miércoles, 27 de marzo de 2019

PISADAS EXTRAÑAS G. K. Chesterton


PISADAS EXTRAÑAS

G. K. Chesterton
S
I usted logra ver a algún miembro del selecto círculo «Los Doce Auténticos Pescadores» en el momento de entrar en el Hotel Vernon para asistir a la comida anual del grupo, advertirá que ese caballero al quitarse el gabán, aparece vestido con un traje de etiqueta, no negro, sino verde. Suponiendo que tenga usted la astronómica audacia de interpelar a un ser semejante, y llegara a preguntarle la causa que le hace llevar tal atavío, es muy probable que él le conteste que lo hace para no ser confundido con un camarero. Y usted tendrá que retirarse anonadado, dejando a sus espaldas un misterio irresoluble y una historia digna de ser relatada.
Si, continuando por el mismo camino de las improbables conjeturas, llega usted a conocer a un bondadoso, activo y menudo sacerdote que responde al nombre de Padre Brown y le pregunta qué considera más notable de lo que ha sucedido en su vida, es muy probable que le responda que su mayor proeza tuvo lugar en el Hotel Vernon, en donde evitó un delito y acaso salvó un alma, gracias solamente a haber oído ciertas pisadas en un pasillo. El Padre Brown se siente bastante orgulloso de esa insólita y maravillosa hazaña, y es posible que la narre, lector. Pero como resulta inmensamente inverosímil que usted ascienda tanto en el plano social como para poder encontrar a los «Doce Auténticos Pescadores», y no menos increíble que llegue tan bajo como para hundirse entre la gentuza y los criminales donde suele encontrarse al Padre Brown, temo que nunca llegue a saber esa historia, si yo no me decido a contársela.
El Hotel Vernon, donde «Los Doce Auténticos Pescadores» celebran sus comidas anuales, es una institución oligárquica que llega hasta la locura en su afán de extremar las buenas maneras. Se trata de una empresa comercial «exclusivista», de una organización económica concebida al revés de todas las demás. Es decir, que consiste, en algo que tiende, no a atraer a la gente, sino a alejarla. En el corazón de una plutocracia, los comerciantes acaban siendo lo bastante sagaces para volverse más exigentes que la clientela misma, O sea, que inventan dificultades para que sus ricos y aburridos clientes gasten tiempo y dinero en superarlas. Si hubiera en Londres un hotel elegante, al que sólo pudieran concurrir hombres de seis pies de estatura como mínimo, la sociedad elegante se apresuraría a suministrar grupos de individuos de seis pies para poder comer allí. Si un restaurante caro, por mero capricho de su propietario, únicamente abriese las tardes de los jueves, esas tardes se verían atestados de público sus salones.
El Hotel Vernon se alzaba, como casualmente, en la esquina de una plaza de Belgravia. Era un hotel pequeño y con muchos inconvenientes. Pero esos inconvenientes eran considerados como una muralla protectora por la concurrencia, toda ella perteneciente a una clase determinada. Existía, de modo especial, una incomodidad de vital importancia: sólo podían comer allí, literalmente, veinticuatro personas a la vez. La única, mesa de banquetes —mesa célebre por cierto— se abría al aire libre, en una especie de galería, sobre una terraza que miraba a uno de los más exquisitos jardines antiguos de Londres. De manera que, para complicar más las cosas, los únicos veinticuatro asientos de la mesa sólo podían ser ocupados en tiempo caluroso, lo que hacía que su disfrute fuese tan difícil como deseado. El propietario del hotel era un hebreo llamado Lever que había ganado algo más de un millón con su negocio, a base de dificultar el acceso a él. A esta limitación, en la amplitud de su empresa, añadía, como es lógico, la más cuidadosa maestría en su dirección. Los vinos y la cocina eran indiscutiblemente tan buenos como los mejores de Europa, y el trato de la servidumbre reflejaba exactamente el tono marcado por la alta sociedad inglesa. El propietario conocía a sus camareros como a los propios dedos de la mano. Aquellos hombres eran quince, en total. Resultaba mucho más fácil llegar a miembro del Parlamento que a camarero del Hotel Vernon. Todos ellos estaban adiestrados en un tremendo silencio lleno de amabilidad, como si cada cliente fuese su señor. Y el hecho es que casi siempre cada cliente disponía allí por lo menos de un camarero.
El círculo de «Los Doce Auténticos Pescadores» no hubiese podido comer nunca en un lugar que no fuese como éste, porque sus miembros deseaban poseer un aislamiento lujoso y les hubiera enojado el mero pensamiento de que cualquier otro grupo comiese en la misma casa. Con ocasión de su banquete anual, los Pescadores tenían la costumbre de exponer todos sus tesoros especiales, como si se hallasen en una casa particular. Exhibían, en especial, el célebre servicio de cuchillos y tenedores para pescado que era como el distintivo de la organización. Cada cuchillo o tenedor era de plata labrada, y tenía la forma de pez, y una gran perla en el mango. Estos cubiertos se sacaban siempre para el plato de pescado, el más importante de aquella importante comida. La agrupación tenía gran número de ceremonias y ritos, pero no historia alguna ni objeto de alguna clase, por lo cual resultaba muy aristocrática. Es inútil que haga usted, lector, ningún intento para ser miembro de «Los Doce Auténticos Pescadores» y a menos que pertenezca usted a cierta clase de personas, ni siquiera conseguirá jamás oír hablar de ellos. El círculo contaba con doce años de existencia. Su presidente era el señor Audley; su vicepresidente, el duque de Chester.
Si he logrado expresar hasta cierto punto el ambiente de aquel asombroso hotel, el lector sentirá la natural extrañeza sobre los medios que me han hecho saber algo concerniente a tal establecimiento, y asimismo se preguntará cómo una persona tan llana y vulgar como el Padre Brown consiguió bogar en tan dorada galera. Hay en el mundo cierta anciana, muy revolucionaria y demagoga, que cuando le parece irrumpe en los más refinados rincones y da la tremenda noticia de que todos los hombres son hermanos; y siempre que esa universal niveladora llega a cualquier lugar, a horcajadas sobre su esquelético corcel, es obligación del Padre Brown seguirla. Ocurrió que cierto camarero del Vernon, un italiano, padeció un ataque de apoplejía una tarde, y su judaico patrón, aunque ligeramente asombrado de las supersticiones del prójimo, consintió en mandar a buscar al más próximo sacerdote católico romano. Lo que el camarero confesara al Padre Brown no nos interesa; pero, al parecer implicaba escribir una nota o declaración que transmitiese algún mensaje o enderezase algún entuerto. Por lo cual el Padre Brown, con su amable desenvoltura que igual hubiese manifestado en el mismísimo Palacio de Buckingham, solicitó útiles para escribir y lugar adecuado donde poder hacerlo. El señor Lever quedó literalmente deshecho. Era un hombre amable, y además, practicaba esa triste imitación de la cortesía que consiste en detestar toda complicación o escándalo. De otra parte, la presencia de aquel inesperado personaje en su hotel, precisamente aquella noche, resultaba algo así como echar una mancha sobre una cosa recién lavada. En el Vernon no había ningún cuarto lateral, ni clase alguna de antesala, ya que nadie tenía que esperar a nadie, ni nunca penetraban allí parroquianos circunstanciales. A la sazón había quince camareros. A la sazón había doce clientes. Encontrar un nuevo huésped en el hotel aquella noche, habría resultado tan desconcertante como encontrar un nuevo hermano, durante el almuerzo o la cena, en la propia familia de uno. Para colmo, el aspecto del sacerdote era bastante mediocre y sus ropas estaban algo sucias, lo cual suponía que una simple mirada desde lejos echada sobre el Padre Brown, podría ocasionar una crisis en el círculo. Finalmente el señor Lever concibió un plan para encubrir la desgracia, ya que le era imposible evitarla. Según entra usted —cosa que no hará nunca— en el Hotel Vernon, encuentra un corto pasillo, decorado con unas cuantas, borrosas, pero importantes pinturas, y llega al vestíbulo principal, del que arranca a la derecha un pasillo que lleva a los comedores, mientras que otro pasillo a la izquierda conduce a las cocinas y a la administración del hotel. Al entrar en ese segundo pasillo se ve, a la izquierda, un despacho encristalado, que parece una casa dentro de otra y que, en otros tiempos, debió de ser el bar del establecimiento.
Tras los cristales de esta oficina se sienta el representante del propietario (porque en casa nadie comparece en persona mientras lo pueda evitar). Después de la oficina, camino de las dependencias de la servidumbre, está el guardarropa, límite extremo de los dominios de los clientes. Pero entre la oficina y el ropero se encuentra un cuartito privado, que no tiene salida al pasillo, y que es utilizado a veces por el propietario para graves e importantes asuntos, tales como prestar mil libras a un duque o negarle seis peniques a otro. Y es una muestra de la magnífica tolerancia del señor Lever el que permitiera que aquel lugar sagrado fuese profanado durante media hora por un simple sacerdote que garabateaba en un pliego de papel. Probablemente la historia que el Padre Brown relataba en aquellas líneas era más interesante que la presente, pero nunca será conocida. Por mi parte sólo puedo afirmar que no era menos larga que ésta, y que sus dos o tres párrafos finales resultaban los menos emotivos y atrayentes. Porque fue al llegar a ellos cuando el sacerdote empezó a dejar vagar un tanto sus pensamientos y permitió despertar a sus sentidos físicos, que eran de una penetración normal. Llegaba la hora de la oscuridad y de la cena; el cuartito donde trabajaba el clérigo no tenía luz aún y acaso la penumbra, al concentrarse, produjera, como a veces sucede, una agudización del sentido auditivo. Mientras el Padre Brown redactaba la última y menos esencial parte de su documento, advirtió que estaba escribiendo al compás de un ruido exterior, igual que en ocasiones solemos pensar al ritmo del rodar de un tren. Cuando reparó en tal cosa, descubrió lo que era: un rumor de pisadas al otro lado del tabique, cosa nada insólita en el pasillo de un hotel. No obstante, miró al penumbroso techo y escuchó. Tras atender unos segundos, se incorporó y, ladeando la cabeza, púsose a escuchar más atentamente. Después se sentó de nuevo y, hundiendo la cabeza entre las manos, consagróse, no sólo a escuchar, sino a reflexionar también.
Las pisadas que sonaban fuera eran iguales a las que pueden oírse usualmente en un hotel y, sin embargo, en conjunto, había algo muy extraño en ellas. No se percibían otras pisadas. Aquel establecimiento era siempre muy silencioso, porque los pocos clientes conocidos iban directamente a su mesa y los bien adiestrados camareros tenían la orden de mantenerse invisibles mientras no se les necesitara. Era imposible concebir otro sitio donde hubiera menos razón para sospechar nada irregular. Sólo que aquellas pisadas eran tan notables que no se sabía si calificarlas de regulares o de lo contrario. El Padre Brown siguió el compás del ruido golpeando con el dedo el borde de la mesa, como el que se esfuerza en aprender una melodía al piano.
Primero fueron una serie de rápidos y leves pasos cortos, semejantes a los de un hombre empeñado en ganar una marcha al paso. En un instante dado se detuvieron, convirtiéndose en una especie de andar lento e indolente que duraba aproximadamente el mismo rato que las otras pisadas. Apenas muerto el último golpe de esta clase, se reanudó el rumor de pisadas rápidas y ligeras, volviendo después el otro andar, más recio. Todo procedía del mismo calzado, lo que se evidenciaba en parte porque, según se ha dicho, allí no debía haber verosímilmente otro par de zapatos en movimiento, dadas las discretas costumbres de la casa; y en parte porque aquel calzado tenía un inconfundible crujido.
El Padre Brown poseía esa clase de mente que no sabe estar sin inquirir las cosas, y aquel caso, tan trivial en apariencia, incrustóse profundamente en su cerebro. Había visto hombres correr para saltar. Había visto hombres correr para patinar. Pero ¿a santo de qué podía un hombre correr para concluir por andar? También, ¿para qué empezaba por andar para concluir por correr? Sin embargo, ninguna otra cosa podía explicar las extravagancias de aquellas piernas invisibles. El hombre aquel, o andaba muy deprisa la mitad del corredor para andar muy despacio la otra mitad, o andaba muy despacio hasta un extremo para gozar del placer de andar muy deprisa hasta el otro. Ninguna de las dos posibilidades parecía tener mucho sentido. El cerebro del Padre Brown se obscurecía cada vez más, como el cuarto que ocupaba.
Pero, en cuanto empezó a pensar concentradamente, la misma oscuridad de su celda pareció tornar sus pensamientos más vívidos, y empezó a divisar, como en una especie de visión fantástica, los estrafalarios pies recorriendo el pasillo en actitudes antinaturales o simbólicas. ¿Sería una danza religiosa pagana? ¿O alguna clase, nueva en absoluto, de ejercicio científico? El Padre Brown dióse a reflexionar con más precisión en lo que los pasos sugerían. Primero estudió el paso lento: aquellas no eran las pisadas del dueño del hotel. Los hombres de ese tipo andan con un rápido contoneo o están parados. Ni podían ser los pasos de un botones esperando órdenes. Los pasos de la gente humilde (en una oligarquía) no suenan así, sino que, o vacilan en caso de ligera embriaguez, o (y esto es más general, especialmente en lugares fastuosos) permanecen inmóviles en actitudes reprimidas. No. Aquel paso era pesado y a la vez elástico, con un algo de negligente imperio; no muy ruidoso y, sin embargo, indiferente al ruido que pudiera producir, y sólo podía pertenecer a un determinado animal terreno. Aquel paso correspondía a un caballero del occidente de Europa, y probablemente a un caballero que nunca había trabajado.
En el instante en que el Padre Brown alcanzaba esta firme certeza, el paso adquirió un veloz ritmo cruzando tras la pared, febrilmente, como una rata. El oyente notó que, aun cuando el paso era más ligero, era también mucho menos ruidoso, casi como si el desconocido anduviese de puntillas. Esto, empero, no se asociaba en la mente del Padre Brown con misterio alguno, y sí con otra cosa, una cosa que no lograba recordar. Sentíase atormentado por uno de esos recuerdos inconcretos que llevan al hombre al borde de la locura. Era seguro que él había oído aquel extraño y rápido modo de andar en alguna parte. De pronto incorporóse, esclarecido su cerebro por una nueva idea. Su cuarto no daba directamente al pasillo, sino por un lado al despacho de cristales y por otro al guardarropa. Empujó la puerta del despacho y la encontró cerrada. Se asomó a la ventana, ahora mero rectángulo transparente sobre un fondo de nubes purpúreas hendidas por un crepúsculo lívido, y por un instante olfateó el mal, como un perro olfatea las ratas.
Su parte racional —ya fuese la más prudente o no— recobró su supremacía. Recordó que el propietario le había dicho que iba a cerrar la puerta y que acudiría más tarde a libertarle. Díjose que una veintena de cosas en cuya cuenta no había caído podían explicar los raros ruidos exteriores y pensó que le quedaba suficiente luz vespertina para terminar su escrito. Aproximó, pues, su papel a la ventana, a fin de aprovechar la postrera y tormentosa claridad diurna, y se sumió en el trabajo. Escribió durante veinte minutos, inclinándose cada vez más hacia el papel según iba faltando la luz. Y luego, súbitamente, se incorporó. Había vuelto a oír las extrañas pisadas. Esta vez presentaban una tercera peculiaridad. Hasta entonces el hombre había andado, con ligereza a lo largo del pasillo las pisadas suaves, veloces, a saltos, tal como las de una pantera que brinca y corre. El ente invisible era un hombre fuerte y activo sin duda, lleno de intensa, aunque dominada, excitación. Y cuando los pasos se alejaron de la oficina encristalada, convirtiéndose, para el oído, en una especie de susurrante remolino, otra vez que se trocaron en el mismo pisar anterior, más pesado y lento.
El Padre Brown soltó su papel, y prescindiendo de la cerrada puerta de la oficina, se precipitó por la del guardarropa. El encargado de este lugar se hallaba ausente en aquel momento, quizá porque los escasos clientes estaban cenando. El oficio de dicho empleado debía ser una sinecura. Abriéndose camino entre un bosque de gabanes el Padre descubrió que el cuartito guardarropa se abría al iluminado pasillo por una especie de mostrador o media puerta semejante a la mayoría de esos pequeños mostradores donde todos dejamos nuestros paraguas y recibimos a cambio un numerito. Sobre el arco semicircular de aquella abertura en el corredor, brillaba una luz. Esta luz proyectaba muy poca claridad sobre el Padre, quien parecía una mera silueta obscura recortándose sobre el fondo crepuscular de la ventana que había a sus espaldas. En cambio, la misma lámpara iluminaba con un efecto casi teatral al hombre que se hallaba en el pasillo, fuera del guardarropa.
Era un hombre elegante, con un traje de etiqueta muy corriente. Aunque alto, era una persona de aquellas que no parecen ocupar nunca mucho sitio. Daba la impresión de poder deslizarse como una sombra allí donde hombres más bajos hubieran estorbado y ocupado lugar. Su rostro moreno y vivo, ahora con la nuca hacia la luz, era el rostro de un extranjero. Tenía buena figura y maneras cordiales y confiadas. Un crítico pudiera haber dicho que el traje estaba un tanto por debajo del tipo y modales del desconocido y que incluso le abultaba por el pecho más de lo conveniente.
Cuando el hombre divisó la negra silueta del Padre Brown recortándose sobre el crepúsculo, tendió al Padre un trozo de papel con un número y pidió con afable autoridad:
—Haga el favor de mi sombrero y abrigo; tengo que irme.
El Padre Brown, sin una réplica, tomó el papel y emprendió la búsqueda del gabán. No era la primera vez que ejecutaba una faena manual. Hallólo al fin y lo puso sobre el mostrador. El desconocido, que había estado buceando en su chaleco, dijo, riendo:
—No encuentro plata: quédese con esto.
Alargó a Brown medio soberano y cogió su abrigo.
La figura del Padre Brown continuaba tranquila en la oscuridad, pero de hecho el Padre Brown había perdido la cabeza. Y su cabeza valía siempre mucho más cuando la perdía. Si en tales momentos sumaba dos y dos le resultaban cuatro millones. A menudo la Iglesia Católica (que es inseparable del sentido común) no aprobaba aquello. Y a menudo ni él mismo lo aprobaba. Pero en verdad era una auténtica inspiración, cosa importante en ciertas raras crisis, en las cuales, muchas veces, el que pierde la cabeza logra salvarla merced a haberla perdido.
—Creo, señor —dijo cortésmente—, que debe usted tener plata en el bolsillo.
El hombre alto le miró extrañado.
—¡Al diablo! —exclamó—. Puesto que le doy oro, ¿por qué reclama?
—Porque —dijo el sacerdote blandamente— la plata es en ocasiones más valiosa que el oro, si se trata de grandes cantidades.
El extranjero le contempló, con curiosidad. Luego miró, con más curiosidad aún, hacia la entrada principal del pasillo. Después escrutó a Brown de nuevo y examinó minuciosamente la ventana que se abría a espaldas del sacerdote y tras la cual brillaba todavía un último vapor de tormenta. En seguida se volvió. Apoyó una mano en el mostrador, saltó por encima, ágil como un acróbata, y dirigió una tremenda mano al cuello de Brown.
—No se mueva —dijo en un tajante murmullo—. No quiero amenazarle, pero…
—Yo sí le amenazo —contestó el Padre Brown con voz que sonaba como un redoble de tambor—. Le amenazo con el gusano que no muere jamás y con el fuego que nunca se extingue.
—Es usted un raro encargado de guardarropa.
—Soy un sacerdote, Monsieur Flambeau —contestó el Padre Brown—, y estoy dispuesto a oírle en confesión.
El hombre miróle boquiabierto, por unos instantes y después se dejó caer en una silla.

