martes, 1 de mayo de 2018

José Carlos Somoza. La dama número trece.


Novela: La dama número trece.
***
Salomón Rulfo, profesor de literatura en paro y gran amante de la poesía, sufre noche tras noche una inquietante y aterradora pesadilla: en sus sueños aparece una casa desconocida llena de personas extrañas, y en ellos es testigo de un triple asesinato sangriento donde una mujer le pide ayuda desesperadamente. Por este motivo, Salomón acude a la consulta del doctor Ballesteros, un médico que le ayuda a desentrañar el misterio de los sueños y que le acompaña en lo que se convertirá en un caso mucho más terrible y escalofriante que cualquier fantasía: el escenario del crimen es real donde la mujer que pedía socorro a gritos había sido realmente asesinada. En compañía de una joven de pasado enigmático, el doctor y un ex-profesor de la universidad con el que mantiene una relación compleja, Salomón se adentrará en un mundo donde las palabras y la poesía son un arma de gran poder, un mundo en el que habitan las doce damas que controlan nuestro destino desde las sombras. ¿O son trece brujas? En esta novela, el autor hilvana con destreza y elegancia una fascinante historia de intriga en la que se desafía la inteligencia y la fantasía del lector. 
Fuente: NN. 
JOSÉ CARLOS SOMOZA
La dama número trece 





Observad la doctrina escondida 
bajo este velo de extraños versos 
DANTE. I. EL SUEÑO 





La sombra se deslizaba entre los árboles. La maleza y la noche le otorgaban el aspecto de una figura incorpórea, pero era un hombre joven, de cabello largo, vestido informalmente. Al llegar al límite de la espesura se detuvo. Tras una pausa, como para asegurarse de que el camino se hallaba libre, atravesó el jardín en dirección a la casa. Era grande, con una galería de columnas blancas en la fachada a modo de peristilo. El hombre subió las escalinatas de la galería, penetró en la casa con tranquila sencillez, recorrió la planta baja sin encender una sola luz y se paró frente a la puerta cerrada del primer dormitorio. Entonces sacó del bolsillo uno de los objetos que llevaba. La puerta se abrió sin ruido. Había una cama, un bulto bajo las sábanas; se oía una respiración. El hombre entró como la niebla, más leve que una pesadilla, se acercó al lecho y vio la mano, la mejilla, los ojos cerrados de la muchacha dormida. Apartó con delicadeza la mano y, segundos antes de que despertara, levantó su pequeño mentón descubriendo el cuello desnudo, un punteado de lunares, la vida latiendo bajo la piel; apoyó la punta del objeto cerca de la nuez y ejerció una ligera y exacta presión. Un rastro como de pétalos rojos lo acompañó hasta el segundo dormitorio, donde se hallaba la otra mujer. Cuando salió de este último, sus manos estaban más húmedas, pero no las secó. Regresó por donde había venido en busca de las escaleras que llevaban a la planta superior. 
Sabía que arriba se encontraba su verdadera víctima. 
Las escaleras desembocaban en un pasillo. Era largo, estaba alfombrado y se adornaba de bustos clásicos colocados sobre pedestales. La sombra del hombre eclipsaba los bustos conforme pasaba frente a ellos: Homero, Virgilio, Dante, Petrarca, Shakespeare..., silenciosos y muertos dentro de la piedra, inexpresivos como cabezas decapitadas. Llegó al final del corredor y cruzó una antecámara mágicamente revelada por la intensa luz verde de un acuario sobre un pedestal de madera. Era un objeto llamativo, pero el hombre no se detuvo a contemplarlo. Abrió una puerta de doble hoja junto al acuario, y, con una linterna, convocó las formas de una lámpara de araña, varias butacas y una cama con dosel. Sobre la cama, una figura imprecisa. El brusco tirón de las sábanas la despertó. 
Era una mujer joven, de cabello muy corto y anatomía delgada, casi frágil. Estaba desnuda, y al incorporarse, los pezones de sus pequeños senos apuntaron hacia la linterna. La luz cegaba sus ojos azules.  
No hubo intercambio de palabras, apenas hubo sonidos.  
Simplemente, el hombre  

no 


se abalanzó sobre ella.  

