martes, 12 de enero de 2016

Paul Féval. Novela: La ciudad vampiro.


Paul Henri Corentin Féval, escritor francés, nacido en Rennes el 29 de septiembre de 1816 y fallecido en París el 8 de marzo de 1887, especialista en la novela de folletines en su tiempo, llegó a competir en popularidad con los grandes folletinistas de su época como Alejandro Dumas y Eugène Sue.
Paul Féval nace y se educa en la Región de Bretaña, lo cual influirá en su obra literaria posterior, si bien no es un recopilador de cuentos tradicionales, si es influido por los cuentos y leyendas tradicionales del folclore de su región natal, en donde, además, localizará muchas de sus narraciones. En su juventud estudio leyes, pero pronto dejó de interesarle el derecho y se marchó a París en 1836. Allí comienza a publicar sus folletines, y en 1841 aparece su primera novela `El club de las focas`, editada por entrega en la revista Revue de Paris. Al año siguiente, publicó `Rollan Pie de hierro` y, en 1843, otras dos novelas: `Los caballeros del firmamento` y `El Lobo Blanco`. `El Lobo Blanco`, cuyo nombre se refiere a la identidad secreta de un héroe albino, es uno de los primeros héroes que recurre al cambio de identidad para hacer justicia, convirtiéndose en un auténtico precursor de `El Zorro` de Johnston McCulley y de otros superhéroes venideros.
En 1844, publica los `Misterios de Londres`. Esta novela se convierte en el primer gran éxito de Féval, que lo sitúa para sus contemporáneos a la altura de Sue y de Alejandro Dumas padre. La novela, protagonizada por el irlandés Fergus O`Breane en busca de venganza, recuerda en ciertos aspectos al `Conde de Montecristo` que publicará Dumas al año siguiente.
Tras este éxito, Féval busca dejar la literatura popular para buscar el reconocimiento por parte de un público más culto. Así, en 1853 una obra satírica `Le tueur de Tigres`, pero que no consigue el reconocimiento que esperaba, por lo que vuelve al folletín con `La Loba`, una secuela de `El Lobo Blanco` antes mencionado, y en 1856 `Los hombres de hierro`.
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PRÓLOGO
DECONSTRUCTING UDOLFO

La Ciudad Vampiro podría haber sido escrita ayer. De hecho, me cuesta creer que no haya sido así. Cuando el cine y la literatura de terror han llegado ya a un grado tal de extenuación que la única manera de mantenerlos con vida es la metafísica pop de films como la saga de Scream, creada por Wes Graven, esta pequeña novela de Paul Féval parece haber sido escrita siguiendo la misma línea de acción: la deconstrucción cómplice del género, básicamente autoparódica pero a la vez perfectamente eficaz en cuanto a su capacidad para evocar lo fantástico, lo terrorífico y lo asustante, estableciendo un juego netamente postmoderno entre el lector y la obra, en el que la eficacia de todo depende de que el primero esté al tanto de todos los guiños de la segunda, perfectamente familiarizado con los tópicos y los arquetipos del género terrorífico. Resumiendo: La Ciudad Vampiro es una lúcida y delirante parodia de la novela gótica, irresistiblemente divertida, que hará las delicias de los lectores familiarizados con el universo de la literatura clásica de terror.
Pero, sobre todo y más que eso, La Ciudad Vampiro es un ejemplo de esa indomable modernidad que hace su aparición galopante sin que nadie pueda explicarse el cómo o el por qué. Hay modas, hay moderneces, hay modernismos y hay, también, una peculiar sensibilidad netamente moderna, que existía antes incluso del discurso de la modernidad, y que permanece desafiante fuera del tiempo, como riéndose de quienes, desde la invención de las vanguardias, juegan a las moderneces sin llegar nunca a ser modernos. Modernos son, por ejemplo, los dibujos de Aubrey Beardsley, mientras los lienzos más revolucionarios de un Tapies o un Gordillo, por ejemplo, envejecen a velocidad de vértigo. Moderno es el poema medieval Sir Gawain y el Caballero Verde, mientras las novelas de elfos, dragones y mazmorras de los últimos años se convierten en viejos amasijos de papel sin interés alguno. Modernos son Lewis Carroll y sus libros de Alicia, mientras Manolito Gafotas huele ya a coyuntura del momento (¡y qué momento!) por los cuatro costados. Y terriblemente moderna es La Ciudad Vampiro de Paul Féval, a pesar de haber sido publicada hacia 1873.
Sólo si percibimos la modernidad como un fenómeno sensible peculiar, capaz de aparecer como si de una nave espacial se tratara, atravesando agujeros de gusano en cualquier tiempo o lugar, sin importarle nada, podremos cerrar por un instante nuestra boca, abierta desde casi la primera página de la novela, y aceptar que La Ciudad Vampiro fue escrita en la segunda mitad del siglo XIX y no es, por tanto, ni la obra de un escritor de steampunk de los años 90, como James P. Blaylock o Tim Powers, ni la de un gamberro experimentador de la época de la Nueva Cosa, como Harían Ellison, Thomas M. Disch, Philip K. Dick o Michael Moorcock... Ni, por otro lado, una de esas locuras tan características de las primeras y auténticas vanguardias, uno de esos extravagantes y siempre frescos experimentos literarios de Alfred Jarry, Apollinaire o, ¿por qué no?, Ramón Gómez de la Serna. No. La Ciudad Vampiro fue escrita por Paul Féval, el creador del caballero de Lagardere, espadachín y justiciero tan famoso en Francia como el propio D'Artagnan, un escritor de folletines populares, en la línea de Eugenio Sue, Ponson du Terrail, Michel Zévaco o el propio Dumas. Aparentemente, pues, lo más alejado posible de la experimentación literaria, el riesgo formal o la búsqueda de nuevas posibilidades expresivas para la novela, gótica o no.
Paul Henri Corentin Féval nació en Rennes en 1817. Tras varios años dedicado al ejercicio de la banca y de la abogacía, decidió, cuando apenas contaba veinticuatro años, echarse a la bohemia y convertirse en escritor de folletines. Después de unos cuantos tanteos que correrían diversa suerte, en 1844 la publicación de Los misterios de Londres, firmada con el pintoresco seudónimo de Sir Francis Trollop, como para subrayar la verosimilitud de la británica intriga de la obra, alcanzó un éxito notorio, que le consagró ya decididamente al cultivo del género. En 1858 publicaría El jorobado de Lagardere, que varios años después, convertida en obra teatral por el propio Féval en colaboración con Victoriano Sardou, se convertiría en algo así como su fuente fija de ingresos, alcanzando una popularidad sólo superada por los mosqueteros surgidos de la pluma de Alejandro Dumas padre. Compitiendo duramente con sus contemporáneos, Féval, como buen folletinista, no dejó apenas género sin tratar, mezclando elementos propios de la novela de terror, la intriga criminal y política, la capa y espada y la novela histórica. Sustituyó a Ponson du Terrail durante una temporada al frente de las aventuras de Rocambole; algunos aventuran que fue también «negro» en el taller de Dumas, antes de llegar a tener, al calor del éxito, su propio taller y su propio ejército de «negros». Desafió a Eugenio Sue no sólo dando réplica anglófila a Los misterios de París de éste, sino también cuando en 1876, después de haberse convertido al catolicismo, dio réplica al anticlericalismo de su colega con la publicación de ¡Jesuitas!, una historia novelada de la Compañía de Jesús, en la que intentó —en vano, todo hay que decirlo— limpiar literariamente el nombre de la orden religiosa que hacía las veces de Spectra (la asociación criminal para el chantaje, el terrorismo, la extorsión y el crimen de las películas de James Bond) en la obra más famosa de Sue, además de en otras novelas de Dumas y de buena parte de los autores de folletín de la época. Muerto en París en 1887, para la mayor parte de los aficionados a la novela de aventuras Féval es, ante todo, el creador del caballero Enrique de Lagardere, maestro del disfraz, justiciero impenitente, experto espadachín poseedor de una estocada secreta y mortal. Para quienes nos deleitamos con la literatura de lo extraño, la novela de horror y el horror de la novela, es el autor de La Ciudad Vampiro, quizá la primera novela de terror postmoderna.
Ya es hora de que digamos por qué. No basta, ni mucho menos, que se trate de una parodia de la novela gótica. Ya desde la más tierna infancia del género, cuando El monje, Vathek, Melmoth el Errabundo y, sobre todo, las obras de Ann Radcliffe, estaban entre los primeros puestos de las más vendidas (pueden consultarse tanto las listas de las ferias del libro inglesas del siglo XVIII, como las listas alternativas de los libreros de la época), surgieron réplicas irónicas y salaces como La mansión de las pesadillas, de Thomas Love Peacock y, sobre todo, La abadía de Northanger, de miss antinovela gótica, Jane Austen. Pero, al menos en ambos casos, se trataba sobre todo de sátiras amables, que advertían, a la manera cervantina pero sin la exuberancia quijotesca, de los peligros que entrañaba para las jovencitas sin seso dejarse arrastrar por las fantasías románticas y tenebrosas de los novelones góticos. Nada más lejos del espíritu delirante y surrealista avant la lettre de La Ciudad Vampiro. De principio, tenemos una absolutamente sangrienta y afilada sátira del orgullo británico, con su inclinación al autobombo y al menosprecio imperial del resto de la humanidad. A lo largo de todas las páginas de su novela, Féval no deja de poner en evidencia el "chauvinismo" inglés exagerando (quizá no demasiado) su egocentrismo con frases del talante de «Lo cierto es que cuanto más se piensa, más se alegra uno de ser inglés», puestas en boca de la narradora (inglesa) o de sus personajes (también ingleses). Pero, sobre todo, tenemos a la protagonista, Ella, como se la llama a menudo en el texto, ni más ni menos que la mismísima... Ann Radcliffe. En efecto, es la autora de Los misterios de Udolfo y de tantos otros novelones góticos, el personaje central de una aventura en la que, con implacable ingenio y mala idea, se parodian todos los lugares comunes de su obra, todos los efectos y defectos de un estilo narrativo tan característico como el suyo. Y lo verdaderamente sorprendente es que la técnica empleada para ello es tan provocadora y moderna que resulta las más de las veces antes cinematográfica que literaria. En un momento antológico, cuando Ella abandona su hogar, en mitad de la noche y en vísperas de su boda, para arrostrar los peligros de un viaje a lo desconocido en compañía de su criado, exclama, en directa imitación de su estilo habitual: «—¡Adiós, mi querido hogar! ¡Dulce refugio de mi adolescencia, adiós! Campos verdes, montañas orgullosas, bosques misteriosos llenos de sombras, ¿volveré a veros alguna vez?» A lo que su acompañante replica escéptico: «—En lugar de hablar sola, señorita, podríais decirme qué es lo que vamos a hacer en Stafford tan pronto». Personalmente, no puedo dejar de pensar en esos momentos geniales en los que Woody Alien o los protagonistas de las mejores comedias de John Hughes se vuelven y hablan directamente a cámara, destruyendo, como hace aquí el criado, la continuidad estructural de la obra de ficción, para infiltrar al espectador de manera cómplice y oblicua. Una de las características que hacen de La Ciudad Vampiro una obra innegablemente moderna es que, parodiando un estilo incluso ya algo pasado de moda en su época, los referentes que surgen en la cabeza del aficionado al fantástico son cinematográficos y contemporáneos, tanto o más que históricos y literarios. Si es cierto que Féval se burla hasta la saciedad de los tópicos argumentales y estilísticos de la autora de El confesionario de los penitentes negros, que Angus Ross define así: «Sus personajes son de cartón, y el diálogo, artificial, pero al mantener tensas la curiosidad y el temor del lector, consigue articular sus tenebrosos paisajes, hasta que al final su racionalismo le obliga a una "explicación" desilusionante de los horrores», no menos cierto es que resulta imposible no recordar El jovencito Frankenstein de Mel Brooks ante un momento como aquél en el que, al pronunciar en voz alta el nombre del vampiro, el señor Goëtzi, «El caballo se encabritó y Grey–Jack se apresuró a santiguarse. (...)—Ya veis lo que ocurre sólo con pronunciar su nombre...»
El humor negro, el absurdo, hasta un grado tan exacerbado que hace pensar en los cuentos de Apollinaire pero también en los delirios de bande dessiné propios del cine de Fierre Jeunet y Marc Caro, destruye con premeditación y alevosía una trama gótica que va siendo deconstruida punto por punto, atomizada, puesta en evidencia en todas y cada una de sus partes componentes, desde la técnica epistolar tan querida por el género, de la Radcliffe al Dracula de Stoker, a las explicaciones racionalistas y pseudocientíficas aludidas en la crítica de Ross, que son llevadas aquí hasta el más ridículo de los extremos. Pero lo más sorprendente es que, aparte de la pura parodia, del humor cómplice y casi visionario en su uso de procedimientos que tienen, vistos hoy, más de cine o de teatro que de novela, lo más sorprendente, insisto, es que La Ciudad Vampiro funciona como alucinada narración fantástica, como novela de horrores grotescos y estrambóticos, como pesadilla surreal y gozosamente absurda. Ahí está, por ejemplo, el propio señor Goëtzi, un vampiro que pareciera más bien un pequeñoburgués materializado desde un lienzo de René Magritte, y cuyas víctimas no es que se transformen en vampiros a la manera clásica, sino que en un extraño tour de forcé imaginativo, se convierten en partes asimilables del propio Goëtzi, extensiones de su yo, que conservan algunas características de su ser original, ya muerto por el vampiro, pero que a la vez adquieren aspectos y cualidades imposibles, propios de una enloquecida troupe circense del más allá. Así, en cierto momento, el señor Goëtzi puede desdoblarse para, literalmente, hacerse compañía cuando se siente solo, y en otros hacer aparecer a varias de sus encarnaciones y/o víctimas, desgajándolas de su propio cuerpo, y adoptando los más variopintos aspectos: «El grupo lo formaba un hombre obeso que sólo tenía el reborde del rostro, es decir, cabello y barba. Un loro gigantesco se agarraba con las patas a su hombro; a su derecha había un niño de expresión diabólica, apoyado sobre un aro; y a su izquierda había un monstruoso perro de color carne, con una cara casi humana, y que permanecía completamente rígido sobre sus cuatro patas separadas (...) Finalmente, al lado del mostrador, se veía una mujer gorda y calva, que dormía con agudos ronquidos...» Y todos y cada uno de estos estrafalarios seres, incluyendo al perro y al loro, son vampiros, víctimas a su vez del vampiro Goëtzi, quien les transforma en partes de su ser, en criaturas diferentes, animalizadas o incluso transexualizadas, dirigidas por su voluntad implacable y sobrenatural. Particularmente escalofriante es la carpa circense, teatro ambulante de auténticos vampiros, plagiado sin duda por Anne Rice y por Neil Jordan para su granguiñolesco espectáculo teatral de Entrevista con el vampiro, en el que puede verse como «EL AUTÉNTICO VAMPIRO DE PETERWARDEIN DEVORARÁ A UNA JOVEN VIRGEN Y BEBERÁ VARIAS COPAS DE SANGRE COMO SIEMPRE, AL SON DE LA MÚSICA DE LOS GUARDIAS ECUESTRES». Estamos, qué duda cabe, en el universo del fantastique, que se ríe con sorna y malicia surrealista del fantasy y el gothic anglosajón, con sus pretensiones de lógica y coherencia argumental, que Féval, como si estuviera poseído por una singular furia dadaista, machaca con el martillo pilón de su ingenio y su fantasía más desbocada. La Ciudad Vampiro pertenece al mismo mundo que las aventuras de Harry Dickson, en las que Jean Ray enfrentaba al arquetipo del detective británico con horrores absurdos y crímenes imposibles de resolver por lógica o deducción, ya que los culpables resultaban ser siempre criaturas sobrenaturales, monstruos paganos y científicos locos, criaturas del bestiario de nuestro subconsciente, que hubieran indignado a Sherlock Holmes y hasta al propio Nick Carter. Tanto Féval como Jean Ray (y como en general la escuela francesa y francobelga del fantástico) se deleitan en deconstruir y, finalmente, pervertir, invertir con cierto placer sadiano, las rígidas leyes que, en la forma como en el fondo, dominan el campo de la literatura fantástica anglosajona. Como podría decir el Divino Marqués, en darles por el c...
Y finalmente, la propia Ciudad Vampiro. Culminación onírica del viaje no sólo de los protagonistas sino también del lector, el trazado y las calles de esta imposible ciudad están tan fuera del espacio y del tiempo como la propia modernidad de la novela de Féval. Tanto podrían pertenecer a un grabado o dibujo de Alfred Kubin como a un lienzo hierático y suntuoso de Delvaux o Clovis Trouille. Naturalmente, también alienta en su descripción el espíritu de artistas a los que Féval podía y debía conocer muy bien, como El Bosco, Bresdin o Gustave Doré. Pero la barahúnda de criaturas vampíricas multiformes que acosan a los protagonistas, en una escena digna de cualquier zombie movie moderna, está de hecho tan emparentada con las grotescas deformidades de los monstruos de Goya, Fuseli o Blake, como con las hordas de vampiros de Abierto hasta el amanecer. Ciudad de Oz, mundo perdido de reminiscencias lovecraftianas... por adelantado, la Ciudad Vampiro es una eclosión de la imaginación que, una vez más y definitivamente, eleva la novela de Féval muy por encima de sus aparentes límites espaciotemporales, para ofrecernos un paisaje ultraterreno que pertenece ya, por derecho propio, a lo mejor de la literatura y el arte fantástico de todos los tiempos.
Mientras los vampiros de última hornada prosiguen su aburrido decaer como tristes superhéroes existenciales. Mientras el género es a duras penas rescatado de su declive por un retorno gozoso al humor y el espíritu juvenil, propiciado, precisamente, por esa serie de Scream a la que aludía al principio de estas páginas, y que junto a joyas psicotrónicas y juguetonas para (espíritus) quinceañeros calientes, como Jóvenes y brujas o Un hombre lobo americano en París, está haciendo resurgir el cine de horror de sus propias cenizas, la lectura de La Ciudad Vampiro es más que una obligación para estudiosos, más que un compromiso para obsesos y completistas del vampirismo estético y literario (que también lo es)... Es, sobre todo, un ejercicio de humildad, que nos muestra que el espíritu moderno e irreverente es tan indomable, imprevisible e irreductible como los propios vampiros, y que un autor menor, un escritor de folletines olvidado, puede, vaya uno a saber cómo o por qué, convertirse en el catalizador de una verdadera obra maestra, visionaria, extrema y vanguardista, cuyo poder de seducción está por encima de cualquier consideración histórica o literaria, y que, para colmo, si tenemos en cuenta que el folletín es a su vez un derivado en cierta medida de la novela gótica, se convierte también en autoparodia y autocrítica de la obra del propio Féval, no exenta por lo tanto de un alegre y despiadado masoquismo literario.
La Ciudad Vampiro sigue en pie, y yo, como el doctor Magnus y el joven pintor esclavonio que aparecen en sus páginas, «personajes de poca importancia que se habían despistado y cuyo destino es fácil de imaginar», desaparezco entre sus avenidas y bulevares, de vuelta a mi tumba (de la que seguramente muchos piensan que jamás debería haber salido), para reunirme con el señor Goëtzi, mi verdadero dueño y señor, que me reclama ya para volver a entrar en su carne, haciéndome uno con él y penetrándome de los misterios de la transubstanciación vampírica. Mientras, el lector, mucho más dichoso, debe empezar, si no lo ha hecho ya harto de estas consideraciones fatuas y pedantes, la lectura de esta verdadera joya de la literatura fantástica, recuperada precisamente ahora, cuando probablemente más falta hacía.
Jesús Palacios.
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Fuente:
UNA PERIPECIA GÓTICA DE ANN RADCLIFFE
Traducción:
JACOBO RODRÍGUEZ
Prólogo:
JESÚS PALACIOS
VALDEMAR
1998