Los primeros platos de la comida de «Los Doce Auténticos Pescadores» habían transcurrido con plácida normalidad. No poseo un ejemplar de la minuta, y si lo poseyera tampoco serviría de indicación alguna a nadie. Estaba escrita en esa especie de superfrancés empleado por los cocineros y completamente ininteligible para los franceses. Era tradición en el Círculo que los «hors d’oeuvres» fuesen varios y diferentes hasta lo absurdo. Se ingerían con gravedad, porque eran suplementos desaforadamente inútiles, como toda la comida y todo el círculo. Existía también la tradición de que la sopa fuese ligera y sin pretensiones, por vía de vigilia y preparación del festín de pescado que venía después. La conversación consistía en esa charla extraña y ligera que gobierna en secreto el Imperio Británico y que, sin embargo, no entendería un inglés corriente, en el supuesto de que pudiera oírla. Los ministros de ambos partidos eran aludidos por sus nombres de pila con una especie de cansada benevolencia. El radical ministro de Hacienda, a quien se creía odiado por todo el partido tory gracias a los impuestos que establecía, fue alabado por sus trabajos de poesía menor y por su habilidad como jinete en materia cinegética. El jefe tory, a quien se juzgaba aborrecido por todos los liberales como un tirano, fue discutido —y en conjunto alabado— como liberal. Dijérase que allí los políticos eran muy importantes. Y, sin embargo, todo en tales políticos parecía de mucha importancia, salvo su política. Audley, el presidente, era un amable viejo, que aún llevaba cuellos a lo Gladstone y simbolizaba toda una sociedad fantasmal y no obstante sólida. Nunca había hecho nada, ni siquiera nada malo. No era inteligente, ni rico en exceso. Pero estaba «metido en la cosa» y nada más. Ningún partido podía incluirle en él gobierno. El duque de Chester, vicepresidente del Círculo, era un político joven y en camino de hacer carrera. Es decir, que era un muchacho simpático, con el cabello rubio muy aplastado, la cara pecosa, moderada inteligencia y enormes propiedades inmuebles. Sus apariciones en público eran siempre felices y sus principios sencillísimos. Cuando se le ocurría una broma la exponía y por esto se le juzgaba brillante. Cuando no se le ocurría ninguna, afirmaba que no era momento de chanzas, y se le creía talentoso. En privado, esto es, entre grandes de su misma clase, era tan agradablemente franco e ingenuo como un escolar. El señor Audley, que no había intervenido nunca en política, trataba a ésta más seriamente. A veces llegaba incluso, a turbar a los reunidos sugiriéndoles que había alguna diferencia entre un liberal y un conservador. El por su parte era conservador, incluso en la vida privada. Peinaba gran cantidad de cabello gris, casi a guisa de melena, sobre la nuca, como ciertos estadistas a la antigua, y visto por detrás parecía uno de estos hombres que necesita el Imperio. Visto por delante parecía, en cambio, un suave solterón, condescendiente consigo mismo, poseedor de un piso en Albany; y así era.
Como ya se observó, había veinticuatro asientos en la mesa de la terraza, y sólo doce miembros del Círculo. De modo que ocupaban la galería con la máxima comodidad, todos alineados en el lado interior de la mesa, y por tanto dominando una ininterrumpida perspectiva del jardín, aún vívido de colores, si bien ya cerraba la noche con unos tonos sombríos para aquella estación del año. El presidente se sentaba en el centro y el vicepresidente al extremo derecho. Por alguna razón desconocida, cuando los doce miembros del Círculo irrumpían, camino de sus asientos, en la terraza, era costumbre que los quince camareros formaran a lo largo de las paredes, como soldados presentando armas al rey, mientras el grueso propietario se inclinaba ante el Círculo con radiante sorpresa, cual si nunca hasta entonces hubiera tenido noticia de la existencia de aquellos señores. Pero antes del primer movimiento de cuchillo y tenedor, el ejército de sirvientes había desaparecido, quedando sólo en torno uno o dos hombres encargados de recoger y distribuir los platos, lo que hacían en mortal silencio. Por supuesto, Lever el dueño, había desaparecido el último, entre convulsiones de exagerada cortesía. Sería exagerado, y también superfluo, decir que Lever reaparecía positivamente otra vez. Pero cuando se servía el plato importante, el de pescado, sentíase allí una —¿cómo lo diré?—, una vívida sombra, una proyección de la personalidad del propietario, y aquella proyección advertía que él no andaba muy lejos. El sacro plato de pescado consistía, a los ojos del vulgo, en una especie de tarta monstruosa, del tamaño aproximado de un pastel de boda, en cuyo interior cierto considerable número de interesantes peces habían perdido la forma primitiva que Dios les diera. «Los Doce Auténticos Pescadores» empuñaban sus celebérrimos cubiertos y los acercaban al sacrosanto manjar tan gravemente cuál si cada pulgada de él costase tanto como devorar a la vez el cuchillo y tenedor de plata. Y por cuanto sé, venía a costar lo mismo. Aquel plato se despachaba en un silenció ávido e intenso, y cuando su propio plato estaba casi vacío, el joven duque formulaba el comentario de ritual: «Esto no lo hacen en ningún sitio más que aquí».
—En ninguno —convino el señor Audley, con profunda voz de bajo, volviéndose hacia el duque y moviendo repetidas veces su venerable cabeza—. En ninguno, con seguridad, excepto aquí. Me habían asegurado que en el Café Anglais…
Se interrumpió e incluso apartó la mano por un instante mientras le retiraban el plato, pero en seguida reanudó el hilo de sus valiosos pensamientos:
—Me habían asegurado que en el Café Anglais servían lo mismo. Pero nada de eso señores, nada de eso —concluyó, denegando con la cabeza, implacable como un juez al dictar una sentencia de horca.
—A ese sitio lo ensalzan demasiado —dijo un tal coronel Pound, hablando, a juzgar por su traza, por primera vez desde hacía varios meses.
—No sé, no sé —alegó el duque de Chester, que era un optimista—. Es sitio muy bueno para ciertas cosas. No hay quien prepare mejor el…
Un camarero llegó ligeramente al comedor y allí se detuvo en seco. Su parada fue tan silenciosa como sus pasos, pero todos aquellos difusos y amables caballeros estaban tan hechos a la absoluta suavidad del mecanismo invisible que les rodeaba y en el que se fundaban sus vidas, que ver a un camarero ejecutar una cosa inesperada les produjo un estremecimiento y un sobresalto. Sintieron algo semejante a lo que usted y yo sentiríamos si el mundo inanimado nos desobedeciese, si una silla, por ejemplo, corriera alejándose de nosotros.
El camarero estuvo inmóvil algunos segundos, mientras en todos los rostros de la mesa se ahondaba una extraña vergüenza completamente característica de nuestro tiempo y que se compone de una mezcla de humanitarismo moderno con el horrible abismo moderno que existe entre las almas del rico y del pobre. Un auténtico aristócrata histórico hubiese arrojado cosas a la cabeza del camarero, empezando por botellas vacías y terminando probablemente por monedas. Un auténtico demócrata le hubiese preguntado con claras palabras, y tono de compañerismo, qué diablos hacía allí. Pero los modernos plutócratas no pueden tolerar a un pobre en su proximidad, ni como esclavo ni como amigo. Que entre los sirvientes sucediese algo anómalo era meramente un indignante embarazo. No querían mostrarse brutales y temían verse en la necesidad de ser benévolos. Sólo deseaban que lo que ocurría, fuese lo que fuera, terminara. Y terminó. El camarero, tras permanecer rígido unos segundos, como un cataléptico, giró en redondo y salió, corriendo, de la estancia.
Cuando reapareció en la galería, o más bien en el umbral, iba acompañado de otro camarero con quien cuchicheaban y gesticulaba con meridional energía. Después el primer camarero se alejó, dejando allí al segundo y volvió en seguida con un tercero. Cuando un camarero número cuatro se hubo reunido a aquel agitado sínodo, el señor Audley juzgó preciso romper el silencio. Sustituyó el campanillazo presidencial por una tos recia y dijo:
—El joven Moocher está desarrollando una labor espléndida, ¿eh? Ninguna otra nación del mundo hubiera…
Un quinto camarero precipitóse hacia él como una flecha y murmuró a su oído:
—Perdone, señor. Pero es muy importante. ¿Puede el propietario hablarle un momento?
El presidente, desconcertado, volvióse y vio al señor Lever acercarse a él con su habitual y contoneante viveza. El paso del patrón podría ser usual, pero su expresión no lo era. Su rostro siempre jovial y de un tinte cobrizo oscuro, aparecía ahora enfermizo y amarillento.
—Perdóneme, señor Audley —dijo, jadeando como un asmático—. Tengo una gran inquietud. ¡Se han llevado los platos del pescado y los cubiertos también!
—Es muy natural —dijo el presidente con cierta irritación.
—¿Y vio usted al hombre? —jadeó el dueño del hotel—. ¿Vio al camarero que se los llevó? ¿Le conoce?
—¡Conocer al camarero! —exclamó Audley, indignado—. ¡Claro que no!
Lever abrió los brazos en un torturado ademán.
—Yo no he enviado a ninguno —dijo—. No sé cuando o cómo pudo venir. Mandé a mi camarero a llevarse los platos y él descubrió que habían desaparecido ya.
Audley quedó harto confuso y dejó de tener el aspecto de una de esos hombres que necesita el Imperio. Ningún otro acertó tampoco a decir nada, salvo el hombre de palo —el coronel Pound—, quien pareció galvanizado de pronto. Como si súbitamente le dotaran de una vida sobrenatural, se levantó, rígido, de su silla, aplicóse un monóculo al ojo y habló en tono bronco, difícil como si hubiese olvidado el uso de la palabra:
—¿Quiere usted dar a entender —preguntó— que han robado nuestros cubiertos de plata?
El propietario repitió su ademán de desesperación, aún más amplio ahora. Con fulminante celeridad, los comensales se pusieron en pie.
—¿Están aquí todos sus camareros? —preguntó el coronel con su acento bajo y bronco.
—Sí; están todos. Los conté yo mismo —dijo el duque, adelantando su rostro juvenil—. Siempre los cuento cuando entro; ¡tienen un aspecto tan gracioso ahí apoyados contra la pared!
—Pero no podrá recordar su número justo —opinó Audley excitado.
—¡Le digo que lo recuerdo con exactitud! —insistió el duque. En este hotel no hay nunca más de quince camareros, y quince había esta noche, ni menos ni más. ¡Puedo jurarlo!
El propietario del Vernon volvióse, casi paralizado de sorpresa.
—¿Dice usted… dice usted —tartamudeó— que vio a mis quince camareros? ¿A todos?
—Como siempre —aseguró el duque—. ¿Qué ocurre?
—Nada —dijo Lever, gravemente—, salvo que no pudo usted ver a los quince, porque uno de ellos ha muerto esta noche.
Una frialdad impresionante descendió sobre la estancia. Acaso (que tan sobrenatural es la palabra «muerte») cada uno de aquellos ociosos pensase en su alma por un segundo y viese que equivalía a poco más que un diminuto guisante seco. Uno de ellos —creo que el duque— dijo, incluso, con la estúpida gentileza de los ricos.
—¿Podemos hacer algo por él?
—Ya le he enviado un sacerdote —repuso, indiferente el judío.
De repente, como una llamada del destino, los comensales despertaron a la realidad de su situación. Durante unos cuantos segundos habían sentido la impresión absurda de que el décimo-quinto camarero podía ser el fantasma del difunto. Y se habían encontrado molestos, porque para ellos los fantasmas eran un embarazo, como los mendigos. Pero el recuerdo de la plata rompió el hechizo de lo milagroso, y rompiólo bruscamente y con una reacción brutal. El coronel derribó su silla y corrió hacia la puerta.
—Si había quince hombres —dijo— el decimoquinto, amigos, era un ladrón. Corramos a todas las puertas: las fronteras y las posteriores; asegurémoslo todo y luego hablaremos. Las veinticuatro perlas tienen que ser recobradas.
Audley pareció al principio titubear sobre si era distinguido tomar una cosa con tanta prisa, pero, viendo que el duque galopaba escaleras abajo, le siguió con más reposados movimientos.
En el mismo instante un sexto camarero entró anunciando que había encontrado los platos del pescado sobre un aparador, sin huella alguna de la plata.
El tropel de comensales y sirvientes que corría en confusión por los pasillos, se dividió en dos grupos. Los más de los Doce Pescadores siguieron al propietario para pedirle noticia sobre las salidas que había en la casa. Pound, con el presidente, el vicepresidente y uno o dos hombres más, se lanzó por el pasillo que conducía a la zona de la servidumbre, juzgando aquel lugar el más apropiado para una fuga. Al cruzar ante el cubil o caverna del guardarropa vieron tras el mostrador, en la sombra, una vaga figura, baja, vestida de negro. Debía ser un criado.
—¡Eh, usted! —gritó el duque—. ¿Ha visto pasar a alguien?
El hombre bajo sólo se limitó a decir:
—Acaso yo tenga lo que ustedes buscan, señores.
Se detuvieron, maravillados y confusos, mientras el hombre bajo se dirigía a la parte más oculta del guardarropa, volviendo con las manos llenas de reluciente plata, que puso sobre el mostrador con tanta calma como un tendero. Había doce cuchillos de pescado y doce tenedores de curiosa forma.
—¡Usted… usted! —empezó el coronel, perdido su equilibrio al fin.
Miró luego al interior del cuartito y vio dos cosas: una, que el hombre bajo y vestido de negro era un sacerdote, y otra que la ventana del cuarto estaba rota, como si alguien hubiese pasado por ella con violencia.
—Es natural que los objetos de valor se depositen en el guardarropa, ¿no? —indicó el clérigo con jovial mesura.
—¿Ha… robado usted estas cosas? —preguntó Audley con los ojos muy abiertos.
—Si tal hice —dijo, humorístico, el sacerdote— al menos las devuelvo, ¿verdad?
—Pero no lo hizo —adujo Pound, mirando todavía la ventana rota.
—Para ser claros, debo decir que no lo hice —manifestó, no sin cierta ironía, el Padre, sentándose con gravedad en un taburete.
—Pero sabe quien fue —replicó el coronel Pound.
—No conozco su nombre real —contestó plácidamente el sacerdote—, aunque sé algo de su vigor y mucho de sus conturbaciones espirituales. Aprecié su energía física cuando quiso ahogarme y estimé su moral cuando se arrepintió.
—¡Arrepentirse! —exclamó el joven Chester, en una especie de cacareo risueño.
El Padre Brown se levantó y cruzó las manos a la espalda.
—Es curioso, ¿verdad? —dijo—, que un ladrón y vagabundo pueda arrepentirse cuando tantos hombres ricos y asentados se mantiene frívolos y duros, sin fruto para Dios ni para los hombres. De todos modos, perdónenme si les digo que en esto invaden ustedes mi jurisdicción. Si dudan de la penitencia como hecho práctico, ahí tienen sus cuchillos y tenedores. Ustedes son «Los Doce Auténticos Pescadores» y han recogido sus peces de plata. Pero el Señor me ha hecho a mí pescador de hombres.
—¿Atrapo usted a ese sujeto? —preguntó el coronel, arrugando el entrecejo.
El Padre Brown miró fijamente el rostro adusto del coronel.
—Sí —repuso—. Le atrapé con una caña invisible y un invisible anzuelo, y con un invisible hilo capaz de permitirle llegar al extremo del mundo y luego hacerle volver con un solo tirón.
Hízose un largo silencio. Todos los presentes, menos Pound, fueronse a mostrar a sus compañeros los objetos recuperados o, a consultar a Lever sobre las singulares circunstancias del asunto. Sólo el torvo coronel quedóse allí, sentado al borde del mostrador, balanceando sus largas piernas y mordiéndose su negro bigote.
Al fin dijo al sacerdote:
—Ese sujeto debe ser inteligente, pero creo conocer a otro que lo es más.
—Es, en efecto, un sujeto inteligente —convino el Padre Brown—. En cuanto a lo otro, no sé qué quiere usted decir.
—Quiero decir —contestó el coronel, con una risa breve— que no tengo deseo alguno de ver preso a ese tipo, Sobre esto, tranquilícese. Pero daría muchos tenedores de plata con tal de saber exactamente como recuperó usted los cubiertos. Porque creo que de todos nosotros es usted el tipo más astuto y más al corriente de las cosas.
El Padre Brown pareció simpatizar con la sinceridad del taciturno soldado.
—Escuche —repuso sonriendo—, no le diré a usted la identidad del hombre ni su historia; pero no hay motivo particular que me impida exponerle los hechos anteriores que yo he averiguado.
Saltó sobre el mostrador con inesperada viveza y se sentó junto al coronel, balanceando en el aire sus cortas piernas, como un niño subido a una verja. Y comenzó a contar el relato con tanta naturalidad como si, estuviese al lado de un antiguo amigo, junto a un fuego navideño.
—Verá —dijo—: yo me hallaba encerrado en el cuarto contiguo escribiendo unas cosas, cuando, percibí en el corredor el ruido de unos pies ejecutando un baile tan raro como la misma danza macabra. Primero eran rápidos y ligeros como los de un hombre andando de puntillas por una apuesta; luego lentos, crujientes, descuidados como los de un hombre corpulento que pasea fumando un cigarrillo. Pero yo hubiese jurado que procedían de los mismos pies, y se movían en rotación; primero carrera, luego el paseo con intensidad, por qué un hombre había de ejecutar a la vez dos pasos tan diferentes. Uno de los andares me era conocido: se asemejaba al de usted coronel. Era el andar de un caballero bien alimentado esperando algo y paseando entretanto, más por natural actividad física que por impaciencia mental. Y me constaba conocer también el otro andar, pero no acertaba con lo que era. ¿Qué ser había yo conocido en mis viajes que anduviese de un modo tan extraordinario? Luego oí el entrechocar de unos platos y la respuesta se me apareció clara como el agua: era el andar de un camarero. Un andar con el busto inclinado hacia adelante, los ojos mirando hacia abajo, las puntas de los pies pegadas al suelo, colgantes los faldones de la levita y la servilleta al brazo. Pensé otro minuto y medio y creo que vi la comisión del delito tan claramente como si yo mismo lo hiciera.
Pound miró a Brown intensamente. Los benignos ojos pardos del sacerdote estaban fijos en el techo.
—Un delito —añadió Brown con lentitud— es un trabajo artístico como otro cualquiera. No se extrañe: los crímenes no son las únicas obras de arte que proceden de un taller infernal. Pero toda obra de arte, divina o diabólica, tiene una característica indispensable: que su centro o foco sea sencillo, por complicada que fuere la ejecución. Así, en «Hamlet», por ejemplo, lo grotesco del sepulturero, las flores de la loca, el fantástico primor de Osrico, la lividez del fantasma y las muecas de las calaveras son todo ello añadiduras que rodean, como una guirnalda, la figura trágicamente sencilla, de un hombre vestido de negro.
El Padre Brown deslizóse suavemente al suelo y sonrió, mientras proseguía:
—También este caso nuestro es la mera tragedia de un hombre vestido de negro. Sí —explicó, notando que el coronel le miraba con cierto asombro—. Todo este asunto gira en torno a un hombre vestido de negro. Aquí, como en «Hamlet», hay unos cuantos elementos barrocos que son, y perdonen, ustedes. Existe luego el camarero muerto que estuvo donde no podía estar. Y la mano invisible que robó la plata de ustedes, haciéndola evaporarse. Todo delito inteligente reposa, en última instancia, en un hecho básico muy sencillo. La ocultación consiste en cubrirlo, desviando los pensamientos ajenos fuera de él. Este amplio y sutil y, dentro del curso ordinario de las cosas, provechoso delito, se funda en el mero hecho de que un caballero vista el mismo traje de etiqueta que un camarero. Todo lo demás fue ejecución, y muy buena, por cierto.
—Con todo —repuso el coronel, frunciendo el entrecejo y mirándose los pies—, me parece que no le comprendo bien todavía.
—Coronel —dijo el Padre Brown—, ese arcángel de desenvoltura que les robó los cubiertos anduvo una veintena de veces por este pasillo a plena luz de las lámparas. No se escondió en rincones oscuros, donde hubiese podido producir sospechas. Se movió sin cesar en pasillos iluminados y lugares donde parecía lógico que estuviese. No me pregunte que aspecto tenía: le ha visto usted seis o siete veces lo menos esta noche. Usted estaba, con todos los demás magnates sus amigos, en la terraza que se abre a la derecha del final del corredor. Siempre que el ladrón aparecía entre ustedes lo hacía con el talante de un camarero, con la cabeza inclinada, la servilleta al brazo y los pies ligeros y silenciosos. Llegaba a la terraza, se ocupaba de la mesa y volvía después hacia las habitaciones de la servidumbre. Y cuando venía hacia aquí, a la vista de los camareros y el empleado del despacho, se convertía en otro hombre. Sí, era otro en todos los detalles de su cuerpo, en todos sus ademanes instintivos. Circulaba entre los sirvientes con la indiferente insolencia que los humildes están acostumbrados a ver en superiores. A ninguno le extraño que un miembro de una reunión distinguida paseara de un lado a otro como un animal en su jaula, porque saben que nada caracteriza tanto a un privilegiado como moverse por donde se antoje. Cuando se había cansado de vagabundear, magnífico, por aquí, dirigíase hacia el salón y, bajo el arco que se abre después de la oficina, pasaba a ser, como por hechizo, un obsequioso camarero de «Los Doce Pescadores». ¿Por qué unas personas como ustedes habían de fijarse en un camarero? ¿Por qué los camareros habían de sospechar de los más distinguidos? Una o dos veces hizo cosas que exigían inmensa serenidad. En la habitación privada del propietario del hotel pidió un sifón, asegurando que estaba sediento. Afirmó, campechano, que el mismo se lo llevaría a la mesa y así lo hizo. Apareció con el sifón entre ustedes que le creyeron un sirviente ocupado en un servicio obvio. Por supuesto, no le hubiera sido posible mantener largo rato el juego, pero le bastaba mantenerlo hasta que concluyera el plato de pescado.
»Su momento más difícil fue cuando los camareros se alinearon junto a la pared, al entrar ustedes; pero aún así acertó a recortarse en el muro con tal destreza, que los camareros le creyeron un señor, mientras los señores le creían un camarero. Lo demás fue todo sobre ruedas. Si un camarero le veía fuera de la mesa, el camarero le creía un lánguido aristócrata. Dos minutos antes de que los servidores retirasen el pescado, él, convertido en rápido camarero, lo retiró personalmente. Depositó los platos en un aparador, guardóse los cubiertos en los bolsillos (lo que daba a su traje un aspecto de rara hinchazón) y corrió como una liebre hacia el guardarropa. Entonces volvía a ser un plutócrata, un plutócrata que ha de salir de pronto a causa de una inesperada prisa. Le bastaba dar su boleto al encargado del guardarropa, recoger su gabán y salir tan elegantemente como había, entrado. Sólo…, sólo que sucedió que quien le atendió en el guardarropa, fui yo mismo.
—¿Qué le hizo usted? —exclamó el coronel con desusada energía—. ¿Y qué le dijo él?
—Perdón —repuso el sacerdote—. La historia termina aquí.
—Termina donde empieza a ser interesante —murmuró Pound—. Comprendo la habilidad profesional del ladrón. Pero no la de usted.
—He de irme ya —contestó el Padre Brown.
Ambos se dirigieron al vestíbulo, donde vieron la faz juvenil y pecosa del duque de Chester, que se lanzó alegremente hacia ellos.
—¡Venga Pound! —exclamó, casi sin aliento—. Le estaba buscando. La comida se ha reanudado magníficamente y el buen Audley va a pronunciar un discurso en honor de la recuperación de los tenedores. Debemos establecer alguna ceremonia para conmemorar esta ocasión. ¿Qué idea se le ocurre a usted, que en realidad es quien ha recobrado los cubiertos?
—Sugiero —dijo el coronel, mirando al joven con irónica aprobación— que de aquí en adelante nuestros trajes de etiqueta, en vez de ser negros, sean verdes. Si no, cabe que surjan ciertos equívocos del hecho de poder confundirnos con un camarero.
—¡Al diablo con eso! —atajó el joven—. Un caballero no puede confundirse con un camarero jamás.
—Ni un camarero con un caballero, probablemente —repuso Pound—. Opino, reverendo, que su amigo debía ser un hombre muy inteligente para saber portarse como un caballero.
El Padre Brown abotonose hasta el cuello su vulgar sobretodo, juzgando que la noche amenazaba tormenta, y tomó del paragüero su vulgar paraguas.
—Sí —dijo—. Es duro trabajo el de ser caballero, pero, ¿sabe?, yo pienso a veces que debe resultar casi tan complicado ser camarero.

