domingo, 4 de noviembre de 2012

Manuel Puig: de lo erótico-oculto.





Manuel Puig nació en General Villegas, Provincia de Buenos Aires el 28 de diciembre de 1932. En 1946 se trasladó a Buenos Aires para empezar como pupilo en la escuela secundaria.
En 1950 se inscribió en la Facultad de Arquitectura y en 1951 se pasó a Filosofía y Letras, pero lo que realmente le interesaba era ser cineasta. A los 20 años cumplió con el servicio militar obligatorio y en 1956, se marchó a Roma con una beca para estudiar en el Centro Sperimentale di Cinematografía.
Como no consiguió trabajo se fue a París, pero allí no le fue mejor.
En 1958 llegó a Londres, donde escribió su primer guión. Pasó luego por Estocolmo, donde enseñó español e italiano, trabajó como lavavasos, y escribió sus primeros guiones para películas.
Entre 1961-1962 trabajó como asistente de dirección en diversos filmes en Buenos Aires y Roma. En 1963 se mudó a Nueva York, donde comenzó a escribir su primera novela La traición de Rita Hayworth, terminada en 1965, pero llegó al público recién en 1968.
En 1967 regresó una vez más a Buenos Aires para comenzar a enfrentar sus problemas con la censura. En 1969 aparece su segunda novela: Boquitas pintadas, que llevará a su autor a la fama, se convirtió inmediatamente en `best-seller`, apareció su siguiente título The Buenos Aires Affair en 1973., que fue incluido en la lista de libros prohibidos por el gobierno justicialista, apenas Juan Domingo Perón llegó por tercera vez al poder, recibió amenazas telefónicas que le llevaron a abandonar el país por 8 años.
El largo exilio comenzó en México, pero la altura de la ciudad lo tuvo a mal traer y decidió mudarse a Nueva York, donde había vivido un par de años antes de publicar su primer libro.
En 1975, en México, terminó su cuarta novela, la que lo haría famoso en todo el mundo: El beso de la mujer araña, que por su contenido, no podía ser publicado en el país. Por eso mandó el manuscrito
directamente a sus dos editores europeos más importantes: Gallimard, de Francia, y Feltrinelli, de Italia. Ambos rechazaron la novela: le dijeron que la obra estaba tan mal escrita que si la publicaban se iba a desprestigiar. Por suerte, Pere Gimferrer recomendó el libro a Seix Barral y esta vez la casa española aceptó editarlo. Apareció en 1976 y casi inmediatamente se transformó en un best-seller internacional.
Llegó al cine dirigida por Héctor Babenco y protagonizada por William Hurt (quien ganó el Oscar al mejor actor). Se convirtió en una de las comedias musicales más exitosas y premiadas de Broadway. Además, con música del alemán Hans Werner Henze, se transformó en ópera. Y Puig escribió una versión teatral que ha sido representada en todas partes. 
En 1979 publicó Pubis angelical, que luego fue llevada al cine. En 1981 apareció su novela más extraña, la que a Puig menos le gustaba, Maldición eterna a quien lea estas páginas. En 1982 dio a la imprenta uno de sus libros más complejos y sutiles, Sangre de amor correspondido, y la crítica argentina de entonces volvió a manifestar su rechazo. Como el original estaba en portugués -Puig se había mudado a Río de Janeiro a comienzos de los 80 y había entrevistado a un albañil carioca para recopilar sus historias-, algunos críticos llegaron a expulsarlo de la literatura nacional.
También allí escribió Cae la noche tropical, su última novela, aparecida en 1988.
Un año después abandonó Brasil para volver a México, estableciéndose en Cuernavaca, México.Comenzó una novela, que se supone inconclusa. A diferencia de sus libros publicados, a los que Puig le ponía título definitivo recién al terminarlos, esta novela contó con título desde que escribió la primera página: Humedad relativa 95 por ciento. 
Se operó por problemas de vesícula, de la operación ya salió mal y murió a los pocos días, casi sin haber recuperado la conciencia.
Sus cenizas fueron traídas a Buenos Aires y descansaron en la casa de Palermo que fue habitada en su regreso por su madre.

***

El esquema de esta novela es de genial simplicidad. Se configura como una sucesión de escenas dialogadas entre dos presos recluidos en una misma celda de una prisión bonaerense. Así, Martín, un homosexual de gran imaginación, irá relatando viejos melodramas cinematográficos a Valentín, activista político e idealista, para aliviarle de los efectos de las sesiones de tortura a que lo somete la policía política de la dictadura. 

En la conversación de los presos, Puig lleva a sus últimas consecuencias uno de sus más originales procedimientos narrativos: el empleo de elementos de la cultura pop como correlato objetivo de las vivencias de los protagonistas. La confrontación entre los dos hombres se resolverá en una profunda transformación interior, para cerrarse en un sacrificio estéril sólo en apariencia: inmolándose verán al fin su verdadero rostro, llegarán a ser ellos mismos. 

El beso de la mujer araña consolidó la fama de Manuel Puig en el ámbito internacional gracias al extraordinario éxito de su versión cinematográfica y teatral, y fue, también, su novela más popular. En palabras de Mario Vargas Llosa: «La obra de Puig es una de las más originales de los últimos años del siglo XX». 

En la conversación de los dos presos, Puig lleva a sus últimas consecuencias uno de sus más originales procedimientos narrativos: el empleo de elementos de la cultura pop como correlato objetivo de las vivencias de los protagonistas y como metáfora susceptible de hacer progresar la acción, supliendo, por elipsis, lo no dicho directamente. 
Pese a la cursilería e inverosimilitud de las cintas cuyo argumento narra el homosexual al preso político, la confrontación entre los dos hombres, el desvelamiento de regiones latentes de la personalidad de cada uno de ellos, se resolverá en una profunda transformación interior, para cerrarse en un sacrificio estéril sólo en apariencia: inmolándose, han visto al fin su verdadero rostro, han llegado a ser ellos mismos. 

Llevada al cine destacadamente en Estados Unidos por Héctor Babenco, El beso de la mujer araña tuvo también notable éxito internacional en su versión teatral, adaptada recientemente al music-hall en Broadway.

Transcribo prólogo y primer capítulo de esta sobresaliente novela:

Manuel Puig
El beso de la mujer araña
Prólogo de Pepe Martín
Prólogo
Pepe Martín
A ella se le nota algo raro, que no es una mujer como todas... La carita
de gata... Los ojos claros, casi seguro que verdes...
Así empezaba el Molinita teatral su fascinante relato, que poco a poco va
engatusando a Valentín. Como cualquier lector de El beso de la mujer
araña, también quedé atrapado. Tanto que, en un viaje a Nueva York,
quise conocer al autor. Le llamé por tele; fono, quedamos citados. Yo tenía
la primera edición de la novela, donde hay una foto en la contraportada de
un hombre atractivo, joven, more no, sonriente, con el mar de fondo.
-¿Sós buen mozo?-me preguntó Manuel para identificarme.
-Bueno... -le contesté. La expresión argentina más que un piropo es una
descripción. Así que le dije que le reconocería por la foto.
-Ya no soy así, era... -me contestó suspirando...
Éstas fueron las pocas palabras que cruzamos antes de encontrarnos en
Roompelmayer, un salón de té exquisito en la Quinta Avenida, que ignoro
si ha resistido el paso de los años y donde seguro que ya no toma el té
Paulette Godard. Me citó ahí con la esperanza de encontrarla. Eso, y el
cine, y la durísima vida en la ciudad, y tantas cosas más, siempre con su
personal sentido del humor, me fue contando en su argentino pasado por
México. Los derechos del relato para el cine los tenía Burt Lancaster, que
nunca llegó a hacer el Molina, como pretendía. Pero le conseguí los de la
representación teatral.
Pero ésta es otra historia. Del largo proceso que significó la versión que
él mismo fue haciendo quedó una entrañable amistad. «Me encanta que me
protejan», le decía a Sylvia, mi mujer. Carta a carta, viaje a viaje, se fueron
estrechando afectos. Manuel era un ser cálido, irónico, ligero y profundo.
El e-mail no existía, el fax quizá tampoco, y esperar las entregas del texto
por correo ordinario fue durante la preparación y adaptación de sus folios
un tiempo intenso y gozoso para mí, y también para Juan Diego y García
Sánchez, con los que compartí la experiencia. Que fue para Puig una revelación.
El «veneno del teatro» le llevó a escribir más obras dramáticas.
Alguna, como El misterio del ramo de rosas, de la que monté una lectura
dramatizada en un ciclo que coordiné para la Casa de América antes de
la última Navidad, sigue sin editarse en España. Cuando recibí el manuscrito
me sugería esa posibilidad de dirección, ya que los personajes son
dos únicas mujeres. Aunque, ante mi duda en interpretar a Molina o a
Valentín en El beso..., «hacé Molina», me decía, «es más lindo», esta vez no
había papel para mí...
«Con mi profundo agradecimiento por esta maravillosa experiencia de
amistad y creación que ha sido la puesta en escena de esta novela»: así
está dedicado el libro que editó Seix Barral por primera vez en 1976. Ahora
tengo ante mí la edición argentina de 1993 (no pudo hacerse antes), con la
foto en la solapa de un Manuel con poco pelo, que esboza una sonrisa a
boca cerrada y ya no desafia al mundo. Nos mira con cierta sorna. La
cubierta no es ya esa chica de melena al viento casi levitando entre nubes
del primer libro. Una mantilla muy poco española nos deja entrever una
mujer bastante fatal», con turbante y ojos superribeteadvs. Es la auténtica
MUJER ARAÑA, una Gloria Swanson de 1928 de la colección Manuel Puig.
Un verdadero acierto. Porque si la chica gata es La mujer pantera, en la
primera peli que en la novela le cuenta Molina a Valentín, la mujer-araña
es el propio Molinita, el homosexual que quiere ser mujer. En sus relatos,
con nocturnidad y algo de alevosía, Molina va sacando al radical y recalcitrante
revolucionario Valentín de su abstracción. Para envolverle en la
fantasía, en la ilusión, en el refugio que para un ser tan basureado como
él es su único escape de la realidad.
Pero si Molina es un marginado, también lo es Valentín. Su utopía de
cambiar el mundo le encierra, le distancia de ese mismo mundo burgués
que pretende romper. Y poco apoco, noche tras noche, película tras película,
va entrando en esa irrealidad del cine, bigger than life (más grande que
la vida, dice el viejo eslogan). Y se va permitiendo más concesiones, pidiendo
extender al día los cuentos de la noche. Hasta dejarse enredar con
toda ingenuidad en los hilos de la red que Molina va tejiendo. Yen los que
también el propio Molina va a caer. Hasta llegar a un acto de amor físico
tan puro como transgresor.. «Me pareció que yo no estaba, que estabas vos
sólo... O que yo no era yo. Que ahora yo... eras vos».
Estas palabras de Molinita marcan el punto de inflexión, la clave de esta
singular historia de amor. Pero si el homosexual se diluye, se encarna en
el otro para ser sólo «uno», también el idealista político queda transformado,
igualmente diluido en «el otro». Dos seres tan diametralmente diversos
de entrada, en un proceso sutil y casi ritual, van evolucionando de tal
modo que cada uno acaba asumiendo la personalidad opuesta. Molina
decidirá inmolarse por una causa que nunca fue la suya. Y Valentín aprenderá
que el sueño, que nunca se permitió, es la única liberación del dolor.
El dolor de vivir y el de morir con dignidad. Así «la mujer araña», madre,
mujer, amante, la que uno quiso ser y el otro quiso tener, acogerá a los dos,
Prólogo
ya fuera de una opresiva y agobiante realidad, en ese «beso» que les une
for ever.
Y así Manuel.Puig culminará un happy end, tan lleno de pathos corno de
esperanza en el ser humano. Para un mitómano del cine tan consecuente
como él no puede haber mejor final a la en definitiva clásica historia de
chico-encuentra-chica. Manuel era tan drástico en sus filias y fobias de
mitómano, que fue capaz de dejar en la calle a Néstor Almendros una
cruda noche de invierno neoyorquino por su desamor a Lana Turner... -«
Una persona que no quiere a la Lana no puede dormir bajo mi mismo
techo», le dijo poniendo sus maletas en la puerta.
Desde su primera novela de juventud La traición de Rita Hayworth, su
voz fue tan personal, tan distinta, que su narrativa no consiguió hasta
muy tarde el aprecio y la consideración crítica. Claro que de ese menosprecio
hay mordaces alusiones de vez en cuando. En El beso... la chica,
Irena, «deja plantados a los críticos y se va con él (el chico)». Tuvo que
pasar el tiempo para que se reconociera el original aporte de boleros, seriales
radiofónicos, novela rosa, lenguaje popular a un estilo de inconfundible,
inimitable voz. Claro que Guillermo Cabrera Infante, buen amigo
y admirador de Manuel, me comentaba en una ocasión que Fresa y chocolate,
de Senel Paz, que tan bien acogida fue, es un levante de El beso... Y
que incluso Mario Vargas Llosa algo le debe en La tía Julia y el escribidor.
Entre nuestros escritores, la que sí reconoce admiración y deuda es Rosa
Montero en Te trataré como una reina. Pero es quizá en su última novela,
Cae la noche tropical (¡qué buenos títulos todos.) donde Manuel Puig es
más él mismo que nunca y más apreciado que en toda su carrera.
Porque, como dice Molina: «es que los boleros dicen montones de verdades.:.
», ahora, para recordarte, para no decirte cuánto te extrañamos,
sólo se me ocurre entonar bajito: «Querido, vuelvo otra vez a conversar contigo...
».1
Prólogo
1 Así empieza el bolero de Mario Clavel Mi carta (que en la voz andrógina de Elvira Ríos me grabó
Manuel para la versión teatral) y éstas son las primeras palabras de Molinita en el capitulo 7 de El
beso de la mujer araña.
Primera parte
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I
-A ella se le ve que algo raro tiene, que no es una mujer como todas.
Parece muy joven, de unos veinticinco años cuanto más, una carita un
poco de gata, la nariz chica, respingada, el corte de cara es... más redondo
que ovalado, la frente ancha, los cachetes también grandes pero que
después se van para abajo en punta, como los gatos.
-¿Y los ojos?
-Claros, casi seguro que verdes, los entrecierra para dibujar mejor.
Mira al modelo, la pantera negra del zoológico, que primero estaba quieta
en la jaula, echada. Pero cuando la chica hizo ruido con el atril y la
silla, la pantera la vio y empezó a pasearse por la jaula y a rugirle a la
chica, que hasta entonces no encontraba bien el sombreado que le iba a
dar al dibujo.
-¿El animal no la puede oler antes?
-No, porque en la jaula tiene un enorme pedazo de carne, es lo único
que puede oler. El guardián le pone la carne cerca de las rejas, y no
puede entrar ningún olor de afuera, a propósito para que la pantera no
se alborote. Y es al notar la rabia de la fiera que la chica empieza a dar
trazos cada vez más rápidos, y dibuja una cara que es de animal y también
de diablo. Y la pantera la mira, es una pantera macho y no se sabe
si es para despedazarla y después comerla, o si la mira llevada por otro
instinto más feo todavía.
-¿No hay gente en el zoológico ese día?
-No, casi nadie. Hace frío, es invierno. Los árboles del parque están
pelados. Corre un aire frío. La chica es casi la única, ahí sentada en el
banquito plegadizo que se trae ella misma, y el atril para apoyar la hoja
del dibujo. Un poco más lejos, cerca de la jaula de las jirafas hay unos
chicos con la maestra, pero se van rápido, no aguantan el frío.
-¿Y ella no tiene frío?
-No, no se acuerda del frío, está como en otro mundo, ensimismada
dibujando a la pantera.
-Si está ensimismada no está en otro mundo. Ésa es una contradicción.
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-Sí, es cierto, ella está ensimismada, metida en el mundo que tiene
adentro de ella misma, y que apenas si lo está empezando a descubrir.
Las piernas las tiene entrelazadas, los zapatos son negros, de taco alto y
grueso, sin puntera, se asoman las uñas pintadas de oscuro. Las medias
son brillosas, ese tipo de malla cristal de seda, no se sabe si es rosada la
carne o la media.
-Perdón pero acordate de lo que te dije, no hagas descripciones eróticas.
Sabés que no conviene.
-Como quieras. Bueno, sigo. Las manos de ella están enguantadas,
pero para llevar adelante el dibujo se saca el guante derecho. Las uñas
son largas, el esmalte casi negro, y los dedos blancos, hasta que el frío
empieza a amoratárselos. Deja un momento el trabajo, mete la mano
debajo del tapado para calentársela. El tapado es grueso, de felpa negra,
las hombreras bien grandes, pero una felpa espesa como la pelambre de
un gato persa, no, mucho más espesa. ¿Y quién está detrás de ella?,
alguien trata de encender un cigarrillo, el viento apaga la llama del fósforo.
-¿Quién es?
-Esperá. Ella oye el chasquido del fósforo y se sobresalta, se da vuelta.
Es un tipo de buena pinta, no un galán lindo, pero de facha simpática,
con sombrero de ala baja y un sobretodo bolsudo, pantalones muy
anchos. Se toca el ala del sombrero como saludo y se disculpa, le dice
que el dibujo es bárbaro. Ella ve que es buen tipo, la cara lo vende, es un
tipo muy comprensivo, tranquilo. Ella se retoca un poco el peinado con
la mano, medio deshecho por el viento. Es un flequillo de rulos, y el pelo
hasta los hombros que es lo que se usaba, también con rulos chicos en
las puntas, como de permanente casi.
-Yo me la imagino morocha, no muy alta, redondita, y que se mueve
como una gata. Lo más rico que hay.
-¿No era que no te querías alborotar?
-Seguí.
-Ella contesta que no se asustó. Pero en eso, al retocarse el pelo suelta
la hoja y el viento se la lleva. El muchacho corre y la alcanza, se la
devuelve a la chica y le pide disculpas. Ella le dice que no es nada y él se
da cuenta que es extranjera por el acento. La chica le cuenta que es una
refugiada, estudió bellas artes en Budapest, al estallar la guerra se
embarcó para Nueva York. Él le pregunta si extraña su ciudad. A ella es
como si le pasara una nube por los ojos, toda la expresión de la cara se
le oscurece, y dice que no es de una ciudad, ella viene de las montañas,
por ahí por Transilvania.
-De donde es Drácula.
-Sí, esas montañas tienen bosques oscuros, donde viven las fieras que
en invierno se enloquecen de hambre y tienen que pajar a las aldeas, a
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matar. Y la gente se muere de miedo, y les pone ovejas y otros animales
muertos en las puertas y hacen promesas, para salvarse. A todo esto el
muchacho quiere volver a verla y ella le dice que a la tarde siguiente va
a estar dibujando ahí otra vez, como toda esa última temporada cuando
ha habido días de sol. Entonces él, que es un arquitecto, está a la tarde
siguiente en su estudio con sus arquitectos compañeros y una chica
colega también, y cuando suenen las tres y ya queda poco tiempo de luz
quiere largar las reglas y compases para cruzarse al zoológico que está
casi enfrente, ahí en el Central Park. La colega le pregunta adónde va, y
por qué está tan contento. Él la trata como amiga pero se nota que en el
fondo ella está enamorada de él, aunque lo disimula.
-¿Es un loro?
-No, de pelo castaño, cara simpática, nada del otro mundo pero agradable.
Él sale sin darle el gusto de decirle adónde va. Ella queda triste pero
no deja que nadie se dé cuenta y se enfrasca en el trabajo para no
deprimirse más. Ya en el zoológico no ha empezado todavía a hacerse de
noche, ha sido mi día con luz de invierno muy rara, todo parece que se
destaca con más nitidez que nunca, las rejas son negras, las paredes de
las jaulas de mosaico blanco, el pedregullo blanco también, y grises los
árboles deshojados. Y los ojos rojo sangre de las fieras. Pero la
muchacha, que se llamaba Irena, no está. Pasan los días y el muchacho
no la puede olvidar, hasta que un día caminando por una avenida lujosa
algo le llama la atención en la vidriera de una galería de arte. Están
expuestas las obras de alguien que dibuja nada más que panteras. El
muchacho entra, allí está Irena, que es felicitada por otros concurrentes.
Y no sé bien cómo sigue.
-Hacé memoria.
-Esperá un poco... No sé si es ahí que la saluda una que la asusta...
Bueno, entonces el muchacho también la felicita y la nota distinta a
Irena, como feliz, no tiene esa sombra en la mirada, como la primera vez.
Y la invita a un restaurant y ella deja a todos los críticos ahí, y se van.
Ella parece que pudiera caminar por la calle por primera vez, como si
hubiese estado presa y ahora libre puede agarrar para cualquier parte.
-Pero él la lleva a un restaurant, dijiste vos, no para cualquier parte.
-Ay, no me exijas tanta precisión. Bueno, cuando él se para frente a un
restaurant húngaro o rumano, algo así, ella se vuelve a sentir rara. Él
creía darle un gusto llevándola ahí a un lugar de compatriotas de ella,
pero le sale el tiro por la culata. Y se da cuenta que a ella algo le pasa, y
se lo pregunta. Ella miente y dice que le trae recuerdos de la guerra, que
todavía está en pleno fragor en esos momentos. Entonces él le dice que
van a otra parte a almorzar. Pero ella se da cuenta que él, pobre, no tiene
mucho tiempo, está en su hora libre de almuerzo y después tiene que
volver al estudio. Entonces ella se sobrepone y entra al restaurant, y todo
Manuel Puig
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perfecto, porque el ambiente es muy tranquilo y comen bien, y ella otra
vez está encantada de la vida.
-¿Y él?
-Él está contento, porque ve que ella se sobrepuso a un’ complejo para
darle el gusto a él, que él justamente al principio lo había planeado, de
ir ahí, para darle un gusto a ella. Esas cosas de cuando dos se conocen
y las cosas empiezan a funcionar bien. Y él está tan embalado que decide
no volver al trabajo esa tarde. Le cuenta que pasó por la galería de casualidad,
lo que él estaba buscando era otro negocio, para comprar un
regalo.
-Para la colega arquitecta.
-¿Cómo sabés?
-Nada, lo acerté no más.
-Vos viste la película.
-No, te lo aseguro. Seguí.
-Y la chica, la Irena, le dice que entonces pueden ir a ese negocio. Él
enseguida lo que piensa es si le alcanzará la plata para comprar dos
