domingo, 5 de mayo de 2024

Selección y prólogo de Sylvia Molloy



 

LA VIAJERA Y SUS SOMBRAS

Crónica de un aprendizaje

Selección y prólogo de Sylvia Molloy

La viajera y sus sombras presenta diversos escritos de Victoria Ocampo sobre los

innumerables viajes que realizó por Europa y Estados Unidos. Tanto las cartas a

sus hermanas y amigos como los textos autobiográficos y testimoniales descubren

los deseos, los gustos y las costumbres de Victoria y exhiben abiertamente sus

opiniones e ideas sobre el mundo. A través de ellos, es posible reconstruir el largo

aprendizaje vital e intelectual de una de las mujeres que animaron la cultura

argentina del siglo XX.

Estos textos reúnen las impresiones que le dejan los encuen-tros con

personalidades del arte, como Maurice Ravel, Jean Coc-teau y Alfred Stieglitz, o de

la política, como Benito Mussolini. También desfilan por sus páginas Virginia Woolf,

Pierre Drieu La Rochelle, Ígor Stravinski, André Malraux, Rabindranath Ta-gore,

Waldo Frank, T. E. Lawrence, Coco Chanel: todos son captados por la mirada de

Victoria. De paseo por Nueva York, descubriendo Harlem o recorriendo el

escenario de la posguerra en Alemania, ella se presenta siempre abierta a lo nuevo

a la vez que perceptiva de los detalles y los matices.

Pocas veces se encuentra un compendio tan decisivo de la vida cultural y política

del siglo XX como en los escritos reunidos en La viajera y sus sombras. En su

prólogo, Sylvia Molloy nos invita a hacer ese recorrido, mientras despliega,

combinando su sagaz mirada crítica con su sensibilidad de narradora, el pro-pósito

del relato de viaje en Victoria Ocampo: “No solo dar a ver lo que se ve cuando se

viaja sino darse a ver en el curso del viaje mismo”.

COLECCIÓN TIERRA FIRME

¿Cómo ven una viajera y un viajero el mundo? ¿Qué itinerarios pueden o eligen

realizar? ¿Cómo cuentan sus experiencias? Esta serie presenta un conjunto de

relatos de viaje escritos por diversas figuras de la escena política y cultural desde

el siglo XIX hasta la actualidad. Entre ellos hay viajes de iniciación, de aventura, de

estudio; hay viajes hechos por encargo, por placer, por turismo, y hay también

exilios o largas residencias en el exterior. Sus protagonistas han narrado su

experiencia a través de crónicas periodísticas, de memorias, de cartas, de libros de

viaje o de ensayos, en los que, además de describir, informar y contar anécdotas,

expresaron afinidades y rechazos. Esa multiplicidad de miradas y registros

provocados por el viaje y el conocimiento de otros lugares, otras lenguas y otros

pueblos no solo estimula el juego de la imaginación, sino que invita a reflexionar

sobre la propia cultura y sus modos de vincularse con lo diferente.

Victoria viajera: crónica de un aprendizaje

Sylvia Molloy

Mucho quisiera que estuvieses aquí. Quisiera que me mostraras las cosas, las

vería mejor contigo. Temo verlas de pasada, o al revés. Porque, entre otros

méritos, tú sabes hacer ver.

ROGER CAILLOIS, Carta a Victoria Ocampo

Todo viaje es, en principio, dislocación, exilio, desplazamiento. Se deja un lugar

conocido, seguro, para entrar en un lugar nuevo, acaso a la larga decepcionante

(se espera demasiado de él), pero, en el momento en que se emprende el viaje,

tentador. Ese lugar otro, que se concibe espacialmente, está también marcado por

un tiempo distinto: otro ritmo afecta al viajero durante el desplazamiento, lo

descoloca, lo desorienta, y esa desorientación persiste aun después de concluido

el viaje. No sólo vuelve distinto el que se ha ido, vuelve a un espacio y a un tiempo

distintos, ya que el viaje nos hace ver el lugar al que volvemos, y que creíamos

permanentemente igual a sí mismo, con otros ojos.

Como todo género que se quiere referencial –es decir que convence al lector de

que lo que lee es la transposición “directa” de una supuesta realidad–, el relato de

viaje trabaja con una quimera, la de simular su inmediatez. El viajero nos “hace

ver”, nos interpela, nos invita a compartir experiencias, solicita nuestra

identificación. Lo que le ha pasado a él puede pasarnos a nosotros, o más bien,

nos está pasando a nosotros: “Póngase V. conmigo a bordo de la Rose, que ya

vamos llegando a Francia”, escribía Sarmiento en su viaje a Europa. El yo

itinerante acude al lector cómplice, el que “viaja” con él y reconoce aquello que

describe, es decir, sabe “ver junto” con él. Esa segunda persona a la que se dirige

el yo viajero es, habitualmente, el que se queda atrás, el que no tiene acceso a la

novedad que percibe el viajero salvo por intermedio de lo que éste le escribe. Esa

segunda persona sedentaria, figura de autoridad en las empresas colonizadoras

(así el soberano en las crónicas de la conquista), pasa a ser, en la modernidad,

persona colectiva: es la comunidad de los que no han viajado y que buscan, en

relatos de viaje publicados a menudo como crónicas periodísticas, lo nuevo, la

noticia, y el placer vicario del “como si”.

Lo antedicho es típico, en general, del relato de viaje y de quien lo escribe. Y como

toda generalidad, tiene sus notables excepciones. Advertí esto al pensar en

Victoria Ocampo, al querer determinar qué caracterizaba sus viajes, al darme

cuenta cómo, a menudo, sus escritos cuestionaban la modalidad habitual del

género. Victoria, podría decirse, viaja de otra manera. Elucidar esa diferencia es el

propósito de las páginas que siguen.

La función pedagógica que cumple el texto de viaje es necesariamente una función

informativa, documental. Al lector/interlocutor se le enseña a conocer el lugar, la

ciudad, a entender el encuentro, el evento narrado. Pero en Ocampo hay poca

descripción del lugar en sí, pocas indicaciones espaciales, poco paisajismo. Sus

relatos de viaje son, en general, curiosamente estáticos: se describe menos el

traslado que el estar allí. Declarándose inepta para tomar notas, escribe: “[U]na

fatalidad parece perseguirme. Jamás he apuntado en ellas nada utilizable o

interesante. En cuanto no me dirijo a alguien (como en las cartas), en cuanto no

tengo mentalmente un interlocutor para contarle lo que veo, siento, observo,

pienso, las palabras se me marchitan”. De ahí que el relato de viaje se dé tan a

menudo en Victoria Ocampo como carta, ya sea explícita o implícitamente. De ahí

también que su pedagogía, si cabe el término, sea otra que la de muchos viajeros.

No se propone compartir una mirada turística. Si bien se da a ver, procura, sobre

todo, dar a pensar.

Victoria Ocampo lleva el viaje en la sangre. Desde los viajes políticos de sus

antepasados hombres de Estado –como el bisabuelo Aguirre que viaja a Estados

Unidos a pedir el reconocimiento de la nación independiente– a los viajes ilustrados

o mundanos de los miembros de su clase, el viaje es parte de su herencia, una

herencia de la que se hace cargo con creces, revitalizándola. La vida de Victoria

Ocampo es una vida pautada por el desplazamiento entre lugares que pronto

resultan familiares. Así los desplazamientos entre múltiples viviendas, múltiples

hogares, la casona de la calle Viamonte, Villa Ocampo en San Isidro, la casa de

Palermo Chico, la de Mar del Plata y, casi sin solución de continuidad, el Hotel

Majestic de París, o el Meurice, o el apartamento de la rue Raynouard, o de la

avenida Malakoff, o el Hotel de La Trémoille, o el Sherry Netherlands o el Waldorf

Astoria en Nueva York; y, concomitantemente, los desplazamientos entre múltiples

lenguas, literaturas, entre culturas. “La lectura es el viaje de los que no pueden

tomar el tren”, observa Francis de Croisset. En el caso de Victoria, podría decirse

que la lectura es tomar el tren. Se pasa de un lugar a otro como se pasa de una

lengua a otra, sin aparente esfuerzo: se está (o se cree estar) siempre at home,

chez soi, en casa, y –sin que esto signifique contradicción– siempre a punto de

partir: “el mundo entero es mi dominio y me siento en casa tanto en New York como

en Londres. Necesito toda la tierra”, escribe Ocampo en una carta inédita citada

por Beatriz Sarlo. Si la ilusión del viajero baudelaireano era viajar “al fondo de lo

desconocido para encontrar lo nuevo”, los viajes de Ocampo son menos viajes de

descubrimiento que de comprobación: esto que veo es (o no es) como me lo

contaron, o como lo había imaginado a partir de mis lecturas. A pesar de no haber

estado aquí nunca, conozco (o creo conocer) el lugar. Más que de relatos de viaje

podría hablarse, dando un giro positivo al término que ella misma usa jocosamente,

de “testimonios de desparramo”.

Primeros viajes: Europa como lugar propio

El primer viaje que registra Ocampo en sus escritos, el primero de muchos, es el

viaje de la familia a Europa en 1896, cuyos recuerdos anota, sabiamente

descosidos, en El archipiélago. Podría objetarse que, en este caso, no es del todo

exacto hablar de viaje, como acaso tampoco lo sería para referirse al siguiente, de

1908 a 1910. En ambas ocasiones la familia se desplaza a Europa, sí, pero menos

con la intención de viajar que con la de quedarse por largo tiempo, uno o dos años.

El viaje es más un paulatino traslado, un lento pasar de una existencia a otra, un

acostumbrarse a un aquí sin desacostumbrarse del todo del allá.

Al hablar de ese primer viaje recalca Ocampo, en términos infantiles, esa voluntad

de continuidad: “Vamos a irnos. Yo no quiero despedirme”. Despedirse es

reconocer una separación, aceptar la naturaleza traumática del inicio de todo viaje,

y a Victoria no le gusta despedirse, marcar cortes. Lo mismo ocurre cuando

regresa de ese viaje: en lugar de saludar a las tías queridas de quien, un año

antes, no se había querido despedir, finge el hábito: “Me preguntan si estoy

contenta de estar de vuelta. Contesto: ‘¿Puedo tomar agua con panal?’ No se me

han olvidado los panales blancos, con gusto a limón y azúcar”. El traslado se ha

efectuado con toda naturalidad y no hay extrañeza, se vuelve a la costumbre, tanto

más entrañable cuanto trivial. O por lo menos así lo recuerda muchos años más

tarde la adulta, quien presenta este primer viaje infantil como una fiesta perpetua.

Cuando su madrina le pregunta qué quiere llevarse como recuerdo de París,

contesta, con la naturalidad de una chica de 10 años, que quiere un anillo con un

rubí de Cartier o, en su defecto, una fotografía de la Place de la Concorde. And yet,

and yet… pese a que quiere recordar ese temprano traslado como un continuum,

un detalle revela que sí hubo desencanto, por lo menos desajuste: la calle Florida,

que recordaba ancha, es, en realidad, estrecha. El incidente permanece

suficientemente grabado en la memoria de Ocampo para que vuelva a él, muchos

años después, en una charla recogida en un testimonio tardío: “‘¿Esta es la calle

Florida? Pero no era tan angosta antes’. Me contestaron que así de angosta había

sido siempre. Por lo visto, mi cariño la había transformado en algo que podía

competir con los Champs Elysées”.

