lunes, 31 de julio de 2023

C. S. KIRK, J. E. RAVEN Y M. SCHOFIELD LOS FILÓSOFOS PRESOCRÁTICOS FRAGMENTO

 

 

 

 

 

 




 

C. S. KIRK, J. E. RAVEN Y M. SCHOFIELD

 

LOS    FILÓSOFOS PRESOCRÁTICOS

 

HISTORIA CRÍTICA CON SELECCIÓN DE TEXTOS

 

VERSIÓN ESPAÑOLA

 

DE JESÚS GARCÍA FERNÁNDEZ

 

SEGUNDA EDICIÓN

 

 

PARTE I

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

EDITORIAL   GREDOS

 

Libera los Libros



PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN

 

Hace más de veinticinco años que apareció, por primera vez, nuestro estudio sobre Los Filósofos Presocráticos. Sus numerosas reimpresiones han experimentado, desde entonces, correcciones de escasa importancia hasta 1963 y las siguientes se han mantenido inalterables. GSK y JER fueron conscientes, durante los últimos años, de que pronto iba a ser necesaria una edición revisada a fon­do, si no querían que se quedara anticuada. Dado que JER no disfrutaba de buena salud y que sus intereses investigativos se cen­traban exclusivamente en cuestiones botánicas, le pidió a GSK que buscara el momento oportuno para sugerir un tercer colaborador. Resultó, además, que la parte del libro que fue originariamente obra de JER era la que requería una mayor revisión, debido a los nuevos derroteros que los intereses de los estudiosos habían alumbrado; GSK había estado también trabajando en otros campos y necesita­ba un colaborador para el grueso de las cuestiones. MS aceptó, en 1979, participar en la tarea y los tres estuvimos de acuerdo sobre la realización del trabajo.

 

Hay mayores e importantes cambios en esta nueva edición. MS ha reescrito por completo los capítulos referentes a los eleáticos y pitagóricos, debido, sobre todo, a las investigaciones de los filó­sofos analíticos respecto a los primeros y a las de Walter Burkert (en particular) sobre los segundos —investigaciones que han exigi­do una cierta reconsideración valorativa de los puntos de vista de Cornford-Raven en lo tocante a las interrelaciones entre las dos escuelas. Se ha incorporado a Alcméon en estos capítulos. MS ha igualmente reescrito en su totalidad el capítulo sobre Empédocles, a fin de tomar en consideración las reinterpretaciones de J. Bollack, G. Zuntz y otros y la controversia que han provocado. Espe­ramos que la disposición de los fragmentos de Empédocles en su orden original probable resulte más útil al lector. El capítulo sobre Anaxágoras, en cambio, se mantiene, en gran medida, tal como JER lo escribió; MS ha indicado, en notas de pie de página (cf. al respecto su An Essay on Anaxagoras, Cambridge, 1980) sus dife­rentes soluciones ocasionales, pero fue deseo de los tres autores que este capítulo se mantuviera sin cambios en su mayor parte. También Arquelao continúa sin alteración y Diógenes ha sido am­pliado con una simple nota a pie de página; MS ha escrito de nuevo las secciones referentes a los principios metafísicos de los atomistas, los átomos y el vacío y el peso de los átomos (para tener en cuenta la investigación de D. J. Furley, J. Barnes, D. O'Brien y otros) así como las relativas a la epistemología y la ética —la sec­ción sobre la ética ha sido, en gran medida, obra del Dr. J. F. Procopé, a quien expresamos nuestro cálido agradecimiento.

 

GSK ha revisado en su totalidad la parte primera del libro, aun­que hay escasas rescripciones completas. El capítulo I, los Precur­sores, ha sido redistribuido, abreviado y simplificado en algunas partes y se le han añadido secciones relativas al nuevo material órfico, al fragmento cosmogónico de Alemán y a la transición del mito a la filosofía. Muchas han sido las publicaciones sobre los Milesios, Jenófanes y Heráclito en el último cuarto de siglo, pero sus consecuencias han sido menos significativas que las referentes a los Pitagóricos, los Eleáticos y Empédocles. Se han tenido en consideración particularmente las contribuciones de C. H. Kahn (so­bre Anaximandro y Heráclito), las de J. Barnes y de W. K. C. Guthrie, pero su interpretación y presentación, no obstante los nu­merosos cambios de detalle, no han supuesto una alteración muy drástica. Todo ello refleja nuestra convicción general de que el libro no debía sufrir un cambio radical en su aproximación y en su énfasis, salvo cuando fuera necesario; en consecuencia, la opi­nión, sin duda retrógrada, de GSK al menos es que, a pesar de todo el polvo del debate, los progresos reales han sido muy peque­ños en lo tocante a estos primeros pensadores.

 

Una mejora definitiva, en especial para los muchos lectores que se sirven de las traducciones más que de los textos griegos, ha con­sistido en introducirlas en el cuerpo del texto[1]. La bibliografía se ha puesto al día y el nuevo «Index Locorum» es obra de Mr. N. O'Sullivan, a quien los autores están muy agradecidos, a sí como también a los que han publicado e imprimido la obra por su ayuda y cuidadoso tratamiento de un texto relativamente complicado. Mas, tristemente, «autores» quiere decir los que sobreviven, ya que JER murió en marzo de 1980, a la edad de 65 años; sus dotes notables y su loable personalidad han sido bien destacados en John Raven by his Friends (publicado en 1981 por su viuda, Faith Raven, Docwra's Manor, Shepreth, Herts., England). Es un placer, en cambio, volver a dedicar el libro al Profesor F. H. Sandbach, cuyo profun­do conocimiento ha sido comprendido y valorado ahora mejor in­cluso que lo fue anteriormente.

 

Junio 1983.  G. S. K.

 

M. S.

 


 

PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN

 

El presente libro va primordialmente dirigido a aquellos que tienen más que un simple interés por la historia del pensamiento griego antiguo, si bien hemos procurado que sea también de utili­dad para aquellos estudiosos de la historia de la filosofía o de la ciencia que no tienen una familiaridad previa con este campo im­portante y fascinador, mediante la traducción de todas las citas grie­gas y la impresión en letra menuda de las discusiones más detalla­das al final de cada parágrafo.

 

Hemos de resaltar dos puntos. La limitación de nuestro obje­tivo, en primer lugar, a los principales "físicos" presocráticos y sus precursores, cuya preocupación fundamental radicó en el estu­dio de la naturaleza (physis) y de la coherencia de las cosas como una totalidad. A lo largo de los siglos VI y v a. C. se desarrollaron simultáneamente intereses científicos más especializados, sobre todo en el campo de la matemática, la astronomía, la geografía, la medicina y la biología, pero no hemos estudiado sus objetivos más allá de los intereses de los principales físicos debido a la falta de espacio y a una extensión proporcionada del libro. No hemos incluido tampoco a los sofistas, cuya positiva contribución filo­sófica, exagerada con frecuencia, radica fundamentalmente en los campos de la epistemología y de la semántica. En segundo lugar, no hemos pretendido producir una exposición necesariamente orto­doxa (si es que es posible una exposición semejante dentro de un campo en el que cambian con tanta rapidez las opiniones), sino que hemos preferido, en muchas ocasiones, exponer nuestras pro­pias interpretaciones. Al mismo tiempo hemos mencionado, de ordinario, otras interpretaciones a los puntos discutidos y hemos procurado siempre ofrecer al lector los textos principales para que pueda formar su propio juicio.

 

La parte del libro que trata de la tradición jonia, e incluso sus precursores, así como la referente a los atomistas y Diógenes (i. e. los capítulos I-VI, XVII y XVIII), con sus notas a las fuentes, es obra de G. S. Kirk, mientras que la parte dedicada a la tradición itálica y los capítulos sobre Anaxágoras y Arquelao (i. e. los capítulos VII-XVI) está escrita por J. E. Raven. Las contribuciones de ambos autores han estado sometidas natural­mente a una minuciosa crítica mutua y la estructura general del libro es obra de ambos.

 

La extensión de cada una de las secciones del libro es varia­ble, ya que cuando los testimonios son más abundantes y más claros, sobre todo cuando se conserva un número considerable de fragmentos, tal es el caso de Parménides, p. e., los comenta­rios pueden ser más breves y, cuando las pruebas son más escasas y menos claras, como en el caso de Anaximandro o los pitagó­ricos, p. e., nuestras propias explicaciones tienen que ser necesa­riamente más largas y complicadas. El capítulo I, concerniente a una parte de la temática, a la que, frecuentemente, se le ha prestado poca atención, tiene una extensión tal vez mayor que la que su verdadera importancia exige y recomendamos a los no especialistas que la dejen para el final.

 

Hemos citado únicamente los textos más importantes y, aun así, dentro de una selección personal inevitable. A aquellos lecto­res que deseen una colección casi completa de los fragmentos y de los testimonios los remitimos a H. Diels, Die Fragmente der Vorsokratiker (5.a y última edición, Berlín, 1934-1954, editada por W. Kranz). Nos referiremos a esta obra fundamental mediante las siglas DK, y cuando en la referencia de un pasaje citado en nuestro libro se le añada un numero a las siglas DK (p. e., DK a 12), entiéndase que la cita en cuestión tiene en H. Diels una extensión mayor que en nuestro libro. Omitimos las referencia DK cuando éste aduce menos o no más, y lo mismo en el caso de los fragmentos cuando su número, siguiendo siempre la nume­ración de Diels, es el mismo que el de la correspondiente sección B de DK). Cuando, en los textos citados, aparecen apéndices y no se da ninguna otra información, citamos, de ordinario, por Diels y puede entenderse que nos referimos a las notas textuales de DK.