LITEROMANÍA. Jorge Luis Borges. “Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930. Página: 122.


LITEROMANÍA. Jorge Luis Borges.
“Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930.
Página: 122.

LAS MISAS HEREJES
Antes de considerar este libro, conviene repetir que todo escritor empieza por un concepto ingenuamente físico de lo que es arte. Un libro, para él, no es una expresión o una concatenación de expresiones, sino literalmente un volumen, un prisma de seis caras rectangulares hecho de finas láminas de papel que deben presentar una carátula, una falsa carátula, un epígrafe en bastardilla, un prefacio en una cursiva mayor, nueve o diez partes con una versal al principio, un índice de materias, un ex libris con un relojito de arena y con un resuelto latín, una concisa fe de erratas, unas hojas en blanco, un colofón interlineado y un pie de imprenta: objetos que es sabido constituyen el arte de escribir. Algunos estilistas (generalmente los del inimitable pasado) ofrecen además un prólogo del editor, un retrato dudoso, una firma autógrafa, un texto con variantes, un espeso aparato crítico, unas lecciones propuestas por el editor, una lista de autoridades y unas lagunas, pero se entiende que eso no es para todos.. . Esa confusión de papel de Holanda con estilo, de Shakespeare con Jacobo Peuser, es indolentemente común, y perdura (apenas adecentada) entre los retóricos, para cuyas informales almas acústicas una poesía es un mostradero de acentos, rimas, elisiones, diptongaciones y otra fauna fonética. Escribo esas miserias características de todo primer libro, para destacar las inusuales virtudes de este que considero.  Irrisorio sin embargo sería negar que las Misas herejes es un libro de aprendizaje. No entiendo definir así la inhabilidad, sino estas dos costumbres: el deleitarse casi físicamente con determinadas palabras —por lo común, de resplandor y de autoridad— y la simple y ambiciosa determinación de definir por enésima vez los hechos eternos. No hay versificador incipiente que no acometa una definición de la noche, de la tempestad, del apetito carnal, de la luna: hechos que no requieren definición porque ya poseen nombre, vale decir, una representación compartida. Carriego incide en esas dos prácticas.

lunes, 11 de enero de 2016

LITEROMANÍA. Jorge Luis Borges. “Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930. (Fragmento).


