jueves, 3 de mayo de 2012

INTRODUCCIÓN A LA LITERATURA: La literatura es un ARTE.


UN ARTE.  (Introducción a la literatura).

En un trabajo justamente famoso, Robert Escarpit ha intentado precisar el término «literatura», desde sus orígenes hasta las distintas acepciones que se le han dado, a lo largo de los siglos: la cultura, la condición del escritor, las «belles—lettres», las obras literarias, la historia literaria, la ciencia literaria... En la segunda mitad del siglo XVIII se produjo un cambio semántico decisivo: la palabra pasó a designar una actividad de un sujeto y, de ahí, un conjunto de objetos. Ya a fines del siglo, pasó a referirse al fenómeno literario en general, no circunscrito por naciones: «literatura» llega así a ser la designación genérica que abarca todas las manifestaciones del arte de escribir.
Por supuesto, hablamos hoy de «literatura» refiriéndonos al conjunto de obras literarias de un país (literatura griega, inglesa); de una época (literatura medieval, contemporánea); de un género (literatura dramática, didáctica). Del mismo modo, podemos referirnos, también, al estudio y análisis de la creación literaria.
Para no perdernos en matices semánticos ni en teorías discutibles, quizá convenga buscar un punto de partida más firme. Ante todo, recordemos que no estamos tratando de abstracciones sino de obras concretas, producidas por el hombre. Rafael Lapesa nos proporciona la fórmula, sencilla y clásica: «Obra literaria es la creación artística expresada en palabras, aun cuando no se hayan escrito, sino propagado de boca en boca».
Me interesa mucho subrayar esto: la literatura es una de las bellas artes y se singulariza, dentro de ellas, por emplear como instrumento expresivo la palabra. Esto puede parecer elemental y hasta obvio. Sin embargo, no creo innecesario recordarlo; sobre todo ahora, cuando, huyendo como la peste del término «arte», muchos se limitan a presentarla como una superestructura, un simple reflejo de fenómenos sociales o un juego deshumanizado de estructuras y formas abstractas.
Obra de arte hecha con palabras... Pero, ¿qué quiere decir esto? ¿A qué arte y a qué palabras nos estamos refiriendo? ¿No estaremos poniendo unos límites demasiado rígidos para la realidad múltiple de las obras literarias? Creo que no, si lo interpretamos con la adecuada perspectiva histórica.
Al hablar de «arte» no estoy defendiendo, por supuesto, ningún criterio de selección rígidamente neoclásico, la sujeción a ninguna norma inmutable y excluyente. Todo lo contrario. La experiencia histórica nos muestra de modo irrefutable cómo el concepto de arte ha variado a lo largo del tiempo y, especialmente, se ha abierto a nuevas posibilidades en la época contemporánea. Es bien sabido cómo, a partir de Duchamp, la intención —y no la conformidad con cualquier canon o regla previos— convierte en artístico a un objeto; y, como ejemplo llamativo, los botes de sopa Campbell's o las botellas de Coca—Cola tienen valor estético en el pop—art norteamericano.
Pero me interesa especialmente el tema de «las palabras». Ante todo, no es cierto —como suele creerse— que las palabras malsonantes hayan entrado en la literatura sólo en la época contemporánea. Basta con asomarse a las tragedias o comedias de Shakespeare, por ejemplo, para comprobar cómo la libertad verbal va unida lógicamente al reflejo de la vida cotidiana o a la exasperación de las pasiones. En el ámbito español, La lozana andaluza basta y sobra como ejemplo. Es cierto, sin embargo, que el gusto neoclásico suponía un criterio de selección, tanto en los temas como en la forma.
Una anécdota histórica puede resultar ilustrativa. Se dice que, a comienzos del siglo XIX, una representación del Otelo provocó en París cierto escándalo por la mención del... pañuelo de Desdémona. Queda claro, aquí, que el criterio no era sólo de moralidad o inmoralidad, sino de mantener un tono noble, adecuado a los sentimientos trágicos.
Para no generalizar indebidamente, no cabe olvidar que el ilustrado siglo XVIII ofrece dos caras, la ejemplar y la libertina; en España, por ejemplo, el puritano Jovellanos frente al Arte de las putas, de Nicolás Moratín, o El jardín de Venus, de Samaniego.
En cualquier caso, parece claro que el proceso de la literatura en los siglos XlX y XX es el de una progresiva apertura en la inclusión de términos malsonantes, obscenos, escatológicos, etc. Una de las novedades que proclama el Romanticismo es la sinceridad, la verdad. Para Vigny, por ejemplo, «la verdad debe ser elevada a potencia superior e ideal». Según eso, el nuevo estilo que propugnan los románticos está hecho de verdad y libertad, supone romper con los tabúes de lo tradicionalmente considerado como correcto.
Por supuesto, esta progresiva apertura en lo literario coincide de modo natural con la evolución de las costumbres, con la quiebra del puritanismo. En Galdós, pese a su realismo, la profundidad en el análisis del alma humana va unida al extremo pudor lingüístico; sus novelas están llenas de pintorescos eufemismos. Por eso, el Naturalismo propugnará, entre otras cosas, una mayor crudeza en la expresión de lo fisiológico.
A partir de ahí... todos los «ismos» de nuestro siglo han supuesto, entre otras cosas, una ampliación de lo aceptado como artístico: situaciones y palabras. A veces, como en el famoso «Merde!» que inicia el Ubu, de Jarry, se trata de escandalizar a los bienpensantes. En general, no es sino un intento de reflejar más verazmente la auténtica realidad. Y, por supuesto, en los casos de talento literario (Henry Miller, por ejemplo, o Camilo José Cela), con materiales en principio no elevados se pueden construir obras literarias de gran belleza.
Resulta curioso comprobar cómo, a lo largo de nuestro siglo, todas las sucesivas vanguardias estéticas han acusado a la literatura «establecida» de falsear la auténtica realidad al mutilarla, limitándose sólo a alguno de sus aspectos. Lo más curioso, claro, es que los fiscales de ayer pasan hoy a ser los acusados. Desde esta perspectiva cabe preguntarse con qué rigor se juzgará, mañana, el «puritanismo» de la literatura actual y qué nuevas cotas de libertad expresiva se intentarán alcanzar.
Por otro lado, no hay que pensar sólo en el escritor que refleja en su obra un determinado lenguaje, sino también en el que lo crea: unas veces, atribuyendo sentidos nuevos a las palabras ya existentes o imaginando metáforas innovadoras; otras, formando por composición nuevas palabras. Se ha estudiado ampliamente, por ejemplo, la labor de ampliación y enriquecimiento del léxico poético que realiza Góngora. A la vez que él, el «desgarrón afectivo» de Quevedo (Dámaso Alonso) actúa sobre el lenguaje de una manera que hoy calificaríamos de expresionista. En el mundo de la novela contemporánea, James Joyce es un ejemplo claro de innovador lingüístico; a su escuela pertenece, por ejemplo, en nuestro país, Luis Martín Santos, cuando habla de que algo es «mideluéstico» (del Middle West norteamericano), o de la «avagarnez» de una chica (su belleza, parecida a la Ava Gadner).
El movimiento, muchas veces, es de ida y vuelta. Arniches, por ejemplo, no se limita—como se creía tradicionalmente— a reflejar con exactitud el lenguaje castizo madrileño. Como ha mostrado impecablemente Manuel Seco, no inventa, sino que engendra una nueva voz popular con la sustancia misma de las ya existentes; crea, pero dentro de los moldes mismos que usa el pueblo para crear él, por sí. Y, por supuesto, su creación repercute luego sobre el lenguaje del pueblo en las frases ingeniosas, las comparaciones hiperbólicas, el chiste, el piropo, la chulería...
En nuestros días, el caso claro es el del «cheli». Forges, en los pies de sus dibujos, y Francisco Umbral, en sus artículos, han creado un nuevo lenguaje. Por supuesto, su creación tiene una base real, a la vez que conecta con un cambio de la sensibilidad colectiva y posee brillantez expresiva. Muchas de sus innovaciones son aceptadas socialmente por muchos que, no sólo las encuentran graciosas, sino que sienten que reflejan bien un estado de ánimo. Así, hemos incorporado al vocabulario habitual el piropo «maciza», el despectivo «carroza», la muletilla «lo cual que», o expresiones como «tío», «cuerpo», «mola total», «truca cantidubi», «tronco», «largar», «la pastizara», «el personal», etc.
Así pues, volviendo al hilo del discurso, la literatura es obra de arte hecha con palabras, sin que esto suponga sujeción a ningún criterio estético previo. Mejor que de «belleza», quizá, sería conveniente hablar de necesidad profunda, cuando la obra de arte es auténtica. Como afirma Charles Morgan, «el arte es un informe de la realidad que no puede expresarse en otros términos». Y, como tal arte, tiene la pretensión de totalidad, de autosuficiencia, sin necesidad de más justificaciones. En L'inmoraliste, André Gide proclama que, «en arte, no hay problemas para los cuales la obra de arte no sea solución suficiente».
Tratemos de concretar un poco más, en el arte literario. Una vía puede ser la descriptiva, de la enumeración de elementos. Desde un punto de vista muy concreto, cabe recordar que la literatura, como todo fenómeno semiótico, precisa de cuatro elementos:

1) Un autor, que crea o maneja un signo con intención significativa.
2) El signo.
3) Su significado.
4) Un receptor.

Con gran brillantez, un crítico español actual, Gonzalo Sobejano, resume muchas discusiones teóricas distinguiendo cuatro elementos básicos: «Si la obra literaria puede definirse como el resultado artístico que, desde una actitud, revela un contenido, en una estructura, a través del lenguaje, los elementos integrantes —y siempre integrados— de toda obra literaria serán, dada la suficiencia estética, esos cuatro: actitud, contenido, estructura y lenguaje». La posición enumerativa me parece inteligente para evitar unilateralidades. Subrayemos, de todos modos, la salvedad que aparece de modo expreso: «dada la suficiencia estética». Sin ella, desde luego, no cabe hablar, en sentido estricto, de literatura.
La actitud nos llevará a hablar de la literatura y la visión del mundo o el mito. El contenido nos obligará a plantearnos la relación de lo literario con la moral y con la sociedad, el problema del compromiso —social, político, moral, consigo mismo...— del escritor y los límites de la literatura.
En cuanto a la estructura y el lenguaje, para evitar tecnicismos pedantes, digamos sólo que el arte (inefable) tiene una base técnica, que, ésa sí, se puede describir y hasta enseñar.
Esta visión casi artesanal de la literatura no debe hacernos olvidar su aspecto lúdico, mediante el cual se realiza íntegramente su naturaleza. Mejor que las citas de filósofos o psicólogos, nos bastará con una, definitiva, de un poeta, Antonio Machado:

¿Más, el arte?
Es puro juego,
que es igual a pura vida,
que es igual a puro fuego.
Veréis el ascua encendida.

Es bastante frecuente, hoy, oír hablar de la muerte de la novela, de la muerte del teatro... O, por otra vía, de la antinovela, de la antiliteratura... Todo esto es lógico sólo —me parece— como reacción contra formas que se consideran acartonadas, como revulsivo crítico. En realidad, si no me equivoco, esa presunta antiliteratura es imposible, en sentido estricto: será literatura de otro signo, si se quiere, pero literatura, al fin y al cabo. Sólo un concepto muy restringido del fenómeno literario, en el que de ningún modo quisiéramos caer, justificaría esa rotunda diferenciación. Y la historia nos muestra una y otra vez, con ironía implacable, que los vanguardistas que hoy parecen querer cortar todo nexo con la tradición se incorporan inevitablemente a ella, reciben honores académicos, son estudiados en las universidades... y rechazados radicalmente por los nuevos escritores. Así, a base de oleadas de presuntas «antiliteraturas», prosigue su camino la corriente plural de la literatura, por la que vamos todos los que emborronamos cuartillas.

Andrés Amorós. Crítico literario.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Thomas Mann: premio Nobel de Literatura 1929.


Thomas Mann (Alemania, 1875-1955)  


Novelista y crítico alemán, una de las figuras más importantes de la literatura de la primera mitad del siglo XX, sus novelas exploran la relación entre el artista y el burgués o entre una vida de contemplación y otra de acción. Mann, hermano menor del novelista y dramaturgo Heinrich Mann, nació en una antigua familia de comerciantes en Lübeck el 6 de junio de 1875. Después de la muerte de su padre, la familia se trasladó a Munich, donde se educó Mann. Fue oficinista en una compañía de seguros y miembro del comité de dirección de la revista satírica Simplicissimus, antes de dedicarse a la escritura como profesión. Estuvo influido por dos filósofos alemanes, Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche, aunque rechazaba las ideas de este último. En uno de sus últimos libros, Ensayos de tres décadas (1947), analiza sus propios escritos literarios rastreando las influencias de esos pensadores y de otros artistas. Las novelas de Mann se caracterizan por una reproducción precisa de los detalles de la vida moderna y antigua, por un profundo y sutil análisis intelectual de las ideas y los personajes, por un punto de vista distanciado e irónico, combinado con un profundo sentido trágico. Sus héroes son con frecuencia personajes burgueses que sobrellevan un conflicto espiritual. Mann exploró también en la psicología del artista creativo. Muchos cuentos cortos precedieron a la escritura de su primera novela importante, Los Buddenbrook (1901), que estableció su reputación literaria y se tradujo a numerosas lenguas. El tema de este libro, el conflicto entre el hombre de temperamento artístico y su entorno de clase media burguesa, volverá a reaparecer en sus cuentos Tonio Kröger (1903) y Muerte en Venecia (1912), llevado al cine por Visconti, y a la ópera por Benjamin Britten. En el `Bildungsroman` La montaña mágica (1924), su obra más famosa y una de las novelas más excepcionales del siglo XX, Mann somete a la civilización europea contemporánea a un minucioso análisis. Entre sus obras posteriores se encuentran los cuentos Desorden y dolor precoz (1925), sobre el amor paterno, y Mario y el mago (1930), en el que señala los peligros de la dictadura fascista y la cobardía intelectual, la serie de cuatro novelas basada en la historia bíblica de José, José y sus hermanos (1934-1944), y las novelas Doktor Faustus (1947), El elegido (1951) y Confesiones del estafador Felix Krull (1954). El escritor español Francisco de Ayala tradujo algunas de sus obras durante su exilio en Buenos Aires. Mann fue también un notable crítico literario. Entre sus escritos críticos se encuentra Consideraciones de un apolítico (1918), un ensayo autobiográfico en el que llega a la conclusión de que un artista debe estar integrado en la sociedad. Su propio compromiso le llevó a la pérdida de la nacionalidad alemana en 1936 —a pesar de que había recibido en 1929 el Premio Nobel de Literatura— principalmente por su novela Los Buddenbrook, y eso que desde 1933 se exilió de Alemania, con la llegada de Adolf Hitler. Mann se refugió primero en Suiza y después en los Estados Unidos (1938), de donde se hizo ciudadano en 1944. En 1953 se estableció cerca de Zurich (Suiza), donde murió el 12 de agosto de 1955. Fue padre del autor Klaus Mann y de la escritora y actriz Erika Mann.