 

Estamos en deuda, naturalmente, con muchos amigos por sus sugerencias y ayuda; al igual que —no hace falta decirlo— con otros tratadistas anteriores, como Zeller, Burnet, Cornford, Ross y Cherniss; y así lo recordamos muchas veces en el texto. Agra­decemos a la dirección de la editorial Cambridge University Press sus consejos sobre la tipografía y su valiosa asistencia. H. Lloyd-Jones y I. R. D. Mathewson leyeron las pruebas y aportaron suge­rencias estimables. Aportó también una contribución sobresaliente F. H. Sandbach, cuyos numerosos comentarios, doctos y agudos, al esquema final fueron de la mayor importancia y a quien, como un tributo sin mérito, nos gustaría dedicar este libro.

G. S. K.   J. E. R.

Cambridge, Mayo, 1957.

 

 

 

NOTA INTRODUCTORIA

 

LAS  FUENTES  DE  LA  FILOSOFÍA  PRESOCRATICA

 

 

A.    CITAS DIRECTAS

 

Los fragmentos actuales de los pensadores presocráticos se conservan citados en los autores antiguos posteriores a ellos, desde Platón, en el siglo IV a. C, hasta Simplicio, en el siglo VI d. C, e incluso, en raras ocasiones, en los escritores bizantinos tardíos, como Juan Tzetzes. La fecha de una cita no es, naturalmente, una guía fidedigna de la exactitud de su fuente. Así, Platón se muestra extraordinariamente descuidado en sus citas de todo tipo de fuentes; mezcla, con frecuencia, citas con paráfrasis, y su acti­tud para con sus predecesores no es muchas veces objetiva, sino humorística e irónica. El neoplatónico Simplicio, en cambio, que vivió todo un milenio después de los presocráticos, adujo citas evidentemente fieles, en particular de Parménides, Empédocles, Anaxágoras y Diógenes de Apolonia y no por motivos de ornato literario, sino porque, en sus comentarios sobre la Física y el De caelo de Aristóteles, le fue preciso exponer las opiniones de éste sobre sus predecesores, transcribiendo sus propias palabras. Simplicio lo hizo, a veces, con una extensión mayor que la indis­pensable porque, como él mismo nos dice, una determinada obra antigua se había convertido en rareza.

 

Aristóteles, al igual que Platón, adujo, en comparación con otros autores, citas directas relativamente escasas y su valor prin­cipal radica en su carácter de recapitulador y crítico de los pensa­dores precedentes.

 

Además de Platón, Aristóteles y Simplicio, pueden destacarse, como mención especial, las siguientes fuentes importantes de ex­tractos literales:

 

i) Plutarco, el filósofo académico, historiador y ensayista del siglo II d. C., incorporó a sus extensos Ensayos Morales nume­rosas citas (frecuentemente alargadas, interpoladas o refundidas por él mismo) de los pensadores presocráticos.

 

ii) Sexto Empírico, el filósofo escéptico y físico de finales del siglo II d. C., expuso las teorías de Enesidemo, que vivió dos siglos antes y se basó, en gran medida, en fuentes helenísticas. Cita muchos pasajes antiguos relativos al conocimiento y la credi­bilidad de los sentidos.

 

iii) Clemente de Alejandría, el docto director de la Escuela Catequística, vivió en la segunda mitad del siglo II d. C. y en los primeros años del III. Converso al cristianismo, mantuvo, sin em­bargo, su interés por la literatura griega de todo tipo e hizo gala de un amplio conocimiento y notable memoria en sus compara­ciones entre el paganismo y el cristianismo y adujo frecuentes citas de poetas y filósofos griegos (sobre todo en su Protréptico y en los ocho libros de Stromateis o Misceláneas).

 

iv) Hipólito, teólogo del siglo III d. C., afincado en Roma, escribió una Refutación de todas las herejías en nueve libros; atacó las herejías cristianas, acusándolas de ser renacimiento de la filosofía pagana. La herejía noeciana, por ejemplo, era un resur­gimiento de la teoría de la coincidencia de los opuestos de Heráclito, disputa que trató de demostrar mediante la aducción de diecisiete sentencias de éste, muchas de las cuales hubieran que­dado, de otro modo, desconocidas.

 

v) Diógenes Laercio compiló, probablemente en el siglo III d. C., en diez libros, las Vidas de filósofos famosos, triviales en sí, pero importantes desde nuestro punto de vista. En sus noticias doxográficas y biográficas, que proceden principalmente de fuentes helenísticas, incluyó breves citas ocasionales.

 

vi) El antologista del siglo v d. C, Juan Estobeo, reunió, en su Antología, extractos de carácter educativo procedentes de toda clase de literatura griega, en especial sentencias éticas. Él nos ha conservado, en una forma con frecuencia bastante adulterada, mu­chos fragmentos presocráticos (sobre todo de Demócrito). Sus fuentes principales fueron los manuales y compendios que proli-feraron en el período alejandrino.

 

Además de en las principales fuentes mencionadas, aparecen esporádicamente citas sobre los presocráticos en algunos otros autores: en el epicúreo Filodemo; en los estoicos, como Marco Aurelio, y eclécticos, como Máximo de Tiro; en los escritores cristianos, además de Clemente e Hipólito, por ejemplo en Oríge­nes ; ocasionalmente en Aecio (cf. B, 4, b), si bien son raras en él las citas directas; en autores técnicos, como el médico Galeno, el geógrafo Estrabón y Ateneo, el antologista de los banquetes y simposios; y no menos importantes en escritores neoplatónicos, desde Numenio, Plotino, Porfirio y Jámblico (los dos últimos escribieron sobre Pitágoras) hasta Proclo y, naturalmente, el ines­timable Simplicio.

 

Hemos de subrayar, para concluir estas notas sobre las fuentes de las citas directas, que no era necesario que el autor de una cita hubiera visto la obra original, puesto que los sumarios, antologías y compendios de todo tipo, conocidos ya desde Hipias (pág. 147 n. 2) y producidos en gran número en los tres siglos siguientes a la fundación de Alejandría, fueron considerados como un susti­tuto adecuado de la mayoría de los originales de carácter técnico en prosa.

 

 

B.    TESTIMONIOS

 

1)    platón es el primer comentarista de los presocráticos (si bien existían referencias ocasionales en Eurípides y Aristófanes). Sus comentarios, sin embargo, están, en su mayor parte, inspira­dos, al igual que muchas de sus citas, por la ironía o el diverti­miento. Así, sus referencias a Heráclito, Parménides y Empédo-cles son, con más frecuencia que lo contrario, festivos obiter dicta, parciales o exagerados, más que juicios históricos moderados y objetivos.  Hecha esta salvedad, su información es muy valiosa. Un pasaje, Fedón 96 ss., ofrece una perspectiva útil, aunque breve, de las preocupaciones físicas del siglo v.

 

2)    aristóteles prestó más atención que Platón a sus pre­decesores filosóficos y comenzó algunos de sus tratados, sobre todo en la Metafísica A, con un examen formal de sus opiniones. Sus juicios, sin embargo, están frecuentemente deformados debido a su consideración de la filosofía precedente como un titubeante progreso hacia la verdad que él mismo reveló en sus doctrinas físicas,  en  especial  las  concernientes  a  la  causación.   También aporta, naturalmente, muchos juicios críticos agudos y valiosos y un cúmulo de positiva información.

 

3)    teofrasto acometió la empresa de historiar la filosofía precedente, desde Tales a Platón, como parte de su contribución a la actividad enciclopédica organizada por su maestro Aristóteles —lo mismo que Eudemo emprendió la historia de la teología, astronomía y matemáticas, y Menón la de la medicina—. Escribió, según la lista que de sus obras nos da Laercio, dieciséis (o die­ciocho) libros de Opiniones físicas (u Opiniones de los físicos; el genitivo griego es Fusikw~n docw~n); más tarde fueron com­pendiados en dos volúmenes. Sólo subsiste, en su mayor parte, el último libro:  Sobre la sensación. Simplicio copió importantes extractos del primero: Sobre los principios materiales, en su comen­tario a la Física de Aristóteles. (Algunos de estos extractos de Simplicio derivan de comentarios perdidos hechos por el destacado comentarista peripatético Alejandro de Afrodisia.) En su primer libro, Teofrasto trató a los diferentes pensadores en un orden cronológico aproximado, añadiendo su ciudad, patronímico y, a veces, su fecha y mutua relación. En los libros restantes siguió un orden cronológico solamente dentro de las principales divisio­nes lógicas. Además de la historia general, escribió obras espe­ciales sobre Anaxímenes, Empédocles, Anaxágoras, Arquelao y (en varios volúmenes) sobre Demócrito, desgraciadamente perdi­das, y es de suponer que experimentara grandes dificultades para consultar las fuentes originales de estos pensadores. Sus juicios, incluso sobre estos autores, a juzgar por los testimonios disponi­bles, se derivaron, con frecuencia, directamente de Aristóteles, sin que se esforzara mucho por aplicar una crítica nueva y objetiva.