LITEROMANÍA. Jorge Luis Borges.
“Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930.
(Fragmento).
Hacia el Maldonado raleaba el malevaje nativo y lo sustituía el calabrés, gente con quien nadie quería meterse, por la peligrosa buena memoria de su rencor, por sus puñaladas traicioneras a largo plazo. Ahí se entristecía Palermo, pues las vías de hierro del Pacífico bordeaban el arroyo, descargando esa peculiar tristeza de las cosas esclavizadas y grandes, de las barreras altas como pértigo de carreta en descanso, de los derechos terraplenes y andenes. Una frontera de humo trabajador, una frontera de vagones brutos en movimientos, cerraba ese costado; atrás, crecía o se emperraba el arroyo. Lo están encarcelando ahora: ese casi infinito flanco de soledad que se acavernaba hace poco, a la vuelta de la truquera confitería de La Paloma, será reemplazado por una calle tilinga, de tejas anglizantes. Del Maldonado no quedará sino nuestro recuerdo, alto y solo, y el mejor sainete argentino y los dos tangos que se llaman así —uno primitivo, actualidad que no se preocupa, mero plano del baile, ocasión de jugarse entero en los cortes; otro, un dolorido tango-canción, al estilo boquense— y algún clisé apocado que no facilitará lo esencial, la impresión de espacio, y una equivocada otra vida en la imaginación de quienes no lo vivieron. Pensándolo, no creo que el Maldonado fuera distinto de otras localidades muy pobres, pero la idea de su chusma, desaforándose en rotos burdeles, a la sombra de la inundación y del fin, mandaba en la imaginación popular. Así, en el hábil sainete que mencioné, el arroyo no es un socorrido telón de fondo: es una presencia, mucho más importante que el pardo Nava y que la china Dominga y que el Títere. (El puente Alsina, con su todavía no cicatrizado ayer cuchillero y su memoria de la patriada grande del ochenta, lo ha deshancado en la mitología de Buenos Aires. En lo que se refiere a la realidad, es de fácil observación que los barrios más pobres suelen ser los más apocados y que florece en ellos una despavorida decencia.) Del lado del arroyo zarpaban las tormentas altas de tierra que toldaban el día, y el malón de aire del pampero que golpeaba todas las puertas que miraban al sur y dejaban en el zaguán una flor de cardo, y la arrasadora nube de langostas que trataba de espantar a gritos la gente, y la soledad y la lluvia. A polvo tenía gusto esa orilla. Hacia el agua zaina del río, hacia el bosque, se hacía duro el barrio. La primera edificación de esa punta fueron los mataderos del Norte, que abarcaron unas dieciocho manzanas entre las venideras calles Anchorena, Las Heras, Austria y Beruti, y ahora sin más reliquia verbal que el nombre la Tablada, que le escuché decir a un carrero, insipiente de su antigua justificación. He inducido al lector a la imaginación de ese dilatado recinto de muchas cuadras, y aunque los corrales desaparecieron el setenta, la figura es típica del lugar, atravesado siempre de fincas —el cementerio, el hospital Rivadavia, la cárcel, el mercado, el corralón municipal, el presente lavadero de lanas, la cervecería, la quinta de Hale— con pobrerío de golpeados destinos alrededor. Esa quinta era por dos razones mentada: por los perales que la chiquilinada del barrio saqueaba en clandestinos malones y por el aparecido que visitaba el costado de la calle Agüero, reclinada  Destruirlas era cosa de herejes, porque llevaban la señal de la cruz:
marca de su emisión y repartición especiales de parte del Señor.
en el brazo de un farol la cabeza imposible. Porque a los verdaderos peligros de un compadraje cuchillero y soberbio, había que sumar los fantásticos de una mitología forajida; la viuda y el estrafalario chancho de lata, sórdidos como el bajo, fueron las más temidas criaturas de esa religión de barrial. Antes había sido una quema ese norte: es natural que gravitaran en su aire basuras de almas. Quedan esquinas pobres que si no se vienen abajo es porque están apuntalándolas todavía los compadritos muertos. Bajando por la calle de Chavango (después Las Heras) el último boliche del camino era La Primera Luz, nombre que, a pesar de aludir a sus madrugadores hábitos, deja una impresión —justa— de ciegas calles atascadas sin nadie, y al fin, a las cansadas vueltas, una humana luz de almacén. Entre los fondos del cementerio colorado del Norte y los de la Penitenciaría, se iba incorporando del polvo un suburbio chato y despedazado, sin revocar:^ su notoria denominación, la Tierra del Fuego. Escombros del principio, esquinas de agresión o de soledad, hombres furtivos que se llaman silbando y que se dispersan de golpe en la noche lateral de los callejones, nombraban su carácter. El barrio era una esquina final. Un malevaje de a caballo, un malevaje de chambergo mitrero sobre los ojos y de apaisanada bombacha, sostenía por inercia o por impulsión una guerra de duelos individuales con la policía. La hoja del peleador orillero, sin ser tan larga —era lujo de valientes usarla corta— era de mejor temple que el machete adquirido por el Estado, vale decir con predilección del costo más alto y el material más ruin. La dirigía un brazo más ganoso de atropellar, mejor conocedor de los rumbos instantáneos del entrevero. Por la sola virtud de la rima, ha sobrevivido a un desgaste de cuarenta años un rato de ese empuje: Hágase a un ,lao, se lo ruego, que soy de la Tierra'el Juego.
No sólo de peleas; esa frontera era de guitarras también.

“Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930.


Elizabeth Kostova Novela: LA HISTORIADORA.


Elizabeth Kostova (Johnson) nació en New London, Connecticut (Estados Unidos) en 1964, hija de Eleanor y David Johnson. Estudió inglés en la Universidad de Yale y se instruyó en escritura creativa en la Universidad de Michigan. Desde niña se dedicó con pasión a escribir relatos y poesía.

Elizabeth Kostova visitó Europa del Este siendo una niña y en un viaje a Bulgaria en 1989 conoció a su marido, Gyorgi Kostov (de donde tomó el apellido Kostova), con el que tiene tres hijos.

Su primera novela es La historiadora (resultado de diez años de investigación), libro de aventura, intriga y misterio asentado en la Europa del Este y en la figura histórica de Vlad Tepes el Empalador, personaje que inspiró el cónde Drácula de Bram Stoker.

El libro se convirtió en un best-seller poco después de su aparición y ha sido ya traducido a 21 idiomas.


LA HISTORIADORA


Para mi padre,
que fue el primero en contarme
algunas de estas historias

Nota para el lector
Jamás abrigué la intención de confiar al papel el relato que sigue. No obstante,    cierto acontecimiento reciente me ha impulsado a repasar los episodios más perturbadores de mi vida, así como de las vidas de varias de las personas a las que más he querido. Éste es el relato de cómo yo, a mis dieciséis años, fui en busca de mi padre y su pasado, y de cómo él fue en busca de su adorado mentor y de la historia de su mentor, y de cómo todos nos encontramos en uno de los senderos más oscuros de la historia. Es el relato de quiénes sobrevivieron a esa búsqueda y de quiénes no, y por qué. Como historiadora, he aprendido que, en realidad, nadie que investiga en la historia sobrevive a ella. Y no sólo es la investigación en sí lo que nos pone en peligro. A veces, la propia historia nos atrapa con su garra sombría.
Durante los treinta y seis años transcurridos desde que esos acontecimientos salieron a la luz, mi vida ha sido relativamente tranquila. He dedicado mi tiempo a la investigación y a viajes carentes de incidentes, a mis estudiantes y amigos, a escribir libros de una naturaleza histórica y casi siempre impersonal, y a los asuntos de la universidad en que he acabado refugiándome. Al revisar el pasado, he tenido la suerte de poder acceder a la mayoría de documentos personales en cuestión, pues han estado en mi posesión durante muchos años.
Cuando lo he considerado oportuno, los he hilvanado para darle continuidad a la narración, que en ocasiones he tenido que complementar con mis propios recuerdos. Si bien he presentado los primeros relatos de mi padre tal como me los contó en voz alta, también he recurrido con bastante frecuencia a sus cartas, algunas de las cuales repetían muchos de sus relatos orales.
Además de reproducir estos documentos casi en su integridad, he explorado todas las posibilidades que brindan los recuerdos y la investigación, y en ocasiones he vuelto a visitar determinados lugares con el fin de arrojar luz sobre las lagunas de mi memoria. Uno de los mayores placeres de esta empresa han sido las entrevistas (en algunos casos, la correspondencia) que he mantenido con los pocos estudiosos supervivientes que intervinieron en los acontecimientos aquí descritos. Sus recuerdos me han proporcionado un complemento de incalculable valor para mis otras fuentes. Mi texto también se ha beneficiado de las consultas realizadas a eruditos más jóvenes de diversos campos.
Existe una fuente final a la que he recurrido cuando era necesario: la imaginación. He procedido con cautela, elaborando para el lector sólo lo que ahora considero muy probable que haya sido así, y sólo cuando una especulación bien fundada podía situar estos documentos en su contexto apropiado. Cuando he sido incapaz de explicar acontecimientos o motivaciones, los he dejado sin explicar, por respeto a su realidad oculta. He investigado en profundidad la historia más alejada en el tiempo dentro de este relato, como haría con cualquier texto académico. Los someros vistazos al conflicto territorial y religioso entre un Oriente islámico y un Occidente judeocristiano serán penosamente familiares al lector contemporáneo.
Sería difícil para mí dar las gracias de manera adecuada a los que me han ayudado en este proyecto, pero me gustaría nombrar a algunos. Mi profunda gratitud a las siguientes personas, entre muchas otras: el doctor Radu Georgescu, del Museo Arqueológico de la Universidad de Bucarest; la doctora Ivanka Lazarova, de la Academia de Ciencias búlgara; el doctor Petar Stoichev, de la Universidad de Michigan; el incansable personal de la Biblioteca del Museo Británico; los bibliotecarios del Museo y Biblioteca de Literatura Rutherford de Filadelfia; el padre Vasil, del monasterio de Zographou del monte Azos, y el doctor Turgut Bora, de la Universidad de Estambul.
Mi mayor esperanza al dar a conocer este relato es que pueda aparecer al menos un lector que entienda lo que es: un cri de coeur. A ti, lector perceptivo, dedico mi historia.


Oxford, Inglaterra
15 de enero de 2008


(Fragmento de novela).
Primera Parte

La lectura de estos documentos dejará de manifiesto cómo fueron ordenados. Se han eliminado todos los elementos carentes de importancia, con el fin de que una historia que se halla casi en discrepancia con las creencias actuales pueda erigirse como un simple dato. No existe la menor descripción de acontecimientos pretéritos que haya dejado espacio a un error de la memoria, porque todos los documentos elegidos son rigurosamente contemporáneos, expresados desde el punto de vista y los conocimientos de quienes los redactaron.

Bram Stoker,
Drácula, 1897
1
En 1972 yo tenía dieciséis años. Mi padre decía que era joven para acompañarle en sus misiones diplomáticas. Prefería saber que estaba sentada atentamente en mi aula de la Escuela Internacional de Amsterdam. En aquel tiempo, su fundación tenía la sede en Amsterdam, y había sido mi hogar durante tanto tiempo que casi había olvidado nuestra vida anterior en Estados Unidos. Se me antoja peculiar ahora que fuera tan obediente en mi adolescencia, mientras el resto del mundo estaba experimentando con drogas y protestando contra la guerra imperialista en Vietnam, pero me habían criado en un mundo tan protegido que, en comparación, mi vida académica adulta parece positivamente aventurera. Para empezar, era huérfana de madre, y un doble sentido de responsabilidad impregnaba el amor que me deparaba mi padre, de manera que me protegía de una forma más abrumadora que en circunstancias normales. Mi madre había muerto cuando yo era pequeña, antes de que mi padre fundara el Centro por la Paz y la Democracia. Mi padre nunca hablaba de ella, y desviaba la cabeza en silencio cuando yo hacía preguntas. Desde muy pequeña comprendí que era un tema demasiado doloroso para él, y que no deseaba hablar de ello. A cambio, se ocupó de mí de manera ejemplar y me proporcionó toda una serie de institutrices y amas de llaves. El dinero no significaba nada para él en lo tocante a mi educación, aunque vivíamos al día con bastante sencillez.
La última de estas amas de llaves fue la señora Clay, que cuidaba de nuestra casa holandesa del siglo XVII situada en el Raamgracht, un canal que atravesaba el corazón de la ciudad vieja. La señora Clay me abría la puerta cada día cuando volvía del colegio, y era como un sustituto de mi padre cuando éste viajaba, lo cual sucedía con frecuencia. Era inglesa, mayor de lo que habría sido mi madre de estar viva, experta con el plumero y torpe con los adolescentes. A veces, en la mesa del comedor, cuando miraba su rostro de dientes largos y demasiado compasivo, yo experimentaba la sensación de que debía estar pensando en mi madre, y la odiaba por ello. Cuando mi padre se hallaba ausente, la hermosa casa se llenaba de ecos como si estuviera vacía. Nadie podía ayudarme con mi álgebra, nadie admiraba mi nuevo abrigo o pedía que me acercara para abrazarme, ni expresaba sorpresa por lo mucho que había crecido. Cuando mi padre regresaba de algún nombre del mapa de Europa colgado en la pared de nuestro comedor, olía a otros tiempos y lugares, especiado y cansado. Para las vacaciones íbamos a París o Roma, estudiaba con diligencia los lugares de interés turístico que mi padre pensaba que debía ver, pero anhelaba esos otros lugares en los que desaparecía, aquellos extraños lugares antiguos en los que yo nunca había estado. Durante sus ausencias, yo iba y venía de la escuela, dejaba caer mis libros con estrépito sobre la pulida mesa del vestíbulo. Ni la señora Clay ni mi padre me dejaban salir de noche, excepto a la ocasional película seleccionada con sumo cuidado, en compañía de amigas aprobadas con sumo cuidado, y ahora me doy cuenta con estupor de que nunca quebranté esas normas. De todos modos, prefería la soledad. Era el medio en el que me había criado, en el que nadaba con comodidad. Destacaba en mis estudios, pero no en mi vida social. Las chicas de mi edad me aterrorizaban, sobre todo las sofisticadas de nuestro círculo diplomático, que hablaban con apabullante seguridad y no paraban de fumar. Con ellas siempre pensaba que mi vestido era demasiado largo, o demasiado corto, o que tendría que haberme puesto algo muy diferente. Los chicos me desconcertaban, aunque soñaba vagamente con hombres. De hecho, era muy feliz sola en la biblioteca de mi padre, una estancia amplia y elegante situada en la primera planta de nuestra casa. Es probable que la biblioteca de mi padre fuera en otro tiempo una sala de estar, pero se sentaba en ella sólo para leer, y consideraba que una biblioteca grande era más importante que una sala de estar grande. Desde hacía mucho tiempo me había dado permiso para inspeccionar su colección. Durante sus ausencias, me pasaba horas haciendo los deberes en el escritorio de caoba, o examinando las estanterías que revestían cada pared. Comprendí más adelante que mi padre, o bien había medio olvidado lo que había en una de las estanterías superiores, o bien, lo más probable, daba por sentado que yo nunca podría acceder a ella. Llegó el día en que no sólo bajé una traducción del Kamasutra, sino también un volumen mucho más antiguo y un sobre con papeles amarillentos. Ni siquiera ahora sé lo que me impulsó a bajarlos, pero la imagen que había en el centro del libro, el olor a vejez que proyectaba y el descubrimiento de que los papeles eran cartas personales, todo ello llamó poderosamente mi atención. Sabía que no debía examinar los papeles privados de mi padre, ni de nadie, y también tenía miedo de que la señora Clay entrara de repente para sacar el polvo al inmaculado escritorio. Tal vez por eso no dejé de mirar hacia la puerta, pero no pude evitar leer el primer párrafo de la carta situada encima de las demás. La sostuve durante un par de minutos, cerca de los estantes.
Fuente: Editorial Ubriel.

