CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
miércoles, 20 de marzo de 2013
Gregorio Marañón y Posadillo (Madrid, 19 de mayo de 1887 - Madrid, 27 de marzo de 1960)
Gregorio Marañón y Posadillo (Madrid, 19 de mayo de 1887 - Madrid, 27 de marzo de 1960) fue un médico endocrino, científico, historiador, escritor y pensador español, cuyas obras en los ámbitos científico e histórico tuvieron una gran relevancia internacional. Durante un largo período dirigió la
cátedra de endocrinología en el Hospital Central de Madrid. Fue académico de número de las ocho Reales Academias de España.
En sus obras analizó, con un género literario singular e inédito: `ensayo biologico`, las grandes
pasiones humanas a través de personajes históricos, y sus características psíquicas y fisiopatológicas: la timidez en su libro Amiel, el resentimiento en Tiberio, el poder en El Conde Duque de Olivares, la intriga y la traición política en Antonio Perez, uno de los hacedores de la leyenda negra española, el `donjuanismo` en Don Juan, etcétera.
Si bien la huella de Marañón es imborrable en el plano de la ciencia, lo que hace eterna, universal y aún más singular su obra es el descubrimiento y “describimiento` del plano ético, moral, religioso, cultural, histórico... en definitiva “humano”, que la acompaña.
(Fragmento).
GREGORIO MARAÑÓN
EL CONDE-DUQUE DE OLIVARES
la pasión de mandar
Vigésima quinta Edición
ESPASA – CALPE
Madrid – 1992
Diseño y cubierta: José Fernández Olías
Ilustraciones de la cubierta: El conde-duque de Olivares, por Diego Velázquez
(Colección Varez Fisa, Madrid) y El doctor Marañón, por Ignacio Zuloaga (Colección particular). (Fotos Oronoz).
Director de la colección: Ricardo López de Uralde.
Impreso en España
Printed in Spain
ES PROPIEDAD
© María Luisa Marañón Moya de Burns, 1936, 1977
© Espasa-Calpe, S. A , Madrid, 1936
Depósito legal: M. 12 958—1992
ISBN 84—239—2262—6
Talleres gráficos de la Editorial Espasa-Calpe, S A.
Carretera de Irún, km 12,200. 28049 Madrid
A Azorín,
gran historiador
del alma de España
Prólogo de la segunda edición
ESTA versión definitiva de mi Conde-Duque de Olivares aparece tras otra, reducida al texto, sin citas ni apéndices, publicada en las Ediciones Austral, de Espasa-Calpe (Buenos Aires, 1940), y difundida con la amplitud usual en esa Colección, tan noble, porque ha acertado a hacer compatible la suma dignidad editorial con el fácil acceso a todas las manos. En este intervalo ha aparecido también una magnífica versión alemana (München, 1940), traducida por Ludwig Pfandl y precedida de un estudio, dilatado y profundo, del mismo inolvidable hispanista, al que dedico aquí el recuerdo de gratitud que las circunstancias del mundo impidieron que, en vida, llegara hasta él. Estas mismas circunstancias han retrasado la aparición de las ediciones francesa e inglesa, ya en marcha. Mi deseo de reivindicación de la figura del grande y desgraciado ministro de Felipe IV está, pues, más que satisfecho.
Pero esto de reivindicar exige alguna aclaración. En todos los tiempos ha habido escritores adeptos al artificio de estudiar —estudiar en el mejor de los casos, porque otras veces el estudio no aparece por ninguna parte— cualquier personaje universalmente odiado y presentarle como un serafín. No ha habido límites en el intento. Hasta los facinerosos declarados cuentan hoy con plumas apologéticas. El resultado es infalible para el autor. Lo que este cambio inesperado de posición, en la actitud crítica, tiene de escandaloso, asegura un núcleo importante de lectores; si la defensa se hace con buena maña, acredita, aunque no convenza, de hombre agudo al escritor; después de todo es así, defendiendo malas causas a sabiendas de que lo eran, como han adquirido fama respetable los grandes abogados; y, finalmente, en alguna ocasión, puede hasta haber una parte de justicia en la apología.
La verdad es que, mucha o poca, siempre hay ese punto de justicia en el elogio del hombre más condenable. Las criaturas de Dios no son jamás enteramente perversas. No hay hombre malo que no tenga algo bueno, podríamos decir de nuestros colegas de especie, con las palabras que Don Quijote aplicó a los libros. Y, sobre todo, en los personajes históricos, sujetos a la inevitable pasión de la crítica, es mucho más fácil que en los del montón el que la veta de bondad, o por lo menos de buen deseo frustrado, que nunca falta, haya quedado enterrada en el aluvión de los denuestos. Desenterrarla es hacer Historia, y noble Historia.
Mi pretensión no ha sido el convertir al político que vio deshacerse el Imperio español en un héroe. Sino demostrar que, al lado de sus grandes defectos, Don Gaspar de Guzmán tuvo virtudes notables y algunas excelsas; y que, por estas virtudes, fue muy superior a la casi totalidad de los españoles de su tiempo. Fue él el que recogió, por designio inescrutable de Dios, en sus fuertes manos, un mundo que estaba ya deshecho. Su ambición de mandar no le impidió darse cuenta de que todo se venía abajo, porque él lo vio, y más que lo dijo, lo gritó; y lo sufrió en su alma de gran español. Lo que no supo fue sacrificar a tiempo su disfrute del poder, y convertir el sacrificio en transacciones convenientes al bien público. Acaso le disculpe lo que a muchos otros contumaces en el mando: la leal incertidumbre de si lo que había de sucederle sería aún peor. Si esta duda pasó por su mente, el tiempo le ha dado la razón.
En suma, hay una forma de reivindicar que no es cambiar, por arbitraria prestidigitación, el insulto en aplauso, sino tratar de reducir inteligentemente la figura que nos quieren hacer pasar como demoníaca a sus proporciones de hombre. Nada más que esto me propuse al estudiar al Conde-Duque de Olivares.
G. MARAÑÓN.
Toledo, diciembre 1944.Prólogo de la tercera edición
En esta tercera edición de la versión completa de mi libro, he añadido nuevos datos importantes y algunos grabados, y he revisado otra vez el texto, purgándole de los pequeños errores que aún tenía.
G. MARAÑÓN.
Toledo, julio 1952.
Introducción: la pasión de mandar
Pocos temas pueden interesar al hombre de hoy, por su importancia y por su estructuración imperfecta, como el del instinto y la pasión de mandar. Cuando se habla de la desigualdad humana y de sus posibles remedios, se comete por el común de las gentes el error de localizar el problema en el simple aspecto del bienestar material; y unos dicen: «Algún día no habrá pobres ni ricos.» Y otros: «Siempre los habrá.» Pero el ser pobre o rico es una consecuencia lejana de otras cosas que subsistirán, pese a todos los sueños de volver algún día a aquella quimérica «y santa edad en que eran todas las cosas comunes»; de otras cosas eternas, porque en ellas reside la razón del progreso humano. Y estas cosas inmodificables, inagotables creadoras de una desigualdad mil veces más profunda que la que divide a los hombres en pobres y ricos, se resumen y tienen su raíz en un instinto tan fuerte como el de vivir y procrear, que es el instinto de la superación: que no es lo mismo que el del mando, y hay que aclarar su distinción.
