
beneficio alguno. Pero demoraba esta súplica, porque un día y otro esperaba que su
amigo le diera una oportunidad de poder hablarle con franqueza y sinceridad. Cosa que
nunca ocurrió.
Lord Ruthven, en su carruaje, y en medio de la naturaleza más lujuriosa y salvaje,
siempre era el mismo: sus ojos hablaban menos que sus labios. Y aunque Aubrey se
hallaba tan cerca del objeto de su curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este
hecho que la de la constante exaltación del vano deseo de desentrañar aquel misterio
que a su excitada imaginación empezaba a asumir las proporciones de algo sobrenatural.
No tardaron en llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a su compañero por algún
tiempo, dejándole en la cotidiana compañía del círculo de amistades de una condesa
italiana, en tanto él visitaba los monumentos de la ciudad casi desierta.
Estando así ocupado, llegaron varias cartas de Inglaterra, que abría con impaciencia. La
primera era de su hermana dándole las mayores seguridades de su cariño; las otras eran
de sus tutores; y la última le dejó asombrado.
Si antes había pasado por su imaginación que su compañero de viaje poseía algún
malvado poder, aquella carta parecía reforzar tal creencia. Sus tutores insistían en que
abandonase inmediatamente a su amigo, urgiéndole a ello en vista de la maldad de tal
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personaje, a causa de sus casi irresistibles poderes de seducción, que tornaban
sumamente peligrosos sus hábitos para con la sociedad en general.
Habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no tenía su origen en el odio a
ellas, sino que había requerido, para aumentar su satisfacción personal, que las víctimas
—los compañeros de la culpa— fuesen arrojadas desde el pináculo de la virtud
inmaculada a los más hondos abismos de la infamia y la degradación. En resumen: que
todas aquellas damas a las que había buscado, aparentemente por sus virtudes, habíanse
quitado la máscara desde la partida de Lord Ruthven, y no sentían ya el menor
escrúpulo en exponer toda la deformidad de sus vicios a la contemplación pública.
Aubrey decidió al punto separarse de un personaje que todavía no le había mostrado ni
un solo punto brillante en donde posar la mirada. Resolvió inventar un pretexto
plausible para abandonarle, proponiéndose, mientras tanto, continuar vigilándole
estrechamente y no dejar pasar la menor circunstancia acusatoria.
De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades que Lord Ruthven, y no tardó
en darse cuenta de que su amigo estaba dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la
hija de la dama cuya mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, es muy raro que una
mujer soltera frecuente los círculos sociales, por lo que Lord Ruthven se veía obligado a
llevar adelante sus planes en secreto. Pero la mirada de Aubrey le siguió en todas sus
tortuosidades, y pronto averiguó que la pareja había concertado una cita que sin duda
iba a causar la ruina de una chica inocente, poco reflexiva.
Sin pérdida de tiempo, se presentó en el apartamento de su amigo, y bruscamente le
preguntó cuáles eran sus intenciones con respecto a la joven, manifestándole al propio
tiempo que estaba enterado de su cita para aquella misma noche.
Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que podían suponerse en semejante
menester. Y al ser interrogado respecto a si pensaba casarse con la muchacha, se echó a
reír.
Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota alegando que desde aquel
momento renunciaba a acompañar a Lord Ruthven durante el resto del viaje. Luego le
pidió a su sirviente que buscase otro apartamento, y fue a visitar a la madre de la joven,
a la que informó de cuanto sabía, no sólo respecto a su hija, sino también al carácter de
Lord Ruthven.
La cita quedó cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven se limitó a enviar a su criado
con una comunicación en la que se avenía a una completa separación, mas sin insinuar
que sus planes hubieran quedado arruinados por la intromisión de Aubrey.
Tras salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras cruzar la península, llegó
a Atenas.
Allí fijó su residencia en casa de un griego, no tardando en hallarse sumamente ocupado
en buscar las pruebas de la antigua gloria en unos monumentos que, avergonzados al
parecer de ser testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron libres para
convertirse después en esclavos, se hallaban escondidos debajo del polvo o de
intrincados líquenes.
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Bajo su mismo techo habitaba un ser tan delicado y bello que podía haber sido la
modelo de un pintor que deseara llevar a la tela la esperanza prometida a los seguidores
de Mahoma en el Paraíso, salvo que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces para
pretender a un alma y no a un ser vivo.
Cuando bailaba en el prado, o correteaba por el monte, parecía mucho más ágil y veloz
que las gacelas, y también mucho más grácil. Era, en resumen, el verdadero sueño de un
epicuro.
El leve paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en su búsqueda de antigüedad.
Y a veces la incosciente joven se empeñaba en la persecución de una mariposa de
Cachemira, mostrando la hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al viento,
bajo la ávida mirada de Aubrey que así olvidaba las letras que acababa de descifrar en
una tablilla medio borrada.
A veces, sus trenzas relucían a los rayos del sol con un brillo sumamente delicado,
cambiando rápidamente de matices, pudiendo ello haber sido la excusa del olvido del
joven anticuario que dejaba huir de su mente el objeto que antes había creído de capital
importancia para la debida interpretación de un pasaje de Pausanias.
Pero, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo el mundo veía, mas nadie podía
apreciar?
Era la inocencia, la juventud, la belleza, sin estar aún contaminadas por los atestados
salones, por las salas de baile.
Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba conservar en su memoria para el
futuro, la muchacha estaba a su alrededor, contemplando los mágicos efectos del lápiz
que trazaba los paisajes de su solar patrio.
Entonces, ella le describía las danzas en la pradera, pintándoselas con todos los colores
de su juvenil paleta; las pompas matrimoniales entrevistas en su niñez; y, refiriéndose a
los temas que evidentemente más la habían impresionado, hablaba de los cuentos
sobrenaturales de su nodriza.
Su afán y la creencia en lo que narraba, excitaron el interés de Aubrey. A menudo,
cuando ella contaba el cuento del vampiro vivo, que había pasado muchos años entre
amigos y sus más queridos parientes alimentándose con la sangre de las doncellas más
hermosas para prolongar su existencia unos meses más, la suya se le helaba a Aubrey en
las venas, mientras intentaba reírse de aquellas horribles fantasías.
Sin embargo, Ianthe le citaba nombres de ancianos que, por lo menos, habían contado
entre sus contemporáneos con un vampiro vivo, habiendo hallado a parientes cercanos y
algunos niños marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la joven veía que
Aubrey se mostraba incrédulo ante tales relatos, le suplicaba que la creyese, puesto que
la gente había observado que aquellos que se atrevían a negar la existencia del vampiro
siempre obtenían alguna prueba que, con gran dolor y penosos castigos, les obligaba a
reconocer su existencia.
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Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos monstruos, y el horror de Aubrey
aumentó al escuchar una descripción casi exacta de Lord Ruthven.
Pese a ello, el joven, persistió en querer convencer a la joven griega de que sus temores
no podían ser debidos a una cosa cierta, si bien al mismo tiempo repasaba en su
memoria todas las coincidencias que le habían incitado a creer en los poderes
sobrenaturales de Lord Ruthven.
Aubrey cada día sentíase más ligado a Ianthe, ya que su inocencia, tan en contraste con
las virtudes fingidas de las mujeres entre las que había buscado su idea de romance,
había conquistado su corazón. Si bien le parecía ridícula la idea de que un muchacho
inglés, de buena familia y mejor educación, se casara con una joven griega, carente casi
de cultura, lo cierto era que cada vez amaba más a la doncella que le acompañaba
constantemente.
En algunas ocasiones se separaba de ella, decidido a no volver a su lado hasta haber
conseguido sus objetivos. Pero siempre le resultaba imposible concentrarse en las ruinas
que le rodeaban, teniendo constantemente en su mente la imagen de quien lo era todo
para él.
Ianthe no se daba cuenta el amor que por ella experimentaba Aubrey, mostrándose con
él la misma chiquilla casi infantil de los primeros días. Siempre, no obstante, se
despedía del joven con frecuencia, mas ello se debía tan sólo a no tener a nadie con
quien visitar sus sitios favoritos, en tanto su acompañante se hallaba ocupado
bosquejando o descubriendo algún fragmento que había escapado a la acción
destructora del tiempo.
La joven apeló a sus padres para dar fe de la existencia de los vampiros. Y todos, con
algunos individuos presentes, afirmaron su existencia, pálidos de horror ante aquel solo
nombre.
Poco después, Aubrey decidió realizar una excursión, que le llevaría varias horas.
Cuando los padres de Ianthe oyeron el nombre del lugar, le suplicaron que no regresase
de noche, ya que necesariamente debería atravesar un bosque por el que ningún griego
pasaba, una vez que había oscurecido, por ningún motivo.
Le describieron dicho lugar como el paraje donde los vampiros celebraban sus orgías y
bacanales nocturnas. Y le aseguraron que sobre el que se atrevía a cruzar por aquel sitio
recaían los peores males.
Aubrey no quiso hacer caso de tales advertencias, tratando de burlarse de aquellos
temores. Pero cuando vio que todos se estremecían ante sus risas por aquel poder
superior o infernal, cuyo solo nombre le helaba la sangre, acabó por callar y ponerse
grave.
A la mañana siguiente, Aubrey salió de excursión, según había proyectado. Le
sorprendió observar la melancólica cara de su huésped, preocupado asimismo al
comprender que sus burlas de aquellos poderes hubiesen inspirado tal terror.
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Cuando se hallaba a punto de partir, Ianthe se acercó al caballo que el joven montaba y
le suplicó que regresase pronto, pues era por la noche cuando aquellos seres malvados
entraban en acción. Aubrey se lo prometió.
Sin embargo, estuvo tan ocupado en sus investigaciones que no se dio cuenta de que el
día iba dando fin a su reinado y que en el horizonte aparecía una de aquellas manchas
que en los países cálidos se convierten muy pronto en una masa de nubes tempestuosas,
vertiendo todo su furor sobre el desdichado país.
Finalmente, montó a caballo, decidido a recuperar su retraso. Pero ya era tarde. En los
países del sur apenas existe el crepúsculo. El sol se pone inmediatamente y sobreviene
la noche. Aubrey se había demorado con exceso. Tenía la tormenta encima, los truenos
apenas se concedían un respiro entre sí, y el fuerte aguacero se abría paso por entre el
espeso follaje, en tanto el relámpago azul parecía caer a sus pies.
El caballo se asustó de repente, y emprendió un galope alocado por entre el espeso
bosque. Por fin, agotado de cansanci, el animal se paró, y Aubrey descubrió a la luz de
los relámpagos que estaba en la vecindad de una choza que apenas se destacaba por
entre la hojarasca y la maleza que le rodeaba.
Desmontó y se aproximó, cojeando, con el fin de encontrar a alguien que pudiera
llevarle a la ciudad, o al menos obtener asilo contra la furiosa tormenta.
Cuando se acercaba a la cabaña, los truenos, que habían callado un instante, le
permitieron oír unos gritos femeninos, gritos mezclados con risotadas de burla, todo
como en un solo sonido. Aubrey quedó turbado. Mas, soliviantado por el trueno que
retumbó en aquel momento, con un súbito esfuerzo empujó la puerta de la choza.
No vio más que densas tinieblas, pero el sonido le guió. Aparentemente, nadie se había
dado cuenta de su presencia, pues aunque llamó, los mismos sonidos continuaron, sin
que nadie reparase al parecer en él.
No tardó en tropezar con alguien, a quien apresó inmediatamente. De pronto, una voz
volvió a gritar de manera ahogada, y al grito sucedió una carcajada. Aubrey hallóse al
momento asido por una fuerza sobrehumana. Decidido a vender cara su vida, luchó mas
en vano. Fue levantado del suelo y arrojado de nuevo al mismo con una potencia
enorme. Luego, su enemigo se le echó encima y, arrodillado sobre su pecho, le rodeó la
garganta con las manos. De repente, el resplandor de varias antorchas entrevistas por el
agujero que hacía las veces de ventana, vino en su ayuda. Al momento, su rival se puso
de pie y, separándose del joven, corrió hacia la puerta. Muy poco después, el crujido de
las ramas caídas al ser pisoteadas por el fugitivo también dejó de oírse.
La tormenta había cesado, y Aubrey, incapaz de moverse, gritó, siendo oído poco
después por los portadores de antorchas.
Entraron a la cabaña, y el resplandor de la resina quemada cayó sobre los muros de
barro y el techo de bálago, totalmente lleno de mugre.
A instancias del joven, los recién llegados buscaron a la mujer que le había atraído con
sus chillidos. Volvió, por tanto, a quedarse en tinieblas. Cual fue su horror cuando de
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nuevo quedó iluminado por la luz de las antorchas, pudiendo percibir la forma etérea de
su amada convertida en un cadáver.
Cerró los ojos, esperando que sólo se tratase de un producto espantoso de su
imaginación. Pero volvió a ver la misma forma al abrirlos, tendida a su lado.
No había el menor color en sus mejillas, ni siquiera en sus labios, y en su semblante se
veía una inmovilidad que resultaba casi tan atrayente como la vida que antes lo animara.
En el cuello y en el pecho había sangre, en la garganta las señales de los colmillos que
se habían hincado en las venas.
—¡Un vampiro! ¡Un vampiro! —gritaron los componentes de la partida ante aquel
espectáculo.
Rápidamente construyeron unas parihuelas, y Aubrey echó a andar al lado de la que
había sido el objeto de tan brillantes visiones, ahora muerta en la flor de su vida.
Aubrey no podía ni siquiera pensar, pues tenía el cerebro ofuscado, pareciendo querer
refugiarse en el vacío. Sin casi darse cuenta, empuñaba en su mano una daga de forma
especial, que habían encontrado en la choza. La partida no tardó en reunirse con más
hombres, enviados a la búsqueda de la joven por su afligida madre. Los gritos de los
exploradores al aproximarse a la ciudad, advirtieron a los padres de la doncella que
había sucedido una horrorosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Cuando
comprobaron la causa de la muerte de su hija, miraron a Aubrey y señalaron el cadáver.
Estaban inconsolables, y ambos murieron de pesar.
Aubrey, ya en la cama, padeció una violentísima fiebre, con mezcolanza de delirios. En
estos intervalos llamaba a Lord Ruthven y a Ianthe, mediante cierta combinación que le
parecía una súplica a su antiguo compañero de viaje para que perdonase la vida de la
doncella.
Otras veces lanzaba imprecaciones contra Lord Ruthven, maldiciéndole como asesino
de la joven griega.
Por casualidad, Lord Ruthven llegó por aquel entonces a Atenas. Cuando se enteró del
estado de su amigo, se presentó inmediatamente en su casa y se convirtió en su
enfermero particular.
Cuando Aubrey se recobró de la fiebre y los delirios, quedóse horrorizado, petrificado,
ante la imagen de aquel a quien ahora consideraba un vampiro. Lord Ruthven —con sus
amables palabras, que implicaban casi cierto arrepentimiento por la causa que había
motivado su separación— y la ansiedad, las atenciones y los cuidados prodigados a
Aubrey, hicieron que éste pronto se reconciliase con su presencia.
Lord Ruthven parecía cambiado, no siendo ya el ser apático de antes, que tanto había
asobrado a Aubrey. Pero tan pronto terminó la convalescencia del joven, su compañero
volvió a ofrecer la misma condición de antes, y Aubrey ya no distinguió la menor
diferencia, salvo que a veces veía la mirada de Lord Ruthven fija en él, al tiempo que
una sonrisa maliciosa flotaba en sus labios. Sin saber por qué, aquella sonrisa le
molestaba.
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Durante la última fase de su recuperación, Lord Ruthven pareció absorto en la
contemplación de las olas que levantaba en el mar la brisa marina, o en señalar el
progreso de los astros que, como el nuestro, dan vueltas en torno al Sol. Y más que
nada, parecía evitar todas las miradas ajenas.
Aubrey, a causa de la desgracia sufrida, tenía su cerebro bastante debilitado, y la
elasticidad de espíritu que antes era su característica más acusada parecía haberle
abandonado para siempre.
No era tan amable del silencio y la soledad como Lord Ruthven, pero deseaba estar
solo, cosa que no podía conseguir en Atenas. Si se dedicaba a explorar las ruinas de la
antigüedad, el recuerdo de Ianthe a su lado le atosigaba de continuo. Si recorría los
bosques, el paso ligero de la joven parecía corretear a su lado, en busca de la modesta
violeta. De repente, esta visión se esfumaba, y en su lugar veía el rostro pálido y la
garganta herida de la joven, con una tímida sonrisa en sus labios.
Decidió rehuir tales visiones, que en su mente creaban una serie de amargas
asociaciones. De este modo, le propuso a Lord Ruthven, a quien sentíase unido por los
cuidados que aquel le había prodigado durante su enfermedad, que visitasen aquellos
rincones de Grecia que aún no habían visto.
Los dos recorrieron la península en todas las direcciones, buscando cada rincón que
pudiera estar unido a un recuerdo. Pero aunque lo exploraron todo, nada vieron que
llamase realmente su interés.
Oían hablar mucho de diversas bandas de ladrones, mas gradualmente fueron
olvidándose de ellas atribuyéndolas a la imaginación popular, o a la invención de
algunos individuos cuyo interés consistía en excitar la generosidad de aquellos a quienes
fingían proteger de tales peligros.
En consecuencia, sin hacer caso de tales advertencias, en cierta ocasión viajaban con
muy poca escolta, cuyos componentes más debían servirles de guía que de protección.
Al penetrar en un estrecho desfiladero, en el fondo del cual se hallaba el lecho de un
torrente, lleno de grandes masas rocosas desprendidas de los altos acantilados que lo
flanqueaban, tuvieron motivos para arrepentirse de su negligencia. Apenas se habían
adentrado por paso tan angosto cuando se vieron sorprendidos por el silbido de las balas
que pasaban muy cerca de sus cabezas, y las detonaciones de varias armas.
Al instante siguiente, la escolta les había abandonado, y resguardándose detrás de las
rocas, empezaron todos a disparar contra sus atacantes.
Lord Ruthven y Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron momentáneamente al amparo
de un recodo del desfiladero. Avergonzados por asustarse tanto ante un vulgar enemigo,
que con gritos insultantes les conminaban a seguir avanzando, y estando expuestos al
mismo tiempo a una matanza segura si alguno de los ladrones se situaba más arriba de
su posición y les atacaba por la espalda, determinaron precipitarse al frente, en busca del
enemigo...
Apenas abandonaron el refugio rocoso, Lord Ruthven recibió en el hombro el impacto
de una bala que le envió rodando al suelo. Aubrey corrió en su ayuda, sin hacer caso del
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peligro a que se exponía, mas no tardó en verse rodeado por los malhechores, al tiempo
que los componentes de la escolta, al ver herido a Lord Ruthven, levantaron
inmediatamente las manos en señal de rendición.
Mediante la promesa de grandes recompensas, Aubrey logró convencer a sus atacantes
para que trasladasen a su herido amigo a una cabaña situada no lejos de allí. Tras hacer
