UN ARTE. (Introducción a la literatura).
En un trabajo justamente famoso, Robert
Escarpit ha intentado precisar el término «literatura», desde sus orígenes
hasta las distintas acepciones que se le han dado, a lo largo de los siglos: la
cultura, la condición del escritor, las «belles—lettres», las obras literarias,
la historia literaria, la ciencia literaria... En la segunda mitad del siglo
XVIII se produjo un cambio semántico decisivo: la palabra pasó a designar una
actividad de un sujeto y, de ahí, un conjunto de objetos. Ya a fines del siglo,
pasó a referirse al fenómeno literario en general, no circunscrito por
naciones: «literatura» llega así a ser la designación genérica que abarca todas
las manifestaciones del arte de escribir.
Por supuesto, hablamos hoy de «literatura»
refiriéndonos al conjunto de obras literarias de un país (literatura griega,
inglesa); de una época (literatura medieval, contemporánea); de un género
(literatura dramática, didáctica). Del mismo modo, podemos referirnos, también,
al estudio y análisis de la creación literaria.
Para no perdernos en matices semánticos ni en
teorías discutibles, quizá convenga buscar un punto de partida más firme. Ante
todo, recordemos que no estamos tratando de abstracciones sino de obras
concretas, producidas por el hombre. Rafael Lapesa nos proporciona la fórmula,
sencilla y clásica: «Obra literaria es la creación artística expresada en
palabras, aun cuando no se hayan escrito, sino propagado de boca en boca».
Me interesa mucho subrayar esto: la
literatura es una de las bellas artes y se singulariza, dentro de ellas, por
emplear como instrumento expresivo la palabra. Esto puede parecer elemental y
hasta obvio. Sin embargo, no creo innecesario recordarlo; sobre todo ahora,
cuando, huyendo como la peste del término «arte», muchos se limitan a
presentarla como una superestructura, un simple reflejo de fenómenos sociales o
un juego deshumanizado de estructuras y formas abstractas.
Obra de arte hecha con palabras... Pero, ¿qué
quiere decir esto? ¿A qué arte y a qué palabras nos estamos refiriendo? ¿No
estaremos poniendo unos límites demasiado rígidos para la realidad múltiple de
las obras literarias? Creo que no, si lo interpretamos con la adecuada
perspectiva histórica.
Al hablar de «arte» no estoy defendiendo, por
supuesto, ningún criterio de selección rígidamente neoclásico, la sujeción a
ninguna norma inmutable y excluyente. Todo lo contrario. La experiencia
histórica nos muestra de modo irrefutable cómo el concepto de arte ha variado a
lo largo del tiempo y, especialmente, se ha abierto a nuevas posibilidades en
la época contemporánea. Es bien sabido cómo, a partir de Duchamp, la intención
—y no la conformidad con cualquier canon o regla previos— convierte en
artístico a un objeto; y, como ejemplo llamativo, los botes de sopa Campbell's
o las botellas de Coca—Cola tienen valor estético en el pop—art norteamericano.
Pero me interesa especialmente el tema de
«las palabras». Ante todo, no es cierto —como suele creerse— que las palabras
malsonantes hayan entrado en la literatura sólo en la época contemporánea.
Basta con asomarse a las tragedias o comedias de Shakespeare, por ejemplo, para
comprobar cómo la libertad verbal va unida lógicamente al reflejo de la vida
cotidiana o a la exasperación de las pasiones. En el ámbito español, La lozana andaluza basta y sobra como
ejemplo. Es cierto, sin embargo, que el gusto neoclásico suponía un criterio de
selección, tanto en los temas como en la forma.
Una anécdota histórica puede resultar
ilustrativa. Se dice que, a comienzos del siglo XIX, una representación del Otelo
provocó en París cierto escándalo por la mención del... pañuelo de Desdémona.
Queda claro, aquí, que el criterio no era sólo de moralidad o inmoralidad, sino
de mantener un tono noble, adecuado a los sentimientos trágicos.
Para no generalizar indebidamente, no cabe
olvidar que el ilustrado siglo XVIII ofrece dos caras, la ejemplar y la
libertina; en España, por ejemplo, el puritano Jovellanos frente al Arte de las putas, de Nicolás Moratín, o El jardín de Venus, de Samaniego.