Los libros de psicología hablan, en efecto, de un instinto de mando o de dominio, y frente a él, de otro de sometimiento. Pero ambos son formas parciales del instinto, mucho más general y fuerte, de la superación. Todo ser humano, aun el más humilde y el más desesperanzado, tiene, despierto o latente, el instinto de la superación, el ansia de diferenciarse ventajosamente, según los grados de su tensión, del resto de todos los demás hombres de la tierra, de los de su país, de los de su clase y oficio, del grupo de sus amigos, de sus familiares, en fin. En cuanto se pierde este instinto, el espíritu del hombre se quiebra y queda fuera de la corriente de la vida eficaz. Los médicos sabemos el papel fundamental que el sentimiento de inferioridad juega en la creación de una parte importantísima de las neurosis y psicosis, que inutilizan para el progreso a centenares de hombres bien dotados.
El instinto de la superación, fuente, pues, perenne y fecunda de desigualdad, tiene infinitos aspectos y variedades. En unos hombres es una fuerza principalmente cuantitativa, y les conduce a hacerlos más fuertes, más ricos, más fecundos en obra social que los demás. En otros, su tono es mucho más cualitativo: se aspira entonces a hacer algo que nos diferencie de los otros hombres por su rareza, por su finura, por su originalidad en todos sus grados, desde el inventor que revoluciona el progreso, hasta el pobre diablo que, incapaz de diferenciarse por nada mejor, colecciona cosas inútiles y raras.
El instinto de superación encuentra su cauce y su instrumento en todas las actividades humanas, incluso en las antisociales y en las patológicas. Conduce a la riqueza, al mando, a la gloria, al heroísmo, a la santidad, al crimen y a la perversión sexual. Puede coincidir con los instintos fundamentales, el de la conservación individual y el procreador, pues el superar a los otros hombres facilita, por lo común, el auge personal y hace el amor propicio y la prole fuerte. Pero también puede actuar en contra de ellos, y en esto reside una de sus características más importantes: ninguno como él conduce voluntariamente a la muerte, a la negación del individuo; o a la sexualidad infecunda, a la negación de la especie; puesto que la gloria, uno de sus objetivos supremos, se basa, a menudo, en la renunciación de todo lo mortal: de la sensualidad y de la vida.
De este instinto de la superación, decíamos, es el de la dominación, el de poder y mandar, sólo una variedad. Lo demostraría, si no fuera por sí mismo evidente, el que en muchos hombres el ansia de superar a los otros no supone, en modo alguno, el designio de mandarles. Incluso hay formas —quizá las más altas— del ímpetu de superación, que se basan en el sometimiento, como ocurre en la perfección religiosa o en la renunciación al goce material del sabio o el filósofo, insensibles a toda suerte de honores y prebendas. Otros hombres ansían el poder, pero no como fin, sino como medio, como mero instrumento para el logro de grados superiores de superación. Y, por último, en otro grupo de seres humanos el mando es, por sí mismo, el fin de su instintivo afán: mandar por la fruición pura de mandar, como el avaro ama el oro por el oro: por el gusto de oírlo sonar en su bolsa. Ésta es la forma genuina de la pasión de mandar.
La cantidad de hombres dominados de la pasión de mandar es inmensa. Lo que ocurre es que para mostrarse en toda su plenitud necesita de circunstancias sociales muy eventuales, no siempre coincidentes, que dan por ello de raro en raro ocasión a su próspero desarrollo. La mayoría de los hombres dominados de la pasión de mandar tienen que disimular su afán incumplido en profesiones en las que el mando no tiene un cauce libre, sino que es un oficio reglamentado, como ocurre en la milicia, o en actividades civiles que requieren la dirección de otros hombres, desde el jefecillo político al capataz de una peonía. Conocí una vez, en mi clínica, a un marino viejo, capitán de un barquito pequeño, al que hube de aconsejar, por sus achaques, que se retirase a tierra. A los pocos meses me escribió que no podía soportar la vida sin el mando de sus hombres en el bergantín, que era, durante las largas travesías, un mundo donde sólo reinaba él; y que se daba cuenta de que sólo por esto había sido capitán de barco. Después de esta carta, que conservo, en la que, bajo su tosquedad inortográfica, latía como un pulso inmenso, de satánico poderío, no volví a saber más de este hombre, que, sin duda, pudo haber sido, con astros propicios, un pirata, dueño de los mares, o un emperador.
Otras veces la vida sofoca de tal modo el ímpetu del mando, que los hombres dotados de él buscan el modo de ejercerlo y desahogarlo en toda clase de parodias. Por ejemplo: muchas Asociaciones filantrópicas, culturales, deportivas o de otro orden, organizadas con fines, en apariencia y en sus consecuencias, generosos y altruistas, ocultan, en realidad un oscuro y atenazado designio de dominación, de poseer una masa, por pequeña que sea, de gentes a quienes mandar y dirigir. Recuerdo siempre un caso que me impresionó mucho. En una ciudad importante que visitaba me invitaron a que viese un asilo de huérfanos, modelo de organización, que existía en sus alrededores. Acepté, y me aconsejaron que hiciera la visita acompañado de un hombre —me dijeron— extraordinario, humilde empleado del centro oficial del que el asilo dependía, que voluntariamente había tomado sobre sí la carga de la inspección del orfelinato; y dos veces al día, en cuanto su trabajo burocrático le dejaba en libertad, acudía al Asilo y se ocupaba, con inagotable amor y desinterés, de la vida de los niños, en sus menores detalles. Hice, en efecto, con él la visita. Era un hombre oscuro, inteligente y triste. Me enseñó toda la organización con la humildad y con la minucia de un conserje bien informado; y dejó para el final la visita de los comedores, para que pudiese ver en ellos reunidos a todos los niños. Y entonces ocurrió el gran suceso. Entramos en la nave donde se celebraba la refacción, doscientos muchachos, al verle, se pusieron en pie y gritaron: «¡Viva Don Juan!» don Juan se transformó. Una ráfaga imperativa y orgullosa sacudió su alma de caudillo, represada en una humanidad de oficinista, y, extendiendo la mano, exclamó con una voz nueva: «Basta, basta; gracias y sentaos.» Comprendí que la escena esta entre nuestro hombre —que jugaba con los niños, como los niños con sus soldados de plomo— y sus legiones infantiles, se repetía casi a diario y que con ella se alimentaba, a costa de su devoción y de sus sacrificios, en apariencia gratuitos, el hambre de mandar, que era su más fuerte potencia instintiva.
Hay, finalmente, seres humanos en los que la necesidad del poderío directo no encuentra nunca ni el cauce genuino ni sus posibles sustitutos y sublimaciones. Y esta insatisfacción radical puede desviarlos por las rutas anormales con tanta violencia como a otros hombres el sentimiento aniquilador de la inferioridad.
Pero cuando el hombre rebosante de la pasión de mandar encuentra el ambiente social favorable, esa pasión florece a sus anchas, corre por su cauce libre y entonces aparece el caudillo, el dictador, el conductor de muchedumbres. Es éste, pues, en todos los casos no el fruto puro de su jerarquía humana, sino el producto de una conjunción afortunada de ésta con el factor misterioso de la «circunstancia» propicia. De aquí la profunda verdad de la frase hecha de que en cada rebotica de pueblo, o en cada taller de trabajadores oscuros, puede estar escondido el héroe inédito, pero cuya trayectoria de ambición tiene que tocar, por azar sobrenatural, para hacerse fecunda, con la órbita de una gran conmoción humana: revolución, guerra, relajación de la estructura social o cualquiera otro de los grandes acontecimientos que turban hasta su raíz el curso de la Historia. De aquí también el que con frecuencia el gran caudillo no sea un ejemplar humano excelso; porque la parte que pone en su triunfo lo extraño a su personalidad, el ambiente, puede ser tan propicio que casi baste para subirle a la cumbre. Este factor externo, lo que se llama «suerte», en ninguna otra actividad humana tiene, sin duda, la importancia —o por lo menos la resonancia— que aquí.