El segundo viaje a Europa de Ocampo es referido en las “Cartas a Delfina”,

dirigidas a Delfina Bunge, y el tenor es muy distinto. Explican en parte esa

diferencia el momento de composición del texto y el cambio de destinatario. Si el

viaje de 1896 consistía en recuerdos rescatados por una adulta, más de medio

siglo más tarde, para un público amplio que lee su autobiografía, el viaje de 1908-

1910 se registra en cartas a una interlocutora privilegiada, Delfina Bunge, la amiga

querida que se ha quedado atrás en Buenos Aires y que también es la admirada

“chica mayor” (y escritora en ciernes) a la que se quiere impresionar. La escritura

es, como la de toda carta que narra un viaje, casi simultánea a la experiencia. El

género epistolar plasma esa inmediatez, permite expresar una sentimentalidad –

cariño, añoranza, tristeza– que no siempre aparece cuando se recurre a otro

género. La nostalgia aparece como motor central de la escritura, se adivina incluso

antes de que se inicie el viaje: “Tal vez hagamos un viaje a Europa en noviembre.

París. [...] ¡Viajar! Ha de ser triste. Me encariño demasiado con lo que me rodea.

[...] Creo que no se puede viajar sin pagar en moneda de nostalgias”. Ese sentido

de falta, que no llega a llenar es el precio del viaje: “Me gusta París. Pero te escribo

para hablarte de mi nostalgia de Buenos Aires”. Si bien el viaje es aquí noticia, no

recuerdo –se cuentan las nuevas actividades de París, los cursos en el Collège de

France, los retratos que le hace Helleu, el viaje a Roma, la vacación en Escocia

con los tíos Urquiza–, coexiste el descubrimiento del aquí con la conciencia de la

falta del allá: “Ahora extraño el sol, el cielo de mi tierra. Por primera vez comprendo

que la tierra donde hemos nacido nos tiene atados. Quiero a América”. El trauma

de la separación, borrado del recuerdo del primer viaje, queda registrado en estas

cartas. El continuum es reemplazado por la oscilación entre dos polos: por un lado,

la Argentina; por el otro, Europa, es decir, por sobre todo, Francia.

El género al que recurre Ocampo para narrar estos dos viajes tempranos –

autobiografía y carta– lleva a la reflexión sobre la forma del relato de viaje en

Ocampo. A diferencia de muchos cultores del género –pongamos por caso los

grandes viajeros decimonónicos como Sarmiento, que hacen del relato de viaje un

ejercicio pedagógico, o los cronistas del siglo xx, muchos de ellos periodistas, que

refieren la aventura como divertimento–, Ocampo no se limita a una sola manera

de contar sus viajes. Podría decirse que el viaje toca todo lo que escribe, que su

obra, como bien lo ve Beatriz Sarlo, es toda ella una traslación y que, al narrar un

viaje, Ocampo se está narrando, por sobre todo, a ella misma. El uso de la primera

persona, tan necesario, como se ha dicho, para lograr la adhesión del lector en los

relatos de viaje, es aquí múltiplemente fecundo: narro este viaje en primera

persona para convocar a un tú lector que me acompaña y ve conmigo, pero

también narro en primera persona porque el viaje es parte integral de mi persona,

es ejercicio de autofiguración y de autoconocimiento. Ya testimonio, ya relato de

vida, ya correspondencia, el viaje me permite ser.

Independencia y género

Al recomponer los viajes de Ocampo a partir de fragmentos escritos en tiempos y

géneros diversos con el propósito de establecer una cronología, se puede captar

no sólo la diversidad de la experiencia cultural sino el democrático fervor con que

aprecia encuentros y acontecimientos prácticamente simultáneos pero de índole

muy diferente. La viajera prueba todo y se entusiasma por todo y por todos, entabla

relación con el ícono cultural establecido y la diseñadora tanto o más original,

Ravel y Chanel, Valéry y Misia Sert, la mesa de cocina y los cubiertos de plata, en

el mejor estilo Eugenia de Errázuriz. Así, los viajes de 1929 y 1930, si bien no son

los primeros que Ocampo hace a Europa como adulta, son los primeros que lleva a

cabo como mujer independiente y sobre todo consciente de esa independencia. La

perspectiva desde el género es crucial en todos estos textos, no sólo por el hecho

de que Ocampo sea mujer sino porque durante su vida entera hizo del género un

componente importante de su reflexión y de su escritura. No es que piense “como

mujer”, porque tal generalidad no existe. Ocampo piensa y escribe, en cambio,

desde el ser mujer. En este sentido, no es casual que dedique una de sus crónicas

del viaje de 1929 a Chanel, cuya concepción revolucionaria de la moda, basada en

la soltura, permitía una libertad de acción hasta entonces desconocida, y en

particular al uso que hace Chanel del chiné, ese jaspeado que es mezcla de

colores y texturas. Esa soltura, esa renovación mediante mezclas high and low

impresionan a Victoria porque se reconoce en ellas vital e intelectualmente: no

sería desacertado ver sus intentos de mezclar experiencias culturales en forma

provechosa como otro tipo de chiné.

El viaje de 1930 permite a Ocampo estrechar vínculos con figuras que ya ha

comenzado a conocer en viajes anteriores y a descubrir interlocutores nuevos.

Frecuenta a Drieu la Rochelle, Fargue, Lacan, Stravinsky, Fondane. Drieu le

presenta a Malraux y a Huxley; Adrienne Monnier y Sylvia Beach le recomiendan

que lea a Virginia Woolf. Pero acaso lo más novedoso de este viaje es que, por vez

primera, no culmina en Europa. A pedido de Waldo Frank, con quien proyecta una

revista que luego será Sur, Ocampo viaja a Nueva York desde París en la

primavera de 1930. Al comienzo, esta parte del viaje se percibe más como

desarraigo que como aventura: “Me arranqué de París para desembarcar, una

mañana, de acuerdo con lo prometido, en Nueva York y hablar allí de la revista con

Frank”. A pesar de esa promesa, el viaje se le hace cuesta arriba y es postergado

varias veces: “Estaba adherida a París sin decidirme a dar ese salto sobre el

Atlántico en dirección opuesta a la de mi país. Me sentía condenada a ese salto,

mucho más que deseosa de hacerlo”. En París acaba de organizar una exposición

de dibujos de Rabindranath Tagore y muy a pesar suyo se ve obligada a rechazar

la invitación de viajar con él a la India: “Este fue mi primer gran sacrificio a la revista

aún nonata”, observa, refiriéndose al trabajo de preparación de lo que, un año más

tarde, sería la revista Sur.

“Me arranqué de París”; “adherida a París”; “condenada a ese salto”: a primera

vista esta retórica de violencia y renunciamiento parece poco apropiada para hablar

de un nuevo espacio y de una nueva aventura intelectual. Refleja, eso sí, la lógica

de reemplazo que caracteriza, por lo menos al comienzo, la imagen que se forja

Ocampo de esta nueva ciudad. Pero si bien Nueva York gradualmente sustituye a

París, el otro espacio de producción cultural, nunca perderá del todo, para

Ocampo, su carácter inasible, indefinible. No ha heredado Nueva York como

heredó la Europa, y sobre todo la París de sus mayores, no va a lo déjà vu. Debe

construir su Nueva York por aproximación y exclusión, acudiendo a lo familiar para

obliterarlo pero no suprimirlo del todo, de manera que quede, como en un negativo

fotográfico, la imagen de lo contradicho en potencia, contaminando la perspectiva.

Resumiendo esa lógica, puede decirse que Nueva York para Ocampo aparece al

principio como una París-no-París. Y también como una Buenos Aires-no-Buenos

Aires. O, como ella misma escribe, en letras mayúsculas: es OTRA COSA.

Nueva York es la ciudad que queda fuera del itinerario ritualizado y provechoso que

sancionan años de dependencia cultural. En notable contraste con otros

latinoamericanos, provenientes sobre todo de México y del Caribe, el argentino

(pese al viaje pedagógico de Sarmiento) no viajaba con frecuencia a Nueva York o,

por lo menos, no viajaba a Nueva York directamente. Se iba a Nueva York de

vuelta de Europa, es decir, Nueva York no era meta sino escala del otro viaje

cultural, el verdadero, como una yapa. Era el vértice menos prestigioso del

triángulo, menos desvío cultural que ventaja económica: a Nueva York se iba de

compras, pero no se compraba cultura. La propia Ocampo reconoce esa tradicional

falta de interés por Nueva York, de la que los salva, dice, a ella y a sus

compatriotas, la oportuna intervención de Waldo Frank: “Algunos (entre los que me

cuento) le debemos a Frank el haber vuelto la mirada hacia el Norte de nuestro

Nuevo Continente. Hasta entonces –salvo raras excepciones, y pienso en

Sarmiento– la teníamos continuamente fija en Europa”.

En ese primer viaje en la primavera de 1930, Nueva York, para Victoria, es por

cierto terra incognita, el tan anunciado perfil de la ciudad obliterado por la neblina a

medida que el Aquitaine entra en dársena. La llegada, en más de un aspecto

molesta, queda resumida, como a menudo en Ocampo, en el detalle trivial y

significativo: “Hacía calor y el calor siempre me ha incomodado. Me ahogaba con

un tailleur de lana (el más lindo tailleur de la colección Chanel 1930), que debí

dejar casi abandonado a causa de la temperatura”. El traje francés,

superlativamente elegante, no sirve en Nueva York pese a su soltura y su chiné:

hay que abandonarlo. A Nueva York no se la puede prever, ni hay guión que

permita descifrarla: “Nueva York no era para mí más que una nueva, inmensa gran

ciudad desconocida. No me siento atraída sino por las ciudades jalonadas de

recuerdos o de sueños personales. Y todavía no había soñado con Nueva York”.

Pese a Waldo Frank, empeñado en hacerle ver este viaje a Nueva York como una

suerte de retorno a “Our America”, la ciudad resulta completamente nueva, menos

espacio de reflexión que espacio de incorporación: “la ciudad, lo inédito de su

grandeza (a partir de la entrada en su puerto) me asombró a tal punto que olvidé

casi el resto [...] Mi apetito de Nueva York era omnívoro. Iba desde un rascacielos

hasta un griddle cake”. Para cifrar su sorpresa ante la ciudad, Ocampo recurre a

una suerte de exotismo deliberado y jocoso. A la bruma inicial que le esconde el

perfil urbano sigue la percepción, desde su ventana sobre Central Park, de un

desorden primordial, donde el ruido del tráfico y las sirenas de los autobombas se

mezclan con los rugidos de leones y tigres del zoológico de Central Park,

particularmente de madrugada, cuando le impide dormir “el antediluviano y lejano

rugir de alguna fiera enjaulada”. La jungla urbana atravesada por rugidos de fieras:

propongo que este insólito exotismo, que desplaza a Nueva York hacia el trópico,

es una manera de manejar la extrañeza fundamental de una nueva ciudad

americana, más americana (es decir no europea) que la propia Buenos Aires:

“¿Estábamos en la selva o en la metrópoli más moderna del planeta? –añade–.

Todo era inverosímil”.

Desde esa inverosimilitud describe Ocampo el grupo humano que más le llama la

atención; no la muchedumbre neoyorquina que a menudo atrae al viajero sino la

colectividad negra que encarna, de algún modo, la diferencia norteamericana.

