jueves, 7 de abril de 2011

ANNE RICE. VAMPIROS.

ANNE RICE. VAMPIROS. TRILOGÍA.-






En el tiempo que oí hablar de Anne Rice y de “Entrevista con el vampiro” - primera novela de la trilogía- el best seller en español no se había dado.

Aún recuerdo cuando un amigo para una Navidad me habló entusiasmado de la novela. ¿En verdad era tan buena como me lo afirmaba?

Lo acepto: estaba un tanto escéptico de su calidad literaria. Siempre había tenido un prurito negativo hacia los escritores en lengua inglesa, en especial por los norteamericanos y mucho más por los que vendían en demasía como Anne Rice. ¡Qué equivocado estaba! ¡Cuánto he aprendido de estos llamados escritores comerciales como Anne Rice y Stephen King !

¿Por qué digo lo anterior? Las razones son obvias: Anne Rice es una gran escritora - al menos su trilogía de: “Entrevista con el vampiro”, “Lestat el vampiro” y “La reina de los condenados”. Los demás libros, lo ignoro pero, la trilogía no tiene nada que envidiarle a un clásico como Drácula de Bram Stoker.

Y aquí debemos de ser sinceros: la mayoría de las personas – y esto sucede mucho en América Latina- siempre vemos con recelo escritores de otras lenguas y mucho más cuando son best seller norteamericanos.

Parte de nuestro “pecado” es que América Latina y España han parido verdaderos monstruos literarios a finales del siglo XIX y principios del siglo XX ( para mencionar algunos: García Lorca, Jorge Guillén, Camilo José Cela, Benito Pérez Galdós, mi querido Pío Barajo, Octavio Paz, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, José Donoso, Cortázar, Sábato, Borges, Uslar Pietri, Roa Bastos, Carpentier, Juan Carlos Onetti, Horacio Quiroga, García Márquez y otros más) lo que hacía que todo lo midiéramos con estos parámetros estéticos y literarios resultando imposibles de superar y en muchos casos hasta de igualar.

Equivocados o no en nuestra Cultura Latinoamericana así fue por mucho tiempo. Hoy existe mayor apertura de ideologías y gustos estéticos, y algunos gigantes del Boom Latinoamericano ya no poseen la vigencia de décadas atrás y otros han muerto física y comercialmente.

Hoy somos más flexibles con otras tendencias literarias, la globalización nos hace ver la realidad y lo cotidiano diferente a como la veíamos en los años 60 y 70 del siglo pasado. Los medios masivos de comunicación (entiéndase principalmente la Internet) unen a los países en una forma que nunca nos imaginamos, expandiendo – al menos por la Internet- diversidad de estéticas, movimientos literarios y culturales.

De todas maneras, la literatura latinoamericana ha dado un viraje de ciento ochenta grados y los conceptos estéticos y literarios como ideológicos han variado o al menos la reinterpretación de la realidad del siglo XXI es muy diferente a la de la primera y segunda mitad del siglo XX. Ya no se puede hablar de una corriente predominante en la literatura como lo fue en su momento la famosa “novela o la poesía comprometida” o el Realismo Mágico Maravilloso que tiranizó a la Literatura Latinoamericana y que tanto mal le produjo a otros escritores opacándolos por completo pero, esto es otro tema que en otro momento hablaremos.

Hoy existen diversas corrientes literarias en Latinoamérica y los gustos varían desde: la novela histórica, la novela policíaca, la novela negra, la novela gótica, la novela de terror y por qué no decirlo sin tapujos, la novela de vampiros y toda la cultura y subcultura de lo paranormal y sombrío tiene en estos días una gran influencia y aceptación en nuestra juventud.

En la actualidad hay una revaloración y reinterpretación de lo gótico y lo vampírico, una cultura que tuvo su auge en Inglaterra en los años 70 del siglo pasado y hoy más que nunca está vigente.

Más que una trilogía... un mundo... un universo vampírico.

Anne Rice con la Trilogía (Entrevista con el vampiro; Lestat el vampiro; La reina de los condenados) no solo narra una o varias historias de vampiros sino que “verdaderamente” construye un universo totalizador con sus personajes. Esa es la diferencia con otras historias de vampiros escritas.

Anne Rice no solo se contenta con narrar hechos, anécdotas sino que, nos sumerge en ese universo vedado a los mortales. Nos hace atisbar y compartir un mundo nunca visto ni narrado.

Otro aspecto de rescate es la ambientación de los hechos narrados y la psicología de las personajes ya sea cuando habla de Lestat , de Marius o de Armand.

Es cierto que no profundiza como un Proust o un Dostoievsky en la psicología de sus personajes pero, tampoco es superficial en sus caracterizaciones ni mucho menos en sus preocupaciones existenciales (las de los vampiros).

También otro rasgo que privilegia la narrativa de Anne Rice es la fluidez de las historias que se van engarzando unas con otras. E igual sus narraciones nunca son eventos forzados en los cierres temáticos.

Otra diferencia que sostiene con sus antecesores como Stoker es que los personajes de la trilogía vampírica son personajes “bellos y diletantes”, que los ronda lo erótico sin ser sexuales. Viven y se mantienen en una sociedad muy diferente al Conde Drácula en el que se sublima y reprime mucho más lo sexual que lo sensual. En Anne Rice todo se reduce a un erotismo latente.

Las diferencias son notorias entre Stoker y Rice: Drácula está confinado en una realidad oscura y tenebrosa e incluso es un ser repulsivo-reprimido sexualmente que vive en la época Victoriana como su autor”.

Al contrario Lestat, Marius, Armand y otros personajes de Anne Rice no solo son bellos sino que, poseen un gusto y una sensibilidad por el arte como la pintura y la música que los hace vampiros sui generis. Solo basta recordar la historia de “Armand el vampiro”. Hago la salvedad que no estoy en contra de las valoraciones estéticas ni literarias de Stoker sino que, lo pongo de ejemplo para que el lector comprenda mejor el tema vampírico tratado por Anne Rice. Hago constancia que Stocker es la otra cara de la moneda de Rice en cuanto a su visión literaria al tratar el tema de los vampiros pero, que igual nos seduce y convence.

Por último, toda la obra de un escritor debe de analizarse dentro del contexto social e histórico en que vivió y las diferencias históricas entre Rice y Stoker son abismales: Stoker es de la época Victoriana, Rice es de la segunda mitad del siglo XX lo que se refleja en las posiciones filosóficas, estéticas y culturales de sus personajes e incluso respecto a las valoraciones morales del “bien” y del “mal” pero, – repito- ambos son grandes narradores aunque son opuestos de un mismo tema.

J. Méndez Limbrick.



Pequeña nota biográfica.

“Nacida bajo el nombre de Howard Allen O`Brien, desde pequeña cambió su nombre a `Anne`. Se casó con el difunto poeta y pintor Stan Rice en 1961, con quien tuvo dos hijos, Michele en 1966 y que murió de leucemia a los 5 años de edad y el famoso escritor gay Christopher Rice (que nació en 1978).

Desde pequeña estuvo interesada en temas de vampiros y brujas. En su carrera como escritora, también ha publicado con los pseudónimos Anne Rampling y A.N. Roquelaure, este último en sus primeros años y para temas más orientados a adultos, sus libros contienen constantemente mezclas de lo horroroso con lo lujurioso, destacándose en sus historias de ficción los sentimientos homoeróticos que sienten sus personajes. Sus más importantes obras bajo estos pseudónimos son la `Trilogía de la Bella Durmiente`, donde Rice dejó volar su imaginación portentosa situando la acción en sitios lejanos y palacios.

Su primer libro, Interview With The Vampire (Entrevista con el vampiro en español) fue escrito en 1973 y publicado en 1976. En 1994 Neil Jordan realizó una película basada en su libro y protagonizada por Tom Cruise y Brad Pitt y años más tarde se realizó otra película sobre el tercer libro de la serie Crónicas Vampíricas, llamada Queen Of The Damned (`La reina de los condenados`) La película fue criticada por su falta de coherencia respecto al libro original. El segundo libro de la saga, Lestat, The Vampire` se convirtió en un musical de Broadway”. Fuente: N.N .

Por último, transcribo un fragmento de la historia de “Armand el vampiro” escrita magistralmente por Anne Rice que a mi criterio, está a la altura de cualquier escritor “serio y no comercial” como se diría en Latinoamérica:


(De Segunda parte de Entrevista con el vampiro  “Lestat el vampiro”. Crónicas vampíricas 23ª edición. Cuarta edición 2001 en español. Editorial Punto de lectura).



3






La Historia de Armand

(Fragmento)



La cámara había desaparecido. Las paredes se habían desvanecido. Llegaban unos jinetes. Una nube de polvo creciendo en el horizonte. A continuación, unos gritos de terror y un chiquillo de cabello castaño oscuro, vestido con bastas ropas de campesino, corriendo sin cesar mientras los jinetes se desataban en una horda. Y el chiquillo debatiéndose a puñetazos y a patadas tras ser atrapado y arrojado sobre la silla de montar por uno de los jinetes, que se lo llevaba más allá de los confines del mundo.

Aquel chiquillo era Armand y el escenario de los hechos, aunque Armand lo ignorara, las estepas meridionales de Rusia. El chiquillo conocía otras palabras como Madre, Padre, Iglesia, Dios y Satanás, pero no sabía el nombre de su patria ni del idioma que hablaba, ni que los jinetes que le habían raptado eran tártaros y que nunca volvería a ver nada de lo que conocía o amaba.

Oscuridad, el tumultuoso movimiento del barco y el interminable mareo y, emergiendo del miedo y de la desesperación, la enorme y deslumbrante jungla de edificios imposibles que formaba la Constantinopla de los últimos días del Imperio Bizantino, con sus fantásticas multitudes y sus tarimas para la subasta de esclavos. El balbuceo amenazador de unos idiomas extraños, amenazas efectuadas en el lenguaje universal de los gestos y, en torno al chiquillo, los enemigos que no podía distinguir ni calmar, y de los que no podía escapar.

Pasarían años y años, más de una existencia mortal, antes de que Armand volviera la vista atrás hasta aquel espantoso momento y le diera nombres e historias a todo aquello: Los funcionarios de la Corte bizantina que le habrían castrado y los guardianes de los harenes del Islam que habrían hecho otro tanto, y los orgullosos guerreros mamelucos venidos de Egipto que se lo habrían llevado con ellos a El Cairo de haber sido más rubio y más fuerte, y los radiantes venecianos de hablar dulce con sus polainas y con sus chalecos de terciopelo, las criaturas más deslumbrantes de todas, cristianos igual que él, y, sin embargo, intercambiando ligeras risas entre ellos mientras le examinaban, y él allí, mudo, incapaz de responder, de suplicar, incluso de mantener esperanzas.

Vi los mares que se abrían ante él, el gran vaivén azul del Egeo y el Adriático y, de nuevo, el mareo en la bodega y el solemne juramento de no seguir viviendo.

Y luego los grandes palacios moros de Venecia alzándose de la reluciente superficie de la laguna, y la casa a la que le llevaban, con decenas y decenas de cámaras secretas, y la luz del cielo apenas entrevista a través de los barrotes de las ventanas, y los otros chicos hablándole en aquel idioma veneciano tan suave y extraño, y las amenazas y las lisonjas mientras se convencían, contra todos sus miedos y supersticiones, de los pecados que debía cometer con el interminable desfile de extraños en aquel ambiente de mármol y luces de antorchas donde cada cámara se abría a una nueva escena de ternura que se entregaba al mismo deseo ritual, inexplicable y, por último, cruel.

Y al fin, una noche, después de días y días de negarse a obedecer, hambriento y dolorido y privado de hablar con nadie, fue obligado a cruzar de nuevo una de aquellas puertas tal como estaba, sucio y cegado por la luz tras el encierro en la oscura y lóbrega celda. Y el ser que le estaba esperando allí, el hombre alto, de rostro enjuto y casi luminoso, vestido de terciopelo rojo, le tocó con sus fríos dedos tan suavemente que, medio adormilado, el muchacho no lloró al ver cambiar de manos las monedas. Pero era una cantidad importante. Demasiado importante. Estaba siendo vendido. Y la cara del hombre... era demasiado lisa; más bien parecía una máscara.

En el último instante, el muchacho se puso a gritar, juró que sería obediente, que no se pelearía más. Que alguien le dijera dónde le llevaban; no volvería a desobedecer, por favor, por favor. Pero, en el mismo instante en que era arrastrado escaleras abajo hacia el fétido olor de las cloacas, volvió a notar el contacto de los dedos firmes y delicados de su nuevo amo y, en el cuello, el roce de unos labios fríos y tiernos que nunca jamás le harían daño, y aquel mortal e irresistible primer beso.

Amor y amor y amor en el beso del vampiro. Un amor que bañó a Armand, que le limpió, esto es todo, mientras era transportado a la góndola y ésta avanzaba como un gran escarabajo siniestro por el estrecho canal hasta las alcantarillas bajo otra casa.

Ebrio de placer. Ebrio de las manos blancas y sedosas que alisaban su cabello y de la voz que le llamaba hermoso; ebrio del rostro que, en instantes de emoción, se llenaba de expresividad para hacerse luego más sereno y deslumbrante que si fuera de alabastro y joyas. Un rostro como un remanso de agua bajo el claro de luna: un roce, aunque sea con las yemas de los dedos, y toda su vida sale a la superficie, para, a continuación, desvanecerse de nuevo en la quietud.

Ebrio a la luz de la mañana con el recuerdo de esos besos, cuando, a solas, abría una puerta tras otra y descubría libros, mapas y estatuas de granito y de mármol, cuando los otros aprendices le localizaban y le conducían pacientemente a su trabajo para enseñarle a mezclar los colores puros con la yema de huevo y a extender la laca de la yema de huevo sobre los paneles, y para guiarle por el andamio mientras los artistas aplicaban cuidadosas pinceladas en el borde mismo de la enorme escena de sol y nubes, mostrándole aquellos grandes rostros y manos y alas angelicales que sólo podía tocar el pincel del Maestro.

Ebrio cuando se sentaba a la larga mesa con ellos y se atiborraba de deliciosos platos que no había probado hasta entonces y de vino que nunca se agotaba.