Y, diciendo «Buenas noches», empujó las pesadas puertas de aquel palacio de placeres. Las doradas verjas se cerraron tras él y el sacerdote emprendió una rápida marcha por las calles oscuras y húmedas, en busca de un autobús.

martes, 26 de marzo de 2019

LAS MANOS DEL SR. OTTERMOLE Thomas Burke. Literatura de rescate.


thomas Burke (el 29 de noviembre de 1886 – el 22 de septiembre de 1945) era un autor británico. Nació en Eltham, Londres.
Su primera publicación acertada era Noches Limehouse (1916), una colección de historias centradas alrededor de la vida en el distrito necesitado de Limehouse de Londres. Muchos de los libros de Burke presentan el carácter chino Quong Lee como el narrador.
"La Hora Lamplit", un poema secundario a partir de Noches Limehouse, era la música puesta en los Estados Unidos por Arthur Penn en 1919. Que mismo año, el director de cine americano D. W. Griffith usara otro cuento de la colección, "La Grieta y el Niño" como la base de su guión para la película Broken Blossoms. Griffith basado su película Dream Street (1921) en "Gina de Burke de Barrio chino" y "Canción de la Lámpara".

Vida

Thomas Burke era Sydney Thomas Burke nacido el 29 de noviembre de 1886 en Clapham, un barrio residencial del sur de Londres que para los finales del siglo se había caído del favor con las clases medias. El padre de Burke murió cuando tenía apenas unos meses y le enviaron finalmente para vivir con su tío en el Álamo. A la edad de diez años se quitó a una casa para muchachos de la clase media que eran“ [r] espectably bajados pero sin el adecuado significa para su apoyo.” Cuando Burke dio vuelta dieciséis comenzó a trabajar como un mandadero, un trabajo que profundamente detestó. En 1901, publicó su primer escrito profesional titulado “Los Diamantes de Bellamy” en la revista Spare Moments. También corrigió algunas antologías de la poesía de niños que se publicaron en 1910-1913.
En 1915, Burke publicó a Nights en la Ciudad: Una Autobiografía de Londres, que presentó sus descripciones de la clase obrera vida nocturna de Londres incluso el ensayo, ‘Una Noche china, Limehouse' sin Embargo, sólo en la publicación de Limehouse Nights en 1916 obtuvo cualquier aclamación sustancial como un autor. Esta colección de cuentos melodramáticos, puestos en un ambiente de la clase baja poblado por inmigrantes chinos, se publicó en tres revistas británicas, La Revisión inglesaColor y El Nuevo Testigo, y recibió la atención marcada de revisores literarios. Limehouse Nights ayudó a ganar a Burke una reputación como “el laureado del Barrio chino de Londres.” La escritura de Burke también influyó en formas populares contemporáneas del entretenimiento, como la industria cinematográfica naciente. En efecto, D. W. Griffith usó el cuento “La Grieta y el Niño” de Limehouse Nights como la base para su película silenciosa popular Flores Rotas (1919).
Deshágase seguido para desarrollar sus descripciones de la vida de Londres durante sus trabajos literarios posteriores. Gradualmente amplió su grupo con novelas como El Sol en el Esplendor, que se publicó en 1926. También siguió publicando ensayos sobre el ambiente de Londres, incluso piezas como "El Verdadero East End" y "Londres en Mis Tiempos." Deshágase murió en el Hospital Homeopático en el Cuadrado de Queens, Bloomsbury el 22 de septiembre de 1945. Su cuento “Las Manos de Ottermole” fue votado más tarde el mejor misterio de todo el tiempo por críticos en 1949.

Inexactitudes biográficas

Cualquier tentativa de describir exactamente la vida de Thomas Burke es con severidad complicada por muchas cuentas fictionalized de su juventud que circuló extensamente durante su vida. Propio Burke era principalmente responsable de fabricar y diseminar estas historias autobiográficas, que solía sostener su reclamación de authorial de un conocimiento íntimo de la vida entre las clases bajas. Como la crítica literaria Anne Witchard nota, la mayor parte de lo que sabemos sobre la vida de Burke está basado en trabajos que “pretenden ser autobiográficos [y] aún contener mucho más invención que la verdad.” Por ejemplo, aunque creciera en los barrios residenciales, Thomas Burke reclama en su novela autobiográfica El Viento y la Lluvia: Un Libro de Confesiones (1924) para haber nacido y haber levantado en el East End, un área de la clase obrera inferior de Londres. Además, con este trabajo declara que creciendo como un huérfano en el East End ofreció amistad a un comerciante chino llamado a Quong Lee de quien aprendió sobre la vida china en Londres. Burke también dijo a periodistas que se había “sentado en los pies de filósofos chinos que guardaron guaridas de opio para aprender de los labios que podrían enmarcar inglés sólo roto, los secretos, bien y el mal, del Este misterioso.”
Estos cuentos idealizados de los años mozos de Burke a menudo eran aceptados por los críticos literarios del día y fueron en gran parte incontestados por sus contemporáneos. Aunque la escritura posterior de Burke, incluso el Hijo del libro de Londres más exactamente describa a su juventud en los barrios residenciales, la mayoría de su autobiogaphies dan testimonio a su conocimiento supuestamente íntimo de la vida de la clase baja. Estas autobiografías fabricadas permitieron a Burke establecer su autoridad como un experto en los chinos en Londres, permitiéndole crear a un personaje que solía vender sus trabajos ficticios de Limehouse. Como Witchard nota, Burke, a través de su escritura, se colocó como un "vidente" en un “proceso oculto” de representar 'a los Otros' subculturales de Londres.

Recepción

Público

A pesar de una lista larga de trabajos, el reconocimiento de Burke en gran parte concierne Noches Limehouse, su segundo libro de historias de Londres. Publicado en 1917, los cuentos arenosos de Burke del Barrio chino de Londres encendieron la controversia inmediata. El libro fue al principio prohibido por bibliotecas circulantes, no sólo por motivos de la inmoralidad general, sino también para las relaciones interraciales escandalosas retratadas entre hombres chinos y mujeres blancas. Juego durante la Primera guerra mundial en un Imperio británico que disminuye, las Noches de Limehouse agravaron ansiedades ya presentes. Como la crítica Anne Witchard nota, el siglo veinte Gran Bretaña de la vida de Burke propagó la idea de perilism Amarillo, que vio la presencia de los chinos en Londres como una causa de "plaga metropolitana degenerativa y decadencia imperial y racial”. En ningún pedazo gracias a Burke y su Saxofón, contemporáneo Rohmer, lo que había sido una población inmigrante china en gran parte desapercibida ahora se encontró bajo el escrutinio público. La culminación de esta atención negativa era una histeria a finales de los años 1920, centrados alrededor de reclamaciones “del hipnotismo de muchachas blancas por hombres amarillos”. En América, ayudada por la adaptación de D.W. Griffith de “La Grieta y el Niño,” 1919 película silenciosa Flores Rotas, la recepción de Burke era mucho más positiva. Tener tan estrechamente ató su literatura a Limehouse, iluminando una comunidad por otra parte sombreada, es algo absurdo que la popularidad de Burke guardó correlación con la decadencia de la concentración china en el distrito, abandonándole todos excepto el olvidado hoy.