Antes bien, la representa, en el sentido teatral del término. Esto literalmente:

Ocampo queda deslumbrada por la representación de Green Pastures pero

también asiste a otro tipo de performance, va en compañía de Waldo Frank y

Emmanuel Taylor Gordon al Cotton Club, donde la orquesta de Duke Ellington la

lleva a declarar que “La violencia rítmica del jazz de Duke Ellington es única. Me

haría volver a Nueva York, aunque no fuese más que para sumergirme en ella de

nuevo”. Con los mismos acompañantes va también al Savoy, y, con ellos y Sergei

Eisenstein, a un servicio en una iglesia evangélica negra. Harlem, obligación

turística de la época, se ve como “un gran teatro” y los negros como “actor[es]

nato[s]”: pasaría horas, dice Ocampo, escuchándolos cantar, viéndolos bailar.

Ocampo envía una descripción de su visita a Harlem, en francés, y en prosa

resueltamente “artista”, a su familia. Retoma la misma descripción, ampliándola, en

una conferencia que da en Madrid al año siguiente en la Residencia de Señoritas y

que luego publica como ensayo en su primer tomo de Testimonios. Por fin, dedica

varias páginas a los negros de Nueva York en el tomo sexto de su autobiografía.

En todos estos ejercicios se observa la misma entusiasmada negrofilia, para usar

el acertado término de Petrine Archer-Straw, la misma problemática objetivación

del sujeto negro (tiene “sabor”, tiene “color”) que practican las vanguardias, la

misma simpatía paternalista (los negros le recuerdan los criados y las criadas de su

infancia) y el mismo desaprensivo racismo. En todos, el negro funciona como

fetiche, para significar, en términos de una alteridad vigorosa y a la vez

estéticamente persuasiva, una diferencia norteamericana que sólo más tarde

formulará Ocampo en términos distintos. “El americano no me pareció más un

inglés deslavado o un español desteñido, sino OTRA COSA, un nuevo producto en

elaboración.” El americano –ya sea del norte o del sur– no es copia inferior del

metropolitano sino lo otro del metropolitano.

Notablemente, Ocampo usa por primera vez el término testimonio, género que

pasará a caracterizar su obra entera, como título del capítulo que cierra este primer

viaje a Estados Unidos. El texto, suerte de manifiesto americanista, está dedicado

al fotógrafo Alfred Stieglitz y a su galería neoyorquina, An American Place, donde

Ocampo por fin logra reconocer un espacio cultural nuevo y reconocerse en él.

Cuando entra Ocampo al American Place de Stieglitz, en la Madison Avenue, se

siente por fin, dice, “como en mi casa” e intuye también el reconocimiento de una

comunidad intelectual:

Hombres y mujeres que sufrimos del desierto de América porque llevamos todavía

en nosotros Europa, y que sufrimos del ahogo de Europa porque llevamos ya en

nosotros América. Desterrados de Europa en América; desterrados de América en

Europa. Grupito diseminado del Norte al Sur de un inmenso continente y afligido

del mismo mal, de la misma nostalgia, ningún cambio de lugar podría

definitivamente curarnos. […] An American Place... Jamás se me habría ocurrido

que un oasis pudiera tener este nombre.

Como apunta agudamente Beatriz Sarlo,

Nueva York le permite pensar Buenos Aires de un modo diferente de lo que, hasta

ese momento, le había permitido París. En efecto, la relación Buenos Aires-París (o

Londres) era una relación marcada por la ausencia de cualidades en uno de los

dos puntos: Buenos Aires no tenía lo que tenía París. Ahora bien, en Nueva York,

Victoria Ocampo descubre una ciudad que tampoco tiene lo que tiene París y que

sin embargo es igualmente fascinante. Nueva York le enseña otra posibilidad,

americana, de la cultura.

El relato del regreso a la Argentina, después de este viaje decisivo, ocupa las dos

últimas páginas del tomo sexto de la autobiografía de Ocampo. El hecho es

doblemente insólito: primero, porque Victoria no suele narrar regresos sino

partidas. Segundo, porque estas páginas no sólo ponen punto final a este tomo de

su autobiografía sino a la autobiografía entera. Con ese retorno a casa, y con el

proyecto de Sur, concluye una etapa: “A partir de ese momento mi historia personal

se confunde con la historia de la revista”. En ese contexto –en vísperas de Sur y de

una Victoria a punto de asumir plenamente su papel de mediadora cultural–, el

relato de este regreso es significativo. Dos cosas de él llaman la atención: por un

lado el énfasis puesto en la vuelta a casa, por el otro –pero acaso sea lo mismo– el

énfasis en la lengua materna. No bien cruza el canal de Panamá, Victoria oye

hablar español y se siente otra:

El hecho de oír –repentinamente– hablar español a derecha y a izquierda no me

era indiferente. El lazo de parentesco que establece la lengua es extremadamente

fuerte y despierta ecos en nosotros inmediatamente. Las calles sucias de Panamá

me crispaban y me emocionaban. Mucho color local, aseguraban los pasajeros del

Santa Clara. Yo me decía: “No. En todo caso no para mí. Yo estoy ya en casa”.

Con razón ve Cristina Iglesia este viaje del treinta, abarcador de tres continentes,

como viaje iniciático. Este reconocimiento de “nuestra América” cimenta por fin,

para esta desterrada de Europa en América y desterrada de América en Europa, su

proyecto. Sur será, de alguna manera, su vuelta a casa.

USA en versión doble

En mayo de 1943, invitada por la fundación Guggenheim, Ocampo regresa por

segunda vez a Estados Unidos y allí pasa seis meses, la mayor parte del tiempo en

Nueva York pero también viajando por el resto del país. Como en el caso del viaje

de 1930, hay diversas versiones de esta estadía, en cartas, por un lado, y

testimonios, por otro, siendo la más completa posiblemente la colección de

crónicas de “USA 1943”. El texto es resueltamente ágil, no sólo hace alarde de su

familiaridad nueva con el espectáculo urbano neoyorquino, sino de cierta excitación

que a falta de mejor nombre llamaré cultural. Esta vez no se viaja a la “nueva,

inmensa gran ciudad desconocida”: esta vez sí se trata de un retorno. Victoria

recuerda a Stieglitz en 1930, mirando los rascacielos y preguntándose “Is this

beauty?”, y resueltamente responde: “¡Quién lo duda, querido Stieglitz! La belleza

ya nació junto a la vida en su desconcertante país. [...] He aprendido no sólo a

admirar sino a querer a los Estados Unidos: eso es lo que quiero decir sin

tardanza”.

Mencioné el entusiasmo de este texto, su aparente ligereza, su tono excitado. No

poco tiene que ver con este tono el hecho de que Estados Unidos ha entrado por

fin en la Segunda Guerra Mundial y ésta se manifiesta en una serie de detalles que

rompen con la rutina, creando una atmósfera febril cuya energía, entre gozosa y

desesperada, capta admirablemente Ocampo al evocar a los fanáticos que hacen

cola para escuchar a Harry James, a los muchachos y muchachas de uniforme a

punto de ser enviados a Europa, los musicales de Broadway, Casablanca, los

desafíos a la Luftwaffe que lanza el alcalde La Guardia, Frank Sinatra, los

racionamientos, los periódicos ensayos de oscurecimiento. Presa de este frenesí,

la misma Ocampo multiplica sus actividades, visita una exposición de armamentos

de guerra (donde la detienen y la interrogan por tomar notas), visita el centro naval

de entrenamiento de las WAVES en el Bronx, se entusiasma con los uniformes

diseñados por Mainbocher, se queja de los chicles que ensucian las aceras de la

ciudad, regresa a Harlem donde, después de un servicio, la presentan al

predicador, Father Divine, no como “Victoria Ocampo” sino como “South America”;

descubre las doughnuts, las hamburguesas, los griddle cakes “cuyo sabor [...] se

descubre poco a poco, a fuerza de comerlos” y que se echan de menos,

proustianamente, en cuanto se sale del país. Si algo logra este segundo viaje es

cimentar su adhesión a Nueva York, ciudad que admira desde el último piso del

Empire State Building, como una de las “encarnaciones más asombrosas, bajo una

de sus formas más excesivas, espléndidas y desordenadas” de Estados Unidos.

Este entusiasmo se hace extensivo a los viajes que realiza Ocampo fuera de

Nueva York, viajes en los que siempre hay algo, un detalle, que le permite

reconocer, por así decirlo, lo americano como propio. Una exposición de flores de

vidrio en Harvard la conmueve hasta las lágrimas porque reconoce una catalpa

como las de la Argentina; una visita a Mount Vernon junto con Saint-John Perse la

lleva a evocar la quinta Pueyrredón y ver el parentesco entre los dos lugares; una

excursión a Muir Woods, cerca de San Francisco, con Waldo Frank, le permite

identificar los redwoods antes que su amigo: “De los dos americanos, el del norte y

la del sur, la del sur había identificado la especie y la variedad [...] La verdad es que

no se trataba de ‘conocimientos’ botánicos, sino de ‘reconocimiento’. ¿Cómo no iba

yo a reconocer un árbol que había crecido junto conmigo en una quinta de San

Isidro?”.

Al consignar su entusiasmo en 1943, Ocampo tiene conciencia de que deja algo de

lado, algo que no cabe dentro de las crónicas de esta wartime New York, y cuya

existencia consigna en el prefacio a “USA 1943” como un resto personal: “Algo de

lo que más me conmovió en USA ha quedado en cartas dirigidas a dos o tres

amigos. Algún día, después de otro viaje (que será el tercero), quizá trate de

aprovechar ese material”. Acaso las cartas a Roger Caillois escritas durante ese

viaje (y publicadas medio siglo más tarde) y el recuerdo de su encuentro con

Cocteau, también recogido muy posteriormente, fueran parte de ese “material” que

quedó al margen de “USA 1943”, desaprovechado o, sería más justo decir,

reprimido.

En 1943, Roger Caillois, el escritor francés que Victoria había invitado a la

Argentina, reside en Buenos Aires, donde lo ha sorprendido la guerra. No conoce

Nueva York, ni siquiera habla inglés, y en este caso, como los lectores de los

relatos de viaje típicos, es el que se ha dejado atrás, de manera tanto más

dramática cuanto que la mayoría de sus compatriotas exiliados se han refugiado en

Nueva York. Ocampo, que ocupa la posición fuerte –ahora “conoce” Nueva York,

tanto la ciudad como a algunas de sus gentes, habla inglés, y last but not least, es,

para Roger Caillois, la “mujer mayor” bien conectada, ex amante y mecenas–, le

“cuenta” Nueva York a Caillois, pero una Nueva York notablemente diferente de la

que ofrece al público lector más amplio de “USA 1943”. Distinto punto de vista,

distinto género, distinto interlocutor, distinto propósito: otra ciudad. A estas

diferencias cabe agregar, una vez más, la diferencia del momento de escritura: las

cartas a Caillois se escriben inmediatamente, mientras Ocampo está en Nueva

York; el texto de “USA 1943” se escribe ya de vuelta en la Argentina, al año del

viaje, en Mar del Plata durante el verano de 1944. Con su viaje de 1943, Ocampo

no sólo arma una imagen de Nueva York que difiere notablemente de la imagen

que había propuesto en 1930, arma dos imágenes de Nueva York que difieren

notablemente entre sí.