concertado el rescate a pagar, los ladrones no le molestaron, contentándose con vigilar
la entrada de la cabaña hasta el regreso de uno de ellos, que debía percibir la suma
prometida gracias a una orden firmada por el joven.
Las energías de Lord Ruthven disminuyeron rápidamente. Dos días más tarde, la muerte
pareció ya inminente. Su comportamiento y su aspecto no había cambiado, pareciendo
tan incosciente al dolor como a cuanto le rodeaba. Hacia el fin del tercer día, su mente
pareció extraviarse, y su mirada se fijó insistentemente en Aubrey, el cual sintióse
impulsado a ofrecerle más que nunca su ayuda.
—Sí, tú puedes salvarme... Puedes hacer aún mucho más... No me refiero a mi vida,
pues temo tan poco a la muerte como al término del día. Pero puedes salvar mi honor.
Sí, puedes salvar el honor de tu amigo.
—Decidme cómo —asintió Aubrey—, y lo haré.
—Es muy sencillo. Yo necesito muy poco... Mi vida necesita espacio... Oh, no puedo
explicarlo todo... Mas si callas cuanto sabes de mí, mi honor se verá libre de las
murmuraciones del mundo, y si mi muerte es por algún tiempo desconocida en
Inglaterra... yo... yo... ah, viviré.
—Nadie lo sabrá.
—¡Júralo! —exigió el moribundo, incorporándose con gran violencia—. ¡Júralo por las
almas de tus antepasados, por todos los temores de la naturaleza, jura que durante un
año y un día no le contarás a nadie mis crímenes ni mi muerte, pase lo que pase, veas lo
que veas!
Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas.
—¡Lo juro! —exclamó Aubrey.
Lord Ruthven de dejó caer sobre la almohada, lanzando una carcajada, y expiró.
Aubrey retiróse a descansar, mas no durmió pues su cerebro daba vueltas y más vueltas
sobre los detalles de su amistad con tan extraño ser, y sin saber por qué, cuando
recordaba el juramento prestado sentíase invadido por un frío extraño, con el
presentimiento de una desgracia inminente.
Levantóse muy temprano al día siguiente, e iba ya a entrar en la cabaña donde había
dejado el cadáver, cuando uno de los ladrones le comunicó que ya no estaba allí, puesto
que él y sus camaradas lo habían transportado a la cima de la montaña, según la
promesa hecha al difunto de que lo dejarían expuesto al primer rayo de luna después de
su muerte.
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Aubrey quedóse atónito ante aquella noticia. Junto con varios individuos, decidió ir
adonde habían dejado a Lord Ruthven, para enterrarlo debidamente. Pero una vez en la
cumbre de la montaña, no halló ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los
ladrones juraron que era aquel el lugar en que dejaron al muerto.
Durante algún tiempo su mente perdióse en conjeturas, hasta que decidió descender de
nuevo, convencido de que los ladrones habían enterrado el cadáver tras despojarlo de
sus vestiduras.
Harto de un país en el que sólo había padecido tremendos horrores, y en el que todo
conspiraba para fortalecer aquella superstición melancólica que se había adueñado de su
mente, resolvió abandonarlo, no tardando en llegar a Esmirna.
Mientras esperaba un barco que le condujera a Otranto o a Nápoles, estuvo ocupado en
disponer los efectos que tenía consigo y que habían pertenecido a Lord Ruthven. Entre
otras cosas halló un estuche que contenía varias armas, más o menos adecuada para
asegurar la muerte de una víctima. Dentro se hallaban varias dagas y yataganes.
Mientras los examinaba, asombrado ante sus curiosas formas, grande fue su sorpresa al
encontrar una vaina ornamentada en el mismo estilo que la daga hallada en la choza
fatal. Aubrey se estremeció, y deseando obtener nuevas pruebas, buscó la daga. Su
horror llegó a su culminación cuando verificó que la hoja se adaptaba a la vaina, pese a
su peculiar forma.
No necesitaba ya más pruebas, aunque sus ojos parecían como pegados a la daga, pese a
lo cuál todavía se resistía a creerlo. Sin embargo, aquella forma especial, los mismos
esplendorosos adornos del mango y la vaina, no dejaban el menor resquicio a la duda.
Además, ambos objetos mostraban gotas de sangre.
Partió de Esmirna y, ya en Roma, sus primeras investigaciones se refirieron a la joven
que él había intentado arrancar a las artes seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se
hallaban desconsolados, totalmente arruinados, y a la joven no se la había vuelto a ver
desde la salida de la capital de Lord Ruthven.
El cerebro de Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante tal cúmulo de horrores,
temiendo que la joven también hubiese sido víctima del mismo asesino de Ianthe.
Aubrey tornóse más callado y retraído y su sola ocupación consistió ya en apresurar a
sus postillones, como si tuviese necesidad de salvar a un ser muy querido.
Llegó a Calais, y una brisa que parecía obediente a sus deseos no tardó en dejarle en las
costas de Inglaterra. Corrió a la mansión de sus padres y allí, por un momento, pareció
perder, gracias a los besos y abrazos de su hermana, todo recuerdo del pasado. Si antes,
con sus infantiles caricias, ya había conquistado el afecto de su hermano, ahora que
empezaba a ser mujer todavía la quería más.
La señorita Aubrey no poseía la alada gracia que atrae las miradas y el aplauso de las
reuniones y fiestas. No había en ella el ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus
ojos azules jamás se iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona había
como un halo de encanto melancólico que no se debía a ninguna desdicha sino a un
sentimiento interior, que parecía indicar un alma consciente de un reino más brillante.
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No tenía el paso leve, que atrae como el vuelo grácil de la mariposa, como un color
grato a la vista. Su paso era sosegado y pensativo. Cuando estaba sola, su semblante
jamás se alegraba con una sonrisa de júbilo. Pero al sentir el afecto de su hermano, y
olvidar en su presencia los pesares que le impedían el descanso, ¿quién no habría
cambiado una sonrisa por tanta dicha?
Era como si los ojos de la joven, su rostro entero, jugasen a la luz de su esfera propia.
Sin embargo, la muchacha sólo contaba dieciocho años, por lo que no había sido
presentada en sociedad, habiendo juzgado sus tutores que debían demorarse tal acto
hasta que su hermano regresara del continente, momento en que se constituiría en su
protector.
Por tanto, resolvieron que darían una fiesta con el fin de que ella apareciese "en escena".
Aubrey habría preferido estar apartado de todo bullicio, alimentándose con la
melancolía que le abrumaba. No experimentaba el menor interés por las frivolidades de
personas desconocidas, aunque se mostró dispuesto a sacrificar su comodidad para
proteger a su hermana.
De esta manera, no tardaron en llegar a su casa de la capital, a fin de disponerlo todo
para el día siguiente, elegido para la fiesta.
La multitud era excesiva. Una fiesta no vista en mucho tiempo, donde todo el mundo
estaba ansioso de dejarse ver.
Aubrey apareció con su hermana. Luego, estando solo en un rincón, mirando a su
alrededor con muy poco interés, pensando abstraídamente que la primera vez que había
visto a Lord Ruthven había sido en aquel mismo salón había sido en aquel mismo salón,
sintióse de pronto cogido por el brazo, al tiempo que en sus oídos resonaba una voz que
recordaba demasiado bien.
—Acuérdate del juramento.
Aubrey apenas tuvo valor para volverse, temiendo ver a un espectro que le podría
destruir; y distinguió no lejos a la misma figura que había atraído su atención cuando, a
su vez, él había entrado por primera vez en sociedad.
Contempló a aquella figura fijamente, hasta que sus piernas casi se negaron a sostener el
peso de su cuerpo. Luego, asiendo a un amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó
al cochero que le llevase a su casa de campo.
Una vez allí, empezó a pasearse agitadamente, con la cabeza entre las manos, como
temiendo que sus pensamientos le estallaran en el cerebro.
Lord Ruthven había vuelto a presentarse ante él... Y todos los detalles se encadenaron
súbitamente ante sus ojos; la daga..., la vaina..., la víctima..., su juramento.
¡No era posible, se dijo muy excitado, no era posible que un muerto resucitara!
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Era imposible que fuese un ser real. Por eso, decidió frecuentar de nuevo la sociedad.
Necesitaba aclarar sus dudas. Pero cuando, noche tras noche, recorrió diversos salones,
siempre con el nombre de Lord Ruthven en sus labios, nada consiguió.
Una semana más tarde, acudió con su hermana a una fiesta en la mansión de unas
nuevas amistades. Dejándola bajo la protección de la anfitriona, Aubrey retiróse a un
rincón y allí dio rienda suelta a sus pensamientos.
Cuando al fin vio que los invitados empezaban a marcharse, penetró en el salón y halló
a su hermana rodeada de varios caballeros, al parecer conversando animadamente. El
joven intentó abrirse paso para acudir junto a su hermana, cuando uno de los presentes,
al volverse, le ofreció aquellas facciones que tanto aborrecía.
Aubrey dio un tremendo salto, tomó a su hermana del brazo y apresuradamente la
arrastró hacia la calle. En la puerta encontró impedido el paso por la multitud de criados
que aguardaban a sus respectivos amos. Mientras trataba de superar aquella barrera
humana, volvió a su oído la conocida y fatídica voz:
—¡Acuérdate del juramento!
No se atrevió a girar y, siempre arrastrando a su hermana, no tardó en llegar a casa.
Aubrey empezó a dar señales de desequilibrio mental. Si antes su cerebro había estado
sólo ocupado con un tema, ahora se hallaba totalmente absorto en él, teniendo ya la
certidumbre de que el monstruo continuaba viviendo.
No paraba ya mientes en su hermana, y fue inútil que ésta tratara de arrancarle la verdad
de tan extraña conducta. Aubrey limitábase a proferir palabras casi incoherentes, que
aún aterraban más a la muchacha.
Cuando Aubrey más meditaba en ello, más transtornado estaba. Su juramento le
abrumaba. ¿Debía permitir, pues, que aquel monstruo rondase por el mundo, en medio
de tantos seres queridos, sin delatar sus intenciones? Su misma hermana había hablado
con él. Pero, aunque quebrantase su juramento y revelase las verdaderas intenciones de
Lord Ruthven, ¿quién le iba a creer? Pensó en servirse de su propia mano para
desembarazar al mundo de tan cruel enemigo. Recordó, sin embargo, que la muerte no
afectaba al monstruo. Durante días permaneció en tal estado, encerrado en su
habitación, sin ver a nadie, comiendo sólo cuando su hermana le apremiaba a ello, con
lágrimas en los ojos.
Al fin, no pudiendo soportar por más tiempo el silencio y la soledad salió de la casa para
rondar de calle en calle, ansioso de descubrir la imagen de quien tanto le acosaba. Su
aspecto distaba mucho de ser atildado, exponiendo sus ropas tanto al feroz sol de
mediodía como a la humedad de la noche. Al fin, nadie pudo ya reconocer en él al
antiguo Aubrey. Y si al principio regresaba todas las noches a su casa, pronto empezó a
descansar allí donde la fatiga le vencía.
Su hermana, angustiada por su salud, empleó a algunas personas para que le siguiesen,
pero el joven supo distanciarlas, puesto que huía de un perseguidor más veloz que
aquellas: su propio pensamiento.
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Su conducta, no obstante, cambió de pronto. Sobresaltado ante la idea de que estaba
abandonando a sus amigos, con un feroz enemigo entre ellos de cuya presencia no
tenían el menor conocimiento, decidió entrar de nuevo en sociedad y vigilarle
estrechamente, ansiando advertir, a pesar de su juramento, a todos aquellos a quienes
Lord Ruthven demostrase cierta amistad.
Mas al entrar en un salón, su aspecto miserable, su barba de varios días, resultaron tan
sorprendentes, sus estremecimientos interiores tan visibles, que su hermana vióse al fin
obligada a suplicarle que se abstuviese en bien de ambos a una sociedad que le afectaba
de manera tan extraña.
Cuando esta súplica resultó vana, los tutores creyeron su deber interponerse y, temiendo
que el joven tuviera transtornado el cerebro, pensaron que había llegado el momento de
recobrar ante él la autoridad delegada por sus difuntos padres.
Deseoso de precaverle de las heridas mentales y de los sufrimientos físicos que padecía
a diario en sus vagabundeos, e impedir que se expusiera a los ojos de sus amistades con
las inequívocas señales de su trastorno, acudieron a un médico para que residiera en la
mansión y cuidase de Aubrey.
Este apenas pareció darse cuenta de ello: tan completamente absorta estaba su mente en
el otro asunto. Su incoherencia acabó por ser tan grande, que se vio confinado en su
dormitorio. Allí pasaba los días tendido en la cama, incapaz de levantarse.
Su rostro se tornó demacrado y sus pupilas adquirieron un brillo vidrioso; sólo mostraba
cierto reconocimiento y afecto cuando entraba su hermana a visitarle. A veces se
sobresaltaba, y tomándole las manos, con unas miradas que afligían intensamente a la
joven, deseaba que el monstruo no la hubiese tocado ni rozado siquiera.
—¡Oh, hermana querida, no le toques! ¡Si de veras me quieres, no te acerques a él!
Sin embargo, cuando ella le preguntaba a quién se refería, Aubrey se limitaba a
murmurar:
—¡Es verdad, es verdad!
Y de nuevo se hundía en su abatimiento anterior, del que su hermana no lograba ya
arrancarle.
Esto duró muchos meses. Pero, gradualmente, en el transcurso de aquel año, sus
incoherencias fueron menos frecuentes, y su cerebro se aclaró bastante, al tiempo que
sus tutores observaban que varias veces diarias contaba con los dedos cierto número, y
luego sonreía.
Al llegar el último día del año, uno de los tutores entró en el dormitorio y empezó a
conversar con el médico respecto a la melancolía del muchacho, precisamente cuando al
día siguiente debía casarse su hermana.
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Instantáneamente, Aubrey mostróse alerta, y preguntó angustiosamente con quién iba a
contraer matrimonio. Encantados de aquella demostración de cordura, de la que le
creían privado, mencionaron el nombre del Conde de Marsden.
Creyendo que se trataba del joven conde al que él había conocido en sociedad, Aubrey
pareció complacido, y aún asombró más a sus oyentes al expresar su intención de asistir
a la boda, y su deseo de ver cuanto antes a su hermana.
Aunque ellos se negaron a este anhelo, su hermana no tardó en hallarse a su lado.
Aubrey, al parecer, no fue capaz de verse afectado por el influjo de la encantadora
sonrisa de la muchacha, puesto que la abrazó, la besó en las mejillas, bañadas en
lágrimas por la propia joven al pensar que su hermano volvía a estar en el mundo de los
cuerdos.
Aubrey empezó a expresar su cálido afecto y a felicitarla por casarse con una persona
tan distinguida, cuando de repente se fijó en un medallón que ella lucía sobre el pecho.
Al abrirlo, cuál no sería su inmenso estupor al descubrir las facciones del monstruo que
tanto y tan funestamente había influido en su existencia.
En un paroxismo de furor, tomó el medallón y, arrojándolo al suelo, lo pisoteó. Cuando
ella le preguntó por qué había destruído el retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró
como sin comprender. Después, asiéndola de las manos, y mirándola con una frenética
expresión de espanto, quiso obligarla a jurar que jamás se casaría con semejante
monstruo, ya que él...
No pudo continuar. Era como si su propia voz le recordase el juramento prestado, y al
girarse en redondo, pensando que Lord Ruthven se hallaba detrás suyo, no vio a nadie.
Mientras tanto, los tutores y el médico, que todo lo habían oído, pensando que la locura
había vuelto a apoderarse de aquel pobre cerebro, entraron y le obligaron a separarse de
su hermana.
Aubrey cayó de rodillas ante ellos, suplicándoles que demorasen la boda un solo día.
Mas ellos, atribuyendo tal petición a la locura que se imaginaban devoraba su mente,
intentaron calmarle y le dejaron solo.
Lord Ruthven visitó la mansión a la mañana siguiente de la fiesta, y le fue negada la
entrada como a todo el mundo. Cuando se enteró de la enfermedad de Aubrey,
comprendió que era él la causa inmediata de la misma. Cuando se enteró de que el joven
estaba loco, apenas si consiguió ocultar su júbilo ante aquellos que le ofrecieron esta
información.
Corrió a casa de su antiguo compañero de viaje, y con sus constantes cuidados y
fingimiento del gran interés que sentía por su hermano y por su triste destino,
gradualmente fue conquistando el corazón de la señorita Aubrey.
¿Quien podía resistirse a aquel poder? Lord Ruthven hablaba de los peligros que le
habían rodeado siempre, del escaso cariño que había hallado en el mundo, excepto por
parte de la joven con la que conversaba. ¡Ah, desde que la conocía, su existencia había
empezado a parecer digna de algún valor, aunque sólo fuese por la atención que ella le
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prestaba! En fin, supo utilizar con tanto arte sus astutas mañas, o tal fue la voluntad del
Destino, que Lord Ruthven conquistó el amor de la hermana de Aubrey.
Gracias al título de una rama de su familia, obtuvo una embajada importante, que le
sirvió de excusa para apresurar la boda (pese al trastorno mental del hermano), de modo
que la misma tendría lugar al día siguiente, antes de su partida para el continente.
Aubrey, una vez lejos del médico y el tutor, trató de sobornar a los criados, pero en
vano. Pidió pluma y papel, que le entregaron, y escribió una carta a su hermana,
conjurándola —si en algo apreciaba su felicidad, su honor y el de quienes yacían en sus
tumbas, que antaño la habían tenido en brazos como su esperanza y la esperanza del
buen nombre familiar— a posponer sólo por unas horas aquel matrimonio, sobre el que
vertía sus más terribles maldiciones.
Los criados prometieron entregar la misiva, mas como se la dieron al médico, éste
prefirió no alterar a la señorita Aubrey con lo que, consideraba, era solamente la manía
de un demente.
Transcurrió la noche sin descanso para ninguno de los ocupantes de la casa. Y Aubrey
percibió con horror los rumores de los preparativos para el casamiento.
Vino la mañana, y a sus oídos llegó el ruido de los carruajes al ponerse en marcha.
Aubrey se puso frenético. La curiosidad de los sirvientes superó, al fin, a su vigilancia.
Y gradualmente se alejaron para ver partir a la novia, dejando a Aubrey al cuidado de
una indefensa anciana.
Aubrey se aprovechó de aquella oportunidad. Saltó fuera de la habitación y no tardó en
presentarse en el salón donde todo el mundo se hallaba reunido, dispuesto para la
marcha. Lord Ruthven fue el primero en divisarle, e inmediatamente se le acercó,
asiéndolo del brazo con inusitada fuerza para sacarle de la estancia, trémulo de rabia.
Una vez en la escalinata, le susurró al oído:
—Acuérdate del juramento y sabe que si hoy no es mi esposa, tu hermana quedará
deshonrada. ¡Las mujeres son tan frágiles...!
Así deciendo, le empujó hacia los criados, quienes, alertados ya por la anciana, le
estaban buscando. Aubrey no pudo soportarlo más: al no hallar salida a su furor, se le
rompió un vaso sanguíneo y tuvo que ser trasladado rápidamente a su cama.
Tal suceso no le fue mencionado a la hermana, que no estaba presente cuando aconteció
, pues el médico temía causarle cualquier agitación.
La boda se celebró con toda solemnidad, y el novio y la novia abandonaron Londres.
La debilidad de Aubrey fue en aumento, y la hemorragia de sangre produjo los síntomas
de la muerte próxima. Deseaba que llamaran a los tutores de su hermana, y cuando éstos
estuvieron presentes y sonaron las doce campanadas de la medianoche, instantes en que
se cumplía el plazo impuesto a su silencio, relató apresuradamente cuanto había vivido
y sufrido... y falleció inmediatamente después.
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Los tutores se apresuraron a proteger a la hermana de Aubrey, mas cuando llegaron ya
era tarde. Lord Ruthven había desaparecido, y la joven había saciado la sed de sangre de
un vampiro.

