sábado, 3 de junio de 2023

INFERNO — 1979 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 




  INFERNO

 

— 1979 —

 

 

Durante su estancia en Nueva York para promocionar «Suspiria» y poner en marcha la producción de «Zombi», Argento empezó a escribir el guión para el segundo film de la inconclusa trilogía ‘dell’occulto’. Dado que el propósito inicial del director era rodar el film en Inglaterra, Argento inició un exhaustivo rastreo de escenarios posibles, siguiendo huellas de pintores prerrafaelitas, como Dante Gabriel Rossetti, William Morris y E. Bume-Jones. La película, sin embargo, se acabó rodando en Nueva York y Roma, muy especialmente en el barrio de Coppedé de la ciudad italiana. El casting previsto contaba con el protagonismo de James Woods, pero éste dejó plantado el proyecto para ir a rodar “El campo de cebollas” de Harold Becker. Le sustituyó Leigh McCloskey, al que se unieron Irene Miracle (“La elegí porque era una buceadora fenomenal e iba a la perfección para la secuencia de la casa inundada. Nunca había visto una actriz que supiera desenvolverse tan bien bajo el agua. ¡Extraordinaria!”), y los reincidentes Gabriele Lavia —el Carlo de «Rojo oscuro»— Alida Valli —la pérfida miss Tanner de «Suspiria»— y Daria Nicolodi. El conjunto se completó con el veterano Feodor Chaliapin y con Sacha Pitoeff, el enigmático M de «El año pasado en Marienbad». Para el peculiar tratamiento fotográfico. Argento aceptó la recomendación de Luciano Tovoli, y contrató a Romano Albani. La labor escenográfica continuó a manos de Giuseppe Bassan que se esmeró en el diseño de unos muy sui generis interiores ‘art decó’. Decisiva fue también la colaboración de Mario Bava en el apartado de efectos especiales, tanto para el incendio final, como para la espectacular aparición de la Muerte, que resolvió mediante un complejo juego de espejos. Keith Emerson, del mítico trío Emerson, Lake & Palmer compuso, finalmente, una banda sonora que se inspiraba en los “Carmina Burana”.

 

 

 

 

 

El barrio de Coppedé sirve de fastuoso escenario a la operística «Inferno».

 

 

  Sinopsis

 

 

La joven Rose Elliot (Irene Miracle) indaga sobre su casa neoyorquina, a partir de una raro volumen escrito por un arquitecto, Varelli. El libro hace mención a las Tres Madres —Mater Tenebrarum, Mater Suspiriorum, Mater Lacrimarum—, tres perversas mujeres que dirigen el mundo desde tres casas que dicho arquitecto construyó en distintas ciudades: Nueva York, Roma y Friburgo. El texto revela una serie de claves para resolver el hermetismo que las envuelve: el olor pestilente que anuncia la proximidad de sus moradas es la primera clave, “la segunda clave está oculta en el sotano”, “la tercera clave esta bajo la suela de tus zapatos”… Rose envía una carta a su hermano, que vive en Roma, para contarle sus extrañas pesquisas. Después, visita al misterioso anticuario Kazanian (Sacha Pitocff), que es quien le ha proporcionado el libro. De vuelta, una trampilla en el suelo le llama la atención y recuerda la segunda clave que menciona el texto. Rose se adentra en un subsuelo lleno de agua, donde pierde las llaves de su casa. Se sumerge entonces en el pozo, y descubre una vivienda que guarda todavía el mobiliario y su decoración barroca. En uno de los cuadros que cuelgan de la pared aparece el nombre Mater Tenebrarum. Rose se hace con la llave, pero, al ir a emerger, se topa con un cadáver putrefacto que le complica el retorno. Una vez fuera, corre hacia su casa sin percatarse de que alguien la observa. En un aula de la universidad de Roma, Mark Elliot (Leigh Me Closkey) asiste a una clase de música centrada en el ‘Va pensiero’ de Verdi. Sobre la mesa está la carta de su hermana todavía por abrir. Mark se siente atraído por una extraña joven (Anja Pieroni), que le susurra unas palabras ininteligibles. Su actitud llama la atención de Sara (Eleonora Giorgi), amiga del joven norteamericano. Al finalizar la clase, Mark abandona el lugar ligeramente aturdido, y se olvida de la carta. Sara se hace cargo de ella. Durante el trayecto en taxi, Sara lee la carta y ordena al taxista cambiar de dirección. A medida que se aproximan al nuevo destino, Sara percibe un olor desagradable. Al descender del taxi se hace una pequeña herida en el dedo. Ya en la biblioteca, pide un ejemplar de ‘El libro de las Tres Madres’ y toma la decisión de sustraerlo, no sin cierta inquietud, pues le ha parecido oír el susurro de su nombre entre las estanterías próximas. Aprovecha el momento del cierre y se dirige hacia la salida, pero se pierde en el dédalo de pasillos. En el sótano encuentra un laboratorio de alquimia y a su raro morador que, al ver el libro que lleva, intenta recuperarlo a cualquier precio. Sara deja el libro, y escapa. Temerosa de que algo pueda sucederle, busca la compañía de Carlo (Gabriele Lavia), un vecino de su apartamento. Llama a Mark y le ruega que venga de inmediato. La luz del apartamento empieza a fallar y Carlo se ofrece para arreglarlo. Al ir junto a él, Sara descubre con estupor que ha sido asesinado, suerte que ella misma no tarda en correr. Mark llega a la casa y se encuentra con el cadáver de su compañera. Al abandonar el lugar, ve a la misteriosa joven de la universidad, que lo observa desde un coche en marcha. Mark llama por teléfono a su hermana. Ésta le pide que se reúna con ella urgentemente, pero unas interferencias dan al traste con la conversación. Rose se siente en peligro y, tras cortarse con el pomo de la puerta, huye por los pasillos del edificio dejando la dudosa seguridad de su apartamento. La huida, sin embargo, no la lleva muy lejos: unas manos al otro lado de una ventana se apoderan de ella y la asesinan. Mark viaja hasta Nueva York. En el vestíbulo del edificio conoce a algunos de los excéntricos inquilinos: un anciano paralítico (Feodor Chaliapin), su enfermera (Verónica Lazar) y la portera encargada de la finca (Alida Valli). Mark sólo recibirá sincera ayuda de la Condesa Elise (Daria Nicolodi), una joven enfermiza que está bajo los cuidados de John, su mayordomo (Leopoldo Mastelloni). La condesa, amiga íntima de la desaparecida Rose, le habla de la obsesión que siente su hermana por el mito de las Tres Madres y su vinculación con el edificio. Al regresar a su apartamento, Elise se percata de que sus pies están manchados de sangre. Vuelve junto a Mark, y descubren en la moqueta el origen de ésta, que se prolonga por el pasillo hasta una puerta. Mark sigue las manchas, mientras Elise le aguarda en el pasillo. El joven se interna por un intrincado espacio lleno de pasillos y escaleras. Al abrir uno de los conductos de aire se siente mareado y pierde el sentido. Una figura encapuchada se le acerca. Mientras, una Elise angustiada corre en busca de Mark. A través de una de las cristaleras, el encapuchado que arrastra el cuerpo del joven la descubre. La condesa intenta escapar, pero las puertas se cierran misteriosamente, trazándole un único camino. En una de las habitaciones vacías es atacada por voraces gatos y rematada a cuchillo por el siniestro encapuchado. Mark llega, malherido, hasta el vestíbulo del edificio. La portera y algunos inquilinos le observan con frialdad. Vuelve en sí en el apartamento de Rose. Kazanian y Mark dialogan. El anticuario le avanza la noticia del eclipse que va a tener lugar durante la noche. Durante el mismo. Kazanian aprovecha para deshacerse de los gatos que tanto le incordian. Pero ratas de las cloacas —ayudadas circunstancialmente por un individuo— acaban con él. Carol, la encargada de la finca, y John, el mayordomo, mueren en extrañas circunstancias: a John le arrancan los ojos y Carol perece por ignición. El fuego que prende en Carol se extiende, segundo a segundo, por el lugar. Paralelamente, Mark da con la última clave —“…bajo la suela de tus zapatos”—, con lo que abre un boquete en el suelo que lo conduce por diversas galerías que desembocan en el alma del edificio. Allí se encuentra con el anciano inválido, que no es otro que Varelli, al que se enfrenta en defensa propia. Agonizante, el viejo arquitecto se confiesa esclavo de las madres, advirtiéndole de la crueldad sin límites de Mater Tenebrarum, anfitriona de la casa. El último resorte del enigma descansa en la enfermera que, desde el interior de un gran espejo, se descubre como la Muerte. El fuego salva la situación, y Mark escapa del agonizante edificio que perece con sus oscuros secretos.