El estudio de las condiciones en que se puede producir esa conjunción de la pasión intrínseca de mandar con el ambiente propicio, para producir al gran dominador de hombres, ha ocupado muchas de las horas libres de otras preocupaciones mías; horas que, como no sé jugar a las cartas, quisiera que no dejaran de ser fecundas en la medida de mi limitación. De ellas ha nacido este estudio. Y como mi condición naturalista me lleva, por hábito y por convicción, a huir de las teorías, he preferido escribir sencillamente la vida de uno de los hombres que alcanzaron con mayor plenitud la satisfacción de su ímpetu de dominar a los demás. Ya sé que la vida de un hombre no es más que un ejemplo y que puede ser una excepción. Pero su limitación se compensa con lo que todo lo que es objetivo tiene de permanente e inmodificable y de manantial que no se agota de sugestiones nuevas.
He aquí la razón de esta biografía y el sentido psicológico y no meramente histórico y narrativo con que ha sido compuesta. Y he aquí por qué me excuso de antemano ante los historiadores, pues no tengo ni su técnica ni su erudición; así como me entrego sin reservas al juicio del biólogo y del lector en general.
En la elección del arquetipo de estas reflexiones sobre la pasión de mandar —el Conde-Duque de Olivares— ha influido, además, el deseo de completar y rectificar la vida, muy mal conocida, de este personaje, tan amigo de los españoles, que desde niños hemos visto atravesar por la Historia, galopando en su caballo castaño, con aire imperativo y fanfarrón.
PRIMERA PARTE: LOS ANTECEDENTES
1. La herencia
El abuelo: Don Pedro, el guerrero
DON Gaspar de Guzmán y Pimentel, Rivera y Velasco y de Tovar, Conde-Duque de Olivares, del que en este libro voy a ocuparme, pertenecía a una familia famosa, cuya historia, bien conocida de los heraldistas y popularizada en el vulgo por la hazaña del que en Tarifa sacrificó por la patria a su hijo, no es de este lugar. En el Epitome que de ella escribió Juan Alonso Martínez Calderón , bien que con las naturales exageraciones de los apologistas de la Nobleza, se leen las vidas de estos inquietos y hazañosos señores, de uno y otro sexo, desde su remoto origen; y esta lectura nos explica que la herencia fuera pródiga, todavía en el siglo de la declinación de los Austrias, en Guzmanes soberbios y ávidos de poder. Por aquellos años hubo un brote explosivo, pero el postrero del linaje, en Doña Luisa de Guzmán, la verdadera autora de la sublevación portuguesa y de la independencia de esta nación; en Medina-Sidonia y Ayamonte, ambos Guzmanes, por cuya mente pasó la tentación de hacer un reino independiente de Andalucía; y, por fin, en Don Gaspar que, con iguales ambiciones, pero con mayor rectitud, llegó a ser el Valido de un Monarca sin voluntad. Rey de otro Rey, y, a través de él, dueño absoluto del Imperio español, durante más de veinte años, hasta que sobrevino la desmembración peninsular y, con ella, su desgracia.
Tan larga e insigne herencia influyó decisivamente en el espíritu y en las acciones del Conde-Duque; pero para trazar sus antecedentes eficaces nos basta con tomar su sangre de más cerca: en su abuelo Don Pedro, primer Conde de Olivares, sevillano, criado en Béjar , hermano del Duque de Medina-Sidonia, con el que tuvo pleitos que Novoa califica de «ni decentes ni religiosos». Era, según puede verse en el retrato de F. Pourbus , hombre robusto, de faz enérgica y bondadosa, parecido en su conjunto a su nieto Don Gaspar. Fue gran guerreador, sobre todo durante las Comunidades, en las que, en bando oficial, redujo a Sevilla y allanó a Andujar y Linares y al Corral de Almaguer de gente, entonces como ahora, muy alborotada por la libertad. Sitió a Toledo, y los partidarios de la famosa Doña María de Padilla le hirieron muchas veces junto al castillo de San Servando y le prendieron. Por todo ello ganó el hábito de Calatrava, el Condado de Olivares y la amistad de Carlos V, al que siguió en las jornadas de Italia, Túnez, Flandes y Alemania. Felipe II le dio nuevas mercedes. Murió viejo. Fue también poeta y no del montón . De él heredó, pues, su nieto, a más de los rasgos físicos, el afán de ganar batallas, aunque éste no en el campo, sino desde su bufete; y la afición literaria.
La abuela: la sangre papelista
Casó este Don Pedro con una señora toledana, Doña Francisca de Ribera Niño. Como fundadores del Condado de Olivares el genealogista de cámara del Conde-Duque pondera, y con motivos, el lustre de la sangre de los Niños. Doña Francisca era Niño por su madre, aunque, como entonces ocurría con frecuencia, llevaba este apellido y no el paterno. Su padre era Don Lope de Conchillos, y por más que el heraldista encarece también la nobleza de este insigne apellido , se advierte el esfuerzo con que trata de sacarle un brillo que no desmerezca del de los Niños y Guzmanes. Pero a nosotros nos interesa la herencia en cuanto fuerza biológica, en cuyo aspecto su eficacia no siempre coincide con el rango heráldico; antes bien, muchas veces, el genio de las grandes estirpes no procede de las claras raíces del árbol genealógico, sino de ciertos injertos de savia menos insigne, pero más poderosa, ya legítima, ya del orden de aquellos «insultos de alguna fecunda alevosía» que, según el padre Feijoo, sufren inevitablemente alguno o algunos de «los tálamos que se cuentan en una serie genealógica». Y en este sentido hemos de destacar la importancia de Don Lope de Conchillos para explicarnos a nuestro Conde-Duque. Era Don Lope, según el apologista, «de familia de las más estimadas y calificadas en el reino de Aragón»; gente letrada y trabajadora; y, en esta actividad, Don Lope alcanzó el puesto de secretario de Carlos V, con el cual vino a Toledo. El maligno Novoa disminuye su categoría y le llama «hombre criado de la pluma» , sin duda para mortificar, ante la posteridad, el orgullo del Conde-Duque. Mas no tiene duda que este hombre de bufete, medio escondido entre el follaje magnífico de reyes, capitanes y santos del árbol de los Guzmanes, es el que tuerce la vena heroica de la familia y la inyecta el gusto y la pasión por los papeles. Es Don Lope el primer «papelista» de la estirpe, abuelo del «gran papelista», como se llamó a Don Enrique, el embajador en Roma, padre del Conde-Duque, y bisabuelo de éste, de Don Gaspar, que en el amor a los oficios de pluma eclipsó a su mismo progenitor.