regalos iguales, uno para el cumpleaños de la colega y otro para Irena,
así termina de conquistársela. Por la calle Irena le dice que esa tarde,
cosa rara, no le da lástima notar que ya está anocheciendo, apenas a las
tres de la tarde. Él le pregunta por qué le da tristeza que anochezca, si
es porque le tiene miedo a la oscuridad. Ella lo piensa y le contesta que
sí. Y él se para frente al negocio donde van, ella mira la vidriera con
desconfianza, se trata de una pajarería, lindísima, en las jaulas que se
pueden ver desde afuera hay pájaros de todo tipo, volando alegres de un
trapecio a otro, o hamacándose, o picoteando hojitas de lechuga, o
alpiste, o tomando a sorbos el agüita fresca, recién cambiada.
-Perdoná... ¿hay agua en la garrafa?
-Sí, la llené yo cuando me abrieron para ir al baño.
Ah, está bien entonces.
-¿Querés un poco?, está linda, fresquita.
-No, así mañana no hay problema con el mate. Seguí.
-Pero no exageres. Nos alcanza para todo el día.
-Pero vos no me acostumbres mal. Yo me olvidé de traer cuando nos
abrieron la puerta para la ducha, si no era por vos que te acordaste
después estábamos sin agua.
-Hay de sobra, te digo... Pero al entrar los dos a la pajarería es como si
hubiese entrado quién sabe quién, el diablo. Los pájaros se enloquecen
y vuelan ciegos de miedo contra las rejitas de las jaulas, y se machucan
las alas. El dueño no sabe qué hacer. Los pajaritos chillan de terror, son
como chillidos de buitres, no como cantos de pájaros. Ella le agarra la
mano al muchacho y lo saca afuera. Los pájaros enseguida se calman.
Ella le pide que la deje irse. Hacen cita y se separan hasta la noche sigu-
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iente. Él vuelve a entrar a la pajarería, los pájaros siguen cantando tranquilos,
compra un pajarito para la del cumpleaños. Y después... bueno,
no me acuerdo muy bien como sigue, tengo sueño.
-Seguí un poco más.
-Es que con el sueño se me olvida la película, ¿qué te parece si la
seguimos mañana?
-Si no te acordás, mejor la seguimos mañana.
-Con el mate te la sigo.
-No, mejor a la noche, durante el día no quiero pensar en esas
macanas. Hay cosas más importantes en que pensar.
-...
-Si yo no estoy leyendo y me quedo callado es porque estoy pensando.
Pero no me vayas a interpretar mal.
-No, está bien. No te voy a distraer la atención, perdé cuidado.
-Veo que me entendés, te lo agradezco. Hasta mañana.
-Hasta mañana. Que sueñes con Irena.
A mí me gusta más la colega arquitecta.
-Yo ya lo sabía. Chau.
-Hasta mañana.
-Habíamos quedado en. que él. entró a .la pajarería y los pájaros no se
asustaron de él. Que era de ella que tenían miedo.
-Yo no te dije eso, sos vos que lo pensaste.
-¿Qué pasa entonces?
-Bueno, ellos se siguen viendo y se enamoran. A él ella lo atrae bárbaramente,
porque es tan rara, por un lado ella lo mima con muchas
ganas, y lo mira, lo acaricia, se le acurruca en los brazos, pero cuando él
la quiere abrazar fuerte y besarla ella se le escurre y apenas si le deja
rozarle los labios con los labios de él. Le pide que no la bese, que la deje
a ella besarlo a él, besos muy tiernos, pero como de una nena, con los
labios carnosos, suavecitos, pero cerrados.
-Antes en las películas nunca había sexo.
-Esperá, y vas a ver. La cuestión es que una noche él la lleva de nuevo
al restaurant aquel, que es no de lujo pero muy pintoresco, con manteles
a cuadros y todo de madera, o no, de piedra, no, sí, ahora sé, adentro
parece como estar en una cabaña, y con lámparas a gas y en las
mesas simples velas. Y él levanta el vaso de vino, un vaso de estilo rústico,
y brinda porque esa noche un hombre muy enamorado se va a comprometer
en matrimonio, si su elegida lo acepta. A ella se le llenan los
ojos de lágrimas, pero de felicidad. Chocan los vasos y toman sin decir
más nada, se agarran las manos. De golpe ella se le retira: ha visto que
alguien se acerca a la mesa. Es una mujer hermosa, al primer vistazo,
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pero enseguida después se le nota algo rarísimo en la cara, algo que da
miedo y no se sabe qué es. Porque es una cara de mujer pero también
una cara de gato. Los ojos para arriba, y raros, no sé como decirte, el
blanco del ojo no lo tiene, el ojo es todo color verde, con la pupila negra
en el centro y nada más. Y el cutis muy pálido, como con mucho polvo.
-Pero me decías que era linda.
-Sí, es hermosa. Y por la ropa rara se nota que es europea, un peinado
de banana todo alrededor de la cabeza.
-¿Qué es banana?
-Como un..., ¿cómo te puedo explicar?, un rodete así como un tubo
alrededor de la cabeza, que alza la frente y sigue todo para atrás.
-No importa, seguí.
-Pero es que a lo mejor me equivoco, me parece que tiene como una
trenza alrededor de la cabeza, que es más de esa región. Y un traje largo
hasta los pies, una capa corta de zorros sobre los hombros. Y llega a la
mesa y la mira a Irena como con odio, o no, una forma de mirar como de
quien hipnotiza, pero un mirar mal intencionado de todas formas. Y le
habla en un idioma rarísimo, parada al lado de la mesa. Él, como le corresponde
a un caballero, se levanta, al acercarse una dama, pero la felina
ésta ni lo mira y le dice una segunda frase a Irena. Irena le contesta
en el mismo idioma, muy asustada. Él no entiende ni una palabra de lo
que se dicen. La mujer entonces, para que entienda también él, le dice a
Irena: «Te reconocí enseguida, tú sabes por qué. Hasta pronto...» Y se va,
sin haber siquiera mirado al muchacho. Irena está como petrificada, los
ojos los tiene llenos de lágrimas, pero turbios, parecen lágrimas de agua
sucia de un charco. Se levanta sin decir ni una palabra y se envuelve la
cabeza con un velo largo, blanco, él deja un billete en la mesa, y sale con
ella tomándola del brazo. No se dicen nada, él ve que ella mira con miedo
para Central Park, nieva despacito, la nieve amortigua todos los ruidos y
sonidos, los autos pasan por la calle como deslizándose, bien silenciosos,
el farol de la calle ilumina los copos blanquísimos que caen, muy lejos
parece que se oyen rugidos de fieras. Y no sería difícil que fuera cierto,
porque a poca distancia de ahí es donde está el zoológico de la ciudad,
en el mismo parque. Ella no sigue, le pide que la abrace. Él la estrecha
en sus brazos. Ella tiembla, de frío o de miedo, aunque los rugidos parecen
haberse aplacado. Ella dice, apenas en su susurro, que tiene miedo
de ir a su casa y pasar la noche sola. Pasa un taxi, él le hace señas de
parar, suben los dos sin decir una palabra. Van al departamento de él,
en todo el trayecto no hablan. Llegan al edificio, es una de esas casas de
departamentos antiguas muy cuidada, con alfombras, de techo de vigas
muy alto, una escalera de madera oscura toda tallada y ahí a la entrada
al pie de la escalera una planta grande de palmera aclimatada en una
maceta regia. Ponele que con dibujos chinos. La planta que se refleja en
El beso de la mujer araña
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un espejo alto de marco también muy trabajado, como los tallados de la
escalera. Ella se mira al espejo, se estudia la cara, como buscando algo
en sus facciones, no hay ascensor, en el primer piso vive él. Los pasos en
la alfombra no se oyen casi, como en la nieve. Es un departamento
grande, con todas cosas fin de siglo, muy sobrio, era el departamento de
la madre del muchacho.
-¿Él qué hace?
-Nada, sabe que ella tiene algo adentro, que la está atormentando. Le
ofrece bebidas, café, lo que quiera. Ella no toma nada, le pide que se
siente, tiene algo que decirle. Él enciende la pipa y la mira con esa bondad
que se le nota en todo momento. Ella no se anima a mirarlo en los
ojos, coloca la cabeza sobre las rodillas de él. Entonces empieza a contar
que había una leyenda terrible en su aldea de la montaña, que siempre
la ha aterrorizado, desde chica. Y eso yo no me acuerdo bien cómo era,
algo de la Edad Media, que una vez esas aldeas quedaron aisladas por la
nieve meses y meses, y se morían de hambre, y que todos los hombres
se habían ido a la guerra, algo así, y las fieras del bosque llegaban hambrientas
hasta las casas, no me acuerdo bien, y el diablo se apareció y
pidió que saliera una mujer si querían que él les trajese comida, y salió
una mujer, la más valiente, y el diablo tenía al lado una pantera hambrienta
enfurecida, y esa mujer hizo un pacto con el diablo, para no
morir, y no sé qué pasó y la mujer tuvo una hija con cara de gata. Y
cuando volvieron los cruzados de la Guerra Santa, el soldado que estaba
casado con esa mujer entró a la casa y cuando la fue a besar ella lo
despedazó vivo, como una pantera lo hubiese hecho.
-No entiendo bien, es muy confuso como lo contás.
-Es que la memoria me falla. Pero no importa. Lo que cuenta Irena que
sí me acuerdo bien es que siguieron naciendo en la montaña mujeres
pantera. De todos modos ya ese soldado había muerto pero otro cruzado
se dio cuenta que era la mujer la que lo había matado y la empezó a
seguir y por la nieve ella se escapó y primero eran pisadas de mujer las
huellas que quedaban y al acercarse al bosque eran de pantera, y el
cruzado la siguió y se metió al bosque que era de noche, hasta que vio
en la oscuridad los ojos verdes brillantes de alguien que lo esperaba
agazapado, y él hizo con la espada y el puñal una cruz y la pantera se
quedó quieta y se transformó de nuevo en mujer, ahí echada medio
dormida, como hipnotizada, y el cruzado retrocedió porque oyó otros
rugidos que se acercaban y eran las fieras que la olieron a la mujer y se
la comieron. El cruzado llegó casi desfalleciente a la aldea y lo contó. Y
la leyenda es que la raza de las mujeres pantera no se acabó y están
escondidas en algún lugar del mundo, y parecen mujeres normales, pero
si un hombre las besa se pueden transformar en una bestia salvaje.
-¿Y ella es una mujer pantera?
Manuel Puig
12
-Ella lo único que sabe es que esos cuentos la asustaron mucho cuando
era chica, y ha vivido siempre con la pesadilla de ser una descendiente
de aquellas mujeres.
-¿Y la del restaurant qué le había dicho?
-Eso es lo que le pregunta el muchacho. Y entonces Irena se echa en
los brazos de él llorando y le dice que esa mujer la saludó simplemente.
Pero después no, se arma de valor y cuenta que en el dialecto de su aldea
le dijo que recordara quién era, que de sólo verle la cara se había dado
cuenta que eran hermanas. Y que se cuidara de los hombres. Él se echa
a reír. «No te das cuenta», le dice, «ella vio que eras de esa zona, porque
todos los compatriotas se reconocen, si yo veo un norteamericano en la
China también me acerco y lo saludo. Y porque era mujer, y un poco chapada
a la antigua, te dijo que te cuidaras, ¿no te das cuenta?» Eso lo dice
él, y ella se tranquiliza bastante. Y tan tranquila se siente que se empieza
a dormir en los brazos de él, y él la recuesta ahí en el sofá, le coloca un
almohadón debajo de la cabeza, y le trae una frazada de su cama. Ella
se duerme. Entonces él se va a su pieza y la escena termina que él está
en piyama y una robe de chambre buena pero no de lujo, lisa, y, la mira
desde la puerta como duerme y enciende la pipa y se queda pensativo.
La chimenea está encendida, no, no me acuerdo, la luz debe venir del
velador de la mesa de luz de él. Cuando la chimenea ya se está apagando
Irena se despierta, queda apenas una brasa. Está ya aclarando.
-Se despierta de frío, como nosotros.
-No, otra cosa la despierta, sabía que ibas a decir eso. La despierta un
canario que canta en la jaula. Irena primero siente miedo de acercarse,
pero oye que el pajarito está contento y ella se anima a acercársele. Lo
mira, y suspira hondo, aliviada., contenta porque el pajarito no se asusta
de ella. Va a la cocina y prepara tostadas, con mantequilla como dicen
ellos, y cereales y...
-No hables de comidas.
-Y panqueques...
-De veras, te lo pido en serio. Ni de comidas ni de mujeres desnudas.
-Bueno, y lo despierta y él está feliz al ver que ella está tan a gusto en
la casa y le pregunta si se quiere quedar a vivir para siempre ahí.
-¿Él está acostado todavía?
-Sí, ella le llevó el desayuno a la cama.
A mí nunca me gustó desayunarme recién levantado, primero más que
nada me gusta lavarme los dientes. Seguí por favor.
-Bueno, él la quiere besar. Y ella no se le deja acercar.
-Y tendrá mal aliento, que no se lavó los dientes.
-Si te vas a burlar no tiene gracia que te cuente más.
-No, por favor, te escucho.
-Él le repite si se quiere casar. Ella le contesta que lo quiere con toda
El beso de la mujer araña
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el alma, y que no quiere irse más de esa casa, se siente tan bien ahí, y
mira y las cortinas son de terciopelo oscuro para atajar la luz y para
hacer entrar la luz ella va y las corre y detrás hay otro cortinado de encaje.
Se ve entonces toda la decoración de fin de siglo. Ella pregunta quién
eligió esas cosas tan lindas y me parece que él le cuenta que está ahí presente
la madre, en todos esos adornos, que la madre era muy buena y la
hubiese querido a Irena, como a una hija. Irena se le acerca y le da un
beso casi de adoración, como se besa a un santo, ano?, en la frente. Y le
pide que nunca la deje, que ella quiere estar con él para siempre, que lo
único que quiere es poder despertarse cada día para volver a verlo, siempre
al lado de ella..., pero que para ser su esposa de verdad le pide que
le dé un poco de tiempo, hasta que se le pasen todos los miedos...
-Vos te das cuenta de lo que le pasa, ¿no?
-Que tiene miedo de volverse pantera.
-Bueno, yo creo que ella es frígida, .que tiene miedo al hombre, o tiene
una idea del sexo muy violenta, y por eso inventa cosas.
-Esperare. Él acepta, y se casan. Y cuando llega la noche de bodas; ella
duerme en la cama y él en el sofá.
-Mirando los adornos de la madre.
-Si te vas a reír no sigo, yo te la estoy contando en serio, porque a mí
me gusta. Y además hay otra cosa que no te puedo decir, que hace que
esta película me guste realmente mucho.
-Decime lo que sea, ¿qué es?
-No, yo te iba a sacar el tema pero ahora veo que te reís, y a mí me da
rabia, la verdad sea dicha.
-No, me gusta la película, pero es que vos te divertís contándola y por
ahí también yo quiero intervenir un poco, ¿te das cuenta? No soy un tipo
que sepa escuchar demasiado, ¿sabés, no?, y de golpe me tengo que
estarte escuchando callado horas.
Yo creí que te servía para entretenerte, y agarrar el sueño.
-Sí, perfecto, es la verdad, las dos cosas, me entretengo y agarro el
sueño.
-¿Entonces?
-Pero, si no te parece mal, me gustaría que fuéramos comentando un
poco la cosa, a medida que vos avanzás, así yo puedo descargarme un
poco con algo. Es justo, ¿no te parece?
-Si es para burlarte de una película que a mí me gustó, entonces no.
-No, mirá, podría ser que comentemos simplemente. Por ejemplo: a mí
me gustaría preguntarte cómo te la imaginás a la madre del tipo.
-Si es que no te vas a reír más.
-Te lo prometo.
-A ver... no sé, una mujer muy buena. Un encanto de persona, que ha
hecho muy feliz a su marido y a sus hijos, muy bien arreglada siempre.
Manuel Puig
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-¿Te la imaginás fregando la casa?
-No, la veo impecable, con un vestido de cuello alto, la puntilla le disimula
las arrugas del cuello. Tiene esa cosa tan linda de algunas mujeres
grandes, que es ese poquito de coquetería, dentro de la seriedad, por la
edad, pero que se les nota que siguen siendo mujeres y quieren gustar.
-Sí, está siempre impecable. Perfecto. Tiene sirvientes, explota a gente
que no tiene más remedio que servirla, por unas monedas. Y claro, fue
muy feliz con su marido, que la explotó a su vez a ella, le hizo hacer todo
lo que él quiso, que estuviera encerrada en su casa como una esclava,
para esperarlo...
-Oíme...
-... para esperarlo todas las noches a él, de vuelta de su estudio de abogado,
o de su consultorio de médico. Y ella estuvo perfectamente de