 

4) la tradición doxográfica: a) Su carácter general. — La gran obra de Teofrasto se convirtió para el mundo antiguo en la autoridad normativa de la filosofía presocrática y es la fuente de la mayoría de las colecciones de "opiniones" posteriores ( do/cai, a)re/skonta o placita). Estas colecciones adoptaron formas diferentes, i) Se consideraba, en sección aparte, reproduciéndolos de un modo muy similar a la disposición de Teofrasto, cada uno de los temas más importantes y se trataba sucesivamente a los diferentes pensadores dentro de cada sección. Éste fue el método de Aecio y su fuente los Vetusta Placita (cf. pág. 20). ii) Los doxógrafos biográficos consideraron juntas todas las opiniones de cada filósofo —acompañadas de los detalles de su vida—, opiniones suminis­tradas, en una gran medida, por la febril imaginación de biógrafos e historiadores helenísticos, como Hermipo de Esmirna, Jerónimo de Rodas y Neante de Cícico. Su resultado queda ejemplificado en el revoltijo biográfico de Diógenes Laercio. iii) Otro tipo de obra doxográfica aparece en las Diadoxai/, o cómputos de sucesiones filosóficas. Su creador fue el peripatético Soción de Ale­jandría, que escribió, hacia el año 200 a. C, una clasificación de los filósofos precedentes dispuestos por escuelas y relacionó a los pensadores conocidos en mutua línea descendente de maestro a discípulo (Soción no hizo más que extender y formalizar un pro­ceso comenzado por Teofrasto). Además distinguió claramente la escuela jonia de la itálica. Muchos de los compendios doxográ-ficos patrísticos (en especial los de Eusebio, Ireneo, Arnobio, Teodoreto —que usó también a Aecio— y San Agustín) se basaron en las breves relaciones de los escritores de sucesiones, iv) El cronógrafo Apolodoro de Alejandría compuso, en la mitad del siglo II a. C., una relación métrica de las fechas y opiniones de los filósofos. Se informó, en parte, en la división en escuelas y maestros de Soción y, en parte, en la cronología de Eratóstenes, que había asignado, de un modo razonable, fechas a artistas, filó­sofos y escritores, así como a sucesos políticos. Apolodoro rellenó las lagunas que dejó Eratóstenes basándose en principios comple­tamente arbitrarios: supuso que la acmé, o período de la máxima actividad de un filósofo, tenía lugar a la edad de cuarenta años y la hizo coincidir lo más posible con una fecha de las más im­portantes épocas cronológicas, por ejemplo la toma de Sardes en 546 / 5 a. C. o la fundación de Turios en 444 / 3. Además hizo siempre al supuesto discípulo cuarenta años más joven que su supuesto maestro.

 

b) Aecio y los "Vetusta Placita". — Dos de los compendios doxográficos transmitidos, muy semejantes entre sí, se derivaron independientemente de un original perdido —la colección de Opi­niones, obra de Aecio, un compilador del siglo II d. C. probable­mente, cuyo nombre conocemos por una referencia de Teodoreto y que de no ser por esta circunstancia hubiera quedado totalmente desconocido. Dichos compendios son el Epítome de las opiniones físicas, en cinco libros, falsamente atribuidos a Plutarco, y los Extractos físicos, que, en su mayor parte, aparecen en el libro I de la Antología de Estobeo. (Del primero, muy leído, derivaron algunas de sus informaciones el pseudo-Galeno, Atenágoras, Aquiles y Cirilo.) Diels, en su magna obra Doxographi Graeci, dispuso ambas fuentes en columnas paralelas, como los Placita de Aecio. Ello constituye nuestra autoridad doxográfica más extensa, si bien no es siempre la más precisa.

 

La obra de Aecio no se basó directamente en la historia de Teofrasto, sino en un compendio intermedio de la misma produ­cido probablemente en la escuela posidonia durante el siglo I a. C. A esta obra perdida la llamó Diels los Vetusta Placita. A las opiniones registradas por Teofrasto se añadieron en ella otras estoicas, epicúreas y peripatéticas, y mucho de lo que derivó de Teofrasto fue sometido a reformulación estoica. Aecio mismo añadió más opiniones estoicas y epicúreas, así como unas cuantas definiciones y comentarios introductorios. Varrón hizo un uso directo de los Vetusta Placita (en el de die natali de Censorino) y Cicerón en la breve doxografía Académica priora II, 37, 118.

 

c) Otras fuentes doxográficas importantes. — i) Hipólito. El primer libro de su Refutación de todas las herejías, llamado Philosophoumena, en otro tiempo atribuido a Orígenes, es una doxografía biográfica que contiene informaciones aisladas de los principales filósofos. Las secciones sobre Tales, Pitágoras, Empé-docles, Heráclito, los eléatas y los atomistas proceden de un compendio biográfico banal y son de escaso valor, mientras que las dedicadas a Anaximandro, Anaxímenes, Anaxágoras, Arquelao y Jenófanes, que proceden de una fuente biográfica más com­pleta, son de mucho más valor. Sus comentarios sobre el segundo grupo son, en muchos puntos, más detallados y menos imprecisos que los correspondientes de Aecio. ii) Los Stromateis pseudo-plutarqueos. Estas breves "Misceláneas" (que hay que distinguir del Epítome, procedente de Aecio y también atribuido a Plutarco) están conservadas en Eusebio y proceden de una fuente semejante a la del segundo grupo de Hipólito. Difieren de éste en que se concentran sobre el contenido de los primeros libros de Teofrasto, los que se ocupan del principio material, la cosmogonía y los cuerpos celestes; están llenos de verbosidad y son de una hin­chada interpretación, si bien contienen algunos detalles impor­tantes que no aparecen en ninguna otra parte, iii) Diógenes Laer-cio. Aparte de detalles biográficos tomados de muchas fuentes, de algunos datos cronológicos útiles procedentes de Apolodoro y epigramas deplorables nacidos de la pluma de Diógenes mismo, aduce normalmente las opiniones de cada pensador en dos apun­tes doxográficos distintos: el primero (que él mismo denominó kefalaiw/dhj o versión compendiada) procede de una fuente bio­gráfica sin valor, similar a la que usó Hipólito en el primer grupo, y la segunda (la e)pi\ me/rouj o exposición detallada) proviene de un epítome más completo y fidedigno, semejante al que Hipólito empleó para su segundo grupo.

 

5) conclusión. — Conviene recordar que se conocen muchos escritores que, independientes de la tradición directa de Teofrasto, dedicaron obras especiales a los primeros filósofos. Heráclides Póntico, por ejemplo, académico del siglo IV a. C, escribió cuatro libros sobre Heráclito, y lo mismo hizo el estoico Cleantes, mien­tras que Aristóxeno, el discípulo de Aristóteles, escribió biografías, entre las que incluye una sobre Pitágoras. Debe admitirse, en consecuencia, la posibilidad de que aparezcan juicios esporádicos no procedentes de Teofrasto en fuentes eclécticas tardías, como Plutarco o Clemente, si bien dichos juicios, en su mayoría y en la medida en que podemos reconocerlos, manifiestan señales de influencia aristotélica, estoica, epicúrea o escéptica. La fuente principal de información sigue siendo Teofrasto y su obra nos es conocida a través de los doxógrafos, las citas de Simplicio y el de sensu, cuya transmisión ha llegado hasta nosotros. De todo ello se deduce, con absoluta evidencia, que experimentó un inten­so influjo aristotélico —quien, como ya se ha dicho, no pretende, como debió pretenderlo Teofrasto, una extrema objetividad his­tórica.

 

No tuvo Teofrasto un éxito mayor que el que cabía esperar en la inteligencia de los móviles de un período anterior al suyo y con un mundo de pensamiento diferente. Otro defecto suyo con­sistió en que, una vez acuñado un canon general de explicaciones, en especial para los hechos cosmológicos, propendió a imponerlo, tal vez con demasiada audacia, en casos en que carecía en abso­luto de pruebas, casos que no parecen haber sido infrecuentes. Es, por consiguiente, legítimo sentirse completamente seguro de la intelección de un pensador presocrático sólo cuando la interpreta­ción de Aristóteles o de Teofrasto, incluso en el caso en que ésta pueda reconstruirse con toda precisión, queda confirmada por los extractos correspondientes, completamente auténticos, procedentes del filósofo en cuestión.



[1]  Esta mejora no ha podido introducirse en la versión española porque habría supuesto el reajuste total de la obra. (Nota: en  la versión digital hemos puesto a la par, texto griego y texto español).

 

viernes, 28 de julio de 2023

Menandro: “El misántropo” PRÓLOGO




 Menandro: “El misántropo”

En: Comedias. Ed Gredos. Madrid, 2000.

Argumento

El descubrimiento del Papiro Bodmer permitió conocer una pieza de la Comedia

Nueva en su integridad -de El misántropo sólo se pueden considerar totalmente

perdidos menos de una decena de versos-. Hasta entonces, solamente las adaptaciones

romanas de Plauto y Terencio, junto con las colecciones de fragmentos transmitidos

indirectamente por diversos autores, nos permitían hacemos una idea de este tipo de

teatro. El misántropo refleja perfectamente lo que el público de finales del s. iv a. C.

buscaba en la escena: argumentos sin grandilocuencias ni grandes problemas, tramas

que presentaran aspectos y preocupaciones cotidianas, con una moralización y un final

feliz que, al menos por el tiempo de la representación, le alejaran de otros problemas y

situaciones más graves de una ciudad, de un Estado, como el ateniense de esos días, que

había perdido definitivamente sus grandes aspiraciones.

En tal contexto surgió El misántropo, comedia con la que Menandro ganó el primer

premio en el festival de las Leneas del año 316 a. C. La obra gira en torno al personaje

de Cnemón, viejo gruñón, huraño y desconfiado, un verdadero misántropo; que se ha

apartado de la ciudad para refugiarse en su finca de la campiña del Ática. Allí mismo,

pero en casas separadas, viven su mujer y Gorgias, un hijo que ésta aportó al

matrimonio, y un esclavo; en otra casa, Cnemón con su hija. Como es habitual en la

Comedia Nueva, un dios, en este caso Pan, sitúa al espectador en los antecedentes de la

acción dramática. El joven Sóstrato, hijo del hacendado Calípides, está enamorado de la

hija de Cnemón, y una mañana, acompañado de Quéreas, el típico parásito, aciertan a

pasar por las cercanías de la morada de Cnemón. Pirrias, esclavo de Sóstrato, aparece en

escena perseguido a pedradas por el viejo; su misión de parlamentar con Cnemón sobre

las pretensiones de Sóstrato con la muchacha ha fracasado. Cnemón va teniendo

encontronazos con diferentes personajes, incluso con Gorgias, su hijastro; éste que se ha

ofrecido a ayudar a los jóvenes enamorados, trabajando como labrador con Cnemón,

tampoco consigue nada. Tras diversas peripecias cómicas, un incidente permite abrir

una salida a una situación que parecía imposible por la cerrazón del viejo. Cnemón, que

se ha caído a un pozo, es salvado por Gorgias. Aquel, que para nada confiaba en los

demás, ve que alguien es capaz de arriesgarse por salvarlo. Se produce una especie de

conversión: el antiguo misántropo, cree ahora en los demás, aunque desde luego tiene

que purgar sus antiguas barrabasadas con el escarmiento que le propinan el esclavo

Getas y el cocinero Sicón. Todo acaba felizmente. El viejo muda de carácter, la joven y

Sóstrato se casan e, igualmente, Gorgias.y una hermana de aquél. El banquete nupcial,

al que también acaba incorporándose Cnemón, cierra la -obra con el regocijo de todos.