De los varios hijos de Conchillos había una Doña Francisca, que poseía la nobleza suprema que da la hermosura; y por ser bellísima casó nada menos que con Don Pedro López de Ayala, tercer Conde de Fuensalida, es decir, una de las más altas figuras de la Nobleza toledana. Murió pronto Don Pedro, en aquel palacio vecino de la iglesia de Santo Tomé, que guarda el milagro del Conde de Orgaz en el lienzo del Greco; quizá, en el mismo aposento donde, más adelante, había de morir también la Emperatriz Doña Isabel. El otro Don Pedro, el de Olivares, vencedor de los comuneros, y en edad y condiciones de casarse, se fijó en esta «viuda, de poca edad, rica y muy hermosa», de jerarquía insigne, por su sangre y por su primer matrimonio; y sobre todo esto, virtuosísima. Hubo boda; y la vida confirmó el acierto de la elección del guerrero, pues el noble hogar fue modelo de seriedad y bienandanza; tradición que heredaron los de su hijo y nieto, en medio de la corrupción de costumbres que invadía ya la sociedad española y aseguraba el ocaso del Imperio. Son las tres Condesas de Olivares, a saber: esta Doña Francisca de Rivera y Niño, esposa de Don Pedro; Doña María Pimentel, consorte de Don Enrique, y Doña Inés de Zúñiga, la del Conde-Duque, tres ejemplares admirables de esas mujeres españolas, de todos los tiempos y de todas las clases sociales, colaboradoras calladas de la obra del esposo, sostén y lustre del hogar; de fina inteligencia; rectas hasta el heroísmo y quizá un tanto demasiado puritanas. Sin duda, han sido y son ellas las depositarías de las virtudes esenciales de la raza y las transmisoras de su vitalidad moral a través de los accidentes infinitos de nuestra historia.
Fueron nueve los hijos del matrimonio toledano: el mayor, Don Enrique, padre del futuro Conde-Duque. Los demás, según el sexo, se repartieron en el servicio de Palacio, en el convento o en la milicia. Uno, Don Juan, alcanzó la gloria de acompañar a Don Juan de Austria en Lepanto. Citemos, tan sólo, el tercero. Don Pedro, gentilhombre del Príncipe, futuro Felipe III, que, según Novoa, obraba «con aspereza de condición»: después de ofender, se enojaba «y más parecía el agredido que el agresor, y él se tiraba a sí la piedra». Tenía gran ambición cortesana y sentía celos violentos del Marqués de Denia, favorito del Príncipe .
Queda, pues, como poso de esta primera generación de Olivares, el espíritu guerreador y dominante de Don Pedro; sus aficiones poéticas y su hombría intachable; la afición burocrática, transmitida del abuelo materno; las grandes virtudes de castellana austeridad y rectitud de la hermosa madre, Doña Francisca; y una vena de iracundia y arbitrariedad y emulación de validez cortesana, que aparece de un modo esporádico, pero muy significativo, en uno de los hijos. Y ahora pasemos al progenitor del Conde-Duque.
lunes, 18 de marzo de 2013
G.Orwell seudónimo de Eric Arthur Blair (Motihari, India Británica, 25 de junio de 1903 - Londres, 21 de enero de 1950)
GeorGeorge Orwell, seudónimo de Eric Arthur Blair (Motihari, India Británica, 25 de junio de 1903 - Londres, 21 de enero de 1950), fue un escritor y periodista británico, cuya obra lleva la marca de las experiencias personales vividas por el autor en tres etapas de su vida: su posición en contra del imperialismo británico que lo llevó al compromiso como representante de las fuerzas del orden colonial en Birmania durante su juventud, a favor de la justicia social, después de haber observado y sufrido las condiciones de vida de las clases sociales de los trabajadores de Londres y París, en contra de los totalitarismos nazi y stalinista tras su participación en la Guerra Civil Española.
Orwell es uno de los ensayistas en lengua inglesa más destacados del siglo XX, y más conocido por dos novelas críticas del totalitarismo: `Rebelión en la granja`, y `1984` (la cual escribió y publicó en sus últimos años de vida).
Testigo de su época, Orwell es en los años 30 y 40 cronista, crítico de literatura y novelista. De su producción variada, las dos obras que tuvieron un éxito más duradero fueron dos textos publicados después de la Segunda Guerra Mundial: «Rebelión en la granja» y, sobre todo «1984», novela en la que crea el concepto de «Gran Hermano» que desde entonces pasó al lenguaje común de la crítica de las técnicas modernas de vigilancia. El adjetivo «orwelliano» es frecuentemente utilizado en referencia al universo totalitarista imaginado por el escritor inglés.
A lo largo de su carrera fue principalmente conocido por su trabajo como periodista, en especial en sus escritos como reportero, a esta faceta se pueden adscribir obras como Homenaje a Cataluña (Homage to Catalonia), sobre la guerra civil española, o El camino a Wigan Pier (The Road to Wigan Pier), que describe las pobres condiciones de vida de los mineros en el norte de Inglaterra. Sin embargo los lectores contemporáneos llegan primeramente a este autor a través de sus novelas, particularmente a través de títulos enormemente exitosos como Rebelión en la granja (Animal Farm) o 1984. La primera es una alegoría de la corrupción de los ideales socialistas de la Revolución rusa por Stalin. 1984 es la visión profética de Orwell sobre una sociedad totalitarista situada supuestamente en un futuro cercano. Orwell había vuelto de Cataluña convertido en un antiestalinista con simpatía por los marxistas, definiéndose como un socialista demócrata.
Orwell murió de tuberculosis en enero de 1950.
Obras:
Sin blanca en París y Londres (1933)
Días en Birmania (1934)
La hija del Reverendo (1935
Homenaje a Catalunya (1938
El camino a Wigan Pier (1937
Rebelión en la granja (1945)
1984 (1949)
Que vuele la aspidistra (1936)
Disparando al elefante y otros ensayos (1950)
Así fueron las alegrías (1953)
En 1968 se publicaron en cuatro volúmenes sus Ensayos Completos: Periodismo y Cartas.
G. Orwell- Por que escribo
Desde muy corta edad, quizá desde los cinco o seis años, supe que cuandofuese mayor sería escritor. Entre los diecisiete y los veinticuatro años
traté de abandonar ese propósito, pero lo hacía dándome cuenta de que con
ello traicionaba mi verdadera naturaleza y que tarde o temprano habría de
ponerme a escribir libros.
Era yo el segundo de tres hermanos, pero me separaban de cada uno de los
dos cinco años y apenas vi a mi padre hasta que tuve ocho. Por ésta y
otras razones me hallaba solitario, y pronto fui adquiriendo desagradables
hábitos que me hicieron impopular en mis años escolares. Tenía la
costumbre de chiquillo solitario de inventar historias y sostener
conversaciones con personas imaginarias, y creo que desde el principio se
mezclaron mis ambiciones literarias con la sensación de estar aislado y de
ser menospreciado. Sabía que las palabras se me daban bien, así como que
podía enfrentarme con hechos desagradables creándome una especie de mundo
privado en el que podía obtener ventajas a cambio de mi fracaso en la vida
cotidiana. Sin embargo, el volumen de escritos serios, es decir,
realizados con intención seria, que produje en toda mi niñez y en mis años
adolescentes no llegó a una docena de páginas. Escribí mi primer poema a
la edad de cuatro o cinco años (se lo dicté a mi madre). Tan sólo recuerdo
de esa "creación" que trataba de un tigre y que el tigre tenía "dientes
como de carne", frase bastante buena, aunque imagino que el poema sería un
plagio de "Tigre, tigre", de Blake. A mis once años, cuando estalló la
guerra de 1914-1918, escribí un poema patriótico que publicó el periódico
local, lo mismo que otro, de dos años después, sobre la muerte de
Kitchener. De vez en cuando, cuando ya era un poco mayor, escribí malos e
inacabados "poemas de la naturaleza" en estilo georgiano. También, unas
dos veces, intenté escribir una novela corta que fue un impresionante
fracaso. Ésa fue toda la obra con aspiraciones que pasé al papel durante
todos aquellos años.