no quiero 


La noche proseguía afuera: había búhos que observaban con ojos como discos de oro y sombras de felinos en las ramas. Las estrellas formaban un dibujo misterioso. El silencio era una presencia terrible, como la de un dios vengador. 
En el dormitorio, todo había terminado. Las paredes y la cama se habían teñido de rojo y el cuerpo de la mujer yacía disperso sobre las sábanas. Su cabeza separada del tronco se apoyaba en una mejilla. Del cuello sobresalían cosas semejantes a plantas marchitas emergiendo de un búcaro. 
Silencio. Paso del tiempo.  
Entonces sucede algo. 
Lenta pero perceptiblemente, la cabeza de la mujer comienza a moverse, 


no quiero soñar 


gira hasta quedar boca arriba, se incorpora con torpes sacudidas y se apoya en el cuello cortado. Sus ojos se abren de par en par 


no quiero soñar más y habla. 


-No quiero soñar más. 
El médico, un hombre corpulento de cabellos y barba sorprendentemente blancos, frunció el ceño. 
-Los somníferos no van a ayudarle a no soñar -advirtió. 
Hubo una pausa. El bolígrafo planeaba sobre la receta sin posarse. Los ojos del médico observaban a Rulfo. 
-¿Dice que siempre es la misma pesadilla?... ¿Quiere contármela?  
-Contada no es igual. 
-Pruebe, de todas formas. 
Rulfo desvió la vista y se removió en el asiento.  
-Es muy complicada. No sabría. 
En la consulta no se escuchaba el menor ruido. La enfermera dirigió sus parpadeantes ojos negros hacia el médico, pero éste seguía observando a Rulfo. 
-¿Desde cuándo lleva soñando lo mismo? 
-Desde hace dos semanas, no todas las noches, pero sí la mayoría.  
-¿En relación con algo que usted sepa? 
-No. 
-¿Nunca había tenido sueños así?  
-Nunca. 
Leve rumor de papeles. 
-«Salomón Rulfo», un nombre curioso... 
-La culpa es de mis padres -replicó Rulfo sin sonreír. 
-Ya imagino. -El médico sí sonrió. Su sonrisa era amplia y afable, como su rostro-. «Treinta y cinco años.» Muy joven todavía... «Soltero...» ¿Cómo es su vida, señor Rulfo? Quiero decir, ¿en qué trabaja? 
-Estoy en paro desde finales del verano. Soy profesor de literatura. 
-¿Cree que le está afectando mucho esa situación?  
-No. 
-¿Tiene amigos?  
-Algunos.  
-¿Amigas? ¿Novia?  
-No. 
-¿Es feliz?  
-Sí. 
Hubo una pausa. El médico dejó el bolígrafo a un lado y se frotó el rostro con las manos. Tenía unas manos grandes y gruesas. Luego retornó a los papeles y reflexionó. Aquel tipo contestaba como una máquina, como si nada le importara. Quizá estuviera ocultando algo, quizá aquellos sueños se relacionaran con un suceso que no deseaba recordar, pero lo cierto era que solo se trataba de pesadillas. Él atendía diariamente a enfermos con problemas mucho más graves que unos cuantos sueños desagradables. Decidió darle un par de consejos y acabar cuanto antes. 
-Escuche, las pesadillas no tienen demasiada trascendencia clínica, pero son la prueba de que algo no marcha bien en nuestro organismo... o en nuestra vida. Un somnífero es un parche inútil, se lo aseguro, no va a impedirle soñar. Procure beber menos, no acostarse recién comido y... 
-¿Me va a dar los somníferos? -interrumpió Rulfo con suavidad, pero su tono revelaba impaciencia. 
-No es usted un hombre muy locuaz -dijo el médico tras una pausa. 
Rulfo sostuvo su mirada. Por un momento fue como si uno de los dos quisiera añadir algo, compartir algo con el otro. Pero un segundo después los ojos retornaron al suelo o a los papeles del escritorio. El bolígrafo descendió y se deslizó por la receta. 