Algunos elementos son comunes a la Comedia Antigua, como el triunfo del amor y

la fiesta ritual, así como las caracterizaciones de muchos de los tipos cómicos que

desfilan por la obra, mas el fondo del argumento: la posibilidad de transformación

moral de Cnemón, es mi elemento nuevo.

ARGUMENTO DE ARISTÓFANES1

EL GRAMÁTICO

1 Muy probablemente, no se trata de Aristófanes de Bizancio (ca. 257-180 a. C.). El argumento de esta

comedia recuerda al de Heros. también con una docena de trímetros yámbicos. Este tipo de argumentos

versificados, así como los que también aparecen en algunos manuscritos de las comedias de Aristófanes

no tienen por qué ser resúmenes de las hypothéseis que el famoso gramático alejandrino escribió siempre

en prosa. Por Otra parte, estos versos no reflejan con exactitud el argumento de la comedia.

Un hombre de carácter insociable que tenía una hija se casó con una mujer que

tenía un hijo, pronto se separó de la madre por culpa de su manera de ser y continuó

viviendo él solo en el campo. Sóstrato, enamorado perdidamente de la muchacha, fue

a pedir su mano. El gruñón se negó. Convenció Sóstrato al hermano de la chica, pero

no supo éste qué hacer. Cayó Cnemón a un pozo y Sóstrato fue de inmediato en su

ayuda. Se reconcilió con su mujer, dio voluntariamente a Sóstrato a la muchacha

como esposa legítima y aceptó la hermana de éste para Gorgias, el hijo de su mujer, y

él se hizo más dulce de carácter.

sábado, 22 de julio de 2023

ANA MARÍA MATUTE CUENTOS COMPLETOS FRAGMENTO

 