 

 

 

 

 

¡Los ojos como platos!

 

  Las tres claves de “Inferno”

 

 

La matriz fundadora de la incompleta trilogía de las tres Madres descansa en un texto de Thomas de Quincey titulado ‘Levana and Our Ladies of Sorrow’, que formaba parte de ‘Suspiria De Profundis’ una continuación de ‘Confesiones de un inglés comedor de opio’, su obra más famosa. El ensayista inglés, amigo del gran poeta romántico William Wordsworth, trazaba en dicho capítulo una somera y orfebrerista descripción de la enigmática tríada de hermanas, a las que bautizaba con los perturbadores nombres de Mater Lacrimarum, Mater Suspiriorum y Mater Tenebrarum. Con ellas. Argento construyó el imaginario maligno que le valió de pasaporte para adentrarse en el ámbito de lo fantástico. De él nos da sucinta cuenta la voz en off del arquitecto Varelli, que documenta la curiosidad de Rose Elliot, la protagonista inicial del film, y que la orienta en los arcanos del enigmático edificio en el que vive y por el que se obsesiona:

No sé el precio que tendrá que pagar por romper lo que nosotros los alquimistas llamamos silentium. Las experiencias de nuestros colegas deberían prevenirnos para no trastornar a los profanos. Yo, Varelli, arquitecto que vive en Londres, conocí a las Tres Madres, y diseñé y construí para ellas tres viviendas, una en Roma, otra en Nueva York, y la tercera en Friburgo. No descubrí, hasta que era demasiado tarde, que desde esos tres lugares las Tres Madres dirigen el mundo a través del dolor, las lágrimas y las tinieblas. Mater Suspiriorum, la madre de los suspiros, la más vieja, vive en Friburgo; Mater Lacrimarum, madre de las lágrimas, la más bella de las hermanas, lleva la dirección desde Roma; Mater Tenebrarum, la madre de las tinieblas, la más joven y cruel de las tres, controla Nueva York. Y yo construí sus horribles casas, depósitos de asquerosos secretos. Esas así llamadas madres son, en realidad, perversas madrastras, incapaces de crear vida, infames hermanas engendradas en el Infierno. Los hombres se equivocaron al darles a esas criaturas un nombre tan sencillo y terrorífico. En efecto, ellas fueron tres hermanas al mismo tiempo que madres, igual que hay tres Musas, tres Gracias, tres Parcas y tres Furias. La tierra sobre la que las tres casas han sido construidas se convertirá con el tiempo en algo muerto y portador de plagas; y en la zona de su alrededor olerá terriblemente. Ésa es la primera clave para descubrir el secreto, la primera y la más importante de las claves. La segunda clave del secreto venenoso de las tres hermanas está oculto en el sótano. Allí se encuentra el retrato y el nombre de la hermana que vive en la casa. Ésa es la ubicación de la segunda clave. La tercera clave está en la suela de tus zapatos. Ahí está la tercera clave”.

La imagen de un abrecartas y un llavero nos adentran en el tejido onírico de «Inferno». Dos objetos que, por una vez, no pertenecen a la colección privada de ningún sádico. Ambos reposan sobre la mesa de estudio de Rose Elliot, a la espera de que la trama delirante del film los reclame. El llavero motivará el descenso acuático de la protagonista y será el causante indirecto del hallazgo de la segunda clave; y el abrecartas permitirá arrancar a Mark las tablas del piso y acceder a la tercera clave que proclama el texto de Varelli.

 

 

 

 

 

Las manos de Dario Argento, maquilladas para la ocasión.

 

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

La estructura de «Inferno» recuerda en cierta medida aquellos Films ingleses, preferentemente de la Amicus, en los que diferentes personajes desarrollaban distintas historias, pero todas determinadas por un mismo decorado, que actuaba de catalizador y de verdugo. El interior del edificio protagonista aísla a sus moradores de la rugiente y bulliciosa Nueva York. Están fuera del tiempo, sometidos a una disciplina de lo irracional que les da un aire anacrónico que influye en su ambivalente aureola entre grotesca y fantasmagórica. En este sentido. Rose Elliot y Mark serían como intrusos en medio de este magma surrealista.