Y cayendo dormido finalmente, para despertar en ese momento del crepúsculo en que el Maestro se presentaba junto a la enorme cama, espléndido como un producto de la imaginación con su ropa de terciopelo rojo, su tupida cabellera blanca brillando a la luz de la lámpara y la felicidad más natural e ingenua en sus brillantes ojos azules cobalto. Y el beso mortal.

—Ah, sí, no separarme nunca de ti, sí..., sin miedo.

—Pronto, querido mío, estaremos unidos de verdad.

Antorchas encendidas por toda la casa. El Maestro en lo alto del andamio con el pincel en la mano: «Quédate aquí, a la luz; no te muevas», y horas y horas inmóvil en la misma posición hasta ver, poco antes del amanecer, sus propias facciones en el lienzo, las facciones del ángel. Y el amo sonriéndole mientras avanzaba por el interminable corredor...

—No, Maestro, no me dejes. Permite que me quede contigo, no te vayas...

Nuevamente, la luz del día. Y dinero en los bolsillos, oro de ley, y el fasto de Venecia con sus canales de aguas verdes oscuras entre los muros de los palacios, y los otros aprendices caminando del brazo con él, y el aire fresco y el cielo azul sobre la plaza de San Marcos como algo que sólo hubiera soñado en la infancia. Y, al atardecer, de nuevo el palazzo y la entrada del Maestro, el Maestro inclinado con el pincel sobre la pequeña tabla, trabajando cada vez más deprisa bajo la mirada de los aprendices, entre horrorizada y fascinada, y el Maestro levantando la vista hacia él y dejando a un lado el pincel y llevándoselo del enorme estudio mientras los demás seguían trabajando hasta la medianoche, y su rostro entre las manos del Maestro para recibir, de nuevo a solas en la alcoba, aquel secreto (nunca contárselo a nadie) beso.

¿Dos años? ¿Tres? Imposible recrear o abarcar con palabras el esplendor de esa época: las flotas que zarpaban del puerto hacia la guerra, los himnos que se entonaban ante los altares bizantinos, las representaciones de la Pasión y de los milagros que se celebraban en los estrados de las iglesias y en las plazas, con su boca del infierno y sus demonios retozones, y los deslumbrantes mosaicos que cubrían los muros de San Marcos y de San Zanipolo y del Palazzo Ducale, y los pintores que trabajaban en esas calles, Giambono, Uccello, el Vivarini y el Bellini, y los continuos días de fiesta y de procesiones. Y siempre de madrugada, en las enormes estancias del palazzo iluminadas con antorchas, él a solas con el Maestro mientras los demás dormían encerrados bajo llave en sus alcobas. El pincel del Maestro moviéndose vertiginosamente sobre la tabla colocada ante él, como si estuviera descubriendo el cuadro en lugar de crearlo...; el sol y el cielo y el mar extendiéndose bajo el dosel que formaban las alas del ángel.

Y esos momentos horribles e inevitables en que el Maestro se ponía en pie gritando, arrojando los botes de pintura en todas direcciones, y se llevaba las manos a los ojos como si quisiera arrancárselos de las cuencas.

—¿Por qué no puedo ver? ¿Por qué no veo mejor que los mortales?

El muchacho apretado contra su maestro. Esperando el éxtasis del beso. Un secreto oscuro, no revelado. El Maestro saliendo por la puerta sin ser visto, un rato antes del amanecer.

—Déjame ir contigo, Maestro.

—Pronto, querido mío, mi amor, mi pequeño, cuando seas lo bastante fuerte y alto y haya desaparecido de ti toda imperfección. Ve ahora y disfruta de todos los placeres que te aguardan, goza del amor de una mujer durante las próximas noches, y goza también del amor de un hombre. Olvida las penas que conociste en el burdel y saborea esas cosas mientras te quede tiempo.

Y rara era la noche que terminaba sin que la figura del Maestro volviera, justo antes de salir el sol, y le acompañaría muchas veces durante las horas de luz, hasta que, con el crepúsculo, llegara de nuevo el beso mortal.

Aprendió a leer y a escribir. Se encargaba de llevar las pinturas a sus destinos finales en las iglesias y las capillas de los grandes palacios, de cobrar las obras entregadas y de comprar los óleos y pigmentos. Reñía a los criados cuando las camas se quedaban por hacer y las comidas no estaban a tiempo. Y, adorado por los aprendices, éstos se despedían llorando cuando, terminado el aprendizaje, los enviaba a su nuevo servicio. Le leía poesía al Maestro mientras éste pintaba, y aprendió a tocar el laúd y a cantar tonadas.

Y en las tristes ocasiones en que el Maestro abandonaba Venecia durante muchas noches seguidas, era él quien gobernaba la casa en su ausencia, ocultando su zozobra a los demás y sabiendo que ésta sólo terminaría cuando regresara el Maestro.

Y una noche, por fin, en las horas de la madrugada en que hasta Venecia duerme:

—Ha llegado el momento, hermoso mío, de que vengas a mí y te conviertas en lo que soy. ¿Es éste tu deseo?

—Sí.

—Te alimentarás siempre en secreto con la sangre de los malhechores, como yo hago, y guardarás este secreto hasta el fin de los tiempos.

—Hago la promesa, me entrego, lo deseo..., deseo estar contigo, Maestro mío, para siempre. Tú eres el creador de todo lo que soy. Nunca ha existido un deseo tan intenso.

El pincel del Maestro señalaba la pintura que se alzaba hasta el techo, por encima de las hileras de andamios.

—Éste es el único sol que volverás a ver siempre. Pero dispondrás de un milenio de noches para ver la luz como ningún mortal la ha visto nunca, para arrancar de las lejanas estrellas, como si fueras otro Prometeo, una iluminación eterna con la cual comprender todas las cosas.

¿Cuántos meses transcurridos tras esto? ¿Cuántos meses de vagar sin rumbo bajo el dominio del Don Oscuro?

Toda una vida nocturna de deambular juntos por las callejas y los canales —indiferente al peligro de la oscuridad y ya sin miedo alguno—, y el antiquísimo éxtasis de la muerte, y nunca, jamás, un alma inocente. No, siempre la de un malhechor, y la mente conmovida hasta topar con Tifón, el asesino de su hermano, y luego el acto de apurar la maldad de la víctima humana y de transmutarla en éxtasis. El Maestro, marcando el camino; el festín, compartido.

Y luego la pintura, las horas solitarias con el milagro de su nueva habilidad, el pincel moviéndose a veces sobre la superficie esmaltada como dotado de voluntad propia, y los dos juntos pintando con furia sobre el tríptico, y los aprendices mortales dormidos entre los botes de pintura y las botellas de vino. Y solamente un misterio que perturba la felicidad, el misterio de que, como en el pasado, el Maestro debía abandonar Venecia de vez en cuando para emprender un viaje que parecía interminable a quienes quedaban dolidos por su ausencia.

Una separación aún más terrible, ahora. Cazar solo sin el Maestro, yacer a solas en el profundo sótano después de la caza, esperando. No escuchar el timbre de la risa del Maestro ni el latido de su corazón.

—¿Pero adonde vas? ¿Por qué no puedo ir contigo? —suplicó Armand. ¿No compartían el secreto? ¿Por qué, entonces, no le explicaba aquel misterio?

—No, querido mío, todavía no estás preparado para esta carga.

De momento ha de seguir siendo sólo mía, como lo ha sido durante más de mil años. Algún día me ayudarás en lo que constituye mi deber, pero eso sólo será cuando estés preparado para recibir el conocimiento, cuando hayas demostrado querer conocerlo de verdad y cuando seas lo bastante poderoso como para que nadie pueda arrancarte ese conocimiento en contra de tu voluntad. Quiero que entiendas que, hasta entonces, no tengo otra opción que dejarte al margen. Mi viaje es para atender a Los Que Deben Ser Guardados, como siempre he hecho.

Los Que Deben Ser Guardados.

Armand les daba vueltas en la cabeza a aquellas palabras, que le producían miedo. No obstante, lo peor era que apartaban de él al Maestro. Y sólo aprendió a superar ese miedo cuando comprobó que el Maestro volvía a él una y otra vez tras estas ausencias.

—Los Que Deben Ser Guardados están en paz, o en silencio —decía el Maestro, al tiempo que se quitaba de los hombros la capa de terciopelo roja—. Puede que nunca lleguemos a saber nada más del tema.

Y, de nuevo, Armand y el Maestro volcados en el festín, en la sigilosa persecución de los malhechores por las callejas venecianas.

¿Cuánto tiempo podría haber continuado aquello? ¿Lo que dura una vida mortal? ¿Lo que duran cien?

Y había transcurrido aproximadamente medio año de esta tenebrosa felicidad, cuando una noche, tras el crepúsculo, el Maestro se incorporó de su ataúd en el profundo sótano justo por encima del agua y anunció:

—¡Levántate, Armand, tenemos que marcharnos de aquí! ¡Ellos están aquí!

—¿Ellos, Maestro? ¿Quiénes? ¿Los Que Deben Ser Guardados?

—No, querido mío. Los otros. ¡Vamos, debemos darnos prisa!

—Pero, ¿cómo pueden hacernos daño? ¿Por qué tenemos que marcharnos?

Los rostros blancos tras las ventanas, los golpes a las puertas. El ruido de los cristales rotos. El Maestro volviendo la vista a un lado y a otro para contemplar los cuadros. El olor a humo. El olor a brea ardiendo. Los misteriosos asaltantes subían del sótano, y también bajaban del piso superior.

—¡Corre! ¡No hay tiempo para poner nada a salvo!

Escaleras arriba hasta el techo. Unas figuras oscuras y encapuchadas blandiendo antorchas a través del umbral, el fuego rugiendo en las habitaciones de la planta baja, haciendo estallar las ventanas y envolviendo en llamas la escalera. Todos los cuadros destruidos.

—¡Al tejado, Armand, vamos!

¡Criaturas como nosotros con aquellas siniestras indumentarias! Otros seres como nosotros. El Maestro dispersándolas en todas direcciones mientras corría escaleras arriba; los huesos de las criaturas quebrándose al golpearse contra el techo y las paredes.

—¡Blasfemo, hereje! —gritaron las voces. Los brazos agarraron a Armand y no le soltaron. Y arriba, en lo alto de la escalera, el Maestro se volvió hacia él y gritó:

—¡Armand! ¡Confía en tus fuerzas y ven!

Pero las criaturas se apelotonaban en persecución del Maestro, le rodeaban. Por cada una que él estrellaba contra la pared encalada, aparecían otras tres, hasta que más de cincuenta antorchas envolvieron las ropas de terciopelo del Maestro, sus largas mangas rojas y su cabello blanco. El fuego se alzó hasta el techo con un rugido mientras le consumía, transformado en una antorcha viviente; y, con todo, incluso envuelto en llamas, el Maestro se defendía quemando a sus atacantes mientras éstos arrojaban las teas a sus pies como si fueran astillas de leña.

Armand, mientras tanto, fue conducido abajo y sacado de la casa en llamas junto con los aprendices mortales, que chillaban de terror. Y fue llevado lejos de Venecia, surcando las aguas, entre gritos y sollozos, en las entrañas de un buque tan aterrador como la nave de los esclavos, hasta salir a mar abierto bajo el cielo de la noche.

—¡Blasfemo, blasfemo! —La fogata cada vez mayor, y el círculo de figuras encapuchadas a su alrededor, y el cántico más y más estentóreo—: ¡Al fuego!

Y mientras Armand contemplaba la escena, petrificado, vio cómo los aprendices mortales, sus hermanos, sus únicos hermanos, lanzaban alaridos de pánico mientras eran arrojados por el aire hasta caer en el seno de las llamas.

—¡No, basta, deteneos...! ¡Ellos son inocentes! ¡Por el amor de Dios, basta! ¡Son inocentes...!

Armand gritaba y gritaba, pero había llegado su turno. Pese a su resistencia, le estaban levantando del suelo con la intención de lanzarle hacia lo alto para que fuera a caer en la pira.

—¡Maestro, ayúdame! —exclamó. Tras esto, las palabras dieron paso a un único y prolongado grito lastimero.

Furioso, se debatió enérgicamente entre los gritos y patadas.

Pero advirtió que le habían arrastrado lejos del fuego, que le habían rescatado y devuelto a la vida. Y se encontró tendido en el suelo contemplando el cielo. Las llamas parecían lamer las estrellas, pero estaban lejos de él y ya no podía ni sentir su calor. Armand apreció el olor de sus ropas quemadas y de su cabello chamuscado. Lo peor era el dolor que sentía en el rostro y en las manos; la sangre seguía rezumando de él y apenas era capaz de mover los labios...

—... Todas las vanas obras del Maestro, destruidas. ¡Todas las vanas creaciones que había hecho entre los mortales con sus Poderes Oscuros, imágenes de ángeles y santos y mortales vivientes! ¿Quieres que te destruyamos a ti también? ¿O prefieres entrar al servicio de Satán? Toma una decisión. Ya has probado el fuego y éste te aguarda, hambriento de ti. El infierno te espera. ¿Vas a tomar la decisión...?

—... sí...

—... ¿Vas a servir a Satán como debe hacerse?

—Sí...

—... ¿Aceptas que todas las cosas del mundo son pura vanidad y te comprometes a que nunca utilizarás tu Poderes Oscuros para satisfacer ninguna vanidad mortal, ni para pintar, crear música, bailar o recitar para diversión de los mortales, sino para permanecer eternamente al exclusivo servicio de Satán? ¿Te comprometes a emplear tus Poderes Oscuros para seducir y aterrorizar y destruir, sólo destruir... ?

—Sí...

—... ¿A consagrarte a tu único amo, Satán, siempre y eternamente Satán? ¿A servir a tu verdadero amo y maestro en la oscuridad y el dolor y el sufrimiento? ¿A entregarle tu mente y tu corazón?

—Sí.

—¿Y a no ocultar secreto alguno a tus hermanos en Satán, a proporcionarles los conocimientos que poseas del blasfemo y de su carga... ?

Silencio.

—¡A explicar todo lo que conozcas sobre su carga! —insistieron las criaturas—. ¡Vamos, apresúrate, las llamas esperan!

—No os entiendo...

—¡Hablamos de Los Que Deben Ser Guardados! ¡Cuéntanos lo que sepas!