Fuente:NN.

El fallo de la ACADEMIA SUECA dictaminó que se le otorgaba a Thomas Mann el PREMIO NOBEL DE LITERATURA por: ""principalmente por su grandiosa novela, Los Buddenbrook , la cual ha ganado un reconocimiento continuamente creciente como una de las obras clásicas de la literatura contemporánea".

Transcribo el primer capítulo del DR FAUSTUS de Thomas Mann, quizá la obra más densa y ambiciosa del escritor alemán.

"THOMAS MANN

 Doktor Faustus





Título original: Doktor Faustus
Traducción: Eugenio Xammar
© Editorial Sudamericana, S.A., 1984
 
 I

 Aseguro resueltamente que no es en modo alguno por el deseo de situarme en primer lugar que hago preceder de algunas palabras sobre mí mismo esta crónica de la vida del difunto Adrián Leverkühn, esta primera y ciertamente sumaria biografía de un hombre querido, de un músico genial que el destino levantó y hundió con implacable crueldad. Me empuja a hacerlo únicamente la suposición de que el lector mejor diré: el futuro lector, ya que por ahora no existe la más leve probabilidad de que mi original llegue a ver la luz pública, a no ser que un milagro permita hacerlo salir de nuestra Europa, fortaleza asediada, para llevar a los de afuera un soplo de los secretos de nuestra soledad, únicamente, repito, la suposición de que el lector deseará conocer, aunque sólo fuere superficialmente, algo sobre el quién y el cómo del que esto escribe, me impulsa a apuntar, a modo de introducción, algunos datos sobre mi persona aun temiendo, claro está, que con ello he de suscitar en el lector la duda de si ha caído en buenas manos, es decir, si en atención a lo que ha sido mi vida soy el hombre indicado para una tarea hacia la cual me atraen los impulsos del corazón mucho más que una afinidad cualquiera de temperamento.
 Vuelvo a leer las líneas que preceden y no puedo dejar de observar en ellas cierta inquietud y una respiración difícil, signo evidente ambas del estado de espíritu en que me encuentro hoy, 27 de mayo de 1943, dos años después de la muerte de Leverkühn, quiero decir dos años después del día en que de las profundas tinieblas de su vida descendió a la más profunda noche, cuando, en Freising del Isar y en la modesta pieza que desde largos años me sirve de cuarto de trabajo, tomo asiento con el propósito de empezar a narrar la vida de mi desdichado amigo que ahora descansa así sea en la paz de Dios. Signo de un estado de espíritu, digo, en el que se mezclan del modo más oprimente el deseo impetuoso de contar lo que sé y el temor a las insuficiencias de mi trabajo. Creo poder decir que soy hombre de temperamento moderado, sano, humano, inclinado a la templanza, a la armonía, a la razón, un estudioso, un «conjurado de las legiones latinas» no desprovisto de enlace con las bellas artes (toco la viola de amor), en suma, un hijo de las Musas, según el sentido académico de la expresión, que gusta de considerarse como un descendiente de aquellos humanistas alemanes que se llamaron Reuchlin, Crotus von Dornheim, Mutianus y Eoban Hesse. Sin pretender, ni mucho menos, negar el influjo de lo demoníaco en la vida humana, lo he considerado siempre como extraño a mi ser, lo he eliminado instintivamente de mi panorama universal y nunca he sentido la más ligera inclinación a entrar temerariamente en contacto con las fuerzas infernales, ni mucho menos la de provocarlas con jactancia o de ofrecerles mi dedo meñique cuando han llegado hasta mí sus tentaciones. En aras de ese sentimiento he consentido sacrificios, tanto en el orden ideal como en el del aparente bienestar, y es así como sin vacilación, renuncié un día a mi querida profesión docente sin esperar a que fuera patente la demostración de su incompatibilidad con el espíritu y las exigencias de nuestra evolución histórica. Desde este punto de vista estoy contento de mí, Pero esta resolución, o si se quiere limitación, de mi persona moral, no hace más que reforzar las dudas que abrigo sobre mi idoneidad para la tarea que trato de emprender.
 Apenas acababa de poner en movimiento la pluma y ya se le había escapado una palabra que secretamente me dejó sumido en cierta confusión: la palabra «genial». Hice referencia al genio musical de mi difunto amigo. Sin embargo, esta palabra, «genio», aun cuando extremada, es eufónica, noble y sanamente humana, y a hombres como yo, aun cuando privados de entrar por sí mismos en tan elevadas regiones y sin haber jamás pretendido ingresar en la gracia del divinis influxibus ex alto, del soplo divino venido de las alturas, nada debiera razonablemente privarles de hablar y tratar de lo genial con un sentimiento de gozosa contemplación y respetuosa confianza. Así parece. Y no obstante, es innegable, y nadie ha pretendido negarlo nunca, que en esa radiante esfera la participación de lo demoníaco y contrario a la razón es inquietante; que existe una relación, generadora de un suave horror, entre ella y el imperio infernal, y que los mismos adjetivos que he tratado de aplicarle, «noble», «humanamente sana», «armónica», no acaban de encajar perfectamente, incluso cuando he de reconocerlo aunque no sin dolor se trata de una sublime y genuina genialidad, dada, o impuesta, por Dios, y no de una genialidad adquirida y perecedera, de la consunción pecaminosa y enfermiza de dones naturales, del cumplimiento de un oneroso contrato de enajenación...
 Me interrumpe aquí un sentimiento de insuficiencia y de inseguridad artística que me avergüenza. No es probable que el propio Adrián, en una de sus sinfonías, pongo por ejemplo, hubiese indicado semejante tema tan prematuramente; en todo caso, lo hubiese hecho en forma delicadamente oculta, apenas perceptible, y anunciándolo desde lejos. Lo que a mí me decidió a descubrirme podrá parecerle, por otra parte, al lector, una oscura y discutible indicación y a mí mismo como una forma grosera de entrar en materia sin rodeos. Para un hombre como yo es difícil, y en cierto modo casi frivolo, adoptar sobre una cuestión que estima vital y que le quema los dedos el punto de vista del artista compositor y tratarla con la natural ligereza del músico. Así se explica la prisa con que he tratado de establecer una diferencia entre el genio puro y el genio impuro, diferencia que proclamo únicamente para poner en seguida en duda si es, en efecto, auténtica. En verdad, la experiencia me ha obligado a reflexionar sobre este problema con tanto ahínco y tal esfuerzo de penetración, que a veces he tenido la espantosa sensación de sentirme como arrancado del valle natural de mis pensamientos y de sufrir una «impura exaltación» de mis dones naturales...
 Me interrumpo de nuevo para recordar que si he dado en hablar del genio y de su naturaleza, como sometida, en todo caso, a influencias demoníacas, ello ha sido tan sólo para preguntarme, con desconfianza, si poseía para mi tarea las afinidades necesarias. Diga ahora cada cual, contra los escrúpulos de conciencia, lo que yo mismo no dejo de decir. He tenido ocasión de pasar largos años de mi vida junto a un hombre genial, el héroe de esta narración, de cuya confianza fui depositario. Le conocí desde su niñez, fui testigo de su carrera y de su destino, colaboré modestamente en su obra de creación. Soy autor del libreto de una ópera inspirada en la comedia de Shakespeare «Penas de Amor Perdidas», obra juvenil, llena de atrevimiento, y asimismo aconsejé a Leverkühn en la preparación de los textos de la «suite» operática grotesca «Gesta Romanorum» y del oratorio «Revelación de San Juan Teólogo». Esto por una parte, o si se quiere por ambas partes. Me encuentro, además, en posesión de papeles, apuntes de inestimable valor, que el desaparecido, en días venturosos, o relativamente venturosos, me legó, por última voluntad, y a mí y a nadie más que a mí, y de los cuales pienso servirme, no sólo como base para mi relación, sino en forma de extractos, debidamente elegidos. Finalmente, y en primer lugar, porque es el más válido de los motivos, si no ante los hombres, cuando menos ante Dios: le quería. Con aversión y con ternura, con compasión y con admiración rendida, sin preguntarme siquiera si mis sentimientos eran en lo más mínimo correspondidos. Seguro es que no lo fueron. Al legarme los manuscritos de sus composiciones y su diario, lo hizo en términos reveladores de una confianza amistosa y objetiva, podría decir protectora y desde lugeo para mí honrosa en mi corrección, escrupulosidad y fidelidad a su memoria. Pero, ¿cariño? ¿A quién pudo haber querido ese hombre? Quizás, en tiempos pasados, a una mujer. Puede ser que a un niño, en las postrimerías de su vida. ¿A ese muchacho, ligero y simpático, inexperimentado y siempre dispuesto a servir, a cuya devoción correspondió con un desvío que fue la causa de su muerte? ¿A quién abrió su corazón, a quién permitió jamás que penetrara en su vida? Adrián no era hombre para eso. Su indiferencia era tal, que apenas si se dio cuenta nunca de lo que ocurría en torno suyo, de la sociedad en que se encontraba, y si raramente se dirigía a un interlocutor por su nombre, me da a pensar que era porque las más de las veces lo ignoraba, aun cuando el ignorado tuviera derecho a suponer lo contrario. Me inclino a comparar su soledad con un precipicio, en el cual desaparecían, sin ruido ni rastro, los sentimientos que inspiraba. En tomo suyo reinaba la frialdad palabra de que él mismo se sirvió en ocasión monstruosa y que ahora no puedo emplear sin sobrecogerme. La vida y la experiencia pueden prestar a ciertos vocablos un acento totalmente extraño a su cotidiana significación y coronarlos de un nimbo de espanto que sólo pueden comprender aquellos que hayan descubierto su sentido más aterrador".