—Sara y Rose. El film se organiza a partir de una sucesión de bloques que defienden su independencia, y al mismo tiempo se integran en el engranaje narrativo general del film. Todos ellos acaban con la muerte de algún personaje. Los itinerarios paralelos, aunque complementarios, de Rose Elliot en Nueva York y Sara en Roma compondrían el primer bloque. Las similitud en las pruebas que deben afrontar apoyaría esta idea. El agua —y la noche, por supuesto— es el elemento a través del cual entran en contacto con la morada de las Madres: Rose sumergiéndose en la habitación inundada, y Sara empapándose én medio de una tormenta que se diría rescatada —taxista incluido— de «Suspiria». Tanto el edificio de Nueva York como la biblioteca romana detentan un mismo número, el 49, y un olor nauseabundo les precede. Hay una predilección por un desplazamiento físico siempre en constante descenso. El miedo y el desaliño acompañan a ambas heroínas cuando cruzan el hall de sus respectivos edificios, en dos secuencias de trazado casi análogo. Ambas sufren una pequeña herida que sangra (Sara al bajar del taxi y Rose al cortarse con el pomo de la puerta), y dos objetos de cristal se rompen poco antes de ser asesinadas. Un lagarto comiéndose una mariposa anuncia la muerte de Sara, y Rose tropieza con un par de lagartos disecados poco antes de ser asesinada. Finalmente, destaca el encuentro de las dos mujeres con sendos cadáveres, uno ya putrefacto, entre las aguas amnióticas de los dominios de Mater Tenebrarum en Nueva York, y el otro, todavía caliente, en el cuarto de los fusibles del apartamento romano de Sara. La secuencia del asesinato de Sara es un ejemplo locuaz del mejor cine de Argento. La joven, después de las angustias pasadas en la sede de Mater Lacrimarum, pide ayuda a un circunstancial vecino. Antes de que la pareja acceda al apartamento de Sara, se nos muestra un plano de su interior: un largo pasillo que repercute en el cultivo de la inquietud. Argento subraya la endeblez de la alianza entre Sara y su vecino, aislándolos con la planificación: cada uno observa al otro desde su hermético plano. Sara pone en el tocadiscos el ‘Va pensiero’ de Verdi que habíamos oído ya durante la clase de música. Hay un plano bellísimo de Sara mirando fuera de campo al que le siguen tres planos de aproximación a la luna llena coincidiendo con el crescendo musical. La luna está vinculada simbólicamente a la muerte, a lo acuático y a la feminidad: tres planos consecutivos de ella como tres son el numero de Madres malditas. El cortejo fatídico está en marcha: el plano de un lagarto devorando una mariposa (qué mejor símil para el destino que aguarda a la joven), el plano de unas manos enguantadas en perversa sesión de papiroflexia y un enigmático plano de una desconocida que se ahorca (Mater Tenebrarum, documentaba De Quincey en ‘Levana and Our Ladies Of Sorrow’, es la instigadora de los suicidios). Un inesperado bajón en la luz va a enviar a Carlo, el vecino complaciente, a la habitación de los fusibles. Para ello se dispone a entrar en el pasillo: la cámara parece que va a acompañarle. Sin embargo, Argento corta a un plano de Sara preocupada. La voz en off de Carlo la tranquiliza. Un nuevo corte nos lleva a uno de los movimientos de cámara más enigmáticos del cine del autor de «Rojo oscuro»: un lento travelling que recorre el pasillo en dirección a la habitación de los fusibles ¿Qué hay detrás de ese plano? ¿Es la mirada de Carlo? Y si es así, ¿por qué Argento no nos muestra el contraplano? La ambigüedad invita al miedo. Sea lo que sea, es difícil no reprimir un escalofrío. Sara acude en pos de Carlo, al que aún podemos oír en off. De la oscuridad, sin embargo, surge su rostro desencajado: un cuchillo atraviesa su cuello. En su agonía, se aterra a la aterrorizada Sara. Verdi llena el último resquicio sonoro de la secuencia (“El ‘Va pensiero’ verdiano —dice Argento— se inicia en el auditorio para proseguir después en el apartamento donde se producirá el crimen. He utilizado el fragmento en dos contextos diferentes porque quería mostrar como todo cambia según la situación, en el primer momento el ‘Va pensiero’ es un hermosísima composición, en el siguiente es la música de la muerte”). La mano enguantada del ejecutor arranca el cuchillo del cuello de Carlo y lo clava en la espalda de Sara: la fisicidad del crimen es insoportablemente contagiosa. La mano enguantada cierra la puerta de la habitación en un gesto que explícita el final de la secuencia —y del ‘Va pensiero’— y convoca un elipsis perfecta: Mark sale del ascensor y entra en el apartamento de Sara para descubrir su cadáver. El acoso y derribo de Rose conjuga de nuevo algunos de los recursos expresivos que mejor esgrime el cineasta. La suerte que corre la joven posee, como hemos dicho, evidentes analogías rituales con respecto a Sara: el agua, la herida con sangre, el objeto de cristal que se rompe y la perturbadora imagen de un reptil. Rose abandona la dudosa seguridad del apartamento para perderse en una sensual escenografía de definición abstracta y teatral sometida a la frialdad de unos azules en litigio pictórico con la intensidad encendida de los rojos. La profundidad de campo, que permite la prolongación del espacio hacia dentro, se combina con la movilidad de la cámara, que recrea la persecución antes que el seguimiento. Esa cámara franquea la cortina transparente para perseguir a la atemorizada Rose y la acompaña hasta que sale de campo por la derecha para, seguidamente, girar sobre sí misma y encuadrarnos la cortina que abría el plano con una sombra amenazante filtrándose a través de ella. El desenlace posee la crueldad visual de corte preciso que a estas alturas es ya marca de fábrica: el vacío de una ventana y medio cristal que actúa como afilada guillotina. Argento recurre al contraste de colores: al encuadre en rojo del cristal que desciende implacable le opone el encuadre de la carne en azul de la víctima. Un driping de sangre chocando contra la pared explícita con elocuencia el destino final de Rose. La desolación del fundido en negro nos aleja del instante y del lugar.

 

 

 

 

 

El imaginario de ‘Dylan Dog’ bebe de las mejores fuentes del cine de Argento.