—¿Contaros qué? No sé nada, salvo que no quiero sufrir. Estoy muy asustado.

—Dinos la verdad, Hijo de las Tinieblas. ¿Dónde están? ¿Dónde se encuentran Los Que Deben Ser Guardados?

—No lo sé. Leed mi mente, si tenéis ese poder. Comprobaréis que no contiene nada que os pueda decir.

—¿Pero qué son? ¿No te lo ha contado nunca tu blasfemo maestro? ¿Qué son Los Que Deben Ser Guardados?

Así, pues, tampoco aquellas criaturas sabían a qué se refería el Maestro. El nombre no tenía más significado para ellas que para el propio Armand. «Cuando seas lo bastante poderoso como para que nadie pueda arrancarte ese conocimiento en contra de tu voluntad,» El Maestro había sido muy previsor.

—¿Qué significa ese nombre? ¿Dónde están? ¡Es preciso que nos des la respuesta!

—Os juro que no la tengo. Os lo juro por mi miedo, que es lo único que poseo ahora. ¡No lo sé!

Rostros lechosos apareciendo encima de él, uno tras otro. Los labios insípidos depositando besos dulces e intensos, las manos acariciándole y las relucientes gotitas de sangre rezumando de las muñecas de las criaturas. Estas querían descubrir la verdad en la sangre, pero, ¿qué importaba eso? La sangre era la sangre.

—Ahora eres el hijo del diablo.

—Sí.

—No llores por Marius, tu maestro. Marius está en el infierno, donde pertenece. ¡Bebe ahora la sangre curativa y levántate y baila con los de tu estirpe para gloria de Satán! ¡Bebe y la inmortalidad será tuya de verdad!

—Sí... —La sangre quemándole la lengua al levantar la cabeza; la sangre llenándole con tortuosa lentitud.— ¡Oh, por favor!

En torno a él, frases en latín y el pausado batir de unos tambores. Las criaturas se daban por satisfechas, sabían que había dicho la verdad. No le matarían y el éxtasis borró cualquier otra reflexión. El dolor de sus manos y de su rostro se había disuelto en el éxtasis...

—Levántate, joven, y únete a los Hijos de la Oscuridad.

—Sí.

Manos blancas tendidas hacia las suyas. Cornos y laúdes aullando sobre el batir de los tambores, arpas pulsadas en un rasgueo hipnótico mientras el círculo empezaba a moverse. Figuras encapuchadas vestidas de negro con túnicas de mendicante que ondulaban cuando alzaban las rodillas y doblaban el espinazo.

Y, soltándose las manos, dieron vueltas y saltaron y cayeron de nuevo, girando y girando, y una tonada se alzó en un murmullo cada vez más potente tras los labios cerrados.

El círculo siguió girando más deprisa. El murmullo era una gran vibración melancólica sin forma ni continuidad y, sin embargo, parecía una especie de lenguaje, el propio eco del pensamiento. Cada vez más potente, se alzó como un gemido que no lograra quebrarse en un grito.

Él hacía el mismo sonido, al unísono con los demás, y luego giraba y, mareado de dar vueltas, saltaba al aire, muy alto. Las manos le asían, los labios le besaban y él daba vueltas y más vueltas impulsado por los demás, alguien gritando en latín, otro respondiendo, otra voz gritando más fuerte, seguida de una nueva respuesta.

Estaba volando, rotas las ataduras con la tierra y con el terrible dolor de la muerte de su Maestro y de la destrucción de los cuadros y de la muerte de los mortales que había amado. El viento sopló de frente, y el calor le estalló en el rostro y en los ojos, pero la tonada era tan hermosa que no importaba que ignorara las palabras, que no pudiera rezarle a Satán o que no supiera creer ni rezar una oración como aquélla, pues nadie se daba cuenta de su ignorancia. Todos los demás, formando un coro, continuaron lanzando gemidos y lamentos y dando vueltas y saltando de nuevo; y luego, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, echaron la cabeza hacia atrás, cegados por las llamas que les lamían, y alguien gritó «¡Sí, SÍ!».

Y la música se alzó como una oleada. Tambores y panderetas desencadenaron un ritmo bárbaro en torno a Armand, mientras las voces se lanzaban por fin a una extravagante y acelerada melodía. Los vampiros alzaron los brazos entre aullidos y sus siluetas pasaron revoloteando ante él, presas de agitadas contorsiones, con las espaldas arqueadas y un taconeo nervioso. Era el júbilo de los diablillos en el infierno. La escena horrorizó a Armand, y, al mismo tiempo, le atrajo. Y cuando las manos le asieron y le hicieron dar vueltas sobre sí mismo, el joven se puso a taconear, a girar y a bailar como los demás, dejando que el dolor le atravesase, doblando las extremidades y dando la alarma a sus gritos.

Y, antes de que amaneciera, Armand se encontró delirando, rodeado por una decena de hermanos que le acariciaban y le tranquilizaban y le conducían peldaños abajo por una escalera que habían abierto en las entrañas de la Tierra.



Durante los meses que siguieron, Armand creyó soñar que su Maestro no había muerto entre las llamas. Soñó que su Maestro había caído del tejado, como un cometa flamante, a las aguas salvadoras del canal que corría debajo. Y que sobrevivía en lo más profundo de las montañas del norte de Italia. Y que le llamaba a su lado. El Maestro se hallaba en el santuario de Los Que Deben Ser Guardados.

A veces, en sus sueños, el Maestro aparecía poderoso y radiante como siempre le había visto; la belleza parecía ser su vestimenta. Otras veces, se presentaba en el suelo como una criatura ennegrecida y consumida, como un ascua dotada de vida, con los ojos enormes y amarillos. Únicamente su cabello blanco aparecía tan abundante y lustroso como Armand lo recordaba. El Maestro se arrastraba por el suelo, sin fuerzas, suplicándole ayuda. Y, detrás de él, una luz cálida surgía del santuario de Los Que Deben Ser Guardados; y, con la luz, llegaba el olor de incienso. Parecía haber allí una promesa de antigua magia, una promesa de belleza fría y exótica más allá de todo bien y de todo mal.

Pero todo aquello eran vanas imaginaciones. El Maestro le había dicho que el fuego y la luz del Sol podían destruirles y él mismo había visto al Maestro envuelto en llamas. Tener sueños de aquel tipo era como desear la vuelta a la vida mortal.

Y cuando Armand abría los ojos y contemplaba la Luna y las estrellas y el tranquilo espejo del mar que tenía ante él, se daba cuenta de que no había esperanzas ni penas ni alegrías. Todas estas emociones habían procedido del Maestro y éste ya no existía.

«Soy el hijo del diablo.» Aquello era poesía. Desapareció de él toda la fuerza de voluntad y no quedó nada, salvo la confraternidad de las tinieblas. Y su impulso cazador pasó a cebarse no sólo en los malhechores, sino también en los inocentes. La caza se transformó, por encima de todo, en un acto de crueldad.

En Roma, en la gran asamblea reunida en las catacumbas, saludó con una reverencia a Santino, el líder del grupo, quien descendió una escalinata de piedra para recibirle con los brazos abiertos. Aquel poderoso Maestro había nacido a las Tinieblas en tiempos de la peste negra y le contó a Armand la visión que le había asaltado en el año 1349, cuando la epidemia estaba en pleno furor, respecto a que nuestra raza era como la propia peste negra: una plaga sin explicación, destinada a hacer dudar al hombre, a hacerle dudar de la bondad y de la intervención divinas.

Santino condujo a Armand al santuario cubierto de cráneos humanos y le contó la historia de los vampiros.

Estos, igual que los lobos, habían existido en todas las épocas como un flagelo de la humanidad mortal. Y en la asamblea de Roma, sombra oscura de la Iglesia Católica, radicaba su perfección final.

Armand ya estaba al corriente de los rituales y de las prohibiciones más comunes. Ahora debía aprender las grandes leyes:

UNA: Que cada asamblea debe tener su líder y que sólo éste puede ordenar que se efectúe el Rito Oscuro sobre un mortal, además de ocuparse de que se observen como es debido las ceremonias.

DOS: Que no deben realizarse nunca el Rito Oscuro con un inválido, un tullido, un niño o un mortal incapaz de, incluso con los Poderes Oscuros, sobrevivir por su cuenta. Se entiende también que todos los mortales que reciban los Dones Oscuros deben ser hermosos, para que el insulto a Dios sea más grande cuando se efectúe sobre ellos el Rito Oscuro.

TRES: Que los vampiros viejos no deben realizar nunca este rito mágico para que la sangre de los novicios no sea demasiado fuerte, pues el poder de los vampiros crece con el tiempo de forma natural y los viejos tienen demasiado para transmitirlo. Las heridas, las quemaduras y otras catástrofes semejantes, si no logran destruir al Hijo de Satán, no hacen otra cosa que incrementar sus poderes una vez curado. Con todo, Satán protege a su rebaño del poder de los viejos vampiros, pues todos éstos, sin excepción, se vuelven locos.

A este respecto, Santino hizo observar a Armand que en aquel momento no había ningún vampiro vivo que tuviera más de trescientos años. Ninguno de los que aún vivían guardaba recuerdos de la fundación de la primera asamblea en Roma. El diablo llamaba a los vampiros a su lado con bastante frecuencia.

También hizo hincapié en que el efecto del Rito Oscuro era impredecible, aunque fuera realizado por un vampiro novicio y con todo el cuidado debido. Por razones que nadie conocía, algunos mortales se hacían fuertes como titanes cuando renacían como Hijos de las Tinieblas, mientras otros apenas pasaban de cadáveres ambulantes. Por eso debía escogerse con mucho cuidado a los mortales, y debía evitarse tanto a los que poseían un gran apasionamiento y una voluntad indomable como a los que carecían por completo de ambas cosas.

CUATRO: Que ningún vampiro puede destruir jamás a otro, salvo el amo de la asamblea, quien posee poder sobre la vida y la muerte de toda su grey, y, además, tiene la obligación de conducir al fuego a los viejos y a los locos cuando ya no pueden seguir sirviendo a Satán como es debido. Ese líder de la asamblea tiene la obligación de destruir a todos los vampiros que no han sido creados como es debido, y a aquellos que están tan malheridos que no podrían sobrevivir por sí solos. Y, por último, tiene también la obligación de procurar la destrucción de todos los proscritos y de quienes hayan quebrantado las leyes.

CINCO: Que ningún vampiro debe revelar jamás su verdadera naturaleza a un humano y permitir que éste siga viviendo. Ningún vampiro debe contar la historia de los vampiros a un mortal y dejarle seguir viviendo. Ningún vampiro debe contar por escrito la historia de los vampiros ni revelar ninguna información verídica sobre los mismos, para que los mortales no puedan descubrir tal historia y tomarla por cierta. Y ningún mortal debe enterarse nunca del nombre de un vampiro, salvo el de su lápida sepulcral, del mismo modo en que ningún vampiro debe revelar a los mortales la ubicación de su guarida ni la de ningún otro vampiro.

Éstas eran, pues, las grandes órdenes que debían obedecer todos los vampiros y que regían la existencia entre los no muertos.

No obstante, Armand debía conocer que siempre habían corrido historias sobre viejos vampiros heréticos, poseedores de poderes terribles, que no se sometían a autoridad alguna, ni siquiera del diablo. Eran vampiros que habían sobrevivido mil años (Hijos de los Milenios, eran llamados a veces). En el norte de Europa estaban los relatos acerca de Mael, que vivía en los bosques de Inglaterra y Escocia. En el Asia Menor corría la leyenda de Pandora, y, en Egipto, la antigua historia del vampiro Ramsés, a quien se había vuelto a ver en los tiempos presentes.

Relatos semejantes podían encontrarse en todas partes del mundo y eran fáciles de descalificar como meras fantasías, salvo por un detalle. Marius, el viejo hereje, había sido descubierto en Venecia, y allí mismo había sido castigado por los Hijos de las Tinieblas. Lo que se contaba de Marius había sido cierto. Pero Marius ya no existía.

Armand no dijo nada tras estos últimos comentarios. No le contó a Santino los sueños que había tenido. Lo cierto era que los sueños se habían hecho vagos y confusos en su cabeza, igual que los colores de los cuadros de Marius. Ya no estaban recogidos en la mente de Armand ni en su corazón para que los descubriera quien escuchara sus pensamientos.

Cuando Santino habló de Los Que Deben Ser Guardados, Armand volvió a confesar que no sabía qué significaba esa frase. Tampoco lo sabía Santino, ni ningún vampiro que éste hubiera conocido nunca.

El secreto seguía oculto. Marius había muerto y, con él, el viejo e inútil misterio quedaba reducido al silencio. Satán es nuestro Señor y nuestro Maestro. En Satán, todo se conoce y todo se entiende.

Armand complació a Santino. Aprendió de memoria las leyes, perfeccionó su dominio de los encantamientos ceremoniales, de los rituales y de las plegarias. Fue testigo de los aquelarres más grandes que iba a presenciar jamás y tomó enseñanzas de los vampiros más poderosos, expertos y hermosos que conocería en toda su existencia. Aprendió tanto, que se convirtió en un misionero encargado de reunir en asambleas a los Hijos de las Tinieblas que vagaban perdidos y de conducir a otros en la celebración del aquelarre y en la realización del Rito Oscuro cuando el mundo, el demonio y la carne llamaban a hacerlo.

Enseñó las Bendiciones Oscuras y las Ceremonias Oscuras en España, Francia y Alemania, y conoció Hijos de las Tinieblas salvajes y tenaces cuya compañía hacía arder dentro de él una llamita mortecina cuando la asamblea le rodeaba, consolada por su presencia y obteniendo la unidad gracias a su fuerza.

Armand perfeccionó el arte de la cacería de mortales hasta superar a todos los Hijos de las Tinieblas que conocía. Aprendió a convocar a los humanos que realmente deseaban morir. Le bastaba con acercarse a las viviendas de los mortales y llamar en silencio a sus víctimas para verlas aparecer.

Jóvenes, viejos, miserables, enfermos, feos y hermosos...; no importaba, porque no escogía. Les lanzaba visiones por si querían captarlas, pero ni una sola vez se acercó a sus víctimas o tan siquiera pasó los brazos en torno a ellas. Atraídos inexorablemente hacia él, eran sus presas mortales quienes le abrazaban. Y cuando sus carnes cálidas y vivas le tocaban, cuando abría los labios y sentía derramarse la sangre, Armand conocía el único placer que podía aliviar sus penas.