En cualquier caso, parece claro que el
proceso de la literatura en los siglos XlX y XX es el de una progresiva
apertura en la inclusión de términos malsonantes, obscenos, escatológicos, etc.
Una de las novedades que proclama el Romanticismo es la sinceridad, la verdad.
Para Vigny, por ejemplo, «la verdad debe ser elevada a potencia superior e
ideal». Según eso, el nuevo estilo que propugnan los románticos está hecho de
verdad y libertad, supone romper con los tabúes de lo tradicionalmente
considerado como correcto.
Por supuesto, esta progresiva apertura en lo
literario coincide de modo natural con la evolución de las costumbres, con la
quiebra del puritanismo. En Galdós, pese a su realismo, la profundidad en el
análisis del alma humana va unida al extremo pudor lingüístico; sus novelas
están llenas de pintorescos eufemismos. Por eso, el Naturalismo propugnará,
entre otras cosas, una mayor crudeza en la expresión de lo fisiológico.
A partir de ahí... todos los «ismos» de nuestro
siglo han supuesto, entre otras cosas, una ampliación de lo aceptado como
artístico: situaciones y palabras. A veces, como en el famoso «Merde!» que
inicia el Ubu, de Jarry, se trata de escandalizar a los bienpensantes.
En general, no es sino un intento de reflejar más verazmente la auténtica
realidad. Y, por supuesto, en los casos de talento literario (Henry Miller, por
ejemplo, o Camilo José Cela), con materiales en principio no elevados se pueden
construir obras literarias de gran belleza.
Resulta curioso comprobar cómo, a lo largo de
nuestro siglo, todas las sucesivas vanguardias estéticas han acusado a la
literatura «establecida» de falsear la auténtica realidad al mutilarla,
limitándose sólo a alguno de sus aspectos. Lo más curioso, claro, es que los
fiscales de ayer pasan hoy a ser los acusados. Desde esta perspectiva cabe
preguntarse con qué rigor se juzgará, mañana, el «puritanismo» de la literatura
actual y qué nuevas cotas de libertad expresiva se intentarán alcanzar.
Por otro lado, no hay que pensar sólo en el
escritor que refleja en su obra un
determinado lenguaje, sino también en el que lo crea: unas veces, atribuyendo sentidos nuevos a las palabras ya
existentes o imaginando metáforas innovadoras; otras, formando por composición
nuevas palabras. Se ha estudiado ampliamente, por ejemplo, la labor de
ampliación y enriquecimiento del léxico poético que realiza Góngora. A la vez
que él, el «desgarrón afectivo» de Quevedo (Dámaso Alonso) actúa sobre el
lenguaje de una manera que hoy calificaríamos de expresionista. En el mundo de
la novela contemporánea, James Joyce es un ejemplo claro de innovador
lingüístico; a su escuela pertenece, por ejemplo, en nuestro país, Luis Martín
Santos, cuando habla de que algo es «mideluéstico» (del Middle West norteamericano),
o de la «avagarnez» de una chica (su belleza, parecida a la Ava Gadner).
El movimiento, muchas veces, es de ida y
vuelta. Arniches, por ejemplo, no se limita—como se creía tradicionalmente— a
reflejar con exactitud el lenguaje castizo madrileño. Como ha mostrado
impecablemente Manuel Seco, no inventa, sino que engendra una nueva voz popular
con la sustancia misma de las ya existentes; crea, pero dentro de los moldes
mismos que usa el pueblo para crear él, por sí. Y, por supuesto, su creación repercute
luego sobre el lenguaje del pueblo en las frases ingeniosas, las comparaciones
hiperbólicas, el chiste, el piropo, la chulería...