Si nos atenemos sólo a la lectura de las cartas a Caillois, olvidando por un

momento la de “USA 1943”, Nueva York no se presenta como an American place, o

más bien, no sólo como an American place. Los conocidos o amigos

norteamericanos de Ocampo de la década anterior han sido desplazados por otra

comunidad que de algún modo ella conoce mejor (y que Caillois sin duda conoce

mejor), la de los intelectuales franceses exiliados en Nueva York durante la guerra.

Ocampo retoma amistades interrumpidas: Jacques y Raissa Maritain, Denis de

Rougemont, Étiemble, Saint-John Perse. Nueva York, en estas cartas, no es la

swinging city llena de vigor que ha pintado antes. Se admira, sí, cierta fuerza

técnica, anónima y estandardizada, cuya metáfora sería la perfectamente

sincronizada actuación de las Rockettes de Radio City. Aquello es “bello como los

autos y los puentes, bello como los aviones cuando vuelan en V, como los pájaros”.

Pero la imagen de Nueva York que surge de estas cartas es, sobre todo, la de una

ciudad melancólica, lugar de nostalgia y de morosos inventarios, donde se

rememora no la lejana Buenos Aires, ni tampoco la Nueva York de diez años antes,

sino la París borrada por la guerra. Cuando Ocampo va al museo, el retrato de

Montesquiou pintado por Whistler le recuerda la vez en que Montesquiou por

equivocación se le metió en el cuarto a su hermana Pancha en el Majestic, y ese

recuerdo, le escribe a Caillois, “hizo que París se me anudara en la garganta”.

Cuando va a una exposición, las puntas secas de Helleu son como “un álbum de

fotos de mi familia”. Cuando sale de paseo, va a la dársena a ver el Normandie,

varado en el Hudson, el mismo barco que, de no haberse declarado la guerra,

hubiera llevado a Paul Valéry a Buenos Aires, “y me parecía que esa especie de

enorme osamenta quemada, vomitando agua por todos los orificios, y

enderezándose tan lentamente que el movimiento era casi imperceptible a la vista,

era el símbolo de muchas cosas”. La “horrible melancolía” que dice sentir sólo es

mitigada por el espectáculo del Richelieu, anclado más arriba en el Hudson, con

sus banderitas francesas que le recuerdan, dice, la bandera de la Cámara de

Diputados en la Place de la Concorde, tan bella de noche. Esta reconstrucción de

la París de 1943, derrotada e inaccesible, de la cual el Normandie es símbolo,

reemplaza a Nueva York en estas cartas. Si bien subsisten en ellas pequeños

restos de una cotidianidad diurna, la ciudad se borra para dar lugar a la ausencia

de la otra, se vuelve lugar de conmemoración. No descarto, desde luego, el hecho

de que estas cartas estén dirigidas a un ex amante cuya pérdida bien puede haber

influido en la representación de la ciudad. Nueva York significaría así un duelo

doble: por Francia, y por una relación.

Nueva York, en las cartas a Caillois, funciona como negativo de París. Prueba

adicional de esta francofilia que opaca entusiasmos americanos es el hecho de que

nunca aparezcan en esta correspondencia nombres de los amigos

norteamericanos de Ocampo, Alfred Stieglitz, Lewis Mumford, los Young

Intellectuals que le ha presentado Waldo Frank. Sólo aparece el nombre de

Langston Hughes, “le poète nègre”, como lo describe a Caillois. Otra vez Nueva

York negra, pero sólo en un encuentro episódico. Refiriéndose años más tarde a

esta estadía en Nueva York filtrada por una sensibilidad francesa amenazada,

escribe Ocampo: “Francia estaba allí pero como en un ataúd. Ya era Grecia”.

Las dos imágenes de la ciudad –la animada Nueva York de la guerra, el swing y los

griddle cakes, o la Nueva York que significa la pérdida de París–, si bien

condicionadas por los interlocutores a quienes están destinadas, resumen además

la ambivalencia de Ocampo, una suerte de inseguridad cultural. Mientras no

aparezcan esas “quelques personnes et quelques choses” que suministren asidero

para la futura memoria, anclando el recuerdo de lo que se ve por primera vez y

volviéndolo digno de ser atesorado, hay desajuste. Así, entre Nueva York y

Ocampo. Una frase de una carta a Caillois es elocuente: “Nada de lo que siento,

nada de lo que amo tiene appeal para este país. Esto me deprime a ratos, pero sé

que es tonto esperar otra cosa. Ni el momento, ni las circunstancias me son

propicios. Lo importante es permanecer flexible”. La resignada frase, con sus ecos

flaubertianos, parece más desengaño amoroso que decepción cultural. Habla más

de malentendidos, de desencuentros, que de una relación significativa con una

ciudad, con un país y con su gente.

Posguerra y desencanto: una poética de ruinas

Terminada la Segunda Guerra Mundial, Ocampo viaja en 1946 a Inglaterra, Francia

y Alemania como invitada del British Council. Este viaje, registrado una vez más en

testimonios y en cartas, marca un cambio decisivo en sus escritos de viaje, acaso

en su concepción del viajar. Suerte de peregrinación a las ruinas, el viaje de

Ocampo a Londres, París y Nuremberg atestigua el patetismo de los escombros, la

impotencia de la imaginación para colmar lo que falta ante la magnitud y la

inmediatez de la pérdida: las secuelas del trauma, un trauma colectivo por el que

se siente afectada, se lo impiden. De algún modo, la metáfora a la que recurre en

el viaje de 1943 se ha vuelto realidad. Francia –Europa toda– ya es Grecia.

Acaso para distanciarse de una Londres cambiada, una Londres ruidosamente

entregada a celebrar el aniversario de la victoria aliada en 1946, Ocampo viaja sola

ese día a Clouds Hill, en Dorset, a la casita donde Lawrence pasó sus últimos

años. Es de algún modo un viaje ritual, en el que Ocampo, frente a la destrucción

tan reciente, busca retomar contacto con una de sus grandes amistades literarias.

No lo logra. La presencia del guardián de la casa –a quien hubiera querido decir

“Por favor no me muestre esa casa. Usted me impide verla”– se interpone con su

cháchara entre ella y sus recuerdos, frustra la conexión con el ausente. La visita es

una suerte de adiós al monumento vacío: algo ha cortado la conexión de la viajera

con sus otras moradas, y el diálogo in situ ya no funciona. Paradójicamente, se

habla mejor cuando se está de vuelta: “Añoraba las barrancas del Río de la Plata,

donde tan íntimamente habíamos dialogado con T. E.”. La misma dificultad de

contacto directo marca su estadía en Francia, cuando visita las playas del

desembarco aliado, sembradas de herrumbre y de minas aún no desactivadas.

Tanto Deauville, que le hace pensar “en un Mar de Plata pobre y apolillado”, como

Caen, donde asiste a un oficio en la catedral en ruinas, a través de cuyo techo

destruido puede ver el cielo, le parecen “monumentos desafectados” que han

dejado de ser lugar de reunión. No sólo los edificios merecen ese apelativo:

sorprendentemente, en la misma carta a José Bianco y a su hermana Pancha,

confiesa Victoria que ha comenzado a ver a Paul Valéry del mismo modo.

La visita a Nuremberg, en el mes de junio, momento culminante de este itinerario,

sin duda resume este desencanto que se viene gestando a lo largo del viaje.

Victoria Ocampo permanece allí varios días asistiendo al juicio de varios jerarcas

nazis y el texto que resume la experiencia, “Impresiones de Nuremberg”, es sin

duda uno de los ejemplos más notables de su excepcional capacidad como testigo.

El yo de “Impresiones”, no menos autobiográfico que el yo de sus otros textos (y no

menos marcado por el género: es la única mujer invitada y observa, por otra parte,

la ausencia de mujeres entre los inculpados), sabe sin embargo que su lugar en

esta crónica, en relación con la magnitud de los hechos que narra, es mínimo. Este

admirable (y en ella no muy frecuente) distanciamiento de la primera persona,

apuntalado por el oportuno ninguneo del que Ocampo es víctima –sus compañeros

de viaje apenas le prestan atención: “yo parecía ser una especie de mujer

invisible”–, le permiten un anonimato fecundo, una mirada nueva que agudamente

capta lo insólito, lo absurdo, lo grotesco; una mirada que, al pasar por el

espectáculo de la ciudad derruida, enfrentándose a la curiosidad hostil de los

sobrevivientes, se sabe “horriblemente indecente”. Como nunca, la crónica de la

experiencia en Nuremberg atiende al matiz, capta el detalle, adivina que lo normal

se vuelve excepción en un mundo que ha dejado de serlo. Las “rositas rojas que

brotaban en un cerco”, una simple naranja en un plato, o dos deshollinadores que

pasan por la ciudad hecha escombros son tan extravagantes, tan uncanny, como

los acordes de un tango que reconoce en el salón de su hotel. Después de la

catástrofe, el detalle más nimio en Nuremberg se vuelve raro: así el uniforme de

Göring que ahora le queda grande porque ha perdido peso, o la postura

desarticulada de sus brazos (“no cambió de postura durante los días en que seguí

el proceso”), o la modesta manta gris que cubre las piernas de Hess, o los

ademanes histriónicos de Alfred Jodl que evocan los de Stan Laurel de El gordo y

el flaco, o –porque la mirada implacable de la testigo aquí nivela lo atroz y lo trivial–

la piel humana “con una bailarina tatuada encima, destinada a convertirse en

pantalla” que ve, entre otras atrocidades, en la “sala de los exhibits”.

Los viajes de la madurez:

la viajera y varias de sus sombras

“Siempre he sido mala viajera porque mis verdaderos viajes prescinden de aviones,

de transatlánticos, de ferrocarriles. Y sin embargo, de no haber viajado, habría

mucha gente –o mejor dicho algunas personas y algunas cosas– que no habría

conocido nunca”, escribe Ocampo a Caillois. Es indudable que la guerra marca un

cambio importante en esos viajes de conocimiento de Ocampo, y que sus

desplazamientos a partir de los años cincuenta se vuelven más repeticiones que

verdaderos hallazgos, viajes en que se retorna a lo seguro, a lo conocido. Donde

había el entusiasmo del reencuentro ahora hay, a menudo, duelo. Hay muertos:

Drieu, el más importante; y en Estados Unidos el lento e implacable deterioro de

Gabriela Mistral, a quien Victoria visita en su casa en Roslyn Park y oye desvariar,

hablando de Mussolini y preocupándose por el futuro de la república española. Ya

no sólo Francia y Europa sino todo, parecen decir muchos de los textos de esta

época, se vuelve un poco Grecia. Victoria Ocampo viaja menos. Sur la retiene más

tiempo en la Argentina, el gobierno de Perón la priva durante dos años de

pasaporte y la obliga a cancelar un viaje a Turín, donde Stravinsky le pedía que

participara una vez más en la representación de Perséphone, y a rechazar una

invitación a Puerto Rico. Derrocado Perón, el nuevo gobierno considera nombrarla

embajadora en la India, honor al que renuncia.

Lo cual no significa que Victoria Ocampo deje de viajar, pero lo hará resueltamente

en tono menor aun cuando haya de por medio un motivo oficial, como por ejemplo

la donación de su casa de San Isidro a la UNESCO. Los viajes vuelven a ser

“viajes de familia”, como en la infancia, sólo que la dinámica ha cambiado. No se

viaja “con la familia” sino “hacia la familia”, esa familia de amigos que se le ha

vuelto tan indispensable como la suya propia.