En el punto álgido de esos momentos, pese al éxtasis carnal de la caza, le parecía que su camino era profundamente espiritual, sin contaminar por los apetitos y confusiones que confortaban el mundo.

En aquel acto sangriento se unían lo espiritual y lo carnal, y Armand estaba convencido de que era lo primero lo que sobrevivía. Para él era una Santa Eucaristía, y la Sangre de los Hijos de Cristo sólo servía para hacerle comprender la esencia misma de la vida durante la fracción de segundo en que se producía la muerte. Únicamente los grandes santos de Dios le igualaban en aquella espiritualidad, en aquella confrontación con el misterio, en aquella existencia de renuncia y meditación.

No obstante, Armand fue viendo desaparecer a los más poderosos de sus camaradas. Vio cómo se volvían locos y hacían caer la destrucción sobre ellos mismos. Fue testigo de la inevitable disolución de muchas asambleas, de cómo la inmortalidad derrotaba a los Hijos de las Tinieblas más perfectamente creados. Y, en ocasiones, le pareció un castigo terrible que esa inmortalidad no tuviera el menor efecto sobre él.

¿Acaso estaba destinado a ser uno de los vampiros viejos, de los Hijos de los Milenios? ¿Eran creíbles aquellas historias que persistían todavía?

De vez en cuando, un vampiro errabundo hablaba de si la fabulosa Pandora había sido vista por un instante en la ciudad de Moscú, en la lejana Rusia, o comentaba rumores sobre si Mael estaba instalado en las yermas costas inglesas. Los viajeros hablaban incluso de Marius, de que había sido visto de nuevo en Egipto, o en Grecia. No obstante, ninguno de aquellos narradores había visto con sus propios ojos a los vampiros legendarios. En realidad, no sabían nada y sólo repetían rumores conocidos de oídas.

Nada de todo ello distraía ni divertía al obediente siervo de Satán. Cumpliendo con ciega fidelidad las Leyes Oscuras, Armand continuó su servicio.

Con todo, a lo largo de esos siglos de obediencia, Armand guardó siempre para sí dos secretos. Dos secretos que eran más suyos que el mismo ataúd en el que se encerraba durante el día, y que los escasos amuletos que llevaba.

El primero de ellos era que, por grande que fuera su soledad y por mucho que se prolongara la búsqueda de hermanos y hermanas de raza en quienes poder buscar cierto descanso, jamás había llevado a cabo el Rito Oscuro por sí mismo. No estaba dispuesto a ofrecer a Satán ningún Hijo de las Tinieblas creado por él.

Y el otro secreto, que mantenía oculto a sus seguidores por el propio bien de éstos, era sencillamente su grado de desesperación, cada vez más profundo.

Era el hecho de no anhelar nada, de no apreciar nada, de no creer en nada; de no disfrutar un ápice en el ejercicio de sus poderes, asombrosos y siempre crecientes; de vivir todos los momentos en un vacío roto una vez cada noche de su vida eterna con el acto de la caza.

Mientras los demás le habían necesitado, Armand les había ocultado celosamente aquel secreto que le había permitido guiarles, pues su miedo les habría hecho sentirlo también.

Pero todo había terminado.

Un gran ciclo había finalizado y, ya años atrás, Armand había notado que se cerraba sin comprender siquiera que se trataba de tal ciclo.

Le llegaron de Roma los relatos maliciosamente confusos de los viajeros, ya no actuales cuando le eran contados, respecto a que el líder, Santino, había abandonado a su grey. Algunos decían que se había vuelto loco y se había retirado al campo; otros afirmaban que se había arrojado al fuego, y unos terceros declaraban que «el mundo» se lo había tragado, que se lo había llevado un grupo de mortales en un carruaje negro y que no se le había vuelto a ver.

«O nos arrojamos al fuego o entramos en la leyenda» había comentado el narrador de la historia.

Luego llegaron noticias de que el caos reinaba en Roma, de que decenas de líderes se ponían la capucha y la túnica negras para presidir la asamblea. Y, más tarde, pareció que no quedaba ninguno de aquellos líderes.

A partir de 1700, no había vuelto a tener noticias de Italia. Durante más de medio siglo, Armand no había sido capaz de fiarse de su pasión ni de la de quienes le rodeaban para crear el frenesí del auténtico aquelarre. Y, durante este tiempo, había vuelto a soñar con Marius, su viejo Maestro, con sus ricas vestimentas de terciopelo rojo, y había visto el palazzo lleno de vibrantes pinturas. Y había sentido miedo.

Entonces había llegado otro.

Sus hijos habían corrido a los subterráneos bajo les Innocents para describirle a aquel nuevo vampiro que llevaba una capa de terciopelo rojo forrada de piel y podía profanar las iglesias y asaltar a los portadores de cruces y deambular por los lugares de luz. Terciopelo rojo. Sólo era una coincidencia, y, sin embargo, el detalle le enfureció y le pareció un insulto, un dolor gratuito que su alma no podía soportar.

Y, seguidamente, el nuevo vampiro había creado a la mujer, a aquella mujer de cabellera leonina y nombre de ángel, tan bella y poderosa como su hijo.

Y Armand había subido los peldaños que le conducían fuera de las catacumbas, conduciendo a su grupo contra nosotros, igual que los encapuchados se habían lanzado a destruirles a él y a su Maestro siglos antes, en Venecia.

Y había fracasado.

Armand se vio en pie, vestido con aquellas extrañas ropas de brocados y encajes. Llevaba unas monedas en los bolsillos. Su mente se inundó de imágenes procedentes de los miles de libros que había leído. Y se sintió conmovido por todo lo que había presenciado en los lugares de luz de aquella gran ciudad llamada París, y fue como si escuchara a su viejo Maestro susurrándole al oído:

«Pero dispondrás de un milenio de noches para ver la luz como ningún mortal la ha visto nunca, para arrancar de las lejanas estrellas, como si fueras otro Prometeo, una iluminación eterna con la cual comprender todas las cosas».

—Todas las cosas han escapado a mi comprensión —declaró—.

Me veo como alguien a quien la tierra haya devuelto, y vosotros, Lestat y Gabrielle, sois como las imágenes pintadas por mi viejo Maestro en tonos cerúleos, carmines y dorados.

Permaneció inmóvil en el umbral de la cámara con las manos ocultas bajo los brazos cruzados, mirándonos y preguntando en silencio:

«Qué hay que conocer? ¿Qué hay que dar? Somos los abandonados de Dios. Y delante de mí no se extiende ninguna Senda del Diablo, ni suena en mis oídos ninguna campana del infierno».

jueves, 31 de marzo de 2011

ADOLFO BIOY CASARES. LA INVENCIÓN DE MOREL

LA INVENCIÓN DE MOREL. Al final del artículo el link para bajar el libro.

ADOLFO BIOY CASARES.



¿LITERATURA DE AVENTURA? ¿LITERATURA FANTÁSTICA? ¿LITERATURA PSICOLÓGICA? ¿LITERATURA SIMBÓLICA? ¿QUé TIPO DE LITERATURA ES LA INVENCIÓN DE MOREL?


Aún después de varios años de haber leído LA INVENCIÓN DE MOREL – y debo confesarlo- no acabo de entenderla, ni tampoco de clasificarla, ¿qué tipo de texto es? ¿Es realmente una novela? ¿Es un relato? ¿Es un cuento largo o una novela corta?

Siempre me ha desconcertado y no me da pena decirlo. ¿Por qué negar que es un texto extraño?

Es cierto también que el texto narrativo siempre me ha seducido. Son de esos textos que uno hubiera querido escribir. Pero, no importa que no acabe de comprenderla en su totalidad. Me parece fantástica la imaginación desbordada de ADOLFO BIOY CASARES e igual su estilo de frase corta y pulida en esta gran obra.

Hubiera podido tomar o retomar algunos conceptos de otros autores para hacer un acercamiento a la INVENCIÓN DE MOREL pero, ¿qué mejor presentación que la hecha por su inseparable y gran amigo Jorge Luis Borges? Transcribo literalmente el prólogo de la edición: - Obras Completas. Novelas. NORMA Literatura.- en palabras de Borges:



“PRÓLOGO

Stevenson, hacia 1882, anotó que los lectores británicos desdeñaban un poco las peripecias y opinaban que era muy hábil redactar una novela sin argumento, o de argumento infinitesimal, atrofiado. José Ortega y Gasset -La deshumanización del arte, 1925- trata de razonar el desdén anotado por Stevenson y estatuye en la página 96, que "es muy difícil que hoy que¬pa inventar una aventura capaz de interesar a nuestra sensibilidad superior", y en la 97, que esa invención "es prácticamente imposible". En otras páginas, en casi todas las otras páginas, aboga por la novela "psicológica" y opina que el placer de las aventuras es inexistente o pueril. Tal es, sin duda, el común parecer de 1882, de 1925 y aun de 1940. Algunos escritores (entre los que me place contar a Adolfo Bioy Casares) creen razonablemente disentir. Re¬sumiré, aquí, los motivos de ese disentimiento.

El primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar ni atenuar) es el intrínseco rigor de la novela de peripecias. La novela característica, "psi¬cológica", propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, ase¬sinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad... Esa libertad plena aca¬ba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela "psicológica" quiere ser también novela "realista": prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día. La novela de aventuras, en cambio, no se propone como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir en la mera va¬riedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes de Simbad o del Qui¬jote, le impone un riguroso argumento.

He alegado un motivo de orden intelectual; hay otros de carácter em¬pírico. Todos tristemente murmuran que nuestro siglo no es capaz de tejer tramas interesantes; nadie se atreve a comprobar que si alguna primacía tiene este siglo sobre los anteriores, esa primacía es la de las tramas. Stevenson es más apasionado, más diverso, más lúcido, quizá más digno de nuestra abso¬luta amistad que Chesterton; pero los argumentos que gobierna son inferiores. De Quincey, en noches de minucioso terror, se hundió en el corazón de la¬berintos, pero no amonedó su impresión de unutterable and self-repeating infinities en fábulas comparables a las de Kafka. Anota con justicia Ortega y Gasset que la "psicología" de Balzac no nos satisface; lo mismo cabe anotar de sus argumentos. A Shakespeare, a Cervantes, les agrada la antinómica idea de una muchacha que, sin disminución de hermosura, logra pasar por hombre; ese móvil no funciona con nosotros. Me creo libre de toda supers¬tición de modernidad, de cualquier ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o diferirá de mañana; pero considero que ninguna otra época posee novelas de tan admirable argumento como The turn of the screw, como Der Prozess, como Le Voyageur sur la terre, como ésta que ha logrado, en Buenos Aires, Adolfo Bioy Casares.

Las ficciones de índole policial -otro género típico de este siglo que no puede inventar argumentos- refieren hechos misteriosos que luego justifica e ilustra un hecho razonable; Adolfo Bioy Casares, en estas páginas, resuelve con felicidad un problema acaso más difícil. Despliega una Odisea de prodi¬gios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo, y plenamente los descifra mediante un solo postulado fantástico pero no so¬brenatural. El temor de incurrir en prematuras o parciales revelaciones me prohibe el examen del argumento y de las muchas delicadas sabidurías de la ejecución. Básteme declarar que Bioy renueva literariamente un concepto que San Agustín y Orígenes refutaron, que Louis Auguste Blanqui razonó y que dijo con música memorable Dante Gabriel Rossetti:

I have been here before,

But when or how 1 cannot tell:

I know the grass beyond the door,

The sweet keen smell,

The sighing sound,

the lights around the soore...



En español, son infrecuentes y aun rarísimas las obras de imaginación razonadas. Los clásicos ejercieron la alegoría, las exageraciones de la sátira y, alguna vez, la mera incoherencia verbal; de fechas recientes no recuerdo sino algún cuento de Las fuerzas extrañas y alguno de Santiago Dabove: ol¬vidado con injusticia. La invención de Morel (cuyo título alude filialmen¬te a otro inventor isleño, a Moreau) traslada a nuestras tierras y a nuestro idioma un género nuevo.

He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta.





Jorge Luis Borges”

http://www.4shared.com/zip/Y9CyinYK/Bioy-Casares-Adolfo-La-Invenci.html

Nota: gracias a todos los amigos latinoamericanos y de Europa que han visitado mi página. J. MÉNDEZ LIMBRICK.




















martes, 22 de marzo de 2011

SOBRE FILOSOFÍA Y ALGO MÁS... TITUS LUCRETIUS CARUS.

SOBRE FILOSOFÍA Y ALGO MÁS... TITUS LUCRETIUS CARUS.




Si hubo alguien que influyó en mi vida literaria - filosófica fue mi amigo el Dr. Paolo Cappelli Gualandi. Jamás olvidaré sus amenas charlas de todos los sábados en su casa de Los Yoses en donde residía.

El Dr. Cappelli me enseñó a sentir un enorme aprecio hacia la filosofía y mucho más hacia la literatura.

Con él hablé y disentí – pocas veces- acerca de la posición literaria y filosófica de algunos autores.

Fiel a su cultura literaria latina amó profundamente a Lucrecio, Virgilio, Dante, Horacio, Catulo y otros grandes literatos y filósofos romanos.

Incansable estudioso en muchas ocasiones que llegué a visitarlo estaba trabajando en su monumental ensayo acerca de Epicuro y por supuesto – e inevitable- también de TITO LUCRECIO CARO.

Es cierto que muchos años antes de conocer a mi amigo Cappelli ya leía acerca de la obra de Lucrecio cuando estudié Literatura Latina en la Universidad de Costa Rica, en una carrera de Filología paralela a la carrera de Derecho y la que nunca terminé y, de lo que hoy me arrepiento profundamente. Pero, no fue hasta que conocí a mi amigo que comenzamos un estudio serio, profundo de Epicuro, Lucrecio y de este perfecto poema: De rerum natura.

De TITO LUCRECIO CARO deseo transcribir parte de aquel trabajo inconcluso porque la muerte le sobrevino antes de terminarlo. Un trabajo que tenía ya pactado editar en varias revistas de literatura y filosofía en Italia. ¿Qué cómo llegó a mis manos? Es sencillo: por la amistad. Yo conservo parte de aquel enorme ensayo (borrador) acerca de Epicuro y en el cual por supuesto se hablaba de Lucrecio como binomio indisoluble.

