jueves, 1 de septiembre de 2011

EL MAESTRO Y MARGARITA. MIKAIL BULGÁKOV.

EL MAESTRO Y MARGARITA: UNA BELLA DANZA CON LOS DEMONIOS.

Mikail Bulgákov.



EL MAESTRO Y MARGARITA.

El Maestro y Margarita es una novela escrita por el ruso Mikail Bulgákov a principios de 1928 y terminada (en parte) su primer gran borrador en 1940 semanas antes de su muerte. En 1967 vería su publicación en Alemania. En 1989 apareció una publicación en la URRS.


Bulgakov escribió su novela en el periodo en que su compatriota M Agueev escribía su obra: “Novela con cocaína (1934)”. La diferencia es que  Agueev pudo trabajar su novela o al menos la terminó en Turquía y fue publicada posteriormente en Francia. Al contrario: Bulgakov no dejaría jamás la URRS aún cuando se lo pidiera a Stalin en repetidas ocasiones y jamás vería la publicación de su novela EL MAESTRO Y MARGARITA.

ESTRUCTURA DE LA NOVELA.

La novela se desarrolla en tres escenarios bien diferenciados que no corresponde al índice de la obra.

PRIMER ESCENARIO:  es Moscú precisamente los años treinta y la corrupción en los mandos medios y altos de las élites burocráticas soviéticas que amenazan el “buen arte” o la literatura. El MASSOLIT (sindicato de escritores oficiales del régimen soviético) se ve invadido, amenazado por varios demonios parlanchines y fogosos que  evidencian por medio de sus poderes la corrupción del MASSOLIT y sus artistas escritores:

“Cualquier visitante —por supuesto, si no era irremediablemente tonto— se daba cuenta en seguida de llegar a Griboyédov de lo bien que vivían los dichosos miembros de MASSOLIT y rápidamente sentía la comezón de la verde envidia. Entonces dirigía al cielo amargos reproches por no haberle dotado de talento literario al venir al mundo, ya que él no podía ni soñar en conseguir el carnet de miembro de MASSOLIT; un carnet marrón, que olía a piel buena, con un ancho ribete dorado, conocido por todo Moscú”. (Fragmento de novela).

El segundo escenario es la Jerusalén de Poncio Pilatos, descrito por Vóland (uno de los varios demonios que aparecen en la novela), que no es otra cosa que poner en evidencia lo ficcional, la realidad-irrealidad, y la existencia o no existencia de Dios (una manera de polemizar) entre los mismos personajes:

“—¡Ah! Entonces, ¿es usted historiador? —preguntó Berlioz aliviado, con respeto.
—Soy historiador —afirmó el sabio y añadió algo que no venía a cuento—: Esta tarde ocurrirá una historia muy interesante en «Los Estanques del Patriarca».
El asombro del jefe de redacción y del poeta llegó al colmo. El profesor hizo una señal con la mano para que se acercaran y susurró:
—Tengan en cuenta que Cristo existió.
—Mire usted, profesor —dijo Berlioz con una sonrisa forzada—, respetamos sus conocimientos, pero tenemos otro punto de vista sobre esta cuestión.
—No es cuestión de puntos de vista —respondió el extraño profesor—: simplemente existió, y eso es todo.
—Pero se necesita alguna prueba —comenzó a decir Berlioz.
—No se necesita prueba alguna —interrumpió el profesor. Y en voz baja, perdiendo repentinamente su acento extranjero, añadió—: Es muy sencillo: con un manto blanco forrado de rojo sangre; arrastrando los pies como hacen los jinetes, apareció a primera hora de la mañana del día catorce del mes primaveral Nisán...”

Nota: hacemos la aclaración que el “profesor” en el presente diálogo es Voland ya mencionado.

El tercer escenario es aquel en el que Margarita sirve de puente para los cierres temáticos de la novela y, donde queda claro que el Maestro está confinado en un sanatorio. Voland lo libera de la institución en el que está recluído y, le devuelve su manuscrito que había  quemado ( Bulgakov destruyó su novela para luego rehacerla). Sin embargo, para que esto suceda, Margarita tiene que aceptar la invitación de uno de los demonios que lo acompañe a un baile porque, éste (Voland) no posee una dama de compañía y no puede ir solo al baile. Pero, no es un baile cualquiera es el BAILE de PRIMAVERA (plenilunio) de Satán.

“¡Adelante, lector! ¿Quién te ha dicho que no puede haber amor verdadero, fiel y eterno en el mundo, que no existe? ¡Que le corten la lengua repugnante a ese mentiroso!
¡Sígueme, lector, a mí, y sólo a mí, yo te mostraré ese amor!
¡No! Se equivocaba el maestro cuando en el sanatorio a esa hora de la noche, pasadas las doce, le decía a Ivánushka que ella le habría olvidado. Imposible. Ella no le había olvidado, naturalmente.
Pero en primer lugar vamos a descubrir el secreto que el maestro no quiso contar a Iván. Su amada se llamaba Margarita Nikoláyevna. Y todo lo que de ella contó el pobre maestro era la pura verdad. Había hecho una descripción muy justa de su amada. Era inteligente y hermosa y aún añadiríamos algo más: con toda seguridad muchas mujeres lo hubieran dado todo con tal de cambiar su vida por la de Margarita Nikoláyevna. Era una mujer de treinta años, sin hijos, casada con un gran especialista que había hecho un descubrimiento de importancia nacional. Su marido era joven, apuesto, bueno y honrado y quería a su mujer con locura. Margarita Nikoláyevna y su marido ocupaban toda la planta alta de un precioso chalet con jardín en una bocacalle de Arbat. ¡Qué sitio tan maravilloso! Cualquiera que lo desee, puede comprobarlo visitando el jardín. Que se dirija a mí y le daré las señas, le enseñaré el camino, porque el chalet existe todavía...
A Margarita Níkoláyevna no le faltaba el dinero. Podía satisfacer todos sus caprichos. Entre los amigos de su marido había personas interesantes. Margarita Nikoláyevna no conocía los horrores de la vida en un piso colectivo. En resumen... ¿era feliz? ¡Ni un solo momento! Desde que se casó a los diecinueve años y se encontró en el chalet, no tuvo un solo día feliz. ¡Dioses, dioses míos! ¿Qué le hacía falta a esta mujer? ¿Qué necesitaba esta mujer que siempre tenía en sus ojos un fuego extraño? ¿Qué necesitaba esta bruja, un poco bizca, que un día de primavera se puso unas mimosas de adorno? No lo sé. Seguramente, dijo la verdad; le necesitaba a él, al maestro, ni el palacete gótico, ni el jardín para ella sola ni el dinero. Le quería, era verdad que le quería.”


Transcribo el capítulo antes del baile con el diablo Voland que está a mi parecer magistralmente escrito por Bulgákov:

“22.
A la luz de las velas
El ruido monótono del coche volando por encima de la tierra adormecía a Margarita. La luz de la luna despedía un calor suave. Cerró los ojos y puso la cara al viento. Pensaba con tristeza en la orilla del río abandonado, sintiendo que nunca más volvería a verle. Pensaba en los acontecimientos mágicos de aquella tarde y empezaba a comprender a quién iba a conocer por la noche, pero no sentía miedo. La esperanza de conseguir que volvieran los días felices le infundía valor. Pero no tuvo mucho tiempo de soñar con su felicidad. No sabía si debido a que el grajo era un buen conductor o a que el coche era rápido, pero el hecho fue que en seguida apareció ante sus ojos, sustituyendo la oscuridad del bosque, el lago trémulo de luces de Moscú. El negro pájaro conductor destornilló una rueda en pleno vuelo y aterrizó en un cementerio desierto del barrio Dorogomílovo.
Junto a una losa hizo bajar a Margarita, que no preguntaba nada, y le entregó su escoba; luego puso en marcha el coche, apuntando a un barranco que estaba detrás del cementerio. El coche cayó allí con estrépito y pereció. El grajo hizo un respetuoso saludo con la mano, montó en la rueda y salió volando.
Y en seguida apareció por detrás de un mausoleo una capa negra. Brilló un colmillo a la luz de la luna y Margarita reconoció a Asaselo. Asaselo la invitó con un gesto a montarse en la escoba y montó él en un largo florete; se elevaron en el aire y, sin ser vistos por nadie, descendieron a pocos segundos junto a la casa número 302 bis de la Sadóvaya.
Cuando atravesaban el portón, llevando bajo el brazo el estoque y la escoba, Margarita se fijó en un hombre con gorra y botas altas que parecía muy impaciente; seguramente estaba esperando a alguien. A pesar de que los pasos de Margarita y Asaselo eran muy ligeros, el hombre solitario los percibió, y se estremeció asustado, sin saber de dónde provenían.
Junto al sexto portal se encontraron con otro hombre que se parecía sorprendentemente al primero. Se repitió lo que acababa de ocurrir; ruido de pasos..., el hombre se volvió asustado y frunció el entrecejo. Cuando la puerta se abrió y se cerró, echó a correr detrás de los transeúntes invisibles, se asomó al portal, pero, como era de esperar, no vio a nadie.
Otro hombre, igual que el primero y el segundo, estaba de guardia en el descansillo de la escalera del tercer piso. Fumaba un tabaco muy fuerte y a Margarita le dio un ataque de tos al pasar junto a él. El fumador se levantó del banco como si le hubieran pinchado, mirando alrededor inquieto, se acercó a la barandilla de la escalera y miró hacia abajo. Margarita y su acompañante ya estaban ante la puerta del piso número 50.
No tuvieron que llamar a la puerta. Asaselo la abrió silenciosamente con su propia llave.
La primera sorpresa que recibió Margarita fue la oscuridad en la que se encontró. El vestíbulo estaba oscuro como una cueva; Margarita, temiendo tropezar, se agarró involuntariamente a la capa de Asaselo. Arriba, lejos, apareció la pequeña luz de un candil que se aproximaba hacia ellos. Asaselo le quitó a Margarita la escoba, que desapareció en la oscuridad sin hacer el menor ruido.
Empezaron a subir por una escalera ancha, que a Margarita se le hizo interminable. No podía comprender cómo en un piso corriente de Moscú podía caber una escalera tan extraordinaria, invisible e interminable. Terminó la subida y Margarita comprendió que estaban en el descansillo de la escalera. La luz estaba allí y Margarita vio la cara iluminada de un hombre alto de negro, que sostenía en la mano el candil. Todos los que habían tenido la desgracia de encontrarse con él en aquellos días le hubieran reconocido incluso a la débil luz del candil. Era Koróviev, alias Fagot.
Su aspecto había cambiado bastante. La llama vacilante ya no se reflejaba en los impertinentes rotos, inservibles desde hacía tiempo, sino en un monóculo, también roto. En su cara insolente se destacaba el bigotito rizado, y su negra vitola tenía fácil explicación: iba vestido de frac. Sólo el pecho iba de blanco.
El mago, el chantre, el hechicero, el intérprete, o lo que fuera; bueno, Koróviev hizo una reverencia y, con el candil, un gesto invitando a Margarita a seguirle. Asaselo desapareció.
«¡Qué tarde más asombrosa! —pensaba Margarita—; me esperaba cualquier cosa menos esto. ¿Les habrán cortado la luz? Pero lo más raro de todo es la extensión de este lugar... ¿Cómo ha podido meterse todo esto en un piso de Moscú? ¡Es sencillamente incomprensible!»
A pesar de la luz tan débil que daba el candil de Koróviev, Margarita comprendió que se encontraba en una sala enorme, con una columnata que a primera vista parecía interminable. Koróviev se paró junto a un pequeño sofá, dejó su candil en un pedestal; con un gesto invitó a Margarita a sentarse y él mismo se colocó a su lado en una postura pintoresca, apoyándose en el pedestal.
—Permítame que me presente —habló Koróviev—: soy Koróviev. ¿Le extraña que no haya luz? Habrá pensado que estamos haciendo economías. ¡Nada de eso! ¡Que el primer verdugo de los que un poco más tarde tengan el honor de besar su rodilla me corte la cabeza en este pedestal si es así! Lo que sucede es que a messere no le gusta la luz eléctrica y no la daremos hasta el último momento. Entonces, créame, no se notará la falta de luz. Incluso sería preferible que hubiera algo menos.
A Margarita le agradó Koróviev y su verborrea logró tranquilizarla.
—No, no —contestó Margarita—, lo que más sorprende es cómo han hecho para meter todo esto —hizo un gesto con la mano, indicando la amplitud del salón.
Koróviev sonrió con cierta dulzura y unas sombras se movieron en las arrugas de su nariz.
—¿Esto? ¡Sencillísimo! —contestó—. Quien conozca bien la quinta dimensión puede ampliar cualquier local todo lo que quiera y sin ningún esfuerzo, y además, le diré, estimada señora, que hasta unos límites incalculables. Yo, personalmente —siguió Koróviev—, he conocido a gente que no tenía ni la menor idea sobre la quinta dimensión, ni sobre nada, y que hacía verdaderos milagros en eso de agrandar sus viviendas. Por ejemplo, me han hablado de un ciudadano que recibió un piso de tres habitaciones y, sin conocer la quinta dimensión ni demás trucos, la convirtió en un piso de cuatro, dividiendo con un tabique una de las habitaciones. Después cambió este piso por dos separados en distintos barrios de Moscú: uno de tres y otro de dos habitaciones. Convendrá usted conmigo en que ya eran cinco habitaciones. Uno de ellos lo cambió por dos pisos de dos y, como fácilmente comprenderá, se hizo dueño de seis habitaciones, aunque completamente dispersas en Moscú. Cuando se disponía a efectuar el último canje, y el más brillante, insertando un anuncio para cambiar seis habitaciones en distintos barrios por un piso de cinco, sus actividades, y por razones ajenas a su voluntad, quedaron paralizadas. Puede que ahora tenga alguna habitación, pero me atrevo a asegurar que no será en Moscú. Ya ve usted, ¡qué lagarto, y luego me habla de la quinta dimensión!
Aunque Margarita no había dicho ni una palabra sobre la quinta dimensión y el que lo decía todo era Koróviev, se echó a reír con desenfado por la historia sobre las andanzas del industrioso adquirente de pisos. Koróviev siguió hablando.
—Bueno, vamos al grano, Margarita Nikoláyevna. Usted es una mujer muy inteligente y ya habrá comprendido quién es nuestro señor.
A Margarita le dio un vuelco el corazón y asintió con la cabeza.
—Muy bien —decía Koróviev—, no nos gustan las reticencias ni los misterios. Messere ofrece todos los años una fiesta. Se llama el Baile del Plenilunio Primaveral, o de Los Cien Reyes. ¡Cuánta gente! —Koróviev se llevó la mano a un carrillo, como si le doliera una muela—. Bueno, usted misma lo va a ver. Y como usted comprenderá, messere está soltero. Se necesita una dama —Koróviev separó los brazos—; reconozca que sin dama...
Margarita escuchaba a Koróviev procurando no perder una palabra.
Sentía frío debajo del corazón y la esperanza de ser feliz la mareaba.
—La tradición —siguió Koróviev— es que la dama de la fiesta tiene que llamarse Margarita, en primer lugar, y además tiene que ser oriunda del país. Le contaré que nosotros viajamos siempre y ahora estamos en Moscú. Hemos encontrado ciento veinte Margaritas en Moscú y, no sé si me va a creer —Koróviev se dio una palmada en el muslo—, ¡ninguna nos servía! Y, por fin, la propicia fortuna...
Koróviev sonrió expresivamente, inclinándose, y Margarita volvió a sentir frío en el corazón.
—Bien, sin rodeos —exclamó Koróviev—. ¿No se negará a desempeñar este papel?
—No me negaré —respondió Margarita con firmeza.
—Naturalmente —dijo Koróviev, y levantando el candil añadió—: sígame, por favor.
Atravesaron unas columnas y llegaron, por fin, a otra sala, en la que olía a limón y se oían ruidos; algo rozó la cabeza de Margarita. Ella se estremeció.
—No se asuste —la tranquilizó con dulzura Koróviev, cogiéndola del brazo—, no son más que trucos de Popota. Me atrevo a darle un consejo, Margarita Nikoláyevna: nunca tenga miedo de nada. No es razonable. El baile va a ser muy grande, no quiero ocultárselo. Veremos a personas que en sus tiempos tuvieron en sus manos un poder enorme. Pero cuando pienso qué insignificantes son sus posibilidades en comparación con las de aquél, al séquito del que tengo el honor de pertenecer, me dan ganas de reír, o, a veces, de llorar... Además, usted también tiene sangre real.
—¿Por qué dice que tengo sangre real? —susurró Margarita asustada, arrimándose a Koróviev.
—Majestad —cotorreaba Koróviev muy juguetón—, los problemas de la sangre son los más complicados de este mundo. Si preguntáramos a algunas bisabuelas, especialmente a las que tuvieron reputación de más decentes, se descubrirían unos secretos sorprendentes, Margarita Nikoláyevna. Recuerde usted unas cartas barajadas de la manera más increíble. Hay ciertas cosas en las que las barreras sociales y las fronteras no tienen ninguna importancia. Por ejemplo: una de las reinas de Francia, que vivió en el siglo XVI, se hubiera sorprendido muchísimo si alguien le hubiera dicho que yo acompañaría a su encantadora tataratataratataratataranieta por una sala de baile en Moscú... ¡Ya hemos llegado!
Koróviev apagó de un soplo el candil, que en seguida desapareció de sus manos, y Margarita vio una franja de luz debajo de una puerta. Koróviev dio en ésta un golpecito. Margarita estaba tan nerviosa que le empezaron a chasquear los dientes y sintió escalofríos en la espalda.
La puerta se abrió. La habitación era bastante pequeña. Margarita vio una cama ancha, de roble, con sábanas y almohadas sucias y arrugadas. Delante de la cama había una mesa, también de roble, con las patas labradas, y sobre ella un candelabro con los brazos en forma de patas de ave, con sus garras. En estas siete patas de oro ardían gruesas velas de cera. Había también sobre la mesa un tablero de ajedrez, con figuras admirablemente trabajadas. Sobre una pequeña alfombra muy raída, una banqueta. En otra mesa, un cáliz de oro y otro candelabro, éste con los brazos en forma de serpientes. En la habitación olía a cera y azufre. Las sombras de las velas se cruzaban en el suelo.
Entre los presentes, Margarita reconoció a Asaselo, de pie junto a un tablero de la cama y vestido de frac. Con este atuendo no recordaba al bandido que se le apareciera a Margarita en el Jardín Alexándrovski. Ahora, al verla, hizo una reverencia muy galante.
Sentada en el suelo, sobre la alfombra, preparando una mezcla en una cacerola, una bruja desnuda, que no era otra que Guela, la que tanto escandalizara al respetable barman del Varietés y la misma a la que felizmente espantara el gallo la madrugada siguiente a la famosa sesión.
En esta habitación había además un enorme gato negro sentado en un alto taburete, frente al tablero de ajedrez, y con el caballo del ajedrez en su pata derecha.
Guela se incorporó e hizo una reverencia a Margarita. El gato hizo lo mismo saltando del taburete y, al arrastrar su pata derecha trasera en una reverencia, dejó caer el caballo y se metió debajo de la cama para buscarlo.
Esto es lo que pudo ver la aterrorizada Margarita en medio de la sombra siniestra de las velas. El que más atraía su mirada era precisamente aquel al que pocos días antes trataba de convencer el pobre Iván en los Estanques del Patriarca de la no existencia del diablo. El que no existía estaba sentado en la cama.
Dos ojos se clavaron en la cara de Margarita. El derecho, con una chispa dorada en el fondo, atravesaba a cualquiera y llegaba a lo más recóndito de su alma; el izquierdo —negro y vacío— como angosta entrada a una mina de carbón, como la boca de un pozo de oscuridad y sombras sin fondo. Voland tenía la cara torcida, caída la comisura derecha de los labios; la frente, alta y con entradas, estaba surcada por dos profundas arrugas paralelas a las cejas en punta, y tenía la piel de la cara quemada, como para siempre, por el sol.
Voland, recostado cómodamente en la cama, llevaba solamente una larga camisa de dormir, sucia y con un remiendo en el hombro. Estaba sentado sobre una pierna y tenía la otra estirada sobre una banqueta. Guela le frotaba la rodilla de la pierna estirada, oscura, con una pomada humeante.
Margarita pudo ver en el pecho descubierto y sin vello de Voland un escarabajo bien cincelado, en una piedra oscura, que colgaba de una cadenita de oro. En la parte posterior del escarabajo había una inscripción. Junto a Voland, sobre sólido pie, un extraño globo terrestre que parecía real, con una mitad iluminada por el sol.
Permanecieron en silencio unos segundos. «Me está estudiando», pensó Margarita, y con un gran esfuerzo de voluntad trató de evitar el temblor de sus piernas.
Por fin Voland rompió a hablar y resplandeció su ojo brillante:
—Mis respetos, reina; le ruego disculpe mi atuendo de casa.
Voland hablaba con voz baja, hasta ronca a veces.
Cogió de la cama una larga espada y, agachándose, hurgó con ella debajo de la cama.
—¡Sal de ahí! La partida se da por terminada. Ha llegado una invitada.
—De ninguna manera —silbó como un apuntador Koróviev, preocupado.
—De ninguna manera... —repitió Margarita.
—Messere... —le dijo Koróviev al oído.
—De ninguna manera, messere —repitió Margarita, dominándose, con una voz muy baja, pero inteligible, y añadió sonriente—: Le ruego que no interrumpa su partida. Creo que cualquier revista de ajedrez pagaría una gran suma si pudiera publicar esta partida.
Asaselo emitió un sonido aprobatorio. Voland, con la vista fija en Margarita, le hizo una seña para que se acercara, y dijo para sus adentros:
—Tiene razón Koróviev. ¡Cómo se cruza la sangre! ¡La sangre!
Margarita dio unos pasos hacia él, sin sentir el suelo bajo sus pies descalzos. Voland le puso en el hombro una mano pesada, como de piedra, pero ardiente como el fuego, la atrajo hacia sí y la hizo sentarse a su lado.
—Bien, si es usted tan encantadoramente amable —pronunció—, y que conste que yo no esperaba menos, vamos a dejarnos de cumplidos —se inclinó de nuevo hacia el borde de la cama y gritó—: ¿Cuándo acabará esta payasada? ¡Sal de ahí, condenado Hans!
—No encuentro el caballo —respondió el gato con voz ahogada y falsa—. No sé dónde se ha metido y lo único que encuentro es una rana.
—Pero, ¿crees que estás en una caseta de feria? —preguntó Voland, fingiendo severidad—. ¡Debajo de la cama no había ninguna rana! ¡Deja esos trucos baratos para el Varietés! ¡Si no sales ahora mismo te damos por vencido, maldito desertor!
—¡De ningún modo, messere! —vociferó el gato, y al instante salió de debajo de la cama con el caballo en la pata.
—Le presento a... —empezó Voland, pero se interrumpió—. ¡No puedo soportar a este payaso! ¡Mire en lo que se ha convertido debajo de la cama!
El gato, lleno de polvo, sosteniéndose sobre sus patas traseras, hacía reverencias a Margarita. Le había surgido en el cuello una pajarita blanca de frac y, colgados sobre el pecho con un cordón de cuero, unos prismáticos nacarados, de señora. Y tenía los bigotes empolvados de purpurina.
—¿Pero qué es esto? —exclamó Voland—. ¿A qué viene la purpurina? ¿Y para qué diablos quieres el lazo si no llevas pantalones?
—Los gatos no usan pantalones, messere —respondió muy digno el gato—. ¿No querrá que me ponga botas? El gato con botas existe sólo en los cuentos, messere. ¿Pero ha visto usted alguna vez que alguien vaya a un baile sin corbata? ¡No estoy dispuesto a hacer el ridículo y arriesgarme a que me echen del baile! Cada uno se arregla como puede. Lo dicho también se refiere a los prismáticos, messere.
—¿Y el bigote?
—No comprendo —replicó el gato secamente—. Asaselo y Koróviev, al afeitarse, se han puesto polvos blancos. ¿Es que son mejores que los de purpurina? Me he empolvado el bigote, nada más. Otra cosa sería si me hubiera afeitado. Un gato afeitado es algo realmente inadmisible, estoy dispuesto a afirmarlo así tantas veces como sea necesario. Aunque tengo la impresión —le tembló la voz, estaba ofendido— de que todos esos reparos que me están poniendo no son casuales, ni mucho menos, y de que estoy ante un problema serio: me expongo a no ir al baile. ¿No es así, messere?
Y el gato, furioso por ofensa tal, pareció que iba a explotar de un momento a otro.
—¡Ah, bandido! —exclamó Voland moviendo la cabeza.—; siempre que su juego está en peligro empieza a hablar como un sacamuelas, como el último charlatán en un puente. Siéntate inmediatamente y déjate de astucias verbales.
—Me sentaré —contestó sentándose el gato—, pero no tengo más remedio que replicar a su última observación. Mis palabras de ninguna manera representan una astucia verbal, como usted ha dicho en presencia de la dama, sino una cadena de perfectos silogismos, que serían apreciados en su verdadero valor por Sexto Empírico, Marciano Capela y, a lo mejor, por el propio Aristóteles.
—Jaque al rey —dijo Voland.
—Muy bien, muy bien —respondió el gato, y se quedó mirando el tablero de ajedrez a través de sus prismáticos.
—Como decía —Voland se dirigió a Margarita—, le presento a mi séquito, donna. Este que hace el tonto es el gato Hipopótamo. A Asaselo y a Koróviev ya los conoce. Le recomiendo a mi criada Guela: es rápida, comprensiva y no existe favor que ella no pueda hacer.
La bella Guela sonrió, volviendo hacia Margarita sus ojos verdosos, sin dejar de ponerle la pomada a Voland en la rodilla.
—Eso es todo —terminó Voland, y contrajo la cara, porque Guela le había hecho demasiada presión en la rodilla—. Como verá, la sociedad es pequeña, variada y sin pretensiones —dejó de hablar y empezó a girar el globo, hecho de tal manera que los mares azules se movían y el casquete de nieve sobre los polos parecía un auténtico gorro de nieve y de hielo.
Entretanto, en el tablero de ajedrez reinaba una gran confusión. El rey del manto blanco andaba por su casilla alzando los brazos de desesperación. Tres peones blancos con alabardas miraban desconcertados al alfil que movía su espada indicando hacia delante, donde había dos jinetes negros de Voland, montados en unos caballos excitados que rascaban la tierra.
Margarita estaba admirada. Le sorprendía que las figuras estuvieran vivas.
El gato, apartando los prismáticos de sus ojos, dio un leve empujón al rey en la espalda. Éste, desesperado, se tapó la cara con las manos.
—Mal asunto, querido Popota —dijo Koróviev con voz venenosa.
—La situación es difícil, pero no como para perder las esperanzas —contestó Popota—; es más: estoy seguro de la victoria. Lo que hace falta es analizar bien la situación.
Pero el análisis resultó algo extraño: empezó a hacer muecas y a guiñar el ojo a su rey.
—No hay remedio —seguía Koróviev.
—¡Ay! —exclamó Popota—. ¡Se han escapado los loros, ya lo decía yo!
Efectivamente, a lo lejos se oyó un ruido de alas. Koróviev y Asaselo salieron corriendo de la habitación.
—¡Estoy harto del jaleo que os traéis con el baile! —gruñó Voland sin apartar la mirada del globo.
En cuanto desaparecieron Koróviev y Asaselo, las muecas de Popota tomaron unas proporciones desmesuradas. Por fin, el rey blanco comprendió qué esperaban de él. Arrojó su manto y salió corriendo del tablero. El alfil se echó el manto del rey sobre los hombros y ocupó su casilla. Volvieron Koróviev y Asaselo.
—Como siempre es una mentira —dijo Asaselo mirando de reojo a Popota.
—¿Qué me dices? Pues me pareció oírlos —contestó el gato.
—Bueno, esto dura demasiado —dijo Voland—. Jaque al rey.
—Messere —respondió el gato con una preocupación fingida—, me parece que está muy cansado. ¡No hay jaque!
—El rey está en la G2 —repuso Voland sin mirar al tablero.
—¡Messere, qué horror! —aulló el gato poniendo cara de susto—, el rey no está en la G2.
—¿Qué pasa? —preguntó Voland sorprendido, y miró al tablero, donde el alfil con el manto de rey volvía la cabeza tapándose la cara.
—Eres un granuja —dijo Voland pensativo.
—¡Messere! ¡De nuevo recurro a la lógica! —habló el gato, llevándose las patas al pecho—. Si un jugador anuncia jaque al rey y el rey no está en el tablero, el jaque no puede ser reconocido.
—¿Te rindes o no? —gritó Voland furioso.
—Permítame que lo piense —pidió el gato con docilidad. Apoyó los codos en la mesa, se tapó los oídos con las patas y se puso a pensar. Estuvo pensando mucho rato y, al fin, dijo—: me rindo.
—Que maten a este ser obstinado —susurró Asaselo.
—Me rindo —repitió el gato—, pero exclusivamente porque no puedo jugar en este ambiente de envidia e intrigas.
Se incorporó y las figuras de ajedrez se metieron en un cajón.
—Guela, ya es hora —dijo Voland, y Guela desapareció de la habitación—. Tengo un dolor de piernas y encima este baile...
—Permítame a mí —pidió Margarita en voz baja.
Voland la miró fijamente y le acercó su rodilla.
Una masa caliente como la lava le quemó las manos, pero Margarita, sin cambiar de expresión, empezó a friccionar la rodilla de Voland tratando de no hacerle daño.
—Mis favoritos dicen que tengo reuma —decía Voland sin apartar la mirada de Margarita—, pero tengo mis sospechas que es un recuerdo de una bruja encantadora que conocí en el año 1571 en el monte Brocken, en la Cátedra del Diablo.
—¿Será posible? —preguntó Margarita.
—No tiene ninguna importancia. Dentro de unos trescientos años no quedará nada. Me han recomendado muchas medicinas, pero prefiero las antiguas, las de mi abuela. ¡Qué hierbas tan sorprendentes me ha dejado mi abuela, esa vieja odiosa! A propósito, ¿usted no padece de nada? ¿A lo mejor tiene alguna pena, algo que la atormenta?
—No, messere, no tengo nada de eso —contestó la inteligente Margarita—; sobre todo ahora, estando con usted, me encuentro perfectamente.
—La sangre es una gran cosa —dijo Voland sin que viniera a cuento, y añadió—: veo que le interesa mi globo.
—¡Oh, sí! Nunca había visto cosa igual.
—Es algo realmente bueno. Le confieso que no me gustan las noticias por radio. Siempre las lanzan señoritas que pronuncian confusamente los nombres geográficos. Además, una de cada tres suele ser tartamuda, parece que las eligen a propósito. Mi globo es mucho más práctico, sobre todo para mí, que necesito conocer los acontecimientos al detalle. Por ejemplo, ¿ve usted ese trozo de tierra, bañado por el océano? Mire, se está incendiando. Es que ha empezado una guerra. Si se acerca más, verá los detalles.
Margarita se inclinó sobre el globo, el cuadradito de tierra se agrandó, se cubrió de colores y pareció convertirse en un mapa en relieve. Luego vio la cinta del río con un pueblo a un lado. Una casa, del tamaño de un guisante, fue creciendo hasta alcanzar el tamaño de una caja de cerillas. De pronto, silenciosamente, el tejado de la casa voló con una nube de humo negro, las paredes se derrumbaron y de la casa sólo quedó un montículo que despedía una oscura humareda. Acercándose más, Margarita pudo ver una figura de mujer en el suelo y, junto a ella, un niño con los brazos abiertos en un charco de sangre.
—Se acabó —dijo Voland, sonriendo—, no ha tenido tiempo de pecar. El trabajo de Abadonna  es perfecto.
—No me gustaría estar en el lado contrario al que esté Abadonna —dijo Margarita—. ¿De qué lado está?
—Cuanto más hablo con usted —respondió Voland con amabilidad—, más me convenzo de que usted es muy inteligente. La voy a tranquilizar. Es sorprendentemente imparcial y apoya a las dos partes contrincantes en la misma medida. Por consiguiente, el resultado es siempre el mismo para ambas partes. ¡Abadonna! —dijo Voland con voz baja, y de la pared salió un hombre delgado con unas gafas oscuras que impresionaron profundamente a Margarita, tanto que dio un grito y escondió la cara en el hombro de Voland—. ¡Por favor! —gritó Voland—, ¡qué nerviosa es la gente de ahora! —y le dio a Margarita una palmada en la espalda que resonó en todo su cuerpo—. ¿No ve que lleva gafas? Además, no ha ocurrido, ni nunca ocurrirá, que Abadonna aparezca delante de alguien antes de tiempo. Al fin y al cabo estoy aquí yo. ¡Y usted es mi invitada! Quería presentárselo, nada más.
Abadonna estaba inmóvil.
—¿Podría quitarse las gafas un segundo? —preguntó Margarita, arrimándose a Voland y estremeciéndose, pero ahora de curiosidad.
—Eso es imposible —dijo Voland seriamente. Hizo un gesto a Abadonna y éste desapareció.
—¿Qué quieres, Asaselo?
—Messere —respondió Asaselo—, con su permiso tengo que decirle que hay aquí dos forasteros: una hermosa mujer que lloriquea y pide que la lleven con su señora, y su cerdo, con perdón.
—¡Pero qué manera tan extraña de comportarse tienen las bellezas!
—¡Es Natasha! —exclamó Margarita.
—Bueno, déjala con su señora. Y el cerdo con los cocineros.
—¿Matarle? —exclamó Margarita asustada—. Por favor, messere, es Nikolái Ivánovich, mi vecino de abajo. Es una equivocación, ella le dio un poco de crema...
—Pero qué cosas tiene —dijo Voland—. ¿Quién lo va a matar y para qué? Que se quede un rato con los cocineros y nada más. ¡No querrá que le deje ir al baile!
—Pues sí... —añadió Asaselo, y comunicó—: ya va a ser medianoche, messere.
—Ah, muy bien —Voland se dirigió a Margarita—: le doy las gracias de antemano. No se preocupe y no tema nada. No beba más que agua, si no se encontrará débil y no podrá resistirlo. ¡Es la hora!
Margarita se levantó de la alfombra y en la puerta apareció Koróviev.”