acuerdo con ese sistema, y no se rebeló, y le inculcó al hijo toda esa
basura y el hijo ahora se topa con la mujer pantera. Que se la aguante.
-Pero ¿no te gustaría, la verdad, tener una madre así?, cariñosa, cuidada
siempre en su persona... Vamos, no macanees...
-No, y te voy a explicar por qué, si no entendiste.
-Mirá, tengo sueño, y me da rabia que te salgas con eso porque hasta
que saliste con eso yo me sentía fenómeno, me había olvidado de esta
mugre de celda, de todo, contándote la película.
-Yo también me había olvidado de todo.
-¿Y entonces?, ¿por qué cortarme la ilusión, a mí, y a vos también?,
¿qué hazaña es ésa?
-Veo que tengo que hacerte un planteo más claro, porque por señas no
entendés.
Aquí en la oscuridad me hacés señas, me parece perfecto.
-Te voy a explicar.
-Sí, pero mañana, porque ahora me vino toda la mufa encima, mañana
la seguís... Por qué no me habrá tocado de compañero el novio de la
mujer pantera, en vez de vos.
-Ah, ésa es otra historia, y no me interesa.
-¿Tenés miedo de hablar de esas cosas?
-No, miedo no. Es que no me interesa. Yo ya sé todo de vos, aunque no
me hayas contado nada.
-Bueno, te conté que estoy acá por corrupción de menores, con eso te
dije todo, no la vayas de psicólogo ahora.
-Vamos, confesá que te gusta porque fuma en pipa.
-No, porque es un tipo pacífico, y comprensivo.
-La madre lo castró, eso es todo.
-Me gusta y basta. Y a vos te gusta la colega arquitecta, ¿qué tiene de
guerrillera ésa?
-Me gusta, bueno, más que la pantera.
El beso de la mujer araña
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-Chau, mañana me explicás por qué. Dejame dormir.
-Chau.
-Estábamos en que se va a casar con el de. la pipa. Te. escucho.
-¿Por qué ese tonito burlón?
-Nada, contame, dale Molina.
-No, hablame del de la pipa vos, ya que lo conocés mejor que yo, que
vi la película.
-No te conviene el de la pipa.
-¿Por qué?
-Porque vos lo querés con fines no del todo castos, ¿eh?, confesá.
-Claro.
-Bueno, a él le gusta Irena porque ella es frígida y no la tiene que
atacar, por eso la protege y la lleva a la casa donde está la madre presente;
aunque esté muerta está presente, en todos los muebles, y cortinas
y porquerías, ¿no lo dijiste vos mismo?
-Seguí.
-Él si ha dejado todo lo de la madre en la casa intacto es porque quiere
ser siempre un chico, en la casa de la madre, y lo que trae a la casa no
es una mujer, sino una nena para jugara
-Pero eso es todo de tu cosecha. Yo qué sé si la casa era de la madre,
yo te dije eso porque me gustó mucho ese departamento y como era de
decoración antigua dije que podía ser de la madre, pero nada más. A lo
mejor él lo alquila amueblado.
-Entonces me estás inventando la mitad de la película.
-No, yo no invento, te lo juro, pero hay cosas que para redondeártelas,
que las veas como las estoy viendo yo, bueno, de algún modo te las tengo
que explicar: La casa, por ejemplo.
-Confesá que es la casa en que te gustaría vivir a vos.
-Sí, claro. Y ahora te tengo que aguantar que me digas lo que dicen
todos.
-A ver... ¿qué te voy a decir?
-Todos igual, me viene con lo mismo, ¡siempre!
-¿Qué?
-Que de chico me mimaron demasiado, y por eso soy así, que me quedé
pegado a las polleras de mi mamá y soy así, pero que siempre se puede
uno enderezar, y que lo que me conviene es una mujer, porque. la mujer
es lo mejor que hay.
-¿Te dicen eso?
-Sí, y eso les contesto... ¡regio!, ¡de acuerdo!, ya que las mujeres son lo
mejor que hay... yo quiero ser mujer. Así que ahorrame de escuchar consejos,
porque yo sé lo que me pasa y lo tengo todo clarísimo en la cabeza.
Manuel Puig
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-Yo no lo veo tan claro, por lo menos como lo acabás de definir vos.
-Bueno, no necesito que vengas a aclararme nada, y si querés te sigo
la película, y si no querés, paciencia, me la cuento yo a mí mismo en voz
baja, y saluti tanti, arrivederci, Sparafucile.
-¿Quién es Sparafucile?
-No sabés nada de ópera, es el traidor de Rigoletto.
-Contame la película y chau, que ahora quiero saber cómo sigue.
-¿En qué estábamos?
-En la noche de bodas. Que él no la toca.
-Así es, él duerme en el sofá de la sala, ah, y lo que no te dije es que
han arreglado, se han puesto de acuerdo, en que ella vaya a un psicoanalista.
Y ella empieza a ir, y va la primera vez y se encuentra con que
el tipo es un tipo buen mocísimo, un churro bárbaro.
-¿Qué es para vos un tipo buen mocísimo?, me gustaría saber.
-Bueno, es un morocho alto, de bigotes, muy distinguido, frente
amplia, pero con un bigotito medio de hijo de puta, no sé si me explico,
un bigote de cancherito, que lo vende. Bueno, ya que estamos, no es mi
tipo el que hace de psicoanalista.
-¿Qué actor es?
-No me acuerdo, es un papel de reparto. Es buen mozo pero muy flaco
para mi gusto, si te interesa saber, esos tipos que quedan bien con un
traje cruzado, o si es traje derecho tienen que llevar chaleco. Es un tipo
que gusta a las mujeres. Pero a este tal por cual algo se le nota, no sé,
de que está muy seguro de gustar a las mujeres, que ni bien aparece...
choca, y también le choca a Irena, ella ahí en el diván empieza a hablar
de sus problemas pero no se siente cómoda, no se siente al lado de un
médico, sino al lado de un tipo, y se asusta.
-Es notable la película.
-¿Notable de qué?, ¿de ridícula?
-No, de coherente, está bárbara, seguí. No seas tan desconfiado.
-Ella le empieza a hablar de su miedo de no ser una buena esposa y
quedan en que la vez siguiente le va a contar de sus sueños, o pesadillas,
y de que en un sueño se convirtió en pantera. Y todo tranquilo, se
despiden, pero la vez siguiente que le toca sesión ella no va, le miente al
marido, y en vez de ir al médico se va al zoológico, a mirar a la pantera.
Y ahí se queda como fascinada, ella está con ese tapado de felpa negra
pero con reflejos como tornasolados, y la piel de la pantera también es
negra tornasolada. La pantera se pasea en la jaula enorme, sin sacarle
la vista de encima a la chica. Y en eso aparece el cuidador, y abre la puerta
de la jaula que está a un costado. Pero la abre apenas un segundo, le
echa la carne y vuelve a cerrar, pero distraído con el gancho de que traía
colgada la carne, se deja olvidada la llave en la cerradura de la jaula.
Irena ve todo, se queda callada, el cuidador agarra una escoba y se pone
El beso de la mujer araña
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a barrer los papeles y puchos de cigarrillos que hay desparramados por
ahí cerca de las jaulas. Irena se acerca un poco, disimuladamente, a la
cerradura. Saca la llave y la mira, una llave grande, oxidada, se queda
pensando, pasan unos segundos.
-¿Qué va a hacer?
-Pero va adonde está el cuidador y se la entrega. El viejo, un tipo tranquilo
de buen humor, se lo agradece. Irena vuelve a la casa, espera que
llegue el marido, es ya la hora en que tiene que volver de la oficina. Y a
todo esto se me olvidó decirte que a la mañana ella con todo cariño siempre
le pone alpiste al canario, y le cambia el agua, y el canario canta. Y
llega por fin el marido y ella lo abraza y casi lo besa, tiene un gran deseo
de besarlo, en la boca, y él se alborota, y piensa que tal vez el tratamiento
psicoanalítico le está haciendo bien a ella, y se acerca el momento de
ser realmente marido y mujer. Pero comete el error de preguntarle cómo
le fue esa tarde en la sesión. Ella, que no fue, se siente pésima, culpable,
y ya se le escurre de los brazos y le miente, que sí fue y todo anduvo bien.
Pero se le escurre y ya no hay nada que hacer. Él se tiene que aguantar
las ganas. Y al otro día está en el trabajo con los otros arquitectos, y la
colega que siempre lo está estudiando, porque lo sigue queriendo, lo nota
preocupado y le dice de ir a tomar una copa a la salida, para levantar el
espíritu, y él no, dice que tiene mucho que hacer, que se va a quedar
después de hora y entonces ella que siempre lo ha querido le dice que se
puede quedar también ella a ayudarlo.
-Le tengo simpatía a la mina ésa. Qué cosas raras hay, vos no me has
dicho nada de ella pero me cayó simpática. Cosas raras de la imaginación.
-Ella se queda ahí con él, pero no es que sea una cualquiera, ella
después que él se casó ya se resignó, pero ahora lo quiere ayudar como
amiga. Y ahí están trabajando después de la hora. El salón es grande,
hay varias mesas de trabajo, de diseño, cada arquitecto tiene una, pero
ahora ya se han ido y está todo sumido en la oscuridad, salvo la mesa
del muchacho, que tiene un vidrio y de abajo del vidrio viene la luz,
entonces las caras están iluminadas de abajo, y los cuerpos echan una
sombra medio siniestra contra las paredes, sombras de gigantes, y la
regla de dibujo parece una espada cuando él o la colega la agarran para
trazar una línea. Pero trabajan callados. Ella lo relojea de tanto en tanto,
y aunque se muere por saber qué es lo que lo preocupa, no le pregunta
nada.
-Está muy bien. Es respetuosa, discreta, será eso que me gusta.
-Mientras tanto, Irena espera y espera y por fin se decide y llama a la
oficina. Atiende la otra y le pasa al muchacho. Irena está celosa, trata de
disimular, él le dice que la llamó temprano para avisarle pero que ella no
estaba. Claro, ella se había ido de nuevo al zoológico. Entonces como él
Manuel Puig
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la agarra en falta ella tiene que quedarse callada, no puede protestar. Y
él empieza a llegar tarde seguido, porque algo le hace retrasar la llegada
a la casa.
-Está todo tan lógico, es fenómeno.
-Entonces en qué quedamos... ves que él es bien normal, quiere
acostarse con ella.
-No, escuchá. Antes él volvía con gusto a la casa porque sabía que ella
no se iba a acostar, pero ahora con el tratamiento hay posibilidad, y eso
lo inquieta. Mientras que si ella era como una nena, como al principio,
no iban más que a jugar, como chicos. Y por ahí a lo mejor jugando
empezaban a hacer algo sexualmente.
-Jugando como chicos, ¡ay, qué desabrido!
-A mí eso no me suena mal, ves, de parte de tu arquitecto. Perdoname
que me contradiga.
-¿Qué no te suena mal?
-Que empezaran como jugando, sin tantos bombos y platillos.
-Bueno, vuelvo a la película. Pero una cosa, ¿por qué entonces él ahora
se queda a gusto con la colega?
-Y, porque se supone que siendo casado no puede pasar nada, la colega
ya no es una posibilidad sexual, porque aparentemente él ya está
copado por la esposa.
-Es todo imaginación tuya.
-Si vos también ponés de tu cosecha, ¿por qué no yo?
-Sigo. Irena una noche está con la cena preparada, y él no llega. La
mesa está puesta, con luz de velas. Ella no sabe una cosa, que él, como
es el aniversario del día en que se casaron, ha ido a buscarla esa tarde
temprano a la salida del psicoanalista, y claro, no la encuentra porque
ella no va nunca. Y él ahí se entera que ella no va desde hace tiempo y
telefonea a Irena, que no está en la casa, por supuesto como todas las
tardes ha salido, atraída irresistiblemente en dirección al zoológico. Él
entonces se ha vuelto desesperado a la oficina, necesita contarle todo a
la compañera. Y se van a un bar cerca a tomar una copa, pero lo que
quieren no es tomar, sino hablar en privado y fuera del estudio. Irena
cuando ve que se hace tan tarde empieza a pasearse por el cuarto como
una fiera enjaulada, y llama a la oficina. No contesta nadie. Trata de
hacer algo para entretenerse, está nerviosísima, se acerca a la jaula del
canario y nota que el canario aletea desesperado al sentirla acercarse, y
vuela como ciego de un lado a otro de la jaulita, machucándose las alas.
Ella no resiste un impulso y abre la jaula y mete la mano. El pájaro cae
muerto, como fulminado, al sentir la mano acercarse. Irena se desespera,
todas sus alucinaciones vuelven, sale corriendo, va en busca de su marido,
solamente a él le puede pedir ayuda, él la va a comprender. Pero al
ir hacia la oficina pasa inevitablemente por el bar y los ve. Queda
El beso de la mujer araña
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inmóvil, no puede dar un paso más, la rabia la hace temblar, los celos.
La pareja se levanta para salir, Irena se esconde detrás de un árbol. Los
ve que se saludan y se separan.
-¿Cómo se saludan?
-Él la besa en la mejilla. Ella tiene un sombrero de ala requintada.
Irena no tiene sombrero, el pelo enrulado le brilla bajo los faroles de la
calle desierta, porque la está siguiendo a la otra. La otra toma un camino
directo a su casa, que es atravesando el parque, el Central Park, que está
ahí frente a las oficinas, es una calle que a veces es como túnel, porque
el parque tiene como lomas, y este camino es recto, y está a veces excavado
en las lomas, es como una calle, con tráfico pero no mucho, como un
atajo, y un ómnibus que la atraviesa. Y a veces la colega toma el ómnibus
para no caminar tanto, y otras veces va caminando, porque el ómnibus
pasa de tanto en tanto. Y la colega decide caminar esta vez, para un poco
ventilarse las ideas, porque le explota la cabeza después de hablar con el
muchacho, él le ha contado todo, de Irena que no se acuesta con él, de
las pesadillas que tiene con las mujeres panteras. Y esta tipa que está
enamorada del muchacho, de veras se siente de lo más confundida,
porque ya se había resignado a perderlo, y ahora no, está otra vez con
esperanza. Y por un lado está contenta, ya que no todo se perdió, y por
el otro lado tiene miedo de ilusionarse de nuevo y después sufrir, de
quedarse con las manos vacías todas las veces. Y va pensando en todo
eso, caminando rapidito porque hace frío. No hay nadie por ahí, a los
lados del camino está el parque oscuro, no hay viento, no se mueve una
hoja, lo único que se siente es pasos detrás de la colega, taconeo de zapatos
de mujer. La colega se da vuelta y ve una silueta, pero a cierta distancia,
y con la poca luz, no distingue quién es. Pero por ahí el taconeo
cada vez se oye más rápido. La colega se empieza a alarmar, porque vos
vistes como es, cuando has estado hablando de cosas de miedo, como
fantasmas o crímenes, uno está más impresionable, y se sugestiona por
cualquier cosa, y esta mujer se acuerda de las mujeres panteras y todo
eso y se empieza a asustar y apura el paso, pero está justo por la mitad
del camino, como a cuatro cuadras del final, donde empiezan las casas
porque termina el parque. Así que si se pone a correr casi que es peor.
-¿Te puedo interrumpir, Molina?
-Sí, pero ya falta poco, por esta noche quiero decir.
-Una cuestión sola, que me intriga un poco.
-¿Qué?
-¿No te vas a enojar?
-Depende.
-Es interesante saberlo. Y después vos si querés me lo preguntás a mí.
-Dale.
-¿Con quién te identificás?, ¿con Irena o la arquitecta?
Manuel Puig
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-Con Irena, qué te creés. Es la protagonista, pedazo de pavo. Yo siempre
con la heroína.
-Seguí.
-¿Y vos Valentín, con quién?, estás perdido porque el muchacho te
parece un tarado.
-Reíte. Con el psicoanalista. Pero nada de burlas, yo te respeté tu elección,
sin comentarios. Seguí.
-Después lo comentamos si querés, o mañana.
-Sí, pero seguí un poco más.
-Un poquito no más, me gusta sacarte el dulce en lo mejor, ‘así te gusta
más la película. Al público hay que hacerle así, si no no está contento.
En la radio antes te hacían siempre eso. Y ahora en las telenovelas.
-Dale.
-Bueno, estábamos en que esta mina no sabe si ponerse a correr o no,
cuando por ahí los pasos casi no se oyen más, el taconeo de la otra
quiero decir, porque son pasos distintos, imperceptibles casi, los que
siente ahora la arquitecta, como los pasos de un gato, o algo peor. Y se
da vuelta y no ve a la mujer, ¿como pudo desaparecer de golpe?, pero
cree ver otra sombra, que se escurre, y que también enseguida desaparece.
Y lo que se oye ahora es el ruido de pisadas entre los matorrales
del parque, pisadas de animal, que se acercan.
-¿Y?
-Mañana seguimos. Chau, que duermas bien.
Ya me las vas a pagar.
-Hasta mañana.
-Chau..