Presentación A finales de mayo de 1947 se publicó en el semanario Destino el cuento «El chico de al lado» de Ana María Matute. Es de suponer la emoción de la joven escritora. Ella misma cuenta que fue corriendo al quiosco a buscar la revista y que, ante la perplejidad de la vendedora, compró cuatro. Tenía apenas veinte años y veía por primera vez publicado un cuento suyo; lo había escrito a los quince, como muchos otros. Escribir no era algo nuevo para ella pues desde que supo manejar un lápiz no había hecho otra cosa. Escribir era —y es— su manera de estar en el mundo. Se conservan los cuentos que escribió desde los cinco años. También muy joven había escrito, durante un verano en Zumaya, su primera novela: Pequeño teatro. Tenía diecisiete años y de forma impulsiva se presentó en la editorial Destino con su manuscrito. El editor, Ignacio Agustí, le pidió que se lo llevara y lo volviera a traer, pero esta vez mecanografiado. En cuanto lo leyeron decidieron contratarlo; sin embargo, no se publicó hasta 1954, cuando ganó el premio Planeta. Hasta entonces pasaron muchas cosas. Para ir dándola a conocer literariamente, le pidieron algún cuento para la revista. Ella les entregó «El chico de al lado». Y así comenzó la colaboración con Destino. Por aquella época estaba ya escribiendo su segunda novela, Los Abel, que quedó finalista del premio Nadal y se publicó en 1948. Los duendes de las imprentas fueron los responsables de que el segundo cuento, «Sombras», publicado casi un año después del primero, apareciera firmado por Juan M.ª Matute (la autora recuerda el enfado de su padre ante el error; a la semana siguiente la revista rectificó). Del mismo año es también «Mentiras» y del siguiente, «Los niños buenos» (en cuatro entregas semanales). Y desde entonces Ana María no paró de escribir cuentos, que alternaba con sus novelas y que eran una manera de subsistir económicamente. La puerta de la luna reúne todos los cuentos y escritos cortos de Ana María Matute, tanto los recopilados en antologías como los que andaban dispersos. Se divide en dos partes: la primera recoge los cuentos propiamente dichos y la segunda, los artículos o apuntes periodísticos, muchos de los cuales rozan, o son también, relatos. Esta división es, pues, meramente funcional, para distinguir lo que es claramente narrativo de lo que se solapa con otros géneros, aunque en todos los textos están esa capacidad de fabulación y ese vuelo de la imaginación tan personales y que hacen que sea tan difícil adscribirla a una tendencia artística. En esta obra se ha respetado la cronología en que fueron publicados los distintos libros de relatos: Los niños tontos (Arión, Madrid, 1956), El tiempo (Mateu, Barcelona, 1957), Tres y un sueño (Destino, Barcelona, enero de 1961), Historias de la Artámila (Destino, septiembre de 1961), El arrepentido y otras narraciones (que apareció primero como El arrepentido, con sólo ocho relatos, en 1961, en la colección Leopoldo Alas de la editorial barcelonesa Rocas; y luego, ya con trece cuentos, como El arrepentido y otras narraciones en 1967, en la editorial Juventud de Barcelona), Algunos muchachos (Destino, julio de 1968) y dos cuentos sueltos publicados en 1993 y 1998, respectivamente. En la segunda parte se incluyen: A la mitad del camino (Rocas, Barcelona, 1961) y El río (Argos, Barcelona, 1963). De estas ediciones originales se han eliminado los escritos cuyo contenido era meramente coyuntural. Los cuentos que componen cada una de las compilaciones no siempre pertenecen a la misma época: muchos fueron escritos o publicados en revistas en fechas muy anteriores. Por eso, a veces conviven cuentos escritos con más de diez años de diferencia, lo que puede reflejarse en el estilo literario. Prácticamente de todos ellos se ha encontrado la fecha de la primera publicación. Los niños tontos y Tres y un sueño no tienen problemas de datación porque fueron escritos de forma unitaria y directamente para su publicación como libro. Sin embargo, en El tiempo la procedencia es ya diversa. Están, entre otros, los primeros cuentos publicados: «El chico de al lado», de 1947; «Sombras» y «Mentiras», ambos de 1948; «Los niños buenos», de 1949 (los cuatro publicados en Destino); «El tiempo» apareció como «La pequeña vida» en 1953, en La novela del Sábado, nº 11; «La ronda» se publicó junto con Fiesta al noroeste y «Los niños buenos» en 1953 (Afrodisio Aguado, Madrid); otros, como «Chimenea», son de 1957 (publicados ya en Garbo); «No hacer nada», también de esas fechas, fue rechazado porque se consideró «políticamente incorrecto». Los años cincuenta y sesenta fueron para la autora de gran producción creativa (coinciden con la aparición de algunas de sus novelas más relevantes), pero también de gran penuria económica. A partir de 1957, empezó a colaborar con la revista Garbo; ella misma relata la presión económica bajo la que vivía, pues tenía que hacerse cargo de los gastos de la casa y con un niño pequeño, por lo que tenía que escribir semanalmente un cuento. Estos textos se recogieron en dos compilaciones: Historias de la Artámila, que reunía toda la producción cuentística de 1958, más «Pecado de omisión», de finales de 1957, y «El perro perdido», de mayo de 1961; y El arrepentido y otras narraciones, cuentos de distinta procedencia, algunos de los cuales han sido hoy eliminados. Los recogidos aquí son: «La luna» y «El hijo» (de 1957, publicado en Garbo), «El arrepentido», «Los de la tienda» y «El embustero»(de 1958, también publicados en Garbo, el último reproducido ahora por primera vez), «La Virgen de Antioquía» (escrito en 1963, pero no publicado hasta 1990 en Mondadori), «Sino espada» (Destino, 1964) y «El maestro» (Revista de Occidente, también a inicios de los sesenta). Los cuentos de Algunos muchachos no se habían editado con antelación a 1968; algunos de ellos los escribió cuando impartía clases de literatura en Estados Unidos. Los dos últimos cuentos recogidos son de 1993 («De ninguna parte», que ganó el premio Antonio Machado de la Fundación de Ferrocarriles de España) y de 1998 («Toda la brutalidad del mundo», Plaza y Janés). Desde principios de 1960 (concretamente el 20 de febrero en que se publicó «La selva») Ana María tuvo una columna propia en Destino, «A la mitad del camino»; en ella escribía semanalmente un artículo sobre diferentes temas. De dichos artículos surgen dos recopilaciones: una en 1961, que tomó el nombre de la sección, A la mitad del camino, y otra en 1963, El río, que englobaba los más personales o autobiográficos. La puerta de la luna recoge, pues, los cuentos publicados entre 1947 y 1998, aunque la mayor parte pertenece a los veinte años que van desde finales de los cuarenta hasta finales de los sesenta. Dos décadas en las que el estilo y los temas fueron evolucionando aunque en todos ellos está presente el universo matutiano. A modo de introducción figura un hermoso texto, «Los cuentos vagabundos», editado a principios de los cincuenta en la colección Enciclopedia Pulga, e incluido en 1957 en El tiempo. Todos los cuentos, desde los escritos en la más temprana juventud hasta los más recientes, mantienen de una forma u otra su estilo literario, su imaginación, fantasía y capacidad de fabular, que la distinguen de otros escritores de su generación. Ana María está especialmente dotada para conmover, para excitar los sentimientos más adormecidos, siempre con la más exquisita sensibilidad para, como dice Cortázar, traspasar la mera anécdota y convertirla en una metáfora de la condición humana. Este carácter simbólico del cuento crea un mundo lleno de contradicciones y dualidades, como el propio mundo de Ana María: puede ser tremendamente casera, pasar días sin salir, escribiendo o leyendo, y casi sin transición entregarse a una vorágine de viajes, trenes, hoteles y aviones. Puede ser una mujer solitaria e independiente y a la vez la más cordial y hospitalaria del mundo; desde siempre ha sufrido enfermedades, caídas y operaciones y, sin embargo, es una mujer muy fuerte. Puede pasar del dolor a la alegría en unos segundos, gracias a un sentido del humor que no le falta nunca. De la más terrible tragedia puede extraer una situación cómica. Es como si dentro de ella cupieran muchos mundos, aunque el verdadero se lo guarda para ella sola y ni siquiera lo desnuda completamente en su escritura. Esa dualidad aparece también en sus obras: algunas se abren con un delicado lirismo y acaban en el realismo más cruel, como para sacudir al lector y preguntarle si se había creído que la vida era tan hermosa. Siempre, desde el primer momento, capta la atención del lector, con una frase enérgica en la que este queda atrapado («La entrada al mundo de Miguel Bruno costó trescientas sesenta pesetas de honorarios al médico rural, cincuenta más por gastos especiales, tres comidas extraordinarias y la vida de la madre», de «La ronda»), después presenta unos personajes en un universo de inquietante cotidianidad que son arrojados a un final desolador, al vacío, a la muerte, al abismo. Para que este mundo cobre toda su fuerza se sirve de diferentes recursos: una prosa muy sensorial, que a veces pinta más que escribe, recreándose y describiendo con todo lujo de detalles hechos triviales o cotidianos, para con muy pocas palabras abocar a un final desolador, lo que deja un regusto amargo. Maneja las metáforas, los elementos simbólicos (en los objetos, en las «menudas cosas» se materializan los sentimientos, como en «Los objetos fieles», «Don Pancita»), los contrastes y las paradojas, y muchas veces ese humor que tanto falta en la literatura (ella confiesa que a veces se divierte escribiendo), un humor fino escondido detrás de los personajes o de los argumentos, que descubre a una mujer llena de sabiduría, porque el humor es una forma de sabiduría y Ana María es una mujer sabia, adivina, capaz de ver donde los demás no ven nada (al igual que el niño de «El árbol de oro» que observa el mundo a través de un agujero). Todo ello con un lenguaje mágico y agridulce, lírico y realista, rebelde, melancólico, tierno, en el que laten presentimientos trágicos. Los cuentos de Ana María son atemporales. No hay en su obra referencias a años, ni días, ni tiempo concreto; los únicos que cuentan son los tiempos que marca la naturaleza: la primavera, el verano, el otoño, el día, el atardecer; o los que marca la vida: el nacimiento, el día del cumpleaños, etcétera. Tampoco están localizados; sólo en algunos de ellos se vislumbra Mansilla de la Sierra. El mundo de la autora es un mundo creado por ella, con lugares anónimos, pueblos, campo, de los que nunca se cita el nombre. Los personajes son pobres, adolescentes, niños, náufragos, cuyas circunstancias familiares están marcadas por las carencias. Muchos son huérfanos, o tienen unos padres (sobre todo unas madres) que no los quieren. Se trata de una constante de todo el universo matutiano. «Sí —explica Ana María—. No hay madres. La profunda raíz yo creo que está en que a mí siempre me ha preocupado mucho la soledad, el desamparo de la soledad. Y el sentirse desplazado, y que entre toda la gente que hay a tu alrededor no haya nadie que te acoja. Yo he visto muchos niños y personas mayores que se sienten así. Y como la madre es el símbolo de todo lo contrario, pues quizá yo les he quitado la madre. No sé... el proceso creativo es muy especial, sin darte cuenta estás en manos de cosas que son muy tuyas. No quiere decir que te hayan pasado, pero son muy tuyas, cosas que a ti te importan mucho.» Por eso, aunque no se lo plantee, a veces se traslucen sus preocupaciones, sus obsesiones y hasta sus propios estados de ánimo («Cuando escribía, me brotaba de dentro muchas veces —confiesa—, apenas tenía que inventarme algo o ponerme en la situación del personaje; era mi propia vida, un estado anímico que me salía a borbotones»). Además de niños y adolescentes, por las páginas de los cuentos desfilan personajes deliciosos, como el dickensiano maestro de «Los niños buenos», o el desolador protagonista de «El maestro», o personajes ruines, como los tenderos, o crueles, como los adultos de «El amigo» y de otros muchos cuentos, e incluso personajes fantásticos que parecen salir del mundo de Andersen («La razón»). Es difícil tratar de clasificar los cuentos según los temas, ya que estos se cruzan y se solapan entre ellos. Pero hay siempre unas constantes: la infancia y la adolescencia, el cainismo, la injusticia social, la incomunicación, la incomprensión. La infancia como tema nunca ha tenido muchos adeptos en la literatura española, al contrario que en las literaturas extranjeras, como en la inglesa por ejemplo. Ana María tiene el don de saber escudriñar en el interior de los niños, que no son una transición hacia la edad adulta, sólo son niños (ella dice que es al revés, que el adulto es lo que queda del niño). La autora se vale de la mirada del niño o del adolescente para marcar un distanciamiento afectivo entre la realidad y el sentimiento. Así aparecen esos niños inocentes, asombrados, que se enfrentan al mundo cruel e intolerante de los adultos («Los niños buenos», «Fausto», «Cuaderno para cuentas», «El amigo»). Esos niños que, cuando pierden la inocencia, pierden el paraíso («La ronda», «La isla») o el fin de las ilusiones («La Virgen de Antioquía», «Una estrella en la piel», Tres y un sueño, Algunos muchachos). Otro de sus temas es el cainismo, el enfrentamiento entre hermanos, el bien y el mal, trasunto de la guerra civil española, que marcó a toda su generación y que de una u otra forma está presente en toda su obra («La ronda», «Noticias del joven K», «El maestro», «Los hermanos»). La guerra civil supuso el ingreso en un mundo inaccesible, pero al que le sucedió otro, si cabe, peor: el de la posguerra, en el que no pasaba nada, el mundo de la mediocridad, la pobreza y la mezquindad; un mundo ensimismado que no quería saber nada de lo que ocurría más allá de sus fronteras. Y aquí surge otra de sus constantes: la denuncia de la injusticia social, la crueldad y el egoísmo hacia esas gentes sin voz, marginadas, desheredadas (como en muchos de los relatos de Historias de la Artámila, o en «Sino espada»). Y, por último, aunque no menos importante, la incomunicación; esa barrera que se establece entre los seres humanos, que dura más que la propia vida, que lleva al aislamiento, a la soledad, a la incomprensión entre las personas («No tocar», «Toda la brutalidad del mundo»). Las cosas no dichas con las que uno se muere. Como heridas que no pueden supurar, que se pudren dentro del organismo y llevan a la muerte. «La puerta de la luna», uno de los relatos de El río, da título a esta obra. Evoca un refugio, una roca, donde los niños acudían cuando huían de un castigo o querían estar solos, contemplando el mundo como si fueran reyes y señores de sus propias vidas. Allí podían imaginar y volver a ser niños: «Sin embargo, aún tenemos la puerta de la luna. Se recupera, lo sé muy bien, en la hora de soledad que todos pedimos, necesitamos, en el transcurso de los meses, de los años. En la puerta de la luna los niños crecían despacio, dentro de sí. En nuestra hora de soledad, la puerta de la luna nos devuelve al niño que aún vaga dentro de nosotros, buscando inútilmente puertas y ventanas por donde escapar». Como el espejo de Alicia, la puerta de la luna adentra al lector en un mundo extraordinario, lo convierte en ese niño imaginado, que conserva la frescura de su visión y con ella aborda una realidad fascinante y terrible. Leer es una manera de estar en esa puerta de la luna, justo donde nos sitúan los cuentos de Ana María Matute. MARÍA PAZ ORTUÑO ORTÍN 