domingo, 10 de enero de 2016

John Ajvide Lindqvist. Novela "Déjame entrar".


John Ajvide Lindqvist (nacido en 1968 en Blackeberg, Suecia) es un escritor sueco de novelas de terror. Creció en Blackeberg, un suburbio de la ciudad de Estocolmo, y su primera novela Låt den rätte komma in, una historia de vampiros publicada en el año 2004, disfrutó de gran éxito en Suecia.

Hanteringen av odöda fue publicada en el año 2005 y está relacionada con la aparición de zombis o `revividos` en la zona de Estocolmo. En el año 2006 publicó su tercer libro, Pappersväggar, una colección de historias cortas de terror.

En el año 2007, su historia Tindalos fue publicada por entregas en el periódico sueco Dagens Nyheter, que también ofreció un audiolibro gratuito en su página web, leído por el propio autor. Sus obras son publicadas en Suecia por la editorial Ordfront y han sido traducidas a muchas lenguas: inglés, alemán, italiano, noruego, danés, polaco, alemán, ruso y español (en el año 2008).

Antes de convertirse en un escritor, Lindqvist trabajó durante doce años como ilusionista y cómico. Cuando era adolescente, solía realizar espectáculos de magia en la calle para los turistas que visitaban Västerlånggatan en Estocolmo.

Aparte de novelas de terror también ha escrito el guión para la serie dramática de televisión Kommissionen, así como parte del guión de Reuter y Skoog. También fue el guionista de la adaptación cinematográfica de su novela Låt den rätte komma in. La productora Tre Vänner ha comprado los derechos de Hanteringen av odöda y actualmente está planeando realizar la adaptación cinematográfica. Para escribir esta novela se basó en su propia infancia, y en las obras, `Carmilla` de Sheridan Le Fanu y la película `The Crying Game` (El juego de las lágrimas).[1]

(Déjame entrar). Fragmento.
Oskar, un niño solitario y triste que vive en los suburbios de Estocolmo, tiene una curiosa afición: le gusta coleccionar recortes de prensa sobre asesinatos violentos. No tiene amigos y sus compañeros de clase se mofan de él y le maltratan. Una noche conoce a Eli, su nueva vecina, una misteriosa niña que nunca tiene frío, despide un olor extraño y suele ir acompañada de un hombre de aspecto siniestro. Oskar se siente fascinado por Eli y se hacen inseparables. Al mismo tiempo, una serie de crímenes y sucesos extraños hace sospechar a la policía local de la presencia de un asesino en serie.

Primera Parte
Dichoso aquel que tiene un amigo así



Los líos del amor os dan preocupación, ¡chicos!

Siw Malmkvist, Los líos del amor



I never wanted to kill.
 I am not naturally evil.
Such things I do Just to make myself
More attractive to you. Have I failed?


Morrissey, Last of the Famous International Playboys

Miércoles 21 de octubre de 1981
Gunnar Holmberg, comisario de policía de Vällingby, mostró una pequeña bolsa de plástico que contenía polvos blancos.
Tal vez heroína, pero nadie se atrevió a decir nada. No querían que sospechara que sabían de esas cosas, menos aún si tenían un hermano o algún colega del hermano metidos en ello. Chutándose caballo. Hasta las chicas se quedaron en silencio mientras el policía movía la bolsa.
—¿Creéis que es levadura?, ¿harina?
Un murmullo reprobador. No fuera a pensar el policía que los de 6o B eran idiotas. Evidentemente era imposible determinar qué había en la bolsa, pero puesto que la clase trataba de las drogas, uno podía sacar sus propias conclusiones. El policía se volvió hacia la maestra:
—¿Qué les enseñáis en la clase de tareas del hogar?
La maestra sonrió encogiéndose de hombros. Todos se echaron a reír; el poli parecía majo. Algunos chicos habían podido hasta coger su pistola antes de que empezara la clase. Sin cargar, claro, pero de todas formas.
A Oskar le brincaba el corazón en el pecho. Sabía la respuesta a esa pregunta. Sufría por no poder decir lo que sabía. Quería que el policía lo mirara. Que lo mirara y que le dijera algo después de que él hubiera dado la respuesta correcta. Era una tontería lo que iba a hacer, lo sabía, y, sin embargo, levantó la mano.
—¿Sí?
—Es heroína, ¿no?
—Lo es —contestó el policía mirando con amabilidad—. ¿Cómo lo has adivinado?
Todas las cabezas se volvieron hacia él, expectantes ante lo que iba a decir.
—Bueno, es que... leo mucho y eso. El policía asintió con la cabeza.
—Eso está bien. Leer —dijo moviendo la bolsita—. Así no queda tanto tiempo para otras cosas. ¿Cuánto creéis vosotros que puede valer esto?
Oskar no tenía ya nada que añadir. Había pasado su minuto de gloria. Incluso le pudo decir al policía que leía mucho. Era más de lo que había esperado.
Luego se perdió en ensoñaciones. Imaginaba cómo el policía, al terminar la clase, se acercaba a él, se sentaba a su lado y le preguntaba cosas. Entonces le iba a contar todo. Y el policía le iba a entender. Le acariciaría el pelo y diría que era un buen chico; le levantaría y, estrechándolo entre sus brazos, diría:
—Jodido chivato.
Jonny Forsberg le clavó el dedo en el costado. El hermano de Jonny iba con drogatas y Jonny sabía un montón de palabras que el resto de los chicos de la clase aprendían rápidamente. Casi seguro que Jonny sabía con exactitud cuánto valía aquella bolsa, pero no era un chivato. No hablaba con la pasma.
Tenían recreo y Oskar se quedó al lado de los percheros, indeciso. Jonny quería meterse con él. ¿Cuál sería la mejor manera de evitarlo? ¿Quedándose en el pasillo o saliendo fuera? Jonny y el resto de los chicos de la clase se lanzaron en tromba al patio.
Claro; el policía iba a permanecer con su coche en el patio de la escuela para que quienes estuvieran interesados se acercaran a mirar. Jonny no se atrevería a meterse con él mientras el policía se quedara allí.
Oskar bajó hasta las puertas del patio y miró a través de los cristales. Justamente, todos los de la clase se arremolinaban alrededor del coche de la policía. A Oskar le habría gustado estar allí también, pero desechó la idea. Alguien intentaría darle un rodillazo; otro, bajarle los calzoncillos hasta la raja del culo, con policía o sin ella.
Pero al menos tendría un respiro durante este recreo. Salió al patio y se escabulló hasta la parte de atrás, hasta los lavabos.
Una vez dentro aguzó el oído, carraspeó un poco. El sonido resonó entre las cabinas. Rápidamente se sacó de los calzoncillos su bola del pis, un trozo de esponja del tamaño de una mandarina que él mismo había cortado de un viejo colchón, con un agujero en el que metía el pito. Lo olió.
Pues sí, mierda, claro que se había orinado un poco. Enjuagó la bola bajo el grifo y la escurrió lo mejor que pudo.
Incontinencia. Se llamaba así. Lo había leído en un folleto que había cogido a hurtadillas en la farmacia. Algo que padecían sobre todo las viejas.
Y yo.
Se podían comprar productos que iban bien para eso, según decía el folleto, pero él no pensaba gastar su propina yendo a la farmacia a pasar vergüenza. Y de ninguna manera pensaba decírselo a mamá; su compasión le ponía enfermo.
Él tenía su bola del pis y funcionaba; siempre y cuando la cosa no fuera a peor.
Pasos fuera, voces. Con la bola apretada en la mano se metió en una de las cabinas y cerró la puerta al tiempo que se abría la de fuera. Se subió sin hacer ruido a la tapa del retrete acurrucándose de manera que no se le vieran los pies si alguien miraba por debajo. Intentó contener la respiración.
—¿Ceeeerdo?
Jonny, claro.
—Cerdo, ¿estás aquí?
Y Micke. Los dos peores. No, Tomas era más cabrón, pero no solía acompañarles cuando la cosa iba de dar golpes y arañazos. Demasiado listo para eso. Ahora le estaría haciendo la pelota al policía. Pero si descubrieran su bola del pis sería Tomas el que de verdad utilizaría eso para herirlo y humillarle durante mucho tiempo. Jonny y Micke le atizarían algún golpe y tan contentos. Así que de alguna manera había tenido suerte...
—¿Cerdo? Sabemos que estás aquí.
Tocaron su puerta, llamaron y golpearon. Oskar juntó los brazos alrededor de las rodillas y apretó los dientes para no gritar.
—¡Iros de aquí! ¡Dejadme en paz! ¡¿Es que no podéis dejarme en paz?!
Entonces, Jonny dijo con voz melosa:
—Cerdito, si no sales ahora tendremos que esperarte después de la escuela. ¿Es eso lo que quieres?
Permanecieron un momento en silencio. Oskar contuvo la respiración.
Se liaron a patadas y golpes con la puerta. Atronaba en la cabina y el cerrojo se doblaba hacia dentro. Debería abrir, salir antes de que se enfadaran más, pero no podía.
—¿Ceeerdo?
Había levantado la mano, demostrado que era alguien, que sabía algo. Aquello estaba prohibido. Para él. Se inventaban un montón de razones para humillarle: que estaba demasiado gordo, que era demasiado feo, demasiado asqueroso. Pero el verdadero problema era que él no existía para nada, y todo lo que les recordara su existencia era un crimen.
Probablemente no harían más que «bautizarle», meterle la cabeza en el retrete y tirar de la cadena. Con independencia de lo que se les ocurriera sentía siempre un gran alivio cuando ya había pasado. Entonces, ¿por qué no podía quitar el pestillo, que de todos modos iba a saltar en cualquier momento, y dejarles que se divirtieran?
Con la vista puesta en el pestillo vio cómo éste se iba doblando hasta que saltó de la armella, la puerta que se abrió de golpe contra la pared de la cabina, la sonrisa de triunfo en la cara de Micke Siskovs, lo sabía.
Porque el juego no era así.
Ni él había corrido el pestillo ni los otros habían saltado la pared de su cabina en tres segundos, porque ésas no eran las reglas del juego.
La euforia de los cazadores era de los otros; el terror de la víctima, suyo. Cuando le cogieran se acabaría la diversión, y la paliza propiamente dicha sería una obligación impuesta. Si se rendía demasiado pronto corría el riesgo de que pusieran toda su energía en el castigo en lugar de ponerla en la persecución. Lo que sería peor.
Jonny Forsberg asomó la cabeza.
—Levanta la tapa si vas a cagar... Vamos, chilla como un cerdo.
Oskar chilló como un cerdo. Estaba previsto. A veces, si lo hacía le perdonaban el castigo. Se esforzó al máximo temiendo que, si no, durante el castigo le obligaran a levantar las manos y descubrir su asqueroso secreto.
Arrugó la nariz como si fuera el hocico de un cerdo gruñendo y chillando, gruñendo y chillando. Jonny y Micke se reían.
—Joder, Cerdo. Venga, más.
Oskar siguió. Apretó los ojos y siguió. Cerró los puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en las palmas de las manos y siguió. Gruño y chilló hasta que notó un sabor raro en la boca. Entonces paró. Abrió los ojos.
Se habían ido.
Se quedó allí, acurrucado encima de la tapa del retrete, mirando al suelo. Había una mancha roja en el azulejo que estaba debajo de él. Mientras miraba, cayó al suelo otra gota de sangre de su nariz. Cogió un trozo de papel higiénico y se tapó las fosas nasales.
Le pasaba a veces, cuando tenía miedo. Empezaba a sangrar por la nariz, sin más. Esto le había ayudado en algunas ocasiones justo cuando iban a pegarle; entonces lo dejaban, puesto que ya estaba sangrando.
Oskar Eriksson permanecía acurrucado con un trozo de papel en una mano y su bola del pis en la otra. Sangraba, se orinaba y hablaba demasiado. Tenía escapes en todos los agujeros. Pronto empezaría a cagarse también. El Cerdo.
Se levantó y salió de los lavabos. Dejó la mancha de sangre en el suelo. Para que alguien la viera y sospechara. Para que creyera que alguien había sido asesinado allí, puesto que alguien había sido asesinado allí. Por centésima vez.