ESTILO DE LA NOVELA:
Predomina el narrador omnisciente, sin embargo, existe capítulos polifónicos y en otras escenas se narra en un estilo clásico para pasar luego en el siguiente capítulo a un estilo hiperrealista o quizá bufonesco. En Bulgakov los estilos se mezclan haciendo un vivo mural de estilos narrativos.
He leído algunos estudios pero, pocos hacen la observación que en varios pasajes de la novela el estilo es simplemente teatral y, las narraciones y acontecimientos soportarían una puesta en escena sin ninguna dificultad. Debo de recordar a los amigos blogueros que Bulgakov también fue dramaturgo.

Transcribo los excesos narrativos de Bulgákov en el capítulo del BAILE. Pocas veces he leído algo tan hermosamente extraño y delirante como el presente capítulo:

“23.
El Gran Baile de Satanás
Era casi medianoche y tuvieron que apresurarse. Margarita apenas veía lo que ocurría a su alrededor. Se le grabaron en la memoria las velas y una piscina de colores. Cuando se encontró de pie en el fondo de la piscina, Guela y Natasha, que estaban ayudando, le echaron encima un líquido caliente, espeso y rojo. Margarita sintió en sus labios un sabor salado y comprendió que la estaban bañando en sangre. La capa sangrienta fue sustituida por otra: espesa, transparente y rosácea. A Margarita le produjo cierto mareo el aceite de rosas. Luego la tumbaron en un lecho de cristal de roca y le dieron fricciones con grandes hojas verdes y brillantes.
Entró el gato, que también se puso a ayudar. Se sentó en cuclillas a los pies de Margarita y empezó a frotarle los talones como si estuviera en la calle de limpiabotas.
Margarita no recuerda quién le hizo unos zapatos de los pétalos de una rosa pálida, ni cómo se abrocharon ellos mismos con engarces de oro. Una fuerza la levantó y la colocó frente a un espejo. En su cabello brilló una corona de diamantes de reina. Apareció Koróviev y le colgó en el cuello la pesada efigie de un caniche negro, que colgaba de una voluminosa cadena en un marquito ovalado. Este adorno le resultó muy molesto a la reina. La cadena empezó a rozarle el cuello y la imagen la obligaba a encorvarse. Pero hubo algo que fue como un premio para Margarita por las molestias que le causaban la cadena y el caniche: el respeto con que empezaron a tratarla Koróviev y Popota.
—¡Qué se le va a hacer! —murmuraba Koróviev en la puerta de la habitación de la piscina—. ¡No hay más remedio! ¡Es necesario!... Permítame, majestad, que le dé el último consejo. Entre los invitados habrá gente muy diferente, ¡y tan diferente!, pero, mi reina Margot, no debe mostrar preferencia por nadie. Si alguien no le gusta..., estoy seguro de que a usted no se le notará en la cara, pero ¡no puedo ni pensarlo! ¡Lo notarían inmediatamente! Tiene que llegar a quererle, reina. Así, la dama del baile será pagada con creces. Otra cosa más: no deje a nadie sin una sonrisa, aunque sólo sea una sonrisita, si no le da tiempo a decir nada, aunque sólo haga un movimiento con la cabeza. Bastará con lo que se le ocurra, cualquier cosa, menos la falta de atención, eso les haría desvanecerse...
Margarita, acompañada por Koróviev y Popota, dio un paso de la habitación con piscina a la oscuridad absoluta.
—Yo, yo —susurraba el gato—, ¡yo daré la señal!
—¡Anda! —le respondió Koróviev en la oscuridad.
—¡¡¡El baile!!! —chilló el gato con voz estridente, y Margarita dio un grito y cerró los ojos. El baile cayó en forma de luz y, con ella, sonido y olor. Margarita, conducida por el brazo de Koróviev, se encontró en un bosque tropical. Unos loros verdes, con las pechugas rojas, gritaban: «¡Encantado!». Pero el bosque se desvaneció pronto y su calor, semejante al del baño, fue sustituido por el frescor de una sala de baile con columnas de una piedra amarilla y reluciente. La sala, como el bosque, estaba completamente desierta. Sólo junto a las columnas había unos negros desnudos con turbantes plateados. En sus rostros apareció un color parduzco y turbio de emoción, cuando entró Margarita con su séquito, en el que surgió, de pronto, Asaselo. Koróviev soltó la mano de Margarita y susurró:
—Hacia los tulipanes, directamente.
Ante sus ojos se alzó un muro de tulipanes y Margarita vio detrás de sí inmensidad de luces con pantallas, que iluminaban las pecheras blancas y los hombros negros de los de frac. Entonces comprendió de dónde procedía la música de baile. Le cayó encima el estruendo de las trompetas y una oleada de violines la bañó como si fuera sangre. Una orquesta de unos ciento cincuenta músicos interpretaba una polonesa.
Un hombre de frac que estaba de pie delante de la orquesta palideció al ver a Margarita, sonrió y con un gesto levantó a todos los músicos. La orquesta, en pie, sin interrumpir la música ni un segundo, seguía envolviendo a Margarita con el sonido. El director se volvió de espaldas a los músicos e hizo una profunda reverencia abriendo los brazos. Margarita, sonriente, le hizo un gesto de saludo con la mano.
—No es bastante —susurró Koróviev— no podrá dormir en toda la noche. Dígale: «Le felicito, rey de los valses».
Margarita lo gritó así y se sorprendió al darse cuenta de que su voz, llena como el son de una campana, se elevó sobre el ruido de la orquesta. El hombre se estremeció de alegría, se llevó al pecho su mano izquierda y continuó dirigiendo con su batuta blanca.
—Aún es poco —susurró Koróviev—; mire a la izquierda, a los primeros violines y salúdelos, para que cada uno crea que usted le ha reconocido personalmente. Son virtuosos de fama mundial. ¡Ése..., el del primer atril es Vietan!... Así, muy bien... Y ahora ¡adelante!
—¿Quién es el director? —preguntó Margarita cuando se iba volando.
—¡Johann Strauss! —gritó el gato—. ¡Que me cuelguen de una liana en un bosque tropical si ha habido en otro baile una orquesta como ésta! ¡La he traído yo! Fíjese, nadie se ha negado ni se ha puesto enfermo.
En la sala siguiente no había columnas, sino auténticos muros de rosas blancas, rojas y color marfil a un lado, y al otro lado una pared de camelias japonesas de flor doble. Entre las paredes había fuentes y el champaña hervía burbujeante en tres piscinas. La primera era color lila, transparente; la otra de rubíes, y la tercera de cristal de roca. Corrían entre las piscinas unos negros con turbantes rojos, que con unos cacillos de plata llenaban los cálices planos. En la pared rosa había un hueco en el que se alzaba un escenario, y en él un hombre acalorado, vestido con frac rojo de cola de golondrina. Delante de él tocaba el jazz con una fuerza insoportable. Cuando el director vio a Margarita se inclinó en seguida hasta que tocó el suelo con las manos, luego se irguió y gritó con voz penetrante:
—¡Aleluya!
Se dio una palmada en una rodilla, luego en la otra, cruzó las manos, le arrebató al último músico un platillo y dio un golpe en la columna.
Al salir Margarita vio al virtuoso del jazz-band luchando con la polonesa, que le soplaba a ella en la espalda, pegándole a los músicos en la cabeza con el platillo y ellos inclinándose en plena parodia.
Por fin salieron a una plazoleta, donde, pensó Margarita, en plena oscuridad les había recibido Koróviev con su lamparilla. Ahora, la luz que salía de unas parras de cristal cegaba los ojos. Colocaron a Margarita en un sitial y encontró bajo su mano izquierda una pequeña columna de amatista.
—Aquí podrá apoyar la mano cuando se sienta muy cansada —susurró Koróviev.
Un negro puso a los pies de Margarita un almohadón que tenía bordado un caniche dorado, y, obedeciendo a las manos de alguien, Margarita, doblando la pierna, apoyó un pie.
Margarita trató de mirar alrededor. Koróviev y Asaselo estaban a su lado en actitud de ceremonia. Junto a Asaselo había tres jóvenes que le recordaban vagamente a Abadonna.
Sentía frío en la espalda. Margarita miró hacia atrás; de una pared de mármol salía un vino efervescente que caía en una piscina de hielo. Sentía junto a su pierna izquierda algo caliente y peludo. Era Popota.
Margarita estaba en lo alto de una grandiosa escalera alfombrada. Abajo, tan lejos que le parecía que estaba mirando por unos prismáticos vueltos del revés, vio una vasta entrada con una chimenea inmensa: por su boca enorme y fría podría entrar con facilidad un camión de cinco toneladas. El portal y la escalera, tan fuertemente iluminados, que hacían daño a la vista, estaban desiertos. A lo lejos se oía el sonido de las trompetas. Permanecieron inmóviles cerca de un minuto.
—¿Y los invitados? —preguntó Margarita a Koróviev.
—Ya llegarán, majestad, ya llegarán. Ya verá cómo invitados no faltan. Le confieso que hubiera preferido estar cortando leña a tener que recibirlos en esta plazoleta.
—¡Cortar leña! —interrumpió el gato parlanchín—. Yo estaría dispuesto a hacer de cobrador en un tranvía y esto sí que es el peor trabajo del mundo.
—Majestad, todo tiene que estar preparado de antemano —explicó Koróviev, y su ojo brillaba a través del monóculo roto—. No hay nada peor que el primer invitado que llega y no sabe qué hacer, y el ogro de su esposa se pone a regañarle por haber llegado antes que nadie. Estos bailes hay que tirarlos a la basura, majestad.
—Directamente a la basura —asintió el gato.
—Faltan diez segundos para medianoche —dijo Koróviev—; ya va a empezar.
Aquellos diez segundos le parecieron a Margarita interminables. Por lo visto, ya habían transcurrido, pero no pasó nada. De pronto algo explotó en la chimenea y de allí salió una horca de la que colgaba un cadáver medio descompuesto. El cadáver se soltó de la cuerda, chocó contra el suelo y apareció un hombre guapísimo, moreno, vestido de frac y con zapatos de charol. De la chimenea salió un ataúd casi desarmado, se despegó la tapadera y cayó otro cadáver. El apuesto varón se acercó de un salto al cadáver y, doblando el brazo, lo ofreció muy galantemente. El segundo cadáver era una mujer muy nerviosa, con zapatos negros y plumas negras en la cabeza. Los dos, el hombre y la mujer, empezaron a subir apresuradamente las escaleras.
—¡Los primeros! —exclamó Koróviev—. El señor Jaques con su esposa. Majestad, le voy a presentar a uno de los hombres más interesantes. Un conocido falsificador de moneda, traidor al Estado, pero bastante buen alquimista. Se hizo famoso —le susurró Koróviev al oído— envenenando a la amante del rey. ¡Y eso no lo hace cualquiera! ¡Fíjese qué guapo es!
Margarita, pálida, con la boca abierta, vio cómo desaparecían abajo, por una salida del portal, la horca y el ataúd.
—¡Encantado! —vociferó el gato en la cara del señor Jaques, que ya había subido las escaleras.
En aquel momento surgió de la chimenea un esqueleto decapitado al que le faltaba un brazo. Pegó contra el suelo y se convirtió en un hombre de frac.
La esposa del señor Jaques, prosternándose ante Margarita y pálida de emoción, le besó la rodilla.
—Majestad... —balbuceaba la esposa del señor Jaques.
—¡La reina está encantada! —gritaba Koróviev.
—Majestad... —dijo en voz baja el apuesto caballero, el señor Jaques.
—¡Encantados! —aullaba el gato.
Ya los jóvenes acompañantes de Asaselo, con sonrisas exánimes, pero cariñosas, apartaban al señor Jaques y a su esposa hacia las copas de champaña que ofrecían los negros. Por la escalera subía apresuradamente un hombre solitario vestido de frac.
—El conde Roberto —susurró Koróviev— sigue estando interesante. Fíjese, majestad, qué curioso: el caso contrario al anterior, éste era amante de la reina y envenenó a su mujer.
—Encantados, conde —exclamó Popota.
De la chimenea salieron uno detrás de otro tres ataúdes, que explotaron y se desclavaron en el camino; saltó alguien con capa negra; el siguiente que salió del oscuro hueco le clavó un puñal en la espalda. Se oyó un grito ahogado. Surgió corriendo de la chimenea un cadáver casi descompuesto. Margarita cerró los ojos, una mano le acercó a la nariz un frasco de sales blancas. Le pareció que era la mano de Natasha.
La escalera empezó a poblarse de gente. Ahora, en todos los peldaños, había hombres de frac y mujeres desnudas, que desde lejos parecían todos iguales. Pero las mujeres se distinguían por el color de las plumas y de los zapatos.
Una de ellas, cojeando del pie izquierdo, se acercaba a Margarita; llevaba una extraña bota de madera. Tenía aspecto monjil, los ojos puestos en el suelo, delgada, muy modesta y con una ancha cinta color verde en el cuello.
—¿Quién es ésa..., la de verde? —preguntó maquinalmente Margarita.
—Es una dama encantadora y muy respetable —susurró Koróviev—, la señora Tofana. Era muy conocida entre las jóvenes y bellas napolitanas y también entre los habitantes de Palermo, sobre todo entre las que estaban hartas de sus maridos. Eso ocurre a veces, majestad, que una se cansa del marido...
—Sí —dijo Margarita con voz sorda, sonriendo al mismo tiempo a dos hombres que se habían inclinado para besarle la mano y la rodilla.
—Bueno, como decía —susurraba Koróviev, arreglándoselas para gritar al mismo tiempo—. ¡Duque! ¿Una copa de champaña? Encantado... Pues bien, la señora Tofana se daba cuenta de la situación de esas pobres mujeres y les vendía vinos frascos con un líquido. La mujer echaba el líquido en la sopa del esposo, él se la comía, le daba las gracias por sus atenciones y se sentía perfectamente. Sí, pero a las pocas horas empezaba a tener una sed tremenda, luego se acostaba y al día siguiente la bella napolitana, que había preparado la sopa a su esposo, estaba tan libre como el viento en primavera.
—¿Y qué tiene en el pie? —preguntaba Margarita sin cansarse de alargar su mano a los invitados que habían adelantado a la señora Tofana—, ¿qué es eso verde que lleva en el cuello? ¿Es que lo tiene arrugado?
—Encantado, príncipe —gritaba Koróviev, susurrando al mismo tiempo a Margarita—; tiene un cuello precioso, pero le pasó una cosa muy desagradable en la cárcel. En el pie lleva un cepo y la cinta es por lo siguiente: cuando se enteraron de que quinientos esposos mal elegidos habían abandonado Nápoles y Palermo para siempre, los carceleros, en un arrebato, ahogaron a la señora Tofana.
—Qué felicidad, mi encantadora reina, haber tenido el honor... —murmuraba Tofana con aire monjil, intentando ponerse de rodillas; pero el cepo se lo impedía. Koróviev y Popota le ayudaron a levantarse.
Por la escalera subía ahora un verdadero torrente. Margarita dejó de ver lo que ocurría en la entrada. Levantaba y bajaba la mano mecánicamente y sonreía a todos los invitados con la misma sonrisa. Llenaba el aire un ruido monótono y de las salas de baile, abandonadas por Margarita, llegaba la música como el sonido del mar.
—Ésa es una mujer muy aburrida —Koróviev hablaba alto, sabiendo que nadie le iba a oír en medio del ruido de voces—; le encantan los bailes y sueña con poder protestar por su pañuelo.
Margarita dio con aquella de quien hablaba Koróviev. Era una mujer de unos veinte años, con una figura extraordinaria, pero tenía los ojos inquietos e insistentes.
—¿Qué pañuelo? —preguntó Margarita.
—Hace ya treinta años que un ayuda de cámara —explicó Koróviev— se encarga de dejarle en su mesilla todas las noches un pañuelo. Se despierta y el pañuelo está allí. Lo quema en una estufa, lo tira al río, pero en vano.
—¿Y qué pañuelo es ése? —susurraba Margarita, levantando y bajando la mano.
—Es un pañuelo con un ribete azul. Es que cuando estuvo sirviendo en un café, el dueño la llamó un día al almacén y a los nueve meses tuvo un hijo; se lo llevó al bosque y le metió el pañuelo en la boca. Luego lo enterró. En el juicio declaró que no tenía con qué alimentar al hijo.
—¿Y dónde está el dueño del café? —preguntó Margarita.
—Majestad —rechinó de pronto el gato desde abajo—, permítame que le haga una pregunta: ¿qué tiene que ver el dueño del café? ¡Él no ahogó en el bosque a ningún niño!
Sin dejar de sonreír y de saludar con la mano derecha Margarita agarró la oreja de Popota con la mano izquierda, clavándole sus uñas afiladas. Susurró:
—Granuja, si te permites otra vez intervenir en la conversación...
Popota pegó un grito que desentonaba con el ambiente de la fiesta y contestó:
—Majestad..., que se me va a hinchar la oreja... ¿Para qué estropear el baile con una oreja hinchada? Hablaba desde el punto de vista jurídico... Me callo, puede considerarme un pez y no un gato, ¡pero suelte mi oreja!
Margarita soltó la oreja.