Cuando en 1979, con motivo de su muerte, se me pidió un artículo sobre Victoria

Ocampo en Estados Unidos, hablé al azar con algunos de esos amigos, con Vera

Stravinsky, con Victoria Kent y Louise Crane, con Sylvia Marlowe. Nadie parecía

tener idea clara de lo que hacía en Nueva York, salvo visitarlos e ir mucho al cine.

(“Parecía deprimida”, recuerdo que me dijo Marlowe.) La flânerie por la ciudad se

vuelve errancia, deriva sin rumbo, como lo atestiguan ciertas caminatas por Nueva

York:

Ayer, volví a casa, pues, y como tenía hambre me fui a comer un griddle cake a la

cafetería del Mayflower de la Quinta Avenida. Caminé un poco; miré las tiendas.

Entré en las tiendas. Salí por el calor. Me volví a meter en otras por el frío de la

calle. En cuanto me calentaba salía. En cuanto me enfriaba entraba de nuevo por

alguna revolving door de gran tienda (Cartas a Angélica).

Nueva York y el mundo todo parece una revolving door, adonde se entra sin cesar

y de donde sin cesar se sale con impaciencia: no se ha encontrado del todo lo que

se buscaba. Victoria sin duda sigue viajando, como lo atestiguan sus testimonios

tardíos y sus self-interviews a la Truman Capote, pero a diferencia de sus viajes

anteriores no se aposenta.

Acudiendo al recuerdo personal, he de decir que fui testigo, y partícipe no siempre

bien dispuesta, de esa errancia y de esa impaciencia, tanto en Nueva York como

en París. Se iba con Victoria al cine, al rato se salía del cine (no le gustaba el film),

se iba a tomar un té pero algo se interponía y se cambiaba de rumbo, y así

sucesivamente. Un día en Nueva York me rebelé. Siempre curiosa de lo nuevo,

Victoria había insistido en ver un film inglés soft porno, The Naughty Victorians (que

declaraba ser “the first totally erotic major motion picture”), en lugar de La flauta

mágica que yo había sugerido. Se aburrió a los diez minutos (“esto es siempre

igual, che”) y declaró que se mandaba mudar. Yo hice lo insólito, me quedé. Esa

noche la llamé por teléfono, sintiéndome culpable por no haberla acompañado, y

quiso saber “cómo terminaba”. Cuando le conté el final –en el que se efectuaba

una suerte de justicia poética que resultaba en un triunfo para las mujeres–, lo

celebró con una enorme carcajada. No quedaban restos del mal humor de la tarde.

No puedo dejar de consignar otro recuerdo de viaje, pocos años antes de su

muerte. Coincidimos en París. Me había pedido que la llevara en auto, temprano

por la tarde, ya no recuerdo adónde (acaso a visitar a Alain Malraux o a Francine

Camus: se quejaba de que sólo le quedaban ahora los herederos), y me propuso

que almorzáramos antes en Fouquet’s. La recibieron como la recibían en la

mayoría de los lugares en París, como a una gran duquesa. Nos sentamos,

pedimos algo –ella recomendaba siempre: aquí tal o cual cosa es muy rica, pedíla,

che– y mientras comíamos (teníamos poco tiempo) miraba a su alrededor. De

pronto dijo “es un poco Muerte en Venecia, ¿no?”, y ante mi mirada perpleja movió

la cabeza para atrás y hacia un costado. Sentados a esa mesa había dos hombres

petisos, gordos, ricos, y una mujer igualmente petisa y gorda que debía ser esposa

de uno de ellos. Y además el que había suscitado el comentario, un adolescente

bellísimo de unos 12 o 13 años, con el pelo rubio, enrulado, que le llegaba casi a

los hombros. Seguimos comiendo en silencio mientras el chico le pedía dinero al

que supusimos era el padre. De pronto Victoria se incorporó de un salto, arrojó

unos cuantos billetes sobre la mesa, dijo ¡Vamos! y salió corriendo, conmigo

jadeante a la zaga recordándole que nos esperaban en otro lado, corriendo en pos

del muchachito que ya iba por la Avenida George V con la melena al viento.

Recuerdo la cara deslumbrada de Victoria y la sonrisa triste a medida que su

Tadzio se alejaba. Recuerdo que tenía 83 años. Recuerdo mi admiración. Estaba

siempre lista para ver la belleza y dejarse conmover por ella. Seguía viajando.

*

Este volumen reúne relatos de viaje de Victoria Ocampo, escritos ya durante el

viaje mismo, ya más tarde, como recuerdo de su visita a tal o cual lugar o, más

particularmente, a tal o cual persona. Se ha tomado material de fuentes diversas:

los doce volúmenes de Testimonios que escribió Victoria Ocampo a lo largo de su

vida, los seis volúmenes de su Autobiografía, y tres libros de correspondencia:

Cartas a Angélica y otros, su Correspondencia (1939-1978) con Roger Caillois y

Cartas de posguerra. El material ha sido organizado cronológicamente, según

fases decisivas de la vida de Ocampo.

La selección comienza documentando sus Primeros viajes (1896-1897; 1908-

1910), hechos de niña y de adolescente. Viajes típicos de la clase a la que

pertenece y, más que viajes, prolongadas estadías en Europa, afianzan su

iniciación cultural. La etapa siguiente, Aprendizaje y testimonio (1929-1934),

corresponde al momento en que una Ocampo adulta e independiente continúa esa

iniciación cultural temprana pero ya en sus propios términos, profundizando lo que

podría llamarse el aprendizaje de la modernidad. Corresponde también al momento

en que Ocampo se asume plenamente como escritora y escribe sus primeros

Testimonios, donde coexisten literatura, música y política. Y por fin registra el

primer contacto de Victoria Ocampo con Estados Unidos a través de uno de sus

escritores, Waldo Frank, gracias a cuyo impulso y entusiasmo florece el proyecto

de la revista Sur. Una tercera etapa, La embajadora cultural (1943), corresponde a

la importante estadía de Victoria Ocampo en Estados Unidos, sobre todo en Nueva

York, durante 1943. En plena guerra, Ocampo profundiza su conocimiento del país,

como lo atestiguan testimonios memorables, pero a la vez, en cartas a Roger

Caillois, lamenta el ocaso de Europa. La etapa siguiente de este itinerario vital, El

viaje de posguerra (1946), comprende textos que narran su viaje de 1946: a

Alemania, en su inolvidable testimonio sobre los juicios de Nuremberg; a Inglaterra,

en su desencantado viaje a la última casa donde vivió T. E. Lawrence, y por fin a

Francia, donde visita Normandía y las playas del desembarco aliado,

memorablemente descritas en una carta a José Bianco y una hermana. Por fin la

última sección, La viajera madura (1956-1970), reúne relatos de viaje que muestran

a una Ocampo madura, de vuelta de muchas cosas, a veces melancólica –como en

su carta sobre el deterioro de su amiga Gabriela Mistral–, pero a la vez dispuesta

para la aventura, como en su divertido testimonio sobre el apagón neoyorquino, y

siempre abierta a experiencias culturales diversas, como lo demuestra la

“autoentrevista” que cierra este volumen.

De tal modo se ha procurado rescatar en estas páginas no tanto a la empresaria

cultural –aunque este aspecto de la vida de Ocampo, tanto como sus viajes,

también subyace en su obra entera– sino el individuo: la mujer que pasea por el

“mundo, su casa” (para citar la expresión de quien fue su gran amiga, María Rosa

Oliver) mirando, divirtiéndose, opinando, acertando y también equivocándose,

dejándose llevar por sus entusiasmos y también por sus prejuicios. Se ha

procurado no perder de vista el propósito del relato de viaje en Ocampo: no sólo

dar a ver lo que se ve cuando se viaja sino darse a ver en el curso del viaje mismo.

Criterios de esta edición

El viaje, ya como tema, ya como estrategia narrativa, marca la obra entera de

Victoria Ocampo y contribuye de manera importante a su propósito autobiográfico.

Teniendo esto en cuenta, se ha seguido un criterio de edición ecléctico,

seleccionando textos y fragmentos significativos de toda su obra, pertenecientes a

géneros diversos –autobiografía, correspondencia, testimonios–, que mejor

permitan reconstruir un itinerario vital. La selección se ha estructurado

cronológicamente, según la fecha en que ocurre el evento narrado y no la fecha de

su escritura, procurando rastrear el proceso autoconstitutivo de la autora a través

de viajes realizados a lo largo de su vida. Con este mismo fin se incluyen, entre

textos variados, dos cartas escritas por Ocampo en francés, inéditas en español y

cuya traducción llevé a cabo para este volumen. También se ha incorporado, en

todos los casos necesarios para un mejor seguimiento de los textos, la traducción

al castellano entre corchetes de una abundante cantidad de palabras, expresiones

y citas en otros idiomas. Finalmente, debido a las reiteradas menciones de ciertas

figuras conocidas en su época pero difíciles de reconocer para el lector actual o de

las que se requiere algún dato para captar la mención, se optó por hacer una

somera presentación de ellas en llamadas al pie de página.

Bibliografía

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VIÑAS, David, Literatura argentina y realidad política, Buenos Aires, Jorge Álvarez,

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lunes, 29 de abril de 2024

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA




 La liebre dorada

En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia

sagrada. Todas las liebres no son iguales, Jacinto, y no era su pelaje, créeme, lo que la

distinguía de las otras liebres, no eran sus ojos de tártaro ni la forma caprichosa de sus

orejas; era algo que iba mucho más allá de lo que nosotros los hombres llamamos

personalidad. Las innumerables transmigraciones que había sufrido su alma le enseñaron a

volverse invisible o visible en los momentos señalados para la complicidad con Dios o con

algunos ángeles atrevidos. Durante cinco minutos, a mediodía, siempre hacía un alto en el

mismo lugar del campo; con las orejas erguidas escuchaba algo.

El ruido ensordecedor de una catarata que ahuyenta los pájaros y el chisporroteo del

incendio de un bosque, que aterra a las bestias más temerarias, no hubieran dilatado tanto

sus ojos; el antojadizo rumor del mundo que recordaba, poblado de animales prehistóricos,

de templos que parecían árboles resecos, de guerras cuyas metas los guerreros alcanzaban

cuando las metas ya eran otras, la volvían más caprichosa y más sagaz. Un día se detuvo,

como de costumbre, a la hora en que el sol cae a pique sobre los árboles, sin permitirles dar

sombra, y oyó ladridos, no de un perro, sino de muchos, que corrían enloquecidos por el

campo.

De un salto seco, la liebre cruzó el camino y comenzó a correr; los perros corrieron detrás

de ella confusamente.

—¿Adónde vamos? —gritaba la liebre, con voz temblorosa, de relámpago.

—Al fin de tu vida —gritaban los perros con voces de perros.

Éste no es un cuento para niños, Jacinto; tal vez influida por Jorge Alberto Orellana, que

tiene siete años y que siempre me reclama cuentos, cito las palabras de los perros y de la

liebre, que lo seducen. Sabemos que una liebre puede ser cómplice de Dios y de los ángeles,

si permanece muda, frente a interlocutores mudos.