Håkan Bengtsson, un hombre de cuarenta y cinco años con incipiente barriga, incipiente calva y dirección desconocida para la autoridad, iba en el metro mirando por la ventana, estudiando la que iba a ser su nueva casa.
La verdad es que esto era algo feo. Norrköping era más bonito. De todas formas, estas poblaciones del oeste no se parecían en nada a los suburbios de Estocolmo que él había visto por la televisión; Kista y Rinkeby y Hallonbergen. Esto era diferente.
—PRÓXIMA ESTACIÓN, RÅCKSTA.
Algo más acabado y más acogedor. Aunque ahí se veía un auténtico rascacielos. Alzó la vista para poder ver el último piso de la torre de oficinas de Vattenfall. No recordaba un edificio semejante en Norrköping. Aunque claro, nunca había estado en el centro.
Se tenía que bajar en la próxima estación, ¿no? Miró el mapa de la red del metro pegado encima de las puertas. Sí, la próxima.

Fuente: Editorial Espasa. Año: NN.

viernes, 8 de enero de 2016

Jorge Luis Borges. (De: "Fervor de Buenos Aires". Año: 1923). Amanecer.


LITEROMANÍA. (De: "Fervor de Buenos Aires". Año: 1923).
Poema: Amanecer.
(En la gráfica: Octavio Paz, Jorge Luis Borges y María Kodama).
Nota:
Hace diez años, Ezequiel de Olaso, escribía para La Nación de Buenos Aires: "La obra de Borges nació abrazada a la filosofía. Ya en su primer libro de versos aparece la joven flor platónica (Borges no sentía que la eternidad fuera atemporal sino más bien un adjetivo de la juventud) Sabemos de sobra que los escritos de Borges rondan e interrogan temas tradicionales de la filosofía: el tiempo, la identidad personal, las relaciones del lenguaje con el mundo. También nos consta que Borges no quería ser filósofo. Entonces, ¿qué hacer? Los profesores de literatura se han mostrado remisos a penetrar en un territorio desconocido. Los profesores de filosofía presintieron que podían exponerse a una sensacional tomadura de pelo [...] Y sin embargo las relaciones de la obra de Borges con la filosofía son un tema legítimo y cautivante que ha comenzado a ejercitar inteligencias sensibles y disciplinadas."

Fuente:
http://www.henciclopedia.org.uy/autores/Ciancio/Borges.htm

***
AMANECER.
En la honda noche universal
que apenas contradicen los faroles
una racha perdida
ha ofendido las calles taciturnas
como presentimiento tembloroso
del amanecer horrible que ronda
los arrabales desmantelados del mundo.
Curioso de la sombra
y acobardado por la amenaza del alba
reviví la tremenda conjetura
de Schopenhauer y de Berkeley
que declara que el mundo
es una actividad de la mente,
un sueño de las almas,
sin base ni propósito ni volumen.
Y ya que las ideas
no son eternas como el mármol
sino inmortales como un bosque o un río,
la doctrina anterior
asumió otra forma en el alba
y la superstición de esa hora
cuando la luz como una enredadera
va a implicar las paredes de la sombra,
doblegó mi razón
y trazó el capricho siguiente:
Si están ajenas de sustancia las cosas
y si esta numerosa Buenos Aires
no es más que un sueño
que erigen en compartida magia las almas,
hay un instante
en que peligra desaforadamente su ser
y es el instante estremecido del alba,
cuando son pocos los que sueñan el mundo
y sólo algunos trasnochadores conservan,
cenicienta y apenas bosquejada,
la imagen de las calles
que definirán después con los otros.
¡Hora en que el sueño pertinaz de la vida
corre peligro de quebranto,
hora en que le sería fácil a Dios
matar del todo Su obra!

Pero de nuevo el mundo se ha salvado.
La luz discurre inventando sucios colores
y con algún remordimiento
de mi complicidad en el resurgimiento del día
solicito mi casa,
atónita y glacial en la luz blanca,
mientras un pájaro detiene el silencio
y la noche gastada
se ha quedado en los ojos de los ciegos.
***

jueves, 7 de enero de 2016

Jorge Luis Borges. "Evaristo Carriego". Ensayos. Año: 1930.


LITEROMANÍA: lo fantástico y lo oculto en la obra de Jorge Luis Borges.

Prólogo
A: “Evaristo Carriego”. Ensayos. 1930.

Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos
Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo
cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas,
y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses. Palermo del
cuchillo y de la guitarra andaba (me aseguran) por las esquinas,
pero quienes poblaron mis mañanas y dieron agradable horror
a mis noches fueron el bucanero ciego de Stevenson, agonizando
bajo las patas de los caballos, y el traidor que abandonó a su
amigo en la luna, y el viajero del tiempo, que trajo del porvenir
una flor marchita, y el genio encarcelado durante siglos en el
cántaro salomónico, y el profeta velado del Jorasán, que detrás de
las piedras y de la seda ocultaba la lepra.
¿Qué había, mientras tanto, del otro lado de la verja con
lanzas? ¿Qué destinos vernáculos y violentos fueron cumpliéndose
a unos pasos de mí, en el turbio almacén o en el azaroso baldío'?
¿Cómo fue aquel Palermo o cómo hubiera sido hermoso que fuera?
A esas preguntas quiso contestar este libro, menos documental
que imaginativo.
J.L.B.

miércoles, 6 de enero de 2016

Literomanía. Borges. "Fervor de Buenos Aires". Prólogo.


LITEROMANÍA: lo fantástico y lo oculto en la obra de Jorge Luis Borges. Todo lo que me ha llamado la atención y que transcribí en mi cuaderno de notas ahora lo comparto con ustedes.
J. Méndez-Limbrick.
(En la gráfica: Victoria Ocampo y Borges).
Borges  y el prólogo de “Fervor de Buenos Aires”
Prólogo

No he reescrito el libro. He mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades y, en el decurso de esta labor a veces grata y otras veces incómoda, he sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente -¿qué significa esencialmente?- el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo que prometía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique Díez-Canedo y Alfonso Reyes. Como los de 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de una íntima pobreza, trataban como ahora, de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiados fines: remedar ciertas fealdades (que me gustaban) de Miguel de Unamuno, ser un escritor español del siglo diecisiete, ser Macedonio Fernández, descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto, cantar un Buenos Aires de casas bajas y, hacia el poniente o hacia el Sur, de quintas con verjas. En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad.
J. L. B.
Buenos Aires, 18 de agosto de 1969.

martes, 5 de enero de 2016

Literomanía: Jorge Luis Borges. "Fervor de Buenos Aires".


LITEROMANÍA: lo fantástico y lo oculto en la obra de Jorge Luis Borges. Todo lo que me ha llamado la atención y que  transcribí en mi cuaderno de notas ahora lo comparto con  ustedes.
J. Méndez-Limbrick.


FERVOR DE BUENOS AIRES página 33.

REMORDIMIENTO POR CUALQUIER
MUERTE.

Libre de la memoria y de la esperanza,
ilimitado, abstracto, casi futuro,
el muerto no es un muerto: es la muerte.
Como el Dios de los místicos,
de Quien deben negarse todos los predicados,
el muerto ubicuamente ajeno
no es sino la perdición y ausencia del mundo.
Todo se lo robamos,
no le dejamos ni un color ni una sílaba:
aquí está el patio que ya no comparten sus ojos,
allí la acera donde acechó su esperanza.
Hasta lo que pensamos podría estárlo> pensando él también;
nos hemos repartido como ladrones
el caudal de las noches y de los días.
JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS

Adolfo Bioy Casares. Historia prodigiosa. Premio Internacional Alfonso Reyes. Año: 1990.




Nota preliminar
Todas las piezas incluidas en el presente volumen corresponden al género fantástico, salvo la última —en mi opinión, la mejor—, que es una alegoría. Cabe la advertencia, porque el Homenaje a Francisco Almeyra acaso parezca trunco a lectores que esperen materia sobrenatural. En Pardo, en marzo abril de 1952, en un momento de extrema desolación, pensé que para quienes mueren durante una tiranía el tirano es eterno y entreví mi relato de unitarios y federales. Dos veces, en el año 1954, lo publiqué: en la revista Sur y, por separado, en un librito de la editorial Destiempo.
Historia prodigiosa apareció en México, en 1956, con pie de imprenta de Obregón; pocos ejemplares llegaron a Buenos Aires. En esta edición, como en la argentina de 1961, agrego a la serie original un nuevo cuento, Los dos lados.
A. B. C.

Fuente:
Título original: Historia prodigiosa
Adolfo Bioy Casares, 1956
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

lunes, 4 de enero de 2016

Ed MacBain. Novela policíaca: "Cuando Sadie murió".


Evan Hunter (15 de octubre de 1926 - 6 de julio de 2005) fue un escritor y guionista estadounidense. Nacido bajo el nombre de Salvatore Albert Lombino, adoptó legalmente el nombre de Evan Hunter en 1952. Durante su trayectoria como escritor fue mejor conocido como Ed McBain, pseudónimo que utilizó en la mayoría de sus novelas de ficción criminal, a partir de 1956.

Seudónimos que utilizó:
- Ed McBain - S. A. Lombino - Hunt Collins - Curt Cannon - Richard Marsten - Ezra Hannon - John Abbott.