Los cuentos vagabundos Pocas cosas existen tan cargadas de magia como las palabras de un cuento. Ese cuento breve, lleno de sugerencias, dueño de un extraño poder que arrebata y pone alas hacia mundos donde no existen ni el suelo ni el cielo. Los cuentos representan uno de los aspectos más inolvidables e intensos de la primera infancia. Todos los niños del mundo han escuchado cuentos. Ese cuento que no debe escribirse y lleva de voz en voz paisajes y figuras, movidos más por la imaginación del oyente que por la palabra del narrador. He llegado a creer que solamente existen media docena de cuentos. Pero los cuentos son viajeros impenitentes. Las alas de los cuentos van más allá y más rápido de lo que lógicamente pueda creerse. Son los pueblos, las aldeas, los que reciben a los cuentos. Por la noche, suavemente, y en invierno. Son como el viento que se filtra, gimiendo, por las rendijas de las puertas. Que se cuela, hasta los huesos, con un estremecimiento sutil y hondo. Hay, incluso, ciertos cuentos que casi obligan a abrigarse más, a arrebujarse junto al fuego, con las manos escondidas y los ojos cerrados. Los pueblos, digo, los reciben de noche. Desde hace miles de años que llegan a través de las montañas, y duermen en las casas, en los rincones del granero, en el fuego. De paso, como peregrinos. Por eso son los viejos, desvelados y nostálgicos, quienes los cuentan. Los cuentos son renegados, vagabundos, con algo de la inconsciencia y crueldad infantil, con algo de su misterio. Hacen llorar o reír, se olvidan de donde nacieron, se adaptan a los trajes y a las costumbres de allí donde los reciben. Sí, realmente, no hay más de media docena de cuentos. Pero ¡cuántos hijos van dejándose por el camino! Mi abuela me contaba, cuando yo era pequeña, la historia de «La niña de nieve». Esta niña de nieve, en sus labios, quedaba irremisiblemente emplazada en aquel paisaje de nuestras montañas, en una alta sierra de la vieja Castilla. Los campesinos del cuento eran para mí una pareja de labradores de tez oscura y áspera, de lacónicas palabras y mirada perdida, como yo los había visto en nuestra tierra. Un día el campesino de este cuento vio nevar. Yo veía entonces, con sus ojos, un invierno serrano, con esqueletos negros de árboles cubiertos de humedad, con centelleo de estrellas. Veía largos caminos, montaña arriba, y aquel cielo gris, con sus largas nubes, que tenían un relieve de piedras. El hombre del cuento, que vio nevar, estaba muy triste porque no tenía hijos. Salió a la nieve, y, con ella, hizo una niña. Su mujer le miraba desde la ventana. Mi abuela explicaba: «No le salieron muy bien los pies. Entró en la casa y su mujer le trajo una sartén. Así, los moldearon lo mejor que pudieron». La imagen no puede ser más confusa. Sin embargo, para mí, en aquel tiempo, nada había más natural. Yo veía perfectamente a la mujer, que traía una sartén, negra como el hollín. Sobre ella, la nieve de la niña resaltaba blanca, viva. Y yo seguía viendo, claramente, cómo el hombre moldeaba los pequeños pies. «La niña empezó entonces a hablar», continuaba mi abuela. Aquí se obraba el milagro del cuento. Su magia inundaba el corazón con una lluvia dulce, punzante. Y empezaba a temblar un mundo nuevo e inquieto. Era también tan natural que la niña de nieve empezase a hablar... En labios de mi abuela, dentro del cuento y del paisaje, no podía ser de otro modo. Mi abuela decía, luego, que la niña de nieve creció hasta los siete años. Pero llegó la noche de San Juan. En el cuento, la noche de San Juan tiene un olor, una temperatura y una luz que no existen en la realidad. La noche de San Juan es una noche exclusivamente para los cuentos. En el que ahora me ocupa también hubo hogueras, como es de rigor. Y mi abuela me decía: «Todos los niños saltaban por encima del fuego, pero la niña de nieve tenía miedo. Al fin, tanto se burlaron de ella, que se decidió. Y entonces, ¿sabes qué es lo que le pasó a la niña de nieve?». Sí, yo lo imaginaba bien. La veía volverse blanda, hasta derretirse. Desaparecía para siempre. «¿Y no apagaba el fuego?», preguntaba yo, con un vago deseo. ¡Ah!, pero eso mi abuela no lo sabía. Sólo sabía que los viejos campesinos lloraron mucho la pérdida de su niña. No hace mucho tiempo me enteré de que el cuento de «La niña de nieve», que mi abuela recogiera de labios de la suya, era en realidad una antigua leyenda ucraniana. Pero ¡qué diferente, en labios de mi abuela, a como la leí! La niña de nieve atravesó montañas y ríos, calzó altas botas de fieltro, zuecos, fue descalza o con abarcas, vistió falda roja o blanca, fue rubia o de cabello negro, se adornó con monedas de oro o botones de cobre, y llegó a mí, siendo niña, con justillo negro y rodetes de trenza arrollados a los lados de la cabeza. La niña de nieve se iría luego, digo yo, como esos pájaros que buscan eternamente, en los cuentos, los fabulosos países donde brilla siempre el sol. Y allí, en vez de fundirse y desaparecer, seguirá viva y helada, con otro vestido, otra lengua, convirtiéndose en agua todos los días sobre ese fuego que, bien sea en un bosque, bien en un hogar cualquiera, está encendiéndose todos los días para ella. El cuento de la niña de nieve, como el cuento del hermano bueno y el hermano malo, como el del avaro y el del tercer hijo tonto, como el de la madrastra y el hada buena, viajará todos los días y a través de todas las tierras. Allí, a la aldea donde no se conocía el tren, llegó el cuento, caminando. El cuento es astuto. Se filtra en el vino, en las lenguas de las viejas, en las historias de los santos. Se vuelve melodía torpe, en la garganta de un caminante que bebe en la taberna y toca la bandurria. Se esconde en las calumnias, en los cruces de los caminos, en los cementerios, en la oscuridad de los pajares. El cuento se va, pero deja sus huellas. Y aun las arrastra por el camino, como van ladrando los perros tras los carros, carretera adelante. El cuento llega y se marcha por la noche, llevándose debajo de las alas la rara zozobra de los niños. A escondidas, pegándose al frío y a las cunetas, va huyendo. A veces pícaro, o inocente, o cruel. O alegre, o triste. Siempre, robando una nostalgia, con su viejo corazón de vagabundo. Cuentos Los niños tontos (1956) La niña fea La niña tenía la cara oscura y los ojos como endrinas. La niña llevaba el cabello partido en dos mechones, trenzados a cada lado de la cara. Todos los días iba a la escuela, con su cuaderno lleno de letras y la manzana brillante de la merienda. Pero las niñas de la escuela le decían: «Niña fea»; y no le daban la mano, ni se querían poner a su lado, ni en la rueda ni en la comba: «Tú vete, niña fea». La niña fea se comía su manzana, mirándolas desde lejos, desde las acacias, junto a los rosales silvestres, las abejas de oro, las hormigas malignas y la tierra caliente de sol. Allí nadie le decía: «Vete». Un día, la tierra le dijo: «Tú tienes mi color». A la niña le pusieron flores de espino en la cabeza, flores de trapo y de papel rizado en la boca, cintas azules y moradas en las muñecas. Era muy tarde, y todos dijeron: «Qué bonita es». Pero ella se fue a su color caliente, al aroma escondido, al dulce escondite donde se juega con las sombras alargadas de los árboles, flores no nacidas y semillas de girasol. El niño que era amigo del demonio Todo el mundo, en el colegio, en la casa, en la calle, le decía cosas crueles y feas del demonio, y él le vio en el infierno de su libro de doctrina, lleno de fuego, con cuernos y rabo ardiendo, con cara triste y solitaria, sentado en la caldera. «Pobre demonio — pensó—, es como los judíos, que todo el mundo les echa de su tierra.» Y, desde entonces, todas las noches decía: «Guapo, hermoso, amigo mío» al demonio. La madre, que le oyó, se santiguó y encendió la luz: «Ah, niño tonto, ¿tú no sabes quién es el demonio?». «Sí —dijo él—, sí: el demonio tienta a los malos, a los crueles. Pero yo, como soy amigo suyo, seré bueno siempre, y me dejará ir tranquilo al cielo.» Polvo de carbón La niña de la carbonería tenía polvo negro en la frente, en las manos y dentro de la boca. Sacaba la lengua al trozo de espejo que colgó en el pestillo de la ventana, se miraba el paladar, y le parecía una capillita ahumada. La niña de la carbonería abría el grifo que siempre tintineaba, aunque estuviera cerrado, con una perlita tenue. El agua salía fuerte, como chascada en mil cristales contra la pila de piedra. La niña de la carbonería abría el grifo del agua los días que entraba el sol, para que el agua brillara, para que el agua se triplicase en la piedra y en el trocito de espejo. Una noche, la niña de la carbonería despertó porque oyó a la luna rozando la ventana. Saltó precipitadamente del colchón y fue a la pila, donde a menudo se reflejaban las caras negras de los carboneros. Todo el cielo y toda la tierra estaban llenos, embadurnados del polvo negro que se filtra por debajo de las puertas, por los resquicios de las ventanas, mata a los pájaros y entra en las bocas tontas que se abren como capillitas ahumadas. La niña de la carbonería miró a la luna con gran envidia. «Si yo pudiera meter las manos en la luna — pensó—. Si yo pudiera lavarme la cara con la luna, y los dientes, y los ojos.» La niña abrió el grifo, y, a medida que el agua subía, la luna bajaba, bajaba, hasta chapuzarse dentro. Entonces la niña la imitó. Estrechamente abrazada a la luna, la madrugada vio a la niña en el fondo de la tina

jueves, 20 de julio de 2023

Seicho Matsumoto El expreso de Tokio FRAGMENTO

 

 



Los cadáveres de un oscuro funcionario y una camarera aparecen una mañana en una playa de la isla de Kyushu. Todo parece indicar que se trata de un caso claro: dos amantes que se han suicidado juntos tomando cianuro.

 Pero hay ciertos detalles que llaman la atención del viejo policía local Jutaro Torigai: el difunto se había pasado seis días solo en su hotel y en su bolsillo encontraron un único billete de tren; así que, seguramente, los amantes no habían viajado juntos. Enseguida se descubre también que el funcionario trabajaba en un ministerio en el que se acaba de destapar una importante trama de corrupción; el subinspector Mihara de la Policía Metropolitana de Tokio se hará cargo de la investigación en la que contará con la inestimable ayuda de Torigai.

 


 Seicho Matsumoto

 

 El expreso de Tokio

 

 

   

 

   

 

 


 Traducción del japonés de Marina Bornas

 

 Primera edición, 2014

 

 Título original: Ten to Sen

 

 TEN TO SEN by MATSUMOTO Seicho

 

 Copyright @1958 MATSUMOTO Yoichi.

 

 First Japanese edition published by Kobunsha Co., Ltd., 1958

 

Republished in the COMPLETE WORKS of MATSUMOTO SEICHO vol.1 by Bungeishunju Ltd., 1971.