Los ojos insistentes y sombríos estaban ya ante Margarita.
—Me siento feliz, señora reina, de haber sido invitada al Gran Baile del Plenilunio de Primavera.
—Me alegro de verla —contestó Margarita—, me alegro mucho. ¿Le gusta el champaña?
—Pero ¿qué hace, majestad? —gritó Koróviev con voz desesperada, pero apenas audible—. ¡Se va a formar un atasco!
—Me gusta... —dijo la mujer con voz suplicante, y de pronto empezó a repetir—: ¡Frida, Frida, Frida! ¡Me llamo Frida, oh, señora!
—Emborráchese esta noche, Frida, y no piense en nada. Frida extendió los brazos hacia Margarita, pero Koróviev y Popota la agarraron de las manos con destreza y pronto se perdió entre la multitud.
Una verdadera marea humana venía de abajo, como queriendo tomar por asalto la plazoleta en la que se encontraba Margarita. Los cuerpos desnudos de mujeres se mezclaban con los hombres en frac.
Margarita veía cuerpos blancos, morenos, color café y completamente negros. En los cabellos rojos, negros, castaños y rubios como el lino, brillaban despidiendo chispas las piedras preciosas. Parecía que alguien había rociado a los hombres con gotitas de luz; eran los relucientes gemelos de brillantes. Continuamente Margarita sentía el contacto de unos labios en su rodilla, a cada instante alargaba la mano para que se la besaran. Su cara se había convertido en una máscara inmóvil y sonriente.
—Encantado —decía Koróviev con voz monótona—, estamos encantados..., la reina está encantada...
—La reina está encantada —repetía con voz gangosa Asaselo.
—¡Encantado! —exclamaba el gato.
—La marquesa... —murmuraba Koróviev— ha envenenado a su padre, a dos hermanos y a dos hermanas, por la herencia... ¡La reina está encantada!... La señora Minkina... ¡Qué guapa está! Algo nerviosa. ¿Por qué tendría que quemarle la cara a su doncella con las tenazas de rizar el pelo? Es natural que la hubieran asesinado... ¡La reina está encantada!... Majestad, un momento de atención: el emperador Rodolfo, mago y alquimista... Otro alquimista ahorcado... ¡Ah, aquí está ella! ¡Qué prostíbulo tan estupendo tenía en Estrasburgo!... ¡Estamos encantados!... Una modista moscovita que todos queremos por su inagotable fantasía... Tenía una casa de modas y se inventó una cosa muy graciosa: hizo dos agujeritos redondos en la pared...
—¿Y las señoras no lo sabían?
—Lo sabían todas, majestad —contestó Koróviev—. ¡Encantado!... Este chico de veinte años, desde pequeño, había tenido extrañas inclinaciones, era un soñador. Una joven se enamoró de él y él la vendió a un prostíbulo...
Abajo afluía un río. Su manantial —la enorme chimenea— seguía alimentándolo. Así pasó una hora y luego otra. Margarita empezó a notar que la cadena le pesaba más.
Le pasaba algo extraño con la mano. Antes de levantarla Margarita hacía una mueca. Las curiosas observaciones de Koróviev dejaron de interesarla. Ya no distinguía las caras asiáticas, blancas o negras; el aire empezó a vibrar y a espesarse.
Un dolor agudo, como de una aguja, le atravesó la mano derecha. Apretando los dientes, apoyó el codo en la columna. Del salón llegaba un ruido, parecido al roce de unas alas en una pared; por lo visto, había una verdadera multitud bailando. Margarita tuvo la sensación de que incluso los suelos de mármol, de mosaicos y de cristal de aquella extraña estancia, vibraban rítmicamente.
Ni Cayo César Calígula, ni Mesalina llegaron a interesar a Margarita; tampoco ninguno de los reyes, duques, caballeros, suicidas, envenenadoras, ahorcados, alcahuetas, carceleros, tahúres, verdugos, delatores, traidores, dementes, detectives o corruptores.
Todos sus nombres se mezclaban en su cabeza, las caras se fundieron en una enorme torta y un solo rostro se le había fijado en la memoria, atormentándola; una cara cubierta por una barba color fuego, la cara de Maluta Skurátov .
A Margarita se le doblaban las piernas, temía que iba a echarse a llorar de un momento a otro. Lo que más le molestaba era su rodilla derecha, la que le besaban. La tenía hinchada, con la piel azulada, a pesar de que Natasha había aparecido varias veces para frotarle la rodilla con una esponja empapada en algo aromático.
Habían pasado casi tres horas; Margarita miró hacia abajo con ojos completamente desesperados y se estremeció de alegría: el torrente de invitados empezaba a amainar.
—Todas las reglas del baile se repiten, majestad —susurró Koróviev—; ahora la ola de invitados empezará a disminuir. Le juro que son los últimos minutos de sufrimiento. Allí tiene un grupo de juerguistas de Brocken. Siempre llegan los últimos. Dos vampiros borrachos... ¿No hay nadie más? Ahí viene otro..., otros dos.
Por la escalera subían los dos últimos invitados.
—Este parece ser nuevo —dijo Koróviev, mirando a través del monóculo—. Ah, ya sé quién es. Una vez Asaselo le fue a ver mientras estaba tomando una copa de coñac y le aconsejó la manera de deshacerse de un hombre cuyas revelaciones temía muchísimo. Ordenó a un amigo que trabajaba para él que salpicara las paredes del despacho con veneno...
—¿Cómo se llama?
—No lo sé —contestó Koróviev—, hay que preguntárselo a Asaselo.
—¿Quién es el que está con él?
—Es su fiel amigo. ¡Encantado! —gritó Koróviev a los dos últimos invitados.
La escalera estaba desierta. Esperaron un poco por si venía alguien. Pero de la chimenea ya no salió nadie más.
En un minuto, y sin comprender cómo había sucedido, Margarita se encontró de nuevo en la habitación de la piscina. Lloraba de dolor en la mano y en la pierna, y se derrumbó en el suelo. Pero Guela y Natasha, consolándola, la llevaron al baño de sangre, volvieron a darle masaje y Margarita revivió.
—Un poco más, reina Margot —susurraba Koróviev que había aparecido a su lado—; hay que hacer un último recorrido por las salas para que los honorables huéspedes no se sientan abandonados.
Y Margarita salió volando de la habitación de la piscina. En el mismo tablado donde estuviera tocando la orquesta del rey de los valses, ahora se enfurecía un jazz de monos. Dirigía la orquesta un enorme gorila con patillas despeinadas, bailando pesadamente y sujetando una trompeta.
Una hilera de orangutanes soplaban en trompetas brillantes, sosteniendo sobre los hombros alegres chimpancés con armónicas. Dos cinocéfalos con melenas de león tocaban el piano, pero, entre el estruendo de los saxofones, el chillido de los violines y el tronar de los tambores en las patas de los gibones, mandriles y macacos, el piano no se oía. Numerosísimas parejas, como fundidas, asombraban por la destreza y precisión de movimiento, girando en una dirección; avanzaban como una pared por el suelo de espejos, amenazando barrer todo lo que encontraran por delante. Unas mariposas vivaces y aterciopeladas volaban sobre el tropel de los danzantes, caían flores del techo. Se apagó la electricidad; se encendieron en los capiteles de las columnas millares de luciérnagas y en el aire flotaron fuegos fatuos.
Margarita se encontró después en una enorme piscina rodeada de una columnata. De la boca de un monumental Neptuno negro surgía un gran chorro rosa. Subía de la piscina un olor mareante a champaña. Había gran animación. Las señoras, risueñas, entregaban sus bolsos a los caballeros o a los negros —que corrían con sábanas en las manos—, y, gritando, se tiraban de cabeza al champaña. Se levantaban columnas de espuma. El fondo de cristal de la piscina estaba iluminado por una luz que atravesaba el espesor del vino, y se veían con claridad los cuerpos plateados de los nadadores. Salían de la piscina completamente borrachos. Volaban las carcajadas bajo las columnas y resonaban como el jazz.
De todo aquello se le quedó grabada una cara; era una cara de persona completamente ebria, con ojos de loco, pero suplicantes, y se acordó de una palabra: «Frida».
Margarita se mareó por el olor a vino, y ya estaba dispuesta a marcharse, cuando el gato negro organizó en la piscina un número que la detuvo.
Popota había estado haciendo algo junto a la boca de Neptuno y la masa de champaña, toda revuelta, desapareció de la piscina, levantando mucho ruido. En lugar del líquido rosa y burbujeante, de la boca de Neptuno surgió un chorro color amarillo oscuro. Las damas gritaron como locas: «¡Coñac!», y echaron a correr de los bordes de la piscina hacia las columnas. A los pocos segundos la piscina estaba llena, y el gato, dando tres volteretas en el aire, cayó al coñac. Salió resoplando, con la pajarita hecha un trapo, sin resto de purpurina en el bigote y sin los prismáticos. Los únicos que se decidieron a seguir el ejemplo de Popota fueron la ingeniosa modista y su acompañante, un desconocido mulato joven. Los dos se tiraron al coñac, pero en ese momento Koróviev cogió a Margarita del brazo y abandonaron a los bañistas.
A Margarita le pareció ver unos estanques enormes de piedra llenos de ostras.
Después voló por encima de un suelo de cristal, a través del cual se veían hornos infernales ardiendo, con diabólicos cocineros vestidos de blanco, que se agitaban entre los fuegos.
Luego, ya sin entender nada, vio unos sótanos oscuros, iluminados con candiles, donde unos jóvenes servían carne preparada en piedras caldeadas y donde todos bebían a su salud de unas jarras. Luego unos osos blancos que tocaban la armónica y bailaban en un escenario. Una salamandra prestidigitadora que no ardía en el fuego... Y por segunda vez se quedó sin fuerzas.
—La última salida —susurró Koróviev preocupado—, ¡y estaremos libres! Acompañada por Koróviev, Margarita se encontró de nuevo en la sala de baile, pero allí ya no bailaban: un tumulto incalculable de invitados se aglomeraba entre las columnas, liberando el centro de la sala. Margarita no recordaba quién le ayudó a subirse a un pedestal que apareció de pronto en medio del espacio libre de la sala. Desde allí arriba oyó el toque de medianoche, que, según sus cálculos, había pasado hacía tiempo. Con la última señal del reloj invisible cayó el silencio sobre la multitud. Margarita vio a Voland. Le rodeaban Abadonna, Asaselo y otros parecidos a Abadonna: negros y jóvenes. Margarita se dio cuenta de que delante de ella había otro pedestal preparado para Voland. Pero no lo utilizó. Se sorprendió Margarita de que Voland hubiera aparecido en aquella última gran sala, en el baile, vestido de la misma manera que cuando estaba en el dormitorio. Llevaba la misma camisa zurcida en el hombro y unas zapatillas viejas. En la mano, una espada desnuda, pero la utilizaba como bastón, apoyándose en ella.
Llegó hasta su pedestal cojeando, se paró y en seguida apareció Asaselo con una fuente en las manos; Margarita vio en la fuente la cabeza cortada de un hombre, con los dientes rotos. La sala seguía en silencio; sólo lo interrumpió un timbre lejano, inexplicable en aquellas circunstancias, que recordaba uno de esos timbres que se oyen en la entrada principal de una casa.
—Mijaíl Alexándrovich —interpeló Voland en voz baja a la cabeza; el muerto levantó los párpados y Margarita vio, estremecida, unos ojos vivos, llenos de sentido y de dolor—. Todo se ha cumplido, ¿no es verdad? —siguió Voland, mirando a los ojos de la cabeza—. La cabeza la cortó una mujer, la reunión no tuvo lugar, y yo estoy viviendo en su casa. Es un hecho. Y un hecho es la cosa más convincente de este mundo. Pero ahora lo que nos interesa es el futuro y no este hecho consumado. Usted fue siempre un propagandista ardiente de la teoría que dice que, al cortarle la cabeza, acaba la vida del hombre, se convierte en ceniza y desaparece en la nada. Me alegra poder comunicarle en presencia de mis amigos, aunque ellos sirvan de prueba de una teoría muy distinta, que esa teoría es muy seria e inteligente, aunque todas las teorías tienen un valor semejante...
»Entre ellas hay una que dice que cada uno recibirá en razón de su fe. ¡Que así sea! Usted se va al no ser y me será grato brindar por el ser con el cáliz en el que usted se va a convertir.
Voland levantó la espada. La piel de la cabeza tomó un color oscuro, se encogió, empezó a caer a trozos, desaparecieron los ojos y Margarita pudo ver en la fuente una calavera amarillenta sobre un pie de oro, con ojos de esmeralda y dientes de perlas. La calavera tenía una tapa con bisagras. Se abrió.
—Ahora mismo, messere —dijo Koróviev ante la mirada interrogante de Voland—, ahora mismo aparecerá ante sus ojos. Oigo en este silencio sepulcral el chirriar de sus zapatos de charol y el sonido de la copa, que ha dejado en la mesa después de beber champaña por última vez en su vida.
Aquí está.
Alguien entraba en la sala, dirigiéndose a Voland. No se distinguía físicamente del resto de los invitados, excepto en una cosa: éste se tambaleaba de emoción, cosa que se notaba desde lejos. En sus mejillas ardían unas manchas rojas y sus ojos expresaban un verdadero pánico. El invitado estaba perplejo. Era natural: le había sorprendido todo, especialmente el traje de Voland.
Pero fue recibido con todos los honores.
—¡Ah, mi querido barón Maigel! —se dirigió Voland al invitado con una sonrisa cariñosa. Al interpelado parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas—. Tengo el gusto de presentarles —dijo Voland a los invitados— al respetable barón Maigel, funcionario de la Comisión de Espectáculos y encargado de acompañar a los extranjeros por 1 os monumentos históricos de Moscú.
Margarita contuvo la respiración, porque le había conocido. Se había encontrado con él varias veces en los teatros y restaurantes de Moscú. «Pero —pensó Margarita— ¿éste también ha muerto?» Se aclaró todo en seguida:
—El entrañable barón —siguió Voland con una sonrisa alegre— fue tan amable que al enterarse de mi llegada a Moscú me telefoneó inmediatamente, proponiendo su ayuda como experto en lugares interesantes de la ciudad. Como es natural, he sentido una gran satisfacción al poder invitarlo.
Margarita vio que Asaselo pasaba a Koróviev la fuente con la calavera.
—Por cierto, barón —dijo Voland en tono íntimo, bajando la voz—, corren rumores sobre su extraordinario afán de saber. Dicen que ese afán, unido a su locuacidad no menos desarrollada, está empezando a llamar la atención general. Las malas lenguas ya han pronunciado la palabra espía y confidente. Más aún: hay ciertas opiniones de que todo esto le va a llevar a un final muy triste antes de un mes. Y precisamente para evitarle esa espera angustiosa, hemos decidido venir en su ayuda, aprovechando la circunstancia de que usted se haya invitado a mi fiesta con el fin de pescar todo lo que vea y oiga.
El barón se puso todavía más pálido que Abadonna, que era por naturaleza de una palidez excepcional; después sucedió algo extraño. Abadonna se colocó junto al barón y se quitó las gafas un instante. Y algo como de fuego brilló en las manos de Asaselo, se oyó un ruido parecido a una palmada, el barón empezó a perder pie y de su pecho brotó un chorro de sangre roja, cubriendo la camisa almidonada y el chaleco. Koróviev puso el cáliz bajo el chorro y se lo ofreció lleno a Voland. Mientras tanto, el cuerpo exánime del barón yacía en el suelo.
—¡A su salud, señores! —dijo Voland, y, levantando el cáliz, se lo llevó a los labios.
Se produjo la metamorfosis. Desaparecieron la camisa zurcida y las zapatillas usadas. Voland vestía de negro y llevaba una espada de acero en la cadera. Se acercó rápidamente a Margarita, le ofreció el cáliz y le dijo en tono imperativo:
—¡Bebe!
Margarita sintió un fuerte mareo, se tambaleó, pero el cáliz estaba ya junto a sus labios; unas voces, no sabía de quién, le susurraron al oído:
—No tenga miedo, majestad... No tema, majestad, que hace mucho que la sangre empapa la tierra. Y allí donde se ha vertido, crecen racimos de uvas.
Margarita, sin abrir los ojos, dio un sorbo, una corriente dulce le subió por las venas y sintió un timbre en sus oídos. Le pareció que cantaban gallos con voces ensordecedoras y que en algún sitio interpretaban una marcha. La multitud de invitados empezó a cambiar de aspecto: los hombres de frac y las mujeres se convirtieron en cadáveres. La putrefacción inundó la sala ante los ojos de Margarita y flotó un olor a sepultura. Se derrumbaron las columnas, se apagaron las luces y desaparecieron las fuentes, las camelias y los tulipanes. Y todo quedó como antes: el modesto salón de la joyera y la puerta entreabierta que dejaba ver una franja de luz. Margarita entró por esa puerta.”