martes, 1 de mayo de 2012

Premio Cervantes 2004 RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO Narrador y ensayista español (Roma, 1927)




Premio Cervantes 2004
RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO
Narrador y ensayista español
(Roma, 1927)
Hijo del escritor Rafael Sánchez Mazas y de la italiana
Liliana Ferlosio. Hizo estudios preparatorios de
arquitectura pero los abandonó para estudiar
Filología en la Universidad Complutense de Madrid,
donde obtuvo el doctorado en Filosofía y Letras. En esta universidad conoció a los
escritores Carmen Martín Gaite (con quien estuvo casado), Ignacio Aldecoa, Alfonso
Sastre y Jesús Fernández Santos, y con ellos fundó la Revista Española. Hizo también
algunos estudios en la Escuela Oficial de Cinematografía.
Comenzó su labor literaria publicando relatos en revistas, a finales de los años 40, y en
1952 publicó su primer libro, Industrias y andanzas de Alfanhuí, relato que llamó la
atención por la pulcritud del estilo y el interés argumental. Es la historia de un niño al
que expulsan de la escuela por escribir en un alfabeto ininteligible. A la expulsión se
une el encierro en un cuarto por parte de su madre. Poco a poco, Alfanhuí irá
componiendo su propia realidad a través de extrañas andanzas que lo alejan de la
órbita de la norma y el castigo.
Sin embargo, la fama de Rafael Sánchez Ferlosio va unida a El Jarama (Premio Nadal
1955 y Premio de la Crítica 1956), una novela donde se narran las vivencias de un
grupo de jóvenes durante dieciséis horas en una jornada de domingo, a orillas del río
que da título al libro. El autor recogió con minuciosa exactitud las acciones de esa
colectividad, los diálogos vulgares con sus peculiares modismos y giros populares, y
recreó ante los ojos del lector el mundo juvenil casi con relieve cinematográfico. A esta
novela se le han dedicado numerosos estudios científicos y lingüísticos, por
considerarla un hito en la historia de la literatura de la posguerra, aunque el autor
reniega de ella.
Pronto, con tan sólo dos obras escritas, Sánchez Ferlosio alcanzó fama mundial como
novelista contemporáneo. Ferlosio es autor también de los relatos Y el corazón caliente
(1961) y Dientes, pólvora, febrero (1961).
Posteriormente el autor abandonó el género narrativo por mucho tiempo, durante el
cual su contribución a la literatura española se limitó a su labor periodística y a sus
ensayos. El primer ensayo salido de su pluma se tituló Personas y animales en una fiesta
de bautizo (1966). Uno de los ejemplos típicos de la reflexión crítica ferlosiana fueron los
dos volúmenes de Las semanas del jardín (1974), que constituye un análisis erudito
sobre las técnicas y los recursos narrativos.
Su regreso a la narrativa vino testimoniado por la novela El testimonio de Yarfoz (1986),
un largo relato que se presenta inacabado sobre una civilización con una elevada
competencia hidráulica, en un territorio que el lector puede situar en la comarca
probablemente legendaria de Mantua, entre Alcalá de Henares, Titulcia y Madrid. El
testimonio de Yarfoz servía de metáfora a una utopía que no propone expresamente
lecciones y vagamente destinada al fracaso y la decadencia.
En ese prolífico año de 1986, Ferlosio también publicó los ensayos Mientras no cambien
los dioses nada ha cambiado, Campo de Marte, La homilía del ratón y El ejército
nacional. En 1992 publicó, en dos extensos volúmenes, sus Ensayos y artículos, en el que
también figuraban textos inéditos y, en 1993, el libro de aforismos Vendrán más años
malos y nos harán más ciegos, con el que ganó los Premios Nacional de Ensayo y
Ciudad de Barcelona en 1994.
Adscrito a la corriente del realismo social de la posguerra española, su obra se
caracteriza por constituir una implacable crítica al poder. Sus últimas obras son las
recopilaciones de ensayos y artículos Esas Yndias equivocadas y malditas (1994), El
alma y la vergüenza (2000), La hija de la guerra y la madre de la patria (2002) y Non
olet (2003), donde analiza diferentes temas que se ven de algún modo tamizados por
aspectos pecuniarios: desde la globalización al mercado de trabajo, desde la
mercadotecnia a la publicidad, pasando por la lucrativa cultura del ocio.
Sus últimos trabajos, hasta la fecha, son la colección de relatos El Geco (2005) y Sobre
la guerra (2007), una original y coherente aproximación al fenómeno de la violencia.
Sánchez Ferlosio ha escrito además poesía, cuentos, narración breve y ha traducido
diversas obras, como Milagro en Milán, del guionista italiano Cesare Zavattini, Víctor
del Aveyron, de Jean Itard, o Les enfants sauvages, de Lucien Malson. En los últimos
años se ha dedicado, sobre todo, a los artículos periodísticos y al ensayo, por
considerar que no le llegaba la inspiración suficiente para una novela.
Además de los premios ya mencionados, Sánchez Ferlosio ha recibido los siguientes
reconocimientos: Primer Premio Francisco Cerecedo por su artículo "La conciencia del
débil se lava en sangre", publicado en diciembre de 1982 en el diario El País (1983);
Premio Comunidad de Madrid en reconocimiento a "toda una vida dedicada al arte",
en la categoría de literatura (1991); doctorado honoris causa de la Universidad La
Sapienza de Roma, "por sus altísimos méritos culturales" (1992) -su discurso de
aceptación fue dedicado a la “Ritualización de la cultura”-; Premio Nacional de
Ensayo, por su libro de aforismos Vendrán más años malos y nos harán más ciegos
(1994); doctorado honoris causa de la Universidad Autónoma de Madrid; Premio
Mariano de Cavia de periodismo por su artículo “Catarsis” (2002); Premio Francisco
Valdés de periodismo por el artículo “Soberbia obliga” (2003) y el Premio Cervantes
(2004).


CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 2004
Discurso de RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO


Una mañana de verano del 59, paseando mi hija y yo por el Retiro, al cruzar por el
trecho que separaba el quiosco de la música del antiguo escati de baldosines, oí de
pronto unas voces que venían de entre los árboles, en las que reconocí el falsete
característico de los actores de guiñol.
En mis tiempos era muy difícil encontrar un padre joven, medianamente instruido, que,
en el trato con sus hijos, no se creyese un pedagogo consumado. Ella no había cumplido
los tres años y medio, y no podía haber reconocido aquellas voces, porque nunca había
asistido a un espectáculo de guiñol ni a ningún espectáculo en absoluto. Así que su
ignorancia me dio tiempo de dudar : ¿la llevo o no la llevo?.
Y aquí no es necesario recordar hasta qué punto la cuestión de la conveniencia o
inconveniencia pedagógica, social y hasta política de los espectáculos públicos en
general ha sido en Occidente un asunto moral que se remonta cuando menos a Platón.
Tal tradición moral no me era ajena, porque los hombres cambian o querrían cambiar,
pero las instituciones, y entre ellas los espectáculos, permanecen perversamente
idénticas. Pero ya se sabe que la situación concreta suele ablandar las doctrinas
profesadas, y ella solía mostrarse muy agradecida ante cualquier novedad. Estábamos a
no más de unos quince metros de las primeras líneas de castaños de detrás de las cuales
venían aquellas voces; yo la tenía cogida por la mano y le dije : “Ven; vamos al teatro”.
Naturalmente, la función –una pieza de reír- estaba ya más que empezada, pero ella
entró al instante, sin un punto de asombro, en su propio ser, riendo ya con la primera
frase de la manera más natural del mundo, donde lo que se me hacía más sorprendente
era que no considerase necesario preguntarme absolutamente nada. Fui yo el que tuve
que preguntarme para mis adentros : “¿Pero qué clase de espectáculo está viendo esta
criatura?: Hemos llegado con la obra ya empezada o avanzada, y ella se está riendo y
divirtiendo con cada paso –o frase- como una unidad que se bastase a sí misma sin un
contexto del que tomase significación; una unidad completa dentro de sí, que no se
cumplía como un eslabón dentro de una cadena causal con un antes y un después. Pero
eso no comportaba para ella ninguna deficiencia o insuficiencia, sino, por el contrario,
una autosuficiencia de la significación, del puro decir en sí, emancipado de cualquier
impleción en un campo de sentido.
He elegido justamente la palabra “campo”, para servirme de la analogía metafórica que
ofrece la noción “de campo magnético”. Así como un puñado de virutas de hierro que
yacen inertes e independientes las unas de las otras se erizan de pronto y se disponen y
orientan todas ellas en un único sentido bajo la acción del campo magnético de un imán,
de análoga manera el “campo de sentido” de la contextualidad lingüística apresa y


CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 2004
Discurso de RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO


orienta las significaciones en un único sentido; y es esta orientación unívoca y bien
determinada lo que produce lo que llamamos un “argumento”.
Faltaba, pues, totalmente, un argumento, pero, sin éste, había para ella otra cosa
completa, que se colmaba plenamente y aun se hacía perceptible precisamente liberada
del sentido. En un texto antiguo señalaba yo la acción deletérea del sentido, cuando
venía forzadamente impuesto. Decía así : “Cuando no queda ningún dato gratuito,
ninguna ramificación que no revierta al texto motivante y motivado, ninguna
circunstancia que no ejerza su estricta determinación causal, aparece invertida la
relación entre facticidad y sentido, con el efecto de que la primera, que había de ser
justamente lo explicado, queda desnaturalizada y convertida en ilusoria, como un mero
soporte sensorial de su propia explicación: el qué no es ya más que el fantasma o el
ruido del porqué”. (Hasta aquí la cita) La idea era la de que el sentido anula la
contingencia de los hechos, los despoja de su facticidad y los degrada a datos.
Aristóteles, en su defensa del argumento, percibe claramente el achaque de la historia :
su deficiencia en conexiones lógicas; pero al preferir el tipo de argumento que aporta la
ficción, siempre mejor o peor trabado, y apagar la contingencia, parece buscar la paz del
alma, eligiendo, frente a la turbadora turbulencia de los hechos, la limpia e inteligible
consecuencia lógica. El amor a la consecuencia o congruencia se revela como un
sedante estético: al estridente, rayante, chirriante, incomprensible, zumbido y frenesí de
un mundo malo, todos prefieren la música. Así Aristóteles, hijo de médico, recetaba la
medicina de la racionalidad de una forma que no era más que un placebo frente a un
mundo que seguía imperando como pura sinrazón. En su Estética, a despecho de su
inmenso talento, Aristóteles era ya un buen burgués, que prefería la injusticia al
desorden. Siguen, pues, la doctrina aristotélica los autores que dicen que la ficción
revela mejor que la crónica la naturaleza de los hechos. Hasta un político ideólogo que
dice “hay que ser consecuentes”, busca un arreglo estético. La tan elogiada
“consecuencia” es, a menudo, vanidad ideológica.
Salíamos ya por la cancela del Retiro, y la niña me dio un indicio más de cómo no
importaba nada la falta de argumento: venía la mar de divertida con cierto personaje, del
que repitió una frase, y con un curioso error : “no me des más en la cabeza, que la tengo
muy dolorosa”. Comprendí que la frase se bastaba a sí misma como manifestación. Sí,
“manifestación” era la palabra. Parecerá mentira, pero sólo aquella mañana se me reveló
que la pura manifestación era una función independiente, autónoma, autosuficiente de la
lengua, y que, en aquella pieza de reír, el argumento no era más que un soporte
pretextual destinado a dar pie para que los personajes se manifestaran.
Esto me remitió enseguida a los personajes de tebeo: de éstos se recordaba vivazmente
la manifestación, ¿pero quién podía acordarse de algún argumento?. A la llamada del
paradigma “personajes de manifestación” empezaron a bajar de las montañas –y
específicamente de la literatura de reír- los personajes de tebeo, los payasos del circo,
Charlot, los distintos repartos de marionetas italianas o francesas, con nombres
permanentes, y, por supuesto, DON Quijote y Sancho Panza.
Sólo años después llegó a mis manos el ensayo de Walter Benjamin, “Destino y
Carácter”. Aquí, lo primero que hace el autor es separar netamente ambas nociones y
sobre todo su conexión, al parecer originariamente derivada de una oscura
interpretación de una oscura sentencia de tres palabras de Heráclito el oscuro. Al cabo
de lo cual, cita una frase de Nietzsche, que me fue decisiva ; ésta : “el que tiene carácter
tiene también una experiencia que siempre vuelve”. “Y esto significa –comenta
Benjamín- que si uno tiene carácter, su destino es esencialmente constante; lo cual, a su
vez, significa –y esta consecuencia ha sido tomada de los estoicos- que no tiene
destino”.
A la anécdota semanal del personaje de tebeo la llamamos “historieta”, casi como
queriendo recortarle o rebajarle la cualidad de historia, que comportaría un argumento.
La historieta no es más que un argumentillo ocasional, que se tira después de usarlo, o
sea de haber servido de catalizador de la manifestación y lo que se manifiesta es el
carácter. Ha habido personajes de manifestación, o digamos ya “de carácter”, cuyo
carácter se cumplía plenamente en el ámbito visible. El genio máximo ha sido Charlot,
que anduvo ya sobrado con el cine mudo. Pero en la escritura nunca bastará la
descripción del gesto, y será la palabra dicha por el personaje, la palabra plena,
significante, holgada, la que traiga en sí misma el componente más completo y más
específicamente humano de la manifestación del carácter.
Así habían sabido verlo los lectores de la primera parte del Quijote, según el testimonio
del bachiller Sansón Carrasco, en uno de los primeros capítulos de la segunda parte,
cuando a preguntas del propio Don Quijote sobre si el autor promete una segunda parte,
contesta que hay quienes no la esperan ni la desean, pero que otros decían : “vengan
más quijotadas, embista Don Quijote y hable Sancho Panza, y sea lo que fuere, que con
eso nos contentamos”. Y aquí, dado que aunque Sansón Carrasco esté hablando dentro
de la novela sabemos que es una noticia que Cervantes mete desde fuera de ella, no
puedo por menos de encarecer la importancia capital de ese “hable Sancho Panza”,
como un testimonio revelador de hasta qué punto los lectores de la primera parte habían
reconocido clarividentemente a Sancho Panza como un personaje de manifestación, o
sea como un personaje de carácter. Por supuesto que también lo es Don Quijote, pero
bajo una condición peculiarísima que enseguida se verá.
La manifestación del carácter en su plenitud, que es igual que decir “en su gratuidad”,
es privilegio eminente de la comedia. La palabra “drama” quiere decir precisamente
“acción”, y es la acción, la acción con sentido, la proyección de intenciones y designios,
los trabajos racionalmente dirigidos al logro de los fines lo que constituye un
“argumento” en el sentido fuerte, y no pertenece por lo tanto al orden del carácter, sino
al orden del destino.
“Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene juridición la hambre, merced al
rico Camacho. Apeaos, y mirad si hay por ahí un cucharón y espumad una gallina o dos
y buen provecho os haga”. Tal es la respuesta que recibe Sancho Panza de uno de los
cocineros de Camacho, cuando al acercarse a los fuegos de una gran cocina extendida
en el suelo al aire libre, viendo toda aquella abundancia, “tutta quella grazia di Dio” -
como habría dicho un italiano-, saca un mendrugo de pan y le pide al cocinero, “con
corteses y hambrientas razones” tal como dice literalmente el texto, que le permita
mojarlo en la salsa de una de las ollas. Estamos en el momento culminante de toda la
novela, en su punto solar.
Y de una manera más manifiesta que en ningún otro pasaje, la prosa de Cervantes se
deja blandamente suscitar y conducir por la atmósfera de la fiesta y la abundancia
hallando las palabras que concuerdan con la manera, con el gesto, con la luz en que
aparecen, o vislumbramos que tendrían que aparecer, las cosas en el orden del carácter,
en el reino de los bienes, en el tiempo consuntivo, allí donde la juridición de la hambre
ha quedado suspendida : “y mirad si hay por ahí un cucharón y espumad una gallina o
dos y buen provecho os haga”. Así, abandonado, tirado por ahí, entre el desorden y la
confusión de lumbres y calderos, debe de haber algún cucharón, que ni siquiera llega a
ser “EL cucharón”, porque sólo se tiene idea de que alguno había o tendría que haber o
parece verosímil que lo haya. Las cosas huelgan sueltas, desligadas las unas de las otras,
yacen desperdigadas sin que nadie las tenga sometidas a control. Lo mismo vale para
“una gallina o dos”, porque dos gallinas son una gallina, y una gallina dos gallinas son;
los bienes no tienen cuenta; si se usa el número, una gallina o dos, es sólo porque vienen
en cuerpos discontinuos, pero en la indiferencia, en esa misma dejadez del “una o dos”,
el propio número se anula virtualmente, incoando un continuo “gallina” tal vez un poco
a la manera de aquel “tigre continuo” que inventó el talento de Jorge Luis Borges. Mas
no son todos los tiempos unos.
En la “juridición de la” hambre, en el tiempo adquisitivo, de los valores, en el orden del
destino, rige el principio burocrático de “un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio”
y es intolerable que el cucharón no esté donde tiene que estar. Las gallinas, por su parte,
están contadas, contabilizadas, controladas, y no sólo por si sobreviene una mortandad
avícola y llegan a ser demasiado pocas y hay que racionarlas, sino también por si viene
un año demasiado próspero y las gallinas aumentan más de lo debido, y hay que
sacrificar las excedentes en aras de lo que hoy suele llamarse “creación de riqueza”,
porque entre ésta y el remedio de las carencias humanas, o sea entre los valores y los