Sin embargo, en ese tiempo me lancé de algún modo a las actividades
literarias. Por lo pronto, con material de encargo que produje con
facilidad, rapidez y sin que me gustara mucho. Aparte de los ejercicios
escolares, escribí vers d'occasion, poemas semicómicos que me salían en lo
que me parece ahora una asombrosa velocidad -a los catorce escribí toda
una obra teatral rimada, una imitación de Aristófanes, en una semana
aproximadamente- y ayudé en la redacción de revistas escolares, tanto en
los manuscritos como en la impresión. Esas revistas eran de lo más
lamentablemente burlesco que pueda imaginarse, y me molestaba menos en
ellas de lo que ahora haría en el más barato periodismo. Pero junto a todo
esto, durante quince años o más, llevé a cabo un ejercicio literario: ir
imaginando una "historia" continua de mí mismo, una especie de diario que
sólo existía en la mente. Creo que ésta es una costumbre en los niños v
adolescentes. Siendo todavía muy pequeño, me figuraba que era, por
ejemplo, Robin Hood, y me representaba a mi mismo como héroe de
emocionantes aventuras, pero pronto dejó mi "narración" de ser
groseramente narcisista y se hizo cada vez más la descripción de lo que yo
estaba haciendo y de las cosas que veía. Durante algunos minutos fluían
por mi cabeza cosas como estas: "Empujo la puerta y entró en la
habitación. Un rayo amarillo de luz solar, filtrándose por las cortinas de
muselina, caía sobre la mesa, donde una caja de fósforos, medio abierta,
estaba junto al tintero. Con la mano derecha en el bolsillo, avanzó hacia
la ventana. Abajo, en la calle, un gato con piel de concha perseguía una
hoja seca", etc., etc. Este hábito continuó hasta que tuve unos
veinticinco años, cuando ya entré en mis años no literarios. Aunque tenía
que buscar, y buscaba las palabras adecuadas, daba la impresión de estar
haciendo contra mi voluntad ese esfuerzo descriptivo bajo una especie de
coacción que me llegaba del exterior. Supongo que la "narración"
reflejaría los estilos de los varios escritores que admiré en diferentes
edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma meticulosa calidad
descriptiva.
Cuando tuve unos dieciséis años descubrí de repente la alegría de las
palabras; por ejemplo, los sonidos v las asociaciones de palabras. Unos
versos de Paraíso perdido, que ahora no me parecen tan maravillosos, me
producían escalofríos. En cuanto a la necesidad de describir cosas, ya
sabia a qué atenerme. Así, está claro qué clase de libros quería yo
escribir, si puede decirse que entonces deseara yo escribir libros. Lo que
más me apetecía era escribir enormes novelas naturalistas con final
desgraciado, llenas de detalladas descripciones y símiles impresionantes,
y también llenas de trozos brillantes en los cuales serían utilizadas las
Palabras, en parte, por su sonido. Y la verdad es que la primera novela
que llegué a terminar, Días de Birmania, escrita a mis treinta años pero
que había proyectado mucho antes, es más bien esa clase de libro.
Doy toda esta información de fondo porque no creo que se puedan captar los
motivos de un escritor sin saber antes su desarrollo al principio. Sus
temas estarán determinados por la época en que vive -por lo menos esto es
cierto en tiempos tumultuosos y revolucionarios como el nuestro-, pero
antes de empezar a escribir habrá adquirido una actitud emotiva de la que
nunca se librará por completo. Su tarea, sin duda, consistirá en
disciplinar su temperamento v evitar atascarse en una edad inmadura, o en
algún perverso estado de ánimo: pero si escapa de todas sus primeras
influencias, habrá matado su impulso de escribir. Dejando aparte la
necesidad de ganarse la vida, creo que hay cuatro grandes motivos para
escribir, por lo menos para escribir prosa. Existen en diverso grado en
cada escritor, y concretamente en cada uno de ellos varían las
proporciones de vez en cuando, según el ambiente en que vive. Son estos
motivos:
1. El egoísmo agudo. Deseo de parecer listo, de que hablen de uno, de ser
recordado después de la muerte, resarcirse de los mayores que le
despreciaron a uno en la infancia, etc., etc. Es una falsedad pretender
que no es éste un motivo de gran importancia. Los escritores comparten
esta característica con los científicos, artistas, políticos, abogados,
militares, negociantes de gran éxito, o sea con la capa superior de la
humanidad. La gran masa de los seres humanos no es intensamente egoísta.
Después de los treinta años de edad abandonan la ambición individual
-muchos casi pierden incluso la impresión de ser individuos y viven
principalmente para otros, o sencillamente los ahoga el trabajo. Pero
también está la minoría de los bien dotados, los voluntariosos decididos a
vivir su propia vida hasta el final, y los escritores pertenecen a esta
clase. Habría que decir los escritores serios, que suelen ser más vanos y
egoístas que los periodistas, aunque menos interesados por el dinero.
2. Entusiasmo estético. Percepción de la belleza en el mundo externo o,
por otra parte. en las palabras y su acertada combinación. Placer en el
impacto de un sonido sobre otro, en la firmeza de la buena prosa o el
ritmo de un buen relato. Deseo de compartir una experiencia que uno cree
valiosa y que no debería perderse. El motivo estético es muy débil en
muchísimos escritores, pero incluso un panfletario o el autor de libros de
texto tendrá palabras y frases mimadas que le atraerán por razones no
utilitarias; o puede darle especial importancia a la tipografía, la
anchura de los márgenes, etc. Ningún libro que esté por encima del nivel
de una guía de ferrocarriles estará completamente libre de consideraciones
estéticas.
3. Impulso histórico. Deseo de ver las cosas como son para hallar los
hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad.
4. Propósito político, y empleo la palabra "político" en el sentido más
amplio posible. Deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar
la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían
esforzarse en conseguir. Insisto en que ningún libro está libre de matiz
político. La opinión de que el arte no debe tener nada que ver con la
política ya es en sí misma una actitud política.
Puede verse ahora cómo estos varios impulsos luchan unos contra otros y
cómo fluctúan de una persona a otra y de una a otra época. Por naturaleza
-tomando "naturaleza" como el estado al que se llega cuando se empieza a
ser adulto- soy una persona en la que los tres primeros motivos pesan más
que el cuarto. En una época pacífica podría haber escrito libros
ornamentales o simplemente descriptivos v casi no habría tenido en cuenta
mis lealtades políticas. Pero me he visto obligado a convertirme en una
especie de panfletista. Primero estuve cinco años en una profesión que no
me sentaba bien (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego pasé
pobreza y tuve la impresión de haber fracasado. Esto aumentó mi aversión
natural contra la autoridad y me hizo darme cuenta por primera vez de la
existencia de las clases trabajadoras, así como mi tarea en Birmania me
había hecho entender algo de la naturaleza del imperialismo: pero estas
experiencias no fueron suficientes para proporcionarme una orientación
política exacta. Luego llegaron Hitler, la guerra civil española, etc.
Éstos y otros acontecimientos de 1936-1937 habían de hacerme ver
claramente dónde estaba. Cada línea seria que he escrito desde 1936 lo ha
sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del
socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece una tontería,
en un periodo como el nuestro, creer que puede uno evitar escribir sobre
esos temas. Todos escriben sobre ellos de un modo u otro. Es sencillamente
cuestión del bando que uno toma y de cómo se entra en él. Y cuanto más
consciente es uno de su propia tendencia política, más probabilidades
tiene de actuar políticamente sin sacrificar la propia integridad estética
e intelectual.