 

 

—La condesa Elise. El segundo bloque correspondería a la llegada de Mark a Nueva York, y su relación con la condesa Elise, y se prolongaría hasta el asesinato de ésta. En dicho tramo. Argento empeña parte de sus energías en insuflar vida orgánica a la construcción neogótica. Mientras Elise le habla de las Tres Madres, la cámara inicia un lento movimiento de aproximación a una rejilla que engulle y transporta sus imprudentes palabras hasta el núcleo del edificio. Más tarde, esa misma arquitectura bloqueará las cerraduras e impondrá un trayecto a la condesa que concluirá con su muerte. Los moradores de la casa tienen algo de figuras grotescas fuera del tiempo, figuras que solo pueden tener existencia en al ámbito que las cobija, fantasmas ajenos a la gran urbe neoyorquina que la casa intenta alejar de su realidad, descontextualizados náufragos que alguna vez tuvieron un asidero seguro en novelas y películas policíacas de los que son proyección: el ama de llaves, la frágil y enfermiza esposa rica, el mayordomo, el inválido. Mark es un intruso que viene del exterior y que lleva el exterior consigo como una marca que lo diferencia, de ahí la incomodidad que se establece al contactar con la excéntrica tribu. El joven musicólogo encuentra, sin embargo, un aliado en Elise. La breve historia que Argento levanta en torno al personaje no pasa desapercibida. La enfermedad nerviosa, la perpetua soledad que la circunda, el inquietante mayordomo que la atiende —atención a la mirada fuera de campo de éste en dirección a un punto que no nos es desvelado— enhebran una atmósfera mórbida, al estilo de Bava y Freda, confeccionada en el crisol del extrañamiento, en la que priva la angulación en picado —el plano del mayordomo preparando el baño posee algo que escapa a la mera acción que se está llevando a cabo— y, por encima de todo, el silencio. Ese silencio que vuelve a imponerse después de la muerte de Elise: Mark, ignorante de la suerte que ha corrido, llama a la puerta de su apartamento. Un corte directo nos lleva al interior del mismo: la cámara se desliza —en el más absoluto silencio— hasta encuadrar al mayordomo expectante, del que fluye un quietismo que aterra de veras. La muerte de Elise sigue las constantes habituales de Argento, que tienen en la dialéctica entre espacio y figura su mejor representación. Escaleras, pasillos, cortinas, ventanas y el arropamiento colorístico son accidentes conocidos del paisaje, a los que debe unirse la fuerza del sentimiento de soledad, aspecto que volvería a conectar con las representaciones pictóricas de Hopper. Por otra parte, la Eloise debatiéndose contra los gatos mientras vemos al detalle sus bocas mordiéndola, posee algunos rasgos que incitan a pensar en su posible influencia para la futura concepción del segmento de los gatos reviviendo a la defenestrada Michelle Pfeiffer en el film de Tim Burton «Batman vuelve» («Batman Returns», 1994).

—Kazanian. Los dos siguientes bloques están formados por las historias de Kazanian, el anticuario tullido, por un lado, y por John y Carol (el criado de la condesa y la portera de la finca) por el otro. A priori, la ubicación de Kazanian en «Inferno» se intuye como un acto reflejo del pianista ciego de «Suspiria». Sin embargo, Argento diseña para el anticuario una mini trama de tono a lo Poe que consolida al personaje por encima de su espectacular muerte. Encerrado en su claustrofóbica tienda, Kazanian es un solitario, un marginado, hosco con quienes le rodean y con un odio visceral por los gatos que invaden su hogar. El anticuario tullido protagoniza una de las sequenze lunghe más inolvidables del cine de Dario Argento. Una acción miserable va a convertirse en una gran aria de muerte: Kazanian aprovecha la noche del eclipse para deshacerse de sus odiados intrusos felinos. El impresionante escenario con los rascacielos y la luna, que sirve de fondo operístico y pictórico, contrasta con la naturaleza a ras de suelo, de aguas infectas, desperdicios y ratas. Kazanian se interna imprudentemente en la laguna fecal en busca de la profundidad idónea para ahogar a los gatos. Argento describe minuciosamente el dificultoso avance del anticuario, modelando para la secuencia un tempo lento sobre el cual se va manifestando un sostenido desasosiego. Muertos los gatos, Kazanian pierde el equilibrio y cae al agua. El eclipse y el teclado de Keith Emerson se unen para dar comienzo a la inapelable justicia poética de la Madres: la mano del hombre pugna por un apoyo y revienta una caja de cartón podrido llena de ratas. El eclipse parece obrar sobre los roedores, que enloquecen y se lanzan sobre la indefensa víctima. Las ratas se multiplican aterradoramente en los encuadres. Los gritos de Kazanian llegan hasta la camioneta de un vendedor ambulante de hot dogs que corre en su ayuda. O, al menos, eso es lo que pensamos. Argento prescinde del rostro del recién llegado, y le convierte en un pariente urbano del Leatherface de «La matanza de Texas», que le inflige al pobre Kazanian una expeditiva misericordia con un cuchillo de carnicero.

 

 

 

 

 

El auténtico rostro de Mater Tenebrarum, entre las llamas purificadoras.

 

 

—John y Carol. Su relación nos remite a los melodramas criminales de Mario Bava y Ricardo Freda, de quienes el film toma prestados la atmósfera malsana y los interiores con prodigalidad en cortinajes, cuadros y espejos, que acogen la vida de estos personajes. Poco hay que decir respecto a sus dos muertes casi elípticas, excepto que conjuran nuevamente elementos neurálgicos en el cine de Argento: la oscuridad (o las cuencas vacías de los ojos de John) y el fuego (o el cuerpo abrasado de la mujer).

—La muerte en el espejo. El último bloque es similar al de «Suspiria». Allí, Suzy Banyon dejaba a un lado su pasividad y se aventuraba hacia el vientre del monstruo. Mark actúa de la misma manera. Una imagen del joven superpuesta a otra del mar le vincula al motivo del agua, y le alinea con la estela de Rose y de Sara. El número tres se revela imprescindible para alcanzar el definitivo arcano: en «Suspiria» se necesitaba también un relevo de tres (Pat, Sara y Suzy) para llegar hasta Helena Marcos. Sam Dalmas cruzaba una pequeña puerta que le conducía hasta la galería de arte donde le aguardaba la letal Monica Ranieri en «El pájaro de las plumas de cristal». Argento reinterpreta aquí la secuencia en clave fantástica: Mark franquea el umbral —la composición de los encuadres es semejante— y llega hasta la gran sala de la pérfida Mater Tenebrarum. El tema del espejo unido a la madre terrible aparecía por vez primera en «Rojo oscuro»: el reflejo de Marta en el espejo proclamaba ya el advenimiento del dominio de las Tres Madres. En «Suspiria», Suzy descubría la entrada secreta en una imagen especular. Ahora un espejo se interpone entre el héroe y su adversario: un espejo que se quiebra para mostrar a la Muerte. Tiziano Sciavi debió tener presente este bellísimo instante a la hora de imaginar los reiterados encuentros con la Muerte que protagoniza su carismático detective de cómic Dylan Dog. La secuencia final, con el interior de la casa envuelta en llamas, nos muestra a Mark reflejado en varios espejos que estallan a su paso, sugiriendo quizás la posibilidad de que el personaje esté escapando a través de ellos para volver a esa normalidad representada por la calle inesperadamente llena de camiones de bomberos, que intentan sofocar el fuego de «Inferno».