bienes, hay un antagonismo irreductible.
Cuando se celebraron las Bodas de Camacho regía una tregua entre flamencos y
españoles; Cervantes no vivió para conocer la reanudación de aquella guerra, que había
hecho acuñar a los españoles el lema aquel : “Italia mi ventura, Yndias mi desventura,
Flandes mi sepoltura”, ni conoció la atribulada corte de Felipe IV, en la que fue
Velázquez el que tomó, magistralmente, su puesto como paladín del carácter. Ahí está
su galería : el Bobo de Coria, el Niño de Vallecas, el Primo, Pablillos de Valladolid y
otros, y hasta una mujer, Mari Bárbola, que hace la corte a la Infanta en “Las Meninas”.
Son personajes inmóviles en la pintura y en la historia; ni tan siquiera la edad que
representan es ya la cuenta de sus años, sino un rasgo permanente de su fisonomía.
Están en Palacio sin más función, sin más servicio al Rey que su presencia; sin ayer, sin
mañana, sin historia. Frente al cárdeno horizonte de tormenta que hace el fondo del
retrato del Conde Duque de Olivares, personaje de destino si los hay, los fondos de los
cuadros de nuestros personajes de carácter son neutros, cercanos, sin horizonte alguno.
Su servicio al melancólico Rey es amortiguar, distraer, ahuyentar, exorcizar, la ominosa
galerna del destino que amaga más allá del Guadarrama. Porque el halcón del destino,
señor de la Historia, lo trae ahora, firmemente agarrado a la luva de cuero en su muñeca,
Richelieu.
En esa atmósfera macilenta de los cuadros de Velázquez muchos han creído ver la luz
de lo que los historiadores llaman decadencia. A algunos autores de la llamada
Generación del 98 no les gustaban nada estos períodos que sentían como “estados de
postración” de España. Don Antonio Machado, por ejemplo, perpetuó ese rechazo con
aquel eslogan despectivo que aún se oye a veces hoy : “la España de charanga y
pandereta”. Y en la letra del verso dice de ella entre otras cosas : “Esa España inferior
que ora y bosteza,/ vieja y tahúr, zaragatera y triste;/ esa España inferior que ora y
embiste,/ cuando se digna usar de la cabeza.” La corrección que propone más abajo en
el mismo poema es una especie de “toma de conciencia histórica”, que dice así : “Mas
otra España nace,/ la España del cincel y de la maza,/ con esa eterna juventud que se
hace/del pasado macizo de la raza./Una España implacable y redentora,/ España que
alborea/con un hacha en la mano vengadora,/España de la rabia y de la idea”. Por su
parte, Don José Ortega y Gasset tiene una mirada compasiva para una nación en estado
de postración histórica: “¡Pobre la vida, falta de elásticos resortes que la hagan pronta al
ensayo y al brinco!.¡Triste la vida que, inerte, deja pasar los instantes, sin exigir que las
horas se acerquen vibrantes como espadas!”. Dice en “El origen deportivo del Estado”.
Y en esa misma idea viene a reincidir en “España invertebrada”, en este pasaje: “Mas
¿para qué, con qué fin, bajo qué ideas ondeadas como banderas incitantes?.¿Para vivir
juntos, para sentarse en torno al fuego central, a la vera unos de otros, como viejas
sibilantes en invierno?”. Pero donde más se explicita su inclinación hacia “lo histórico”
es donde habla de Hegel en el ensayo “Hegel y América”: ”Su filosofía es imperial,
cesárea, ghenghiskanesca. Y así ocurrió que, a la postre, dominó políticamente el Estado
prusiano, dictatorialmente, desde su cátedra universitaria”; y un poco más abajo
describe el talante de Hegel como “organizador de grandes masas y duro para la carne
de cañón”, y todavía, cuatro páginas más abajo, dice de él: “es un pensamiento de
Faraón, que mira el hormiguero de trabajadores afanados en construir su pirámide”.
Pues bien, precisamente en Hegel nos hemos de apoyar para poner un ejemplo o modelo
inmediatamente accesible a cualquier experiencia, que ilustre la oposición entre el orden
del carácter y el orden del destino. En uno de los pasajes más celebres y que más han
preocupado a toda suerte de lectores de la “Filosofía de la Historia” dice Hegel así :
“También al contemplar la Historia se puede tomar la felicidad como punto de vista;
pero la Historia no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en
ella páginas en blanco. Cierto que en la historia universal se da también la satisfacción,
pero ésta no es lo que se llama felicidad, pues es la satisfacción de fines que sobrepasan
los intereses particulares. Fines de importancia para la historia universal requieren
voluntad abstracta, energía, para ser mantenidos. Los individuos de significado para la
historia universal, que han perseguido esos fines, han encontrado ciertamente
satisfacción, pero han renunciado a la felicidad”. Hasta aquí la cita. Esta dualidad de
Hegel es una contraposición de términos totalmente antagónicos, y constituye el eje de
giro de estas mis teologías. Es cierto que, al menos en el castellano de hoy en día,
“felicidad” y “satisfacción”, vienen a usarse como palabras casi sinónimas. En
particular, el uso de “felicidad” encarece a menudo situaciones anímicas de
cumplimiento de designios, de autoafirmación del yo o, en fin, de eso que un sujeto
angloparlante suele celebrar con la exclamación “¡I did it!”, por ejemplo, la victoria en
un campeonato deportivo, pues no falta quien proclame esa victoria como “el día más
feliz de mi vida”. Lo cual me hace pensar si no será que en un mundo de sujetos cada
vez más dominados por el paradigma competitivo del “ganar y perder” el lugar de la
felicidad viene siendo usurpado y colmado por la satisfacción como única forma
conocida de contento humano.
En esa espléndida pieza de pintura que es la tabla derecha del tríptico “El Jardín de las
Delicias” de Ieronimus Bosch, “El Bosco”, pueden verse, entre las cosas que podrían
llevar a los hombres al infierno, unas cuantas, diminutas, figuras de niños y adultos,
calzadas con unas botas de cuchilla muy semejantes a los patines de hoy en día,
deslizándose, felices, por la superficie de una laguna helada. El placer de patinar es
ventajista : reside en gastar poco y lograr mucho, en la sensación corporal de liberación
de la gravedad, de ventaja sobre ésta, de ingravidez gratuitamente conseguida;
precisamente gratuita, como un don, como un bien. El que patina va y viene como
quiere, a la velocidad que quiere, pero, sobre todo, sin ir a ninguna parte y disfrutando a
cada instante durante el ejercicio.
El error de Huizinga, en su magnífica y ya clásica obra sobre el juego, “Homo ludens”,
estuvo en que, al haber tomado por punto de partida la oposición entre “juego” y
“seriedad” –contraposición que no debía de aparecer tan dudosa y cuestionable en los
tiempos de la obra de Huizinga como en los de la Guerra de Iraq- no se dio cuenta de
hasta qué punto cuando introduce el “agón”, o sea el principio competitivo, establece
una contraposición mucho más tajante y decisiva que la de juego y seriedad : la de
juegos competitivos y juegos no competitivos, o por usar el término griego de Huizinga
“agón”, juegos agónicos y juegos “anagónicos”.
De modo que ahora a dos de aquellos mismos patinadores “anagónicos” de la laguna de
El Bosco, les vamos a mandar los demonios del “agón” para que les susurren al oído :
“A ver quién corre más”. En esta era en la que todo es “desafío”, “challange” será
sumamente probable que nuestros patinadores caigan, entusiasmados, en la tentación.
Ya están contentos, ya tienen “algo por qué luchar”. Hemos entrado en el deporte
“agónico”, en el deporte con sentido y argumento, y, por tanto, en el orden del destino.
Lo relevante es la inversión total del aprovechamiento ventajista del terreno, puesto que
ahora, por el contrario, aquí el jugador somete a su propio cuerpo a la exigencia y la
violencia de aumentar el esfuerzo muscular hasta su máximo potencial de rendimiento;
en ciertos juegos de competición no es hiperbólico decir que el deportista trata su
cuerpo a latigazos como si fuese su propio caballo de carreras.
Si, ahora, imitando a Hegel cuando consideraba los inmensos sacrificios perpetrados en
el “ara de la Historia Universal” se preguntaba: “¿Para quién?, ¿para qué?”, nos
preguntamos nosotros lo mismo respecto de esos veintidós muchachos que se
autoinmolan todos los domingos en el ara sacrificial del balompié, la respuesta será, de
puro obvia, perogrullesca : “pues ¿para qué va a ser?. ¡Para ganar!. ¡Para ser los
primeros, los mejores!”; pero si nos detenemos a mirar el asunto un poco más, la
respuesta empezará a dejar de parecer tan obvia, para empezar a sonar un tanto
misteriosa. Y aun más misterioso tendría que resultar el que se estime y se alabe como
“entrega”, como “generosidad”, aun más nobles por la total carencia de utilidad, un
esfuerzo y un sacrificio que no responden más que al delirio solipsista, narcisista,
autista, del “¡I did it!”, del egocéntrico furor de autoafirmación de los sujetos, con toda
esa penosa jerga escolar del “espíritu de sacrificio”, y el “afán de superación” y la
“aspiración a la excelencia”.
El tiempo del deporte “agónico”, modelo del tiempo del destino, del que Benjamín dice
que “no tiene presente”, es el tiempo de la historia. Supuesto que por “historia” se