Lo que más he querido hacer durante los diez años pasados es convertir los
escritos políticos en un arte. Mi punto de partida siempre es de
partidismo contra la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro no
me digo: 'Voy a hacer un libro de arte." Escribo porque hay alguna mentira
que quiero dejar al descubierto, algún hecho sobre el que deseo llamar la
atención. Y mi preocupación inicial es lograr que me oigan. Pero no podría
realizar la tarea de escribir un libro, ni siquiera un largo artículo de
revista, si no fuera también una experiencia estética. El que repase mi
obra verá que aunque es propaganda directa contiene mucho de lo que un
político profesional consideraría irrelevante. No soy capaz, ni me
apetece, de abandonar por completo la visión del mundo que adquirí en mi
infancia. Mientras siga vivo y con buena salud seguiré concediéndole mucha
importancia al estilo en prosa, amando la superficie de la Tierra. Y
complaciéndome en objetos sólidos y trozos de información inútil. De nada
me serviría intentar suprimir ese aspecto mío. Mi tarea consiste en
reconciliar mis arraigados gustos y aversiones con las actividades
públicas, no individuales, que esta época nos obliga a todos a realizar.
No es fácil. Suscita problemas de construcción y de lenguaje e implica de
un modo nuevo el problema de la veracidad. He aquí un ejemplo de la clase
de dificultad que surge. Mi libro sobre la guerra civil española, Homenaje
a Cataluña, es, desde luego, un libro decididamente político, pero está
escrito en su mayor parte con cierta atención a la forma y bastante
objetividad. Procuré decir en él toda la verdad sin violentar mi instinto
literario. Pero entre otras cosas contiene un largo capítulo lleno de
citas de periódicos y cosas así, defendiendo a los trotskistas acusados de
conspirar con Franco. Indudablemente, ese capítulo, que después de un año
o dos perdería su interés para cualquier lector corriente, tenía que
estropear el libro. Un crítico al que respeto me reprendió por esas
páginas: "¿Por qué ha metido usted todo eso?", me dijo. "Ha convertido lo
que podía haber sido un buen libro en periodismo." Lo que decía era
verdad, pero tuve que hacerlo. Yo sabía que muy poca gente en Inglaterra
había podido enterarse de que hombres inocentes estaban siendo falsamente
acusados. Y si esto no me hubiera irritado, nunca habría escrito el libro.
De una u otra forma este problema vuelve a presentarse. El problema del
lenguaje es más sutil y llevaría más tiempo discutirlo. Sólo diré que en
los últimos años he tratado de escribir menos pintorescamente v con más
exactitud. En todo caso, descubro que cuando ha perfeccionado uno su
estilo, ya ha entrado en otra fase estilística. Rebelión en la granja fue
el primer libro en el que traté, con plena conciencia de lo que estaba
haciendo, de fundir el propósito político y el artístico. No he escrito
una novela desde hace siete años, aunque espero escribir otra enseguida.
Seguramente será un fracaso -todo libro lo es-, pero sé con cierta
claridad qué clase de libro quiero escribir.
Mirando la última página, o las dos últimas, veo que he hecho parecer que
mis motivos al escribir han estado inspirados sólo por el espíritu
público. No quiero dejar que esa impresión sea la última. Todos los
escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en el mismo fondo de sus
motivos hay un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible y
agotadora, como una larga y penosa enfermedad. Nunca debería uno emprender
esa tarea si no le impulsara algún demonio al que no se puede resistir y
comprender. Por lo que uno sabe, ese demonio es sencillamente el mismo
instinto que hace a un bebé lloriquear para llamar la atención. Y, sin
embargo, es también cierto que nada legible puede escribir uno si no lucha
constantemente por borrar la propia personalidad. La buena prosa es como
un cristal de ventana. No puedo decir con certeza cuál de mis motivos es
el más fuerte, pero sé cuáles de ellos merecen ser seguidos. Y volviendo
la vista a lo que llevo escrito hasta ahora, veo que cuando me ha faltado
un propósito político es invariablemente cuando he escrito libros sin vida
y me he visto traicionado al escribir trozos llenos de fuegos
artificiales, frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general,
tonterías.
Fuente: NN.
domingo, 17 de marzo de 2013
La metamorfosis del vampiro-asesino en el negrótico costarricense de Jorge Méndez Limbrick
https://kflc.as.uky.edu/node/366
En La novela policial (1968), P. Boileau y T. Narcejac puntualizan la relación entre la novela criminal y de terror, ya que en varias ocasiones ambas utilizan un componente básico —el miedo-delito— como eje de sus sucesos. Para ambos críticos “el miedo provoca la investigación y la investigación hace desaparecer el miedo”. Claro que sus conclusiones son pertinentes a la mitad del siglo XX, en la cual la novela policial clásica predomina en el mercado editorial. En la actualidad, la paulatina transformación de la novela detectivesca clásica en novela negra no siempre incorpora una investigación que valide de manera exclusiva esta aserción. A su vez, si bien en La novela criminal (1991), Valles Calatrava señala que “hay hechos delictivos en Drácula de Bram Stoker o el Frankenstein de Mary Shelley por ejemplo, o elementos terroríficos en Los crímenes de la calle Morgue, pero tales componentes figuran como un elemento temático no excesivamente relevante, como un aditamento”; hoy en día es posible afirmar que existen textos en los que el miedo y el delito operan como cimientos narrativos constantes, productos de la evolución de la novela negra y de la gótica.
Especialmente en tiempos contemporáneos, estos dos géneros se fusionan homogéneamente para dar origen a la “novela negrótica”, la cual se vale de los elementos inherentes a cada uno—detective, criminal, crimen (en la vertiente negra) y castillos, vampiros, fantasmas, laberintos (en la corriente gótica). Al mismo tiempo, estas dos tendencias bien demarcadas comparten recursos comunes—suspenso, nociones del bien y del mal, asesinos, terror, violencia, peligro, víctimas y victimarios, personajes supernaturales, marginalidad, venganzas, espacios en ruinas y decadentes e identidades dobles— y, en un mismo texto, resaltan su convergencia posmoderna para vociferar los terrores de la sociedad contemporánea. En otras palabras, esta disolución genérica entre el gótico y la novela negra vuelve a coagularse en un negrótico posmoderno. Esta mutación (1) resalta las áreas subterráneas que yacen detrás de las experiencias cotidianas y que preocupan al individuo y al seno social en su conjunto, (2) cuestiona los miedos, creencias y prejuicios que repercuten en la sociedad y (3) presenta una estética sombría producto de la intranquila experiencia colectiva. Para escudriñar estas aseveraciones, este ensayo explora la metamorfosis del vampiro-asesino contemporáneo en El laberinto del verdugo (2009) de Jorge Méndez Limbrick y resaltar la problemática actual de la sociedad costarricense.
Track:
Spanish American Studies
Session:
Metamorfosis: bestias, vampiros y posthumanidad
viernes, 15 de marzo de 2013
Gutiérrez Nájera, Manuel (1859-1895)
Gutiérrez Nájera, Manuel (1859-1895)
Fue periodista profesional. En diarios y revistas mexicanos aparecieron sus poesías, sus crónicas y sus cuentos, que cimientan su prestigio literario y lo ubican como uno de los fundadores del modernismo hispanoamericano. En su poesía resuenan, aún tonos y temas románticos unidos a búsquedas sutiles de musicalidad y color, alentadas por ávidas lecturas francesas. El Duque Job -uno de los seudónimos preferidos de Gutiérrez Nájera- puede considerarse figura vertebral del cuento latinoamericano moderno. Cuentos caracterizados por su sencillez argumenta¡, levemente frívola y desenfadada, en los que circula el humor y la travesura. Sólo reunió en libro sus Cuentos frágiles (1883), en 1898 se publican sus obras en dos volúmenes, cuyo primer tomo incluye Cuentos de color de humo`, título que el editor toma del puesto por Gutiérrez Nájera a tres cuentos suyos -entre ellos `Rip Rip`- aparecidos en la Revista Azul (1894), que fundara con Carlos Díaz Dufóo.
jueves, 14 de marzo de 2013
TIRSO DE MOLINA
El nombre verdadero de Tirso de Molina es Gabriel Téllez. Fray Gabriel Téllez nació en Madrid. No se sabe exactamente cuándo pero probablemente fue en 1580. Poco se sabe sobre sus padres pero es posible que fuera el hijo ilegítimo del duque de Osuna. Si es verdad, Tirso de Molina fue el hijo de una de las más famosas figuras públicas y hombres nobles del Siglo de Oro.