Dos años después de «Inferno», y tras trabajar en un guión sobre vagabundos neoyorquinos que prometía ser tan terrorífico que amedrentó a su productor Dino de Laurentis (“Trataba del hambre, la pobreza, la desesperación, enormes banquetes canibalísticos donde la gente era descuartizada y devorada”), Dario Argento regresó al giallo con «Tenebrae», dejando aparcado su esperado proyecto de cerrar la trilogía fantástica de Las Tres Madres. La idea de base para «Tenebrae» nació del molesto acoso al que Argento fue sometido por parte de un insistente admirador, durante su estancia en Los Ángeles. Cabe intuir, también, que la memoria cinéfila de Argento retrocediera hacia uno de los últimos films de su admirado Fritz Lang, «Más allá de la duda». Si, en esa película maestra, Dana Andrews se prestaba a interpretar como protagonista una ficción criminal de la que resultaba finalmente ser culpable, también «Tenebrae» recurre a la conversión sorprendente del héroe de su film en asesino. Para el papel protagonista, el cineasta pensó en Christopher Walken, pero fue finalmente Anthony Franciosa el elegido para caracterizar a Peter Neal, el escritor de novelas policíacas que esconde bajo su citarme intelectual las tinieblas que dan título al film. A Franciosa se unieron Giuliano Gemina, Daria Nicolodi y, de forma no poco autoconsciente, el veterano

viernes, 2 de junio de 2023

SUSPIRIA — 1977 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 


 


 SUSPIRIA

 

— 1977 —

 

 

El hálito fantástico que sospechábamos en algunas partes de «Rojo oscuro» encontró en «Suspiria» la mejor de las plataformas para despegar y desarrollarse. Argento ofreció un film insólito y personal, donde cabían los cuentos tradicionales —Perrault, Grimm…— las obras de George MacDonald y de Lewis Carroll, y las novelas de brujería de A. Merrit (‘Arde bruja, arde’) y de Fritz Leiber (‘La esposa hechicera’). El enorme éxito alcanzado por «El exorcista» de William Friedkin había provocado, durante la década de los setenta, una cantidad ingente de films que tenían al diablo como excepcional invitado. Argento y las brujas de «Suspiria» aportaban una oferta diferente y atrevida, que rompía con una moda que aún daría magníficos resultados en «La profecía» de Richard Donner, pero que llegó a evidenciar la decadencia del mismísimo Mario Bava, en la arriesgada pero fallida «El diablo se lleva a los muertos».

Las brujas —confesó Argento en esa época— me han apasionado siempre, al contrario que el diablo; no creo en él; en el cine siempre me ha hecho reír. Contrariamente, las brujas me dan miedo”.

Para el papel protagonista del nuevo film. Argento recurrió a la norteamericana Jessica Harper, que tres años antes había interpretado a la heroína de «El fantasma del Paraíso» de Brian de Palma. Según el propio cineasta, la elección se debió al parecido que la actriz guardaba con la Blancanieves de Disney. Junto a ella, destacaron dos grandes damas de la interpretación cinematográfica: Joan Bennett, la que fuera musa y esposa de Fritz Lang, uno de los directores predilectos de Argento, y Alida Valli, la inolvidable heroína de «Senso» de Visconti. Completaron el reparto un joven Udo Kier y el veterano Rudolf Schandler, ligado también a Fritz Lang y a su «Dr. Mabuse». Atento a cada una de las partes del film. Argento planeó al detalle la escenografía con la que debía vestir su historia, viajando durante tres meses por el Norte de Europa para inspirarse en las peculiaridades de su gótico y así crear, con la ayuda de su escenógrafo Giuseppe Bassan, los alucinantes y sui generis interiores de «Suspiria». Pero el rasgo más notable de «Suspiria» fue, sin duda, su tratamiento fotográfico, que, buscando la antigua alquimia del Technicolor de los años 30, y de la mano de Luciano Tavoli, parecía apoyarse en aquella sentencia de Walter Benjamín a propósito de las ilustraciones de los cuentos infantiles: “El color puro es el médium de la fantasía”.

 

 

 

 

 

  Sinopsis

 

 