entiende aquel acontecer que está, como diría un periodista, “preñado de sentido”, que
es una bien trabada y consecuente sucesión argumental de designios propuestos,
perseguidos, contendidos en campos de batalla y alcanzados o frustrados, mal podría
caber en ella la felicidad, que, al no tener sentido, tampoco tendría una sola línea que
escribir. Salvo que hoy parece que el estigma de “lo histórico” ha penetrado e
inficcionado tan profundamente el mundo de la vida, que se ha apoderado de casi todas
las cosas y hechos de los hombres.
La racionalidad precaria y espectral de la idea de “destino” no admite ser denunciada de
frente como irracionalidad ni desautorizada señalándole “contradicciones”, porque
desciende de concepciones míticas, ajenas a nuestros usos de razón. Será, en cambio, un
refrán, el más espléndido, y a la vez más terrible, de los refranes castellanos, el que nos
dé la ilustración más aproximada de la indefinible noción de “destino”; dice así:
“El potro que ha de ir a la guerra, ni lo come el lobo ni lo aborta la yegua”.
Sólo aparentemente fue una feliz contingencia, un azar afortunado, el que no fuese
malparido por su madre, sólo aparentemente fue una suerte el que saliese bien librado
de las insidias y asechanzas de los lobos; en realidad, no eran hechos gratuitos o
fortuitos, sino que tenían una causa, una causa indefectible, que esperaba escondida
entre los pliegues de los días; y esa causa –que no parece causa- era que tendría que
morir en el campo de batalla, despanzurrado por una bala de cañón. Tal es la perversa
voz del destino, tal es la retorcida irracionalidad del que pretende racionalizar la
contingencia imponiéndole un sentido, una causa, un argumento. Tanto más admirable
resulta el inequívoco gesto del refrán, en la desesperada valentía de revolverse, no con
acatamiento ni con resignación, sino con todo el rencor de sus entrañas contra la cara de
un destino, cuyo poder, sin embargo, reconoce. Suena como un enconado renegar de un
mundo encadenado por la maldición de los nexos de sentido, un tiempo en el que nada
escapa a la condena de una toma de sentido, tal como exige el gobierno del orden del
destino.
Pero el talento del refrán, que es el talento de la lengua, del intelecto agente, afina aún
más, pues he aquí que las dos desgracias –la de ser abortado por la yegua y la de ser
comido por el lobo-, de las que el potro sale salvo, son desgracias de la vida, mientras
que la desgracia de ir a la guerra, en que hallará la perdición, es, en cambio, por
antonomasia, una desgracia de la historia. De esta manera, ya en el propio contenido del
refrán está especificada la naturaleza de la agresión y del despojo perpetrados por la
impostura del sentido y la imposición de un argumento, según requiere el orden del
destino, puesto que esa agresión y ese despojo vienen a ser representados, justamente,
con la imagen concreta de la desventura que sobre la vida arroja la mala sombra de la
historia.
Los grandes historiadores o filósofos de la historia, en especial los fundadores de la
Historia Universal –Polibio y veinte siglos más tarde el propio Hegel- vinieron a
reconocer virtualmente lo mismo que el refrán del potro reconoce, salvo que con la
diferencia capital de que, lejos de hacerlo con dolor y con rencor, lo hicieron con
rendido acatamiento, hasta constituirlo en método de sus concepciones: violentaron lo
contingente y lo sometieron a la necesidad, para darle a la historia un sentido, un
argumento, que la hiciese racional y comprensible. Así, Polibio elevó el destino, como
plan teleológico de la totalidad, a único y supremo portador y dador de sentido. El
“genghiskanesco” Hegel, por su parte, “duro para la carne de cañón”, como decía
Ortega, lo hace con soberana indiferencia o hasta olímpico desprecio hacia lo
contingente y lo particular. En un lugar de su obra dice así :
“Dios rige el mundo, y el contenido de su gobierno y el cumplimiento de su plan
constituyen la Historia Universal. La filosofía no aspira a otra cosa más que a
comprenderlo, pues sólo lo que de este plan se lleva a efecto tiene realidad, no siendo
más que corrupta existencia cuanto no sea conforme a ello. Ante la luz de esta idea
divina, que no es mero ideal, se desvanece todo lo aparente, como si el mundo fuera un
acontecer demente y necio.”
(Hasta aquí la cita)
“It is a tale/told by an idiot/full of sound and fury,/signifying nothing”.
Desde el ejemplo de los patinadores se ha querido ilustrar la contraposición antagónica
entre el orden del carácter y el orden del destino. Bueno, pues Don Quijote está en la
encrucijada, inevitablemente conflictiva, entre el orden del carácter y el orden del
destino. Que Don Quijote es un personaje de carácter es tan incuestionable como que lo
es su escudero Sancho Panza. Veamos en qué plano de virtualidad es también un
personaje de destino. El acto y el acta de constitución formal del personaje no pueden
ser más inequívocos y están exactamente en el segundo párrafo del Capítulo Segundo de
la Primera Parte y dice así:
“Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero iba hablando consigo mesmo y
diciendo: ¿quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a la luz la
verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga,
cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera?: ´apenas
había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa Tierra las doradas
hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus
harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada
aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del
manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote
de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y
comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel´. Y era la verdad que
por él caminaba”.
(Hasta aquí la cita)
Aquí está, pues, en el principio mismo, tal como corresponde, y de una vez por todas,
pues no se volverá a repetir, el auto de definición e instauración del personaje, dando
cuenta de la pauta por la que desde el orden del carácter todos sus hechos van a verse
virtualmente revestidos con las galas del orden del destino. Don Quijote va leyendo,
“como en profecía” –por usar una expresión del propio Cervantes en la dedicatoria del
Persiles- la narración futura de sus “famosos hechos”, pero con el detalle peculiar de
que lo que va leyendo está contando lo que en ese mismo instante viene haciendo. Don
Quijote es el caballero “aprés la lettre”; lo es por partida doble: la primera porque su
aventura es posterior y derivada de los libros de caballería, la segunda porque va
resiguiendo la lectura de su propia historia, que “ya está escrita”, o como justamente del
destino dice Benjamín “ya está en su lugar”. Sus hechos son, por tanto, mimesis,
imitación; de suerte que la suya no es una aventura ética, sino una aventura estética. Y si
se me admite que toda estética es una antigua ética, ello concuerda con el hecho de que
una de las notas que Cervantes tenía muy en cuenta –y lo dice varias veces- es que la de
hidalgo era ya una condición históricamente periclitada, o por decirlo en jerga de
sociólogo, socialmente disfuncional.
Finalmente, la sin par naturaleza de Don Quijote estaba en ser un personaje de carácter
cuyo carácter consistía en querer ser un personaje de destino. Sus acciones, en la
narración que simultáneamente se les superpone, aparecen transfiguradas precisamente
como destino. Pero en la misma medida en que tal transfiguración es producto de un
empecinado esfuerzo del carácter, no se trata, en modo alguno, de una especie de
hibridaje entre los dos órdenes. El ser personaje de destino es la obra de su carácter; por
eso, lejos de disminuir su condición de personaje de carácter, la confirma y reduplica.
Walter Benjamín observa que, al menos en la rigurosa concepción de los antiguos, el
destino carece de una vertiente que revierta sobre la felicidad. Viene aquí a coincidir, en
cierto modo, no sólo con la idea de Hegel, sino también con el sentir del ama de Don
Quijote. Pues cuando se están concentrando todos los indicios de que se fragua una
tercera salida, aquella sabia y excelente señora coge a parte a Don Quijote y le espeta:
“En verdad, señor mío, que si vuesa merced no afirma el pie llano y se está quedo en su
casa y deja de andar por los montes y por los valles como ánima en pena, buscando ésas
que dicen que se llaman aventuras, a quien yo llamo desdichas, que me tengo de quejar
a voz en grita a Dios y al Rey, que pongan remedio en ello”. Es muy de notar, aquí, la
expresividad del ama en su voluntad de poner entre ella y las aventuras la mayor
distancia posible : “ésas que dicen que se llaman aventuras”.
Cuando hace ya bastantes años le escribí una carta a Méjico a mi amigo don Jacinto
Batalla y Valbellido contándole esta cuestión del carácter y el destino, en el estado en el
que entonces se encontraba, me contestó con una postal que traía el palacio episcopal
del venerable don Vasco de Quiroga en Pátzcuaro y en la que, con el laconismo propio
de su perezosa ancianidad, se limitó a esta glosa: “El argumento se quedó parado y
sobrevino la felicidad”.

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