sábado, 3 de noviembre de 2012

El "boom", influencia y aire fresco para los autores españoles




sábado, 03/11/12 - 12:10

Pepe Donoso
García Márquez




[ 0 ]
Los autores del "boom" latinoamericano han tenido mucha influencia en los escritores actuales españoles, incluso en los más consagrados, como reconoce Antonio Muñoz Molina, pero sobre todo, supusieron una corriente de aire fresco para España.
TemasAdolfo Bioy Casares Artes (general) Cortazar Círculo de Lectores España Javier Marías Juan Carlos Onetti Lenguaje Literatura Mundo Rosa Montero Rubén Darío
Julio Cortázar
Carlos Fuentes
Redacción Cultura, 3 nov.- Los autores del "boom" latinoamericano han tenido mucha influencia en los escritores actuales españoles, incluso en los más consagrados, como reconoce Antonio Muñoz Molina, pero sobre todo, supusieron una corriente de aire fresco para España.La llegada del "boom" fue "una revolución total para lectores y para escritores. Me acuerdo perfectamente de descubrir 'Cien años de soledad' con quince años, en una edición del Círculo de Lectores, y quedarme entusiasmado y sobrecogido", recuerda Muñoz Molina en declaraciones a Efe."Después vinieron los demás, los más conocidos y los menos, Vargas Llosa y Onetti, y desde luego Borges, Bioy etc. Creo que trajeron, simplemente, una nueva forma de contar, una relación más libre con el idioma. Siempre lo he comparado a la llegada de la influencia de Rubén Darío a principios del siglo XX", asegura el autor de "El jinete polaco".Para Javier Marías "fue una corriente de aire fresco y la demostración de que se podía escribir en español de una forma menos academicista de lo habitual en España".Ello, pese a las excepciones de autores como Juan Benet, cuya "Volverás a Región", de 1967, "tuvo para los escritores que entonces éramos jóvenes tanta importancia como 'Cien años de soledad', aunque de manera distinta, claro", resalta Marías."Creo que los españoles de mi edad nos educamos en la literatura de nuestra lengua a través del 'boom'", opina Rosa Montero.La madrileña recuerda que los escritores contemporáneos españoles se leían muy poco, salvo excepciones y el "boom" le hizo descubrir, con diecisiete o dieciocho años, "que había una literatura

poderosísima escrita en español, una narrativa tan importante como la más importante del mundo"."Me hizo creer en nuestra lengua y sentirme orgullosa de mi cultura", afirma convencida.Aunque no todos los escritores tienen una visión negativa de lo que se hacía en España en aquellos primeros años del "boom".Es el caso de Luis Goytisolo, que considera que "desde un punto de vista de la creación literaria, el momento que atravesaba España nada tenía de mortecino". Solo hay que pensar, añade, "en los nombres de novelistas y poetas que afloraron durante ese periodo".Goytisolo resalta que el "boom", que despertó un indudable interés en toda España. Un fenómeno literario del que salieron nombres destacables de la literatura en español y obras que ocupan por derecho propio un lugar preeminente en la historia de la literatura.Marías, tras pasar una época de amor por "Cien años de soledad", se decanta ahora por "Crónica de una muerte anunciada" o "El amor en los tiempos del cólera", de Gabriel García Márquez y "Tres tristes tigres", de Guillermo Cabrera Infante.Cita también los cuentos de Julio Cortázar -"no así 'Rayuela', que siempre me pareció una tontada sobrevalorada", precisa-; "La ciudad y los perros" y "Conversación en la catedral", de Vargas LLosa, además de Onetti, Rulfo y Lezama Lima, en general.Mientras que Muñoz Molina ha ido pasando de Vargas Llosa, García Márquez y Alejo Carpentier a Borges, Bioy y Onetti, o Manuel Puig, a quien se cita mucho menos."Con el tiempo García Márquez dejó de gustarme, y me pasó lo mismo con el último Carpentier, el de 'La Consagración de la primavera', que era un panfleto terrible", afirma.A Montero le "noquearon" "Conversación en la Catedral" y "Cien años de soledad"."Después me privó Cortazar. Y luego el padre de todos, Borges, que no es estrictamente del 'boom' pero que es el gran antecesor. El tiempo ha ido desluciendo algunos. Siguen siendo enormes Borges, que, como dicen los rioplatenses, cada día escribe mejor, y desde luego Vargas Llosa", recuerda la escritora.En la preferencia por Borges coincide Goytisolo, que también destaca la obra de Juan Rulfo, García Márquez y Vargas Llosa.Muñoz Molina explica que Vargas Llosa influyó mucho en su concepción del oficio de escritor y en la idea de la construcción de la novela.Aunque los que más huella dejaron en él, "con mucha diferencia", fueron Borges y Onetti. "A los dos les debo una parte muy grande de lo que soy como escritor", afirma.En el lado opuesto Goytisolo, que niega tener influencias de los autores del 'boom', y Marías, que se ha fijado más en la literatura extranjera, sobre todo inglesa y francesa."Admiré mucho las obras de esos autores, pero no puedo decir que me influyeran gran cosa en mis propias novelas. Quizá porque resultaban tan originales, cada uno en su estilo, que cualquier posible influjo estaba condenado a convertirse en imitación o remedo. Como así fue, de hecho, con los autores que sí se dejaron influir por ellos", comenta Marías.(Agencia EFE)

jueves, 1 de noviembre de 2012

MEMORIAS DE ADRIANO: MEMORIAS DE LA ANTIGÜEDAD.



La apasionante personalidad de Adriano, emperador de Roma en el siglo segundo, y uno de los más notables gobernantes que tuvo el Imperio, trasciende cualquier reseña sobre su obra y figura para convertirse en fuente de inspiración de esta novela excepcional, alabada como una de las obras más singulares, bellas y hondas de la literatura de nuestro siglo. Este inventario autobiográfico ficticio que Adriano hace a las puertas de la muerte constituye el más íntimo y magistral retrato de quien fue uno de los últimos espíritus libres de la Antigüedad.
Marguerite Yourcenar nació en Bruselas en 1903 y falleció en Estados Unidos en 1987 Esta excelente escritora siempre se interesó en su obra por el tema de la cultura a través de la historia. En 1971 ingresó en la Academia Real Belga de Lengua y Literatura. En 1974 recibió el Gran Premio Nacional de las Letras, y seis años más tarde sería la primera mujer elegida miembro de la Academia Francesa.

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Poeta, novelista, dramaturga y traductora francesa. Nació en Bruselas, Bélgica, de padre francés y madre belga. En 1947 adoptó la nacionalidad estadounidense, pero escribió sólo en francés. Su primer volumen de poemas, El jardín de las quimeras (1921), pone de manifiesto su refinamiento como escritora, y en él reinterpreta los mitos griegos con el fin de adaptarlos al mundo moderno. En 1922 publicó otra colección de poemas Los dioses no han muerto. Su primera novela, Alexis o el tratado del combate estéril (1929), relata las opiniones de un artista que intenta dedicarse a su obra, pero tropieza con la oposición de su familia. Su viaje a Italia inspiró su novela Denier du rêve (1934), donde establece la diferencia entre el sueño y la realidad. En 1934 Yourcenar conoció a la estadounidense Grace Frick, con quien entabló una profunda relación. En 1939, tras el estallido de la II Guerra Mundial, Yourcenar se trasladó a Estados Unidos, donde dio clases de Literatura Comparada en el Sarah Lawrence College. Tradujo al francés Las olas de Virginia Woolf en 1937, y también publicó en 1947 una traducción francesa de Lo que Maisie sabía, del escritor Henry James. Su novela más famosa, unánimemente elogiada por la crítica, fue Memorias de Adriano (1951), una autobiografía novelada del emperador romano, bajo la forma de cartas escritas por éste a su sobrino. Otra novela histórica, Opus Nigrum (1968), narra la extraordinaria vida de un médico imaginario, Zeno de Brujas. Esta novela obtuvo el premio Femina en 1968. En 1971 publica Teatro, que incluye sus obras teatrales en dos volúmenes. También escribió biografías sobre su primera vida familiar, Mishima o la visión del vacío (1981), y ofreció una serie de entrevistas sobre su vida y su obra publicadas bajo el título de Les Yeux ouverts: entretiens avec Matthieu Galey (1980). El estilo literario de Yourcenar se transforma en cada una de sus obras, aceptando siempre nuevos retos como escritora. Sin embargo, su literatura se caracteriza por su conocimiento de las civilizaciones antiguas y de la historia, y su afán por comprender las motivaciones humanas. En 1980 Yourcenar se convirtió en la primera mujer que ingresó en la Academia Francesa. En 1986 fue galardonada con la Legión de Honor francesa. FUENTE BIOGRÁFICA: El poder de la palabra http://www.epdlp.com/


MEMORIAS DE ADRIANO
MARGUERITE YOURCENAR

(FRAGMENTO).

SALVAT

Diseño de cubierta: Ferran Cartes Montse Plass
Traducción: Julio Cortázar
Traducción cedida por Editorial Edhasa
Título original: Mémoires d’Hadrien  


© 1994 Salvat Editores, S.A. (Para la presente edición)
© 1974 Marguerite Yourcenar y Éditions Gallimard
© 1982 y 1992 Editorial Edhasa
ISBN: 84-345-9042-5 (Obra completa)
ISBN: 84-345-9043-3 (Volumen 1)
Depósito Legal: B-26589-1994
Publicado por Salvat Editores, S.A. Barcelona
Impreso por CAYFOSA. Agosto 1994
Printed in Spain-Impreso en España

Escaneado: http://rt001pvr.eresmas.net/binovhis.htm

Animula vagula, blandula,
Hospes comesque corporis,
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut solis, dabis iocos...