Tirso de Molina introdujo sus obras dramáticas al público en 1604 o 1605. Unos de sus trabajos más conocidos incluyen El burlador de Sevilla, La venganza de Tamar y El condenado por desconfiado. Tirso de Molina continuó a producir trabajos aun cuando unos de sus compañeros clérigos se opusieron a la supuesta inmoralidad contenida en muchos de sus trabajos literarios. Los padres de la iglesia no le permitieron escribir más obras después de su apariencia en el Consejo de Castilla. Oficialmente Tirso de Molina no escribió más trabajos dramáticos pero algunos dicen que él continuó a escribir por un período de diez años. Se piensa que Tirso de Molina produjo más de cuatrocientas obras en su vida pero hoy se conocen solamente 68. Unas de sus obras son directamente relacionadas con la religión pero otras tratan temas históricos. Es también obvio que Tirso de Molina tuvo un lado cómico.
Lope de Vega fue el genio de la comedia, y Tirso de Molina lo llamó su maestro. También consideró la comedia como un arte nuevo porque la forma y el contenido dramático eran diferentes de los preceptos antiguos. Estas obras fueron influenciadas por las ideas del renacimiento y de las culturas clásicas. Muchos escritores admiraron las comedias de Tirso de Molina.
En este caso, el don Juan Tenorio de Tirso de Molina va a presentarse como un caballero mas cruel tanto en sus desafíos con sus enemigos como en el trato con las mujeres ya que, al contrario del de Zorrilla, en el que existirá un amor incluso más allá de la muerte, aquí aparece un personaje más cruel e inhumano, en el que no se atisba ninguna clase de sentimiento positivo hacia las mujeres sino que se va a aprovechar de ellas sin piedad y tratándolas de manera despectiva.
La acción comienza con un intento para seducir a la duquesa Isabela, prometida del duque Octavio, creyendo la incauta de que se trata de éste. Sin embargo, descubierto el engaño, el rey ordena a don Diego Tenorio, embajador de España y padre de don Juan, que descubra al farsante y que acabe con él. Pero don Diego, enterado de que se trata de su hijo, va en su busca y le recomienda marcharse a Nápoles para salvar su vida.
Al mismo tiempo el embajador va en busca del duque Octavio advirtiéndole que es sospechoso por el rey de este episodio por lo que recomienda también marchar.
Don Juan pues, en su periplo hacia el destierro seduce a varias mujeres, entre ellas a una pescadora, a una mujer casadera y a la prometida del marqués de la Mota, doña Ana de Ulloa, resultando muerto en un duelo con don Juan su padre el comendador don Gonzalo.
Mientras, en Castilla, el rey Alfonso XI promete la mano de doña Ana a don Juan Tenorio, desconociendo las andanzas de éste. Recibe también al duque Octavio y , demostrada la inocencia de éste y reconocida la culpa de don Juan, le promete pues promete la mano de doña Ana de Ulloa.
Como resultado del episodio de la seducción a doña Ana y posterior muerte de su padre, el duque de la Mota queda sospechoso.
Don Juan, por otro lado, descubre el sepulcro de don Gonzalo y reta a su espíritu a cenar en su casa, cita a la que el espectro se presenta, desatándose un feroz duelo del que don Juan resultará muerto.
Así, con don Juan muerto, el rey Alfonso XI permite que la duquesa Isabela se case con el duque Octavio y doña Ana de Ulloa con el duque de la Mota.
Es pues, una obra mucho más cruenta y apasionada que la de José Zorrilla, en la que aparecerán casi los mismos personajes y en la que quizás deje en el lector cierto sentimiento de cierto rechazo hacia la figura de don Juan Tenorio.
La acción comienza con un intento para seducir a la duquesa Isabela, prometida del duque Octavio, creyendo la incauta de que se trata de éste. Sin embargo, descubierto el engaño, el rey ordena a don Diego Tenorio, embajador de España y padre de don Juan, que descubra al farsante y que acabe con él. Pero don Diego, enterado de que se trata de su hijo, va en su busca y le recomienda marcharse a Nápoles para salvar su vida.
Al mismo tiempo el embajador va en busca del duque Octavio advirtiéndole que es sospechoso por el rey de este episodio por lo que recomienda también marchar.
Don Juan pues, en su periplo hacia el destierro seduce a varias mujeres, entre ellas a una pescadora, a una mujer casadera y a la prometida del marqués de la Mota, doña Ana de Ulloa, resultando muerto en un duelo con don Juan su padre el comendador don Gonzalo.
Mientras, en Castilla, el rey Alfonso XI promete la mano de doña Ana a don Juan Tenorio, desconociendo las andanzas de éste. Recibe también al duque Octavio y , demostrada la inocencia de éste y reconocida la culpa de don Juan, le promete pues promete la mano de doña Ana de Ulloa.
Como resultado del episodio de la seducción a doña Ana y posterior muerte de su padre, el duque de la Mota queda sospechoso.
Don Juan, por otro lado, descubre el sepulcro de don Gonzalo y reta a su espíritu a cenar en su casa, cita a la que el espectro se presenta, desatándose un feroz duelo del que don Juan resultará muerto.
Así, con don Juan muerto, el rey Alfonso XI permite que la duquesa Isabela se case con el duque Octavio y doña Ana de Ulloa con el duque de la Mota.
Es pues, una obra mucho más cruenta y apasionada que la de José Zorrilla, en la que aparecerán casi los mismos personajes y en la que quizás deje en el lector cierto sentimiento de cierto rechazo hacia la figura de don Juan Tenorio.
Fuente: N.N.
FRAGMENTO.
El burlador de Sevilla
1
El burlador
de Sevilla
Tirso de Molina
El burlador de Sevilla
1
Personas que hablan en ella:
Don DIEGO Tenorio, viejo
Don JUAN Tenorio, su hijo
CATALINÓN, lacayo
El REY de Nápoles
El Duque OCTAVIO
Don PEDRO Tenorio, tío
El Marqués de la MOTA
Don GONZALO de Ulloa
El REY de Castilla, ALFONSO XI
FABIO, criado
ISABELA, Duquesa
TISBEA, pescadora
BELISA, villana
ANFRISO, pescador
CORIDÓN, pescador
GASENO, labrador
BATRICIO, labrador
RIPIO, criado
Doña ANA de Ulloa
AMINTA, labradora
ACOMPAÑAMIENTO
CANTORES
GUARDAS
CRIADOS
ENLUTADOS
MÚSICOS
El burlador de Sevilla
2
PASTORES
PESCADORES
Acto primero
Salen don JUAN Tenorio e ISABELA, duquesa
ISABELA:
Duque Octavio, por aquí
podrás salir más seguro.
JUAN:
Duquesa, de nuevo os juro
de cumplir el dulce sí.
ISABELA:
Mi gloria, ¿serán verdades
promesas y ofrecimientos,
regalos y cumplimientos,
voluntades y amistades?
JUAN:
Sí, mi bien.