Los perros no eran malos, pero habían jurado alcanzar la liebre sólo para matarla. La

liebre penetró en un bosque, donde las hojas crujían estrepitosamente; cruzó una pradera,

donde el pasto se doblaba con suavidad; cruzó un jardín, donde había cuatro estatuas de las

estaciones, y un patio cubierto de flores, donde algunas personas, alrededor de una mesa,

tomaban café. Las señoras dejaron las tazas, para ver la carrera desenfrenada que a su paso

arrasaba con el mantel, con las naranjas, con los racimos de uvas, con las ciruelas, con las

botellas de vino. El primer puesto lo ocupaba la liebre, ligera como una flecha; el segundo,

el perro pila; el tercero, el danés negro; el cuarto, el atigrado grande; el quinto, el perro

ovejero; el último, el lebrel. Cinco veces la jauría, corriendo detrás de la liebre, cruzó el patio

y pisó las flores. En la segunda vuelta, la liebre ocupaba el segundo puesto, y el lebrel

siempre el último. En la tercera vuelta, la liebre ocupaba el tercer puesto. La carrera siguió a

través del patio; lo cruzó dos veces más, hasta que la liebre ocupó el último puesto. Los

perros corrían con la lengua afuera y con los ojos entrecerrados. En ese momento

empezaron a describir círculos, que se agrandaban o se achicaban a medida que aceleraban

o disminuían la marcha. El danés negro tuvo tiempo de levantar un alfajor o algo parecido,

que conservó en su boca hasta el final de la carrera.

La liebre les gritaba:

—No corran tanto, no corran así. Estamos paseando.

Pero ninguno la oía, porque su voz era como la voz del viento.

Los perros corrieron tanto, que al fin cayeron exánimes, a punto de morir, con las lenguas

afuera, como largos trapos rojos. La liebre, con su dulzura relampagueante, se acercó a

ellos, llevando en el hocico trébol húmedo que puso sobre la frente de cada uno de los

perros. Éstos volvieron en sí.

—¿Quién nos puso agua fría en la frente? —preguntó el perro más grande—, y ¿por qué

no nos dio de beber?

—¿Quién nos acarició con los bigotes? —dijo el perro más pequeño—. Creí que eran las

moscas.

—¿Quién nos lamió la oreja? —interrogó el perro más flaco, temblando.

—¿Quién nos salvó la vida? —exclamó la liebre, mirando a todos lados.

—Hay algo distinto —dijo el perro atigrado, mordiéndose minuciosamente una pata.

—Parece que fuéramos más numerosos.

—Será porque tenemos olor a liebre —dijo el perro pila rascándose la oreja—. No es la

primera vez.

La liebre estaba sentada entre sus enemigos. Había asumido una postura de perro. En

algún momento, ella misma dudó de si era perro o liebre.

—¿Quién será ese que nos mira? —preguntó el danés negro, moviendo una sola oreja.

—Ninguno de nosotros —dijo el perro pila, bostezando.

—Sea quien fuere, estoy demasiado cansado para mirarlo —suspiró el danés atigrado.

De pronto se oyeron voces que llamaban:

—Dragón, Sombra, Ayax, Lurón, Señor, Ayax.

Los perros salieron corriendo y la liebre quedó un momento inmóvil, sola, en el medio

del campo. Movió el hocico tres o cuatro veces, como husmeando un objeto afrodisíaco.

Dios o algo parecido a Dios la llamaba, y la liebre acaso revelando su inmortalidad, de un

salto huyó.

viernes, 26 de abril de 2024

LA VIA DE LA NARRACIÓN ALESSANDRO BARICCO (de una lección impartida en la Scuola Holden en noviembre de 2021)

 



Alessandro Baricco (Turín, 1958) ha publicado en Anagrama las novelas Tierras de

cristal, Océano mar, Seda, City, Sin sangre, Esta historia, Emaús, Mr Gwyn, Tres

veces al amanecer y La Esposa joven, la reescritura de Homero, Ilíada, el monólogo

teatral Novecento, los ensayos Next, Los bárbaros, The Game y Lo que estábamos

buscando, las reseñas de Una cierta idea de mundo y los artículos de El nuevo

Barnum.

La vía de la narración Baricco reflexiona sobre las narraciones y trata de desentrañar

sus misterios. ¿Cuál es su sentido último y su mecánica interna? La narración tiene

algo de jeroglífico y algo de mapa. Su alquimia surge en las esquivas y enigmáticas

fronteras entre la magia y la ilusión óptica, entre el evento místico y el proceso

químico. ¿Se puede enseñar a narrar? ¿Se puede aprender a hacerlo?

El siguiente texto es la transcripción, convenientemente reelaborada, de una lección

impartida en la Scuola Holden en noviembre de 2021. En aquella ocasión

inaugurábamos la Cátedra Spencer, una especie de seminario permanente en el que el

profesorado de la escuela se detiene a reflexionar de la mejor manera posible, y con toda

la intensidad que requiere el caso, sobre su propia tarea docente. Vista la solemnidad

del contexto (no dejaba de ser una inauguración, quiero decir), se me ocurrió intentar

plantear una lección en la que, de forma extremadamente sintética y lo más clara

posible, recogiera las principales cosas de las que he ido tomando conciencia desde que

me ocupo de la narración. Me parecíaútil hacer un balance, por así decirlo, de la

situación. Intentar esbozar un sistema. Digo todo esto para explicar por qué el texto, al

hablar de la narración, se detiene a menudo en lo que significa enseñarla: en aquella

clase había mucha gente que lo hace para ganarse la vida con ello. Imagino que si me

hubiera encontrado en una reunión de pescadores sin duda habría prestado más

atención a las historias marinas.

Turín, abril de 2022

1

Ocurre a veces que teselas concretas de la realidad emergen del ruido blanco del

mundo y se ponen a vibrar con una intensidad particular, anómala. A veces es como un

agradable aleteo. Otras veces es como una herida que no quiere cerrarse, una pregunta

que espera una respuesta. Un día de caza, para un hombre prehistórico, o el destello de

una mirada ilegible en el metro, para nosotros. Allí donde se verifica esa vibración, se

genera un tipo de intensidad que, cuando perdura en el tiempo –superando el estatus

del puro y simple asombro–, tiende a organizarse y a convertirse en una figura dibujada

en el vacío. Se podría decir que, para lograr una determinada permanencia, genera un

campo magnético a su alrededor, dotado de su propia geometría. A estos campos

magnéticos singulares les damos un nombre particular. Ese nombre es: historias.

2

Una historia es el campo de energía producido en el alma de uno de nosotros por la

vibración inesperada de una tesela del mundo. Su génesis puede durar un instante o

incubarse durante años. Su tiempo de germinación es un misterio.

3

La historia, por tanto, es siempre movimiento, pero no entendido como un paso

rectilíneo de un punto A a un punto B, sino como la organización dinámica de una

intensidad que procede de un choque de partida. Es el campo magnético que se forma

alrededor de una iluminación. La historia no es nunca una línea, sino siempre un

espacio.

4

Poseemos un cierto conocimiento de los campos magnéticos a los que llamamos

historias. Por ejemplo, estamos familiarizados con cierto número de estructuras que

adoptan las historias cuando habitan en el espacio mental de quien las genera para sí

mismo. Son como figuras geométricas. Menciono aquí cuatro de ellas, a modo de

ejemplo.

El agujero negro. El mundo entero cobra vida en la atracción fatal hacia un agujero

negro central, en gran medida ilegible, de algún modo sobrehumano y no pocas veces

maligno. La dinámica del sistema es contradictoria porque todas las fuerzas del campo

parecen proponerse como misión destruir la oscura fuente de vida que las genera y por

la que se sienten atraídas y aterrorizadas. (Ilíada, Don Juan, Drácula)

La reparación. El orden del mundo, por algún motivo, sufre una alteración y nada se

asienta hasta que una fuerza paciente y muy decidida consigue volver a poner las cosas

en su lugar. (En la frontera, El amor en los tiempos del cólera, Sherlock Holmes)

El remolino. Existe una única cosa: un movimiento circular que vuelve

obsesivamente al mismo punto. El resultado, sin embargo, no es cero. En su marcha, ese

movimiento genera o consume mundo, alterando la totalidad de lo existente. (Odisea,

Viaje al fin de la noche, la Recherche)

La deserción. De la alineación de la materia se desprende un fragmento,

aparentemente enloquecido, que pone en peligro toda la secuencia de la realidad. El

resultado final es la regeneración del sistema o la aniquilación de la célula desertora.

(Hamlet, El guardián entre el centeno, los Evangelios)

5

El hecho de que algunas historias se dispongan en el espacio mental reproduciendo

figuras geométricas reconocibles no significa que podamos y debamos elaborar una

taxonomía de las historias. De hecho, hacerlo sería imperdonable. Hay que evitar

enérgicamente la tentación de atribuir a los seres vivos un repertorio de historias

definido, circunscrito y arquetípico. Las formas de los campos magnéticos a los que

llamamos historias son y deben seguir siendo ilimitadas. Hay que vigilar y proteger esa

infinidad, pues a ella encomiendan los seres humanos el vínculo fundamental entre

historias y libertad.

6

Como puede verse, en su momento auroral, las historias son la composición de

determinadas fuerzas, casi como el entrelazamiento de corrientes marinas. No son en

modo alguno un acoplamiento de personajes. Lo que llamamos personaje es el efecto de

una acción conceptualmente sucesiva: los humanos, para leer mejor esas corrientes, les

dan una forma antropomórfica. Los personajes, los caracteres, los héroes, siempre son la

traducción antropomórfica de una energía, de una corriente, de una sección del campo

magnético. El agujero negro, Aquiles. El remolino, Ulises. Quien ve a los personajes sin

captar la fuerza y la forma geométrica que subyacen en ellos se detiene en la fachada de

una historia, perdiéndose su corazón.

7

En este sentido, debemos entender que el aspecto psicológico de los personajes, el

diagrama de su devenir psíquico, no es más que la formulación matemática, calculable,

por así decirlo, de una figura antropomórfica, a su vez formulación didáctica de la pura

irrupción de una fuerza. Lejos de ser el origen de una historia, el viaje psicológico de un

héroe es meramente una lejana emanación de ella. Que emergiera a la superficie como

la parte más visible de la narración es el resultado de una anomalía en la novela de los

siglos XIX y XX, heredada posteriormente por la narración audiovisual. Pero ya

Benjamin advertía del peligro de situar la novela, sin reservas, en el ámbito de la

narrativa propiamente dicha.

8

Entendida como espacio, campo magnético, organización de un flujo de intensidad,

la historia existe como un movimiento que, paradójicamente, no puede moverse.

Habita, de forma invisible, en una mente individual o colectiva, y de ahí no puede salir.

Hay que imaginarla como una esfera de energía y movimiento que descansa sobre sí

misma, inaccesible. Incluso secreta. Muchos humanos la mantienen en ese estado de

reclusión durante toda una vida. Proust los comparó con esas personas que, después de

hacer fotografías, guardan las placas en el sótano, sin revelarlas nunca.

9

Lo que saca a la historia de sí misma, trayéndola así al mundo, es el acto de contarla.

Que, sin embargo, no es un acto natural ni indoloro. Para acceder a la forma del relato,

la historia debe perder gran parte de sí misma. El relato es bidimensional, la historia

vive en infinitas dimensiones. Es una esfera, debe convertirse en una línea. Es un

espacio, debe convertirse en una secuencia temporal. Hay que llevar a cabo, por tanto,

una reducción. El expediente técnico por el que una historia se reduce al formato del

relato se llama trama.