El prospecto aconsejaba una sola píldora antes de acostarse. Rulfo ingirió dos, ayudándose de un vaso de agua que rellenó en el lavabo del cuarto de baño. Desde el espejo le observaba un hombre no muy alto pero sí robusto, de cabellos y barba ensortijados y negros y dulces ojos castaños. Salomón Rulfo gustaba a las mujeres. Su atractivo sobrevivía intacto a su descuido personal. Debido a ello, la imaginación de las dos o tres ancianas solitarias del destartalado edificio donde vivía ardía inventándole un turbio pasado. ¿De dónde había salido aquel joven que no hablaba con nadie y casi siempre apestaba a alcohol? Sabían su nombre (Salomón, madre mía, el pobre), que cogía unas borracheras preocupantes, que andaba con putas de vez en cuando, que había comprado al contado el pequeño apartamento del tercero izquierda casi dos años atrás y que vivía solo. Pese a todo, preferían su presencia a la de los inmigrantes que ocupaban el resto de pisos de aquel bloque de Lomontano, una callejuela angosta y desordenada cerca de Santa María Soledad, en el centro de Madrid. Las más pesimistas pronosticaban, sin embargo, que el «barbudo» les daría un susto tarde o temprano. Y agregaban, inclinadas sobre los oídos de las otras: «Tiene aspecto de delincuente». «Estoy segura de que es buena persona», lo defendía la portera, sin poner objeciones a la opinión sobre su aspecto. 
Rulfo salió del baño y efectuó una parada en el comedor para liquidar los residuos de una botella de orujo, regalo prehistórico de cumpleaños de su hermana Luisa. Se dijo que debía acordarse de comprar whisky al día siguiente. Era un gasto que no podía permitirse, pero, después de la poesía y el tabaco, el whisky era una de las cosas que más necesitaba en este mundo. Luego se dirigió al dormitorio, se desvistió y se metió en la cama. 
Estaba solo, como siempre, en medio de la noche. Su soledad nunca era fácil, pero ahora, además, le atemorizaba aquella pesadilla. Ignoraba qué podía significar, y su mecánica repetición había llegado a agobiarlo. Estaba seguro de que se trataba de una quimera, una fantasía emergida del pantano de su subconsciente, pero retornaba de forma casi inevitable, noche tras noche, desde hacía dos semanas. ¿Relacionada con algo? Relacionada con nada, doctor. O con todo. Depende. 
Su vida era propicia para los malos sueños, pero lo más grave, lo decisivo, había ocurrido hacía dos años. Resultaba absurdo suponer que ahora empezaba a pagar la factura de aquella remota tragedia. Esa tarde, en el ambulatorio de Chamberí, había sentido la tentación (ignoraba por qué) de confiar por primera vez en alguien y confesárselo todo a aquel médico. Por supuesto, no lo había hecho. Ni siquiera había querido contarle la pesadilla. Pensó que así evitaría molestas preguntas y, quién sabe, hasta la posibilidad de recibir una papeleta gratis para el manicomio. Sabía que no estaba loco. Lo único que necesitaba era dejar de soñar. Prefería confiar en las píldoras. 
Encendió la luz de la mesilla de noche, se levantó y decidió leer algo sublime mientras aguardaba a que la oleada hipnótica lo cubriera como una suave y tibia marea. Examinó las estanterías del dormitorio. Tenía estanterías repletas en el comedor y el dormitorio. Había libros apilados junto al ordenador portátil, incluso en la cocina. Leía en todas partes y a todas horas, pero solo poesía. Las ancianas de Lomontano jamás habrían sospechado una afición así en aquel hombre, pero lo cierto era que procedía de la más temprana juventud de Rulfo y se había acrecentado con los años. Había estudiado filología y, en sus buenos tiempos (¿cuándo habían sido?), había enseñado historia de la poesía en la universidad. Ahora, nadando en la soledad, con su padre muerto, su madre condenada a vejez perpetua en una residencia y sus tres hermanas dispersas por el mundo, la poesía constituía su única tabla de salvación. Se aferraba a ella a ciegas, sin importarle el autor, ni siquiera el idioma. No le resultaba preciso entenderla: gozaba con el simple ritmo de los versos y el sonido de las palabras, aunque fueran extrañas. 