miércoles, 24 de abril de 2013

Alfonso X el Sabio nació en Toledo, en 1221, y murió en Sevilla, en 1284.


Nacionalidad: Castilla y León Alfonso X el Sabio nació en Toledo, en 1221, y murió en Sevilla, en 1284. Gran conocedor de la ciencia de su tiempo, supo reunir a todos los sabios de su país y constituyó una verdadera academia en la que judíos, mahometanos y cris. tianos trabajaban unidos, como nos muestran las miniaturas de los códices. Sus Cantigas son una joya de la literatura y del arte mariano. En ellas llama a la Virgen más de siete veces «Madre nuestra» y explica que es Madre «porque nos alimenta, y tiene el cuidado de preservarnos de todo mal».

Las siete partidas Alfonso X El Sabio

En 1252, ocupó el trono de León y Castilla, a la muerte de Fernando III, su padre;
tratando de continuar la política de integración y reconquista empezadas por éste;
su propósito era pasar a África, donde obtuvo algunas victorias iniciales.
Designado por algunas repúblicas italianas para la dignidad imperial fue
proclamado en 1257, rey de los romanos por el arzobispo de Tréveris, en nombre
de los electores de Sajonia, de Brandeburgo y de Bohemia, no obtuvo, sin embargo
el apoyo de la nobleza por las medidas económicas impopulares que tuvo que
tomar por causa de una serie de pleitos con el trono de Alemania, por lo que sus
primeros triunfos sobre los musulmanes no le dieron apoyo que necesitaba. Ante
este fracaso político renuncia a todos sus derechos y aspiraciones. Estalla la guerra
civil mientras los moros incendiaban en Tarifa la flota castellana (1278) y los
franceses de apoderan de Pamplona. El mismo año muere su hijo y sucesor
Fernando de la Cerda, lo que llevó a la corte a un enfrentamiento por sucesión.
Su gloria reside en la empresa cultural que, desde Toledo, Sevilla y Murcia,
centros en los que reunió a sabios de todas partes y tendencias para irradiar
sabiduría y conocimientos. Las obras que legó a la humanidad han llegado a
nuestros días:
1- Obras Jurídicas: Las Siete Partidas, precedidas por el Fuero Real
fundamentadas en el derecho romano de Justiniano.
2-. Dos obras históricas Crónica General de España y la Grande e General Estoria,
un intento de historia universal iniciado en 1272.
3-. Obras Científicas: Tratados de Astronomía, Las Tablas Alfonsíes, basadas en
la tradición tolemaica a través de estudios árabes y el Lapidario, tratado de
minerología, derivado de los conocimientos aristotélicos.
4-. Obras Poéticas; autor de unas treinta poesías, 420 composiciones en lengua
gallega; traductor de Calila e Dimna así como del Septenario, recopilación del
saber medieval.
Murió de pena, en Sevilla, lejos de la corte. Han pasado los siglos, pero su obra,
por milagro, de los hombres, sigue adelante, como documento vital e histórico y en
algunos códigos disfrazada, pero no por ello, virtualmente actualizada.

(Fragmento).