Crítico

La recepción crítica de Burke tan se concentra durante Noches Limehouse como su recepción pública. El consenso es en gran parte positivo, alabanza que viene de tales autores notables como H.G. Wells y Arnold Bennett. Incluso las revisiones negativas tienden a ser atenuadas por el reconocimiento para el arte de Burke. El crítico Gilbert Seldes, por ejemplo, escribió:
“Posiblemente los libros del Sr. Burke, inmediatamente vigorosos y disolutos, se pueden respetar después; uno sólo teme que se encuentren un poco sin sentido, poca carencia en la dirección social. Es esa carencia, por supuesto, que los hace tan atractivos. Puesto que se puede mencionar, éstas son cosas maravillosamente buenas de leer.”
Más revisores extasiados repiten la comparación favorable del crítico Milton Bronner: “No ya que los días cuando Kipling se reventó sobre la palabra inglesa tienen el poder más escarpado mostrado de cualquier escritor y la fuerza impulsora”. A diferencia de Kipling, que escribió a la altura del Imperio en India distante, sin embargo, la interpretación reciente sugiere que Burke encontró el éxito crítico por traer la casa exótica, proporcionando la fuga a un público agarrado en la brutalidad sin precedentes de la Primera guerra mundial.
Las revisiones de muchos otros trabajos de Burke más se mezclan, y siempre se eclipsan por las Noches Limehouse polémicas y acertadas. Twinkletoes, publicado un año más tarde en 1918, montó a caballo en la misma onda de la aprobación. Más Noches Limehouse en 1921 también eran generalmente bien acogidas, pero Burke cada vez más se criticó por la repetición. Como el crítico John Gunther comentó, “puede ser verdad que Londres es bastante grande para poner nueve libros sobre ella de una mano. Pero esa mano debería ser uno más grande que Thomas Burke”. Mientras el interés crítico a Burke es típicamente escaso ahora, cuando reconocido todavía se considera favorablemente como un autor del Modernista.

Trabajos literarios

Thomas Burke pensó que se era Londoner verdadero tanto de nacimiento como en el espíritu, y la gran mayoría de sus escrituras se preocupa por la vida cotidiana en Londres. Los ajustes y los pueblos de clase obrera Londres se hizo un elemento importante con trabajo de Burke, y ajuste de la clase baja y carácter 'tipos' repetidamente se usan tanto en sus ensayos ficticios como en documentales. La escritura de Burke sigue en la tradición de James Greenwood y Jack London con su no ficción, representación periodística de calles de Londres y la gente en ellos. Burke ganó el reconocimiento con su primer libro, Noches En la Ciudad, en 1915. Las Noches de Limehouse eran su primer éxito popular, aunque fuera en gran parte una repetición del mismo material en Noches en la Ciudad, sólo en la forma de la ficción.
Burke ha usado de hecho el mismo material para producir géneros diferentes de la escritura — como ensayos en la Ciudad de Noches: Una Autobiografía de Londres, como cuentos ficticios en Noches Limehouse, como una novela en Twinkletoes, y como poesía en El Cancionero de Quong Lee de Limehouse. Aunque la mayoría de escritura de Burke se preocupara por Londres, y más expresamente el East End y el distrito de Limehouse, Burke también publicó varias piezas eclécticas y "inusitadas". Con Piezas de noche (1935) y Asesinato en Elstree o el Sr. Thurtell y Su Calesa, Burke intentó su mano en la ficción de horror. En contraste con esto, Burke también publicó La Belleza de Inglaterra (1933) y English Inn (1930), que representan el campo de Inglaterra y El Círculo Externo, que contiene una serie de ramblings sobre los barrios residenciales de Londres. En 1901 “Los Diamantes de Bellamy” se publicó en Momentos de Repuesto “que cada semana ofrecía una Guinea para el mejor cuento hecho pasar” (169).

Noches de Limehouse y estilo literario

La escritura de Burke mezcla varios estilos a fin de crear un retrato dramático de Londres. Las Noches de Limehouse y sus varias secuelas clasificaron a Burke como un “abastecedor de historias melodramáticas de lujuria y asesinato entre las clases bajas de Londres”. Tanto sus ensayos como ficción, concentrándose en particular durante Noches Limehouse, se caracterizan, aparentemente paradójicamente, con realidad áspera y perspectivas más idealizadas, poéticas. Por último, el estilo de Burke es el de una mezcla de realismo y romanticismo. El conocimiento de primera mano de Burke (aunque exagerado en sus autobiografías ficticias) y amor por la City de Londres permitió a Burke escribir íntimamente sobre la vida de Londres. Burke también era bajo la influencia del trabajo de Thomas de Quincy, y muchas de sus escrituras que se concentran en el distrito de Limehouse se parecen con las Confesiones de Quincy de un Comedor de Opio inglés.

D. W. Griffith y la influencia de Burke en película

El cineasta americano D. W. Griffith usó el cuento de Burke "La Grieta y el Niño" a partir de Noches Limehouse como la base para su película silenciosa Flores Rotas(1919). La película era equivalente en talla, estilo y prominencia a un éxito de ventas contemporáneo. Griffith pagó mil libras por derechos a la historia, que era una suma enorme entonces. Esto levantó la conciencia del público del distrito de Limehouse y la pobreza en Londres. La película se rehizo en 1936.
Otras adaptaciones de la película han estado basadas en las historias de Burke también. Charlie Chaplin sacó Una Vida de perro (1918) a partir de Noches Limehouse y libro de Burke que Twinkletoes (1926) se hizo en una película del mismo nombre, Colleen Moore protagonizada, Tully Marshall, Gladys Brockwell, Lucien Littlefield y Warner Oland, dirigido por Charles Brabin. Curlytop de Maurice Elvey (1924) combina varias escenas de Limehouse y otras historias de Burke también se usaron como el material para Regalos de Alfred Hitchcock. El británico de 1949 spiv película Ningún Camino detrás está basado en el Berilo de Burke y Croucher.

Trabajos de la no ficción

Además de sus Noches autobiográficas en la Ciudad, Thomas Burke escribió una cuenta documental del Barrio chino en su libro y Sobre. En el capítulo titulado "Barrio chino" Burke Visitado de nuevo se explica una visita en 1919 al distrito de Limehouse. Mientras allí con un amigo, Coburn, Burke descubre que Limehouse sobre el cual escribió en Noches Limehouse ha desaparecido. Explica que el delito, el sexo y la característica de violencia de Limehouse han sido regulados por la policía local. Ya no presente era la vida del distrito chino que Burke había creado. Como nota, "la vergüenza encantadora del Barrio chino se ha marchado".
Los trabajos documentales posteriores de Thomas Burke, como analizado por Matt Houlbrook en Londres Extraño, examinan, si sólo de un modo indirecto, las comunidades homosexuales de Londres. En 1922, Burke publicó al Espía de Londres: Un Libro de Viajes de la Ciudad, la parte de los cuales describe la relación homosexual masculina como la existencia dentro de los lugares públicos de la ciudad: "Sólo en las esquinas nebulosas de las calles que se espesan el … puede [las parejas homosexuales] alcanzan la soledad buscan … Para el amante joven … la calle es más privada que la casa.”
En 1937, Burke publicó Para Su Conveniencia: Un Diálogo Culto Instructivo a todo Londoners e Invitados de Londres. La cuenta documental de Burke, según Houlbrook, “ofrece un irónico — de pesadamente ser velado — la acusación de costumbres sexuales contemporáneas", y otra vez establece público, más bien que espacios privados, en particular urinarios, como los sitios del deseo homosexual. Proporcionando un mapa verbal y visual de Londres con las posiciones de urinarios claramente marcados, Burke“ [formaliza] el conocimiento masculino de estas posibilidades sexuales” y“ [codifica] su conocimiento de la táctica tenía que usar estos sitios sin peligro”. El trabajo de Burke como un observador urbano así permite que él trace un mapa del mundo público de Londres extraño y reflexione sobre el grado al cual la interacción con los puntos de referencia públicos de Londres envolvió comunidades homosexuales en una narrativa histórica de la formación de identidad.

Bibliografía

Bibliografía secundaria

  • R. Thurston Hopkins, "En los Pasos de Thomas Burke", el Capítulo XIII de Peregrinaciones de Londres (Londres: Brentano, 1928), pps 193-210.
  • Barry Milligan, Placeres y Dolores: Opio y el Oriente en Cultura británica del Siglo diecinueve (Charlottesville & London: de Virginia, 1995).
  • George A. Wade, "La cockney John Chinaman", La Revista Ilustrada inglesa (julio de 1900): 301-07.
  • Anne Witchard, "Aspectos de Limehouse Literario: Thomas Burke y la ‘Vergüenza encantadora de Barrio chino", Londres Literario: Estudios Interdisciplinarios en la Representación de Londres, 2, 2 (septiembre de 2004): 7 pps.