No queda más que decir: EL MAESTRO Y MARGARITA supera todas las expectativas de cualquier lector medio y profesional.

¿EL POR QUÉ ES UNA NOVELA ACTUAL?

EL MAESTRO Y MARGARITA no solo es una novela actual por el lenguaje y la estructurada empleada sino también, por los niveles de INTERPRETACIÓN QUE PUEDA TENER:

“Parte de su brillantez estriba en el hecho de que se asienta en diferentes niveles que pueden ser leídos como hilarantes bufonadas, profundas alegorías filosóficas y punzante sátira socipolítica y crítica, no sólo del sistema soviético, sino de toda la superficialidad y vanidad de la vida moderna en general – el jazz es uno de los blancos preferidos, de modo ambivalente como otros muchos elementos presentes en el libro en cuanto a la fascinación y revulsión con el que aparece”. (Wikipedia).

Una obra excelente en su barroquismo delirante.

J. Méndez-Limbrick.

 

viernes, 26 de agosto de 2011

EFRÉN REBOLLEDO: POEMA ERÓTICO Y DOS INTERPRETACIONES.

DE LO ERÓTICO EN EFRÉN REBOLLEDO: UN POEMA, DOS INTERPRETACIONES.
ADEMÁS: NOTICIA DE LA SEMANA: BORGES EL ROLINGA MÁS CÉLEBRE DE LA LITERATURA.
Fotografía del poeta mexicano Efrén Rebolledo.


Cuando me leí los "Detectives salvajes" hace varios años, no pude de sorprenderme del poema de Efrén Rebolledo "El Vampiro". Acepto mi ignorancia y al principio pensé que el "astuto" de Bolaño había inventado  poema y poeta  en su novela. Pero, no, !el poeta existe! Y no solo existe sino que, es un gran poeta modernista mexicano. Ahora, el poema El Vampiro, es un poema hermoso, hermético, desconcertante y erótico. Su personaje en su novela le da una interpretación, válida y coherente. Sin embargo, hace poco me encontré otra interpretación bastante buena del poema en mención.
Aparte de cualesquiera de las interpretaciones que el lector le pueda dar, el poema es extraño, melancólico, sufrido y  posee un erotismo enfermizo que quizá es lo que me llama poderosamente la atención- no lo puedo negar-.En fin: Efrén Rebolledo, digno representante del Modernismo.

He aquí la primera interpretación del poema EL VAMPIRO:
¿EL VAMPIRO POEMA Efrén Rebolledo?


El vampiro
Ruedan tus rizos lóbregos y gruesos
por tus cándidas formas como un río,
y esparzo en su raudal crespo y sombrío
las rosas encendidas de mis besos.

En tanto que descojo los espesos
anillos, siento el roce leve y frío
de tu mano, y un largo calosfrío
me recorre y penetra hasta los huesos.

Tus pupilas caóticas y hurañas
destellan cuando escuchan el suspiro
que sale desgarrando mis entrañas,

y mientras yo agonizo, tú, sedienta,
finges un negro y pertinaz vampiro
que de mi ardiente sangre se sustenta.


Si me ayudan, por favor, este poema es algo confuso quisiera saber que es lo que se quiere decir el poema, que es lo que el poema dice 


Respuesta:
El poeta inicia describiendo a su amada: cabello largo, negro y ondulado que él besa con locura(esparzo en su raudal crespo y sombrío: quiere decir que el cabello es abundante y qué el lo besa:las rosas encendidas de mis besos: o sea que sus besos son ardientes )

Los espesos anillos: se refiere a los rizos del cabello que él toma entre sus manos y deshace ( descojo los espesos anillos)
Siento el roce leve y frío de tu mano y un largo calosfrío: quiere decir lo que es: cuando ella lo toca él se estremece.