LAS SIETE PARTIDAS
ÍNDICE:
Primera Partida: En la que el autor demuestra que todas las cosas pertenecen a la
iglesia católica, y que enseñan al hombre conocer a Dios por las creencias.
Segunda Partida: Lo que conviene hacer a los reyes, emperadores, tanto por sí
mismos como por los demás, lo que deben hacer para que valgan más, así como
sus reinos, sus honras y sus tierras se acrecienten y guarden, y sus voluntades
según derecho se junten con aquellos que fueren de su señorío.
Las siete partidas Alfonso X El Sabio

3
Tercera Partida: La Justicia que hace que los hombres vivan unos con otros en paz,
y de las personas que son menester para ella.
Cuarta Partida: Los desposorios, los casamientos que juntan amor de hombre y de
mujer naturalmente y de las cosas que les pertenecen, y de los hijos derechureros
que nacen de ellos, y de los otros de cualquier manera que sean hechos y recibidos,
del poder que tienen los padres sobre sus hijos y de la obediencia que ellos deben a
sus padres, pues esto, según naturaleza junta amor por razón de linaje, y del deudo
que hay entre los criados y los que crían, y entre los siervos y sus dueños, los
vasallos y sus señores, las razones del señorío y de lo bien hecho que los menores
reciben de los mayores y otrosí por lo que reciben los mayorales de los otros.
Quinta Partida: Trata de los empréstitos y de los cambios y de las miercas, y de
todos los otros pleitos y conveniencias que los hombres hacen entre ellos,
placiendo a ambas partes, como se deben hacer y cuáles son valederas o no, y
cómo se deben partir las contiendas que entre las partes nacieren.
Sexta Partida: Los testamentos, quién los debe hacer, y cómo deben ser hechos y
en qué manera pueden heredar los padres a los hijos y a los otros parientes suyos y
aun a los extraños, y otrosí de los huérfanos y de las cosas que les pertenecen.
Séptima Partida: Y en la setena partida de todas las acusaciones y los males y las
enemigas que los hombres hacen de muchas maneras y de las penas y de los
escarmientos que merecen por razón de ellos.

martes, 23 de abril de 2013

Mijaíl Afanásievich Bulgákov. HUEVOS FATÍDICOS.


Mijaíl Afanásievich Bulgákov nació en Kiev e13 de mayo de 1891. Cursó estudios de medicina y ejerció esta profesión hasta el año 1919 en el que se vio obligado a abandonarla a causa de la guerra civil. Este fue el momento en el que comenzó su trayectoria literaria, publicando bajo diversos seudónimos reportajes y folletines en periódicos de Moscú. Su modo de escritura se define por su carácter satírico y los numerosos elementos fantásticos que emplea, tanto de anticipación científica como motivos surrealistas. Sus primeras obras dramáticas como Corazón de Perro (1925) o La Guardia Blanca (1925) tuvieron gran éxito de público, sin embargo fue calificado como contrarrevolucionario por las autoridades de la época, motivo por el que se prohibieron sus obras. Una vez paralizada su actividad literaria, en el año 1930 dirigió una carta al gobierno soviético pidiendo el exilio o si no se lo concedían, que le asignaran un empleo en algún teatro. De este modo se convirtió en director adjunto del Teatro del Arte de Moscú. Cuando contrajo una grave enfermedad de riñón y sabiendo que le restaba poco tiempo de vida, se apresuró a escribir la novela que ha sido considerada como su obra maestra y que fue publicada en el año 1966, veintiséis años después de su muerte: El Maestro y Margarita. El relato que presentamos en esta ocasión fue uno de sus primeros escritos, Maleficios (1924), es una narración de fuerte carácter satírico impregnado de una gran fantasía, elementos empleados para exponer una visión crítica y algo surrealista del sistema burocrático imperante tras la revolución. El protagonista se ve obligado a vivir una serie de situaciones absurdas y delirantes a partir de un infortunado equívoco. Todas sus peripecias están narradas con el ritmo de los gags del cine mudo.


(FRAGMENTO)
Huevos fatídicos
MIJAIL BULGAKOV

1
Vladimir Ipatievich Persikov, profesor de Zoología en la Universidad del Cuarto Estado y
director del Instituto Zoológico de Moscú, entró en su oficina de este último, situado en la
Gran Nikitskaya, la tarde del día 16 de abril de 1928. El profesor encendió la deslucida
lámpara central y miró en torno suyo.
Tenía cincuenta y ocho años. Su cabeza, de respetable tamaño, era alargada y calva,
aunque lucía algunos mechones de cabello amarillento a los lados. En su faz imberbe,
destacaba un labio inferior protuberante que le daba una expresión de constante fastidio.
Sobre su roja nariz cabalgaban anticuados anteojos de delgada montura de plata. Tenía los
ojos pequeños y brillantes. Era alto, de espaldas algo encorvadas, y al hablar solía elevar su
ronca voz. Entre sus otras características se encontraba su costumbre de, cada vez que hablaba
de algo con mucho énfasis y convencimiento, levantar el dedo índice de la mano derecha
doblado como un anzuelo, al tiempo que torcía los ojos ostensiblemente. Y dado que siempre
hablaba con seguridad, por su fenomenal erudición en el campo de su especialidad, el anzuelo
aparecía con frecuencia ante los ojos de sus oyentes. Pero a los asuntos que estaban fuera de
su campo (o sea la zoología, la embriología, la anatomía, la botánica y la geografía), les
dedicaba más bien escaso interés y rara vez se molestaba en hablar de ellos.
El profesor no leía los periódicos y nunca iba al teatro. Su mujer le había abandonado en
1913 por un tenor de la ópera, Zimin, dejándole la siguiente nota:
«Tus ranas me hacen estremecer con intolerable asco. El resto de mi vida seré desgraciada
recordándolas.»
El profesor no había vuelto a casarse y siguió sin tener hijos. Era de genio muy vivo, pero
se calmaba pronto. Una cosa le encantaba: el té con frambuesas. Vivía en la avenida
Prechistenka, en un piso de cinco habitaciones. Una de ellas estaba ocupada por su ama de
llaves, María Stepanovna, una mujer pequeña y arrugada que le cuidaba como una nodriza a
un niño. En 1919 el Gobierno le requisó tres de sus cinco habitaciones, a raíz de lo cual
declaró a María Stepanovna:
—Si no terminan estos atropellos, María, tendré que emigrar al extranjero.
Si el profesor hubiera realizado su plan habría podido encontrar con facilidad una cátedra
de Zoología en cualquier Universidad del mundo, siendo, como era, un científico muy
renombrado. Con excepción de los profesores William Weccle, de Cambridge, y Giacomo
Bartolommeo Beccari, de Roma, no tenía rival en materia alguna tocante a los anfibios. Por si
eso fuera poco el profesor Persikov podía conferenciar en cuatro idiomas además del ruso, y
hablaba francés y alemán con la misma fluidez que su lengua materna. Pero su intención de
emigrar nunca fue llevada a la práctica, aun cuando 1920 resultó ser peor que 1919, ya que las
alteraciones se sucedían sin interrupción. Primero, la Gran Micitskava fue rebautizada como
calle Herzen. Marie, el reloj del edificio situado entre ésta y Gornichovqva se paró en las once
y cuarto. Y, para terminar, el Instituto Zoológico se convirtió en escenario de muertes
masivas. Los primeros en morir, incapaces de soportar las perturbaciones de aquel famoso
año, fueron ocho espléndidos ejemplares de rana arbórea; luego, quince sapos comunes,
seguidos, por último, de un espécimen más notable de sapo de Surinam.
Inmediatamente después de los sapos, cuyas muertes diezmaron la población de este
primer orden de anfibios, que es precisamente conocido como «sin cola», el viejo Vías,
vigilante del Instituto, que no pertenecía a la especie de los anfibios, pasó a mejor vida. La
causa de su muerte fue, sin embargo, la misma que la de los desgraciados animales y que
inmediatamente diagnosticó Persikov como «nutrición deficiente».
Y, justamente, el científico se hallaba en lo cierto. Vías estaba a dieta de harina de
cereales, y las ranas tenían que ser alimentadas con gusanos de harina. Desde que faltó lo
primero es lógico que lo segundo también hubiera desaparecido. Persikov pensó, en cambiar
la dieta a los restantes veinte ejemplares de rana arbórea sustituyéndola por otra de
cucarachas, pero éstas también habían desaparecido, demostrando así su maliciosa
animadversión, en tiempo de guerra, contra el comunismo. Y de esta forma los últimos
representantes de aquella especie tuvieron que ser asimismo depositados en los cubos de
basura del patio del Instituto.
El efecto que estas muertes produjo sobre Persikov, especialmente la del sapo de
Surinam, desafía toda descripción, y echó toda la culpa del desastre al entonces comisario de
Educación. Con su sombrero y sus chanclos de goma, plantado en el pasillo del frío Instituto,
Persikov habló, a su asistente Ivanov, un muy elegante caballero de puntiaguda barba rubia:
—¡Matarle por esto es poco, Piotr Stepanovich! ¿Qué es lo que pretenden? Van a acabar
con el Instituto ¿Es eso? Un magnífico macho, un extraordinario ejemplo de Pipa americana
de trece centímetros de largo...
Pero, a medida que avanzaba el tiempo, las cosas iban de mal en peor. Tras la muerte de
Vías todas las ventanas se habían helado y era imposible moverlas, llegando al extremo de
que la superficie del cristal se cubrió de hielo. Los conejos murieron; luego, los zorros, los
lobos, el pez y todas las culebritas de hierba. Persikov se pasaba el día yendo en silencio de un
sitio para otro. Poco después cogió una pulmonía, pero no murió. Una vez recobrado, iba al
Instituto dos veces por semana para dar sus conferencias del anfiteatro, dónde la temperatura,
por algún motivo, permanecía a 5ºC a pesar del frío que hacía afuera. En pie sobre sus
chanclos, con un sombrero de orejeras y una bufanda de lana, exhalando nubes de blanco
vapor, daba a ocho estudiantes una charla sobre «Los reptiles en la zona tórrida». El resto del
tiempo lo pasaba en casa. Con un mantón a cuadros, se tumbaba en el sofá de su habitación,
cuyo respaldo, que llegaba hasta el techo, estaba atiborrado de libros: allí tosía, clavaba la
vista en la estufa abierta que Mana Stenanovna alimentaba con sillas doradas, y se ponía a
pensar en el sapo de Surinam.
Pero como todo tiene su fin en este mundo, 1920, terminado, dejaba paso a 1921. Y este
último mostró, al principio, una cierta tendencia al cambio. Primero, para reemplazar al
difunto Vías, llegó Pankrat. Era joven todavía, pero prometía ser un buen encargado y
conserje. El edificio del Instituto empezaban a acondicionarlo, y, durante el verano, Persikov
se las arregló, con la ayuda de Pankrat, para atrapar en el río Klvazma catorce ejemplares de
Bufi vulgaris. El terrario empezó de nuevo a llenarse de vida... En 1923 Persikov todavía daba
ocho conferencias por semana —tres en el Instituto y cinco en la Universidad—. En 1924
llegó a dar trece a la semana, como se hacía en las Universidades de los Trabajadores. Y en
1925 se hizo famoso al encender a setenta y seis alumnos, por el tema de los anfibios.
—¿Que no sabe usted en qué difieren los anfibios de los reptiles? —preguntaba
Persikov—. Es simplemente ridículo, joven. Sepa usted que los anfibios no tienen apófisis
pélvicas, ninguna. Sí... Debería caérsele la cara de vergüenza. ¿Es usted, acaso, marxista?
—Lo soy... —respondía el ya suspendido alumno, desanimado.
—Muy bien. Vuelva en otoño para un reexamen, por favor —decía Persikov cortésmente,
antes de añadir, volviéndose a Pankrat—: ¡El siguiente!
Igual que los anfibios reviven tras la primera lluvia abundante que sigue a una larga
sequía, así revivió el profesor Persikov en 1926 cuando la Compañía Ruso-Americana edificó
quince casas dé otros tantos pisos en el centro de Moscú, a partir de la esquina de la calleja
Gazetny con Tverskaya, y trescientas casitas para ocho familias de trabajadores cada una en
las afueras de la ciudad, acabando, de una vez por todas, con la absurda crisis de viviendas
que había causado tantas fatigas a los habitantes de Moscú desde 1919 a 1925.
En conjunto, fue uno de los mejores veranos de la vida de Persikov, y en él tuvo bastantes
ocasiones para frotarse las manos y sonreír, de forma tranquila y contenta, al recordar lo
apretados que habían estado en sólo dos cuartos él y María Stepanovna. Ahora, el profesor
tenía de nuevo sus cinco habitaciones, así que se estiró, puso en orden sus dos mil quinientos
libros y sus diagramas, colocó los especímenes en los sitios de costumbre y encendió la
lámpara de pantalla verde que iluminaba su estudio.
El Instituto también estaba irreconocible: se le había dado una capa de pintura de color
marfil, había sido instalada una tubería especial para llevar el agua al cuarto de los reptiles, y
todo el cristal ordinario fue reemplazado por cristal placado. Se le dotó también de cinco
nuevos microscopios, mesas de disección con tablero de cristal, lámparas de dos mil vatios, de
las de luz indirecta, reflectores y marcos para los ejemplares del museo...
Persikov se recobró, y todo el mundo pudo advertirlo en diciembre de 1926, a instancias
de la publicación de su folleto Más sobre el problema de la propagación de los gasterópodos.
Y el verano de 1927 vio la aparición de su obra de mayor envergadura, trescientas cincuenta
páginas, traducida posteriormente a seis idiomas, incluyendo el japonés. La embriología de
las Pirridae. Sapos de pies de laya y Ranas, Editorial del Estado; precio: cinco rublos.
Pero en verano de 1928 tuvieron lugar aquellos increíbles y desastrosos acontecimientos...
El profesor se había sentado en un taburete giratorio de tres patas, y, con dedos
amarillentos por el tabaco, daba vueltas al tornillo de ajuste del magnífico microscopio Zeiss,
examinando una preparación ordinaria de amebas vivas. En el momento en que hacía pasar el
amplificador del 5 al 10.000, la puerta se entreabrió dejando ver una perilla puntiaguda y un
delantal de cuero, pertenecientes ambos al asistente del profesor, al tiempo que llamaba:
—Vladimir Ipatievich, he preparado un mesenterio, ¿le gustaría verlo?
Persikov bajó ágilmente del escabel, dejando el tornillo a medio camino, y, dándole
vueltas entre los dedos al cigarrillo que estaba fumando, se dirigió hacia donde le invitaba su
asistente. Allí, sobre la mesa de cristal, medio muerta de miedo y dolor y crucificada en un
trozo de corcho, había una rana con sus translúcidas vísceras arrancadas del sangriento
abdomen y colgando ante el microscopio.
—Muy bien —dijo Persikov mientras se inclinaba sobre el ocular. Evidentemente debió
de ver algo muy interesante en el mesenterio de la rana, donde los vivos corpúsculos de la
sangre corrían a lo largo de los ríos de vasos. Durante la hora y media siguiente, olvidadas sus
amebas, estuvo turnándose con Ivanov sobre la lente del microscopio. Finalmente, se apartó
del instrumento óptico para anunciar: «La sangre se está coagulando, eso es lo que pasa», y,
estirando sus entumecidas piernas, se levantó y volvió a su laboratorio. Allí, Persikov bostezó,
se frotó sus siempre inflamados párpados y, sentándose en el taburete, se lanzó sobre su
microscopio. Puso los dedos sobre el tornillo para darle la vuelta, pero no llegó a moverlo. En
vez de eso, Persikov vio a través de la lente un borroso disco blanco con gran número de
amebas descoloridas y casi inertes. En su centro había una extraña espiral coloreada, de forma
parecida a la de un rizo de cabello femenino. Tanto Persikov como cientos de sus alumnos
habían visto esa espiral muchas veces, y nunca nadie le había prestado el menor interés. En
realidad, no había ninguna razón para preocuparse por ella. Aquel multicoloreado remolino
luminoso no hacía más que dificultar la observación y demostraba que el microscopio estaba
mal enfocado, por lo que siempre había sido cruelmente eliminado con una simple vuelta al
tornillo que daba una uniforme luz blanca al campo total de visión.
Los largos dedos del zoólogo no habían hecho más que asir firmemente el tornillo
cuando, de pronto, se estremecieron y lo soltaron. La razón de esto vacía en el ojo derecho de
Persikov, que había pasado de atento a atónito y se había abierto desmesuradamente debido a
la sorpresa. Toda su energía y toda su mente estaban ahora concentradas en ese ojo. La
criatura más alta observaba a la más baja, forzando mucho la vista sobre la preparación mal
enfocada. Al cabo de un rato el profesor preguntó, nadie sabe a quién:
—¿Qué es esto? No entiendo...
Un enorme camión, que en aquel momento circulaba frente al Instituto, hizo temblar las
viejas paredes del edificio. El profesor levantó entonces las manos sobre el microscopio,
cubriéndolo como haría una madre para proteger a su hijo, atemorizado por algún peligro. No
había razón alguna para mover el tornillo.
Comenzaba a despertar el nuevo día, y ya una franja dorada sesgaba la marfileña entrada
del Instituto cuando el profesor se decidió a abandonar el microscopio y se encaminó, sobre
sus dormidos pies, hacia la ventana. Con dedos temblorosos apretó un botón situado junto al
marco de ésta, y, tras cerrarse los porticones, las pesadas sombras negras volvieron a expulsar
la luz de la mañana, siendo devuelta al estudio la entendida y sabia noche.
Cetrino y ensimismado, el profesor Persikov se plantó con las piernas abiertas, mientras,
mirando fijamente y con ojos húmedos el parquet que cubría el suelo, murmuraba:
—Pero ¿qué puede ser? ¡Es realmente monstruoso...! Es monstruoso, caballeros —repetía
dirigiéndose a los sapos del terrario.
Pero los sapos dormían, y no contestaron.
Permaneció en silencio durante un momento; luego, dando un papirotazo al interruptor,
apagó la luz que iluminaba la estancia y se puso a mirar nuevamente por el microscopio. Su
cara se tornó tensa, y sus pobladas cejas amarillas se juntaron.
—Hum, hum —musitó—. Se ha ido. Ya veo. Ya veo —dijo lenta y pesadamente,
mirando como un loco, inspirado, la apagada bombilla del techo—. Es muy simple..
Desechó las sombras una vez más y volvió a encender la lámpara. Con la vista fija en la
bombilla sonrió alegremente, casi como un niño.
—Lo conseguiré —dijo con un énfasis solemne—. Lo conseguiré. Con sol también podría
hacerse...
De nuevo reinó la penumbra pero el sol, que ya estaba saliendo, derramó su resplandor
por los muros del Instituto y cayó oblicuamente sobre los adoquines de la calle Herzen. El
profesor, tras abrir la ventana, se puso a calcular desde allí las posiciones del astro durante el
día. Se alejaba un poco y volvía una y otra vez con pasos nerviosos, y, finalmente, se recostó
sobre el alféizar. Se impuso importantes y misteriosas tareas. Regresó donde se hallaba el
microscopio y procedió a recubrirlo con una campana de cristal, y, tras derretir algo de cera
de sellar sobre la llama azul del quemador lacró a la mesa los bordes de aquella campana,
apretando la cera con sus pulgares. Hecho esto, apagó el gas, salió de su estudio y cerró la
puerta con candado.
Los corredores del Instituto estaban todavía en la semioscuridad. El profesor encontró el
camino hasta el cuarto de Pankrat y llamó a la puerta, sin que, durante largo rato, obtuviese
respuesta alguna. Por fin apareció Pankrat, vestido únicamente con unos calzoncillos largos
atados a los tobillos. Sus ojos se abrieron mucho cuando distinguió al científico, aunque
parpadeaban continuamente debido al sueño.
—Pankrat —dijo el profesor mirándole por encima de sus gafas—, perdóneme por
haberle despertado. Escuche, amigo mío, no vaya a mi estudio esta mañana. He dejado allí
trabajo y no quiero que se toque. ¿Entendido?
—Hum-m... comprendo —respondió Pankrat sin entender nada. Se balanceó y emitió un
pequeño gruñido.
—No, escuche; despierte, Pankrat —dijo el zoólogo dándole un ligero empujón en las
costillas, cosa que generó en la faz del otro una expresión atemorizada y una sombra de
inteligencia a sus ojos—. He cerrado el estudio —continuó Persikov—. No vaya a limpiarlo
antes de que yo vuelva, ¿me entiende?
—Sí, señor —farfulló Pankrat.
—Excelente Ahora, vuelva a dormir.
Pankrat dio media vuelta, desapareció tras la puerta e inmediatamente se desplomó sobre
la cama. Mientras, el profesor empezaba a abrigarse en el vestíbulo del Instituto. Se puso su
abrigo gris de entretiempo y su suave sombrero de fieltro Luego, recordando lo que había
visto en el microscopio, fijó la vista en sus chanclos durante largo rato, como si fuera la
primera vez que los veía. Acto seguido, y tras calzarse el chanclo del pie izquierdo, intentó
ponerse el del derecho encima del que ya llevaba, pero no hubo forma de que le entrara.
—¡Qué fantástico accidente el que me llamase Ivanov! —dijo el científico—. De otra
manera nunca lo habría advertido. Pero ¿qué es lo que representa? ¡Sólo el diablo sabe qué
puede traer esto!
El profesor hizo una mueca; se miró los pies de soslayo, se quitó el chanclo izquierdo y se
puso el del pie derecho.
—¡Santo Dios! Uno no puede ni imaginarse las consecuencias...
Tiró desdeñosamente el chanclo izquierdo, que le había estado irritando por negarse a
entrar sobre el derecho, y se fue hacia la puerta llevando puesto uno solo. Se le cavó el
pañuelo y salió a la calle cerrando la pesada puerta tras de sí.
El científico no encontró ni un alma en todo el trayecto hasta la catedral. Una vez allí,
alzó la vista y la cúpula dorada le asombró. El sol la bañaba vistosa y alegremente por un
lado.
—¿Cómo es que nunca hasta ahora la había visto? Qué extraña coincidencia. Maldita sea,
qué loco.
El profesor se inclinó ligeramente y, a la vista de sus pies, calzados de distinta forma, se
sumió en profundas vacilaciones.
«Hum... ¿Qué hacer ahora? Sería una lástima tirar el chanclo. Me lo llevaré», se dijo, al
tiempo que se lo quitaba para transportarlo con mano escrupulosa.
Un pequeño y desvencijado coche dobló por la esquina de Prechistenka. Dentro iban tres
hombres, al parecer bebidos, y una mujer, muy pintada, sobre las rodillas de uno de ellos, con
pijama de seda, última moda, estilo 1928.
—¡Eh, papi! —gritó la mujer con voz ronca y cascada—. ¿En qué tasca dejaste el otro?
El profesor los miró con severidad por encima de sus gafas, pero al cabo de un momento
ya no se acordaba de ellos.