Aún recuerdo que después de las cenas de todos sábados – por supuesto pasta y vino tinto- como sobremesa (con café negro y atrincherados con sendos paquetes de cigarros en la época que yo fumaba) nos enfrascábamos en maratónicas conversaciones y discusiones acerca de Epicuro – Lucrecio y de Memmio - su amigo íntimo- al que Lucrecio, le dedicó su poema y que el Dr. Cappelli, con una sonrisa mordaz hacía la acotación de: ¿qué pensaría Lucrecio de Memmio que no seguía los preceptos morales y éticos del poema y de la filosofía de Epicuro? ¿Qué pensaría Lucrecio de Memmio que por el contrario llevó toda una vida disoluta, de corrupción política y abandonado a los placeres de “la carne”? ¡A la conclusión que llegábamos es que los políticos después de más de dos mil años no han cambiado demasiado!



He aquí las primeras líneas del trabajo de mi amigo Paolo Cappelli Gualandi:

“TITO LUCRECIO CARO.

(...) De esta manera, la filosofía epicúrea ha podido inspirar y tener una de las más altas manifestaciones poéticas de la latinidad y, tal vez, de toda la historia de la literatura, el himno más apasionado que nunca haya sido compuesto por inspiración de una doctrina filosófica. Ante su grandeza se inclinó Cicerone, acérrimo adversario de la doctrina epicúrea, que tuvo así parece, a su cuidado la edición de la obra dejada a su muerte por el autor, desaparecido prematuramente e, increíblemente, hasta los cristianos no se atrevieron a poner sus manos sobre el poema.

Tito Lucrecio Caro era un ateo militante: la religión sume la humanidad en el mayor infortunio, ofusca la razón de los hombres, les induce a cometer acciones inmorales y crímenes y, por último, esclaviza y humilla al hombre.

El De rerum natura es una de las fuentes más importantes por su fidelidad a la doctrina original, no obstante que, en ciertos lugares, su exposición no sea clarísima.

Los primeros dos libros tratan de la naturaleza de las cosas; el tercero y cuarto tratan de la psicología humana, quinto y sexto conciernen nuestro mundo, uno de innumerables mundos que existe, el origen y el desenvolvimiento de la sociedad humana y la explicación racional de los fenómenos meteorológicos y telúricos....”

Por ser un poema demasiado extenso omito reproducirlo. A todas las personas que deseen leerlo con gusto les puedo mandar la versión digital a sus correos electrónicos el De rerum natura.

Sin embargo, deseo igualmente transcribir de D. José Marchena la introducción y análisis al poema de Lucrecio que Cappelli no realizó por estar más enfocado a la figura de Epicuro.

Dice Marchena:

(Comentario Archivo adjunto)

DE LA NATURALEZA DE LAS COSAS

TITO LUCRECIO CARO

Traducción: D. José Marchena.



DE LA NATURALEZA DE LAS COSAS

I

Cuanto se sabe de la vida de Lucrecio puede decirse o en breves líneas. Fidelísimo sectario de la filosofía de Epicuro, puso sin duda en práctica uno de los preceptos de ésta, el de ocultar la propia existencia a la vista de los contemporáneos y al estudio de la posteridad.

No cabe duda de que nació en Roma el año 95 antes de nuestra era; que pertenecía a la antigua familia patricia de Lucrecia, cuya violación por Sexto Tarquino ,ocasionó la caída de la monarquía, y que murió a los cuarenta y cuatro años.

Se dice, pero sin pruebas, que, siguiendo la costumbre de los jóvenes de las familias ricas de Roma fue a Atenas y estudió allí la doctrina de Epicuro con Zenón, jefe entonces de esta escuela filosófica. Asegura también San Jerónimo que padeció Lucrecio ataques de demencia producidos por un filtro que le dio una mujer celosa, y en sus intervalos lucidos escribió algunos libros, terminando su vida por el suicidio. Puede ponerse en duda este aserto, no sólo porque San Jerónimo escribía tres siglos después de muerto Lucrecio, sino porque el poema LA NATURALEZA, como didáctico y comprensivo de los más arduos problemas que puede investigar el entendimiento humano, es la obra menos propia de una inteligencia enferma.

Si los escritores contemporáneos ó inmediatamente posteriores, a excepción de Ovidio, no citan a Lucrecio ni su poema, debe atribuirse al ardimiento con que en éste se combaten las ideas y prácticas religiosas del paganismo. Ni Horacio ni Virgilio desconocieron el poema de Lucrecio, muy al contrario, sus repetidas imitaciones de éste, a veces copiando no sólo ideal, sino frases, demuestran cuánto lo habían estudiado; pero una obra francamente antipagana, que con tanta energía censuraba las ideas, preocupaciones y supersticiones de la sociedad romana en aquella época, no podía ser elogiada, ni siquiera citada sin ofender los sentimientos, sino de las personas ilustradas, que sabían a qué atenerse respecto a las prácticas y misterios del paganismo,

de la inmensa multitud que creía en ellos.

Guardar silencio y dejar en olvido al airado censor de una idolatría predominante era hasta medida de buen gobierno, quién sabe si recomendada al comensal de Mecenas y al autor de las Geórgicas por los hábiles políticos del reinado de Augusto. Explicaría esta sospecha que Virgilio considere dichoso a quien conoce las causas de las cosas, y no nombre a Lucrecio, que las explica más ó menos erróneamente, pero de un modo nuevo entonces para los romanos.

Vive Lucrecio en los años de la terrible agonía de la. república; desde el principio de las luchas entre Mario y Sila hasta la muerte del sedicioso Clodio, período de grandes calamidades para Roma, en que las guerras civiles desatan todas las ambiciones, todas las codicias, saciadas con la sangre ó el destierro de millares de ciudadanos de los más ilustres; período de corrupción Política y moral, de desdichas públicas y privadas, del que fue testigo y acaso víctima el autor del poema LA NATURALEZA.

Si en éste, consagrado a explicar grandes problemas de física, no tiene ocasiones frecuentes Lucrecio para expresar sus personales sentimientos, tampoco faltan frases y conceptos que permiten formar idea de ellos. Objeto principal de sus enérgicos ataques son la ambición, el amor mundano y las creencias religiosas.

Los desastres de la época en que vivió le aleccionaban bien para condenar la ambición cuyos terribles estragos a la vista tenía. La pintura que hace de los peligros y daños del amor acaso la inspiren sus propios desengaños; quién sabe si la noticia del filtro dado por la mujer celosa, de que antes hablamos, fue errónea explicación de alguna otra calamidad que el amor ocasionó a Lucrecio. Sus invectivas contra esta pasión no son propias de un discípulo del apacible Epicuro, que aconseja dulcemente huir del amor para evitar peligros a la tranquilidad del espíritu, sino de quien ha sufrido acerbas penas y está dolorosamente arrepentido.

Otro sentimiento que palpita en todo el poema a es el odio a las supersticiones religiosas, como si después, de vencidas en su ánimo, se acordara, rencoroso, del tiempo que le habían estado mortificando. No es en este punto la serena razón del filósofo quien habla; la airada elocuencia de sus afirmaciones prueban un espíritu convencido, pero no un ánimo tranquilo.

Sin ambición, y sin amor, que detestaba, sin creencias religiosas, que aborrecía, no podía encontrar Lucrecio, dentro de aquella sociedad descreída otro aliciente a la vida que el ofrecido por la filosofía del deleite, llamada, así la de Epicuro, y no con verdadera propiedad, porque si se encaminaba a encontrar el reposo, la quietud el alma y del cuerpo por una especie de muerte prematura, por el alejamiento de cuanto pudiera causar malestar en el cuerpo y el alma, no faltó quien la interpretase en el sentido de sistema, que permitía y aun ordenaba la satisfacción de los placeres mundanos.

Este equívoco en la interpretación de la filosofía de Epicuro fue sin duda causa ocasional del descrédito, adquirió entre los que no la conocían bien. Lucrecio lo sabía, y expuso en su poema con todo el vigor y toda la osadía de un romano. en época en que las perturbaciones sociales y políticas permitían hablar con completa franqueza, la doctrina de Epicuro. El paganismo no era refugio ni ofrecía consuelo a las almas deseosas de perfección moral, por ser religión a cuyos dioses podía acudirse lo mismo en demanda de vicios que de virtudes, que de unos y otros ofrecía ejemplos el Olimpo. Los que por desengaño ó cansancio de la lucha de las pasiones buscaban mejor vida, acogíanse a los sistemas filosóficos, eligiendo el que más se acomodaba a su temperamento ó educación científica.

Se iba de la religión a la filosofía, porque aquella ningún consuelo ofrecía al alma, víctima de propias ó ajenas ambiciones, como ahora se va de la filosofía a la fe cristiana, porque el cristianismo es una religión y una moral, donde encuentran consuelo y consejo las almas perturbadas por la duda, ó heridas

por las pasiones.

De las escuelas filosóficas de la antigüedad, ninguna se acomodaba mejor al espíritu de Lucrecio, ó débil por la lucha, ó desesperanzado del triunfo, ó vencido por grandes desventuras que el epicureísmo, doctrina triste y severa que preceptuaba la indiferencia para todas las agitaciones mundanas, asilo para las almas tímidas, prudentes ó desalentadas a las que ofrecía como remedio a sus pasiones y temores el quietismo y la vida contemplativa de la naturaleza.



Esta tranquilidad, no exenta de egoísmo, la enaltece Lucrecio en los siguientes versos:



Pero nada hay más grato que ser dueño

De los templos excelsos, guarnecidos

Por el sabor tranquilo de los sabios,

Desde do pueda distinguir a otros

Y ver cómo confusos se extravían

Y buscan el camino de la vida

Vagabundos, debaten por nobleza,

Se disputan la palma del ingenio,

Y de noche y de día no sosiegan

Por oro amontonar y ser tiranos.

¡Oh míseros humanos pensamientos!

¡Oh pechos ciegos! ¡Entro qué tinieblas

y a qué peligros exponéis la vida

Tan lápida, tan tenue! ¿Por ventura

No oís el grito de naturaleza,

Que alejando del cuerpo los dolores,

De grata sensación el alma cerca, Librándola de

miedo y de cuidado?

Lucrecio ha encontrado para sí, en el seno del epicureísmo la paz que pide para su patria y la que desea para su íntimo amigo Memmio, a quien dedica el poema. Su ánimo sólo se apasiona para cantar esta paz firme y constante y enaltecer al fundador, de la doctrina filosófica que se la ha dado.

II

Epicuro fue sin duda quien tuvo mayor número y más fieles discípulos, pero ninguno tan entusiasta como Lucrecio, para quien el filósofo era un dios que ha hecho suceder la calma y la luz a la tempestad y las tinieblas.

Este entusiasmo le induce a escribir un poema sobre asunto de índole más apropiada al raciocinio y a las demostraciones científicas, que al desplegar los vuelos de la imaginación del poeta.

La doctrina de Epicuro, expuesta compendiosamente al final del torno en las tres cartas de este filósofo que forman el Apéndice, es una exposición de la física de Demócrito, para deducir de ella que la materia es eterna aunque no lo sean los cuerpos con ellas formados y que la muerte ó término en todos los seres, incluso el humano, no es más que una transformación, una disgregación de los átomos que la forman, átomos imperecederos, cuyas repulsiones y afinidades son origen de todos los seres animados ó inanimados.

Aunque Epicuro no admite una providencia directora, y menos aún dioses que de continuo se estén ocupando de lo que los seres humanos hacen, no es, sin embargo, ateo. Los dioses en el epicureísmo gozan en mansión de la perfecta tranquilidad a que el sistema filosófico aspira. Son como la representación ideal de la suma quietud Las cosas de este mundo en nada les afectan, y en ningún caso se ocupan de ellas.


Aceptada esta explicación de la divinidad, natural era que el epicúreo Lucrecio clamara contra los dioses del paganismo, cuya intervención en los actos humanos, hasta en los más insignificantes, era continua; y sobre todo contra las supersticiones que tanto acibaraban la vida en la sociedad pagana.

Según Epicuro, el alma era material como el cuerpo y mortal como él, aunque formada por átomos más tenues y sutiles. Para la humanidad no había otra vida que la de este mundo, y la muerte como término de la lucha de las pasiones. Y de las dolencias corporales y espirituales, era un bien que, si no se había de procurar quebrantando las leyes de la naturaleza, tampoco, se debía temer.

No desconoce Lucrecio que de esta física se deducen gravísimos problemas morales, y que si el hombre acaba con la muerte, el premio ó castigo de sus acciones ha de estar en este mundo, y así lo proclama, asegurando que para el malvado están los suplicios y, cuando de ellos logra escapar, el roedor

de su propia conciencia.

El entusiasmo del poeta por, Epicuro, es tan grande, que casi le proclama Dios, y al lado de los demás filósofos le considera sol cuya luz obscurece la de los demás astros. Los principios de su doctrina los estima como infalibles y las objeciones contra ellos las rechaza, sin dignarse a discutirlas.

La idea de hacer un -poema con materia tan árida, de explicar poéticamente lo que sólo se presta a demostraciones científicas, prueba el firme convencimiento del poeta y su deseo de infundirlo también en el ánimo de sus compatriotas y sobre todo de Memmio. Claramente lo manifiesta en el principio

del libro IV cuando dice:

Los sitios retirados del Pierío

Recorro, por ninguna planta hollados;

Me es gustoso llegar a íntegras fuentes,

Y agotarlas del todo; y me da gusto,

Cortando nuevas flores, rodearme

Las sienes con guirnaldas brilladoras,

Con que no hayan ceñido la cabeza

De vate alguno las divinas musas:

Primero porque enseñó cosas grandes

Y trato de romper los fuertes nudos

De la superstición agobiadora;

Después, porque tratando las materias

De suyo obscuras con pieria gracia,

Hago versos tan claros: ni me aparto

De la razón en esto, a la manera

Que cuando intenta el médico A los niños

Dar el ajenjo ingrato, se prepara

Untándoles los bordes de la copa

Con dulce y pura miel, para que pasen

Sus inocentes labios engañados

El amargo brebaje del ajenjo,

Y la salud los torne a este engaño

Y dé vigor y fuerza al débil cuerpo; Así yo ahora,

pareciendo austera

Y nueva y repugnante esta doctrina

Al común de los hombres, exponerte

Quise nuestra sistema con cauciones Suaves de

las Musas, y endulzarlo

Con el rico sabor de poesía:

¡Si por fortuna sujetar pudiera

Tu alma de este modo con enlabios



Armónicos, en tanto que penetras



El misterio profundo de las cosas



Y en tal estudio el ánimo engrandeces!