En nuestros días, el caso claro es el del
«cheli». Forges, en los pies de sus dibujos, y Francisco Umbral, en sus artículos,
han creado un nuevo lenguaje. Por supuesto, su creación tiene una base real, a
la vez que conecta con un cambio de la sensibilidad colectiva y posee
brillantez expresiva. Muchas de sus innovaciones son aceptadas socialmente por
muchos que, no sólo las encuentran graciosas, sino que sienten que reflejan
bien un estado de ánimo. Así, hemos incorporado al vocabulario habitual el
piropo «maciza», el despectivo «carroza», la muletilla «lo cual que», o
expresiones como «tío», «cuerpo», «mola total», «truca cantidubi», «tronco»,
«largar», «la pastizara», «el personal», etc.
Así pues, volviendo al hilo del discurso, la
literatura es obra de arte hecha con palabras, sin que esto suponga sujeción a
ningún criterio estético previo. Mejor que de «belleza», quizá, sería
conveniente hablar de necesidad profunda, cuando la obra de arte es auténtica.
Como afirma Charles Morgan, «el arte es un informe de la realidad que no puede
expresarse en otros términos». Y, como tal arte, tiene la pretensión de
totalidad, de autosuficiencia, sin necesidad de más justificaciones. En L'inmoraliste, André Gide proclama que,
«en arte, no hay problemas para los cuales la obra de arte no sea solución
suficiente».
Tratemos
de concretar un poco más, en el arte literario. Una vía puede ser la
descriptiva, de la enumeración de elementos. Desde un punto de vista muy
concreto, cabe recordar que la literatura, como todo fenómeno semiótico,
precisa de cuatro elementos:
1) Un autor, que crea o maneja un signo con
intención significativa.
2) El signo.
3) Su significado.
4) Un receptor.
Con gran brillantez, un crítico español
actual, Gonzalo Sobejano, resume muchas discusiones teóricas distinguiendo
cuatro elementos básicos: «Si la obra literaria puede definirse como el
resultado artístico que, desde una actitud, revela un contenido, en una
estructura, a través del lenguaje, los elementos integrantes —y siempre
integrados— de toda obra literaria serán, dada la suficiencia estética, esos
cuatro: actitud, contenido, estructura y lenguaje». La posición enumerativa me
parece inteligente para evitar unilateralidades. Subrayemos, de todos modos, la
salvedad que aparece de modo expreso: «dada
la suficiencia estética». Sin ella, desde luego, no cabe hablar, en sentido
estricto, de literatura.
La actitud
nos llevará a hablar de la literatura y la visión del mundo o el mito. El contenido nos obligará a plantearnos la
relación de lo literario con la moral y con la sociedad, el problema del
compromiso —social, político, moral, consigo mismo...— del escritor y los límites
de la literatura.
En cuanto a la estructura y el lenguaje, para
evitar tecnicismos pedantes, digamos sólo que el arte (inefable) tiene una base
técnica, que, ésa sí, se puede describir y hasta enseñar.
Esta
visión casi artesanal de la literatura no debe hacernos olvidar su aspecto
lúdico, mediante el cual se realiza íntegramente su naturaleza. Mejor que las
citas de filósofos o psicólogos, nos bastará con una, definitiva, de un poeta,
Antonio Machado:
¿Más, el arte?
Es puro juego,
que es igual a pura vida,
que es igual a puro fuego.
Veréis el ascua encendida.
Es
bastante frecuente, hoy, oír hablar de la muerte de la novela, de la muerte del
teatro... O, por otra vía, de la antinovela, de la antiliteratura... Todo esto
es lógico sólo —me parece— como reacción contra formas que se consideran
acartonadas, como revulsivo crítico. En realidad, si no me equivoco, esa
presunta antiliteratura es imposible, en sentido estricto: será literatura de
otro signo, si se quiere, pero literatura, al fin y al cabo. Sólo un concepto
muy restringido del fenómeno literario, en el que de ningún modo quisiéramos
caer, justificaría esa rotunda diferenciación. Y la historia nos muestra una y
otra vez, con ironía implacable, que los vanguardistas que hoy parecen querer
cortar todo nexo con la tradición se incorporan inevitablemente a ella, reciben
honores académicos, son estudiados en las universidades... y rechazados
radicalmente por los nuevos escritores. Así, a base de oleadas de presuntas
«antiliteraturas», prosigue su camino la corriente plural de la literatura, por
la que vamos todos los que emborronamos cuartillas.
Andrés Amorós. Crítico literario.