Geórgicas. Virgilio. Edición bilingüe. Sí, aquí estaba. Extrajo el libro del montón que había cerca del ordenador, regresó a la cama, abrió el volumen al azar y dirigió los ojos al flujo torrencial de palabras latinas. Aún se encontraba muy desvelado: sospechaba que la inquietud no le dejaría conciliar fácilmente el sueño, pese a la ayuda farmacéutica. Pero deseó que el médico estuviera equivocado y las pastillas evitaran que aquel absurdo terror volviera a repetirse. 
Siguió leyendo. Afuera, el tráfico enmudeció.  
Los ojos se le cerraban cuando escuchó el ruido. 
Había sido breve. Provenía del cuarto de baño. No pasaba mucho tiempo sin que algo nuevo -una repisa, un anaquel- se desprendiera de su sitio en aquel miserable apartamento. 
Resopló, dejó el libro en la cama, se levantó y caminó despacio hacia el baño. La puerta estaba abierta y su interior a oscuras. Entró y encendió la luz. No descubrió nada fuera de lugar. El lavabo, el espejo, la jabonera con el jabón, el retrete, el cuadrito con los arlequines ejecutando una campanela, la repisa metálica, todo se encontraba igual. 
Excepto las cortinas. 
Eran opacas, de pésima calidad, y estaban adornadas de un vistoso artificio de flores rojas. Las mismas de siempre. Sin embargo, creía recordar que se hallaban descorridas cuando había salido del baño la última vez. Pero ahora estaban cerradas. 
Se intrigó. Pensó que quizá su memoria le engañaba. Era posible que, antes de salir del baño, las hubiese corrido, aunque no entendía bien por qué tendría que haberlo hecho. En cualquier caso, albergaba la sospecha de que el ruido había sido provocado por algo que había caído a la bañera después de rebotar en ellas. Supuso que sería el frasco de gel, y tendió la mano para descorrerlas y comprobarlo. Pero de pronto se detuvo. 
Un miedo inexplicable, casi inexistente, casi virtual, congeló su estómago y levantó como pequeñas empalizadas los vellos de su piel. Comprendió que se había puesto nervioso sin ningún motivo real. 
Es absurdo, ahora no estoy soñando. Estoy despierto, ésta es mi casa, y detrás de esas cortinas no hay nada, solo la bañera. 
Reanudó el gesto sabiendo que las cosas seguían como antes; que encontraría, quizá, un objeto caído, puede que el frasco de gel, y que, tras verificarlo, regresaría al dormitorio y los somníferos le harían efecto y lograría descansar toda la noche hasta el amanecer. Descorrió las cortinas con absoluta tranquilidad. 
No había nada. 
El frasco de gel seguía en su sitio sobre la repisa, junto al champú. Ambos botes llevaban meses allí: Rulfo no exageraba, precisamente, en lo tocante a su higiene personal. Pero lo cierto era que nada se había caído. Supuso que el ruido se había originado en otro apartamento. 
Se encogió de hombros, apagó la luz del baño y regresó al dormitorio. Sobre su cama se hallaba el cuerpo desmembrado de la mujer muerta, la cabeza cortada apoyada en los pechos contemplándolo con ojos lechosos, el cabello endrino y húmedo como el plumaje de un págalo y una lombriz de sangre huyendo de las comisuras de sus labios yertos. 
-Ayúdame. El acuario... El acuario... 
Rulfo dio un salto hacia atrás, rígido de terror, y se golpeó el codo con la pared. 