Decidida a perfeccionar sus estudios de ballet, Suzy Banyon (Jessica Harper) llega a la academia de danza de Friburgo una noche de furiosa tormenta. En la puerta coincide con una joven. Pat (Susan Javocili), que balbucea unas palabras sin aparente sentido en el interfono, para alejarse del lugar aterrorizada. Suzy intenta también hacerse entender a través del interfono, pero es en vano. Decide volver a la ciudad y buscar un hotel. La joven Pat se ha refugiado en casa de una amiga, donde ambas son aesinadas. A la mañana siguente, Suzy acude a la academia. Conoce a Miss Tanner (Alida Valli), una de las profesoras de más antigüedad y a Madame Blanc (Joan Bennett), la subdirectora del centro, quien disculpa la ausencia de la directora. Su llegada coincide con la presencia de los policías que investigan el doble asesinato. Suzy explica a los inspectores cómo se encontró, en la puerta cerrada, con una de las víctimas. En la academia, Susie conoce a Sara (Stefania Casini), con la que congenia, y a Mark (Miguel Bosé). otro joven estudiante. Después de unos días. Madame Blanc le comunica que ya puede trasladar sus cosas a la academia. Suzy prefiere seguir alojada en el exterior, granjeándose de este modo la antipatía de las directoras. Durante uno de los trayectos por los pasillos de la escuela, una misteriosa luz la ciega unos segundos. Se siente mareada y pierde el conocimiento. Al volver en sí, se encuentra en una de las habitaciones de la academia, a la que han llevado sus pertenencias. El médico del centro le recomienda descanso y en su dieta incluye un vaso de vino tinto, que resultará contener un narcótico. La estancia forzosa de Susy en la academia hace que su relación con Sara se intensifique. Una de las noches, los dormitorios de la escuela sufren una invasión de larvas, lo que obliga a improvisar un nuevo dormitorio en la sala de baile. Sara cuenta sus sospechas sobre la directora, a la que todos creen asusente: la joven reconoce su inquietante respiración en algún punto de la sala, durmiendo entre ellas. Por la mañana, el perro lazarillo de Daniel (Flabio Bucci), un invidente profesor de piano, muerde a Albert, el sobrino de Madame Blanc, lo que motiva una violenta discusión entre el pianista y la profesora Tanner. El hombre da a entender que sabe más de un secreto en torno al lugar, y se despide. Suzy toma su ración de vino narcotizado, mientras Sara está cada vez más intrigada y atemorizada por las extrañas irregularidades que se suceden a su alrededor. Antes de dormirse, Suzy percibe que los pasos de las profesoras no se dirigen hacia la salida, como sería lógico, sino hacia el interior del edificio. Esa misma noche, el pianista ciego es asesinado por su propio perro. Suzy se siente turbada por el cariz que toman los acontecimientos. Habla con Madame Blanche y le refiere la extrañas palabras que pronunció Pat al pie del interfono, la noche en que fue asesinada. La subdirectora promete referir el hecho a la policía. Sara recrimina a su amiga la confianza que ha tenido con la profesora y le confiesa que ella era la joven que estaba al otro lado del interfono. También le dice que conserva las notas de Pat y que un tal Frank Mandel (Udo Kier), un contacto exterior de confianza, está al corriente de todo. Por la noche, Sara acude a la habitación de Suzy: ha descubierto que las notas de Pat han desaparecido. Su amiga está dormida a causa de la droga ingerida en el vino. Sara presiente que alguien la ha seguido e intenta huir por los laberínticos pasillos del centro. Cae en una habitación llena de alambres que la inmovilizan, dejándola a merced de su perseguidor, que la degüella sin vacilar. A la mañana siguiente. Miss Banner anuncia a Suzy la falta de tacto de su amiga, que se ha ido “como una ladrona”. Suzy, que no cree en esa versión, decide entrevistarse con Frank Mandel. Éste le cuenta la historia de Helena Marcos, una extraña mujer acusada de brujería, ligada a la academia. De regreso a la escuela. Suzy descubre que está sola: todo el mundo ha ido al estreno de un espectáculo de ballet. Esa noche es atacada por un murciélago e intenta pedir ayuda a Frank por teléfono, pero la comunicación se corta. Se deshace de la comida y el vino y decide adentrarse en el edificio, tomando como referencia los pasos de las profesoras. Llega hasta el despacho de la subdirectora y da con una entrada secreta. Suzy se sumerge en la laberíntica red de pasadizos hasta llegar a la sala de reunión de las profesoras, a las que escucha condenarla a muerte. Encuentra el cadáver de Sara y, en la angustiosa huida, se refugia en la habitación donde sigue habitando Helena Marcos, la bruja de que le habló Frank Mandel. Suzy se enfrenta a ella y le atraviesa el cuello con una afilada aguja. El edificio empieza a resquebrajarse. Suzy se pone a salvo, mientras se escuchan los gritos de las otras brujas pereciendo entre las llamas.

 

 

 

 

 

Suzy Banyon y sus compañeras en una imagen promocional de «Suspiria».

 

 

 

  En la boca del miedo

 

 

Como es de ley en todos los cuentos, «Suspiria» se inicia con una voz en off que lleva implícita la formula del “érase una vez”:

Suzy Banyon decidió perfeccionar sus estudios de ballet en la más famosa escuela europea de danza, la célebre academia de Friburgo. Partió un día a las nueve de la mañana del aereopuerto de Nueva York y llegó a Alemania a las diez y cinco, hora local”.

Dario Argento se vale de este método de invocación mágico y naif para presentarnos a la protagonista fuera de su marco cotidiano, sumergiéndose en las subyugadoras imágenes del aeropuerto que abren la película. Partiendo de los paneles que señalan las llegadas de los vuelos, la cámara desciende hasta mostrarnos a Suzy Banyon entre varios pasajeros, caminando hacia la salida. Pero la consistencia real del aeropuerto se desvanece a cada nuevo paso de la protagonista. Argento acude a la sucesiva alternancia del plano-contraplano y a la hipnótica música de Goblin para hacer cristalizar el efecto: pasamos de un travelling de la joven tomada frontalmente, con el sonido ambiente del aeropuerto, a la toma subjetiva que avanza hacia las puertas de salida sostenida por el inquietante tema principal de la banda sonora. La configuración visual de las puertas evoca un organismo vivo, una gran boca dispuesta a tragarse a la heroína: un primer umbral de cruce traumático que rompe con lo cognoscible y condena a la muchacha a la soledad forzada de un ritual intransferible. Una tormenta de dimensiones apocalípticas recibe a Suzy del otro lado, mientras la joven se afana en conseguir los servicios de un taxi. Su conductor, improvisado y turbador Caronte, la lleva a través de una inextricable geografía onírica caracterizada por presencia incesante y ominosa del agua, la oscuridad de la noche y la imagen fugaz de un bosque: tres figuras arquetípicas de lo femenino y de lo inconsciente, decisivas para entender el tipo de viaje que emprende Suzy Banyon.

Los terrores del bosque —escribe J. E. Cirlot en su ‘Diccionario de símbolos’— tan frecuentes en los cuentos infantiles, simbolizan el aspecto peligroso del inconsciente, es decir, su naturaleza devoradora y ocultante”.