P. AELIUS HADRIANUS, Imp.


 VARIUS MULTIPLEX MULTIFORMIS
Querido Marco:
He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de una hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. Haya paz... Amo mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios. Pero ya no cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha ido a buscar a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas fórmulas de aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe muy bien cuánto detesto esta clase de impostura, pero no en vano ha ejercido la medicina durante más de treinta años. Perdono a este buen servidor su esfuerzo por disimularme la muerte. Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la prudencia; su probidad excede con mucho a la de un vulgar médico de palacio. Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede exceder de los limites prescritos; mis piernas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años.
No te llames sin embargo a engaño: aún no estoy tan débil como para ceder a las imaginaciones del miedo, casi tan absurdas como las de la esperanza, y sin duda mucho más penosas. De engañarme, preferiría el camino de la confianza; no perdería más por ello, y sufriría menos. Este término tan próximo no es necesariamente inmediato; todavía me recojo cada noche con la esperanza de llegar a la mañana. Dentro de los limites infranqueables de que hablaba, puedo defender mi posición palmo a palmo, y aun recobrar algunas pulgadas del terreno perdido. Pero de todos modos he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad mortal progresa. Cualquiera puede morir súbitamente, pero el enfermo sabe que dentro de diez años ya no vivirá. Mi margen de duda no abarca los años sino los meses. Mis probabilidades de acabar por obra de una puñalada en el corazón o una caída de caballo van disminuyendo cada vez más; la peste parece improbable; se diría que la lepra o el cáncer han quedado definitivamente atrás. Ya no corro el riesgo de caer en las fronteras, golpeado por un hacha caledonia o atravesado por una flecha parta; las tempestades no supieron aprovechar las ocasiones que se les ofrecían, y el hechicero que me predijo que no moriría ahogado parece haber tenido razón. Moriré en Tíbur, en Roma, o a lo sumo en Nápoles, y una crisis de asfixia se encargará de la tarea. ¿Cuál de ellas me arrastrará, la décima o la centésima? Todo está en eso. Como el viajero que navega entre las islas del Archipiélago ve alzarse al anochecer la bruma luminosa y descubre poco a poco la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte.
Ciertas porciones de mi vida se asemejan ya a las salas desmanteladas de un palacio demasiado vasto, que un propietario venido a menos no alcanza a ocupar por entero. He renunciado a la caza; si sólo estuviera yo para turbar su rumia y sus juegos, los cervatillos de los montes de Etruria vivirían tranquilos. Siempre tuve con la Diana de los bosques las relaciones mudables y apasionadas de un hombre con el ser amado; adolescente, la caza del jabalí me ofreció las primeras posibilidades de encuentro con el mando y el peligro; me entregaba a ellas con furor, y mis excesos me valieron las reprimendas de Trajano. La encarna, en un claro de bosque en España, fue mi primera experiencia de la muerte, del coraje, de la piedad por las criaturas, y del trágico placer de verlas sufrir. Ya hombre, la caza me sosegaba de tantas luchas secretas con adversarios demasiado sutiles o torpes, demasiado débiles o fuertes para mí. El justo combate entre la inteligencia humana y la sagacidad de las fieras parecía extrañamente leal comparado con las emboscadas de los hombres. Siendo emperador, mis cacerías en Toscana me sirvieron para juzgar el valor o las aptitudes de los altos funcionarios; allí eliminé o elegí a más de un estadista. Después, en Bitinia y en Capadocia, convertí las grandes batidas en pretexto para fiestas-triunfo otoñal en los bosques del Asia. Pero el compañero de mis últimas cacerías murió joven, y mi gusto por esos violentos placeres disminuyó mucho después de su partida. Pero aun aquí, en Tíbur, el súbito resoplar de un ciervo entre el follaje basta para que se agite en mi un instinto más antiguo que todos los demás, gracias al cual me siento tanto onza como emperador. ¿Quién sabe? Si he ahorrado mucha sangre humana, quizá sea porque derramé la de tantas fieras, que a veces, secretamente, prefería a los hombres. Sea como fuere, la imagen de las fieras me persigue más y más, y tengo que hacer un esfuerzo para no abandonarme a interminables relatos de montería que pondrían a prueba la paciencia de mis invitados durante la velada. En verdad el recuerdo del día de mi adopción tiene su encanto, pero el de los leones cazados en Mauretania no está mal tampoco.
La renuncia a montar a caballo es un sacrificio aún más penoso: una fiera no pasa de ser un adversario, pero el caballo era un amigo. Si hubiera podido elegir mi condición, habría elegido la de centauro. Las relaciones entre Borístenes y yo eran de una precisión matemática: me obedecía como a su cerebro, no como a su amo. ¿Habré logrado jamás que un hombre hiciera lo mismo? Una autoridad tan absoluta comporta, como cualquier otra, los riesgos del error para aquel que la ejerce, pero el placer de intentar lo imposible en el salto de obstáculos era demasiado grande para lamentar una clavícula fracturada o una costilla rota. Mi caballo reemplazaba las mil nociones vinculadas al título, la función y el nombre, que complican la amistad humana, por el único conocimiento de mi peso exacto de hombre. Participaba de mis impulsos; sabía exactamente, y quizá mejor que yo, el punto donde mi voluntad se divorciaba de mi fuerza. Pero ya no inflijo al sucesor de Borístenes la carga de un enfermo de músculos laxos, demasiado débil para montar por sus propios medios. Celer, mi ayuda de campo, lo adiestra en este momento en el camino de Preneste; todas mis antiguas experiencias con la velocidad me permiten compartir el placer del jinete y el de la cabalgadura, valorar las sensaciones del hombre a galope tendido en un día de sol y de viento. Cuando Celer desmonta, siento que vuelvo a tomar contacto con el suelo. Lo mismo ocurre con la natación; he renunciado a ella, pero participo todavía de la delicia del nadador acariciado por el agua. La carrera, aun la más breve, me sería hoy tan imposible como a una estatua, a un César de piedra, pero recuerdo mis carreras de niño en las resecas colinas españolas, el juego que se juega con uno mismo y en el cual se llega al límite del agotamiento, seguro de que el perfecto corazón y los intactos pulmones restablecerán el equilibrio; de cualquier atleta que se adiestra para la carrera del estadio, alcanzo una comprensión que la inteligencia sola no me daría. Así, de cada arte practicado en su tiempo, extraigo un conocimiento que me resarce en parte de los placeres perdidos. Creí, y en mis buenos momentos lo creo todavía, que es posible compartir de esa suerte la existencia de todos, y que esa simpatía es una de las formas menos revocables de la inmortalidad. Hubo momentos en que esta comprensión trató de trascender lo humano, y fue del nadador a la ola. Pero en este punto me faltan ya seguridades, y entro en el dominio de las metamorfosis del sueño.
Comer demasiado es un vicio romano, pero yo fui sobrio con voluptuosidad. Hermógenes no se ha visto precisado a alterar mi régimen, salvo quizá esa impaciencia que me llevaba a devorar lo primero que me ofrecían, en cualquier parte y a cualquier hora, como para satisfacer de golpe las exigencias del hambre. De más está decir que un hombre rico, que sólo ha conocido las privaciones voluntarias o las ha experimentado a título provisional, como un incidente más o menos excitante de la guerra o del viaje, sería harto torpe si se jactara de no haberse saciado. Atracarse los días de fiesta ha sido siempre la ambición, la alegría y el orgullo naturales de los pobres. Amaba yo el aroma de las carnes asadas y el ruido de las marmitas en las festividades del ejército, y que los banquetes del campamento (o lo que en el campamento valía por un banquete) fuesen lo que deberían ser siempre: un alegre y grosero contrapeso a las privaciones de los días hábiles. En la época de las saturnales, toleraba el olor a fritura de las plazas públicas. Pero los festines de Roma me llenaban de tal repugnancia y hastío que alguna vez, cuando me creí próximo a la muerte durante un reconocimiento o una expedición militar, me dije para reconfortarme que por lo menos no tendría que volver a participar de una comida. No me infieras la ofensa de tomarme por un vulgar renunciador; una operación que tiene lugar dos o tres veces por día, y cuya finalidad es alimentar la vida, merece seguramente todos nuestros cuidados. Comer un fruto significa hacer entrar en nuestro Ser un hermoso objeto viviente, extraño, nutrido y favorecido como nosotros por la tierra; significa consumar un sacrificio en el cual optamos por nosotros frente a las cosas. Jamás mordí la miga de pan de los cuarteles sin maravillarme de que ese amasijo pesado y grosero pudiera transformarse en sangre, en calor, acaso en valentía. ¡Ah! ¿Por qué mi espíritu, aun en sus mejores días, sólo posee una parte de los poderes asimiladores de un cuerpo?
En Roma, durante las interminables comidas oficiales, se me ocurrió pensar en los orígenes relativamente recientes de nuestro lujo, en este pueblo de granjeros parsimoniosos y soldados frugales, alimentados a ajo y a cebada, repentinamente precipitados por la conquista en las cocinas asiáticas y hartándose de alimentos complicados con torpeza de campesinos hambrientos. Nuestros romanos se atiborran de pájaros, se inundan de salsas y se envenenan con especias. Un Apicio está orgulloso de la sucesión de las entradas, de la serie de platos agrios o dulces, pesados o ligeros, que componen la bella ordenación de sus banquetes; vaya y pase, todavía, si cada uno de ellos fuera servido aparte, asimilado en ayunas, doctamente saboreado por un gastrónomo de papilas intactas. Presentados al mismo tiempo, en una mezcla trivial y cotidiana, crean en el paladar y el estómago del hombre que los come una detestable confusión en donde los olores, los sabores y las sustancias pierden su valor propio y su deliciosa identidad. El pobre Lucio se divertía antaño en confeccionarme platos raros; sus patés de faisán, con su sabia dosis de jamón y especias, daban pruebas de un arte tan exacto como el del músico o el del pintor; yo añoraba sin embargo la carne pura de la hermosa ave. Grecia sabía más de estas cosas; su vino resinoso, su pan salpicado de sésamo, sus pescados cocidos en las parrillas al borde del mar, ennegrecidos aquí y allá por el fuego y sazonados por el crujir de un grano de arena, contentaban el apetito sin rodear con demasiadas complicaciones el más simple de nuestros goces. En algún tabuco de Egina o de Falera he saboreado alimentos tan frescos que seguían siendo divinamente limpios a pesar de los sucios dedos del mozo de taberna, tan módicos pero tan suficientes que parecían contener, en la forma más resumida posible, una esencia de inmortalidad. También la carne asada por la noche, después de la caza, tenía esa calidad casi sacramental que nos devolvía más allá, a los salvajes orígenes de las razas. El vino nos inicia en los misterios volcánicos del suelo, en las ocultas riquezas minerales; una copa de Samos bebida a mediodía, a pleno sol, o bien absorbida una noche de invierno, en un estado de fatiga que permite sentir en lo hondo del diafragma su cálido vertimiento, su segura y ardiente dispersión en nuestras arterias, es una sensación casi sagrada, a veces demasiado intensa para una cabeza humana; no he vuelto a encontraría al salir de las bodegas numeradas de Roma, y la pedantería de los grandes catadores de vinos me impacienta. Más piadosamente aún, el agua bebida en el hueco de la mano, o de la misma fuente, hace fluir en nosotros la sal secreta de la tierra y la lluvia del cielo. Pero aun el agua es una delicia que un enfermo como yo sólo debe gustar con sobriedad. No importa; en la agonía, mezclada con la amargura de las últimas pociones, me esforzaré por saborear su fresca insipidez sobre mis labios.
Durante algún tiempo me abstuve de comer carne en las escuelas de filosofía, donde es de uso ensayar de una vez por todas cada método de conducta; más tarde, en Asia, vi a los gimnosofistas indios apartar la mirada de los corderos humeantes y de los cuartos de gacela servidos en la tienda de Osroes. Pero esta costumbre, que complace tu joven austeridad, exige atenciones más complicadas que las de la misma gula; nos aparta demasiado del común de los hombres en una función casi siempre pública, presidida las más de las veces por el aparato o la amistad. Prefiero pasarme la vida comiendo gansos cebados y pintadas, y no que mis convidados me acusen de una ostentación de ascetismo. Bastante me ha costado —con ayuda de frutos secos o del contenido de un vaso saboreado lentamente— disimular ante los comensales que los aderezados manjares de mis cocineros estaban destinados a ellos más que a mí, o que mi curiosidad por probarlos se agotaba antes que la suya. Un príncipe carece en esto de la latitud que se ofrece al filósofo; no puede permitirse diferir en demasiadas cosas a la vez, y bien saben los dioses que mis diferencias eran ya demasiadas, aunque me jactase de que muchas permanecían invisibles. En cuanto a los escrúpulos religiosos del gimnosofista, a su repugnancia frente a las carnes sangrientas, me afectarían más si no se me ocurriera preguntarme en qué difiere esencialmente el sufrimiento de la hierba segada del de los carneros degollados, y si nuestro horror ante las bestias asesinadas no se debe sobre todo a que nuestra sensibilidad pertenece al mismo reino. Pero en ciertos momentos de la vida, por ejemplo en los períodos de ayuno ritual, o en las iniciaciones religiosas, he apreciado las ventajas espirituales —y también los peligros— de las diferentes formas de abstinencia, y aun de la inanición voluntaria, de estos estados próximos al vértigo en que el cuerpo, privado de lastre, entra en un mundo para el cual no ha sido hecho y que prefigura las frías levedades de la muerte. En otros momentos esas experiencias me permitieron jugar con la idea del suicidio progresivo, de la muerte por inanición que escogieron ciertos filósofos, especie de incontinencia a la inversa por la cual se llega al agotamiento de la sustancia humana. Pero me hubiera disgustado adherirme por completo a un sistema; no quería que un escrúpulo me privara del derecho de hartarme de embutidos, si por casualidad me venían las ganas o si este alimento era el único accesible.