un grito 


No soñaba: estaba bien despierto, aquél era su dormitorio y el golpe en el codo le había dolido. Probó a cerrar los ojos 


un grito. oscuridad 


y volver a abrirlos, pero el cadáver de la mujer seguía allí (ayúdame), hablándole desde la carnicería de su cuerpo destrozado (el acuario) sobre las sábanas. 


Un grito. Oscuridad. 
Despertó bañado en sudor. Se encontraba en el suelo, junto con la mayor parte de las sábanas. Al caer de la cama se había golpeado el codo. Aún aferraba el libro arrugado de Virgilio.

Fuente:
La dama número trece
Primera edición: mayo, 2003  
© 2003, José Carlos Somoza 
© 2003 de la presente edición para todo el mundo:  
Grupo Editorial Random House Mondadori, S. L.

lunes, 30 de abril de 2018

Xavier Villaurrutia: cartografía del misterio Rosa García Gutiérrez Universidad de Huelva.


(En la gráfica:Jorge González Durán, Xavier Villaurrutia y Octavio Paz, en Los Berros (Xalapa 1942). Foto de Lola Alvarez Bravo).

 Xavier Villaurrutia: cartografía del misterio Rosa García Gutiérrez Universidad de Huelva.
PRIMERA PARTE-.
 Pocos escritores mexicanos han explicado su poética con tanta exactitud como Xavier Villaurrutia. Este poeta que siempre se miró escribir supo diseccionar al detalle su propio trazo obedeciendo a una íntima necesidad, pero también inscribirlo en el paisaje mayor de la lírica moderna occidental y en el no menor de la tradición poética mexicana. La poesía fue, para Villaurrutia, un acto de conocimiento y una vía de integración: un conocimiento de ambiciones ontológicas con el que quiso tocar la médula de lo humano, a la que se acercó como al más tentador y temible de los misterios; y una integración que el joven, tendente al enclaustramiento y a la melancolía, logró por fn en la familia de sus poetas hermanos. En pocos escritores se observa, además, menos distancia y más coherencia entre teoría y práctica, poética y poema, conciencia e inspiración, lo que tal vez se deba a que se supo hombre de dos vocaciones, la poesía y la crítica, y a que a ninguna de las dos renunció: las desarrolló simultánea y complementariamente, construyendo una obra que debe tanto al creador como al lector excepcional. Hoy es posible identifcar cada elemento de la poética de Villaurrutia y disfrutar de su engranaje defnitivo en la edición fnal de Nostalgia de la muerte (1946), pero entenderla exige no olvidar que durante años fue una poética en construcción, con sus hitos líricos y críticos, sus deslumbramientos y también sus expurgos. Esa lenta gestación terminó en 1940, año en el que concedió una imprescindible entrevista a José Luis Martínez para la revista Tierra Nueva y publicó dos ensayos sobre Gérard de Nerval incardinando su idea de poesía en una concepción flosófca del 58 artes poéticas mexicanas hombre y al amparo de una selecta genealogía de poetas que la habrían llevado a la práctica.1 Prescindiendo de erudición, en la entrevista a José Luis Martínez sintetizó que «el único fn de la poesía es la expresión del hombre, el desconocido y esencial» (77), dejando claro que la escritura había sido para él aventura y exploración de «lo desconocido», búsqueda de «lo esencial» y (auto)conocimiento o toma de conciencia en el poema. El mismo año 1940 Villaurrutia reunió parte de sus ensayos literarios en un volumen que tituló muy signifcativamente Textos y pretextos, y volvió a expresarse con la misma rotunda brevedad: «la crítica es siempre una forma de autocrítica» (1966:639), frase que funde indefectiblemente al poeta y al lector y convierte la totalidad de la producción villaurrutiana en autobiografía intelectual y existencial. «Tratando de explicar la complejidad espiritual» de los otros, sigue diciendo Villaurrutia en el mismo prólogo, «no hacía sino ayudarme a descubrir y a examinar […] mi propio drama» (639). Una palabra, esta última, drama, que obsesivamente repite en la entrevista: de cuánta dramática verdad nutra el poema derivará su calidad; de la autenticidad del «drama íntimo» que exprese, su grandeza; solo es admisible la poesía flosófca o intelectual, la presencia de ideas en el poema cuando éstas se viven «dramáticamente», «real y plenamente, consubstancialmente» (76-77). Y sin embargo, qué poco ha tenido que ver la