Un poco crudo, pero ése es el estilo de Rebolledo. Sin embargo, fíjate que lo dice con mucha delicadeza. Pertenece a una corriente literaria en la que odiaban la vulgaridad: el Modernismo.

Tus pupilas caóticas y hurañas: que a veces lo ven y otras veces lo rehuyen
destellan cuando escuchan el suspiro: los ojos de la joven brillan cuando se dan cuenta de que su pareja está excitada.

Mientras yo agonizo: es decir, mientras él se descarga sexualmente,
tú, sedienta finges un negro..... : es decir, al joven se le figura que su amada es un vampiro que se alimenta de él. Alude a los vampiros de las leyendas que ,al morder a los hombres o alas mujeres,
los excitaban.

Fuente: Yahoo.com. Mejores respuestas.

La segunda interpretación está en LOS DETECTIVES SALVAJES DEL NOVELISTA ROBERTO BOLAÑO:

“8 de noviembre

he descubierto un poema maravilloso. De su autor, Efrén Rebolledo (1877-1929), nunca me dijeron nada en mis clases de literatura. Lo transcribo:

El vampiro
Ruedan tus rizos lóbregos y gruesos
por tus cándidas formas como un río,
y esparzo en su raudal, crespo y sombrío,
las rosas encendidas de mis besos.

En tanto que descojo los espesos
anillos, siento el roce leve y frío
de tu mano, y un largo calosfrío
me recorre y penetra hasta los huesos.

Tus pupilas caóticas y hurañas
destellan cuando escuchan el suspiro
que sale desgarrando las entrañas,

y mientras yo agonizo, tú sedienta,
finges un negro y pertinaz vampiro
que de mi sangre ardiente se sustenta.

La primera vez que lo leí (hace unas horas) no pude evitar encerrarme con llave en mi cuarto y proceder a masturbarme mientras lo recitaba una, dos, tres, hasta diez o quince veces, imaginando a Rosario, la camarera, a cuatro patas encima de mí, pidiéndome que le escribiera un poema para ese ser querido y añorado o rogándome que la clavara sobre la cama con mi verga ardiente.
Ya aliviado, he tenido ocasión de reflexionar sobre el poema.
El «raudal crespo y sombrío» no ofrece, creo, ninguna duda de interpretación. No sucede lo mismo con el primer verso de la segunda cuarteta: «en tanto que descojo los espesos anillos", que bien pudiera referirse al «raudal crespo y sombrío» uno a uno estirado o desenredado, pero en donde el verbo «descojer» tal vez oculte un significado distinto.
«Los espesos anillos» tampoco están muy claros. ¿Son los rizos del vello púbico, los rizos de la cabellera del vampiro o son diferentes entradas al cuerpo humano? En una palabra, ¿la está sodomizando? Creo que la lectura de Pierre Louys aún gravita en mi ánimo.

Fuente: Editorial Anagrama. Novela. Roberto Bolaño. Los Detectives Salvajes.

Datos biográficos:
Rebolledo, Efrén (1877-1929) 
Efrén Rebolledo (su nombre original fue Santiago Procopio) nació el 8 de julio de 1877 en el estado de Hidalgo. Estudió en el Instituto Científico y Literario de Pachuca y en la Escuela Nacional de Jurisprudencia en la que se recibió como abogado. Murió el 10 de diciembre de 1929.
El escritor
“Rebolledo –señala Benjamín Rocha- no puede, no quiere, no sabe ser un poeta descaradamente autobiográfico y su dolor -que, al fin humano, habrá de tenerlo en grado sumo- queda oculto tras la exquisita elegancia de su verso.”
La obra de Rebolledo se compone en lo poético por: Cuarzos (1902), Hilo de corales (1904), Estela y Joyeles (1907), Rimas japonesas (1907), Hojas de bambú (1910), Caro Victrix, Libro de loco amor (1916), Joyelero (1922); y en cuanto a prosa por: las novelas El enemigo (1900), Salamandra (1916), Saga de Sigrida la blonda (1922), Más allá de las nubes (1903), Nikko, El desencanto de Dulcinea (1916)y la obra de teatro El águila que cae (1916),
El diplomático
Dentro del Servicio Exterior Mexicano cumplió como tercer secretario de la legación mexicana para Centroamérica y cónsul de México en Guatemala (1901-1907), segundo y primer secretario de la legación de México en Tokio (1907-1912), encargado de negocios de México ante Japón (1912-1915), primer secretario de la legación mexicana en Noruega (1919-1922), consejero en Bruselas (1922-1924), jefe de protocolo y primer introductor de embajadores (1924), y embajador de México en Cuba (1924-1925), embajador en Chile (1925-1927).

¡Los lectores tienen la última palabra!
J. MÉNDEZ-LIMBRICK.

25 AGO 2011 07:34h

DEL EDITOR. http://www.larazon.com.ar/show/titulo_0_271200005.html

Borges, el rolinga más célebre de la literatura

PorHUMBERTO ACCIARRESSI

Se sabe que a Jorge Luis Borges no le gustaba Carlos Gardel, porque consideraba que había arruinado el tango, y que sentía aversión por Beethoven. También es verdad que el creador de El Aleph se reconocía “sordo musical”, aunque tenía muy buen oído para el sonido de las palabras. Cierta vez, Victoria Ocampo, en ese entonces con 74 años, hizo uno de sus habituales viajes a Londres. Y allí fue al primer concierto de los Beatles. Volvió deslumbrada. Bioy Casares y Borges estaban en la casa de Mar del Plata de la directora de “Sur”, cuando ella, entusiasmada, les hizo escuchar el primer Long Play del cuarteto de Liverpool. De allí, más las recomendaciones de sus sobrinos, nació el gusto de Borges por los Beatles y, por carácter transitivo, de los Rolling Stones. De ambos grupos tenía la discografía completa. No se sabe cuántos discos tenía de Pink Floyd, otro de sus grupos preferidos.


Pero uno de las anécdotas más sabrosas de estos gustos musicales de Borges se produjo en España, cuando el autor de Ficciones se encontró con Mick Jagger. El cantante de los Stones se acercó al escritor, se arrodilló ante él y le manifestó su admiración: “Maestro, yo lo admiro”. Borges, ciego y más acostumbrado a las obras que a las caras, le preguntó: “¿Y usted quién es?” Lo que sigue es magnífico: cuando Jagger le dijo quién era, Borges le respondió que él tenía gran admiración por los Rolling y por la vitalidad de su música. Mick, lector fanático del escritor, estaba sin aliento. Lamentablemente no quedan muchos más detalles de esa charla casual e histórica entre los dos genios.


Por otro lado, en lo referido a la pasión de Borges por Pink Floyd, su esposa María Kodama contó que en sus cumpleaños, en lugar del Happy Birthday, prefería que le cantaran algún tema de The Wall, editado por Roger Water and company en 1979. Incluso cuando Alan Parker la llevó al cine en 1982, Borges la vio en repetidas ocasiones y Kodama asegura que se sabía los diálogos de memoria. Cosas de Borges. 

viernes, 19 de agosto de 2011

LEOPOLDO LUGONES. Además: Noticia de la SEMANA: GUILLERMO CABRERA INFANTE.







Leopoldo Lugones nació en 1874 en la villa del Río Seco, de la provincia de Córdoba (República de Argentina) y murió en 1938.
Para algunos críticos, Lugones es el mayor de los poetas de la Argentina contemporánea, uno de los mayores de América Latina. Lugones fue un personaje contradictorio hasta su muerte.
Lepoldo Lugones  trabajó en el periodismo de su país. Colaboró hasta su muerte en La Nación de Buenos Aires. Fue director de La Montaña. Viajó en varias oportunidades por Europa: 1906, 191 y 1924.
Lugones fue premio Nacional de Literatura de Argentina en 1926, fue también director de la Biblioteca Nacional y la Biblioteca de Maestrtos.
En el campo político fue socialista, anarquista, fascista. En su juventud fue internacionalista a ultranza y en su ocaso nacionalista.
Para el año de 1936 defendió con entusiasmo el dogma de la Purísima Concepción y dos años después se suicidó.
Lugones fue un poeta hábil con la palabra y la retórica. Su modelo fue el escritor Víctor Hugo. Rubén Darío (nuestro gigante centroamericano) le llamó: " apolíneo hercúleo, pérsico, davídico".  Lugones fue portentoso en la fantasía y de metáforas gongorinas. "Lugones es un vigoroso temperamento poético; pero la retórica enfática y el desenfreno de la fantasía han maleado lastimosamente casi todas sus producciones". (Cejador).

De la producción Lugoniana me interesa  señalar El ángel de la sombra, la única novela que Lugones escribió en su vida, está ciertamente vinculada al romance oculto que mantenía con la joven de quien se había enamorado cuando tenía 52 años. La novela narra precisamente eso, e inserta en la narración alusiones anecdóticas e intertextuales a lo vivido cuya clave es muy fácil rastrear. Este texto anómalo dentro de la producción lugoniana, combinó de manera particular elementos sentimentales, ocultistas, fantásticos, cientificistas, tardomodernistas y de erotismo decadente, de ahí que su lectura, más allá de la mera curiosidad, pueda resultar notablemente productiva y sugerente para interrogarse por la colocación del escritor en el interior del campo literario" TedBrick.


Transcribo  los dos primeros capítulos de la novela: El ángel de la sombra:



I




Entre los asuntos de sobremesa que podía-mos tocar sin desentono a los postres de una co-mida elegante: la política, el salón de otoño y la inmortalidad del alma, habíamos preferido el úl-timo, bajo la impresión, muy viva en ese momen-to, de un suicidio sentimental.
Muchas personas deben recordar todavía aquel episodio que truncó una de nuestras más gloriosas carreras artísticas: el caso del malogra-do D. F., que al pie del nicho donde habían sepul-tado por la mañana una muchacha con la cual no se le conocía relaciones, se mató al anochecer de un balazo en el parietal. Lo que más interesaba a las señoras de nuestro grupo, era la singularidad de haber conservado D. F. en su mano izquierda, seguramente a modo de ofrenda póstuma, dos tu-lipanes rojos: extraño recuerdo cuyo sentido debía quedar para siempre incomprensible.
-Los símbolos del amor -había filosofado con sensatez uno de los comensales- no tienen importancia más que para los interesados. Aque-llas flores significaban, probablemente, bien poca cosa.
-¡Poca cosa el misterio de una vida, el secre-to de una tragedia...! -exclamó la más joven de las damas presentes.
-Misterio y secreto vulgarísimos, quizá... -¡Vulgar D. F., un artista de tanto espíritu!
-intervino a su vez la dueña de casa.
Y dirigiéndose a mí con encantadora vivacidad: -Defienda usted, Lugones, que como poeta lo hará mejor, el honor de su gremio ante este monumento de prosa.
El "monumento" era demasiado respetable por su parentesco con la dama y por su anciani-dad para no imponerme la evasiva de una sonri-sa silenciosa.
¡Cosas de artistas! -añadió, justificándola, con la tranquilidad satisfecha de una excelente digestión.
Entonces uno de los convidados, un caballero que habíanme presentado al entrar y en cuyo nombre no reparé, opinó suavemente:
-Morir de amor, nunca es vulgar...
Inútil añadir que obtuvo, al acto, el sufragio de las mujeres.
Pero advirtiendo, tal vez, que su afirmación era demasiado romántica, la atenuó con un poco de impertinencia psicológica:
-La gente incapaz de amar, que es la inmen-sa mayoría, desde luego, se caracteriza por dos creencias falsas: la vulgaridad del amor y el egoísmo de la mujer. Es infalible.
-Cuestión de experiencia -objetó un solte-rón elegante. -"Cada uno habla de la feria..." Y siendo así, me parece muy respetable el pesimis-mo de la mayoría.
 -Es que ahí falta la experiencia, precisa-mente. Tanto valdría la opinión de un millón de ciegos sobre la luz. En cambio, aquellos grandes videntes, que con los iniciados del mundo oculto, consideran los dos mayores obstáculos para al-canzar las puertas de oro de la inmortalidad, al orgullo en el hombre y al amor en la mujer. Por-que la mujer no ama sino en la eternidad: victo-riosa de la muerte y del olvido.
Aquellas señoras, inclinadas de seguro al ocultismo cuya literatura empezaba a difundirse en sociedad, concentraron visiblemente sobre el defensor su interés y su simpatía.
-Dolorosamente victoriosa -completó él con la desapasionada seguridad de una enseñanza.- Porque el verdadero amor encierra este imperati-vo terrible: podrá no...hallar correspondencia en la dicha, pero siempre la impondrá en el dolor. Y esto basta para explicarse por qué son tan esca-sos los seres dignos de amar.
-Y el poder de las lágrimas femeninas- concluyó irónico, el anciano caballero.
-Y el poder de las lágrimas femeninas en que tantas veces, señor, se desangra un alma asesinada.
El tono de aquel hombre mantenía su perfec-ta discreción. Y acaso por su misma naturalidad, comunicó a la frase un vigor extraño.
Su rostro de nítida palidez, sus ojos obscuros, no delataban la menor emoción. Pero al fijarme en ellos por primera vez, me sorprendió lo impe-netrable de su negrura.
Al propio tiempo, la joven dama exaltada, po-niendo en él los suyos, preguntó con el desenfado audaz que autorizaba su belleza:
-¿Jugaría usted su inmortalidad al amor o al orgullo...?
El interpelado frunció ligeramente las cejas.
-Carezco de orgullo -dijo -como no sea el nacional que oficialmente debo a la representa-ción de mi país. El orgullo personal es un error. Y si no temiera pasar por jactancioso, lo definiría como un estado de desconfianza en nosotros mis-mos, que concluye cuando ya no abrigamos nin-gún temor de morir.
-¿...Entonces...? -apoyó la interlocutora, insistiendo en su desafío.
-...Sólo queda el amor -aceptó el otro con lisura cortés. Pero la inmortalidad a que se refie-ren los maestros de la sabiduría, prosiguió, no es la bienaventuranza o la condenación de nuestros teólogos, sino el agotamiento de la necesidad que nos obliga a renacer y a morir otras tantas veces, mientras no logremos extinguir toda pasión.
Y para cortar, seguramente, aquel diálogo, generalizando la conversación, añadió con su mismo tono discreto, en el cual insinuábase, no obstante, una gravedad de advertencia:
-Porque en el amor está el secreto del infier-no. O para decirlo con lenguaje más feliz, el se-creto de Francesca. El infierno es la pasión insa-tisfecha que a la otra vida nos llevamos...
Todos habíamos callado alrededor de aquel original. Entonces, como él lo notara:
-Pero yo no soy -dijo riendo -un propa-gandista de la Doctrina Secreta. Recuerdo lo que afirman sus afiliados, y nada más. Sin contar, agregó, dirigiéndose a la dueña de casa, aquel Nocturno de Chopin que se nos había prometi-do...
Acabado el Nocturno, la conversación particu-larizóse en cuatro o cinco grupos.
En el mío, formado de hombres solamente, al-guien comentaba, con cierto despecho a mi enten-der, la provocativa insinuación del dilema de amor y orgullo que Clotilde Molina había plan-teado poco antes al "ocultista".
-¿Quién es? -aproveché para preguntar en voz baja a mi vecino.
-Un diplomático, embajador de no sé dónde.
En ese momento el hombre dirigíase a mí. Conocía algo de mi obra, por trascripción de re-vistas literarias, e invocaba la amistad común de José Juan Tablada y de Sanin Cano.
La verdad es que no me fue simpático; pero la cortesía mediante, dado su carácter de forastero mal conocedor de la ciudad por la noche, llevóme en su compañía hasta el hotel donde se alojaba.
-Seguramente va usted a extrañar mi pre-tensión -díjome de pronto, cuando estábamos a pocos pasos de la puerta. Pero le ruego que suba hasta mi aposento. Tengo que hacerle una comu-nicación de importancia; pues, no obstante mi propósito de permanecer algún tiempo acá, debo partir dentro de dos días.
Más, ante mi indecisión asaz displicente:
-Un mandato -afirmó con acento apre-miante y sordo. Y estrechándome confidencial-mente la mano:
-¡En nombre de Al-Aziz Bil'lah!
Vacilé como ante un abismo de misterio y de duda. Todo un mundo inmemorial, absurdo y trá-gico a la vez, pasó ante mí con este recuerdo:
¡Al-Aziz Bil'lah, el último Imán de los Asesi-nos!