La protagonista de «Suspiria» franquea los dominios de una madre terrible (que luego descubriremos personificada en la bruja Helena Marcos), para aproximarse a su centro de poder, esa misteriosa academia de signo uterino que pugnará por destruirla. El relato, sin embargo, deja ahora a Suzy de lado para decantarse por una alumna que se cruza con ella en la puerta de entrada de la academia y que huye aterrada después de pronunciar unas palabras que dirige por el interfono a una invisible compañera: “El secreto es… Lo he visto en la puerta… Tres lirios… Hay que girar el azul”. La protagonista preservará en la memoria esas palabras, como un valioso legado que, siguiendo la lógica de los cuentos, encontrará mágico acomodo en el futuro. Vemos correr a la despavorida joven por el bosque en rápidos e imborrables travelling laterales (reflejo subjetivo de la perpleja mirada de Suzy alejándose en el taxi) y la seguimos hasta la majestuosa casa de una amiga, un edificio presidido por un hall de maniática geometría y subido cromatismo, que será el excéntrico decorado de una de las más inefables puestas en crimen de la historia del cine fantástico. La inminente víctima de este crimen inaugural se refugia en el cuarto de baño de la amiga, pero su frágil seguridad no tarda en desvanecerse. Si la noche tiene mil ojos, como reza el sugestivo título de William Irish, algunos cientos de ellos pertenecen a la omnisciente cámara de Dario Argento, que no cesa de observar y señalar a aquellos que van a morir. La ubicación de la cámara en el exterior del cuarto facilita el estilizado ejercicio compositivo del cuadro dentro del cuadro, pero también un punto de vista desconocido —no sabemos nada de la naturaleza del peligro que amenaza a la muchacha— que irriga de savia terrorífica el contenido subjetivo del plano. Argento apuesta por la hiriente combinación del cristal y la carne ya presente en «Rojo oscuro» para dar la salida al truculento asesinato: una manos presionan el rostro de la víctima contra el cristal de la ventana hasta hacerlo estallar. Lo que sigue es una vertiginosa avalancha de sensaciones, construida a base de ilimitado sadismo, colores agresivos, frenético montaje y sonido Goblin. La joven es inmolada en una sangrienta ceremonia punitiva, que incluye siete puñaladas (la última de las cuales le perfora el corazón, detalle que Argento recoge en impactante y casi pornográfico primer plano) y el ahorcamiento final de la víctima, cuyo cuerpo cae por el techo de cristal del hall. El plano final de la secuencia es un sensual movimiento de cámara que se inicia en los pies desnudos de la joven ahorcada y finaliza con el descubrimiento del cadáver de la amiga destrozado por los cristales caídos. Argento se erige aquí, más que nunca, en sumo sacerdote, en oficiante directo del crimen —las manos del verdugo son sus manos, recordémoslo— y en demiurgo de un ritual de sacrificio con el que trascender el asesinato, para hacer de él un acto fundacional, simbólico y cruento, terrorífico y hermoso, que el espectador debe forzosamente experimentar antes de poder adentrarse y situarse entre las bellas y las brujas de «Suspiria». No resulta fácil reponerse de estos veinte minutos antológicos, de su inusitada violencia, de los enigmáticos interrogantes que suscitan y del efecto hipnótico de su parafernalia visual. Por eso, cuando vemos aparecer de nuevo a Suzy Banyon ante la fachada de la academia, a la luz del día, nos sentimos todavía desorientados a causa del empuje fatal de ese primer crimen. La entrada en campo de Suzy comunica una extrañeza inmediata, que nace de la férrea delimitación del encuadre, cuyos extremos inviolables inducen a negar la existencia de todo lo que está fuera de campo. Suzy aparece, pues, como alguien que viene de ninguna parte y se dispone a franquear un nuevo umbral que la llevará, ahora sí, al universo mágico del film. Este encuadre hace las funciones del espejo de Alicia, y por él se introduce Suzy ingenuamente, llevada por la placidez que ahora ofrece el escenario. El último plano del film recuperará, mucho más tarde, una composición similar, para ofrecernos a una Suzy liberada, saliendo de campo con una sonrisa que la capacita para encontrar el camino de vuelta. De esa oposición de encuadres surge toda la galería de situaciones de «Suspiria».

 

 

 

 

 

Blancanieves destruye a la malvada bruja del cuento.

 

 

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

—Daniel, el pianista ciego. La muerte de este personaje adopta los procedimientos ya clásicos de la sequenza lunga, abierta en este caso cuando el perro lazarillo muerde inexplicablemente al repelente sobrino de madame Blanc. Argento no filma el incidente de la mordedura, sino que recurre a su sonido en off sobre la imagen de uno de los pasillos de la escuela, tomado mediante un travelling de retroceso que prepara la aparición de una indignada mis Tanner a la búsqueda y captura del aún ignorante Daniel. Durante la violenta discusión en la sala de ensayos, el cineasta utiliza un impactante picado vertical sobre el invidente, como si recogiera la mirada demiúrgica de la propia casa que lo observa y le condena a muerte. Esa muerte se produce en una solitaria y gigantesca plaza: La Plaza de los Tres Templos de Munich. En la construcción fílmica del crimen destaca la escalofriante ironía que surge de mostrar a un personaje ciego sometido a la hiperbólica mirada de las sacerdotisas del Mal, que lo miniaturizan y aplastan con denodada crueldad, todo ello en medio de un complejo diseño visual que debió conocer Peter Grenaway antes de filmar «El vientre del arquitecto», pero que, desde luego, tiene la llama fundacional en aquel Cary Grant a vista de pájaro abandonando la ONU en «Con la muerte en los talones» de Hitchcock. Pero el alarde técnico que permite que esa cámara se lance en pos del desvalido ciego transmuta la abstracción de signo hitchcockiano en la más pura manifestación de lo oculto que jamás ha acogido una pantalla de cine.

—Sara. Una Suzy somnolienta, narcotizada por el vino que acompaña sus cenas, deja a Sara, su hermana en el sueño que es «Suspiria», a merced de las brujas. Una secuencia anterior nos mostraba a ambas nadando en la piscina y sumidas en la confidencia —Sara guarda las notas de la joven asesinada del principio y ha seguido investigando por su cuenta—, ajenas a la mirada del lugar que las observaba desde la cámara esotérica de Dario Argento. Ahora, la joven intenta inútilmente despertar a su amiga, porque sus notas han desaparecido y todo hace pensar que su vida corre peligro de muerte: la cámara se aleja de ellas subrayando la soledad e indefensión de Sara, e inicia una panorámica ascendente hasta encuadrar la bombilla del techo, improvisado y amenazador apéndice de la casa de la bruja y lúcida expresión del miedo cinematográfico entendido a imagen y semejanza de un estado febril donde los más intrascendentes objetos cobran una inusitada cualidad física. Sara intenta escapar por la informe estructura de pasillos y escaleras que es la academia durante la noche. Ese itinerario viene marcado por un expresivo contraste entre la estremecedora música de Goblin y unos expectantes segmentos de silencio que permiten captar el rítmico entrechocar del filo de una navaja de afeitar contra el pestillo de metal de una puerta. La sádica imaginación del cineasta no vacila en idear para Sara un tiempo de espera —es una víctima a las puertas del sacrificio—, que culmina en una habitación llena de alambre cortante que, a modo de estómago simbólico, amenaza con digerirla. Sin embargo. Sara muere degollada por la mano enguantada de alguien de cuya horrorosa identidad da buena cuenta la mirada impregnada de horror que la joven dirige fuera de campo y que queda anegada para siempre en el primer plano de su ojo ya muerto con el que finaliza la secuencia.

—Suzy Banyon y las brujas. Suzy es un personaje esencialmente ingenuo que deberá asumir su papel obligado de heroína. Ella es la elegida para completar un movimiento que se inicia con las enigmáticas palabras de la primera muchacha asesinada y que se mantendrá vivo gracias a la tozudez de Sara, amiga y confidente de ambas. La muerte de Sara actuará de acicate para que Suzy se decida por la acción.

La etérea protagonista —escribe Antonio Tentori en ‘Dario Argento. Sensualità dell’omicidio’— pasa a través de una serie de monstruosidades y terrores, como en una suerte de rito iniciático, pero no pierde jamás el candor que la caracteriza”.