sábado, 20 de abril de 2013

CARLOS FUENTES. CELOS . DEL LIBRO: "En esto creo".


 CELOS 

Los celos matan el amor, pero no el deseo. Éste es el verdadero castigo de la pasión traicionada. Odias a la mujer que rompió el pacto de amor, pero la sigues deseando porque su traición fue la prueba de su propia pasión. Los celos dependen de que una relación amorosa no termine en la indiferencia. La amante que nos abandona debe tener la inteligencia de insultarnos, rebajarnos, agredirnos salvajemente para que no la olvidemos con resignación. Para seguirla deseando con ese nombre pervertido de la voluntad erótica que son los celos. 
Norman Mailer dice que los celos son una galería de retratos en que el celoso es el curador del museo. Yo siento que los celos son como una vida dentro de nuestra vida. Podemos tomar un avión, regresar a nuestra ciudad o una ciudad extraña, llamar a los amigos y a veces hasta perdonar a los enemigos, pero todo el tiempo, estamos viviendo otra vida, aparte aunque dentro de nosotros, con sus propias leyes. Esa vida dentro de la nuestra son los celos y se manifiestan físicamente. Como dice la expresión popular mexicana, nos hace circo la barriga. Una marea salvaje, amarga, biliosa que se agita, sube y baja del corazón a las tripas y de las tripas al sexo baldado, inútil, convertido en herido de guerra. Dan ganas de colgarle una medalla al pobre pene. Y luego una corona fúnebre. Pero la marea de los celos no celebra nada ni se detiene por mucho tiempo en ninguna parte del cuerpo. Lo recorre como un líquido venenoso y su objetivo no es destruirlo, sino asediarlo y exprimirlo para que sus peores jugos asciendan a la cabeza, se fijen verdes y duros como escamas de serpiente en nuestra lengua, en nuestro aliento, en nuestra mirada... 
Los celos nos hacen sentirnos expulsados de la vida, como si hubiese muerto un ser amado. Sólo que el dolor de la muerte lo podemos manifestar. En cambio, el dolor de los celos hay que esconderlo oscuro y envenenado, para evitar la compasión o el ridículo. El celo expuesto nos expone a la risa ajena. Es como volver a la adolescencia, esa edad infausta en la que todo lo que hacemos públicamente —caminar, hablar, mirar— puede ser objeto de la risa del otro. La adolescencia y los celos nos separan de la vida, nos impiden vivirla. 