Escribió en el período 1951-2005 los géneros de Ficción criminal, misterio y ciencia-ficción.

Novela policíaca recomendada: “Cuando Sadie murió”.

Título original:
SADIE WHEN SHE DIED

Traducción: Antonio Samons

1.a edición: enero, 1983
La presente edición es propiedad de Editorial Bruguera, S. A.
Camps y Fabrés, 5. Barcelona (España)
Traducción: © 1983 by Editorial Bruguera, S. A.
Ilustraciones interiores: Caries Freixas
Diseño de colección: Neslé Soulé

Printed in Spain
ISBN 84—02—09204—7 / Depósito legal: B. 39.112 — 1982
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.
Carret. Nacional 152, km 21,650. Parets del Vallès (Barcelona) — 1982


Para Charlotte y Dick Condon
La ciudad que se presenta en estas páginas es imaginaria. Personajes y lugares son, en su totalidad, inventados. Sólo los métodos de investigación policíaca responden a la realidad ma-terial de las cosas.


 1

El inspector Carella no estaba seguro de haber entendido bien a su interlocutor. Las palabras de aquel hombre no eran las propias de un marido desconsolado cuya esposa yace en el suelo de su dormitorio, con el paquete intestinal fuera del vientre y en un charco de sangre. El individuo en cuestión, que perma-necía cerca del teléfono de la mesilla de no-che, en pie, con el sombrero flexible, los guantes, la bufanda y el abrigo todavía pues-tos, era un hombre de elevada estatura, cuyo rostro, demasiado largo, presentaba la estra-tégica divisoria de un bien cuidado bigote gris en armonía con las canas que le blanqueaban las sienes. Los ojos claros, azules, mostraban una manifiesta ausencia de dolor o aflicción. Y, como para asegurarse de que Carella le había entendido correctamente, repitió parte de sus anteriores palabras, esta vez todavía con más énfasis.
—Celebro infinito que haya muerto —de-claró.
—Señor —repuso Carella—, sin duda no necesito recordarle...
—Dice usted bien —le atajó el otro—: no necesita recordármelo. Se da la circunstancia de que soy abogado criminalista. Conozco mis derechos y soy plenamente consciente de que cualquier cosa que diga ahora, por pro-pia iniciativa, puede ser utilizada en mi con-tra más adelante. Y le repito que mi mujer era una golfa indeseable y que me alegra que la hayan matado.
Con un gesto de asentimiento, Carella abrió su libreta de notas y, tras echarle una ojeada, preguntó:
—¿Es usted la persona que avisó a la policía?
—En efecto.
—Luego, usted es Gerald Fletcher.
—El mismo.
—¿Cómo se llamaba su esposa, míster Fletcher?
—Sarah. Sarah Fletcher.
—¿Quiere contarme lo sucedido?
—Llegué a casa hace un cuarto de hora. Llamé a mi mujer desde la puerta de entra-da, y no recibí respuesta. Entré aquí, en la alcoba, y la encontré tendida en el suelo, muerta. Llamé inmediatamente a la policía.
—¿Presentaba la habitación este estado cuando entró usted?
—Sí.
—¿Ha tocado algo?
—Nada. No me he movido de este punto desde que hice la llamada.
—¿Había alguien aquí cuando apareció usted?
—Nadie en absoluto. Excluida mi esposa, claro está.
—¿Y dice usted que llegó a casa hace unos quince minutos?
—Más o menos. Puede usted verificarlo con el ascensorista que me subió.
Carella consultó su reloj.
—Eso significa que serían alrededor de las diez y media.
—Sí.
—Y usted llamó a la policía a las... —Ca-rella estudió la libreta—. A las diez treinta y cuatro. ¿Es así?
—No miré el reloj, aunque supongo que sería esa hora.
—Bien, la llamada se registró a las...
—He dicho que seguramente sería esa hora.
—¿Es suya la maleta que hay en el pasillo de la entrada?
—Sí.
—¿Volvía de viaje?
—He pasado tres días en California.
—¿En qué lugar?
—En Los Angeles.
—¿Con qué motivo?
—Un socio mío necesitaba asesoramiento para preparar una defensa.
—¿A qué hora llegó el avión?
—A las nueve cuarenta y cinco. Retiré mi equipaje, tomé un taxi y vine a casa.
—Y llegó a eso de las diez y media, ¿no es eso?
—Eso es. Por tercera vez.
—¿Perdón?
—Que es la tercera vez que establece us-ted ese hecho. Por si le queda alguna duda, repetiré que llegué aquí a las diez y media, encontré muerta a mi esposa y llamé a la po-licía a las diez y treinta y cuatro.
—Sí, señor. He anotado todo eso.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Flet-cher inesperadamente.
—Carella. Inspector Steve Carella.
—Lo tendré presente.
—Así lo espero.
Mientras Fletcher se disponía a tener pre-sente el nombre de Carella; mientras el fotó-grafo de la policía ejecutaba su pequeña y macabra danza alrededor del cadáver, hacien-do destellar luces de magnesio, plasmando la muerte en película Polaroid para su inmedia-ta verificación: disparo del resorte, espera de quince segundos, un «biip», un tirón, un examen de la instantánea, a ver si la señora ha salido bien, o todo lo bien que pueda sa-lir una mujer que tiene rajado el vientre y esparcidos los intestinos sobre una alfombra; mientras dos polizontes de la Brigada de Ho-micidios, Monoghan y Monroe, soltaban pes-tes por haber sido sacados de casa en una fría noche de diciembre, a dos semanas de las Navidades; mientras el inspector Bert Kling entrevistaba en la planta baja al ascen-sorista y al portero, en un intento de estable-cer la hora exacta en que míster Gerald Flet-cher había llegado en un taxi frente a aquel edificio de apartamentos del Silvermine Oval, subido en el ascensor y descubierto a Sarah, la que fuera su bella esposa, desparramada como una ameba en la alfombra del dormi-torio y muerta de una fea muerte; mientras sucedía todo eso, un técnico de laboratorio llamado Marshall Davies se afanaba en la co-cina de la casa, en espera de que apareciese el médico forense, certificara la defunción de la mujer y diagnosticara sus posibles causas (como si se precisase un genio para determi-nar que la habían abierto en canal con una navaja), momento en el cual Davies pasaría al dormitorio y, con extremo cuidado, tratan-do de salvar alguna de las valiosas huellas impresas en la empuñadura, retiraría con exquisito cuidado el arma homicida, que so-bresalía del vientre de la difunta, entre la san-gre y los detritos intestinales.
Davies, que aunque joven era un técnico concienzudo, se dio cuenta de que la ventana de la cocina estaba abierta de par en par, cosa no muy normal en una cruda noche de diciembre en que la temperatura había baja-do hasta los 12° Fahrenheit, por no decir na-da de los centígrados . Al inclinarse sobre el fregadero, Davies observó, además, que la ventana miraba a la escalera de incendios existente en la parte trasera del edificio. Y aunque a él sólo le pagaban por investigar los aspectos externos de cualquier acto crimi-nal —como, por ejemplo, si una víctima te-nía partículas de cristal alojadas en el globo del ojo, o fragmentos de plomo en el pecho, o, como en el caso de la mujer que ahora les ocupaba, un cuchillo clavado en el vientre—, no pudo menos de ponderar la posibilidad de que alguien, un intruso, hubiera saltado de la escalera de incendios al interior de la cocina y luego penetrado en la alcoba, liqui-dando allí a su ocupante. El hecho de que en el borde del fregadero hubiese la marca de una pisada, grande y sucia de barro, y una segunda huella en el suelo, no lejos del fre-gadero, y varias más en el encerado suelo de la cocina, sucesivamente menos intensas e inexorablemente orientadas hacia el salón, hi-zo pensar a Davies que estaba en presencia de algo muy gordo. ¿No era muy posible que un intruso hubiera saltado en realidad hasta el alféizar, y de allí al fregadero, y luego atra-vesado la cocina empuñando la navaja con la que momentos más tarde rasgaría con sa-ña, de izquierda a derecha y con tanta facili-dad como si se tratase de desprecintar un pa-quete de cigarrillos, el vientre de su víctima?
Davies refrenó sus especulaciones y proce-dió a fotografiar las pisadas visibles en el fre-gadero y en el suelo. A continuación, y pues-to que el médico forense seguía mariposean-do en torno al cadáver («Muerte por herida incisa —pensó Davies con irritación al imagi-nar el dictamen—. Qué demonios: ¡destripa-miento!») y parecía poco dispuesto a pronun-ciarse definitivamente sin antes haber consul-tado con su superior, o con su madre («Mi-ra, tenemos aquí un caso difícil: una mujer abierta en canal... ¿Qué crees tú que pueda haberle ocasionado la muerte?»), Davies sal-tó a la escalera de incendios, espolvoreó el saliente inferior de la ventana, que el intruso forzosamente tenía que haber asido para abrirla, y a continuación, por lo que pudiera ser, aplicó polvos también a los travesaños de la escalera de hierro que daba acceso a la de incendios.
El inspector Bert Kling se encontraba fatal.
Su estado, no dejaba de repetirse, no te-nía nada que ver con el hecho de que Cindy Forrest hubiese roto su compromiso hacía en ese momento tres semanas. En primer lugar, el suyo no había sido nunca un auténtico compromiso, y por tanto no era cuestión de ir por ahí lamentando la pérdida de algo que en realidad jamás había existido. Por otra parte, Cindy lo había dejado bien claro: por más que hubiesen pasado juntos ratos bue-nos, y por más que ella estuviese segura de recordar siempre con cariño y agrado los días y los meses (sí, incluso los años) que habían consumido creyéndose enamorados, lo cierto era que ella acababa de conocer a un joven muy atractivo, médico psiquiatra del Buena— vista Hospital, donde ella realizaba sus prác-ticas de interna, y, en vista de que compar-tían intereses similares y de que el joven en cuestión estaba más que dispuesto a casarse, mientras que Kling daba la impresión de ha-berlo hecho ya, pero con su arma reglamen-taria, una pistola del calibre 38, con un escri-torio lleno de arañazos y con una celda de detención preventiva, Cindy consideraba más prudente concluir de inmediato sus relaciones que prolongarlas bajo la amenaza del trauma que supondría una separación lenta y do-lorosa.
De eso hacía tres semanas; desde entonces no había visto ni llamado a Cindy, y el dolor de la ruptura era sólo comparable al que le producía la sinovitis del hombro, pese al bra-zalete de cobre que llevaba en la muñeca. El brazalete, que procedía nada menos que de Meyer Meyer, al que nadie, ni en sueños, hu-biera creído dominado por influencias supers-ticiosas, debía empezar a surtir sus efectos al cabo de diez días («Bueno, quizá dentro de dos semanas», había aducido Meyer defensi-vamente), pero en los siete días que venía lle-vándolo, Kling no había notado alivio algu-no, y sí, en cambio, la aparición de una man-cha verde en torno a la muñeca, justo por debajo del aro de metal. La esperanza es una emoción que no ha cesado de fluir desde la noche de los tiempos. En su memoria genética, Kling entreveía la imagen de una criatura simiesca que, junto a una fogata y frotándo-se los dientes, pedía a gruñidos una cuantio-sa caza para la próxima salida del sol. En esa misma memoria genética, aunque en un instante menos remoto, veía a Cindy Forrest desnuda en sus brazos y, junto con esa estam-pa, alentaba la proporcionada fantasía de una llamada en la que ella sé confesaría víc-tima de un error fatal y dispuesta a plantar de inmediato a su amigo, el psiquiatra. Aun-que no era, ni de lejos, el tipo de hombre que apoya los movimientos feministas, Kling le reconocía plenamente el derecho de tomar la iniciativa en lo referente al restablecimien-to de sus relaciones: ¿no era ella, a fin de cuentas, quien había dado el primer y termi-nante paso encaminado a zanjarlas?
A todo eso, la sinovitis seguía haciéndole pasar las de Caín, y él tenía que habérselas con un ascensorista que, lejos de ser un bri-llante joven en ascenso (hizo una mueca, pues detestaba los chistes malos, incluso los su-yos), le resultó un perfecto zoquete que, por no recordar, ni siquiera recordaba bien su propio nombre. Kling repasó por enésima vez el ya repetido interrogatorio.
—¿Conoce usted de vista a míster Fletcher?
—Desde luego —contestó el ascensorista.
—¿Cómo es?
—Bueno, verá, a mí me llama Max.
—De acuerdo, Max, pero...
—«Hola, Max», me dice. «¿Qué tal va eso, Max?». Y yo le contesto: «Hola, míster Fletcher. Bonito día, ¿verdad?»
—¿Podría describirme a míster Fletcher?
—Es simpático y bien plantado.
—¿De qué color tiene los ojos?
—¿Azules? ¿Castaños? Algo así...
—¿Cómo es de alto?
—Bastante alto.
—¿Más que usted?
—Desde luego.
—¿Más que yo?
—No, eso no... Como usted. Míster Flet-cher debe ser de su estatura, poco más o menos
—¿De qué color tiene el pelo?
—Blanco.
—¿Blanco? ¿Quiere decir gris?
—Blanco, gris, una cosa así.
—¿Cuál de los dos, Max? ¿No lo re-cuerda?
—Bueno, uno de los dos. Pregúntele a Phil. El lo sabe. En lo que se refiere a horas y cosas así, vale mucho.
Phil era el portero. En lo referente a ho-ras y cosas así, valía mucho. Era, además, un viejo charlatán y solitario que daba por muy buena la oportunidad de intervenir en una película de guardias y ladrones. Kling no conseguía meterle en la cabeza la idea de que la investigación que les ocupaba era auténti-ca: había arriba una mujer de cuerpo presen-te, alguien había puesto fin a su vida, y era el deseo de la policía llevar rápidamente ante los tribunales a esa persona.