II


Con todo, mi interlocutor debía resultar más sorprendente que su mensaje, por otra parte in-comunicable hasta hoy; aunque el lector habrá comprendido que se refiere a la famosa secta maldita del Oriente, sobre la cual dije todo cuan-to puedo publicar sin felonía, en la narración ti-tulada El puñal.
Empezaré, pues, a referir lo pertinente de la entrevista, desde que habiéndonos instalado en la habitación de mi interlocutor, éste me dijo:
-Aunque estuve, algunos años ha, designa-do en el Japón, que fue donde conocí a Tablada, el encargo que acabo de cumplir me lo dieron para usted en Londres. Vengo de allá directa-mente, acreditado también ante otros dos países limítrofes. Pensaba establecerme acá, pero una amenaza fatal acaba de intervenir en mi desti-no. Aquella señora de... -¿cómo es? -aquella hermosa mujer que se empeñaba en filosofar conmigo...
-¿Clotilde Molina?
-La misma -recordó con tranquilidad. Y luego, sin variar de tono:
-Esa dama se enamoraría de mí.
No pude reprimir un movimiento de disgusto ante tan cínica impertinencia. Pero él, compren-diéndolo:
-Cuando sepa usted quién soy –repuso- -verá que, además de imposible, eso no tiene para mí ninguna importancia. Sólo me propongo evi-tar una desgracia que puede ser irreparable. Por lo demás, convendrá usted en que mi fuga, deci-dida así, no resulta un acto de tenorio.
Permanecí, como es de suponer, impasible ante esa afirmación que no me interesaba discu-tir ni esclarecer.
-El interés de la historia que va a oír -ex-plicó él entonces- hállase para usted en su vin-culación con el mensaje que le he traído. No sé si usted llegará a entender por completo, ahora; aunque sabe muy bien que el destino de los seres contemporáneos, principalmente si son del mis-mo país y del mismo grupo social o profesional, suele hallarse ligado por antecedentes misterio-sos que el instinto revela bajo el nombre de sim-patía, o que armonizan desde la sombra ciertas entidades llamadas "ángeles de compasión". Pero lo que usted ignora, quizá, es que dichas criatu-ras encarnan a veces, o para ser amadas, y en-tonces truécanse en los "ángeles de adoración" cuyo tipo fue Beatriz, o para amar con amor hu-mano, bajo la noble designación de "ángeles de sacrificio". Y estos seres vienen siempre a la tie-rra bajo forma de mujer.
-De suerte -insinué- que los ángeles de la guarda...
-Provienen de una confusa generalización teológica. La vinculación humana de aquellos seres, no es común, y su encarnación constituye un caso extraordinario. Asimismo, no todas las mujeres son ángeles. Pero la condición angelical sólo existe en la mujer.
-Con lo que viene a ser exacta la interpreta-ción, teológicamente herética, de Boticelli.
-Sin duda, porque los ángeles no se hacen visibles sino en figura femenina.
"Ángeles o demonios", recordé, vulgarizan-do con desacierto.
-¡Triste lugar común! -refutó como apena-do. Hasta para el teólogo más feroz, todo demonio es, al fin, un ángel caído.
Su palidez hablase aclarado con una especie de lejano trasluz, mientras los ojos ahondában-sele, más sombríos que nunca. Sentí que en torno suyo formábase una como depresión aérea, o lento desnivel, que sin ser visible, tendía a atraerme con vaga impresión de vértigo. Y esta sensación fue tan nítida, que resistí, asiéndome instintivamente a los brazos del sillón.
Pero mi interlocutor distrájome a tiempo, agregando sin alterar la mesura de su tono:
-La concepción femenina del ángel, pertene-ce a la más pura alma de artista que haya existi-do nunca: es del beato Angélico, quien, segura-mente, "vio" en un éxtasis, lo que Sandro no haría más que imitar después.
Reaccionando entonces contra aquella situa-ción, tan absurda como el diálogo que la sugería, concluí no sin sarcasmo:
-Fácil era inferirlo por el título popular de "pintor de los ángeles" que daban al dominico.
-Es posible. Pero advierta usted que la creencia en los ángeles es común a todos los pue-blos: hecho singular, puesto que no se trata de seres vinculados a ningún interés capital, como la vida y la muerte, la bienaventuranza o la sal-vación, sino puramente de entidades de belleza. Por lo demás...
-¿Por lo demás, qué? -interrumpí con des-cortesía, bajo el incontenible sobresalto de una inminencia fatal.
-Yo he visto un ángel, señor, y asistí a su sacrificio.
Fue así, claro, sencillo, sin un ademán, sin un gesto, sin una frase.
En el silencio de la noche pareció que se acer-caba la eternidad...
Pero aquí, para evitar la monotonía de un re-lato en primera persona, contaré a usanza co-rriente lo que el protagonista de la historia me refirió:






Obras de Lugones:

Poesía

  • Delectación Morosa
  • Los crepúsculos del jardín (1905)
  • Lunario sentimental (1909)
  • Odas seculares (1910)
  • El libro fiel (1912)
  • El libro de los paisajes (1917)
  • Las horas doradas (1922)
  • Poemas solariegos, (1927)
  • Romances del Río Seco, (1938)
  • Cancionero de Aglaura, póstumo.
  • La Blanca Soledad

Narrativa

Novela

  • El Ángel de la Sombra, 1926 (fue la unica novela escrita por Lugones, en la que narra su relacion oculta)
Fuentes consultadas:
V. Leguizamón, Julio A: Historia de la literatura hispanoamericana, Buenos Aires, 1945.
Torre Guillermo de: La aventura y el Orden. Buenos Aires, 1943.
Wikipedia.


NOTICIA DE LA SEMANA:

Cuba recupera la figura de Cabrera Infante

 
 

Fotografía del año 2002 del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante.
Fotografía del año 2002 del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante.
EDUARDO ABAD / EFE

THE ASSOCIATED PRESS

Tras décadas de ausencia de la comunidad intelectual cubana en la isla, el fallecido narrador Guillermo Cabrera Infante, un exiliado y fuerte opositor a la revolución cubana, volvió gracias a un ensayo sobre su obra publicado por una organización de escritores con vínculos oficiales.
"No es un alegato ni a favor ni en contra" de Cabrera Infante, dijo Elizabeth Mirabal, quien junto a Carlos Velazco presentó el jueves "Sobre los Pasos del Cronista", que indaga en la vida del escritor hasta 1965, cuando se marchó de Cuba.
Cabrera Infante formó parte del llamado "boom" de la literatura latinoamericana de mediados del siglo XX y dos de sus novelas son consideradas clásicas: "Tres tristes tigres" (1965) y "La Habana para un infante difunto" (1979). El escritor también publicó varios volúmenes de cuentos, crónicas y crítica cinematográficas, entre otros.
El libro de Mirabal y Velazco recibió el premio de ensayo de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), que agrupa a lo más selecto de los creadores isleños y tiene vínculos con el gobierno, el cual fue blanco de las críticas más duras de Cabrera Infante en su vida.
"Sobre los pasos..." hace un recorrido por la juventud del escritor, sus inicios en la literatura y su trabajo a favor de la revolución, con la que luego rompería.
La contratapa del ensayo (cuya primera edición constó de 1.500 ejemplares) señala la importancia de "rescatar un nombre, el de uno de los más grandes escritores de la literatura nacional".
"Recuperar memoria es un acto de justicia para con la persona y su acción, un ejercicio de salud que mejora nuestra compresión del pasado", agrega el texto.
Durante la presentación estuvieron presentes algunos de los amigos y colegas de Cabrera Infante en su etapa habanera, al igual que el escritor Antón Arrufat, que durante años fue marginado pero que no abandonó la isla; y su primera esposa, Martha Calvo.
Los veinteañeros Mirabal y Velazco son egresados recientes de la carrera de periodismo de la Universidad de La Habana e hicieron su tesis sobre Cabrera Infante.
Nacido en 1929, Cabrera Infante falleció en el exilio en 2005.
Cuando se supo de su deceso no hubo comentarios por parte de las autoridades de la isla o sus dirigentes del sector cultural. El sitio de internet de Casa de las Américas, ligado al gobierno, dio a conocer la noticia lamentando "la obsesión fanática en que se convirtió su posición política contra la Revolución cubana", que incluso llevó "a prohibir la publicación de su obra" en la isla.


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viernes, 12 de agosto de 2011

DOKTOR FAUSTUS DE THOMAS MANN: ¿FAMA JUSTA O INJUSTA?

EL DOKTOR FAUSTUS DE THOMAS MANN: ¿FAMA JUSTA O INJUSTA?



Cuando ingresé a la Universidad de Costa Rica en 1973, escuché decir a un profesor de Filosofía – sardónicamente- que el Doktor Faustus era una obra para pocos lectores.
Lo confieso: aquella afirmación hirió mi ego profundamente porque para aquella época estaba tanteando mis primeras escritos en prosa y yo me consideraba un lector capaz de leer una novela superior a las 500 páginas sin ningún esfuerzo intelectual. ¡Pero, qué equivocado estaba con el Doktor Faustus! En un primer intento: ¡fracasé! En un segundo intento: ¡de nuevo fracasé! En un tercer intento: ¡también fracasé! Imposible – me dije- esta novela es indeglutible. Pero, cada vez que recordaba al profesor de Filosofía comentando que el Doktor Faustus no era para todos los lectores – lo confieso- me sentía como un analfabeta.
Pasaron muchos años y la novela no la volví a ver en mi pequeña biblioteca, la escondía detrás de unos libros para no verla, para olvidarme del “cuerpo del delito”.
Otro asunto que me hacía llevar aquel pecado “literario” es que hasta el momento no conozco a muchas personas que puedan decir que han leído el Doktor Faustus. Que al final es un consuelo bastante tonto. Pero... ¡me leí la novela! Y sí, es cierto, la novela no es para muchos lectores... ahora, el problema no es de los lectores, sino de Mann que es un novelista demasiado denso, pesado, cadencioso, moroso, lleno de disgresiones que van desde Filosofía, Música, Política, Historia, etc. Sí le admiro –   la traducción que leí se considera la mejor hasta el momento en castellano, que es de Eugenio Xamar- lo bien escrita que está. Es formalmente impecable sin embargo, la novela es monótona, gris, le falta hondura psicológica, tensión narrativa. Al discurso narrativo le falta emoción y las escenas cuando se habla de música son infinitamente reiterativas a lo largo de la novela. Más que una novela el Doktor Faustus es un enorme ensayo sobre la música y el binomio indisoluble entre el Arte y la enfermedad según Thomas Mann.
¡Sin embargo, los lectores tienen la última palabra... a lo mejor el equivocado sea yo... ojalá que esto último sea lo verdadero!
J.Méndez Limbrick.

A continuación les transcribo uno de los mejores comentarios al Doktor Faustus que pude encontrar en Internet:



Luz en el abismo: el Doktor Faustus de Thomas Mann
Ni principio ni fin
Por: Luis Castellví Laukamp

Imaginemos, en una
biblioteca oriental, una lámina
pintada hace muchos siglos (...)
Declina el día, se fatiga la luz y a
medida que nos internamos en el
grabado, comprendemos que no
hay cosa en la tierra que no esté
ahí. Lo que fue, lo que es y lo que
será (...), todo ello nos espera en
algún lugar de ese laberinto
tranquilo...
Nueve ensayos dantescos,
Jorge Luis Borges


En el camino hacia la novela total hay hitos como Tolstoi, Joyce y Proust, gigantes de la literatura cuya creatividad les llevó a concebir obras descomunales, inabarcables y autosuficientes. Sus novelas están “(...) en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad real de igual a igual, enfrentándole una imagen de una vitalidad, vastedad y complejidad  cualitativamente equivalentes”. Son ficciones que ponen en práctica “(...) el utópico designio de
todo suplantador de Dios: describir una realidad total, enfrentar a la realidad una imagen que es su expresión y negación”. (Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez:
Historia de un deicidio).