ISABELA:
Quiero sacar
una luz.
JUAN:
Pues, ¿para qué?
ISABELA:
Para que el alma dé fe
del bien que llego a gozar.
El burlador de Sevilla
3
JUAN:
Mataréte la luz yo.
ISABELA:
¡Ah, cielo! ¿Quién eres, hombre?
JUAN:
¿Quién soy? Un hombre sin nombre.
ISABELA:
¿Que no eres el duque?
JUAN:
No.
ISABELA:
¡Ah de palacio!
JUAN:
Detente.
Dame, duquesa, la mano.
ISABELA:
No me detengas, villano.
¡Ah del rey! ¡Soldados, gente!
Sale el REY de Nápoles, con una vela en un candelero
REY:
¿Qué es esto?
ISABELA:
¡Favor! ¡Ay, triste,
que es el rey!
REY:
¿Qué es?
El burlador de Sevilla
4
JUAN:
¿Qué ha de ser?
Un hombre y una mujer.
REY:
(Esto en prudencia consiste.) Aparte
¡Ah de mi guarda! Prendé
a este hombre.
ISABELA:
¡Ay, perdido honor!
Sale don PEDRO Tenorio, embajador de España, y GUARDA
PEDRO:
¿En tu cuarto, gran señor
voces? ¿Quién la causa fue?
REY:
Don Pedro Tenorio, a vos
esta prisión os encargo.
Si ando corto, andad vos largo.
Mirad quién son estos dos.
Y con secreto ha de ser,
que algún mal suceso creo;
porque si yo aquí los veo,
no me queda más que ver.
Vase el REY
PEDRO:
Prendedle.
JUAN:
¿Quién ha de osar?
Bien puedo perder la vida;
mas ha de ir tan bien vendida
El burlador de Sevilla
5
que a alguno le ha de pesar.
PEDRO:
Matadle.
JUAN:
¿Quién os engaña?
Resuelto en morir estoy,
porque caballero soy.
El embajador de España
llegue solo, que ha de ser
él quien me rinda.
PEDRO:
Apartad;
a ese cuarto os retirad
todos con esa mujer.
Vanse los otros
Ya estamos solos los dos;
muestra aquí tu esfuerzo y brío.
JUAN:
Aunque tengo esfuerzo, tío,
no le tengo para vos.
PEDRO:
Di quién eres.
JUAN:
Ya lo digo.
Tu sobrino.
PEDRO:
¡Ay, corazón,
que temo alguna traición!
¿Qué es lo que has hecho, enemigo?
¿Cómo estás de aquesta suerte?
Dime presto lo que ha sido.
¡Desobediente, atrevido!
El burlador de Sevilla
6
Estoy por darte la muerte.
Acaba.
JUAN:
Tío y señor,
mozo soy y mozo fuiste;
y pues que de amor supiste,
tenga disculpa mi amor.
Y pues a decir me obligas
la verdad, oye y diréla.
Yo engañé y gocé a Isabela
la duquesa.
PEDRO:
No prosigas,
tente. ¿Cómo la engañaste?
Habla quedo, y cierra el labio.
JUAN:
Fingí ser el duque Octavio.
PEDRO:
No digas más. ¡Calla! ¡Baste!
Perdido soy si el rey sabe
este caso. ¿Qué he de hacer?
Industria me ha de valer
en un negocio tan grave.
Di, vil, ¿no bastó emprender
con ira y fiereza extraña
tan gran traición en España
con otra noble mujer,
sino en Nápoles también,
y en el palacio real
con mujer tan principal?
¡Castíguete el cielo, amén!
Tu padre desde Castilla
a Nápoles te envió,
y en sus márgenes te dio
tierra la espumosa orilla
El burlador de Sevilla
7
del mar de Italia, atendiendo
que el haberte recibido
pagaras agradecido,
y estás su honor ofendiendo.
¡Y en tan principal mujer!
Pero en aquesta ocasión
nos daña la dilación.
Mira qué quieres hacer.
JUAN:
No quiero daros disculpa,
que la habré de dar siniestra,
mi sangre es, señor, la vuestra;
sacadla, y pague la culpa.
A esos pies estoy rendido,
y ésta es mi espada, señor.
PEDRO:
Álzate, y muestra valor,
que esa humildad me ha vencido.
¿Atreveráste a bajar
por ese balcón?
JUAN:
Sí atrevo,
que alas en tu favor llevo.
PEDRO:
Pues yo te quiero ayudar.
Vete a Sicilia o Milán,
donde vivas encubierto.
JUAN:
Luego me iré.
PEDRO:
¿Cierto?
El burlador de Sevilla
8
JUAN:
Cierto.
PEDRO:
Mis cartas te avisarán
en qué para este suceso
triste, que causado has.
JUAN:
Para mí alegre dirás.
Que tuve culpa confieso.
PEDRO:
Esa mocedad te engaña.
Baja por ese balcón.
JUAN:
(Con tan justa pretensión, Aparte
gozoso me parto a España).
Vase don JUAN y entra el REY
PEDRO:
Ejecutando, señor,
lo que mandó vuestra alteza,
el hombre...
REY:
¿Murió?
PEDRO:
Escapóse
de las cuchillas soberbias.
REY:
¿De qué forma?
El burlador de Sevilla
9
PEDRO:
De esta forma:
aun no lo mandaste apenas,
cuando sin dar más disculpa,
la espada en la mano aprieta,
revuelve la capa al brazo,
y con gallarda presteza,
ofendiendo a los soldados
y buscando su defensa,
viendo vecina la muerte,
por el balcón de la huerta
se arroja desesperado.
Siguióle con diligencia
tu gente. Cuando salieron
por esa vecina puerta,
le hallaron agonizando
como enroscada culebra.
Levantóse, y al decir
los soldados, “¡Muera, muera!”,
bañado con sangre el rostro,
con tan heroica presteza
se fue, que quedé confuso.
La mujer, que es Isabela,
—que para admirarte nombro—
retirada en esa pieza,
dice que fue el duque Octavio
quien, con engaño y cautela,
la gozó.
REY:
¿Qué dices?
PEDRO:
Digo
lo que ella propia confiesa.
REY:
¡Ah, pobre honor! Si eres alma
del hombre, ¿por qué te dejan
El burlador de Sevilla
10
en la mujer inconstante,
si es la misma ligereza?
¡Hola!
Sale un CRIADO
CRIADO:
¿Gran señor?
REY:
Traed
delante de mi presencia
esa mujer.
PEDRO:
Ya la guardia
viene, gran señor, con ella.
Trae la GUARDA a ISABELA
ISABELA:
¿Con qué ojos veré al rey?
REY:
Idos, y guardad la puerta
de esa cuadra. Di, mujer,
¿qué rigor, qué airada estrella
te incitó, que en mi palacio,
con hermosura y soberbia,
profanases sus umbrales?
ISABELA:
Señor...
REY:
Calla, que la lengua
El burlador de Sevilla
11
no podrá dorar el yerro
que has cometido en mi ofensa.
¿Aquél era del duque Octavio?
ISABELA:
Sí, señor.
REY:
No importan fuerzas,
guardas, crïados, murallas,
fortalecidas almenas,
para amor, que la de un niño
hasta los muros penetra.
Don Pedro Tenorio, al punto
a esa mujer llevad presa
a una torre, y con secreto
haced que al duque le prendan;
que quiero hacer que le cumpla
la palabra, o la promesa.
ISABELA:
Gran señor, volvedme el rostro.
REY:
Ofensa a mi espalda hecha,
es justicia y es razón
castigalla a espaldas vueltas.
Vase el REY
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Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS
Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...