 

This Spanish language edition is published by Libros del Asteroide in arrangement with Bungeishunju Ltd., Tokyo in care of Tuttle-Mori Agency, Inc., Tokyo

 

 © de la traducción, Marina Bornas, 2014

© de esta edición, Libros del Asteroide S.L.U.

 Publicado por Libros del Asteroide S.L.U.

ISBN: 978-84-15625-54-4

Depósito legal: B. 17.196-2014

Impreso por Reinbook S.L.

 

 Impreso en España - Printed in Spain

 

 Diseño de colección y cubierta: Enric Jardí

 

 This book is partially funded by Grant of Books from Japan by Japanese Literature Publising and Promotion Center.

 

 La editorial agradece la ayuda a la traducción de la Japan Foundation.

 

   

 

 


   

 

 


 1. Los testigos

 

 

 La noche del 13 de enero, Tatsuo Yasuda invitó a uno de sus clientes al restaurante Koyuki del distrito de Akasaka, en Tokio. Su invitado era un alto cargo ministerial.

 Tatsuo Yasuda dirigía un negocio de piezas para maquinaria que había fundado hacía unos años. La empresa había crecido muchísimo los últimos años. Se decía que recibía ayudas del ministerio para muchas cosas, razón que explicaba que Yasuda invitara bastante a menudo a hombres de cierta importancia a cenar al Koyuki.

 Yasuda era un cliente habitual. El restaurante no estaba situado en un barrio muy lujoso, pero precisamente por eso allí se disfrutaba de un ambiente más relajado y distendido. Además, el servicio era impecable.

 Yasuda solía invitar a sus mejores clientes y, como cabe suponer, no reparaba en gastos. Él mismo decía que era su propio «capital». Sus clientes eran hombres influyentes, pero por más que conociera bien a todas las camareras, Yasuda jamás les revelaba la posición social de sus invitados.

 En otoño del año anterior, en ese ministerio había estallado un escándalo de corrupción en el que decían que había varios proveedores implicados. La prensa destacaba que por el momento solo afectaba a los cargos inferiores, pero que en primavera empezaría a salpicar las altas esferas.

 En vista de las circunstancias, Yasuda se había vuelto aún más cauteloso con sus clientes. Siempre solía aparecer con los mismos invitados. Las camareras los llamaban «señor Ko» o «señor Uo», pronunciando así la primera sílaba de sus apellidos, pero desconocían por completo la identidad de los comensales. Solo sabían que la mayoría de los clientes de Yasuda eran altos funcionarios del gobierno, pero tampoco les importaba quiénes fueran, puesto que era Yasuda quien pagaba la cuenta, razón por la que el personal del Koyuki se esforzaba en prestarle el mejor servicio.

 Tatsuo Yasuda era un hombre de unos cuarenta años. Tenía la frente ancha y la nariz perfilada. Su tono de piel era más bien oscuro y tenía la mirada bondadosa y las cejas pobladas pero bien definidas. Era todo un hombre de negocios y su carácter era franco y abierto. Era muy popular entre las camareras del Koyuki. Aun así, nunca intentaba aprovecharse de ellas y las trataba a todas con la misma amabilidad.

 El destino quiso que la encargada de su mesa fuera una chica llamada Toki, por haber sido la primera en servirle. Yasuda la trataba con familiaridad, pero nada parecía indicar que aquella relación de confianza se prolongara más allá del restaurante.

 Toki tenía veintiséis años, pero su blanca piel y su gran belleza la hacían parecer cuatro o cinco años más joven. Sus grandes ojos de negras pupilas cautivaban a todos los comensales. Cuando alguno le dirigía la palabra, ella volvía los ojos hacia arriba con la cabeza gacha y le dedicaba una preciosa sonrisa. Era consciente del efecto que sus ademanes provocaban en los clientes. Tenía el rostro perfectamente ovalado y la poca distancia entre sus labios y su mentón conformaba un perfil muy atractivo.

 Algunos de sus clientes tenían la tentación de seducirla. Las camareras del Koyuki iban y venían del restaurante todos los días. Llegaban sobre las cuatro de la tarde y salían pasadas las once de la noche. A veces, algunos hombres se citaban con ellas bajo el puente de la estación de Shimbashi a la salida del trabajo. Al tratarse de sus clientes, las muchachas no podían rechazarlos sin contemplaciones, de modo que aceptaban la cita y les daban plantón hasta tres o cuatro veces, esperando así disuadirlos.

 —No ha entendido nada, está furioso. El otro día, entré en el reservado para servirle y me dio un pellizco que casi me hace gritar.

 Toki, sin levantarse, se subió la falda del kimono hasta la rodilla y dejó la pierna al descubierto. Una magulladura azulada destacaba encima de su blanca piel.

 —¡Qué boba eres! Eso te pasa por dejar que se hagan demasiadas ilusiones —bromeó Tatsuo Yasuda, que estaba tomando una copa de sake con las chicas; hasta ese punto llegaba su confianza con las camareras del Koyuki.

 —Usted, señor Ya, nunca ha intentado nada con nosotras —observó Yaeko, una de las chicas.

 —No me serviría de nada. Me daríais calabazas.

 —Usted dirá lo que quiera, pero yo sé que le gustaría intentarlo —bromeó Kaneko.

 —¡No digas tonterías!

 —Ya basta, Kaneko —intervino Toki—. Todas estamos enamoradas de usted, señor Ya, pero usted no parece interesado en nosotras. Kaneko, será mejor que no sigas por ahí.

 —Qué lástima… —se lamentó la chica con una sonrisa.

 De hecho, como decía Toki, casi todas las chicas del Koyuki sentían cierta debilidad por Yasuda. Si él hubiera hecho algún gesto de aproximación, ellas se habrían dejado seducir. Lo cierto es que el empresario tenía un aspecto y un carácter que le daban un encanto irresistible a los ojos de las mujeres.

 Por eso aquella noche, cuando Yasuda acompañó hasta la puerta a su cliente después de cenar y regresó a su mesa en el reservado para tomar una copa con las chicas, Yaeko y Tomiko aceptaron entusiasmadas, sin vacilar ni un instante, cuando él les propuso:

 —¿Qué os parece si os invito a almorzar mañana?

 —¡Un segundo! Toki no está —dijo Tomiko, mirando a su alrededor—. A ella también querrá invitarla, ¿verdad?

 En ese momento, Toki debía de estar ocupada con otras tareas.

 —No importa, puedo ir con vosotras dos. Toki ya vendrá otro día, tampoco puedo llevarme a todo el personal.

 Yasuda tenía razón. Las chicas tenían que entrar a trabajar a las cuatro. Si salían a comer fuera, llegarían tarde y el restaurante no podía permitirse que tres de sus camareras se retrasaran.

 —Pues quedamos mañana a las tres y media en el Levante de Yurakucho —dijo Yasuda, sonriendo.

 Cuando Tomiko entró en el Levante a las tres y media del día siguiente, Yasuda estaba tomando café en la mesa del fondo.

 —Hola —la saludó, indicándole que se sentara en la silla de enfrente. A ella le resultaba un poco incómodo reunirse con un cliente en un ambiente distinto al del restaurante. Sin saber por qué, se sonrojó mientras tomaba asiento.

 —¿Yaeko no ha llegado todavía?

 —No creo que tarde.

 Sin dejar de sonreír, Yasuda pidió otro café. Al cabo de cinco minutos, llegó Yaeko, que también parecía algo cohibida. El local estaba lleno de parejas jóvenes. Entre los comensales destacaban dos mujeres vestidas con unos kimonos que no dejaban lugar a dudas acerca de su profesión.

 —¿Qué os apetece? ¿Comida occidental, tempura, anguilas o comida china? —les preguntó Yasuda.

 —Comida occidental —respondieron ambas al unísono. Al parecer, estaban hartas de la comida tradicional del Koyuki.

 Salieron del Levante los tres juntos y se dirigieron al barrio de Ginza. A aquella hora no había demasiada gente. Hacía buen tiempo, pero el viento era frío. Anduvieron dando un paseo hasta la esquina de la calle Owari, donde cruzaron hacia el gran centro comercial de Matsuzakaya. Las calles de Ginza parecían vacías en comparación con el ambiente que se había respirado apenas hacía quince días, durante los festejos de Nochevieja.

 «La cena de Navidad estuvo muy bien», comentaban dos mujeres justo detrás de ellos.

 Yasuda subió las escaleras del restaurante Coq d’Or, que también estaba vacío.

 —Pedid lo que os apetezca.

 —Cualquier cosa nos parecerá bien.

 Yaeko y Tomiko vacilaron un instante. Al final, abrieron la carta y empezaron a cuchichear entre ellas, sin saber qué plato elegir.

 Yasuda consultó disimuladamente su reloj de pulsera. Yaeko lo vio de reojo y le preguntó:

 —¿Tiene prisa, señor Ya?

 —No, por ahora no, pero esta tarde tengo que ir a Kamakura —les explicó él, con las manos cruzadas encima de la mesa.

 —Lo siento mucho. Tomiko, tenemos que escoger ya.

 Al fin, las chicas se decidieron.

 Pasó un buen rato desde que empezaron con la sopa hasta que terminaron de comer. Durante el almuerzo, estuvieron hablando de trivialidades. Yasuda parecía divertirse. Cuando les trajeron la fruta, volvió a comprobar la hora.

 —Ahora sí que tiene que irse, ¿verdad?

 —No, todavía es pronto —repuso él. Sin embargo, cuando les sirvieron los cafés volvió a torcer la muñeca para consultar el reloj.

 —Es muy tarde, deberíamos irnos —dijo Yaeko, haciendo ademán de levantarse.

 —Sí.