LAS MANOS DEL SR. OTTERMOLE

Thomas Burke
A
 las seis de un anochecer de enero, el señor Whybrow regresaba a su casa por las calles que, como hilos de tela de araña, se entrecruzan al este de Londres. Había abandonado el áureo refulgir de la Calle Mayor a que le llevara el tranvía, de regreso del trabajo cotidiano, y seguía ahora ese tablero de ajedrez de calles secundarias al que se da el nombre de Mallon End. En estos lugares no quedaba resto alguno del bullicio de la Calle Mayor. Pocos pasos al sur hallábase una ruidosa marea de vida; aquí, sólo vagas figuras y sofocadas vibraciones. Whybrow estaba en el rincón de Londres que constituye el último refugio de los vagabundos de Europa.
Como acompasando su marcha al tono de la calle, Whybrow andaba despacio y con la cabeza baja. Diríase que meditaba en una grave dificultad, pero no sucedía así. No le turbaba cosa alguna. Andaba despacio porque había estado en pie todo el día y si bajaba la cabeza, caviloso, era tratando de adivinar si su mujer le habría preparado, para tomar con el té, arenques o róbalo, y esforzándose en decirse cuál de ambas cosas resultaría más agradable en una noche como aquélla. Noche mala, en verdad, toda humedad y bruma. La niebla le acometía ojos y garganta, y la humedad, densa sobre el pavimento, arrancaba a los dispersos faroles un reflejo grasoso que daba escalofríos. Todo esto hacía más gratas, por contraste, las meditaciones de Whybrow, muy dispuesto a honrar la colación, fuese de róbalo o de arenques. Su pensamiento, salvando el horizonte de ladrillos, adelantábase a su marcha en media milla. Veía una cocina iluminada por el gas, un chispeante fuego y una mesa servida. En el fogón había tostadas, cantaba a un lado la tetera y se difundía un picante olor de arenques, si no de róbalos o salchichas, Esta visión dio a los doloridos pies del viandante un impulso de energía. Con un movimiento de hombros pareció alejar la humedad de sí, mientras aceleraba el paso camino de lo positivo y real.
Pero el señor Whybrow no estaba llamado a tomar el té aquella noche, ni ninguna otra. El señor Whybrow iba a morir. A cosa de cien pasos tras él caminaba otro hombre, un hombre semejante a Whybrow o a otro cualquiera, pero exento de las cualidades que permiten a la humanidad vivir en paz y no como locos en una selva. Un hombre con el corazón muerto, que hacía nacer de su putrefacción las deletéreas materias propias de la tumba. Y aquel ser en forma humana, presa de un capricho o de una idea fija —¿quién podría saberlo?— había resuelto que Whybrow no volviera a probar un arenque en su vida. No era que tuviese resentimientos contra Whybrow. No era que éste despertase su antipatía. De hecho, nada sabía de Whybrow, salvo que le veía con frecuencia en las calles. Pero movido por una fuerza que había tomado posesión de su ánimo, aquel hombre escogió por víctima a Whybrow con esa misma elección ciega que nos hace preferir una mesa determinada en un restaurante donde hay otras cuatro o cinco vacías, o coger una manzana de un frutero donde se juntan media docena de manzanas iguales. Era la misma opción ir razonada que lleva a la Naturaleza a desencadenar un ciclón en un lugar cualquier del planeta, matando a quinientas personas y dejando ilesas a otras quinientas. De idéntico modo aquel hombre había designado a Whybrow para víctima suya como pudiera habernos designado a usted o a mí, de haber estado aquel día dentro de su radio visual. Y a la sazón el hombre se deslizaba por las calles azulosas, frotándose las manos, grandes y blancas, y acercándose cada vez más a la casa del señor Whybrow y al señor Whybrow mismo.
Aquel hombre, sin embargo, no era un mal sujeto. Tenía muchas buenas cualidades y una gran simpatía, y pasaba por persona respetable, como les sucede a la mayoría de los criminales afortunados. No obstante, habíasele ocurrido el pensamiento de que le gustaría asesinar a alguien aquella noche y, como no temía a Dios ni a los hombres, iba a ejecutar su antojo y marcharse después a tomar el té. No digo esto por decir, sino como un hecho, Por raro que pueda parecer, los asesinos se sientan a la mesa después de cometer un asesinato. No hay razón alguna que lo dificulte, y sí muchas que lo abonan. En primer término el asesino necesita mantener su vitalidad física y mental si aspira a encubrir su crimen. Además, la tensión de lo realizado le despierta el apetito, y la satisfacción de haber realizado una cosa deseada le produce cierta indulgente tendencia a refocilarse con los placeres humanos. Suele darse por hecho entre los no asesinos que el que mata se siente siempre dominado por el horror de su acto y el temor a lo que pueda ocurrirle; mas el tipo que padece tales sentimientos es raro. Desde luego, a todo criminal le interesa su seguridad ante todo, pero la vanidad es cualidad típica de la mayoría de los asesinos, y ello, unido al contento del triunfo, les da la confianza de quedar impunes. En consecuencia, una vez restauradas las fuerzas con una buena comida, el asesino se aplica a pensar en su seguridad con cierta leve inquietud —semejante, por ejemplo, a la de una casada joven cuando organiza su primera comida de invitados—, pero nada más. Criminólogos y policías aseguran que todo delincuente comete siempre un desliz que a la larga le delata; pero ésta sólo es una verdad a medias. Es cierto respecto a los criminales que son apresados. Pero muchos criminales no lo son, y, por tanto, no deben haber incurrido en desliz alguno. Este hombre no incurrió tampoco.
En cuanto al horror del remordimiento, numerosos capellanes de prisiones, médicos y abogados, nos aseguran que entre todos los asesinos a quienes han hablado poco antes de la ejecución, sólo algunos aisladamente demuestran cierto arrepentimiento de su acto y cierta tortura mental. La mayoría siente únicamente la exasperación de verse cogidos cuando tantos otros quedan en libertad, o la indignación de verse condenados por la comisión de un acto tan razonable como el suyo. Por normales y humanos que fuesen antes del asesinato, parecen absolutamente faltos de conciencia después del mismo. Porque, ¿qué es la conciencia? Un sobrenombre cortés de la superstición, la cual es a su vez otro sobrenombre cortés del miedo. Los que asocian el remordimiento con el asesinato están, sin duda, influidos por la historia de Caín, o bien pretenden incorporar sus propias frágiles mentalidades a la del asesino, con lo que obtienen reacciones falsas. Las gentes pacíficas no pueden coincidir con el ánimo de un asesino porque no sólo difieren de él en tipo mental, sino también en la composición y estructura química de sus cuerpos. Hay ciertos hombres capaces de matar, no sólo a una sino a dos o tres personas, y luego marchar tranquilamente a sus ocupaciones, mientras otros no osarían siquiera herir a alguien, aunque mediase la más terrible provocación. Y gentes así son las que imaginan al asesino presa de remordimientos y de temor de la ley cuando, de hecho, está sentado tranquilamente ante su cena.
El hombre de las manos blancas y grandes sentía tantas ganas de comer como Whybrow, pero antes tenía que ejecutar una cosa. Y, una vez esta cosa ejecutada y tomadas todas las precauciones sobre su seguridad personal, el hombre se iría a comer tan tranquilamente como el día antes, cuando sus manos aún estaban puras.
Camina, Whybrow, camina, y mientras lo haces mira por última vez las conocidas características de tu diario trayecto nocturno. Piensa en la mesa servida de tu cocina. Advierte su calidez, su atractiva y belleza. Complácete en sus gratos olores domésticos, pues nunca más te sentarás a ella. Porque hace diez minutos que la sombra que te persigue ha hablado en su corazón, dictando tu sentencia. Ahí vais, tú y esa sombra, moviéndoos a través de un ambiente verdoso, sobre aceras de un azulado polvoriento, ahí vais, uno para matar y otro para morir. Camina. No te apresures, que cuando más despacio andes más tiempo aspirarás el aire verdoso de esta noche de enero, y verás las luces mortecinas de las tiendecitas, y oirás el agradable rumor de la multitud londinense y la música dulzona de los organillos callejeros. Todas estas cosas te son muy caras, Whybrow. Ahora no lo sabes, pero dentro de quince minutos tendrás dos segundos para pensar en lo indeciblemente querido que todo esto te era.
Camina, camina por este enloquecedor tablero de ajedrez de las calles. Estás ahora en Lagos Street, donde acampan todos los errabundos del oriente de Europa. Un minuto más y habrás llegado a Loyal Lane, entre los míseros alojamientos que albergan a los aspeados y los inválidos de este gran campamento de Londres. La calle huele a esos seres y la blanda oscuridad parece cargada del llanto de lo inútil. Pero tú no eres sensible a esas cosas impalpables y, sin reparar en ellas, como todas las noches, alcanzas Blean Street y sigues andando. Del suelo al cielo se levantan los cobijos de una colonia extranjera. En los muros de ébano se abren ventanas color de limón. Tras ellas se desarrolla una vida ajena, con formas que no son de Londres ni del país, y, sin embargo, igual en esencia a la que tú, Whybrow, llevas y esta noche dejarás de llevar. Llega desde lo alto una voz que entona el «Cantar de Katta». Por una ventana se ve a una familia ejecutando un rito religioso. Tras otra, una mujer sirve té a su marido. Divisas, a un hombre recomponiendo un par de botas y a una madre bañando a su hijo. Ya has visto todo eso antes y nunca te has fijado en ello. Tampoco te fijas ahora. Pero te fijarías si supusieses que no vas a volverlo a ver. Y no volverás a verlo, no porque tu vida haya llegado a su término natural, sino porque un hombre con quien a menudo te cruzas en la calle ha sentido el capricho de usurpar la autoridad a la naturaleza y destruirte. Y acaso convenga que no repares en nada terrestre, porque tu vida en la tierra ha terminado. Unos minutos más, un momento de terror y luego…
La sombra asesina se mueve cada vez más cerca de ti. Ya sólo os separan veinte pasos. Oyes sus pisadas, pero no vuelves la cabeza. Son pisadas familiares, estás en Londres, en la seguridad de tu propio barrio, y tu instinto te dice que un rumor de pasos no son sino un mensaje de humana compañía.
Pero ¿no notas en esos pasos un algo que suena con especial latido? ¿Un algo que dice «Cui-da-do, cui-da-do. A-se-si-no. A-se-si-no?» No; nada oyes en esos pasos. Son pasos corrientes. Los pies del malvado tienen el mismo compás que los del hombre bueno. Pero esos pies, Whybrow, acercan a ti dos manos y esas manos engarfian ahora sus músculos, preparando tu fin. Toda tu vida has estado viendo manos humanas. ¿Has adivinado nunca el horror que pueden encerrar esos apéndices, símbolo usual de nuestros instantes de afecto, confianza y saludo? ¿Has imaginado las posibilidades siniestras que radican en ese miembro de cinco tentáculos? No, no las has imaginado, porque todas las manos que has vistos se tendían hacia ti con amabilidad o camaradería. Y, sin embargo, aunque los ojos pueden odiar y los labios verter ponzoña, sólo ese miembro puede recibir las acumuladas esencias del mal y transformarlas en corrientes de destrucción. Satán entra en el hombre por muchos caminos, pero sólo en sus manos humanas halla un instrumento de su voluntad.
Un minuto más, Whybrow, y conocerás cuánto horror pueden encerrar unas manos humanas.
Estás ya muy cerca de casa. Has doblado la esquina de tu calle —Gaspar Street— y te hallas en el centro del tablero de ajedrez. Ves la ventanita frontera de tu casa, de cuatro habitaciones. En la calle oscura tres espaciados faroles crean una penumbra más desconcertadora que las mismas tinieblas. Además de sombra, en esta calle hay soledad. En torno, nadie; en las salas fronteras ninguna luz, porque todas las familias comen en la cocina; y sólo en algún cuarto superior, subarrendado, se divisa una claridad débil. Nadie hay en la calle, salvo tú y el que te sigue, en quien no has reparado. Tantas veces le has visto que es como si no le vieras ninguna. De volver la cabeza, le dirías «Buenas noches» y continuarás andando. La idea de que es un probable asesino te haría reír. Imposible hallar ocurrencia más sandia.
Ya estás en tu puerta. Sacas tu llave. Cuelgas en el recibidor tu sombrero y tu abrigo. Tu mujer te ha llamado desde la cocina, y tú aspiras un perfume que es como un eco de esa llamada —¡perfume de arenques!—, cuando suena en la puerta un golpe seco.
Huye, Whybrow, huye de esa puerta. No la toques. Aléjate de ella y de la casa. Sal, con tu mujer, por la puerta trasera, salta el vallado y llama a los vecinos. Pero no abras la puerta. Whybrow, no la abras… Pero el señor Whybrow abrió la puerta.
Tal fue el principio de lo que luego fue llamado la serie de Horrores del Estrangulador. Se llamó horrores a aquella serie de crímenes porque eran más que asesinatos. Nunca respondían a un móvil y parecía flotar sobre ellos una aureola de magia negra. Todos los asesinatos se cometían a una hora en que la calle donde los cadáveres eran encontrados estaba desierta de todo posible y perceptible asesino. Era siempre una calle solitaria, y con un policía a su extremo. El policía no había vuelto la espalda a la calle del crimen por mucho más de un minuto.
Y al examinarla otra vez debía lanzarse, a la carrera, con noticias de un nuevo estrangulamiento. Pero en cualquier dirección que se mirase, nada se veía ni se tenían informes de haber visto a nadie. Otras veces el guardia de servicio en una calle larga y silenciosa, era llamado a una casa donde aparecían muertas personas que pocos segundos antes estaban vivas. Y tampoco entonces se veía a nadie, y aunque los silbatos de la policía crearan en el acto un cordón de vigilancia alrededor del lugar del suceso, y aunque se registrasen las casas, no se encontraba ningún posible asesino.