Los cínicos y los moralistas están de acuerdo en incluir las voluptuosidades del amor entre los goces llamados groseros, entre el placer de beber y el de comer, y a la vez, puesto que están seguros de que podemos pasarnos sin ellas, las declaran menos indispensables que aquellos goces. De un moralista espero cualquier cosa, pero me asombra que un cínico pueda engañarse así. Pongamos que unos y otros temen a sus demonios, ya sea porque luchan contra ellos o se abandonan, y que tratan de rebajar su placer buscando privarlo de su fuerza casi terrible ante la cual sucumben, y de su extraño misterio en el que se pierden. Creeré en esa asimilación del amor a los goces puramente físicos (suponiendo que existan como tales) el día en que haya visto a un gastrónomo llorar de deleite ante su plato favorito, como un amante sobre un hombro juvenil. De todos nuestros juegos, es el único que amenaza trastornar el alma, y el único donde el jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo. No es indispensable que el bebedor abdique de su razón, pero el amante que conserva la suya no obedece del todo a su dios. La abstinencia o el exceso comprometen al hombre solo; pero salvo en el caso de Diógenes, cuyas limitaciones y cuya razonable aceptación de lo peor se advierten por sí mismas, todo movimiento sensual nos pone en presencia del Otro, nos implica en las exigencias y las servidumbres de la elección. No sé de nada donde el hombre se resuelva por razones más simples y más ineluctables, donde el objeto elegido sea pesado con más exactitud en su peso bruto de delicias, donde el buscador de verdades tenga mayor probabilidad de juzgar la criatura desnuda. Partiendo de un despojamiento que iguala el de la muerte, de una humildad que excede la de la derrota y la plegaria, me maravillo de ver restablecerse cada vez la complejidad de las negativas, las responsabilidades, los dones, las tristes confesiones, las frágiles mentiras, los apasionados compromisos entre mis placeres y los del Otro, tantos vínculos irrompibles y que sin embargo se desatan tan pronto. El juego misterioso que va del amor a un cuerpo al amor de una persona me ha parecido lo bastante bello como para consagrarle parte de mi vida. Las palabras engañan, puesto que la palabra placer abarca realidades contradictorias, comporta a la vez las nociones de tibieza, dulzura, intimidad de los cuerpos, y las de violencia, agonía y grito. La obscena frasecita de Posidonio sobre el frote de dos parcelas de carne —que te he visto copiar en tu cuaderno escolar como un niño aplicado— no define el fenómeno del amor, así como la cuerda rozada por el dedo no explica el milagro infinito de los sonidos. Esa frase no insulta a la voluptuosidad sino a la carne misma, ese instrumento de músculos, sangre y epidermis, esa nube roja cuyo relámpago es el alma.
Reconozco que la razón se confunde frente al prodigio del amor, frente a esa extraña obsesión por la cual la carne, que tan poco nos preocupa cuando compone nuestro propio cuerpo, y que sólo nos mueve a lavarla, a alimentarla y llegado el caso, a evitar que sufra, puede llegar a inspirarnos un deseo tan apasionado de caricias, simplemente porque está animada por una individualidad diferente de la nuestra y porque presenta ciertos lineamientos de belleza sobre los cuales, por lo demás, los mejores jueces no se han puesto de acuerdo. Aquí la lógica humana se queda corta, como en las revelaciones de los Misterios. Y no se ha engañado la tradición popular que siempre vio en el amor una forma de iniciación, uno de los puntos de contacto de lo secreto y lo sagrado. La experiencia sensual se asemeja además de los Misterios en que la primera aproximación produce en el no iniciado el efecto de un rito más o menos aterrador, escandalosamente alejado de las funciones familiares del sueño, del beber y del comer, objeto de bromas, de vergüenza o de terror. Al igual que la danza de las ménades o el delirio de los coribantes, nuestro amor nos arrastra a un universo diferente, donde en otros momentos nos está vedado penetrar, y donde cesamos de orientarnos tan pronto el ardor se apaga o el goce se disuelve. Clavado en el cuerpo querido como un crucificado a su cruz, he aprendido algunos secretos de la vida que se embotan ya en mi recuerdo, sometidos a la misma ley que quiere que el convaleciente, una vez curado, cese de reconocerse en las misteriosas verdades de su mal, que el prisionero liberado olvide la tortura, o el vencedor ya sobrio la gloria.
He soñado a veces con elaborar un sistema de conocimiento humano basado en el erótico, una teoría del contacto en la cual el misterio y la dignidad del prójimo consistirían precisamente en ofrecer al Yo el punto de apoyo de ese otro mundo. En una filosofía semejante, la voluptuosidad sería una forma más completa, pero también más especializada, de este acercamiento al Otro, una técnica al servicio del conocimiento de aquello que no es uno mismo. Aun en los encuentros menos sensuales, la emoción nace o se alcanza por el contacto: la mano un tanto repugnante de esa vieja que me presenta un petitorio, la frente húmeda de mi padre agonizante, la llaga de un herido que curamos. Las relaciones más intelectuales o más neutras se operan asimismo a través de este sistema de señales del cuerpo: la mirada súbitamente comprensiva del tribuno al cual explicamos una maniobra antes de la batalla, el saludo impersonal de un subalterno a quien nuestro paso fija en una actitud de obediencia, la ojeada amistosa del esclavo cuando le doy las gracias por traerme una bandeja, o el mohín apreciativo de un viejo amigo frente al camafeo griego que le ofrecemos.
En el caso de la mayoría de los seres, los contactos más ligeros y superficiales bastan para contentar nuestro deseo, y aun para hartarlo. Si insisten, multiplicándose en torno de una criatura única hasta envolverla por entero; si cada parcela de un cuerpo se llena para nosotros de tantas significaciones trastornadoras como los rasgos de un rostro; si un solo ser, en vez de inspirarnos irritación, placer o hastío, nos hostiga como una música y nos atormenta como un problema; si pasa de la periferia de nuestro universo a su centro, llegando a sernos más indispensable que nuestro propio ser, entonces tiene lugar el asombroso prodigio en el que veo, más que un simple juego de la carne, una invasión de la carne por el espíritu.
Estos criterios sobre el amor podrían inducir a una carrera de seductor. Si no la seguí, se debe sin duda a que preferí hacer, si no algo mejor, por lo menos otra cosa. A falta de genio, esa carrera exige atenciones y aun estratagemas para las cuales no me sentía destinado. Me fatigaban esas trampas armadas, siempre las mismas, esa rutina reducida a perpetuos acercamientos y limitada por la conquista misma. La técnica del gran seductor exige, en el paso de un objeto amado a otro, cierta facilidad y cierta indiferencia que no poseo; de todas maneras, ellos me abandonaron más de lo que yo los abandoné; jamás he podido comprender que pueda uno saciarse de un ser. El deseo de detallar exactamente las riquezas que nos aporta cada nuevo amor, de verlo cambiar, envejecer quizá, no se concilia con la multiplicidad de las conquistas. Creí antaño que cierto gusto por la belleza me serviría de virtud, inmunizándome contra las solicitaciones demasiado groseras. Pero me engañaba. El catador de belleza termina por encontrarla en todas partes, filón de oro en las venas más innobles, y goza, al tener en sus manos esas obras maestras fragmentarias, manchadas o rotas, un placer de entendido que colecciona a solas una alfarería que otros creen vulgar. Para un hombre refinado, la eminencia en los negocios humanos significa un obstáculo más grave, pues el poder casi absoluto entraña riesgos de adulación o de mentira. La idea de que un ser se altera y cambia en mi presencia por poco que sea, puede llevarme a compadecerlo, despreciarlo u odiarlo. He sufrido estos inconvenientes de mi fortuna tal como un pobre sufre los de su miseria. Un paso más, y hubiera aceptado la ficción consistente en pretender que se seduce, cuando en realidad se domeña. Pero allí empieza el riesgo del asco, o quizá de la tontería.
Acabaríamos prefiriendo las simples verdades del libertinaje a las tan sabidas estratagemas de la seducción, si en aquéllas no reinara también la mentira. Estoy pronto a admitir en principio que la prostitución puede ser un arte como el masaje o el peinado, pero me cuesta ya sentirme a gusto en manos del barbero o los masajistas. Nada puede ser más grosero que nuestros cómplices. En mi juventud me bastaba la mirada de reojo del tabernero que me reservaba el mejor vino, privando por lo tanto a algún otro de beberlo, para asquearme de las diversiones romanas. Me desagrada que una criatura se crea capaz de calcular y prever mi deseo, adaptándose mecánicamente a lo que presume ser mi elección. Este reflejo imbécil y deformado de mí mismo, que me ofrece en esos momentos un cerebro humano, me induciría a preferir los tristes efectos del ascetismo. Si la leyenda no exagera las extravagancias de Nerón y las sabias búsquedas de Tiberio, esos grandes consumadores de delicias debieron de tener harto apagados los sentidos para procurarse un aparato tan complicado, y un singular desprecio de los hombres para tolerar que se burlaran o aprovecharan así de ellos. Y sin embargo, si he renunciado casi a esas formas demasiado maquinales del placer, o me he negado a seguir adelante, lo debo a mi suerte más que a mi virtud incapaz de resistir a cosa alguna. Podría recaer con la vejez, como se recae en cualquier forma de confusión o de fatiga. La enfermedad y la muerte relativamente próxima me salvarán de la repetición monótona de los mismos gestos, semejante al deletreo de una Lección ya sabida de memoria.
De todas las felicidades que lentamente me abandonan, el sueño es una de las más preciosas y también de las más comunes. Un hombre que duerme poco y mal, apoyado en una pila de almohadones, tiene tiempo para meditar sobre esta voluptuosidad particular. Concedo que el sueño más perfecto sigue siendo casi por necesidad un anexo del amor: reposo reflejo, reflejado en dos cuerpos. Pero lo que aquí me interesa es el misterio especifico del sueño por el sueño mismo, la inevitable sumersión que noche a noche cumple osadamente el hombre desnudo, solo y desarmado, en un océano donde todo cambia, los colores y las densidades, hasta el ritmo del aliento, y donde nos encontramos con los muertos. Lo que nos tranquiliza en el sueño es que volvemos a salir de él, y que salimos inmutables, pues una interdicción extraña nos impide traer con nosotros el residuo exacto de nuestros ensueños. También nos tranquiliza el que nos cure de la fatiga, pero esa cura temporaria se cumple por el más radical de los procedimientos, el de dejar de ser. Allí, como en otras cosas, el placer y el arte consisten en abandonarse conscientemente a esa bienhechora inconsciencia, en aceptar ser, sutilmente, más débil, más pesado, más liviano y más confuso que uno mismo. Volveré a referirme a la asombrosa población de los ensueños. Ahora prefiero hablar de ciertas experiencias de sueño puro, de puro despertar, que rozan la muerte y la resurrección. Me esfuerzo para aprehender otra vez la exacta sensación de aquellos sueños fulminantes de la adolescencia, cuando uno se dormía vestido sobre los libros, arrancado de golpe de las matemáticas y el derecho, y sumido en lo hondo de un sueño sólido y pleno, tan henchido de energía sin empleo, que en él se saboreaba, por así decirlo, el puro sentido del ser a través de los párpados cerrados. Evoco los bruscos sueños sobre la tierra desnuda, en la floresta, al término de fatigosas cacerías: el ladrido de los perros me despertaba, o sus patas plantadas en mi pecho. Tan total era el eclipse, que cada vez hubiera podido encontrarme siendo otro, y me asombraba —a veces me entristecía— el estricto ajuste que de tan lejos volvía a traerme a ese estrecho reducto de humanidad que era yo mismo. ¿Qué valían esas particularidades que tanto cuentan para nosotros, si tan poco contaban para el libre durmiente y si durante un segundo, antes de retornar descontento a la piel de Adriano, alcanzaba a saborear casi conscientemente a ese hombre vacío, a esa existencia sin pasado?
Por lo demás la enfermedad y la vejez tienen también sus prodigios, y reciben del sueño otras formas de bendición. Hace un año, después de un día especialmente fatigoso en Roma, conocí una de esas treguas en las que el agotamiento de las fuerzas provocaba los mismos milagros —u otros, mejor— que las inagotables reservas de antaño. Voy poco a la capital; una vez en ella trato de hacer lo más posible. Aquella jornada había sido desagradablemente abrumadora: a una sesión del Senado siguió otra en el tribunal, y una interminable discusión con uno de los cuestores; vino luego una ceremonia religiosa que no se podía abreviar, y sobre la cual caía la lluvia. Yo mismo había reunido, ordenado esas diferentes actividades, para dejar entre una y otra el menor tiempo posible a las importunidades y a las adulaciones inútiles. El retorno fue uno de mis últimos viajes a caballo. Llegué hastiado y enfermo a la Villa, sintiendo el frío que sólo se siente cuando la sangre se rehúsa y deja de actuar en nuestras arterias. Celer y Chabrias se afanaban, pero la solicitud puede llegar a fatigar aun cuando sea sincera. Ya en mis aposentos, tragué unas cucharadas de una tisana caliente que preparaba yo mismo— no por sospecha, como algunos se figuran, sino porque así me doy el lujo de estar solo. Me acosté: el sueño parecía tan alejado de mí como la salud, como la juventud y la fuerza. Me adormecí. El reloj de arena me probó que apenas había llegado a dormir una hora. A mi edad, un breve sopor equivale a los sueños que en otros tiempos abarcaban una semirrevolución de los astros; mi tiempo está medido ahora por unidades mucho más pequeñas. Pero una hora había bastado para cumplir el humilde y sorprendente prodigio: el calor de mi sangre calentaba mis manos; mi corazón, mis pulmones, volvían a funcionar con una especie de buena voluntad; la vida fluía como un manantial poco abundante pero fiel. En tan poco tiempo, el sueño había reparado mis excesos de virtud con la misma imparcialidad que hubiera aplicado en reparar los de mis vicios. Pues la divinidad del gran restaurador lo lleva a ejercer sus beneficios en el durmiente sin tenerlo en cuenta, así como el agua cargada de poderes curativos no se inquieta para nada de quién bebe en la fuente.
Si pensamos tan poco en un fenómeno que absorbe por lo menos un tercio de toda vida, se debe a que hace falta cierta modestia para apreciar sus bondades. Dormidos, Cayo Calígula y Arístides el Justo se equivalen; yo no me distingo del servidor negro que duerme atravesado en mi umbral. ¿Qué es el insomnio sino la obstinación maníaca de nuestra inteligencia en fabricar pensamientos, razonamientos, silogismos y definiciones que le pertenezcan plenamente, qué es sino su negativa de abdicar en favor de la divina estupidez de los ojos cerrados o de la sabia locura de los ensueños? El hombre que no duerme —y demasiadas ocasiones tengo de comprobarlo en mi desde hace meses— se rehúsa con mayor o menor conciencia a confiar en el flujo de las cosas. Hermano de la Muerte... Isócrates se engañaba, y su frase no es más que una amplificación de retórico. Empiezo a conocer a la muerte; tiene otros secretos, aún más ajenos a nuestra actual condición de hombres. Y sin embargo, tan entretejidos y profundos son estos misterios de ausencia y de olvido parcial, que sentimos claramente confluir en alguna parte la fuente blanca y la fuente sombría. Nunca me gustó mirar dormir a los seres que amaba; descansaban de mí, lo sé; y también se me escapaban. Todo hombre se avergüenza de su rostro contaminado de sueño. Cuántas veces, al levantarme temprano para estudiar o leer, ordené con mis manos las almohadas revueltas, las mantas en desorden, evidencias casi obscenas de nuestros encuentros con la nada, pruebas de que cada noche dejamos de ser...  