viernes, 19 de abril de 2013

IV. HESIODO Y LA VIDA CAMPESINA




IV. HESIODO Y LA VIDA CAMPESINA.

AL LADO de Homero colocaban los griegos, como su segundo poeta, al beocio Hesíodo. En él se revela una esfera social completamente distinta del mundo de los nobles y su cultura. Especialmente el últi-mo de los poemas conservados de Hesíodo y el más arraigado a la tierra, los Erga, ofrece la pintura más vivaz de la vida campesina de la metrópoli al final del siglo VIII y completa, de un modo esen-cial, la representación de la vida más primitiva del pueblo griego adquirida en el jónico Homero. Homero destaca, con la mayor cla-ridad, el hecho de que toda educación tiene su punto de partida en la formación de un tipo humano noble que surge del cultivo de las cualidades propias de los señores y de los héroes. En Hesíodo se re-vela la segunda fuente de la cultura: el valor del trabajo. El título Los trabajos γ los días, que la posteridad ha dado al poema didáctico y campesino de Hesíodo, expresa esto de un modo perfecto. El he-roísmo no se manifiesta sólo en las luchas a campo abierto de los caballeros nobles con sus adversarios. También tiene su heroísmo la lucha tenaz y silenciosa de los trabajadores con la dura tierra y con los elementos, y disciplina cualidades de valor eterno para la formación del hombre. No en vano ha sido Grecia la cuna de la humanidad que sitúa en lo más alto la estimación del trabajo. No debe inducirnos a error la vida libre de cuidados de la clase señorial en Homero: Grecia exige de sus habitantes una vida de trabajo. Heródoto expresa esto mediante una comparación con otros países y pue-blos más ricos:   "Grecia ha sido en todos los tiempos un país pobre. Pero en ello funda su areté. Llega a ella mediante el ingenio y la sumisión a una severa ley. Mediante ella se defiende Hélade de la po-breza y de la servidumbre." Su campo se halla constituido por múl-tiples estrechos valles y paisajes cruzados por montañas. Carece casi en absoluto de las amplias llanuras fácilmente cultivables del norte de Europa. Ello le obliga a una lucha constante con el suelo para arrancarle lo que sólo así le puede dar. La agricultura y la gana-dería han sido siempre las ocupaciones más importantes y más carac-terísticas de los griegos. Sólo en las costas prevaleció más tarde la navegación. En los tiempos más antiguos predominó en absoluto el es-tado agrario.
Pero Hesíodo no nos pone sólo ante los ojos la vida campesina, como tal. Vemos también en él la acción de la cultura noble y de su fermento espiritual —la poesía homérica— sobre las capas más profundas de la nación. El proceso de la cultura griega no se realiza (68) sólo mediante la imposición, de las maneras y formas espirituales creadas por una clase superior sobre el resto del pueblo. Todas las cla-ses aportan su propia contribución. El contacto con la cultura más alta, que recibe de la clase dominante, despierta en los rudos y toscos campesinos la más viva reacción. En aquel tiempo eran heraldos de la vida más alta los rapsodas que recitaban los poemas de Homero. En el conocido preludio de la Teogonía, cuenta Hesíodo cómo fue llamado a la vocación de poeta; cómo siendo un simple pastor y apacentando sus rebaños al pie del Helicón, recibió cierto día la ins-piración de las musas, que pusieron en sus manos el báculo del rap-soda. Pero el poeta de Ascra no difundió sólo ante las multitudes que le escuchaban en las aldeas el esplendor y la pompa de los versos de Homero. Su pensamiento se halla profundamente enraizado en el suelo fecundo de la existencia campesina y, puesto que su experiencia personal le llevaba más allá de la vocación homérica y le otorgaba una personalidad y una fuerza propia, le fue dado por las musas re-velar los valores propios de la vida campesina y añadirlos al tesoro espiritual de la nación entera.
Gracias a sus descripciones, podemos representarnos claramente el estado del campo en tiempo de Hesíodo. Aunque no sea posible, en un pueblo tan multiforme como el griego, generalizar a partir del estado de Beocia, sus condiciones son, sin duda, en una amplia me-dida, típicas. Los poseedores del poder y de la cultura son los nobles terratenientes. Pero los campesinos tienen, sin embargo, una consi-derable independencia espiritual y jurídica. No existe la servidumbre y nada indica ni remotamente que aquellos campesinos y pastores, que vivían del trabajo de sus manos, descendieran de una raza so-metida en los tiempos de las grandes emigraciones, como ocurría aca-so en los laconios. Se reúnen todos los días en el mercado y en el λέσχη, y discuten sus asuntos públicos y privados. Critican libremente la conducta de sus conciudadanos y aun de los señores preeminentes y "lo que la gente dice" era de importancia decisiva para el prestigio y la prosperidad del hombre ordinario. Sólo ante la multitud puede afirmar su rango y crearse un prestigio.
La ocasión externa del poema de Hesíodo es el proceso con su codicioso, pleitista y perezoso hermano Perses, el cual, después de haber administrado mal la herencia paterna, insiste constantemente en nuevos pleitos y reclamaciones. La primera vez ha ganado la vo-luntad del juez, mediante soborno. La lucha entre la fuerza y el de-recho, que se manifiesta en el proceso, no es, evidentemente, sólo asunto personal del poeta; éste se hace, al mismo tiempo, portavoz de la opinión dominante entre los campesinos. Su atrevimiento llega a tanto, que echa en cara a los señores "devoradores de regalos" su codicia y el abuso brutal de su poder. Su descripción no puede com-paginarse con la pintura ideal del dominio patriarcal de los nobles en Homero. Este estado de cosas y el descontento que produce existía (69) naturalmente también antes. Pero para Hesíodo el mundo heroico pertenece a otro tiempo distinto y mejor que el actual, "la edad de hierro", que pinta en los Erga con colores tan sombríos. Nada es tan característico del sentimiento pesimista del pueblo trabajador como la historia de las cinco edades del mundo que empieza con los tiempos dorados, bajo el dominio de Cronos, y conduce gradualmente, en línea descendente, hasta el hundimiento del derecho, de la moral y de la felicidad humana en los duros tiempos actuales. Aidos y Némesis se han velado y abandonado la tierra para retornar al Olimpo con los dioses. Sólo han dejado entre los hombres sufrimientos y discor-dias sin fin.
En semejante ambiente no es posible que surja un puro ideal de educación humana, como ocurrió en los tiempos más afortunados de la vida noble. Tanto más importante es averiguar qué parte ha tomado el pueblo en el tesoro espiritual de la clase noble y en la elaboración de la cultura aristocrática para adoptarla y convertirla en una forma de educación adecuada al pueblo entero. Es decisivo para ello el hecho de que el campo no ha sido todavía conquistado y sometido por la ciudad. La cultura feudal campesina no es todavía sinónimo de retraso espiritual ni es estimada mediante módulos ciu-dadanos. "Campesino" no significa todavía "inculto". Incluso las ciudades de los tiempos antiguos, especialmente la metrópoli griega, son principalmente ciudades rurales y en su mayoría siguen siéndolo después. Del mismo modo que todos los años saca el campo nuevos frutos de lo profundo de la tierra, se desarrolla en todas partes una moralidad viva, pensamientos originales y creencias religiosas. No existe todavía una civilización ni un módulo de pensamiento ciuda-dano que todo lo iguale, y aprisione sin piedad toda peculiaridad y toda originalidad.
La vida espiritual más alta en el campo sale naturalmente de las capas superiores. Como muestran ya la Ilíada y la Odisea, la epo-peya homérica fue primero cantada por trovadores andariegos en las residencias de los nobles. Pero aun Hesíodo, que se desarrolló en un ambiente campesino y trabajó en el campo, se educó en el conoci-miento de Homero antes de despertar a la vocación de rapsoda. Su poema se dirige, en primer término, a los hombres de su estado y da por supuesto que sus oyentes entienden el lenguaje artístico de Homero que es el que él mismo emplea. Nada revela de un modo tan claro la esencia del proceso espiritual que se realiza mediante el contacto de aquella clase con la poesía homérica, como la estruc-tura del poema de Hesíodo. En él se refleja el proceso de formación intima del poeta. Toda elaboración poética de Hesíodo se sujeta sin vacilación a las formas estilizadas por Homero. Toma de Homero versos enteros y fragmentos, palabras y frases. El uso de epítetos épi-cos pertenece también al lenguaje de Homero. De ahí resulta un notable contraste entre el fondo y la forma del nuevo poema. Sin embargo, (70) para que estos elementos no populares penetraran en la exis-tencia, vulgar y apegada al terruño, de los campesinos y pastores y otorgaran a sus anhelos y preferencias una claridad consciente y una inspiración moral, era preciso dotarlos de una expresión convincente. El conocimiento de la poesía homérica no significa sólo para los hom-bres del mundo hesiódico un enriquecimiento enorme de los medios de expresión. A pesar de su espíritu heroico y patético, tan ajeno al estilo de su vida, les ofrecía también, por la precisión y claridad con que expresaba los más altos problemas de la vida humana, el ca-mino espiritual que los llevaba, desde la opresora estrechez de su dura existencia, a la atmósfera más alta y más libre del pensamiento.
El poema de Hesíodo nos permite conocer con claridad el tesoro espiritual que poseían los campesinos beocios, independientemente de Homero.   En la gran masa de las sagas de la Teogonía hallamos mu-chos  temas   antiquísimos,   conocidos   ya  por  Homero,   pero   también otros muchos que no aparecen allí.   Y no es siempre fácil distinguir lo que era ya elaborado en forma poética y lo que responde a una simple tradición oral.   En la Teogonía se manifiesta Hesíodo con toda la fuerza del pensamiento descriptivo.   En los Erga se halla más cer-ca de la realidad campesina y de su vida.   Pero también aquí, inte-rrumpe de pronto el curso de su pensamiento y refiere largos mitos, en la seguridad de agradar a  sus oyentes.   También para el pueblo eran los mitos asunto de interés ilimitado.   Da cuerpo a un sinfín de narraciones y reflexiones y constituye la filosofía entera de aquellos hombres.   Así, se manifiesta en la elección inconsciente del asunto de las sagas la orientación espiritual propia  de los campesinos.   Prefie-re los mitos que expresan la concepción de la vida realista y pesimista de aquella clase o las causas de las miserias y las necesidades de la vida social que los oprimen.   En el mito de Prometeo halla la solución al problema de las fatigas y los trabajos de la vida humana; la na-rración de las cinco  edades del  mundo explica  la enorme distancia entre la propia existencia y el  mundo resplandeciente de  Homero y refleja la eterna nostalgia del hombre hacia tiempos mejores; el mito de Pandora expresa la triste y vulgar creencia, ajena al pensamiento caballeresco, de la mujer como origen de todos  los males.   No creo que erremos al afirmar que no fue Hesíodo el primero en popularizar estas historias entre los campesinos.   Pero sí, ciertamente, fue el pri-mero en situarlas con resolución en la amplia conexión social y filosó-fica con que aparecen en sus poemas.   La manera como cuenta, por ejemplo, las historias de Prometeo y  Pandora  presupone claramente que fueron ya conocidas antes por sus oyentes.    El interés predomi-nante por la epopeya homérica pasa a segundo término en el ambiente de Hesíodo, ante estas tradiciones religiosas, éticas y sociales.   En los mitos adquiere forma la  actitud originaria  del hombre ante la exis-tencia.   De ahí que toda clase social posea su propio tesoro de mitos. Al lado de los mitos, posee el pueblo su antigua sabiduría práctica, (71) adquirida por la experiencia inmemorial de innumerables generacio-nes. Consiste, en parte, en los conocimientos y consejos profesionales, en normas morales y sociales, concentrados en breves fórmulas que permitan conservarlos en la memoria. Hesíodo nos ha trasmitido, en sus Erga, un gran número de estas preciosas tradiciones. Estos fragmentos de la obra pertenecen, por su concisión y la originalidad del lenguaje, a las realizaciones poéticas mejor logradas del poema; aunque las amplias exposiciones filosóficas de la primera parte tengan más interés desde el punto de vista de la historia personal y espiritual, en la segunda parte hallamos todas las tradiciones campesinas: viejas reglas sobre el trabajo del campo en las diferentes épocas del año, una meteorología con preceptos sobre el adecuado cambio de los vestidos y reglas para la navegación. Todo ello rodeado de sentencias mo-rales sustanciosas y de preceptos y prohibiciones colocados al princi-pio y al final. Nos hemos anticipado al hablar de la poesía de He-síodo. Se trata, ante todo, de poner en claro los múltiples elementos culturales de los campesinos, para los cuales escribió. En la segunda parte de los Erga se ofrecen de un modo tan patente que no hace falta sino asirlos. Su forma, su contenido y su estructura revelan in-mediatamente su herencia popular. Se hallan en completa oposición con la cultura noble. La educación y la prudencia, en la vida del pue-blo, no conocen nada parecido a la formación del hombre en su perso-nalidad total, a la armonía del cuerpo y el espíritu, a la destreza por igual en el uso de las armas y de las palabras, en las canciones y en los hechos, tal como lo exigía el ideal caballeresco. Mantiene, en cambio, una ética vigorosa y permanente, que se conserva inmutable, a través de los siglos, en la vida material de los campesinos y en el trabajo diario de su profesión. Este código es más real y más próximo a la tierra, aunque carezca de un alto ideal.
En Hesíodo se introduce por primera vez el ideal que sirve de punto de cristalización de todos estos elementos y adquiere una ela-boración poética en forma de epopeya: la idea del derecho. En torno a la lucha por el propio derecho, contra las usurpaciones de su her-mano y la venalidad de los nobles, se despliega en el más personal de sus poemas, los Erga, una fe apasionada en el derecho. La gran novedad de esta obra es que el poeta habla en primera persona. Abandona la tradicional objetividad de la epopeya y se hace el por-tavoz de una doctrina que maldice la injusticia y ensalza el derecho. Justifica esta atrevida innovación el enlace inmediato del poema con la contienda jurídica que sostiene con su hermano Perses. Habla con Perses y a él dirige sus amonestaciones. Trata de convencerle en mil formas de que Zeus protege a la justicia, aunque los jueces de la tierra la conculquen, y de que los bienes mal adquiridos jamás pros-peran. Se dirige entonces a los jueces, a los señores poderosos, me-diante la historia del halcón y el ruiseñor, y en otros lugares. Nos traslada de un modo tan vivaz en la situación del proceso, justamente (72) en el momento anterior a la decisión de los jueces, que no sería difí-cil cometer el error de pensar que Hesíodo escribió, precisamente, en aquel momento y que los Erga son una obra ocasional, nacida ínte-gramente de aquella circunstancia.   Así lo han pensado algunos nue-vos intérpretes.   Parece confirmar este punto de vista el hecho de que en parte alguna nos hable del resultado del pleito.   No parece que el poeta hubiera dejado a sus oyentes a oscuras si hubiese recaído ya una decisión.   Se consideró, así, el poema como un reflejo del pro-ceso real.   Se investigó  sobre  algunos cambios de situación que  se creyó hallar en el poema y se llegó a la conclusión de que la obra, por la relajación arcaica de su composición que nos permite apenas concebirla como una unidad, no es otra cosa que una serie de "Can-tos de amonestación a Perses", separados en el curso del tiempo.   Es la trasposición  al poema   didáctico de  Hesíodo de la teoría de los cantos homéricos de Lachmann.    Difícilmente pueden conciliarse con esta interpretación la existencia de amplias partes del poema de na-turaleza puramente didáctica, que nada tienen que ver con el proceso y que se hallan, sin embargo, dirigidas a su hermano Perses y con-sagradas a su instrucción,  como los calendarios para campesinos  y navegantes y las dos colecciones de máximas morales unidas a ellos. ¿Y qué influencia pudieron tener las doctrinas generales, de carácter religioso y moral, sobre la justicia y la injusticia, mantenidas en la primera parte del poema, sobre la marcha de un proceso real?   En realidad, el caso concreto del proceso jugó evidentemente  un papel importante en la vida de Hesíodo, pero no es para el poema sino la forma artística con que viste el discurso para hacerlo más eficaz.   Sin ello, no sería posible la forma personal de la exposición ni el efecto dramático de la primera parte.   Así se hacía natural y necesaria, por-que el poeta había experimentado, realmente, su íntima tensión en la lucha por su propio derecho.  Por esta razón no nos refiere el proceso hasta su término, porque el hecho concreto no afecta la finalidad di-dáctica del poema.