Thomas Mann fue uno de los escritores más destacados en la búsqueda de la novela total. Su difusión entre el gran público se debe en parte al Premio Nobel de Literatura que ganó en 1929 y en parte a la adaptación que de su espléndida novela corta Muerte en Venecia hizo Visconti en 1971. Es autor también de varias novelasmamut, como cariñosamente llamaba Roberto Bolaño
a su 2666 y por extensión a toda obra con ambición de totalidad. Algunas de ellas son tan célebres como Los Buddenbrok y La montaña mágica, clásicos indiscutibles de la literatura contemporánea.
Menos conocido es su Doktor Faustus, novela que empezó a escribir en mayo de 1943, durante su exilio americano, y terminó en enero de 1947, tras tres años y ocho meses de arduo trabajo. Es la gran obra de la vejez de Thomas Mann, quien solía llamarla “mi Parsifal”, en alusión a la última ópera de Wagner. En ella trata el tema sobre el que ya había escrito su hijo Klaus en
Mephisto, publicada en 1936: la venta del alma al Diablo como metáfora de los alemanes cómplices del nazismo.
Klaus Mann vivió siempre a la sombra de su padre y se suicidó en 1949.

¿Mann o Kafka?
Dos visiones opuestas del mundo. Con el poder de sus obras, Goethe detiene
probablemente la evolución del idioma alemán. Aunque en el intervalo la prosa se ha apartado
de él a menudo, a la larga, como ocurre precisamente ahora, se regresa a él con
renovada nostalgia (...).
Diarios (1910-1913), Franz Kafka

Hay pocos estilos tan diferentes como los de Mann y Kafka, dos genios de las letras alemanas contemporáneas. Kafka es un escritor rompedor, vanguardista, cuya técnica literaria participa de las características del expresionismo y el surrealismo. En Kafka se mezclan fantasía y realidad, marcos espaciales y temporales imprecisos, juegos complejos de ambigüedades y contradicciones.
Su desasosegadora y simbólica narrativa, a pesar de no ser muy extensa y estar abocada al fragmentarismo, ha sido una de las más influyentes de la Literatura Universal.
Una difícil obra de arte, al igual que una batalla, un naufragio
u otro peligro mortal, acerca a Dios, al hacer que sea elevada
piadosamente la vista en busca de una esperanza de bendición, ayuda
y gracia, provocando un estado de ánimo religioso.
Los orígenes del Doctor Faustus. La novela de una novela, Thomas Mann
Literatura universal.

Por el contrario, Thomas Mann, autor de un opus monumental, escribe como un autor del siglo XIX.
Doktor Faustus narra con ortodoxia decimonónica el auge y caída de un genio de la música: el compositor Adrián Leverkühn. El narrador Zeitblom, su mejor
amigo, empieza a escribir la historia de este extraordinario personaje en mayo de 1943, dos años después de su muerte. La inserción de este biógrafo facilitó el necesario
distanciamento y ofreció a Mann “(...) la posibilidad de hacer que el relato pasase por una doble esfera de tiempo, de ensamblar polifónicamente las vivencias
que sacudían al escritor mientras escribía con aquéllas de las que él informaba” (Thomas Mann, Los orígenes del Doctor Faustus).
El estilo de Mann es pedante y espesamente literario. En Doktor Faustus abundan las frases largas y complejas, así como los
capítulos en los que no ocurre estrictamente
nada. Los personajes gustan
de discutir largo y tendido sobre teología
y filosofía. El narrador introduce
todo tipo de digresiones sobre música,
filología, arte, historia, pedagogía,
política y literatura. Es capaz de escribir
siete páginas sobre por qué Beethoven
no añadió un tercer tiempo a la sonata
para piano op. 111, fundamental en el desarrollo artístico de Leverkühn. Su ambición de totalidad, de que nada que haya podido afectar al genio quede fuera de
su biografía, le lleva a escribir con detalle sobre todo lo divino y lo humano.
En consecuencia, el libro es, de entrada, más difícil de digerir que los breves relatos y novelas inacabadas de Kafka. Doktor Faustus requiere tanto esfuerzo, disciplina
y constancia como, por ejemplo, En busca del tiempo perdido. Quien acaba alguna de las grandes novelas de Mann suele sentirse como si se hubiera enfrentado a una dura
prueba. No obstante, es un escritor que ofrece mucho a quien se adentra en sus obras. Doktor Faustus es una novela imprescindible para entender la historia alemana
del pasado siglo. El espíritu que siempre niega
Lo que está repartido entre la humanidad entera, quiero experimentarlo en lo íntimo de mi ser,
quiero abarcar con mi espíritu lo más alto y lo más bajo, acumular en mi pecho el bien y el mal de ella, extendiendo así mi propio ser al suyo,
y como ella misma, estrellarme yo también al fin. Fausto, Johann Wolfgang von Goethe.
El Fausto de Goethe es el drama germánico por excelencia, uno de los pilares de las letras alemanas escrito por su más polifacético y prolífico autor. Es una obra
que, del mismo modo que el Quijote en España o Hamlet en Inglaterra, todo el mundo tiene presente aunque no la haya leído. De hecho, aún es posible encontrar
en Alemania a personas que saben de memoria
algunos de los Lieder de Gretchen, la amada de
Fausto. Sin embargo, no deja de ser curioso que
un país con una literatura tan rica haya escogido
como clásico fundacional un drama que no es
sino un espléndido desastre, especialmente en su
grotesca segunda parte, escandaloso crimen estético.
Thomas Mann es el principal heredero de
Goethe en el siglo XX. Muchos de sus libros se
inspiran en las obras de este autor clave de la literatura alemana. Doktor Faustus
no es una excepción. Como su nombre indica, la novela es la versión contemporánea del Fausto de Goethe. Hay un conocido aforismo del genio de Weimar que
dice así: “Sólo apropiándonos de las riquezas de los demás conseguimos crear algo grande”. Nada más cierto en el caso de Thomas Mann.
En los primeros capítulos de la novela, el narrador Zeitblom relata la infancia y adolescencia de Adrián Leverkühn, quien ya desde pequeño muestra poseer
una inteligencia excepcional. Su primer maestro, el brillante pianista y compositor Wendell Kretzschmar, proporciona a su prometedor alumno una “educación
de príncipe” utilizando un método pedagógico adaptado a sus enormes aptitudes. Durante sus primeros años como estudiante, Leverkühn se introduce en el fascinante
mundo de la música; dedica a la lectura horas de la noche, estableciendo un primer contacto con la
Weltliteratur; estudia importantes obras de filosofía y teología que comenta con su maestro y sus amigos. Recibe, en definitiva, una esmerada formación en la que se le
inculcan los principios del trabajo, el esfuerzo y la disciplina, esenciales para todo artista.
En la Facultad de Teología, donde el protagonista comienza su educación universitaria, el narrador
percibe el abismo del destino entre la existencia de Leverkühn y la de sus compañeros: “la diferencia entre la medianía, aun la favorecida con los mejores dones, destinada
a adaptarse a la vida burguesa una vez pasadas las vagas inquietudes de la juventud”, y la marcada individualidad de su amigo, cuya vida sólo podrá cobrar
sentido y densidad si se dedica por entero a su arte.
En efecto, Levrkühn no tardará en darse cuenta de
que la teología no es su vocación. Descubre, parafraseando a Vargas Llosa en Cartas a un joven novelista, que sólo ejercitando su verdadera vocación –es decir, estudiando
y componiendo música- se sentirá realizado, de acuerdo consigo mismo, volcando lo mejor que posee, sin la miserable sensación de estar desperdiciando su
vida. Por eso abandona el estudio de la teología para consagrarse a la música.
Leverkühn progresa rápidamente y empieza a componer sus primeras obras. Se trata de piezas que, si bien poseen una rara perfección formal, no le satisfacen en
absoluto. El compositor peca de soberbia y de excesiva ambición. Es entonces cuando tiene lugar la aparición del Diablo. A Leverkühn le sorprende un frío helador.
Tirita, duda de sus sentidos. Ingenioso y convincente, el Diablo le ofrece veinticuatro años de tiempo genial, tiempo fecundo, tiempo sometido a una “(...) inspiración
de pleno placer, verdaderamente transportada por la fe y libre de dudas, una inspiración que no dé margen para elegir, para corregir, para manipular, en la que
todo sea dictado por el espíritu”. Es un don que “(...) no puede dar Dios, que tanto campo libre deja a la razón, y sí sólo el Diablo, gran Señor del entusiasmo”.
A cambio de tan fértil talento, el Diablo no sólo le pide su alma, como es tradicional (“Vacío el reloj de arena, mi hora habrá sonado”). En una época tan descreída
y groseramente laicista como la nuestra perder el alma no asusta ya a casi nadie. Por eso le impone la
siguiente cláusula: deberá renunciar no sólo a todo lo celestial, sino también a todo lo terrenal (“Tu vida ha de ser fría”). En otras palabras, para componer su obra,
Leverkühn deberá distanciarse del mundo, buscar refugio únicamente en la creación, sin que le esté permitido amar.
La más alemana de todas las artes Music has come to represent one of Germany’s most
important contributions to Western culture, impressing the rest of the world with a reputation for superior achievement and serving as a source of national
pride, especially in times of low morale and insecurity. Most German of the Arts, Pamela M. Potter
“He hecho un descubrimiento gracias al cual la supremacía de la música alemana está asegurada para los próximos cien años” le dijo Schoenberg a un discípulo
poco después de desarrollar la técnica de composición dodecafónica. Su afirmación refleja el orgullo de Alemania por su incomparable tradición musical, orgullo
compartido por Mann, quien sentía un gran interés por la música clásica. De hecho, tan grande era su interés por el estilo musical dodecafónico que decidió,
tras estudiarlo en profundidad con la ayuda del filósofo y musicólogo alemán Theodor Adorno, también exiliado en América, transferir la técnica de Schoenberg
al protagonista de su novela. Mann seguía las noticias del frente horrorizado
por la violencia que causaba y sufría Alemania. Del mismo modo que el narrador Zeitblom, deseaba “(...) la derrota sin vacilaciones, pero con constantes remordimientos
de conciencia”. Esta escisión le causaba un continuo sufrimiento. No es casual que en esa época
de dolor e inseguridad escogiese como protagonista de Doktor Faustus a un compositor, heredero de la gran tradición musical alemana, para realizar su crítica de la
ambición nazi de dominación mundial. Volviendo a la ficción, el Diablo respeta el pacto y
su inspiración, unida a la dedicación absoluta del artista, permite a Leverkühn elevarse y componer obras ante las que experimenta un terror sagrado. Las descripciones
de su música son algunos de los pasajes más extraordinarios y perturbadores de la novela. Muchos
de estos pasajes fueron revisados y reescritos por Adorno, quien empezó como mero consejero de Mann en cuestiones musicales pero fue convirtiéndose en su Mefistófeles
instigador a medida que la escritura de la novela avanzaba.
Leverkühn compone una obra rica y variada que abarca géneros tan distintos como la música de cámara, las cantatas, los conciertos para orquesta y las sonatas
para diversos instrumentos. Entre su vasta producción
destaca a dos singulares obras maestras, marcadas
en su temática por la impronta del Diablo. La primera es la grandiosa composición coral Apocalipsis
cum figuris, homenaje a los grabados apocalípticos de Durero de los que en un principio Mann se
quiso servir como base para el oratorio. Sin embargo, Adorno le persuadió de que tenía que ampliar el ámbito de la obra, de manera que el Apocalipsis cum figuris se
acabó convirtiendo en un resumen de toda la cultura apocalíptica, un “compendio (...) de todas las anunciaciones finales”, un gran fresco sonoro de la marcha
final hacia el Infierno en el que se aprecian influencias tanto de la antigüedad y el cristianismo primitivo como de la Capilla Sixtina, incluyendo a autores como
Jeremías, Ezequiel, San Juan y Dante. Muchos años después, tras serle arrebatada la única
persona a la que ha amado, Leverkühn compone su última obra maestra, de estilo aún más descarnado y sombrío. Se trata de Lamento del Doktor Faustus, una
cantata sinfónica que gira en torno al Diablo, la perdición y la caída en las tinieblas. Si la Novena Sinfonía de Beethoven es un radiante camino que conduce al
himno a la alegría, la obra de Leverkühn es su negativo, el “recorrido en sentido opuesto”, un “himno a la tristeza”. Todas sus notas, desde la primera hasta
la última, no contienen otro consuelo que el de “(...) poder dar expresión sonora al dolor”. Como escribió Mann en Los orígenes del Doctor Faustus, donde explica
cómo concibió la novela: “La vida es penalidad y sólo mientras sufrimos, vivimos”. El dolor es el leitmotiv de todas las composiciones de Leverkühn. Su música refleja
el sufrimiento del siglo XX. La transmutación de los metales
¡Oh, Alemania, pálida madre! ¿Qué han hecho tus hijos de ti
para que, entre todos los pueblos, provoques la risa o el espanto?
Alemania, Bertolt Brecht Transcurridos los años en los que el Infierno le ha
sido propicio, Leverkühn sufre un colapso físico y mental del que resurge doce horas después “(...) como un extraño a su propio ser, como la cáscara, consumida por el
fuego, de su personalidad, sin tener ya nada que ver con el hombre que se había llamado Adrián Leverkühn”. Su  triste fin, consumido por una dolencia mental, recuerda
al de un autor que, sin bien no se cita en el libro, tuvo una influencia decisiva en Mann y en su Doktor Faustus: Friedrich Nietzsche.
A lo largo de toda la novela se establece un paralelismo simbólico entre la creatividad patológica del
compositor y la ebriedad de poder e injusticia de la Alemania nazi. En este sentido, Doktor Faustus puede leerse como una alegoría de la historia alemana del siglo XX.
Ehrard Bahr explica en su Weimar on the Pacific, un interesante ensayo sobre los exiliados alemanes en California, cómo los eventos más importantes en la vida de Leverkühn
coinciden con momentos críticos de la historia alemana: el pacto con el Diablo se produce poco antes
del inicio de la Primera Guerra Mundial; su dolencia mental en 1930, cuando el Partido Nazi se prepara para tomar el poder.
Sin embargo, la novela se entiende mejor dialécticamente, contrastando la figura del genio creador con el trasfondo de devastación de su época. El legado del
nazismo fue un rastro de destrucción total. Nada o muy poco de lo creado por esta doctrina totalitaria ha perdurado. Por el contrario, el pacto de Leverkühn con el
Diablo le permite componer la más importante obra musical de su tiempo, un inagotable tesoro no sólo para los habitantes del mundo de Doktor Faustus, sino también
para nosotros, lectores de este prodigio, el testamento literario de Thomas Mann, su último ensayo de novela total.
Luis Castellví Laukamp
Licenciado en Derecho por la
Universidad de Barcelona
Actualmente trabaja en
Clifford Chance
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FRESHPOLITIK • MAYO 2009 4

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