—Oh, claro, claro —respondió Phil—. Y es que hay que ver cómo se está poniendo esta ciudad, ¿verdad? Ni siquiera cuando ni-ño he visto yo aquí cosas tan terribles. Yo nací en la parte sur, sabe usted, en un barrio donde si llevaba uno zapatos le llamaban ma-riquita. Nos pasábamos todo el tiempo pe-leando contra los italianos, sabe usted. Solía-mos arrojarles cosas desde los terrados. La-drillos, huevos, chatarra y, una vez, una tos-tadora; sí, se lo juro por Dios, una vez les tiramos desde la azotea la vieja tostadora de mi madre, y, ¡pum!, le dio a un italiano en toda la cabeza, que es un mal sitio donde darle a un italiano, claro, porque en ella na-da les hace nada. Pero lo que iba yo a decir-le es que nunca estuvieron aquí las cosas co-mo están ahora. ¿Qué nos pasábamos la vi-da cascándoles las liendres a los italianos y ellos a nosotros viceversa? De acuerdo, pero aquello era divertido, no sé si me entiende usted; vaya si era divertido. Hoy en día, en cambio, ¿qué pasa? Hoy en día se mete uno en un ascensor; le sale allí un loco drogado, le planta una pistola en las narices y le dice que o le da usted todo lo que lleva encima o le vuela la cabeza. Eso mismo le pasó al doc-tor Huskins, ¿o acaso cree usted que bro-meo? Vuelve a casa a las tres de la madruga-da y se mete en el ascensor. Max, que se ha ido a hacer un pis, lo ha puesto en servicio automático. Pero resulta que en el ascensor hay un fulano que sabe Dios cómo ha entra-do en el edificio, probablemente por la azo-tea, pues saltan por las azoteas como cabras montesas esos drogados, y va el tío y le plan-ta la pistola al doctor Huskins en las mismas narices, aquí, aquí mismo, apuntando hacia las fosas nasales, Cristo bendito, y le dice: «Deme todo lo que lleve encima, junto con todas las drogas que tenga en ese maletín.» Total que el doctor Huskins se dice para sí: «Qué coño, ¿me van a matar a mí por cua-renta dólares de mierda y dos frascos de co-caína? Anda, ahí tienes y que te aproveche.» De modo que va y le da al fulano lo que le pide, ¿y sabe usted qué hace el tío a fin de cuentas? Pues va y le atiza al doctor Huskins, que tuvieron que llevárselo al hospital y dar-le siete puntos del culatazo que le había da-do el hijo de su madre en toda la frente. Y lo que yo digo es: ¿dónde se habrá visto una cosa así? Que esta ciudad da asco, vamos, y este barrio más asco todavía. Recuerdo yo este barrio cuando podía volver uno a casa a las tres, a las cuatro, a las cinco y hasta a las seis de la mañana, que a nadie le importaba un pito a qué hora volviera uno, y podía uno venir de esmoquin o con un abrigo de visón, que a todo el mundo le tenía tranquilo lo que llevara uno, sus joyas o sus gemelos de brillantes, y nadie te molestaba para nada. Pero pruebe eso hoy en día. Pruebe a salir a la calle después de oscurecido, y, como no lleve un doberman sujeto con su correa, ya me dirá usted cuánto le dura el paseo. Esos maníacos drogados le huelen a usted a una legua y se le echan encima desde los portales. En este edificio hemos tenido un montón de robos, y todos de maníacos drogados. Se des-lizan por la azotea, ¿sabe? Si no hemos arre-glado cien veces la cerradura de la puerta de esa azotea, no la hemos arreglado ni una, pero, ¿de qué sirve? Todos esos tipos son expertos, y no bien has arreglado tú la cerra-dura, vienen ellos y ¡pam!, te la vuelven a saltar. O se te cuelan por la escalera de in-cendios, ¿quién va a impedírselo? Y cuando quiere uno darse cuenta, ya se te han metido en el apartamento y te lo están desvalijando, que gracias puedes dar si te dejan la denta-dura postiza en el vaso. Juro por Dios que no sé adónde va a parar esta ciudad. Es una vergüenza.
—¿Qué me dice de míster Fletcher? —pre-guntó Kling.
—¿Que qué le digo? Que es una persona decente, un abogado. Y vuelve a casa, ¿y qué se encuentra? Se encuentra a su mujer en el suelo, muerta, probablemente asesinada por uno de esos locos drogados. ¿Es esto forma de vivir? ¿Quién quiere vivir así? ¿Es que ya no podrá uno ni entrar en su dormitorio sin que se le eche alguien encima? A ver dónde se habrá visto algo así.
—¿A qué hora volvió míster Fletcher esta noche?
—A eso de las diez y media —respondió Phil.
—¿Está seguro de que era esa hora?
—Del todo. ¿Sabe por qué lo recuerdo? Lo recuerdo porque en el 12—C vive una tal mistress Horowitz, que o bien no tiene des-pertador, o bien no sabe ponerlo en hora des-de que falleció su marido, hace ahora dos años. De modo que todas las noches llama aquí abajo para preguntarme la hora exacta y para pedirme si el portero de día querría despertarla a tal o cual hora. Claro que estó no es un hotel, pero, qué demonios, si una anciana le pide a uno un pequeño favor así, ¿qué vas a hacer? ¿Decirle que no? Además, es muy espléndida para las Navidades, que tampoco están tan lejos, ¿no? O sea que esta noche va, me llama aquí abajo y me dice: «¿Cuál es la hora exacta, Phil?» Y yo voy, saco el reloj y le digo que las diez y media, y en ese preciso momento llega míster Flet-cher en un taxi. Mistress Horowitz me dice que si quiero pedirle al portero de día que por favor la despierte a las siete y media. Yo le digo que así lo haré, y entonces salgo a la acera, para cargarle la maleta a míster Flet-cher. Y ahí tiene por qué recuerdo la hora que era.
—¿Subió míster Fletcher directamente a su casa?
—Claro —respondió Phil—, ¿Adónde quiere que fuera? ¿A dar un paseo? ¿En este barrio? ¿A las diez y media de la noche? Eso sería como meterse de cabeza en la boca del lobo.
—Bien, pues muchas gracias —dijo Kling.
—No hay de qué —repuso Phil—. En una ocasión ya rodaron por aquí otra película.
En la casa grande no estaban rodando nin-guna película. Estaban reunidos en torno a Gerald Fletcher, en pie, en una especie de triángulo irregular, escuchando sus respuestas con la ceja alzada. Los vértices del triángulo eran el teniente inspector Peter Brynes y los inspectores Meyer y Carella. Fletcher estaba sentado en una silla, con los brazos cruzados ante el pecho. Todavía tenía puesto el flexible, la bufanda, el abrigo y los guantes, como si, esperando que le pidieran salir a la calle de un momento a otro, quisiera estar enteramente preparado para las inclemencias del tiempo.
El interrogatorio se llevaba a efecto en un cuartito sin ventanas cuya puerta de cristal esmerilado ostentaba el pomposo título de SALA DE INTERROGATORIOS. Suntuosa mente amueblada con piezas estilo Adminis-tración circa 1919, la habitación ofrecía a la vista una mesa larga, dos sillas de respaldo recto y un espejo con marco. Este último col-gaba de la pared que daba frente a la mesa, y era (je, je) un espejo transparente, es decir, que si uno se situaba al otro lado, podía ver, sin ser visto a su vez, las más diversas con-ductas delictivas; sabed, sí, que los procedi-mientos de los representantes de la ley son, en cualquier lugar del mundo, ladinos. Pero igualmente ladinos son los de los delincuen-tes, pues no había uno solo en toda la ciudad que no reconociese aquella clase de espejos en cuanto les ponía el ojo encima. A decir verdad, se sabía de no pocos casos de delin-cuentes chuscos que, acercándose al espejo, se habían hundido los pulgares en los aguje-ros de la nariz, para, en un gesto de respeto y afecto, agitar los restantes dedos de ambas manos en las barbas de los polizontes que fisgaban detrás del cristal. De tal forma se cimentaban la admiración y la estima recípro-cas entre los hombres que violaban la ley y los que trataban de defenderla. Tal como se-ñaló Eurípides en cierta ocasión, si bien el crimen no es rentable, no está de más, si uno lo practica, practicarlo con un poco de senti-do del humor.
Los policías que formaban alrededor de Gerald Fletcher lo que hemos decidido llamar triángulo se sentían pasmados, pero no pre-cisamente divertidos, ante la sinceridad de aquel hombre, o, para ser más exactos, ante su brutal franqueza. Una cosa es hablar lisa y llanamente de la muerte de la propia espo-sa, y otra, muy distinta, coquetear con la ca-dena perpetua en una penitenciaría estatal. Y esto último, ni más ni menos, parecía ser el propósito de Gerald Fletcher.
—La odiaba con toda mi alma —dijo.
Meyer levantó las cejas y miró a Byrnes, que alzó las suyas y miró a Carella, el cual, situado ante el espejo transparente, tuvo oca-sión de verse reflejado en él, arqueando a su vez las cejas.
—Míster Fletcher —intervino Byrnes—, sé que conoce usted sus derechos, los mismos que le señalamos al...
—Los conocía mucho antes de que me los señalaran ustedes —le atajó Fletcher.
—Y que ha tenido usted a bien contestar a nuestras preguntas en ausencia de abogado.
—Abogado ya lo soy yo.
—Lo que quiero decir...
— Sé lo que quiere decir. Sí, estoy dispues-to a responder a todas sus preguntas sin ase-soramiento jurídico.
—Aun así, creo mi deber recordarle que una mujer ha sido asesinada...
—Sí —le interrumpió de nuevo Fletcher, sarcástico—: mí querida, mi adorable esposa.
—Lo cual constituye un crimen gravísi-mo...
—El más refinado, a buen seguro, de to-dos los que contempla el Código —apuntó el interrogado.
—Así es —dijo Byrnes, que, además de no poseer facilidad de palabra, sentía agarro-tada la lengua en presencia de Fletcher.
De cabeza en forma de bala, cabellos que viraban del negro corvino al blanco de nieve (pequeña calva apuntando en la coronilla), ojos azules y constitución de macizo jugador de béisbol al estilo de los Minnesota Vikings, Byrnes se enderezó el nudo de la corbata, carraspeó y pidió con una mirada la colabo-ración de sus colegas. Tanto Meyer como Ca-rella se estaban estudiando los cordones de los zapatos.
—En fin, usted verá —dijo Byrnes—. Si se da cuenta de lo que está haciendo, adelan-te. Nosotros le hemos advertido.
—Desde luego que lo han hecho. Repeti-damente —admitió Fletcher—. Y no acierto a imaginar por qué, pues no creo correr nin-gún peligro especial. La zorra de mi mujer ha muerto asesinada por alguien. Pero ese alguien no fui yo.
—Bueno, resulta muy agradable recibir de usted esas seguridades, míster Fletcher. Pero esas seguridades, por sí mismas, no tienen por qué disipar nuestras dudas —dijo Care-lla que, oyendo su propia voz, se preguntó de dónde demonios saldría.
Se dio cuenta de que estaba tratando de impresionar a Fletcher, tratando de librarse de su manifiesta condescendencia a fuerza de ganar su reconocimiento. «Míreme —le pe-día—, escúchenle. No soy un simple zoquete. Soy un hombre sensible e inteligente, capaz de comprender su lenguaje, sus sarcasmos e incluso sus dotes vituperadoras.» Sentado a medias y a medias apoyado en la arañada mesa de madera, de elevada estatura y aspec-to atlético, cabello lacio y castaño, y ojos del mismo color del cabello y curiosamente ras-gados hacia abajo, Carella cruzó los brazos ante el pecho, en inconsciente imitación de Fletcher. Apenas tuvo conciencia de lo que estaba haciendo, los desenlazó presurosamen-te y miró con fijeza a Fletcher, a la espera de su respuesta. Fletcher le sostuvo la mirada.
—¿Y bien? —dijo Carella.
—¿Y bien qué, inspector Carella?
—¿Que qué tiene usted que decirnos?
—¿Acerca de qué?
—¿Quién nos asegura a nosotros que no fue usted quien la acuchilló?
—En primer lugar —repuso Fletcher—, en la cocina había indicios de escalo y en la al-coba los había de huida precipitada, como así lo atestiguan las ventanas de ambas habi-taciones, la primera abierta de par en par y la última con su cristal hecho añicos. Los ca-jones de la vitrina del comedor estaban...
—Es usted muy observador —intervino Meyer inesperadamente—. ¿Advirtió todo eso en los cuatro minutos que le llevó entrar en el piso y llamar a la policía?
—Me corresponde ser observador —res-pondió Fletcher—, pero no contestar a su pregunta. Advertí todo eso después de haber hablado con el inspector Carella, aquí presen-te, y mientras él daba parte por teléfono al teniente inspector. Podría añadir que llevo doce años viviendo en ese apartamento del Silvermine Oval, y que no se requiere una extraordinaria agudeza visual para darse cuenta de que la ventana de un dormitorio ha sido rota o la de una cocina abierta. Tam-poco hace falta ser un sabueso para compren-der que se han llevado la plata, sobre todo si en el suelo de la alcoba, al pie de la ventana destrozada, se ven esparcidos varios cuchi-llos, cazos y cucharones. ¿Han examinado el pasaje que existe bajo esa ventana? Podría ser muy bien que su asesino siguiera tendido allí.
—Su apartamento está en el segundo piso, míster Fletcher —señaló Meyer.
—Por eso he apuntado la posibilidad de que ese hombre siga ahí —replicó Fletcher—. Con una pierna rota o una fractura de cráneo.
—En todos los años que llevo en este tra-bajo —dijo Meyer, y Carella se percató de que también él trataba de impresionar a Flet-cher—, nunca he visto un delincuente que se arrojase a la calle (a Carella le sorprendió que no dijera «se defenestrase») desde un se-gundo piso.
—A este delincuente en particular —obje-tó Fletcher— no le faltaban motivos para co-meter una imprudencia. Acababa de matar a una mujer, probablemente al topar con ella en un piso que creía vacío. Oyendo que al-guien entraba por la puerta principal, com-prendió que no podía salir de la casa por don-de había entrado, pues la cocina quedaba de-masiado cerca del recibidor. Entre dos ries-gos, el de romperse una pierna y el de pasar-se el resto de su vida en una penitenciaría, optó seguramente por el primero. ¿Responde eso a la estampa del resto de los Delincuen-tes Que Ha Conocido Usted?
—He conocido muchísimos delincuentes —repuso Meyer fútilmente— y algunos de ellos son más listos de lo que les convendría.
Se sentía idiota ya antes de haber termina-do ese pequeño parlamento, pero lo cierto era que Fletcher tenía el don de conseguir que la gente se sintiera idiota. Cohibido, Me-yer se pasó la mano por la incipiente calva y rehuyó las miradas de Carella y de Byrnes. Sin saber por qué, le embargaba la sensación de haberles fallado. Era como si, ante una situación que requería una sólida acometida, él hubiese reaccionado con el inocuo embate de un cortaplumas enano.
—¿Qué hay de esa navaja? —preguntó—. ¿La había visto con anterioridad?
—Nunca.
—¿No será suya, por casualidad? —inda-gó Carella.
—No lo es.
—¿Dijo algo su esposa cuando entró us-ted en el cuarto?
—Cuando entré yo en el cuarto, mi espo-sa estaba muerta.
—¿Está seguro de eso?
—Por completo.
—Muy bien, míster Fletcher —dijo Byrnes inopinadamente—. ¿Tendría la bondad de es-perar afuera?
—No faltaría más.
Fletcher se puso en pie y salió. Los tres inspectores guardaron silencio durante un in-tervalo considerable.
—¿Qué pensáis? —dijo Byrnes por fin.
—Yo creo que lo hizo él —respondió Carella.
—¿Qué te hace pensar eso?
—¿Puedo replantear mi respuesta?
—Claro. Replantéala.
—Creo que puede haberlo hecho él.
—¿A pesar de todos esos indicios de escalo?
—Precisamente a causa de ellos.
—Explícate, Steve.
—Es posible que llegara a casa, encontra-se a su mujer apuñalada, pero con una heri-da que no era mortal de necesidad, y... él la liquidase rajándole el vientre con la navaja. El forense dice en su informe que la muerte, sin duda instantánea, se produjo por sección de la aorta abdominal, por shock traumático o por ambas causas. Fletcher dispuso de cua-tro minutos, cuando en realidad no necesita-ba más que cuatro segundos.
—Quizá tengas razón.
—También puede ser que ese fulano me caiga gordo, sencillamente.
—Esperemos a ver qué dice el laboratorio —propuso Byrnes.
Tanto el marco de la ventana de la cocina como el cubertero de la vitrina mostraban huellas digitales claras. Las había, también, en algunas de las piezas de plata diseminadas por el suelo cerca de la ventana rota del dor-mitorio. Y lo que era más importante: aun-que la mayoría de las huellas existentes en la empuñadura de la navaja estaban corridas, algunas eran de muy buena calidad. Y todas eran de estructura similar: procedían de una misma persona.
Gerald Fletcher se dignó permitir a la po-licía que tomase sus huellas digitales, las cua-les fueron comparadas seguidamente con las que Marshall Davies había enviado desde el laboratorio del Cuerpo. Las huellas dactila-res halladas en la ventana, en el cajón, en los cubiertos y en la navaja no coincidían con las de Gerald Fletcher.
Pero maldita la cosa que eso significaba si cuando remató a su mujer llevaba puestos los guantes.