Comenzada para informarte de los progresos de mi mal, esta carta se ha convertido poco a poco en el esparcimiento de un hombre que ya no tiene la energía necesaria para ocuparse en detalle de los negocios del estado, meditación escrita de un enfermo que da audiencia a sus recuerdos. Ahora me propongo más: tengo intención de contarte mi vida. Como correspondía, el año pasado preparé un informe oficial sobre mis actos, en cuyo encabezamiento estampó su nombre mi secretario Flegón. He mentido allí lo menos posible; de todas maneras, el interés público y la decencia me forzaron a reajustar ciertos hechos. La verdad que quiero exponer aquí no es particularmente escandalosa, o bien lo es en la medida en que toda verdad es escándalo. Lejos de mí esperar que tus diecisiete años comprendan algo de esto. Sin embargo me propongo instruirte, y aun desagradarte. Tus preceptores, elegidos por mí, te han impartido una educación severa, celosa, quizás demasiado aislada, de la cual en suma espero un gran bien para ti y para el Estado. Te ofrezco, como correctivo, un relato libre de ideas preconcebidas y principios abstractos extraídos de la experiencia de un solo hombre —yo mismo. Ignoro las conclusiones a que me arrastrará mi narración. Cuento con este examen de hechos para definirme, quizá para juzgarme, o por lo menos para conocerme mejor antes de morir.
Como todo el mundo, sólo tengo a mi servicio tres medios para evaluar la existencia humana: el estudio de mí mismo, que es el más difícil y peligroso, pero también el más fecundo de los métodos; la observación de los hombres, que logran casi siempre ocultarnos sus secretos o hacernos creer que los tienen; y los libros, con los errores particulares de perspectiva que nacen entre sus líneas. He leído casi todo lo que han escrito nuestros historiadores, nuestros poetas y aun nuestros narradores, aunque se acuse a estos últimos de frivolidad; quizá les debo más informaciones de las que pude recoger en las muy variadas situaciones de mi propia vida. La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana, un poco como las grandes actitudes inmóviles de las estatuas me enseñaron a apreciar los gestos. En cambio, y posteriormente, la vida me aclaró los libros.
Pero los escritores mienten, aun los más sinceros. Los menos hábiles, carentes de palabras y frases capaces de encerrarla, retienen una imagen pobre y chata de la vida; algunos, como Lucano, la cargan y abruman con una dignidad que no posee. Otros como Petronio, la aligeran, la convierten en una pelota hueca que rebota, fácil de recibir y lanzar en un universo sin peso. Los poetas nos transportan a un mundo más vasto o más hermoso, más ardiente o más dulce que el que nos ha sido dado, diferente de él y casi inhabitable en la práctica. Para estudiarla en toda su pureza, los filósofos hacen sufrir a la realidad casi las mismas transformaciones que el fuego o el mortero hacen sufrir a los cuerpos; en esos cristales o en esas cenizas nada parece subsistir de un ser o de un hecho tales como los conocimos. Los historiadores nos proponen sistemas demasiado completos del pasado, series de causas y efectos harto exactas y claras como para que hayan sido alguna vez verdaderas; reordenan esa dócil materia muerta, y sé que aun a Plutarco se le escapará siempre Alejandro. Los narradores, los autores de fábulas milesias, hacen como los carniceros, exponen en su tabanco pedacitos de carne que las moscas aprecian. Mucho me costaría vivir en un mundo sin libros, pero la realidad no está en ellos, puesto que no cabe entera.
La observación directa de los hombres es un método aún más incompleto, que en la mayoría de los casos se reduce a las groseras comprobaciones que constituyen el pasto de la malevolencia humana. La jerarquía, la posición, todos nuestros azares, restringen el campo visual del conocedor de hombres: para observarme, mi esclavo goza de facilidades totalmente distintas de las que tengo yo para observarlo; pero las suyas son tan limitadas como las mías. El viejo Euforión me presenta desde hace veinte años mi frasco de aceite y mi esponja, pero mi conocimiento de él se detiene en su servicio, y el suyo se limita a mi baño; toda tentativa para informarse mejor produce, tanto en el emperador como en el esclavo, el efecto de una indiscreción. Casi todo lo que sabemos del prójimo es de segunda mano. Si por casualidad un hombre se confiesa, aboga por su causa, con su apología pronta. Si lo observamos, deja de estar solo. Se me ha reprochado que me gusta leer los informes de la policía de Roma; continuamente descubro en ellos motivos de sorpresa; amigos o sospechosos, desconocidos o familiares, todos me asombran; sus locuras sirven de excusa a las mías. No me canso nunca de comparar el hombre vestido al hombre desnudo. Pero esos informes, tan ingenuamente circunstanciados, se agregan a mis archivos sin ayudarme para nada a pronunciar el veredicto final. El que ese magistrado de austera apariencia haya cometido un crimen, no me permite conocerlo mejor. Me veo en presencia de dos fenómenos en vez de uno: la apariencia del magistrado y su crimen.
En cuanto a la observación de mí mismo, me obligo a ella aunque sólo sea para llegar a un acuerdo con ese individuo con quien me veré forzado a vivir hasta el fin, pero una familiaridad de casi sesenta años guarda todavía muchas posibilidades de error. En lo más profundo, mi autoconocimiento es oscuro, interior, informulado, secreto como una complicidad. En lo más impersonal, es tan glacial como las teorías que puedo elaborar sobre los números: empleo mi inteligencia para ver de lejos y desde lo alto mi propia vida, que se convierte así en la vida de otro. Pero estos dos medios de conocimiento son difíciles; el uno exige un descenso, y el otro una salida de uno mismo. Llevado por la inercia, tiendo como todos a reemplazarlos por una mera rutina, una idea de mi vida parcialmente modificada por la imagen que de ella se hace el público, por juicios en bloque, es decir falsos, como un patrón ya preparado al cual un sastre inepto adapta penosamente nuestra tela propia. Equipo de valor desigual; instrumentos más o menos embotados. Pero no tengo otros, y con ellos me fabrico lo mejor que puedo una idea de mi destino de hombre.
Cuando considero mi vida, me espanta encontrarla informe. La existencia de los héroes, según nos la cuentan, es simple; como una flecha, va en línea recta a su fin. Y la mayoría de los hombres gusta resumir su vida en una fórmula, a veces jactanciosa o quejumbrosa, casi siempre recriminatoria; el recuerdo les fabrica, complaciente, una existencia explicable y clara. Mi vida tiene contornos menos definidos. Como suele suceder, lo que no fui es quizá lo que más ajustadamente la define: buen soldado pero en modo alguno hombre de guerra; aficionado al arte, pero no ese artista que Nerón creyó ser al morir; capaz de cometer crímenes, pero no abrumado por ellos. Pienso a veces que los grandes hombres se caracterizan precisamente por su posición extrema; su heroísmo está en mantenerse en ella toda la vida. Son nuestros polos o nuestros antípodas. Yo ocupé sucesivamente todas las posiciones extremas, pero no me mantuve en ellas; la vida me hizo resbalar siempre. Y sin embargo no puedo jactarme, como un agricultor o un mozo de cordel virtuosos, de una existencia situada en el justo medio.
El paisaje de mis días parece estar compuesto, como las regiones montañosas, de materiales diversos amontonados sin orden alguno. Veo allí mi naturaleza, ya compleja, formada por partes iguales de instinto y de cultura. Aquí y allá afloran los granitos de lo inevitable: por doquier, los desmoronamientos del azar. Trato de recorrer nuevamente mi vida en busca de su plan, seguir una vena de plomo o de oro, o el fluir de un río subterráneo, pero este plan ficticio no es más que una ilusión óptica del recuerdo. De tiempo en tiempo, en un encuentro, un presagio, una serie definida de sucesos, me parece reconocer una fatalidad; pero demasiados caminos no llevan a ninguna parte, y demasiadas sumas no se adicionan. En esta diversidad y este desorden, percibo la presencia de una persona, pero su forma está casi siempre configurada por la presión de las circunstancias; sus rasgos se confunden como una imagen reflejada en el agua. No soy de los que afirman que sus acciones no se les parecen. Muy al contrario, pues ellas son mi única medida, el único medio de grabarme en la memoria de los hombres y aun en la mía propia; quizá sea la imposibilidad de seguir expresándose y modificándose por la acción lo que constituye la diferencia entre un muerto y un ser viviente. Pero entre yo y los actos que me constituyen existe un hiato indefinible. La prueba está en que sin cesar siento la necesidad de pensarlos, explicarlos, justificarlos ante mí mismo. Ciertos trabajos que duraron poco son despreciables, pero otras ocupaciones que abarcaron toda mi vida no me parecen más significativas. En el momento de escribir esto, por ejemplo, no me parece esencial haber sido emperador.
De todas maneras, tres cuartos de mi vida escapan a esta definición por los actos; la masa de mis veleidades, mis deseos, hasta de mis proyectos, sigue siendo tan nebulosa y huidiza como un fantasma. El resto, la parte palpable, más o menos autentificada por los hechos, apenas si es más distinta, y la sucesión de los acaecimientos se presenta tan confusa como la de los sueños. Poseo mi cronología propia, imposible de acordar con la que se basa en la fundación de Roma o la era de las olimpiadas. Quince años en el ejército duraron menos que una mañana de Atenas; sé de gentes a quienes he frecuentado toda mi vida y que no reconoceré en los infiernos. También los planos del espacio se superponen: Egipto y el valle de Tempe se hallan muy próximos, y no siempre estoy en Tíbur cuando estoy ahí. De pronto mi vida me parece trivial, no sólo indigna de ser escrita, sino aun de ser contemplada con cierto detalle, y tan poco importante, hasta para mis propios ojos, como la del primero que pasa. De pronto me parece única, y por eso mismo sin valor, inútil —por irreductible a la experiencia del común de los hombres. Nada me explica: mis vicios y mis virtudes no bastan; mi felicidad vale algo más, pero a intervalos, sin continuidad, y sobre todo sin causa aceptable. Pero el espíritu humano siente repugnancia a aceptarse de las manos del azar, a no ser más que el producto pasajero de posibilidades que no están presididas por ningún dios, y sobre todo por él mismo. Una parte de cada vida, y aun de cada vida insignificante, transcurre en buscar las razones de ser, los puntos de partida, las fuentes. Mi impotencia para descubrirlos me llevó a veces a las explicaciones mágicas, a buscar en los delirios de lo oculto lo que el sentido común no alcanzaba a darme. Cuando los cálculos complicados resultan falsos, cuando los mismos filósofos no tienen ya nada que decirnos, es excusable volverse hacia el parloteo fortuito de las aves, o hacia el lejano contrapeso de los astros.

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