Poca confianza debía tener Lucrecio en que el epicureísmo en toda su pureza, como lo explicó su autor y como el lo comprendía, tuviese grande aceptación en Roma, y en que los romanos, más preocupados de la vida pública que de la privada, se avinieran de buen grado a cambiar de costumbres y a dedicarse a la filosófica contemplación de la naturaleza, cuando les compara con el niño enfermo a quién se engaña para darle la amarga medicina que ha de curar su dolencia.

La miel de la poesía era sin duda necesaria para convertir en partidarios de la filosofía del deleite, en el buen sentido de esta palabra, a los ciudadanos de los últimos turbulentos años de la república romana, y Lucrecio casi duda conseguir la conversión de su último amigo Memmio.
No era, en efecto, Memmio de los más inclinados por su vida y costumbres a despreciar los placeres y desdeñar los goces de la ambición satisfecha.

Descendiente de una de las familias más ilustres, hijo y sobrino de insignes oradores y orador él mismo, desde muy joven intervino en los negocios públicos. Nombrado para gobernar la Bitynia, llevó con 61 al gramático Nicias y al poeta Catulo, siguiendo la costumbre de los personajes políticos de entonces, para quienes era a la vez útil y honroso contar entre sus allegados literatos de fama. A. su vuelta a Roma le acusó César. Defendióse enérgicamente, prodigando las alusiones a las poco edificantes costumbres de su adversario. Acusador a su vez en no pocas ocasiones, quiso impedir el honor del triunfo a Lúculo, el vencedor de Mitrídates. Fue questor y pretor, y llegó hasta pretender la dignidad de cónsul en lucha con otros tres candidatos.

Acusados él y sus contrincantes por emplear el soborno, todos fueron condenados a destierro, y desterrado murió.

Esto por lo que hace a la vida pública de Memmio; la privada no fue más tranquila ni más conforme con las predicaciones de Epicuro y de Lucrecio. Sus costumbres licenciosas tuvieron bastante resonancia para que se aluda a ellas en libros que han llegado a nosotros. Se sabe que pretendió a la esposa de Pompeyo, hija de César, y que ésta entregó a su marido la carta amorosa de Memmio; se tiene noticia de otro escándalo aun más ruidoso, el de no haberse podido celebrar una fiesta pública, que sin duda debía presidir Memmio, porque, según dice Cicerone en una de sus cartas a Atico, estaba ocupado en mostrar otros misterios a la mujer de M. Lúculo, y añade: « El nuevo Menelao lo ha tomado a mal, y ha repudiado a su Helena.» Cicerone le tacha también de perezoso, diciendo de él: «este orador ingenioso y de frase seductora, esquiva la molestia de hablar y hasta la de pensar.» Amante de la literatura y del arte griego, corno lo eran entonces todos los romanos que presumían de cultos, en Atenas, donde se refugió cuando el destierro, cultivó también la poesía, y sus versos, si no brillaban por la inspiración, abundaban en licencias.

no siempre poéticas.

Tal era el, personaje a quien quiso convertir Lucrecio al epicureísmo, y que, si adoptó esta doctrina, fue en el sentido de los que entendía la filosofía, del deleite, no como Lucrecio y Epicuro sino como sistema que autorizaba la satisfacción de vicios y pasiones.


III

Tan grande es el entusiasmo de Lucrecio por la doctrina de Epicuro y tan profundo el deseo de convencer a los demás de su certeza, que constantemente acude a su razón y a su ingenio para exponer poéticamente un asunto refractario a la poesía.

Si con tanta pasión expone un sencillo tratado de física, no es tanto por amor a la ciencia como por las deducciones que de ella hace.

La base de la física de Epicuro consiste, como ya hemos dicho en que el universo es eterno y a materia de que está formado se deshace y rehace por virtud de combinaciones de átomos y conforme a leyes naturales preexistentes. Los fenómenos de la naturaleza tienen por éste sistema, a juicio de los epicúreos, tiene explicación racional, y la intervención en ellos de los dioses del paganismo, origen de toda clase de supersticiones y terror de las almas cae por tierra. Esto es lo que extingue el miedo a los poderes celestiales, lo que devuelve la paz los espíritus perturbados, lo que entusiasma a Lucrecio, lo que le infunde tan poderoso aliento para propagar su doctrina, lo que trasciende en todo el, poema de LA NATURALEZA.


Ciertamente el materialismo de Lucrecio es contrario a todos los cultos, pero sus ataques son contra, el paganisrno y no contra las doctrinas espiritualistas, que desconocía, Pone un error frente a otro error, un materialismo científico frente a un materialismo religioso, y si en sus afirmaciones no podían seguirle los doctores del cristianismo, de sus argumentos contra la religión pagana mas de una vez se valieron.

Además, ni Epicuro ni Lucrecio niegan en absoluto, la existencia de un poder divino; lo que hacen es negarle su intervención en los actos de la naturaleza y da la humanidad. Lucrecio lo explica claramente

diciendo:



Pues la naturaleza de los dioses

Debe gozar por si con paz profunda

De la inmortalidad; muy apartados





De los tumultos de la vida humana,

Sin dolor, sin peligro, enriquecidos

Por sí mismos, su nada dependientes

De nosotros; ni acciones virtuosas

Ni el enojo y la cólera les mueven.


Podrá asegurarse que este poder ocioso es perfectamente

inútil, pero no peor que la falange de

dioses del, paganismo con intervención perpetua y

caprichosa en los actos humanos.

Pero empieza Lucrecio su poema entonando un himno a Venus tan naturalmente inspirado, que no puede creerse sea servil imitación de las acostumbradas invocaciones a la divinidad puestas al frente de esta clase, de monumentos literarios. Para algunos es una flagrante contradicción del poeta enemigo de los dioses; para otros una hábil concesión hecha a las supersticiones populares; para Mr. Martha, que ha escrito un excelente estudio de Lucrecio y su poema «no hay en esta invocación ni inconsecuencia, ni engaño, ni desfallecimiento de la propia incredulidad. Venus es para Lucrecio el símbolo de la generación, el poder fecundo de la naturaleza, que propaga y conserva la vida en el mundo.

Y bien podía Lucrecio cantar esta Venus universal sin, contradecirse puesto que en todo su poema había de ser objeto de su culto filosófico. El poeta proclama, al comenzar, uno de los principios más importantes de su sistema, y a poco que se levante el velo de la alegoría y se investigue el oculto sentido

de esta personificación divina, advertíase que las bellas imágenes inspiradas en el culto nacional encubren una profesión de fe y un dogma fundamental

de la filosofía epicúrea.»



Fuerza da a esta opinión el hecho de seguir al himno a Venus y al elocuente ruego para que ponga término a las sangrientas guerras civiles de los romanos,

la declaración de fe materialista que contienen los siguientes versos:



...............Serán materia de mi canto
La mansión celestial, sus moradores;
De qué principios la naturaleza
Forma todos los seres; cómo crecen,
Cómo los alimenta y los deshace
Después de haber perdido su existencia;
Los elementos que en mi obra llamo
La materia y los cuerpos genitales,
y las semillas, los primeros cuerpos,

Porque todas las cosas nacen de ellas.

El elogio de Epicuro que sigue a esta profesión de fe materialista fúndase principalmente en haber osado este filósofo levantar la vista hacia las mansiones celestiales y declarar guerra sin tregua al fanatismo que de ellas venía a oprimir la vida humana.

No es el entusiasmo por el descubrimiento de verdades científicas que inspira a, Lucrecio; es el entusiasmo por haber vencido las supersticiones del paganismo. Oigamos lo que de Epicuro dice:



El valor extremado de su alma

Se irrita más Y más con la codicia

De romper el primero los recintos

Y de Natura, las ferradas puertas,

La fuerza vigorosa de su ingenio

Triunfa y se lanza más allá los muros

Inflamados del mundo, y con su mente

Corrió la inmensidad, Pues victorioso

Nos dice cuáles cosas nacer pueden,

Cuales no pueden, cómo cada cuerpo

Es limitado por su misma esencia:

Por lo que el fanatismo envilecido

A su voz es hallado con desprecio,

¡Nos iguala a los dioses la victoria!


Bien se ve que no es la física de Demócrito, tomada por Epicuro como arma de combate contra la perniciosa influencia de la religión pagana en las costumbres públicas y privadas, sino la victoria contra esta influencia, el triunfo de ideas y sentimientos irreligiosos lo que a juicio de Lucrecio iguala a los hombres coro los dioses. Supone Lucrecio en su maestro una ira contra el fanatismo pagano que ni de los escritos que de Epicuro« quedan ni de lo que se sabe de su tranquila existencia» y morigeradas costumbres puede deducirse. El iracundo es Lucrecio, y se explica la calma del filósofo griego, y el arrebato del poeta romano por el distinto carácter del paganismo en Grecia y Roma. Entre los griegos era esta religión casi una leyenda poética, porque los poetas adornaban a los dioses con nuevos atributos siempre que acomodaba a su fantasía. No era sin duda el Olimpo mansión de buena vida y costumbres; pero tampoco aterrorizaba a los fieles con la amenaza de terribles é inmediatos dolores. El culto tributado a los dioses del paganismo griego, símbolos de las grandes fuerzas naturales y de las pasiones humanas, era un culto, agradable y simpático, pues las ceremonias religiosas convertíanse en fiestas populares.

La incredulidad Do tenía motivo para encolerizarse. Contra deidades que sufrían con paciencia ó indiferencia las negaciones de los filósofos y las burlas de los satíricos.

Pero el paganismo en Roma tenía otro carácter. Con los pueblos vencidos habían ido a la ciudad eterna sus dioses y sus cultos, y con dioses y cultos las supersticiones más extravagantes y hasta las más odiosas. Tales dioses, interviniendo en todos los actos de la vida, civil y doméstica. dioses sin bondad ni justicia, ni seriedad , que vengativos ó crueles entreteníanse en mortificar a los hombres, a veces por puro capricho, debían ser odiados por todas las almas elevadas, y de aquí que la impiedad de Lucrecio sea más violenta que la de Epicuro, y que su fanatismo científico parezca inspirado por una especie de venganza personal contra las supersticiones de sus compatriotas.

Añádase a esto lo poco que los romanos atendían a la religión durante el agitadísimo período de las guerras civiles, cuando Lucrecio escribía su poema, y en rigor, siendo los dioses tan indiferentes a los males de la patria, motivo tenía el pueblo de Roma Para cuidarse le ellos lo menos posible, y razón había para que la incredulidad creciese. La protesta contra los dioses en los infortunios públicos y privados era tan frecuente en la antigüedad, que se lee hasta en las obras de los escritores menos impíos.

Y no se crea que el escepticismo religioso de la parte más culta de la sociedad romana, de aquella que mas fácilmente podía leer la obra de Lucrecio, excusaba a éste de la vehemencia con que anatematiza las supersticiones, Porque frecuentemente, ante las contrariedades de la vida, volvían a incurrir en aquellas los mismos que se burlaban antes del Olimpo y sus dioses. Lucrecio pretende, pues, con toda la energía de un espíritu convencido, librar a sus compatriotas de la pesada servidumbre religiosa, diciéndoles que las supersticiones han sido causa de crímenes, como lo eran los sacrificios humanos para conseguir de los dioses los que estos no podían hacer; porque ni el mundo es creación de ellos ni de ellos depende lo que en la naturaleza sucede conforme a leyes fijas y preexistentes, leyes físicas de cuya exposición se vale para destruir la terrible fantasmagoría de la religión pagana, sin cuidarse de que aniquila un error por medio de otro, de que arroja de los altares los ídolos, no a nombre de las ideas espiritualistas de Anaxágoras y Platón, sino al de un tristísimo y desconsolador materialismo.

Para Lucrecio. el origen de las religiones es el terror que al hombre inspiran los fenómenos naturales. La humanidad no sabía explicarlos sino atribuyéndolos a un poder sobrenatural, a un poder divino; explicados estos fenómenos, como él creo que lo están, por medio del sistema físico de Epicuro, las religiones no tienen base ni razón de ser. Pero mientras el terror religioso dura, el alma humana no podrá vivir en paz ni gozar las dulzuras de una existencia tranquila. Así se comprende que, al atacar a los dioses, lo hiciera Lucrecio en defensa de su propio reposo y con todo el vigor de quién defiende lo que le es más caro, tanto, que el miedo a que atribuye la religión es el que produce su incredulidad. Lucrecio, sin embargo, no es ateo. Admite y proclama, como su maestro Epicuro, divinidades, pero colocándolas tan apartadas de éste mundo y tan ajenas a lo que en él pasa, que no exigen ni adoración ni templos. En verdad, nada hay pedir a quien nada ha de dar, Lucrecio, como Epícuro, niegan la existencia de las divinidades con pasiones humanas del paganismo; pero no la providencia de Sócrates, ni la de los estoicos, ni que haya una potestad divina única y universal, sino que ésta se encuentre fraccionada entre distintos dioses que ejerciendo un poder mezquino, injusto y capricho atormentan a la humanidad.

La teología de Epicuro y Lucrecio es sin duda inaceptable; pero más inaceptable es la del paganismo, y siempre tendrá aquélla el mérito de haber servido para combatir errores ya manifiestos Y reducir el problema de la vida del universo a los términos precisos de hacerla depender de un poder divino creador y director, ó de un ciego ó inconsciente mecanismo.

El sentimiento universal y la ciencia rechazan que todo dependa de casual atracción ó repulsión de los átomos, pero Do debe olvidarse que, conforme con los móviles de la doctrina epicúrea, el sentimiento universal rechaza también los poderes ocultos, dañinos y ridículos que dictaban su voluntad a los hombres por medio de los oráculos y los augures; que la religión verdadera combate, como Epicuro y Lucrecio, las supersticiones paganas cuando en cualquier forma renacen, y que la ciencia moderna ha progresado cuando, conforme a la

doctrina epicúrea, creyó en las leyes invariables del universo.