10

No hay peor error que confundir trama e historia.

11

La trama es un viaje lineal dentro de una historia: solo pretende pasar por

determinados puntos de la historia y hacer visible solo una parte de ella. Es como una

línea de ferrocarril que cruza un continente. Quien viaje en esa línea no podrá decir que

ha visto todo el continente, pero sí que lo ha habitado, visto, intuido. Y sabe lo que se

puede hacer.

12

En una versión más sofisticada, que es el sello distintivo de las narraciones más

elevadas, la trama puede disponerse no solo como una escaleta de acontecimientos, sino

simultáneamente como una secuencia de formas, consistencias, tonos, ritmos. Al

disponer en línea no tanto hechos como ambientes, cada uno de ellos con su propia

forma y consistencia, recupera algo de la naturaleza original de la historia, que es

espacio y no línea. Cuando esto ocurre –circunstancia harto infrecuente–, resulta válida

una semejanza que puede sernos útil para la comprensión: del mismo modo que los

mapas geográficos, aunque limitados por el veredicto matemático que decreta que es

imposible reproducir exactamente una superficie esférica sobre una superficie plana,

consiguen dibujar el mundo con figuras que no son una lista del mundo, sino una

representación real del mismo, por muy imprecisa que resulte, así la trama, en su

versión más sofisticada, consigue plasmar la complejidad esférica de las historias en la

superficie plana de la narración, recuperando, aunque sea de forma imprecisa, la

naturaleza del ambiente, del espacio, del mundo.

En el mejor de los casos, las tramas son proyecciones geográficas. Mapas de

historias.

13

Así pues, en el principio están las historias. Campos magnéticos. Espacios de

intensidad.

Las tramas las habitan, las atraviesan y las hacen legibles. Son jeroglíficos que las

significan, mapas que las representan.

Para que el acto de contar historias se verifique de la forma más completa, falta un

último componente químico, el más misterioso de los tres, el único que tiene algo que

ver con la magia.

Intermedio

Brevísimo ensayo

sobre El viaje del

escritor, de

Christopher Vogler

El libro que más ha determinado la idea colectiva de lo que es contar historias en los

últimos treinta años lo escribió un guionista estadounidense, Christopher Vogler, a

principios de los noventa. Se titula El viaje del escritor (The Writer’s Journey: Mythic

Structure for Storytellers and Screenwriters, 1992). Cualquiera que haya asistido a una

escuela de storytelling o de escritura creativa se habrá encontrado estudiándolo, y la

cosa no debe extrañarnos: en un tipo de enseñanza a la que le cuesta encontrar bases

«científicas», desdibujándose a menudo, para consternación del gran público, en una

especie de impresionismo sacerdotal, el libro de Vogler ofrecía reglas, trazaba

esquemas, aseguraba resultados: los éxitos de Hollywood, perfectamente alineados con

esa biblia, estaban allí para demostrar que sus teorías no eran castillos en el aire.

Como es bien sabido, la convicción de Vogler –heredada de Campbell y,

lejanamente, de Propp– es que todas las historias del mundo derivan de un único

modelo original y arquetípico. En la práctica, existe una única historia, reformulada

hasta el infinito: un héroe es llamado a realizar una hazaña, parte para llevarla a cabo,

logra superar todas las pruebas a las que se le somete y luego regresa al mundo

llevando consigo una nueva sabiduría o un nuevo poder. No hay que pensar

inmediatamente en dragones y caballeros. Incluso Casablanca o Tiburón, dice Vogler,

funcionan así. Lo mismo ocurre con Moby Dick, para entendernos. Y la hazaña a la que

el héroe está llamado podría ser «simplemente» la de hacerse mayor, o la de conquistar

a su compañera de pupitre. Digamos que el viaje del héroe es el nombre de una

secuencia de acontecimientos que Vogler considera arquetípica: que se trate luego de

guerras intergalácticas o de la vida de un chiquillo en la Inglaterra rural de principios

del siglo XX, cambia poco las cosas.

Vogler demuestra que sabe mucho acerca de esta secuencia. Cada uno de los pasajes,

explica, es una caja que contiene otros, más pequeños. Así, por ejemplo, la partida del

héroe hacia su tarea no es un acto tan simple, sino que pasa por unas estaciones bien

definidas: primero vive en un mundo normal, luego recibe la llamada, al principio la

rechaza, después encuentra a un Mentor, luego, por fin, se marcha, cruzando con cierta

solemnidad un umbral que lo conduce a la segunda parte de la historia. A su vez, cada

una de estas estaciones tiene su geografía particular, una serie de formulaciones

posibles; es fácil decir que el héroe «encuentra a un Mentor»: en realidad, el asunto tiene

toda una serie de variantes que Vogler se esfuerza en catalogar y poner a disposición

del aspirante a narrador. Lo mismo ocurre con lo que hemos llamado Umbral: no

debemos pensar en una puerta pura y simple, el de umbral es un concepto muy

articulado y con miles de matices, del que conocemos una serie de variantes. En

resumen, para cada pasaje hay muchas formas de realización. Pero, al final, dice Vogler,

nada cambia el hecho de que los pasajes son esos: hay un Mentor, y un Umbral también,

y están colocados en ese mismo punto de la secuencia, desde siempre y para siempre. Si

uno aplica esta convicción a todas las etapas de ese viaje, a todos sus pasajes, obtiene un

fascinante sistema de cajas chinas donde prácticamente todo lo que puede ser relatado

está contemplado, regulado, fijado. Hay que añadir que el sistema cuenta también con

su propia elegancia formal: Vogler dice que está estructurado en tres actos, según una

proporción armónica: el segundo acto, el de la aventura propiamente dicha, es tan largo

como la suma del primero (la partida) y el tercero (el regreso). Amén.

Se entenderá que tal repertorio de certezas haya representado durante años un

fantástico amarre para los muchos que se han encontrado navegando por el mar abierto

de las historias. Incluso en los días de cansancio, no hay nada como una buena clase

sobre el viaje del héroe para volver a casa con un buen subidón del propio prestigio

como docente. Sin embargo, ya es hora de regresar a las raíces del acto de narrar y

poner fin a los atajos que el método Vogler ha puesto en circulación. Es importante

despertar de ese agradable hechizo y recordar que el sistema por el que los humanos

producen historias es mucho más complejo y libre de lo que reconoce el viaje del héroe.

La idea de que una historia puede remitir en su totalidad al desarrollo lineal de un

personaje es ingenua y reduccionista. Como he intentado explicar, a eso se le llama

trama y no es más que una reducción de un mundo esférico, la historia, preexistente a

aquella. El propio héroe, al que Vogler confía la espina dorsal de la narración, no es sino

una tardía y, en el fondo, infantil antropomorfización de algo más ambiguo,

subterráneo y misterioso que se mueve en el espacio mental del narrador, por zonas

donde no rige ninguna ley. Por molesto que resulte (y por problemática que resulte así

una lección de escritura creativa), la producción de historias comienza en un universo

que es, por así decirlo, alquímico: la química de la trama, como hemos visto, solo

consigue iluminar una mínima parte. Todas las reglas de Vogler, generalmente llenas de

sentido común, siguen siendo los muebles de una casa deshabitada, porque construyen

la trama en ausencia de una historia: no son la consecuencia de una vida, sino su

sustituto. Cuando uno las lee, le producen ese mismo desconcierto ambiguo que se

siente al pasar por las habitaciones vacíasde una tienda de muebles. Sería insensato

negar que les pertenece una cierta sabiduría artesanal: pero ahora es importante

recordar que saber construir una mesa no es más que una parte circunscrita al acto que

llamamos habitar. Por ello también se puede trabajar con el texto de Vogler para

combatir la confusión obtusa de tantos experimentos narrativos; a veces, incluso puede

ser necesario, para reducir los daños, intentar reconducir el material indistinto de un

narrador novato a una estructura de tres actos: pero me gustaría recordar aquí que

detenerse en ese punto es triste e imperdonable.

Más aún: es peligroso. Este es quizás el aspecto más importante. En el método

Vogler hay un veneno y es necesario que seamos capaces de verlo. Quien quiera

saborearlo, lo encontrará en este pasaje, que sin prudencia aparece ya en la tercera

página del libro, tan orgulloso de sí mismo:

Los relatos edificados sobre los fundamentos básicos del viaje del héroe poseen un

atractivo que está al alcance de cualquier ser humano, una cualidad que brota de una

fuente universal ubicada en el inconsciente colectivo y que es un fiel reflejo de las

inquietudes universales.¹

Lo que Vogler formula sin rodeos es una tesis a la que nos hemos acostumbrado sin

demasiadas reticencias. Lo cierto es que formula una enormidad. Dice que las reglas del

viaje del héroe no son una hábil organización del material narrativo, sino una estructura

que procede a priori del inconsciente compartido: si sabes utilizarlas, obtienes un poder

universal porque no algunos humanos, sino todos, encuentran en ellas sus propias

preguntas, su propia manera de estar en el mundo y, en general, sus propios orígenes.

Todos somos héroes y todos tenemos un viaje que realizar y del que regresar. Es un

destino que nos precede y que permanecerá inalterable después de nosotros. Por lo

tanto, si se encontrara a un narrador capaz de relatar ese viaje, no existirían límites para

su público potencial: hasta la expresión público de masas sonaría reduccionista. Contar

a todos la historia de todos: el sueño del cine de Hollywood.

Lo cierto es que podemos afirmar con una relativa seguridad que el viaje del héroe,

lejos de ser una secuencia narrativa universal y arquetípica, es el producto claro,

históricamente determinable y completamente artificial, de un pensamiento dominante,

que de generación en generación ha ido transmitiendo una vivencia-madre donde está

contenido el ADN mental y ético útil para la dominación. Lejos de ser el producto de un

inconsciente compartido, la cadena narrativa del viaje del héroe es el instrumento con el

que la lengua de la dominación intenta absorber el escándalo del inconsciente

individual. Pretendiendo encarnar las preocupaciones universales, fija principalmente

las preocupaciones del pensamiento dominante. No remite a una humanidad que de

veras existe, sino más bien a una humanidad esclavizada que se ha alineado con las

consignas del vencedor.

Al igual que la Ilíada y la Odisea fueron el manual de cierta clase dirigente del siglo

VIII a. C., el repertorio de figuras mentales con las que se construye el viaje del héroe

coincide plenamente con la epopeya conceptual de una forma específica de dominación,

que se manifiesta históricamente a principios del siglo XIX:el mito del héroe que cambia

el mundo, la obsesión por el individualismo, el culto incuestionable del progreso, la

idea de que la superación de una serie de pruebas es lo que lo genera, la necesidad

estructural de un enemigo, la necesidad del optimismo y, por tanto, del final feliz, e

incluso la convicción de que las cosas suceden de forma lineal y según una arquitectura

ordenada y racional: ¿quién no reconoce las señas de identidad de una determinada

civilización productiva y, al mismo tiempo, sus deudas evidentes con una idea militar y

guerrera de la existencia? Son figuras mentales que sirven para construir trabajadores

mansos y soldados convencidos: las dos fuerzas que necesitaba esa civilización. Han

llegado hasta nosotros como una herencia envenenada, que ha ayudado a delimitar el

perímetro del ciudadano ideal, es decir, del siervo inconsciente. Cuando, por el

contrario, los humanos viven una locura espectacular, hamletiana, transmitiéndose de

manera clandestina que el progreso es solo una de las direcciones posibles y, de entre

todas, la más dudosa; que las pruebas no son obstáculos que hay que superar, sino

escenarios que hay que habitar; que nadie es un individuo, sino todos una parte del

todo; que la mayor parte de las experiencias no conducen a un aumento del saber y del

poder; que quien necesita un enemigo para existir está sembrando la destrucción; y que

los acontecimientos de una vida ni respetan un orden ni lo generan. Estas y otras

figuras mentales los humanos las cultivan de forma clandestina, y retenerlas como

historias es precisamente uno de los sistemas con los que las resguardan. Quien narra

tiene algo que ocultar.