Dejando de lado los veinte minutos iniciales, en los que lo sobrenatural afecta al espectador pero no a la protagonista, Suzy irá tomando paulatino contacto con el extraño comportamiento de las alumnas y con las normas de las profesoras, a las que parece contravenir su decisión de rechazar el régimen de internado. Las cabezas visibles de la escuela, mis Tanner y madame Blanc, no han cesado de subrayar el talante conflictivo de la alumna asesinada. La negativa a pernoctar en el centro alinea a Suzy con el espíritu rebelde de la muerta. Las consecuencias de esta decisión son sorprendentes, ya que no existe una sólida causa para justificar el encantamiento al que se ve sometida la protagonista, prisionera involuntaria tras los muros de la escuela. ¿Una forma drástica de domeñar su deseo de independencia o de tenerla vigilada al sospechar que oculta algo del fortuito encuentro con la primera víctima? Todo son meras conjeturas, porque el relato nunca llega a contar nada abiertamente, y cualquier acción que lo prolonga nace del bombeo infatigable de su vocación onírica. El desconcertante desequilibrio entre la edad real de las actrices y su comportamiento peculiarmente infantil es uno de los efectos más visibles de ese onirismo omnipresente.

En un primer tratamiento —cuenta Argento— la acción se situaba en una escuela de niñas, de unos diez a doce años. Las brujas eran las maestras que torturaban a las niñas. Pero a los distribuidores la idea se les antojó excesivamente cruel. Entonces, cambié la edad de los personajes, pero no renuncié a la atmósfera de colegio infantil. Hice que las alumnos de la escuela de danza se comportasen como niñas: no podían salir, tenían miedo de sus maestras… Incluso potencié la idea a partir de una serie de trucos escenográficos, como el de hacer que las puertas fueran muy altas y que los pomos les llegaran a la altura del rostro”.

 

 

 

 

 

De nada valdrán los poderes de Helena Marcos ante la afilada hoja que esgrime Suzy Banyon.

 

 

La configuración del edificio, su trazado laberíntico —su alma, en definitiva— está en deuda con los grabados de perspectivas contradictorias de M. C. Escher, artista que el film cita directamente tanto de palabra —la escuela de danza está en la calle Escher— como de obra —el despacho de la directora reproduce imágenes de algunos de sus trabajos—, y cuya apología del trompe l’oeil es susceptible de encajar sin traumatismos en el universo expresivo de Argento. Pero también es posible percibir, en torno a la academia de danza de Friburgo, la gravitación de un imaginario literario de arquitecturas excéntricas que no son refractarias a su espíritu perturbador; así, el espectador puede encontrar vasos comunicantes entre ese espacio de vértigos concéntricos y el palacio del príncipe Próspero de ‘La máscara de la Muerte Roja’ de Edgar Allan Poe

Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta yardas había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento”,

o en las fantásticas construcciones en las que suelen moverse los protagonistas de las obras de George MacDonald, como ‘Lilith’ y ‘La princesa y los trasgos’

Subió y siguió subiendo (¡Qué largo parecía el trayecto!), hasta que se concluyó el tercer tramo y vio que aquel rellano era la desembocadura de un largo pasillo. Se aventuró por él. Estaba lleno de puertas cerradas a derecha e izquierda, tantas que no se preocupó de pararse ante ninguna, sino de seguir avanzando a paso vivo hasta el final. Pero aquel final enlazaba con otro pasillo igualmente lleno de puertas. Cuando por dos veces volvió a repetirse la misma situación y siguió sin ver en torno suyo más que puertas cerradas, empezó a asustarse un poco”.

 

 

 

 

 

Los grabados de M. C. Escher, protagonistas subliminales del film.

 

 

Pero la definitiva vuelta de tuerca para la magnificación de esta escenografía barroca es su concepción de organismo vivo, capaz de prolongar a la bruja que guarda en su seno. La academia respira por los pasillos, transpira repelentes larvas, cambia de color como las serpientes mudan de piel, acepta y expulsa a sus moradores, les dirige a su capricho, les espía y, llegado el caso, los deglute como a Sara. La destrucción del monstruo precisará de un viaje hacia las entrañas de este complejo caparazón arquitectónico, periplo que solo podrá iniciarse verdaderamente cuando Suzy renuncie a los alimentos con que la madre la nutre y que, en contrapartida, la invalidan para cualquier aventura nocturna. Argento filma ese momento con decidida prestancia, subrayando la acción de Suzy, que se reafirma en una actitud de clara rebeldía al rechazar la cena y deshacerse de ella por el inodoro. El siguiente movimiento del personaje intenta contrarrestar la terrorífica presencia de unas profesoras que jamás abandonan la escuela por la noche, sino que se repliegan en su centro. Para descubrirlas. Suzy pone en marcha una sugestiva operación mental de seguimiento de las mismas tomando como indicio el sonido de sus pasos, reflejo y consecuencia del espíritu de los cuentos sobre el que se edifica todo el film, y que invita a la protagonista a un simbólico trayecto hacia dentro. Suzy conseguirá acceder a la zona prohibida después de que ésta le haya sido señalada mediante un espejo lewiscarrolliano que refleja los lirios que permiten abrir la puerta secreta. Suzy Banyon penetra en los dominios de lo inconsciente, en busca del secreto que oculta el edificio, una imago que se arremolina significativamente detrás de un velo que la protagonista debe levantar, desvelando a Helena Marcos, la bruja, la Reina negra, la madre terrible. Abatirla supondrá la prueba final y definitiva para liberarse del vientre que amenaza con absorberla, y ser devuelta, debidamente renacida, al lado diestro del espejo. El clímax tiene lugar en el aposento de la siniestra Helena Marcos, primero una silueta oscura entrevista por el velo que cubre la cama, y después convertida, al recibir la mortal punción que le inflige la joven heroína, en una terrible anciana, premonición de las criaturas fulcianas que pronto poblarían la cinematografía italiana. La caracterización de vieja se corresponde a la imagen que la mitología ha construido de la bruja, a partir de la visualización de la vejez como un estado connatural a las mismas: la iconografía existente es innumerable, aunque, por encima de todo, Helena Marcos debe ser entendida como una moderna encarnación de aquella perversa reina del dibujo animado que fue la bruja de la Blancanieves de Walt Disney. El desenlace trae consigo la lluvia y el viento, pero también el fuego purificador que prenderá de la arquitectura y la sumirá en una agonía mortal. Suzy abandona el lugar a través del marco/encuadre que la recibió al inicio, dejando atrás la pesadilla. El rito de paso ha cambiado la expresión de su rostro, que se muestra ahora liberado de las sombras del miedo que lo regentaban.

 

 

 

 

 

La comunión perfecta entre el asesinato y las Bellas Artes.

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