 Yasuda fumaba con los ojos entrecerrados, como si estuviera reflexionando.

 —Chicas, es una lástima que tengamos que despedirnos tan pronto. ¿Por qué no me acompañáis a la estación? — les pidió con una expresión ambigua, medio en serio, medio en broma.

 Las muchachas intercambiaron una mirada. Ya llegaban tarde al trabajo. Si, encima, tenían que pasar por la estación, se retrasarían todavía más. A pesar de que Tatsuo Yasuda había hablado con naturalidad, su mirada era tan grave que las chicas acabaron creyendo que se sentía verdaderamente solo. Además, no podían negarle ese favor al hombre que las había invitado a almorzar.

 —De acuerdo —aceptó Tomiko, que fue la primera en decidirse—. Llamaré al restaurante para avisar de que nos retrasaremos un poco —añadió y, a continuación, se dirigió a la esquina donde se encontraba el teléfono y regresó al poco rato con una sonrisa en los labios—. Ya está arreglado. ¿Vamos?

 —Lo siento, chicas —se disculpó Yasuda mientras se levantaba. Una vez más, echó un vistazo al reloj. A ellas les llamó la atención que lo consultara tantas veces seguidas.

 —¿A qué hora sale su tren? —inquirió Yaeko.

 —Cogeré el de las 18:12 o el siguiente. Ahora son las cinco y media, así que llegaremos justo a tiempo —repuso Yoshida, mientras pagaba la cuenta con cierta impaciencia.

 Llegaron a la estación en cinco minutos.

 —Gracias por acompañarme —les dijo Yasuda dentro del taxi.

 —De nada, señor Ya —dijo una de las chicas—, es un placer poder servirle. Gracias a usted por habernos invitado a almorzar.

 —Sí, gracias a usted —añadió la otra.

 Una vez en la estación, Yasuda compró su pasaje y les dio a las chicas sendos billetes para poder acceder al andén. El tren de la línea de Yokosuka, que pasaba por Kamakura, saldría del andén 13. El reloj digital indicaba que faltaba poco para las seis de la tarde.

 —¡Menos mal! Todavía estoy a tiempo de coger el de las 18:12 —exclamó Yasuda, aliviado.

 El tren aún no había llegado. Yasuda echó un vistazo a los andenes del este, de donde salían los trenes de larga distancia. Como los andenes 13 y 14 en ese momento estaban despejados, pudieron ver el tren estacionado en el andén 15.

 —Ese es el tren rápido de Kyushu, con destino a Hakata. Lo llaman Asakaze, que significa «brisa matinal» —les explicó Yasuda a las jóvenes.

 Los pasajeros y sus acompañantes entraban y salían del tren. Desde el lugar donde se encontraban, percibieron la excitación y el ajetreo de los viajeros que se despedían en el andén.

 En ese preciso instante, Yasuda dejó escapar una exclamación de sorpresa.

 —¡Mirad! ¿Esa no es Toki?

 Las dos chicas se volvieron en la dirección que Yasuda les señalaba con el dedo.

 —¡Es verdad, es Toki! —corroboró Yaeko, levantando la voz.

 Toki se abría paso entre la gente congregada en el andén 15. A juzgar por su ropa de viaje y por la maleta que llevaba en la mano, no había duda de que se disponía a subir al tren.

 —¡Es Toki! —gritó Tomiko, cuando al fin la descubrió entre el gentío.

 Sin embargo, lo que más les sorprendió fue ver a Toki hablando con un hombre joven que estaba a su lado. Ninguna de las dos recordaba haberlo visto antes. Llevaba un abrigo negro y sujetaba una pequeña maleta en la mano. Mientras se dirigían hacia el último vagón, los dos jóvenes aparecían y desaparecían entre la multitud que abarrotaba el andén.

 —¿Adónde irá? —preguntó Yaeko, conteniendo el aliento.

 —¿Quién es el hombre que está con ella? —añadió Tomiko, con la voz ronca.

 Toki siguió caminando junto a aquel hombre, que parecía su amante, sin sospechar que estaba siendo observada por tres pares de ojos intrigados. Finalmente, se detuvieron frente a uno de los vagones, comprobaron el número y subieron, el hombre primero, hasta desaparecer en el interior.

 —¡Qué muchacha más misteriosa! No sabía que fuera de viaje a Kyushu con su amante —murmuró Yasuda, con una sonrisa burlona.

 Las dos chicas estaban petrificadas, incapaces de borrar la mueca de perplejidad que se había dibujado en sus rostros. Mudas de asombro, no perdían de vista el vagón en el que había desaparecido Toki. Delante del tren, los pasajeros seguían yendo y viniendo en un flujo constante.

 —¿Adónde irá? —logró articular Yaeko al fin—. No creo que haya subido al tren de larga distancia para ir a la ciudad más cercana.

 —No sabía que Toki tuviera un amante —musitó Tomiko, bajando el tono de voz.

 —Yo tampoco. No salgo de mi asombro.

 Ambas hablaban en voz baja, como si acabaran de hacer un descubrimiento extraordinario.

 En realidad, ninguna de las dos conocía a fondo la vida privada de Toki, puesto que ella no solía hablar de su intimidad. Nada indicaba que estuviera casada o que tuviera un amante, tampoco habían oído nunca rumores sobre sus amoríos. Algunas de las camareras del Koyuki eran más abiertas y solían hablar con sus compañeras para pedirles consejo y otras eran más reservadas. Toki pertenecía a las últimas, por eso a sus dos compañeras les había sorprendido tanto descubrir casualmente parte de los secretos que Toki intentaba ocultar con tanto celo.

 —Iré al andén y me asomaré a la ventanilla para ver quién es su amante —dijo Yaeko, animada.

 —No, déjalos en paz. No te metas en sus asuntos —intentó disuadirla Yasuda.

 —¿Está celoso, señor Ya?

 —¿Celoso, yo? ¡Pero si voy a visitar a mi esposa! —rio.

 En ese momento llegó el tren de la línea de Yokosuka, que estacionó en la vía 13 y obstaculizó por completo la visión. Más adelante, se comprobó que el tren había entrado en la estación exactamente a las 18:01.

 Yasuda subió al vagón agitando la mano para despedirse. Todavía faltaban once minutos para que partiera.

 Una vez dentro, se asomó a la ventanilla.

 —Gracias por acompañarme. Ya podéis iros, no quiero retrasaros aún más —les dijo.

 —De acuerdo —respondió Yaeko, que ardía en deseos de ir corriendo al andén 15 y ver qué se traían entre manos Toki y su acompañante—. Hasta luego, señor Ya.

 —Que tenga un buen viaje. Espero que volvamos a vernos pronto.

 Las chicas se despidieron de Yasuda estrechándole la mano.

 —Oye, Tomiko, ¿qué te parece si vamos a espiar a Toki? —propuso Yaeko mientras bajaban las escaleras.

 —No deberíamos hacerlo —protestó Tomiko, aunque sin rechazar categóricamente la propuesta de su compañera. Así fue como las dos muchachas se dirigieron hacia la vía 15.

 Se acercaron al vagón al que habían visto subir a su compañera y se asomaron a la ventanilla sorteando el gentío congregado en el andén. El interior del vagón estaba muy bien iluminado. Bajo aquel derroche de luz, enseguida vieron a Toki sentada al lado de su joven acompañante.

 —¡Mira cómo habla! Parece contenta —dijo Yaeko.

 —¡Qué guapo es! ¿Cuántos años tendrá? —se preguntó Tomiko, que parecía más interesada en el muchacho.

 —Veintisiete o veintiocho. Tal vez veintinueve.

 Yaeko se fijó en él.

 —Entonces es un poco mayor que ella.

 —¿Por qué no entramos y les damos una sorpresa?

 —¡No digas bobadas, Yae! —la reprendió Tomiko.

 Las chicas estuvieron un rato más espiando a la pareja.

 —Es hora de irnos, se ha hecho tarde —dijo Tomiko apremiando a su compañera, que seguía pegada a la ventanilla.

 Lo primero que hicieron en cuanto regresaron al Koyuki fue contárselo todo a su jefa, que también se mostró sorprendida por las novedades.

 —¡Vaya! ¿Lo decís en serio? Toki me pidió ayer unos días de vacaciones para ir al pueblo de sus padres, pero no me habló de ningún hombre —dijo, con los ojos como platos.

 —Lo del pueblo debía de ser una excusa —aventuró una de las chicas—. Los padres de Toki viven en Akita, ¿verdad?

 —¡Con lo reservada que es! Hay que ver cómo engañan las apariencias. A estas alturas, deben de estar dando un romántico paseo en los alrededores de Kioto.

 Las tres mujeres intercambiaron una mirada.

 La noche del día siguiente, Yasuda volvió al restaurante con otro de sus invitados. Fiel a su costumbre, acompañó al cliente a la puerta cuando terminaron de cenar y regresó al reservado.

 —Veo que Toki ha librado esta noche —le comentó a Yaeko.

 —No solo esta noche, tiene casi una semana de vacaciones —le informó la chica, levantando las cejas.

 —¡Caramba! Estará de luna de miel —insinuó Yasuda después de beber un sorbo de su copa.

 —No me extrañaría… Qué sorpresa, ¿verdad?

 —Tampoco es tan sorprendente. Vosotras deberíais hacer lo mismo.

 —¡Ni hablar! A menos que sea usted quien venga con nosotras.

 —¿Yo? ¡No puedo acompañaros a todas a la vez!

 Yasuda se fue, pero a la noche siguiente regresó de nuevo a tomar una copa con dos de sus clientes. En aquella ocasión también le sirvieron Tomiko y Yaeko y la conversación que mantuvieron con Yasuda volvió a girar en torno a Toki.

 Pero los cadáveres de Toki y de su acompañante aparecieron en un lugar inesperado.

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