Así como Homero describe el destino de los héroes que luchan y sufren como un drama de los dioses y de los hombres, ofrece Hesíodo el vulgar acaecimiento civil de su pleito judicial como una lucha de los poderes del cielo y de la tierra por el triunfo de la justicia. Así, eleva un suceso real de su vida, que carece por sí mismo de importancia, al noble rango y a la dignidad de una verdadera epo-peya. No puede, naturalmente, como lo hace Homero, trasladar a sus oyentes al cielo, porque ningún mortal puede conocer las decisiones de Zeus sobre sí mismo y sobre sus cosas. Sólo puede rogar a Zeus que proteja la justicia. El poema empieza con himnos y plegarias. 
(73) Zeus, que humilla a los poderosos y ensalza a los humildes, debe hacer justa la sentencia de los jueces. El poeta mismo toma en tierra el papel activo de decir la verdad a su hermano extraviado y apartarlo del camino funesto de la injusticia y la contienda. Verdad que Eris es una deidad a la cual los hombres deben pagar tributo, aun contra su voluntad. Pero al lado de la Eris mala hay una buena que no promueve la lucha, sino la emulación. Zeus le dio su morada en las raíces de la tierra. Enciende la envidia en el perezoso ante el éxito de su vecino y lo mueve al trabajo y al esfuerzo honrado y fecundo. El poeta se dirige a Perses para prevenirle contra la Eris mala. Sólo puede consagrarse a la inútil manía de disputar el hombre rico que tiene llenas las trojes y no se halla agobiado por el cuidado de su subsistencia. Éste puede maquinar contra la hacienda y los bienes de los demás y disipar el tiempo en el mercado. Hesíodo exhorta a su hermano a no tomar, por segunda vez, este camino, y a recon-ciliarse con él sin proceso; puesto que dividieron ya, desde hace tiempo, la herencia paterna y Perses tomó para sí más de lo que le correspondía, sobornando a los jueces. "Insensatos, no saben cuan verdadera es la sentencia de que la mitad es mayor que el todo y qué bendición encierra la hierba más humilde que produce la tierra para el hombre, la malva y el asfódelo."   Así el poeta, al dirigir su exhor-tación a su hermano, pasa del caso concreto a su formulación gene-ral. Y ya desde el comienzo se deja entrever cómo se ensalza la advertencia contra las contiendas y la injusticia y la fe inquebran-table en la protección del derecho por las fuerzas divinas, con la segunda parte del poema, las doctrinas del trabajo de los campesinos y los navegantes y las sentencias relativas a lo que el hombre debe hacer y omitir. La única fuerza terrestre que puede contraponerse al predominio de la envidia y las disputas es la Eris buena, con su pacífica emulación en el trabajo. El trabajo es una dura necesidad para el hombre, pero es una necesidad. Y quien provee mediante él a su modesta subsistencia, recibe mayores bendiciones que quien co-dicia injustamente los bienes ajenos.
Esta experiencia de la vida se funda, para el poeta, en las leyes permanentes que rigen el orden del mundo, enunciadas en forma religiosa y mítica. Ya en Homero hallamos el intento de interpreta-ción de algunos mitos desde el punto de vista de una concepción del mundo. Pero este pensamiento, fundado en las tradiciones míticas, no se halla allí todavía sistematizado. Esta tarea le estaba reservada a Hesíodo, en la segunda de sus grandes obras: la Teogonía. Los relatos heroicos participan apenas en la especulación cosmológica y teológica. Los relativos a los dioses constituyen, en cambio, su fuente más abundante. El impulso causal naciente halló satisfacción en la construcción sagaz y completa de la genealogía de los dioses. Pero
74                                     LA PRIMERA GRECIA
los tres elementos más esenciales de una doctrina racional del devenir del mundo aparecen también, evidentes, en la representación mítica de la Teogonía:  el Caos, el espacio vacío;  la Tierra  y el Cielo, funda-mento  y cubierta  del mundo, separados del Caos,  y  Eros, la  fuerza originaria creadora y animadora del cosmos.   La tierra y el cielo son elementos esenciales de toda concepción mítica del mundo.   Y el Caos, que hallamos también en los mitos nórdicos, es evidentemente una idea originaria de las razas indogermánicas.   El  Eros de Hesíodo es una idea especulativa original y de una fecundidad filosófica enorme.   En la Titanomaquia y en la doctrina de las grandes dinastías de los dio-ses, entra en  acción la idea  teológica de  Hesíodo de construir una evolución del mundo, llena de sentido, en la cual intervienen fuerzas de carácter ético además de las fuerzas telúricas y atmosféricas.   El pensamiento de la Teogonía no se contenta con ponerlos en  relación con los dioses reconocidos y venerados en los cultos ni con los con-ceptos tradicionales de la religión reinante.   Por el contrario, pone al servicio de una concepción sistemática, sobre el origen del mundo y de la vida humana, elaborada mediante la fantasía y el intelecto, los datos de la religión en el sentido más amplio del culto, de la tradi-ción  mítica  y  de la  vida  interior.   Así,  concibe toda fuerza  activa como una fuerza divina, como corresponde a aquel grado de la evo-lución   espiritual.   Nos hallamos,  pues,  ante  un pensamiento  vivo y mítico, expuesto en la forma de un poema original.   Pero este siste-ma mítico se halla constituido y gobernado por un elemento racional, como lo demuestra el hecho de que se extienda mucho más allá del círculo  de los  dioses  conocidos  por  Homero  y  objeto   del   culto  y de que no se limite a los meros registros y combinaciones de dioses admitidos por la  tradición, sino que se atreva a una interpretación creadora  de los   mismos  e invente   nuevas personificaciones   cuando así lo exijan las nuevas necesidades del pensamiento abstracto.
Bastan estas breves referencias para comprender el trasfondo de los mitos que introduce Hesíodo en los Erga, para explicar la presen-cia de la fatiga y los trabajos en la vida humana y la existencia del mal en el mundo. Así se ve, ya en el relato introductorio sobre la buena y la mala Eris, que la Teogonía y los Erga, a pesar de la diferencia de su asunto, no se hallaban separados en el espíritu del poeta, sino que el pensamiento del teólogo penetra en el del moralista, así como el de éste se manifiesta claramente en la Teogonía. Ambas obras desarrollan la íntima unidad de la concepción del mundo, de una personalidad. Hesíodo aplica la forma "causal" del pensamiento, propia de la Teogonía, en la historia de Prometeo de los Erga, a los problemas éticos y sociales del trabajo. El trabajo y los sufrimientos deben de haber venido alguna vez al mundo. No pueden haber for-mado parte, desde el origen, de la ordenación divina y perfecta de las cosas. Hesíodo busca su causa en la siniestra acción de Prometeo, en el robo del fuego divino, que considera desde el punto de vista (75) moral. Como castigo, creó Zeus a la primera mujer, la astuta Pan-dora, madre de todo el género humano. De la caja de Pandora sa-lieron los demonios de la enfermedad, de la vejez y otros mil males que pueblan hoy la tierra y el mar.
Es una innovación atrevida interpretar el mito desde el punto de vista de las nuevas ideas especulativas del poeta y colocarlo en un lugar tan central. Su uso en la marcha general del pensamiento de los Erga corresponde al uso paradigmático del mito en los discursos de los personajes de la epopeya homérica. No se ha reconocido esta razón para los dos grandes "episodios" o "digresiones" míticas del poema de Hesíodo, a pesar de su gran importancia para la compren-sión de su fondo y de su forma. Los Erga constituyen una grande y singular admonición y un discurso didáctico y. como las elegías de Tirteo o de Solón, derivan directamente, en el fondo y en la forma, de los discursos de la epopeya homérica.  En ellos se hallan muy en su lugar los ejemplos míticos. El mito es como un organismo: se des-arrolla, cambia y se renueva incesantemente. El poeta realiza esta transformación. Pero no la realiza respondiendo simplemente a su arbitrio. El poeta estructura una nueva forma de vida para su tiempo e interpreta el mito de acuerdo con sus nuevas evidencias íntimas. Sólo mediante la incesante metamorfosis de su idea se mantiene el mito vivo. Pero la nueva idea es acarreada por el seguro vehículo del mito. Esto es válido ya para la relación entre el poeta y la tradi-ción en la epopeya homérica. Pero se hace todavía mucho más claro en Hesíodo, puesto que aquí la individualidad poética aparece de un modo evidente, actúa con plena conciencia y se sirve de la tradición mítica como de un instrumento para su propio designio.
Este uso normativo del mito se revela con mayor claridad por el hecho de que Hesíodo, en los Erga, coloca, inmediatamente después de la historia de Prometeo, la narración de las cinco edades del mundo, mediante una fórmula de transición que carece acaso de estilo, pero que es sumamente característica para nuestro propósito.  "Si tú quieres, te contaré con arte una segunda historia hasta el fin. Acéptala, empero, en tu corazón." En este tránsito del primer mito al segundo era necesario dirigirse de nuevo a Perses, para llevar a la conciencia de los oyentes la unidad del fin didáctico de dos narracio-nes en apariencia tan distintas. La historia de la antigua Edad de Oro y de la degeneración siempre creciente de los tiempos subsiguientes, debe mostrar que los hombres eran originariamente mejores que hoy (76) y vivían sin trabajos ni penas.   Sirve de explicación el mito de Pro-meteo.   Hesíodo no vio que ambos mitos en realidad se excluyen, lo cual es particularmente significativo para su plena interpretación ideal del mito.   Menciona Hesíodo, como causas de la creciente desventura de los  hombres, el progreso de  hybrís y la irreflexión, la desapari-ción del temor de los dioses, la  guerra y  la violencia.   En la edad quinta, la edad de hierro, en la cual el poeta lamenta tener que vivir, domina sólo el derecho del más fuerte.   Sólo los malhechores pueden afirmarse en ella.   Aquí refiere Hesíodo la tercera historia: la del hal-cón y el ruiseñor.   La dirige expresamente a los jueces, a los señores poderosos.   El halcón arrebata al ruiseñor —el "cantor"— y  a  sus lamentos lastimeros responde el raptor, mientras lo lleva en sus garras a través de los aires:    "Desventurado, ¿de qué te sirven tus gemidos? Te hallas en poder de uno más fuerte que tú y me seguirás a donde quiera llevarte.  De mí depende comerte o dejarte."  Hesíodo denomina a esta historia de animales, un amos.  Semejantes fábulas eran creídas por todo el pueblo.   Cumplían en el pensamiento popular una función análoga a la de los paradigmas míticos en los discursos épicos: con-tenían una verdad general.   Homero  y  Píndaro  denominan también ainos a los ejemplos míticos.   Sólo más tarde se limita el concepto a las fábulas de animales.   Contiene el sentido ya conocido de adverten-cia o consejo.  Así, no es sólo ainos la fábula del halcón y el ruiseñor. Éste es sólo el ejemplo que ofrece Hesíodo a los jueces.   Verdaderos ainos son también la historia de Prometeo y el mito de las edades
del mundo.
Las mismas alocuciones dirigidas a ambas partes, a Perses y a los jueces, se repiten en la siguiente parte del poema.   En ella nos mues-tra la maldición de la injusticia y la bendición de la justicia, mediante las imágenes religiosas de la ciudad justa y de la ciudad injusta.  Diké se convierte aquí, para el poeta, en una divinidad independiente.   Es la hija de Zeus, que se sienta con él y se lamenta cuando los hombres abrigan designios injustos, puesto que tiene que darle cuenta de ellos. Sus ojos miran también a esta ciudad y al litigio que se sostiene en ella.  Y el poeta se dirige de nuevo a Perses:    "Toma esto en consi-deración; atiende a la justicia y olvida la violencia.   Es el uso que ha ordenado Zeus a los hombres: los peces y los animales salvajes y los pájaros alados pueden comerse unos a   otros,   puesto   que entre ellos no existe el derecho.   Pero a los hombres les confirió la justicia, el más alto de los bienes."   Esta diferencia entre los hombres y los animales se enlaza claramente con el ejemplo del halcón y el ruiseñor. Hesíodo piensa que entre los hombres no hay que  apelar nunca al derecho del más fuerte, como lo hace el halcón con el ruiseñor.
En la primera parte del poema se revela la creencia religiosa de que la idea del derecho se halla en el centro de la vida.   Este elemento (77) ideológico no es, naturalmente, un producto original de la vida cam-pesina primitiva. En la forma en que lo hallamos en Hesíodo, ni tan siquiera pertenece a la Grecia propiamente dicha. Del mismo modo que los rasgos racionales que se revelan en el afán sistemático de la Teogonía presuponen las relaciones ciudadanas y el desarrollo espiri-tual avanzado de Jonia. La fuente más antigua de estas ideas es, para nosotros, Homero. En él se halla contenido el primer elogio de la justicia. Sin embargo, la idea del derecho no se halla tan en primer término en la Ilíada como en la Odisea, más próxima, en el tiempo, a Hesíodo. En ella hallamos la creencia de que los dioses son guardianes de la justicia y de que su reinado no sería, en verdad, divino, si no condujera, al fin, al triunfo del derecho. Este postulado domina la acción entera de la Odisea. También en la Ilíada hallamos, en un famoso ejemplo de la Patrocleia, la creencia de que Zeus pro-mueve terribles tempestades en el cielo cuando los hombres conculcan la justicia en la tierra.  Sin embargo, estas huellas aisladas de una concepción ética de los dioses y aun las convicciones que gobiernan la Odisea, se hallan muy lejos de la pasión religiosa de Hesíodo, el profeta del derecho, el cual, como simple hombre del pueblo empren-de, mediante su fe inquebrantable en la protección del derecho por los dioses, una lucha contra su propio ambiente y nos arrebata toda-vía, a través de los siglos, con su irresistible pathos. Toma de Homero el contenido de su idea del derecho, así como algunos giros carac-terísticos del lenguaje. Pero la fuerza reformadora mediante la cual experimenta esta idea en la realidad, así como el absoluto predomi-nio de su idea del gobierno de los dioses y del sentido del mundo, abre una nueva edad. La idea del derecho es, para él, la raíz de la cual ha de surgir una sociedad mejor. La identificación de la volun-tad divina de Zeus con la idea del derecho y la creación de una nueva figura divina, Diké, tan íntimamente vinculada con Zeus, el dios más alto, son la consecuencia inmediata de la fuerza religiosa y la severi-dad moral con que sintieron la exigencia de la protección del derecho la clase campesina naciente y los habitantes de la ciudad.