IV

Asunto capital del libro tercero del poema LA NATURALEZA es el gran problema de la vida futura Lucrecio expone en él todos los argumentos de los antiguos materialistas para demostrar que no hay más vida que la de este mundo; que en ella encuentran los actos humanos premio ó castigo, y por tanto suprime y niega en absoluto el infierno, combatiendo el instintivo temor a la muerte, que es, según dice, un bien, porque conduce al eterno reposo, a la perfecta tranquilidad, y nos libra de las penalidades de este mundo. La fe y el entusiasmo con que predican los espiritualistas la esperanza en una vida futura, vida que para el justo es de perpetua dicha, la emplea Lucrecio en sostener que siendo el atina material como el cuerpo, con él perece, y que el destino del hombre se cumple en la tierra.

Téngase en cuento, para juzgar este famoso libro tercero, arsenal de donde sacaron sus argumentos los materialistas del siglo XVIII, cuales eran las ideas predominantes en la antigüedad acerca del alma y de la vida futura. Excepción hecha de las doctrinas de Pitágoras y de Platón, las escuelas filosóficas y las religiones de la antigüedad proclamaban el principio de la materialidad del alma, y a lo más concedían que fuese de materia incorruptible. Lucrecio, pues, acepta, una doctrina generalmente admitida, y deduce de ella la consecuencia lógica de que el atina perece con el cuerpo, y el ser humano se extingue en este mando como todos los demás seres, obedeciendo a la ley universal de la transformación de la materia.

La idea de la vida futura en la antigüedad era vaga y confusa, y para los filósofos romanos resultaba una especie de privilegio en favor de las clases ilustradas. En éstas ningún crédito tenía el infierno del paganismo pintado por los poetas de acuerdo con una religión interesada en mantener las supersticiones populares, y Cicerón y Séneca censuran a los epicúreos por perder el tiempo en combatir lo que nadie defendía. Además, los cuadros de desolación y de miseria que para condenados y justos ofrecía el paganismo en la vida futura, más bien eran causa de terror que de esperanza en la divina justicia, y difícilmente podían aceptarse como base de moral pública y privada.

Los tipos fabulosos que expían, sus maldades en el Averno, no resultan víctimas de la justicia, sino de la venganza de los dioses, vencidos en su intento de lucha contra las divinidades. La especie de inmortalidad admitida por algunos filósofos para los hombres célebres no llegaba al vulgo, privado de premio ó castigo en la vida futura, que para él era eterna y obscura noche de miserias y sufrimientos. Así se comprende que Lucrecio estime esta vida futura

causa de espanto, y diga Con toda violencia estirparemos De raíz aquel miedo de Aqueronte Que en su origen la humana vida turba.

Pero si esta vida futura era poco halagüeña para el vulgo, respondía en cierto modo a las aspiraciones del alma humana, no satisfecha de s " peregrinación en este mundo ni convencida de que debe volver a la nada. Lucrecio encuentra una supervivencia que es continuación de las aflicciones terrenales, encuentra también el miedo al aniquilamiento absoluto del hombre con la muerte, y combate la vida futura, y combate este miedo proclamando que con la muerte acaba todo y que la muerte es un bien supremo, por ser el término de las desdichas humanas.

Ni Lucrecio ataca las ideas espiritualistas de Platón, de las cuales prescinde, ni las creencias del vulgo, de largo tiempo atrás desacreditadas. Sus argumentos van dirigidos a la masa social que ni alcanza las sublimidades de la filosofía, ni cree en las supersticiones vulgares; pero que no ha substituido con otras creencias las perdidas, y dudosa é insegura, acude corno refugio, en las tribulaciones de la vida, a una religión que no satisface su sentimiento ni su conciencia. Para tranquilizar estos espíritus vacilantes y, en bien suyo, según asegura, expone Lucrecio los razonamientos contra el temor a la muerte y contra la vida futura.

No debe perderse de vista que si, conforme a nuestra moral religiosa, el temor a la vida futura es saludable, porque en ella ha de encontrarse el premio ó el castigo, y de tal suerte dicha vida alienta la virtud y contiene el pecado, la idea de una supervivencia ajena a toda regla de justicia, supervivencia temerosa para justos y malvados, necesariamente corrompía las costumbres; porque no encontrando los hombres fuera de este mundo premio a su abnegación y a sus sacrificios, procuraban satisfacer aquí sus pasiones, y codiciaban la riqueza y los honores, sin cuidarse de los medios para lograrlos, y apelando hasta a los más reprobados procedimientos. Cuanto más temían a la muerte, después de la cual nada grato esperaban, mayor era su anhelo por los placeres de la vida. Sin hacer esta distinción esencial; sin advertir la inmensa diferencia que existe entre la vida futura, según la moral cristiana y la del paganismo, no se comprenderán bien los argumentos de Lucrecio contra una supervivencia sin justicia, que tan funestas pasiones engendraba en esta vida.

Las ideas materialistas de Lucrecio, fundadas en ser el alma corpórea y sufrir las mismas vicisitudes que el cuerpo, nada valen frente al espiritualismo moderno; pero contra las preocupaciones y supersticiones antiguas, tienen fuerza incontrastable. Una de éstas, nacida sin duda de la creencia instintiva en la inmortalidad del alma, era la de la prolongación de la vida dentro del sepulcro, y el temor a los sufrimientos en esta silenciosa existencia, si no se habían cumplido los ritos fúnebres, temor disipado por la doctrina epicúrea de Lucrecio, según la cual la muerte era la insensibilidad absoluta del cuerpo y del alma, no debiendo preocuparse nadie de lo que ha de sucederle después de la muerte, que para el epicureísmo es un sueño eterno. No admitiendo este sistema una causa ordenadora del universo, naciendo por acaso y muriendo lo mismo, ni cabe en él conformarse con la voluntad divina, ni resignarse, como los estoicos, que también negaban la inmortalidad del alma, a una ley suprema, a un orden establecido por los dioses Verdad es que entre los epicúreos desempeña a veces la naturaleza el papel de divinidad creadora y ordenadora; porque la idea de una cansa primera tiene tan profundas raíces en el entendimiento humano, que se abre paso aun a través del Poema materialista de Lucrecio.

La NATURALEZA, pues, censura a los hombres el temor a la muerte en los siguientes versos, que contienen toda la moral del libro tercero:


Si de repente, en fin, la voz alzara

Naturaleza, y estas reprensiones

A cualquier de nosotros dirigiera;

¿Por qué ¡oh mortal! te desesperas, tanto?

¿Por qué te das a llanto desmedido?

¿Por qué gimes y lloras tú la muerte?

Si la pasada vida te fue grata,

Si como en vaso agujereado y roto

No fueron derramarlos tus placeres,

E ingrata pereció tu vida entera,

¿Por qué no te retiras de la vida

Cual de la mesa el convidado ahíto;

¡Oh necio! y tomas el seguro puerto

Con ánimo tranquilo? Si, al contrario,

Has dejado escapar todos los bienes

Que se te han ofrecido, y si la vida

Te sirve de disgusto, ¿por qué anhelas

Multiplicar los infelices días

Que en igual de, placer serán pasados?

¿Por qué no pones término a tus penas

y a tu vida más bien? Pues yo no puedo

Inventar nuevos modos de deleite

Por más esfuerzos que haga: siempre ofrezco,

Unos mismos placeres: si tu cuerpo

No se halla aún marchito con los años

Ni tus ajados miembros se consumen,

Verás, no obstante, los objetos mismos,

Aun cuando en tu vivir salgas triunfante

De los futuros siglos, y aunque nunca

A tu vida la muerte sujetare.

¿Qué responder á, la naturaleza,

Si no que es justo el pleito que nos pone

Y es clara la verdad de sus palabras?

Mas si sumido alguno en la miseria

Al pie de su sepulcro se lamenta,

¿No será su clamor mucho más justo

Y nos reprenderá con voz robusta?

« Vete de aquí, insensato, con tus llantos;

No me importunes más con tus quejidos»:

A este otro, empero, que los años rinden,

Que en sus últimos días aun se queja:

<¡Insaciable, dirá, tú, que has gozado

De todos los placeres de la vida,

Aun te arrastras en ella! Con sumido

En los deseos del placer ausente,

Despreciaste el actual, y as¡ tu vida,

Se deslizó imperfecta y disgustada,

Y sin pensarlo se paró la muerte

En tu misma cabeza, antes que lleno

Y satisfecho de la vida puedas

Retirarte: la hora es ya llegada:

Deja tú mis presentes; no son propios

De la edad tuya: deja resignado Que gocen otros,

como es ley forzosa.»

Con razón, a mi ver, reprendería,

Y con razón se lo echaría en cara,

Porque a la juventud el puesto cede

La vejez ahuyentada, y es preciso

Que unos seres con otros se reparen:

Ninguna cosa cae en el abismo

Ni en el Tártaro negro: es necesario

Que esta generación propague otra;

Muy pronto pasarán amontonados,

Y en pos de ti caminarán: los seres

Desaparecerán ahora existentes,

Como aquellos que, hubiesen precedido.

Siempre nacen los seres unos do otros,

Y a nadie en propiedad se da la vida;

El uso de ella se concede a todos.

Después de proclamar con tanta energía la ley de la, renovación universal en virtud de la cual la muerte es indispensable para crear nuevos seres, Lucrecio procura borrar de la mente de sus conciudadanos la idea de una segunda vida que, cual la presentaba el paganismo más servía de terror que de consuelo. Para Lucrecio: los suplicios del infierno pagano son representaciones simbólicas de las pasiones humanas que en este mundo encuentran su castigo Nuestras pasiones y nuestros vicios en ellas mismas llevan la pena, Y el infierno lo tenemos en nuestra propia conciencia. Prescindiendo de las conclusiones del poeta contra la vida futura, la idea de que el castigo es inseparable de la falta tiene un profundo sentido moral, y de ella y del consejo para consolar a los temerosos de la muerte, de que recuerden que ningún hombre, por grande que haya sido, dejó de cumplir esta ley de la naturaleza, se

han valido no pocos insignes moralistas, que no pueden ser tachados de materialistas ni de panteístas.
Para apartar de la imaginación el miedo a la muerte, y tan entusiasmado con la esperanza de llegar a la nada como a otros entusiasma la idea de la inmortalidad: recomienda Lucrecio a los que temen el fin de su vida el estudio de la naturaleza, que nos enseña de donde venimos y a dónde vamos, produciendo en el ánimo el convencimiento del destino humano, con el cual pueden y deben afrontarse serenamente las adversidades de esta vida pasajera.

Ni el vulgo de los epicúreos, ni aun las personas distinguidas de la secta, amaban con tanta vehemencia pensar a toda hora en las tristes últimas consecuencias de la doctrina epicúrea; pero Lucrecio era un sectario convencido, incapaz de retroceder ante ningún resultado, por desolador que fuese.

V

Lejos de ser fatalista, afirma Lucrecio de un modo resuelto la libertad humana, y en esta afirmación se fundan los principios de moral que hallamos, no formando un cuerpo de doctrina, sino diseminados en el poema.

Condena, pues, el desbordamiento de las pasiones, tan contrario a la salud del cuerpo y tranquilidad del espíritu a que debe aspirar todo buen epicúreo, y entre las que merecen su agria censura descuellan en primer término la ambición y el amor.

Nada tan opuesto a la impasibilidad a que debe aspirar el sabio, según Epicuro, como, los impulsos de la ambición, la vida agitada de la política, la lucha constante y desapoderada por arrebatar el poder público a quien lo ejerce; por defenderlo, una vez conquistado. Lucrecio tenía a la vista las sangrientas consecuencias de estas luchas, pues vivió en el período más turbulento de la república romana, y sus anatemas contra los ambiciosos tienen la viveza y la vehemencia que sólo puede inspirar a un alma apasionada el horror del mal presente, el tristísimo espectáculo de ver a la patria desgarrada por sus propios hijos. Como los estoicos más severos condena Lucrecio el inmoderado deseo de riquezas, de honores, de fama, que turba la paz de los hombres y de los pueblos.

La misma energía con que describe los estragos de la ambición la emplea Lucrecio en pintar los del amor, como si al convencimiento del filósofo uniera la triste experiencia del que ha sido víctima de ambas pasiones.

«Lucrecio, dice Mr. Martha en su libro antes citado, nos presenta las miserias y vergüenzas del amor en corto número de versos que condensan cuanto sobre este asunto han podido decir, como tristemente cierto, los moralistas antiguos y modernos. Me atrevo a asegurar que en ninguna literatura se encontrará un cuadro, que en su breve y enérgica sencillez sea más perfecto, de un sentimiento más intenso y de frases más profundas y trascendentales. Para comprenderlo bien es preciso figurarse cuáles eran los sentimientos antiguos y romanos; el desdén a la mujer, el desprecio a cuanto llamamos galantería, la indignación cívica contra el lujo y las modas extranjeras griegas ú orientales, el respeto a la fortuna paterna, que no se debía malgastar en locuras, y a la dignidad del ciudadano, quien debía dedicarse a viriles ocupaciones; todos estos sentimientos los expresan en rápidas y enérgicas frases los siguientes

versos»:

Agrega a los tormentos que padecen

Sus fuerzas agotadas y perdidas,

Una vida pasada en servidumbre,

La hacienda destruida, muchas deudas,

Abandonadas las obligaciones,

Y vacilante la opinión perdida:

Perfumes y calzado primoroso

De Scion que sus plantas hermosea;

Y en el oro se engastan esmeraldas

Mayores y de verde más subido,

Y se usan en continuos ejercicios

De la Venus las telas exquisitas,

Que en su sudor se quedan empapadas;

Y el caudal bien ganado por sus padres

En cintas y en adornos es gastado:

Le emplean otras veces en vestidos

De Malta y de Scion: le disipan

En menaje, en convites, en excesos,

En juegos, en perfumes, en coronas,

En las guirnaldas, pero inútilmente;

Porque en el manantial de los placeres

Una cierta amargura sobresalta,

Que molesta y angustia entonces mismo;

Bien porque acaso arguye la conciencia

De una vida holgazana y desidiosa,

Pasada en ramerías; ó bien sea

Que una palabra equivoca, tirada

Por el objeto amado, como flecha,

Traspasa el corazón apasionado

Y toma en él fomento como fuego;

Ó bien coloso observa en sus miradas

Distracción hacia él mirando a otro,

Ó ve en su. cara risa mofadora.