domingo, 3 de enero de 2016

Octavio Paz. Premio Internacional Alfonso Reyes. Año: 1985.


PREMIO INTERNACIONAL ALFONSO REYES. AÑO: 1985.
Octavio Paz (México 1914-1998), Premio Cervantes en 1981 y Premio Nobel en 1990, es una de las figuras capitales de la literatura contemporánea. Su poesía -reunida
precedentemente en Libertad bajo palabra (1958), a la que siguieron Salamandra (Joaquín Mortiz, 1962), Ladera Este (Joaquín Mortiz, 1969), Vuelta (Seix Barral, 1976) y Árbol adentro (Seix Barral, 1987)- se recoge en el volumen Obra poética 1935-1988 (Seix Barral, 1990).

No menor en importancia y extensión es su obra ensayística, que comprende los siguientes títulos:

El laberinto de la soledad (1950), El arco y la lira (1956), Las peras del olmo (1957, Seix Barral, 1971), Cuadrivio (Joaquín Mortiz, 1965), Puertas al campo (1966, Seix Barral, 1972), Corriente alterna (1967), Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (Joaquín Mortiz, 1967), Marcel Duchamp o el castillo de la pureza (1968) y su reedición ampliada Apariencia desnuda (1973), Conjunciones y disyunciones (Joaquín Mortiz, 1969), Postdata (1969), El signo y el garabato
(Joaquín Mortiz, 1973), Los hijos del limo (Seix Barral, 1974 y 1987), El ogro filantrópico (Seix Barral, 1979), In/mediaciones (Seix Barral, 1979), Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (Seix Barral, 1982), Tiempo nublado (Seix Barral, 1983 y 1986), Sombras de obras (Seix Barral, 1983), Hombres en su siglo (Seix Barral, 1984), Pequeña crónica de grandes días (1990), La otra voz (Seix Barral, 1990), Convergencias (Seix Barral, 1991), Al paso (Seix Barral, 1992), La llama doble (Seix Barral, 1993), Itinerario (Seix Barral, 1994) y Vislumbres de la India (Seix Barral, 1995).

En Versiones y diversiones (Joaquín Mortiz, 1973) Paz reunió sus traducciones poéticas. Tradujo también Sendas de Oku, de Matsuo Basho (1957, Seix Barral, 1981). En su fundamental obra El Mono Gramático (Seix Barral, 1974) confluyen el ensayo, la narración y el poema en prosa.

Se reunieron sus conversaciones con diversos interlocutores en el volumen Pasión crítica (Seix Barral, 1985) y sus prosas de juventud en Primeras letras (Seix Barral, 1988). Bajo el título El fuego de cada día (Seix Barral, 1989) el propio autor recogió una extensa y significativa selección de su obra poética. En Memorias y palabras (Seix Barral, 1999), se editaron póstumamente sus cartas (1966-1997) al poeta español Pere Gimferrer.

Motivaciones de la Academia Sueca para el otorgamiento del premio Nobel de literatura: «por una apasionada escritura con amplios horizontes, caracterizada por la inteligencia sensorial y la integridad humanística».
Fuente: Enrico Pugliatti.

sábado, 2 de enero de 2016

Carlos Fuentes. Premio Internacional Alfonso Reyes. Año: 1979.


Su obra incluye novelas, cuentos, teatros y ensayos entre los que destacan `La muerte de Artemio Cruz` (1962), `Cambio de piel` (1967) o la extensa `Terra nostra` (1975).

A lo largo de su vida recibió numerosos premios, entre los que destacan el Premio Biblioteca Breve en 1967, el Premio Cervantes en 1987, el Premio Príncipe de Asturias en 1994, el Premio Picasso, otorgado por la UNESCO, en 1994, la Legión de Honor del Gobierno francés de 2003, el Premio Real Academia Española en 2004, el Premio Internacional Don Quijote de la Mancha en 2008, el González-Ruano de Periodismo en 2009, y el Premio Fundación Gabarrón en 2011.

En la última década, publicó `Todas las familias felices` (2006), `La voluntad y la fortuna` (2008), `Adán en Edén` (2009), `La gran novela latinoamericana` (2011), `Carolina Grau` (2011), `Personas` (2012) y `Federico en su balcón` (2012).

Fue catedrático en las universidades de Harvard y Cambridge (Inglaterra) y poseía una larga lista de doctorados `honoris causa` por universidades como Harvard, Cambridge, Essex, Miami y Chicago, entre otras.

Fuente:
Editorial: EMECÉ,

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