Es imposible admitir que Hesíodo, en su tierra beocia, alejado del desarrollo espiritual propio de los países transmarinos, haya mante-nido por primera vez aquella exigencia y sacada de sí mismo la totalidad de su pathos social. La experimentó con más vehemencia en su lucha con aquel medio ambiente y se convirtió, así, en su he-raldo. Él mismo cuenta en los Erga  cómo su padre, venido a menos en la ciudad de Cime, en el Asia Menor, inmigró a Beocia. Así, es razonable presumir que el sentimiento de melancolía experimentado (78) en su nueva patria, tan amargamente expresado por el hijo, le haya sido trasmitido por su padre. Su familia no se ha sentido nunca en su casa en la miserable aldea de Ascra. Hesíodo la denomina "ho-rrible en invierno, insoportable en verano y nunca agradable". Es evidente que desde joven aprendió en su casa paterna a ver con mi-rada crítica las relaciones sociales de los beocios. Introdujo la idea de diké en su medio ambiente. Ya en la Teogonía la introduce de un modo expreso.  La presencia de la trinidad divina y moral de las Horas, Diké. Eunomia e Irene, al lado de las Moiras y de las Ca-rites, se debe evidentemente a una predilección del poeta. Del mismo modo que en la genealogía de los vientos cuenta a Notos. Bóreas y Céfiro, en la detallada descripción de los males que sobrevienen a los marineros y a los campesinos,  alaba a las diosas del derecho, el buen orden y la paz, como promotoras de las "obras de los hom-bres". En los Erga, la idea del derecho de Hesíodo penetra toda la vida y el pensamiento de los campesinos. Mediante la unión de la idea del derecho con la idea del trabajo consigue crear una obra en la cual se desarrolla desde un punto de vista dominante y adquiere un carácter educador la forma espiritual y el contenido real de la vida de los campesinos. Vamos a mostrarla ahora, en breves rasgos, en la amplia construcción de los Erga.
Inmediatamente después   de   la  advertencia   con  que se cierra la primera parte, de seguir   el derecho y   abandonar ya  para   siempre la injusticia, se dirige Hesíodo una vez más a su hermano, en aque-llos famosos versos que han corrido durante millares de años de boca en boca,  separados de  su contexto.    Ellos solos bastan para hacer al poeta  inmortal.   "Deja  que te   aconseje  con  recto   conocimiento, Perses, mi niño grande."   Las palabras del poeta toman un tono pa-ternal, pero cálido y convincente.   "Fácil es alcanzar en tropel la mi-seria.   Liso es el camino.   Y no reside lejos.   Sin embargo, los dioses inmortales han colocado antes del éxito, el sudor.   Largo y escarpado es el sendero que conduce a él y, al principio, áspero.   Sin embargo, cuando has alcanzado la cúspide, resulta fácil, a pesar de su rudeza." "Miseria"   y  "éxito"  no  traducen  exactamente  las  palabras  griegas kako/thej  y a)reth/.   Con ello expresamos, por lo menos, que no se tra-ta   de  la perversidad y la virtud moral tal como lo   entendió   más tarde la Antigüedad.    Este fragmento se enlaza con las palabras de ingreso en la primera parte, relativas a la Eris buena y mala.   Des-pués de haber puesto claramente ante los ojos del lector la desgracia de la lucha, es preciso mostrar ahora el valor del trabajo.   El trabajo es ensalzado como  el único, aunque difícil camino, para llegar a  la areté.    El   concepto   abraza  al mismo tiempo  la  destreza  personal  y lo que  de  ella deriva —bienestar,  éxito, consideración.   No se trata de la areté guerrera de la antigua nobleza, ni de la clase propietaria, (79) fundada en la riqueza, sino la del hombre trabajador, que halla su expresión en una posesión moderada. Es la palabra central de la segunda parte, los Erga propiamente dichos. Su fin es la areté, tal como la entiende el hombre del pueblo. Quiere hacer algo con ella y prestarle una figura. En lugar de los ambiciosos torneos caballerescos, exigidos por la ética aristocrática, aparece la silenciosa y tenaz rivalidad del trabajo. Con el sudor de su frente debe ganar el hombre su pan. Pero esto no es una maldición, sino una bendición. Sólo a este precio puede alcanzar la areté. Así, resulta perfectamente claro que Hesíodo, con plena conciencia, quiere poner, al lado de la edu-cación de los nobles, tal como se refleja en la epopeya homérica, una educación popular, una doctrina de la areté del hombre sencillo. La justicia y el trabajo son los pilares en que descansa.
Pero, entonces, ¿es posible enseñar la areté? Esta pregunta fun-damental se halla al principio de toda ética y de toda educación. Hesíodo la suscita, apenas pronunciada la palabra areté. "Ciertamen-te, es el mejor de los hombres aquel que todo lo considera, y examina qué cosa será en último término lo justo. Bueno es también el que sabe seguir lo que otro rectamente le enseña. Sólo es inútil aquel que ni conoce por sí mismo ni toma en su corazón la doctrina de otro." Estas palabras se hallan, no sin fundamento, entre la enuncia-ción del fin —la areté— y el comienzo de los preceptos particulares que se vinculan inmediatamente a él. Perses, y quienquiera que oiga las doctrinas del poeta, debe hallarse dispuesto a dejarse guiar por él si no es capaz de conocer, en su propia intimidad, lo que le aprovecha y lo que le perjudica. Así se justifica y adquiere sentido la totalidad de su enseñanza. Estos versos han valido en la ética filo-sófica posterior como el primer fundamento de toda doctrina ética y pedagógica. Aristóteles los acepta en su plenitud en la Ética nicomaquea en su consideración introductora sobre el punto de vista adecuado (αρχή) de la enseñanza ética.  Ésta es una indicación de la mayor importancia para comprender su función en el esquema ge-neral de los Erga. También allí juega un papel de la mayor impor-tancia la cuestión del conocimiento. Perses no tiene una concepción justa. Pero el poeta debe dar por supuesto que es posible enseñarla, desde el momento en que trata de comunicarle su propia convicción y de influir en él. La primera parte prepara el terreno para sembrar la simiente de la segunda. Desarraiga prejuicios y errores que se interponen en el camino del conocimiento de la verdad. No es posible que el hombre llegue a su fin mediante la contienda y la injusticia. Para obtener la verdadera prosperidad es preciso que ajuste sus aspi-raciones al orden divino que gobierna el mundo. Una vez que el nombre ha llegado a la íntima convicción de esto, otro puede, me-diante sus enseñanzas, ayudarle a encontrar el camino.
(80) Siguen a la parte general, que lo pone en esta situación precisa, las doctrinas prácticas particulares,  mediante una serie de sentencias que otorgan al trabajo el más alto valor.   "Así, recuerda mis adver-tencias   y  trabaja,   Perses,   vástago   divino,  para   que  el  hambre  te aborrezca y te ame la casta y bella Deméter y llene con abundancia tus graneros.   Quien vive inactivo es aborrecido de los dioses y de los hombres.   Asemeja  al  zángano   que consume  el   penoso   trabajo  de las abejas.   Procúrate un justo placer entregándote, en una justa me-dida,   al trabajo.   Así, tus graneros  se  llenarán con las  provisiones que te proporcione cada año."   "El trabajo no es ninguna vergüenza. La ociosidad sí es una vergüenza.   Si trabajas te envidiará el ocioso por tu ganancia.   A la ganancia sigue la consideración y el respeto. En su condición, el trabajo es lo único justo, sólo con que cambies tu atención de la codicia de los bienes ajenos y la dirijas a tu pro-pio trabajo y cuides de su mantenimiento, tal como te lo aconsejo." Habla entonces Hesíodo de la tremenda vergüenza de la pobreza, de las riquezas adquiridas injustamente y de las riquezas concedidas por Dios,   y pasa a  una serie de preceptos   particulares  sobre  la vene-ración  de los dioses, la piedad y la propiedad.   Habla de las rela-ciones con los amigos y los enemigos, y especialmente con los veci-nos queridos, del dar,  el recibir y  el ahorrar, de la confianza y la desconfianza, especialmente con las mujeres, sobre la sucesión y el nú-mero de hijos.   Sigue una descripción de los trabajos de los campe-sinos y de los marineros y  acaba con otra colección  de sentencias. Concluye con los "días", fastos y nefastos. No necesitamos analizar esta parte del poema.  Especialmente la doctrina relativa a los trabajos pro-fesionales de los campesinos y los marineros —no tan separados entre los beocios como en nuestros tiempos— penetra tan profundamente en la  realidad de  sus  particularidades que, a pesar del  encanto de su descripción de la vida cotidiana del trabajo,  no podemos examinar-los aquí.   El orden maravilloso que domina la totalidad de esta vida y  el ritmo  y la belleza  que otorga, se deben a su íntimo   contacto con la naturaleza y su curso inmutable y su constante retorno.   En la primera parte, la exigencia de justicia y honradez se funda en el orden  moral del mundo.    En la segunda,  la ética del trabajo y  de la profesión surge del orden natural de la existencia y  de él recibe sus leyes.   El pensamiento de Hesíodo no los separa.   El orden moral y el orden natural derivan igualmente de la divinidad.   Cuanto el hom-bre hace y omite, en su relación con sus semejantes y en su relación con los dioses, así como en el trabajo cotidiano, constituye una uni-dad con sentido.
Hemos observado ya que el rico tesoro de experiencias del trabajo y de la vida que se despliega ante el lector en esta parte de la obra procede de una tradición popular, milenaria y profundamente arraigada. (81) Esta corriente inmemorial que brota de la tierra, todavía inconsciente de sí misma, es lo más conmovedor del poema de He-síodo y la causa principal de su fuerza. El vigor impresionante de su plena realidad deja en la sombra a los convencionalismos poéticos de algunos de los cantos homéricos. Un nuevo mundo, cuya riqueza en belleza original humana sólo se revela en algunos ejemplos de la epopeya heroica, tales como la descripción del escudo de Aquiles, ofrece ante los ojos su fresco verdor, el fuerte olor de la tierra abierta por su arado y el canto del cuclillo en los arbustos que es-timula el trabajo campesino. Todo ello se halla enormemente alejado del romanticismo de los poetas eruditos de las grandes ciudades y de los idilios de la época helenística. La poesía de Hesíodo nos ofrece realmente la vida de los hombres del campo en su plenitud. Funda su idea del derecho, como fundamento de toda vida social, en este mundo natural y primitivo del trabajo y se convierte en el heraldo y el creador de su estructura íntima. Ofrece al trabajador su vida penosa y monótona como espejo del más alto ideal. No debe mirar ya con envidia a la clase social de la cual ha recibido, hasta ahora, todo alimento espiritual. Halla en su propia vida y en sus actividades habituales, y aun en su propia dureza, una alta significación y un designio elevado.
En la poesía de Hesíodo se realiza ante nuestros ojos la forma-ción independiente de una clase popular, hasta aquel momento ex-cluida de toda educación consciente. Se sirve de las ventajas que ofrece la cultura de las clases más altas y de las formas espirituales de la poesía cortesana. Pero crea su propia forma y su ethos, exclu-sivamente, a partir de las profundidades de su propia vida. Gracias a que Homero no es solamente un poeta de clase, sino que se eleva desde la raíz de un ideal de clase a la altura y a la amplitud gene-ral y humana del espíritu, posee la fuerza capaz de orientar en su propia cultura a una clase popular que vive en condiciones de exis-tencia completamente distintas, de hallar el sentido peculiar de su vida humana y de conformarla de acuerdo con sus leyes íntimas. Esto es de la mayor importancia. Pero todavía es más importante el hecho de que, mediante este acto de autoformación espiritual, sale de su aisla-miento y hace sentir su voz en el ágora de las naciones griegas. Así como la cultura aristocrática adquiere en Homero una influencia de tipo general humano, con Hesíodo la civilización campesina sale de los estrechos límites de su esfera social. Aunque el contenido del poema sólo sea comprensible y aplicable para los campesinos y el trabajo del campo, los valores morales implícitos en aquella concepción de la vida se hacen accesibles, de una vez para siempre, a todo el mun-do. Claro es que la concepción agraria de la sociedad no dio el sello definitivo a la vida del pueblo griego. La cultura griega halló en la polis su forma más peculiar y completa. Lo que conserva de la cultura campesina se mantiene en un trasfondo espiritual. De tanta (82) o mayor importancia es el hecho de que el pueblo griego considere ya para siempre a Hesíodo como un educador orientado en el ideal del trabajo y de la justicia estricta y que, formado en el medio cam-pesino, conserve su valor aun en situaciones sociales totalmente di-versas.
La verdadera raíz de la poesía de Hesíodo reside en la educación. No   depende  del   dominio   de  la   forma   épica  ni  de  la  materia   en cuanto  tal.   Si consideramos los poemas didácticos  de  Hesíodo sólo como una aplicación más o menos original del lenguaje y las formas poéticas de los rapsodas a un contenido que se consideró como "pro-saico"  por las  generaciones posteriores, sobreviene la duda sobre el carácter   poético   de la  obra.   Los   filólogos  antiguos  formularon  la misma duda en relación con los poemas didácticos posteriores.    He-síodo mismo halló la justificación de su misión poética en su volun-tad profética de convertirse en el maestro de su pueblo.   Con estos ojos consideraron sus contemporáneos a Homero.   No podían imagi-nar una forma más alta de influjo espiritual que el de los poetas y los  rapsodas homéricos.   La misión educadora del  poeta se hallaba inseparablemente vinculada a la  forma del lenguaje épico, tal como la habían experimentado por el influjo de Homero.   Cuando Hesíodo recogió, a su modo, la herencia de Homero, definió  para la posteridad, más allá de los límites de la simple poesía didáctica, la esencia de la creación poética, en el sentido social, educador y constructivo. Esta fuerza constructora surge, más  allá de la instrucción moral e intelectual, en la  esencia de las cosas,  dando  nueva vida a  cuanto toca.   La amenaza inmediata   de   un   estado social dominado por la disensión y la injusticia condujo a Hesíodo a la visión de los funda-mentos en que descansaba la vida de aquella sociedad y la de cada uno de sus miembros.   Esta visión esencial, que penetra en el sentido simple y originario  de la  vida, determina la función del verdadero poeta.  Para él no existe asunto prosaico o poético por sí mismo.
Hesíodo es el primer poeta griego que habla en nombre propio de su medio ambiente. Así se eleva, más allá de la esfera épica, que pregona la fama e interpreta las sagas, a la realidad y a las luchas actuales. En el mito de las cinco edades se manifiesta claramente que considera el mundo heroico de la epopeya como un pasado ideal, que contrapone al presente de hierro. En el tiempo de Hesíodo el poeta se esfuerza por ejercer una influencia directa en la vida. Por primera vez mantiene la pretensión de guía, sin fundarla en una ascendencia aristocrática ni en una función oficial reconocida. Surge, de pronto, la comparación con los profetas de Israel, desde antiguo destacada. Sin embargo, con Hesíodo, el primero de los poetas griegos que se levanta con la pretensión de hablar públicamente a la comuni-dad, por razón de la superioridad de su conocimiento, se anuncia el (83) helenismo como una nueva época en la historia de la sociedad. Con Hesíodo empieza el dominio y el gobierno del espíritu que presta su sello al mundo griego. Es el "espíritu", en su sentido original, el ver-dadero spiritus, el aliento de los dioses que él mismo pinta como una verdadera experiencia religiosa y que recibe, mediante una ins-piración personal, de las musas, al pie del Helicón. Las musas mismas explican su fuerza inspiradora cuando Hesíodo las invoca como poeta: "En verdad sabemos decir mentiras cuando semejan verdades, pero sabemos también, si queremos, revelar la verdad."  Así se ex-presa en el preludio de la Teogonía. También en el proemio de los Erga quiere Hesíodo revelar la verdad a su hermano.  Esa concien-cia de enseñar la verdad es algo nuevo en relación con Homero, y la forma personal de la poesía de Hesíodo debe hallarse, de alguna ma-nera, en conexión con ella. Es la característica peculiar del poeta griego que, mediante el conocimiento más profundo de las conexiones del mundo y de la vida, quiere conducir al hombre errado por el ca-mino justo.

Werner Jaeger. LA PAIDEIA.

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