No Censura Lucrecio los excesos de la pasión amorosa a nombre de la virtud, sino por lo que perturban 1a tranquilidad del espíritu y de aquí que recomiende, como remedio una prudente inconstancia. Tampoco comprende en sus anatemas el amor puro y constante, el amor en el matrimonio, que para el poeta es el origen del primer contrato social.

VI

El mérito de Lucrecio en la parte científica de su poema didáctico consiste en haber sido uno de los primeros romanos que se ocuparon de la ciencia en forma especulativa; pero en el fondo, todo el sistema físico que expone es el de Epicuro, parafraseándolo para hacerlo más comprensible. Este sistema, Compuesto de hipótesis acertadas y erróneas, tiene el defecto capital y común a los sistemas científicos en la antigüedad de no haberse formado, procediendo del estudio de los fenómenos, a la investigación de las causas, sino determinando éstas más ó menos caprichosamente, y explicando aquéllos conforme a las causas imaginadas.

Epicuro adopta la teoría atómica de Demócrito; para él todo depende de las atracciones ó repulsiones de los átomos que forman el universo, que constituyen en el hombre su cuerpo y alma. Este sistema es, sin duda, un progreso científico, en cuanto explica más ó menos felizmente los fenómenos de la naturaleza, no por la - voluntad de los dioses, sino como resultado de leyes naturales; pero sus consecuencias morales son Peligrosas, y explican que la física epicúrea haya tenido en tiempos relativamente modernos partidarios apasionados y desdeñosos contradictores, según se la estime por sus principios científicos ó por sus conclusiones irreligiosas.

No es de admirar que Lucrecio, siguiendo a su maestro Epicuro, se equivoque en problemas tan arduos como el de las causas finales, el de la formación del hombre, el del origen de las ideas; problemas mucho más debatidos en Tiempos recientes que lo fueron en la antigüedad, y que en todas las épocas ha procurado, inútilmente, resolver la ciencia. En cuestiones de menos dificultad, como por ejemplo, la explicación del sueno, se pone en evidencia el erróneo método de la física antigua, que hasta pretende explicar fenómenos imaginarios, como el de la cansa del miedo que el gallo inspira al león, porque de aquél salen átomos que, ofendiendo las pupilas de la fiera, la acobardan. Hipótesis fantásticas como ésta, producidas por la falta de observación, abundan en la antigüedad. Menos perdonables son en Epicuro los errores astronómicos, porque la astronomía estaba en su tiempo mucho más adelantada de como él la expone. Pero Epicuro se valía de las ciencias exactas, no como fin, sino como medio para demostrar su sistema filosófico del indiferentismo, que había de producir la paz del espíritu, y si adoptó la física de Demócrito, fué porque, dando origen material al universo, suprimía la intervención divina y don ella el fanatismo religioso, librando al hombre de supersticiones que perturbaban su alma. Lo mismo hizo Lucrecio, importándolo poco cualquier explicación de los fenómenos de la naturaleza, con tal de que en estos sea innecesaria la intervención de los dioses. Del desdén de los epicúreos por el cultivo de las ciencias participa Lucrecio, y da pruebas de ello en no pocos pasajes de su poema, como por ejemplo, cuando rechaza la opinión favorable a la existencia de los antípodas; pero en cambio, no pocas veces expone grandes descubrimientos. La teoría atómica, tan parecida a la moderna teoría molecular, fue, como ya hemos dicho, un enrome adelanto para la física. Según ella, el espacio era infinito y está poblado de mundos. Admite, la existencia del vacío, porque sin él la constante movilidad de los átomos sería imposible, y llama la atención la exactitud con que Lucrecio explica algunas leyes naturales, como la de que en el vacío no influye, la pesantez de los cuerpos, y pesados y ligeros caen con igual celeridad, ó al hablar de las tempestades la, diferente rapidez con que llega a nosotros la luz Y el sonido. No son menos notables los conocimientos fisiológicos que Lucrecio demuestra en su poema, y también muy dignos de atención sus presentimientos acerca de la formación del mundo, de los animales antidiluvianos y de las especies que han desaparecido, enunciando la lucha por la existencia, fundamento de la teoría de la selección natural de Darwin.

La historia del universo y del hombre está expuesta, en el quinto libro del poema, entremezclada con los grandes problemas de la física, de la religión y de l& moral, que trata el autor con un atrevimiento y una, confianza en su acierto verdaderamente admirables. En la parte física sigue con docilidad los preceptos de: su maestro. Respecto a la primitiva vida del hombre en el mundo y al principio de la civilización y de las sociedades, sus ideas son más originales, si bien en cuanto a la organización social, y política, a la, aparición del poder público y al origen, de la propiedad, se limita a generalizar la primitiva historia de Roma, aplicándola a la humanidad entera.

Domina en todo el poema LA NATURALEZA un sentimiento de tristeza que nace de la índole de la filosofía epicúrea. La apatía, la indiferencia, consideradas como base de una vida tranquila y feliz, apaga todas las actividades del espíritu; y si a esto se añade la creencia de Lucrecio en el próximo fin ¡del mundo, compréndese que estas ideas de desolación y muerte, sin esperanza, alguna en mejor vida futura, den un tinte sombrío a la inspiración del gran poeta para quien el mundo, forma. do por casuales contactos de átomos, y la humanidad víctima constante de sus pasiones, están cercanos á, desaparecer, confundidos en la ciega, continua y tumultuosa agitación de los átomos.



jueves, 17 de marzo de 2011

ALFONSO CHASE. MAESTRO DE LA TENSIÓN LÍRICA.


ALFONSO CHASE BRENES.
MAESTRO DE LA TENSIóN LÍRICA.








La primera ocasión que leí la poesía de Alfonso Chase fue para mí una sorpresa y admiración que todavía conservo incólume. Estaba en la Universidad de Costa Rica allá por los años 70 y sí, al leer sus poemas y su particular prosa me hicieron meditar por muchos años el mensaje implícito en su poética y visión de mundo. Siempre me he asombrado de su sensibilidad, su inteligencia y sus imágenes “de extracción surrealista” – como señala Duverrán - pero, a la vez de una gran profundidad.

Al pasar el tiempo nos conocimos y –lo confieso- es un placer hablar con Alfonso porque, Alfonso es un ameno conversador e incluso posee un fino humor negro cuando hace comentarios literarios y de la misma vida cotidiana. Su cultura en poesía, cuento y novela deja a cualquiera perplejo. Es un lector infatigable y un escritor de una gran lucidez.

Además, es un conocedor de nuestra Literatura Costarricense como pocos. Recordemos la selección, prólogo y notas que hiciera de RELATOS ESCOGIDOS de Yolanda Oreamuno (Editorial Costa Rica 1977) en donde hace alarde del profundo conocimiento de la autora de LA RUTA DE SU EVASIÓN.

Alfonso es uno de los grandes escritores que tiene Costa Rica en la actualidad.
Recuerdo que en Estudios Generales de la Universidad de Costa Rica cuando se hizo una antología de poesía para nosotros los estudiantes de Estudios Generales, el poema que se escogió de Alfonso fue SOLEDAD SONORA (del libro Cuerpos – 1972-) y el que deseo transcribir íntegro a los amigos blogueros de Costa Rica e Hispanoamérica, Estados Unidos, Rusia, Dinamarca y otros países europeos.

Yo diría que SOLEDAD SONORA es uno de los poemas más hermosos escritos por un poeta costarricense. Sus imágenes, su ritmo cadencioso, la concatenación de las imágenes, el fluir del discurso poético lo hacen un poema único que me recuerda mucho a los poetas como Homero Aridjis, José Emilio Pacheco y otros gigantes literarios mexicanos.



La poesía actual es muy diferente a la poesía de hace 30 ó 40 años atrás, los lineamientos y el discurso poético han cambiado e incluso su estética. La poesía actual ha dejado de ser “intimista” y los jóvenes han tomado otros derroteros en su ARS POÉTICA. Es una poesía más preocupada por la COLECTIVIDAD y no por el UNO por el YO o al menos es más EXTERIORISTA.

Sin embargo, “algo” que no cambia ni cambiará NUNCA es la tensión lírica del DISCURSO QUE DEBE TENER TODO POEMA. Y Alfonso Chase a lo largo de este poema lo logra con maestría.



Alfonso Chase Brenes nació en Cartago en 1945. Realizó estudios de Literatura y Ciencias Sociales. Fue Director de publicaciones del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes. Ha trabajado en periodismo. Ha obtenido varios premios literarios. Premio Nacional de Poesía 1966 por su libro Los Reinos de mi mundo, y Premio Nacional de Novela en 1968 por Los juegos furtivos y Premio Editorial Costa Rica (1995) y Premio Nacional de Novela en 1996 con El Pavo real y la mariposa.



La poesía de Alfonso Chase – ligada en su principio a la expresión mágica de un mundo íntimo, de raíz surrealista señala una evolución posterior hacia la poesía militante. Su poesía revela – en la obra de su generación- un mayor dominio de la expresión y de la cultura poética. (Carlos Rafael Duverrán).



Obra poética: Los reinos de mi mundo (1966), Arbol del tiempo (1966), Para escribir sobre el agua (1970), Cuerpos (1972).



SU PRIMERA NOVELA.

De Los juegos furtivos escrita en 1967 se lee lo siguiente en la contratapa y publicación de su cuarta reedición, Editorial Costa Rica 1983:



“Los juegos furtivos” escrita en 1967, es una novela que desde su publicación suscitó serias polémicas por los sucesos y los ambientes descritos por el autor, que venían a aportar un mundo hasta la fecha inédito en nuestra literatura, como es el universo del adolescente contemporáneo, con todas las inquietudes, frustraciones, anhelos y también todo el mundo oscuro que pervive en las relaciones familiares, amistosas y sexuales. Ahora reeditada casi diez años después, cobra insólita actualidad por lo contemporáneo de su mensaje y por lo claro que nos parece el mundo que apenas se vislumbraba para esas fechas”.



Sin embargo, ante la posibilidad de transcribir un fragmento de su novela LOS JUEGOS FURTIVOS y un poema del libro CUERPOS, me he decidido por este último como dije en líneas anteriores.



SOLEDAD SONORA

A Marjorie Ross



Vaso me has hecho. Vaso que quiebran en la noche

tus manos poderosas. Agua vacía que se derrama

sobre mi médula y mis nervios y mi boca.

Entre las sombras voy buscando mis silencios de niño

y aquella fe que no se agota

en la desmemoria continua de mis actos.

Un diluvio eterno te desgasta el rostro

y te hace humano como el árbol o el pan o como el musgo.

Dueño de la víspera te busco. Señor que es lámpara

y abismo y en sí mismo resplandece

mientras su propia luz incombustible

engendra la tiniebla, el caos, las voces

que se gritan improperios y alabanzas

y se estallan como dardos

en un punto infinito.

Creador y destructor

mano de fuego que se lanza contra el tiempo

y derribando imperios y señores crea

la tierra nueva, la ignota latitud, la isla,

el desconocido cielo solo y trastrocado

sobre el que habita la carne, lo finito,

la dolorosa belleza de los niños y el grito

mojado en sangre de los hombres.

Emboscado en mi orilla te acorralo, te persiguen

mis pasos y mis y mis huellas tiemblan

mientras el aire las atrapa y las regresa a ti

como razón o testimonio.

contra nadie combato y en la lucha quedan mis palabras

y mis ojos desparramados sobre el aire.

comienzas en mí mismo y te terminas

allí donde mis fuerzas y palabras quiebran

toda extensión viviente, todo asomo de luz,

toda ventana y todo templo.

En el lugar en que se pudren las palabras

y todo asomo de resurrección está baldío

crece la hierba y crecen los musgos en las piedras

y hasta los pájaros trinan y en su canto resucitan

las hojas secas y el milagro de vivir

carcome lentamente las lágrimas posibles.

Mis dedos son palabras y mis frases armas

para llegarme hasta tu llama.

pocos saben mi lucha. Este crecer en sombras

en la noche y ese caer sobre las mismas sombras

cuando a mi grito respondes.

Todo está lleno de ti. Creces como un árbol.

Ramificas sobre el aire

y hechas frutos cansados que se pudren

en la soledad de armarios solos.

Eres la luz y en la tiniebla manifiestas tu esplendor.

Emboscado en mi angustia te acorralo.

Te destrozan mis dedos, te llama mi garganta.

Dentro de un túnel oscuro voy gritando

y en la oscuridad mis sílabas se pierden.

No tienes templo. No hay extensión finita

que pudiera contenerte. Solo el hombre o mujer devienen templos

en sus venas cuando el amor se llega por su sangre.

Tú les llenas las manos y los ojos de soles nunca vistos

y engendras en los vientres rostros que pueden contemplarte

en la edad de la nube o en la oscuridad de la piedra,

mientras la hierba crece sobre nuestros cuerpos

y el poder de la noche nos olvida

como a niños que tientan las paredes

de un laberinto ciego

y ellos se miran en espejos, toman té,

escriben palabras y cincelan informes

o asesinan o bendicen cañones, submarinos, fábricas,

y el día se desespera de mirar y rueda

sobre sí mismo envuelto en llamas.

¿Qué puedo hacer si me he perdido en tu silencio

y me respondes con el eco del viento y de las hojas?

Cerca de mí quedas muy lejos. Cada mañana que me embiste

y cada noche que abandona mi cuerpo

en tu esencia son iguales.

Vaso me has hecho. Agua insuficiente.

En ti no existe el tiempo. Solo persiste tu voz

lejana de la mía y este silencio eterno

derramado sobre objetos y personas.

Algo queda de ti cuando me acerco a un cuerpo.

Cuando boca a boca puedo percibirte

y en la perfección del otro me reclino.

Vaso me has hecho. Tristeza cristalina

que se quiebra en la tibieza elemental de un tacto.

Hay un rincón de silencios en que reposan tus palabras.

Siempre un hurgar continuo de mis dedos por tu sombra.

No estás en mí y estando entre los otros te hago mío.



Oaxaca, 1968.



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