Por eso, quienes enseñan a contar historias tienen una gran responsabilidad. En

cierto modo, están llamados a compartir una clandestinidad y a defender una

insumisión. Luego, después, llegará también el momento de ocuparse del mobiliario, y

el placer de enseñar a construir mesas sólidas, útiles y hermosas. Pero solo después.

Antes, enseñar a narrar coincide esencialmente con ser capaz de regenerar cuotas de

libertad, eliminando bloqueos y miedos. Por eso enseñar el viaje del héroe de forma

perezosa no solo es una tontería, sino que resulta contraproducente. Cada vez que lo

hacemos, transmitimos una forma de dominación, y al aprovecharnos del desconcierto

de los seres vivos, les robamos loque sería la recompensa de ese desconcierto, es decir,

la libertad.

Fin del intermedio.

14

Donde hay una historia, apoyada por una trama, lo que falta todavía es una voz. El

estilo.

15

El estilo es de unos pocos. Surge de una intimidad muy elevada y misteriosa con un

material concreto. No se puede enseñar, se posee. Es un acontecimiento. Ocurre cuando

el lenguaje, cualquier lenguaje, deja de ser una herramienta externa y se convierte en la

prolongación de un cuerpo. Mano, no martillo. Respiración.

16

El estilo, por tanto, es cuerpo. Lo es del mismo modo ambiguo que lo es la voz: una

extensión incorpórea del cuerpo que se asoma hacia lo eterno. Una vibración que se

convierte en sonido.

17

Cada estilo –como cada voz– es un sonido único. Se puede imitar, evidentemente,

pero su código genético está enterrado en una región inaccesible del individuo. El big

bang que lo generó es puro misterio. De ahí esa forma de asombro, cuando no de

sospecha, que el estilo difunde a su alrededor. De manera instintiva, la gente percibe el

peligro latente de un fenómeno que procede de las tinieblas.

Cuando, por el contrario, el estilo, siempre, es luz.

18

En el estilo, la historia y la trama adquieren cuerpo, y así se convierten en tierra, y en

realidad definitiva. Antes de que intervenga una voz, son un acontecimiento

interrumpido, un instrumento musical perfecto que nadie está tocando.

19

El estilo es lo que mantiene unidos el cielo y la tierra, por así decirlo. El cielo de las

historias, la tierra de la realidad.

20

Así pues: Narrar es el arte de dejar andar una historia, una trama y un estilo en el

flujo de un único acto. Su propósito es mantener unidos el cielo y la tierra.

21

Es posible encontrar formas imperfectas. Más que imperfectas, parciales.

Historia y trama sin estilo. Lo que queda no es verdaderamente real, no incide en lo existente,

reside en un mundo paralelo al que se le ha dado un nombre muy preciso: entretenimiento.

Historia y estilo sin trama. Variante muy atractiva. El narrador se asoma hacia la narración,

pero luego, esencialmente, se retira de ella. El rito se vuelve solitario, onanista. La historia vuelve

a encerrarse en sí misma, pero tras haber dejado a sus espaldas un resplandor de luz. El sentido

de esta castración –difícil de erradicar en quienes se entregan a ella– podría ser la convicción

íntima de que una historia sedisuelve si se expone demasiado a la mirada de los demás. Por otra

parte, también es posible que, en cambio, se trate de un caso de pudor, de miedo, de represión: no

todo el mundo está dispuesto a aceptar hacer realidad sus historias.

Estilo y trama sin historia. A menudo se trata de ensayismo que se disfraza de narración.

22

Hay casos aún más minimalistas.

La historia por sí sola es poco más que una sensación. La trama por sí sola es un

gesto infantil. El estilo por sí solo es poesía.

23

Pero a menudo ocurre que historia, trama y estilo aparecen convenientemente

entremezclados, en ese ejercicio dorado de lo que llamamos narrar. En un número

limitado de casos, su fusión es tan rotunda que borra todas las marcas de sutura y las

huellas de construcción. Entonces narrar alcanza cotas en las que aparece como magia y

no como ese proceso químico que, en el fondo, es. Esta ilusión óptica, este

desplazamiento hacia el mito, lo convierte entonces en un acontecimiento casi místico, y

ahí tiene su momento esa relación particular con la verdad que a veces se le ha

atribuido.

24

Enseñar esa rotundidad –el acto dorado de la narración– no es fácil, pero solo una

visión distorsionada de lo que es un narrador puede llevar a pensar que es imposible o

incluso una estafa. En realidad, sabemos exactamente dónde podemos intervenir y

dónde no.

Podemos educar para reconocer las historias, para comprender su forma, para

acogerlas y manejarlas sin hacernos daño.

Podemos enseñar a construir una trama, de modo que sea un mapa completo y un

jeroglífico legible.

No podemos enseñar el estilo, pero podemos darle seguridad, defenderlo, hacerlo

crecer. Y si no podemos enseñar a tener una voz, podemos enseñar a cantar a los que la

tienen.

25

Así, el acto de contar historias se transmitirá de generación en generación y no se

perderá nada de lo que los seres humanos saben hacer para dar sonido a ciertas

vibraciones misteriosas del mundo.

Apostilla

La Narración

como Vía

De manera consciente o no, quien narra elige una enorme cantidad de veces: toma

decisiones. Una palabra en lugar de otra, la longitud de la frase, el movimiento de las

manos, el volumen de la voz. Una buena parte de estas decisiones se toman muy

deprisa y de un modo que parece en gran medida instintivo: sería difícil remontarlas

enteramente a cierto saber, a una experiencia adquirida. Pero si no vienen de ahí, ¿de

dónde vienen?

Es una pregunta que vale para casi todos los componentes químicos de la narración,

tal y como los hemos reconstruido. ¿Qué tienen de particular esas teselas que vibran y

que son el punto de partida de todo? ¿Por qué precisamente esas, de entre tantas? Y la

forma de loscampos magnéticos: ¿se genera por pura casualidad o replica figuras que

vienen de lejos? En el momento en que los sustituimos por personajes, ¿qué nos empuja

a elegir ese personaje en lugar de otro? ¿En qué se diferencian las soluciones

argumentales que se nos ocurren de las que se les ocurren a otros narradores? Por no

hablar del pasaje más misterioso, el estilo: ¿de dónde viene el milagro de una voz?

Parece legítimo pensar que al menos una parte de esas elecciones procede de una

zona prerracional o posrracional del narrador, una región sobre la que su conciencia

ejerce un control muy relativo. Barrios del Yo que se encuentran fuera de las murallas,

que han crecido a cielo abierto más allá de las fortificaciones erigidas por el principio de

realidad. Barrios prohibidos, en cierto modo. Ciertamente aislados durante mucho

tiempo. Teselas del inconsciente, podríamos decir.

La narración como mensaje del inconsciente. Como palabra largamente aplazada y,

al final, pronunciada.

Me viene a la cabeza lo que decía Lacan. El inconsciente, afirmaba, no es el

contenedor de un pasado reprimido, sino el capítulo dejado en blanco en el texto de una

existencia. No esalgo que viene del pasado, sino, decía astutamente, del futuro anterior.

También pensaba, con una reflexión estéticamente espléndida, que no debemos

imaginarnos como el germen de una semilla, ni como el resultado de un pasado: más

bien como la consecuencia aún no realizada de un futuro anterior. Somos el

cumplimiento de una profecía que yace, no escrita, en nuestro inconsciente, en las

páginas de nuestra historia que hemos dejado en blanco. Un día se habrá escrito: él creía

que eso ocurre en la palabra analítica, en la praxis analítica. Y que escribir la profecía,

rellenar las páginas en blanco, era también una forma de reescribir el propio pasado.

¿Sería eso sanar, o, por lo menos, llegar a la realización?

Lo inconsciente que hay en el acto de narrar parece llevar precisamente a este tipo

de reflexiones. La mayoría de las veces tenemos la convicción de que narramos cosas

que nos han sucedido y de que lo hacemos basándonos en cómo somos. Pero la

multitud de elecciones instintivas que hacemos para narrar procede más probablemente

de lo que aún no somos y de cosas que aún no han sucedido. En una zona de la que

tenemos poco control, y que incluso podríamos llamar inconsciente, pescamos formas y

materiales que serían nuestros, pero que aún no lo son: en ese acto vienen al mundo,

convirtiéndose en profecía cumplida. El que narra, se convierte. No se limita a organizar

el pasado, sino que suscita el futuro. Mientras, en apariencia, relee páginas ya escritas

tiempo atrás, con la parte más animal e instintiva de su narrar está escribiendo las

páginas en blanco que había dejado a sus espaldas. De este modo, al narrar, completa

un largo viaje y llega a su realización. Pues si hay una meta a la que puede aspirar la

conciencia, esta no puede prescindir de la capacidad de soldar lo consciente a lo

inconsciente, lo escrito a lo por escribir: quien narra conoce el punto exacto de esa

soldadura.

Todo esto debería inclinarnos a reconsiderar el alcance de un acto como enseñar a

narrar. Ahora que empieza a reconocerse como enseñanza profesional, útil para

iniciarse en la práctica de un oficio, quizá ha llegado el momento de ir más lejos, y

considerarla también como una Vía posible: la Vía por la que se puede alcanzar una

cierta culminación de uno mismo. Si narrar es el acto en el que los seres humanos

pueden encontrar alguna forma de desvelamiento, aprender a hacerlo a la sombray a la

luz de un maestro puede convertirse en una práctica que encuentra su propósito en sí

misma. Narrar para narrar y, con ello, completar el texto de la propia existencia. El

cuidado de la técnica, la atención por los detalles, el esfuerzo de la corrección serían

entonces ese protocolo de cuidado que está presente en todos las Vías, donde la meta

espiritual más elevada pasa siempre por el éxito de un gesto de la mano, del ojo, del

cuerpo. Fuera del círculo restringido de los que saben realizar esos gestos con una

especial pericia, se multiplica el número de los que aspiran a realizarlos de manera

meramente educada, y a practicarlos, y a perfeccionarlos. Se percatan de que en su

repetición habita una disciplina antigua, una Vía entre otras. No parece insensato

encomendarle la tarea posible de llevar a término breves existencias individuales,

soldando cuanto es cierto en su conciencia con lo que aún es página en blanco y carta

boca abajo.

Escribir un relato como participar en una ceremonia del té.

Fin.

[←1]

Christopher Vogler, El viaje del escritor, Barcelona, Ma non troppo, 2002, traducción

de Jorge Conde, p. 43.

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