La primera noticia del asesinato de los esposos Whybrow la transmitió el sargento de la comisaría del distrito. Dirigíase a su casa, de vuelta de su servicio, cuando, al pasar por Gaspar Street, vio abierta la puerta del número 98. Mirando, divisó, a la luz de gas del pasillo, un cuerpo inmóvil en el suelo. Tras una segunda ojeada tocó su silbato y cuando los guardias acudieron, hizo que uno lo acompañase a registrar el edificio, mientras enviaba a otros a hacer averiguaciones en las cercanías. Pero ni en aquella casa, ni en las contiguas, ni en la calle, se hallaron vestigios del asesino. Un vecino había, percibido el ruido de la llave del señor Whybrow en la puerta, que era tan regular y tan cotidiano, que oyéndolo se sabía con certidumbre que eran las seis y media. Y desde aquel momento, el primer ruido notado en la calle fue el del silbato del sargento. Nadie había visto entrar o salir de la casa a persona alguna y las gargantas de los estrangulados no tenían huellas digitales, ni ninguna otra. Un sobrino de Whybrow, llamado a la casa, no encontró en ella falta de nada, aparte de que Whybrow no poseía cosas de valor. El escaso dinero existente en la morada se hallaba intacto, y no había signos de lucha ni de alteración en los objetos. De hecho no había signos de nada, sino de un doble, brutal e inútil asesinato.
Whybrow era conocido de los vecinos y compañeros de trabajo como un hombre pacífico, tranquilo, hogareño, incapaz de tener enemigos. Pero los asesinados rara vez los tienen. Quien odia a un hombre hasta el punto de anhelar dañarle, sólo excepcionalmente le mata, ya que se sospecharía en seguida de él. Por tanto, la policía se encontraba sin pista para buscar al asesino, sin móviles del asesinato. Sólo existía el hecho escueto del crimen.
Las primeras noticias de éste estremecieron a Londres e hicieron correr un sobresalto por todo Mallon End. Dos personas inofensivas habían sido asesinadas, sin propósito de venganza ni robo, y el criminal, que al parecer había seguido un impulso momentáneo, estaba libre. No habiendo dejado huellas y en el supuesto de que no tuviera cómplices era verosímil que continuase libre indefinidamente. Un hombre solo, de cabeza despejada, no temeroso de Dios ni de los hombres, puede, si quiere, esclavizar a una ciudad y hasta un país entero. Pero el criminal ordinario no es por lo general hombre despejado ni le gusta la soledad. Necesita, si no el apoyo de sus cómplices, al menos alguien con quien hablar de sus crímenes, porque su vanidad exige la satisfacción de contemplar el efecto que sus hechos causan. Por eso el criminal corriente suele frecuentar tabernas, cafés y otros sitios públicos. Así, más pronto o más tarde, en una efusión de camaradería, cuenta la verdad y el confidente, que abunda en todas partes, tiene fácil tarea.
Pero, en esta ocasión, aunque se poblaron de confidentes y policías los bares y toda clase de tugurios públicos, y aun cuando se hizo correr la voz de que quien delatase al criminal recibiría ayuda y recompensa, no se encontró dato alguno sobre el asesinato. Era evidente que el asesino no tenía amigos ni buscaba compañías. Todos los delincuentes conocidos como hombres de este tipo, fueron citados e interrogados, pero también pudieron dar clara explicación de sus andanzas en el momento del crimen y la policía se vio paralizada. La general acusación de que la cosa había sucedido en las propias narices de los agentes, hizo sentirse a éstos desasosegados y culpables, y tal sentimiento de inquietud, tras persistir durante cuatro días, aumentó al quinto.
Era la época del año en que suelen organizarse tés y diversiones para los niños de las escuelas dominicales, y una tarde de niebla, cuando Londres era un mundo de tanteantes fantasmas, una niñita, vistiendo sus zapatos y ropa de los domingos, brillante la cara y recién lavado el cabello, salió del Pasaje Logan camino de la parroquia de St. Michael. Nunca llegó allí. No murió hasta las seis y media, pero en rigor estaba muerta desde que abandonó la puerta de su madre. Porque un hombre que pasaba por la calle a donde el Pasaje conducía, vio salir a la muchacha, y desde ese momento ella estuvo virtualmente muerta. A través de la bruma unas manos grandes y blancas emprendieron la busca de la chiquilla, y a los quince minutos la estrangularon.
A las seis y media sonó un pito policíaco y los que acudieron a la llamada encontraron el cuerpo de la pequeña Nellie Vrinoff en la puerta de un almacén de Minnow Street. El sargento fue de los primeros en presentarse. Con reprimida rabia, apostó a sus hombres en los lugares más indicados y apostrofó al guardia en cuyo radio entraba la calle:
—Le he visto al extremo de la avenida, Magson. ¿A dónde se fue? Estuvo ausente lo menos diez minutos.
Magson inició la declaración de que había creído oportuno seguir a un tipo sospechoso, pero el sargento le interrumpió:
—¡Al diablo los tipos sospechosos! Déjese de tipos sospechosos. Lo que debe usted buscar son asesinos. ¡Diez minuto fuera de supuesto… y luego la cosa ocurre al lado del sitio donde usted tenía que estar! ¡Imagine lo que van a decir de nosotros!
Atraída con la rapidez siempre subsiguiente a una mala noticia, apareció una multitud pálida y turbada, y al saber que el monstruo desconocido había aparecido de nuevo, esta vez asesinando a una niña, los rostros de todos dibujaron entre la bruma muecas de horror y odio. Llegaron una ambulancia y más policías, y mientras se dispersaba la gente, el pensamiento del sargento se condensó en palabras. No había quien no dijera: «¡En las mismas narices de los guardias!» Posteriores pesquisas demostraron que cuatro vecinos del barrio, los cuatro por encima de toda sospecha, habían pasado por aquel lugar, con un intervalo de segundos, antes del asesinato, sin ver ni oír nada. Ninguno se cruzó con la niña viva ni la encontró muerta. No habían encontrado a nadie. Y otra vez la policía se halló con un crimen sin huellas del asesinato y sin móviles.
Entonces el distrito, como recordará el lector, se entregó, no al pánico, cosa insólita en Londres, pero sí a la inquietud y al desaliento. Si en sus mismas calles podían ocurrir tales cosas, no había cosa alguna que no pudiera acontecer. En tiendas, calles y mercados, doquiera que la gente se reunía, el tópico de las conversaciones era idéntico. Las mujeres cerraban herméticamente puertas y ventanas en cuanto anochecía y velaban por sus hijos con el mayor cuidado. Hacían sus compras antes del atardecer y, fingiendo no sentir desasosiego alguno, esperaban con ansiedad temerosa la vuelta de sus maridos del trabajo. Bajo la semihumorística resignación al desastre, característica del pueblo bajo de Londres, latía una hosca premonición de tragedia. La manía de un hombre conmovía la estructura de las vidas cotidianas de mucha gente, vidas siempre fácilmente transtornables para un hombre despreciador de la humanidad y no temeroso de sus leyes. Se comenzaba a notar que las columnas sustentadoras de la sociedad pacífica en que se vivía eran simples pajas, aventadas al antojo de cualquiera. Por el poder de sus manos, un solo hombre obligaba a toda la comunidad a hacer una cosa nueva: pensar y mirar, con la boca abierta, lo incomprensible.
Mientras la gente se pasmaba ante los dos primeros golpes, el hombre asestó el tercero. Consciente de la sensación que sus hechos creaban, y ávido de intensidad como un actor que gusta de producir en los espectadores el escalofrío de la emoción, dio nuevo anuncio de su presencia. En la mañana del miércoles, tres días después del asesinato de la niña, los periódicos llevaron a todas las mesas de desayuno de Inglaterra la noticia de un crimen todavía más audaz.
A las 9,32 de la noche del martes, un guardia de servicio en Jarnigan Road, habló con su compañero Petersen, junto a Clemming Street. El primero de ambos guardias vio al segundo alejarse por dicha calle. Podía jurar que ésta se hallaba vacía. Sólo pasaba un limpiabotas cojo, a quien el guardia conocía de vista y que penetró en una casa de la acera opuesta a aquella por donde se alejó Petersen. El guardia, como todos los de su profesión, tenía la costumbre de mirar detrás de sí y en torno mientras andaba, y estaba seguro de que la calle se hallaba vacía. Se cruzó con el sargento de la comisaría del barrio a las 9,33, respondió a la pregunta de su superior diciéndole que no había novedad, y continuó su servicio, el cual lo conducía a muy corta distancia de Clemming Street llegando al límite de su radio, volvióse y a las 9,34 estaba ya en la esquina de la precitada calle. Apenas se encontró allí, oyó la bronca voz del sargento:
—¡Gregory! ¿Está usted ahí? ¡Pronto! ¡Otro más, Dios mío! Y es Petersen. ¡Estrangulado! ¡Llame a los compañeros!
Tal fue la tercera de las hazañas del estrangulador; pero aún siguieron una cuarta y una quinta, que pasaron también a lo desconocido e incognoscible. Esto en cuanto afectaba a autoridades y público, porque la identidad del asesino llegó a ser conocida, aunque sólo por dos hombres: uno el asesino mismo; otro un joven periodista.
Este joven, reportero del «Daily Torch», no era más inteligente que otros muchos celosos periodistas que flotaban por los distritos donde sucedían los crímenes, esperando descubrir algo. Pero tenía mucha paciencia, se ocupaba del caso más que los otros y, a fuerza de pensar en él, logró al fin hacer surgir la figura del asesino, como un genio, de los mismos cimientos en que aquel hombre había fundado la impunidad de sus crímenes.
Tras unos cuantos días, los periodistas tuvieron que abandonar sus hipótesis, porque nada podían conseguir. Se reunían regularmente en la comisaría del barrio, donde se les daba la poca información que había. Los agentes eran muy amables, pero nada más. El sargento discutía con los reporteros los detalles de cada asesinato; sugería posibles explicaciones de los métodos del asesino; recordaba casos pasados que tenían alguna similitud con los presentes, y en cuanto a ausencia de móviles evocaba las muertes, sin motivo, de Neil Cream y Juan Williams, terminando por insinuar que se estaban haciendo trabajos que pondrían fin a tales crímenes. Mas sobre la naturaleza de aquellos trabajos guardaba silencio. Por su parte, el inspector charlaba mucho también acerca del asesino, pero en cuanto algún periodista le pedía detalles sobre la marcha de las pesquisas policíacas, el afable inspector enmudecía. Si algo práctico estaban haciendo los agentes, no lo transmitían a la prensa. El asunto dañaba mucho al prestigio de la comisaría, y los agregados a ella sentían la necesidad de conseguir una captura mediante sus propios recursos, para rehabilitarse ante la superioridad y la opinión. Scotland Yard, desde luego, actuaba también, disponiendo de todos los datos acumulados por la comisaría, pero ésta confiaba en tener el honor de arreglar el asunto sola. Por tanto, aunque la cooperación de la prensa fuese de utilidad en otros casos, en este no deseaban arriesgarse una derrota revelando prematuramente los planes y teorías a seguir.
Por esto el sargento hablaba en abundancia, exponiendo, una tras otra, hipótesis en todas las cuales ya habían pensado antes los periodistas.
El joven que dijimos prescindió pronto de aquellas conferencias mañaneras sobre la Filosofía del Crimen y diose a errar por las calles del barrio, componiendo brillantes crónicas sobre el efecto de los asesinatos en la vida normal de la gente. La tarea, melancólica de por sí, resultaba aún más melancólica en aquel distrito. Las calles sucias, las casas ruinosas, las ventanas desvencijadas, todo contribuía a crear esa miseria que no despierta simpatía en nadie: la miseria del poeta fracasado. Tal miseria era creación de los extranjeros, que vivían como Dios les daba a entender, ya que no tenían hogares organizados y ni siquiera se tomaban la molestia de crearse un hogar en los lugares donde se instalaban, ni se decidían a suspender sus vagabundeos sempiternos.
Pocos datos podían salir de allí. Todo lo que el joven veía y oía eran rostros indignados y disparatadas conjeturas sobre la identidad del asesino y la facilidad con que aparecía y desaparecía sin que le localizasen. Al ser asesinado un policía, las acusaciones contra la fuerza pública se acallaron y el desconocido empezó a ser aureolado de leyenda. Los hombres se miraban unos a otros, como pensando: «Este puede ser; éste puede ser». Ya no buscaban a un sujeto con aire de asesino del museo de madame Tussaud, sino que se esforzaban en descubrir un hombre concreto, o acaso una pervertida mujer. Las opiniones tendían todas a culpar a los extranjeros. Un ensañamiento semejante no parecía propio de Inglaterra, ni tampoco lo parecía la mucha destreza con que se cometían los crímenes. Se pensaba, pues, en las gitanas egipcias y en los vendedores turcos de alfombras. Por allí debía de andar la cosa. Esas gentes orientales, que conocen toda clase de tretas y no tienen verdadera religión, ni nada que los refrene… Marineros venidos de las regiones de Oriente cuentan relatos de nigromantes capaces de tornarse invisibles, y también hablan de drogas egipcias y árabes con las que se pueden lograr cosas verdaderamente singulares. Acaso fuese posible… ¿Quién sabe? Los orientales son tan ágiles, tan flexibles… No habría un inglés que supiera evadirse como ellos en un caso difícil. Casi con certeza se decía que el asesino debía de estar entre aquellos extranjeros y poseer algún tenebroso hechizo sobrenatural. Era, pues, inútil buscarle. Aquel hombre constituía una potencia, capaz de subyugar a todos y mantenerse oculto. La superstición, que quiebra con tanta facilidad la frágil cáscara de la razón, descendía sobre el distrito. El asesino podía, hacer lo que quisiese sin ser descubierto nunca. Estos dos puntos dábanse por admitidos y se extendía por las calles un amargo fatalismo.
La gente hablaba de sus ideas al periodista sin dejar de mirar a derecha e izquierda, como si el criminal pudiera aparecérseles de pronto. Y, si bien todo el distrito sólo pensaba en el criminal y estaba pronto a saltarle a la garganta, tan fuertemente les había impresionado los crímenes que cabía dudar de que, si alguien gritase en la vía pública «¡Yo soy el Monstruo!» la furia contenida desbordara en un ataque violento. Bien podía, suceder que la gente viera en aquel hombre —un hombre bajo, por ejemplo, de tipo y cara comunes— algo de extraterreno y sobrenatural, algo fuera de lo humano a pesar de sus vulgares botas y de su vulgar sombrero, algo que le librara de los golpes y las armas de sus agresores. ¿No podría ocurrir que todos retrocedieran momentáneamente ante aquel demonio, como el demonio mismo huyó ante la cruz de la espada de Fausto, dejándole así tiempo para escapar? No sé, pero tan firme era la creencia de todos en la invencibilidad del asesino, que acaso se hubiera producido algún titubeo si se presentase semejante ocasión. Sólo, que no se presentó nunca. Hoy, aquel hombre corriente, saciado su afán homicida, sigue viviendo entre todos, visto y observado por ellos, como era entonces visto y observado, sin que nadie soñara siquiera, como no sueña ahora, que él fuese quien era en realidad, ya que todos estaban acostumbrados a mirarle como quien mira un poste del alumbrado público.
La creencia popular en la invencibilidad de aquel asesino casi llegó a parecer justificada cuando, a los cinco días del asesinato del guardia Petersen, mientras la experiencia y sagacidad de toda la policía de Londres se consagraba a la búsqueda del asesino, este descargó los que fueron sus golpes cuarto y quinto.
A las nueve de aquella noche, el citado periodista, que solía errar por las calles hasta la hora de salida de su periódico, caminaba por Richards Lane. Richards Lane es una calle estrecha, de aceras ocupadas en parte por un mercado y en parte por casitas de obreros. El joven seguía a la sazón la hilera de estas casitas. Al otro lado de la calle corría el muro de un apartadero ferroviario. La tapia proyectaba sobre la calle una sombra, y entre esta y el espectral armazón del contiguo mercado, ahora desierto, dijérase todo el lugar quedaba súbitamente helado por el soplo de la muerte. Hasta las luces públicas, que en otras partes eran nimbos de oro, tenían allí rigidez de gemas. El periodista, sintiendo aquel toque de gélida eternidad, se dijo que ya estaba harto de aquel asunto. Y en el mismo momento la impresión de cosa congelada que pendía en el ambiente, se quebró. En el intervalo de un paso a otro paso, la soledad y el silencio fueron interrumpidos por gritos terribles, entre los que se distinguía una voz:
—¡Socorro, socorro! ¡El asesino está aquí!
Antes de que el reportero pensase qué debía hacer, la calle volvió a la vida. Como si la multitud invisible estuviera esperando aquel grito, las puertas de todas las casas se abrieron y de ellas y de las esquinas surgieron figuras inclinadas como en signo de interrogación. Por un momento permanecieron rígidas como faroles, y en seguida, oyendo el silbato de un policía, corrieron en la dirección donde sonaba. El periodista siguió a la gente, mientras otras personas le seguían a él. De la calle principal y las laterales salían hombres, ora jadeando sobre sus miembros enfermos, ora armados con hurgones o herramientas profesionales. Aquí y acullá, entre la nube de cabezas, campeaba el casco prominente de algún policía. En confusa masa, todos se acercaron a una casa pequeña, en cuyo umbral estaban el sargento y dos guardias. La gente que iba detrás comenzó a clamar: «¡A por él! ¡A cogerle! ¡Rodead la casa! ¡Saltad la verja!» Mientras los que iban al frente respondían: «¡Haceos atrás, haceos atrás!»
Y de pronto, la furia de la turba, unos momentos frenada por el temor de un peligro desconocido, estalló. El asesino estaba allí. No podía escapar. Todos los ánimos convergían en la casa, todas las energías se centraban en hacer saltar puertas y ventanas, todos los pensamientos se limitaban a la búsqueda y exterminio del criminal desconocido. Así que nadie miraba a nadie. Nadie reparaba en la estrecha callejuela ni en la masa de forcejeantes figuras, y todos olvidaron buscar entre ellos mismos al asesino que nunca era encontrado junto a sus víctimas. Sí, todos olvidaban que en su compacta cruzada de venganza daban al criminal el más seguro asilo. No veían sino la casa; no oían sino el crujir de puertas y cristales rotos; no atendían sino a las voces de los agentes, y todos empujaban.
Pero no hallaron al asesino. Sólo divisaron una ambulancia, sólo supieron noticias de lo ocurrido, y la furia general sólo pudo desahogarse contra los policías, que trataban de abrirse camino entre la multitud.
El periodista logró alcanzar la puerta y obtener informes del guardia que vigilaba allí. En la casa habitaba un marinero retirado, con su esposa e hija. Estaban cenando. La primera impresión era que un gas tóxico les había sorprendido en la mesa. La hija yacía muerta en una escalerilla, con un trozo de pan con manteca en la mano. El padre había caído de lado desde su silla, dejando en el plato una cuchara llena de morcilla de arroz. La madre estaba medio hundida bajo la mesa, teniendo sobre la falda pedazos de una taza rota y manchas de cacao. Pero a los pocos segundos se prescindió de la posibilidad del gas. Una mirada a las gargantas de los muertos indicó la presencia del estrangulador. Los policías miraban el cuarto, compartiendo momentáneamente el fatalismo del público. Se sentían impotentes.
Era aquella la cuarta hazaña del asesino, y con ésta sus asesinatos se elevaban a siete. Como sabe el lector, debía cometer otro más aquella noche y luego pasar a la historia de la delincuencia con el sobrenombre de “El Asesino Desconocido”, volviendo a la vida correcta que siempre había llevado, recordando muy poco lo que había hecho y apenas inquieto cuando lo evocaba. ¿Por qué interrumpió sus crímenes? Imposible decirlo. ¿Por qué los comenzó? Imposible también. Las cosas pasaron así, y nada más. Presumo que si él recuerda ahora aquellos días y noches, lo hace como nosotros al recordar las tonterías y pecadillos de nuestra infancia. Aseguramos, al hablar de ellos, que no fueron realmente pecados, puesto que no éramos conscientes de nuestras culpas. Pensamos en la criaturita que éramos entonces y sentimos indulgencia para con sus actos, suponiendo que no sabía lo que hacía. Así juzgo que debe ocurrirle a ese hombre.
Hay muchos como él. Eugenio Aram, tras el asesinato de Daniel Clark, vivió una existencia tranquila y dichosa durante catorce años, sin que el crimen le produjera remordimiento de conciencia ni disminuyera su propia estimación. El doctor Crippen mató a su mujer y vivió después, satisfecho, con su amante, en la casa bajo cuyo pavimento yacía el cadáver de su víctima. Constancia Kent, absuelta del asesinato de su hermano menor, dejó transcurrir cinco años antes de confesarse culpable. Jorge Smith y Guillermo Palmer vivían plácidamente entre sus semejantes sin que les turbaran el temor ni el remordimiento al pensar en las personas a quienes habían envenenado o ahogado. Carlos Peace, cuando realizó su intento desafortunado, habíase convertido en un ciudadano respetable, muy interesado en las antigüedades. Cierto que, pasado algún tiempo, los susodichos criminales fueron descubiertos, pero muchos asesinos, sin que nadie los desenmascare ni sospeche de ellos, de los que pensamos viven respetados hoy y lo mismo morirán. Tal será el caso de nuestro estrangulador.
Sin embargo, libróse por muy poco, y acaso lo apuradamente que escapó le indujera a suspender sus crímenes. El que quedara libre debióse a un error de apreciación por parte del periodista.
Tan pronto como éste supo todo lo ocurrido, lo que le costó algún rato, pasó quince minutos al teléfono, transmitiendo la información a su periódico. Al cabo de aquel cuarto de hora se sintió físicamente cansado y mentalmente destruido. Aún no podía marcharse a su casa, puesto que el periódico no cerraría hasta pasada una hora, y en consecuencia resolvió entrar en un bar y pedir cerveza y unos bocadillos.
Y allí, mientras admiraba el gusto del tabernero en materia de cadenas de reloj y de su imponente aire de autoridad, reflexionaba en cuanto más grata es la vida del dueño de una bien administrada taberna que la vida de un periodista. No pensaba en los asesinatos del estrangulador, sino que concentraba su mente en el bocadillo, el cual para bocadillo de taberna, era cosa extraordinaria. El pan estaba cortado en rebanadas finas y untado de manteca y el jamón no estaba rancio, sino debidamente curado. Luego, las ideas del periodista se dirigieron al conde de Sandwich, inventor de los bocadillos, y luego a Jorge IV, y después a los Jorges en general y finalmente a aquel Jorge que, según la leyenda, se había devanado los sesos pensando cómo podría entrar la manzana en la tarta de manzanas. Meditó el periodista si el Jorge del cuento no habría preguntado también cómo había podido entrar el jamón en el bocadillo, y quiso calcular cuanto tiempo verosímilmente hubiese tardado el susodicho Jorge en descubrir que el jamón no podía entrar en el pan si alguien no lo colocaba allí. El reportero entonces encargó otro bocadillo y en este justo momento un activo rincón de su mente resolvió el asunto. Si había jamón en el bocadillo, alguien había metido el jamón en el pan. Si habían muerto asesinadas siete personas, alguien tuvo que asesinarlas. No hay hombre que pueda llevar en el bolsillo un automóvil o un aeroplano, y por tanto el asesino, una vez cometidos sus crímenes, había de huir o de quedarse en el lugar del hecho, y en consecuencia…
Ya veía con la imaginación la primera página de su diario proclamando su descubrimiento si la teoría concebida resultaba correcta y si —lo que se prestaba a conjeturas— el director tenía la audacia de publicarla, cuando resonó en su oído la frase: «Tengan la bondad, señores. ¡Hora de cerrar!» Levantóse y salió a un mundo de bruma sólo interrumpido por charcos cenagosos y por el huracán de los autobuses. Estaba seguro de haber dado con la solución, pero, aun así, era dudoso que la política de su periódico permitiese publicar tan sensacional hipótesis. Porque ésta tenía un gran defecto: que era la verdad, pero una verdad inverosímil. Una verdad con la que se minaban los cimientos de cuanto los lectores del periódico creían y los editores del periódico ayudaban a creer. Gente así podría admitir que los vendedores turcos de alfombras poseían el don de volverse invisibles, pero este otro no lo admitirían.
De todos modos, nada pudo comprobarse, porque el joven no escribió nunca su información. Como su periódico había salido ya y él se sentía fortalecido por el reciente refrigerio, juzgó que podía dedicar otra media hora a la ratificación de su teoría. Así, empezó a buscar al hombre en quien pensaba: un hombre de cabello canoso y manos blancas y grandes, una figura tan familiar que nadie la miraría dos veces. Deseaba transmitir su idea por sorpresa a aquel hombre, y para ello no vacilaba en ponerse al alcance de un asesino acorazado tras una leyenda de cruel temibilidad. Podía parecer un acto de supremo valor que un hombre inerme, sin ayuda de otros, se situara a merced del asesino que tenía atemorizado a un barrio entero; pero no se trataba de valor. El joven no pensaba en el riesgo, ni tampoco en la lealtad debida a su periódico y a sus patronos. No, actuaba movido meramente por la curiosidad de conocer la historia hasta el fin.
Saliendo lentamente de la taberna cruzó Fingal Street, camino de Deever Market, donde esperaba encontrar a su hombre. Pero el trayecto quedó abreviado, porque en la esquina de Lotus Street, halló a quien buscaba, o a un sujeto muy parecido. En la calle, mal iluminada, el joven no podía ver apenas al otro individuo, pero sí divisaba sus manos blancas. Le siguió durante cosa de veinte pasos, después se acercó más y al pasar por donde un puente de ferrocarril cruzaba la calle, se cercioró de que aquel era su hombre. Interpelole, pues, con la expresión ya usual en el distrito:
—¿Qué? ¿Hay algo del asesino?
El otro se inclinó para escudriñar al periodista y, convencido de que éste no era el criminal, dijo:
—¡No, maldita sea! Yo dudo de que se le eche mano.
—No sé. He estado pensando mucho en ello y tengo una idea. —¿Sí?
—Sí. Se me ocurrió de pronto, hace un cuarto de hora. Y he comprendido que todos estábamos ciegos. Porque teníamos la verdad ante los mismos ojos.
El hombre miró de nuevo, con expresión de recelo a aquel joven que parecía saber tanto.
—¿Sí? —repitió—. Pues, si está tan seguro, ¿por qué no me dice lo que sabe?
—Iba a hacerlo.
Andando juntos, llegaban ya al lugar donde la calle desemboca en Deever Market. El periodista volvióse al hombre con toda naturalidad y le apoyó un dedo en el brazo.
—Sí, ahora me parece sencillísimo todo. Pero hay un extremo que no comprendo. Una cosa que quisiera aclarar: los móviles. En confianza, de hombre a hombre, dígame, sargento Ottermole: ¿por qué mata usted a esas gentes inofensivas?
El sargento se detuvo y el periodista también. La luz del cielo, unida a la luz refleja del mundo londinense, proyectaba suficiente claridad sobre el rostro del sargento, y el rostro del sargento se volvía al joven con una ancha sonrisa, tan cortés y jovial, que el periodista sintióse helado viéndola. Aquella sonrisa duró unos segundos. Luego el sargento dijo:

—Si he de hablarle con franqueza, señor periodista, no lo sé. No lo sé en realidad. Yo me he preguntado lo mismo que usted. Pero tengo una idea… como usted la tiene. Todos sabemos que el hombre no puede dominar el trabajo de su mente. Las ideas acuden a nuestros cerebros sin que las llamemos nosotros. En cambio, se da por hecho que todos podemos dominar nuestro cuerpo. ¿Por qué? Nosotros heredamos nuestras almas de personas muertas hace cientos de años, y recibimos nuestra inteligencia Dios sabe cómo. ¿No podemos recibir nuestros cuerpos igual? Nuestras caras, nuestras piernas, nuestras cabezas, no son nuestras del todo. Nosotros no las hacemos. Nos son dadas. ¿No podrían acudir ideas a nuestros miembros como acuden a nuestras mentes? ¿No podrían habitar las ideas en los nervios y los músculos tanto como en el cerebro? ¿No podrían ciertas partes de nuestro cuerpo no ser realmente nuestras y no podrían las ideas acudir a esas partes de un modo repentino como acuden las ideas a… a… —y el sargento alargó los brazos, de muñecas peludas y manos enguantadas de blanco, hasta la garganta del periodista, con tanta ligereza que el joven ni siquiera lo pudo advertir… a mis manos?

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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