convención crítica sobre Villaurrutia con la palabra drama. Como ya se quejó Tomás Segovia, «tanto se ha aceptado, y tan fácilmente, que Villaurrutia es un poeta intelectual, por pereza de pensar, por pereza incluso de releer, que no puede uno dejar de protestar contra esa idea […] Su poesía es justamente de ésas que no contienen un misterio sino que lo son; su poema no es la casa del misterio sino su cuerpo febril» (48). Efectivamente, si desandamos su trayectoria poética desde ese crucial 1940 y nos remontamos a su origen, salta a la vista que su reconocible imaginario, hecho de variantes del desdoblamiento, la antítesis y la paradoja, no es sino la plasmación insistente de [1] Los ensayos sobre Nerval se publicaron en la revista Romance: «Gérard de Nerval» en el número 17 (22 de octubre) y «El romanticismo y el sueño (Gérard de Nerval)» en el nú- mero 15 (1 de septiembre). Ambos compusieron luego el «Prólogo» a la traducción que hizo Agustín Lazo de El sueño y la vida y Aurelia (1942). Están incluidos en Villaurrutia, 1966:898-899 y 894-897. 59 xavier villaurrutia: cartografía del misterio lo que, en un sentido profundo, signifca la palabra drama: desgarradura, irresolución, suspensión viva y agónica de un dilema, dolor y perplejidad por la conciencia del ser dividido. La conciencia de la dualidad es el origen existencial del drama moderno y Villaurrutia lo sintió, lo exploró y lo expresó en todas sus posibilidades: cuerpo-alma, muerte-vida, vigiliasueño, consciente-inconsciente, tiempo-eternidad, lo particular-lo universal, la alcoba-la calle, este hombre-El Hombre. Formas, desde luego, de alienación o extrañamiento propias de la tradición poética moderna, pero particularmente complejas en el México nacionalista de los años treinta que, en el caso de Villaurrutia, tuvieron que verse agravadas por una vivencia inevitablemente difícil de la homosexualidad. Otra realidad Aunque llevaba algunos años escribiendo, el poeta Villaurrutia nació en 1925 en el revelador, desde el título, «Monólogo para una noche de insomnio», una mezcla de prosa poética, ensayo crítico y diario íntimo que apareció en El Universal Ilustrado el 15 de enero. Unos meses después, el 23 de julio, a la pregunta «¿Qué prepara usted?» formulada en una de las habituales encuestas del mismo periódico, confesó: «de mí solo sé decir que los más recientes (proyectos) se me han diluido en la contemplación del modelo que trajo de Europa el último estío». El proyecto diluido era Refejos, un primer poemario que acabaría publicando en 1926, pero más por razones de estrategia grupal —contrarrestar el imparable nacionalismo cultural— que por convicción personal; y la novedad, el Primer manifesto surrealista de Breton, uno de sus irrenunciables deslumbramientos. En el «Monólogo» aparecen las primeras dicotomías villaurrutianas, las primeras plasmaciones antitéticas del drama: por un lado, sueño y vigilia; y por el otro, poesía y realidad. «No es posible hablar del “arte” como una forma de escaparse de la realidad cotidiana sin sentir que el rubor se adueña de nuestras mejillas», escribe, «y sin embargo, cualquier hombre que se detenga un día a considerar la pobreza de la vida quedará herido vivamente y, si la inquietud de su alma no lo obliga a seguir el camino ciego a esta fealdad de lo cotidiano y sordo a los ruidos horribles de la existencia mecánica de hoy, tendrá que convenir que es en el arte adonde encontrará 60 artes poéticas mexicanas un olvido, fugitivo quizás, pero siempre deseable, de la realidad que hace de la existencia un espectáculo insufrible…» (1966:601). Tras el fallido e impersonal beatus ille de Refejos, Villaurrutia empezaba a identifcar el escenario adecuado para esa fuga que había decidido llevar a sus últimas consecuencias: la alcoba, versión vanguardista de la torre de los insomnes modernistas, incluido Rubén Darío, al que todavía no reconocía como progenitor, esa chambre que señalara Paul Morand en la emblemática frase que abrió como epígrafe el segundo número de Ulises: La tête au Pole, les pieds sur l’Equateur, quoi qu’on fasse, c’est toujours le voyage autour de ma chambre. La habitación propia se ofrecía así como un espacio simbólico remitente al mundo interior y a su exploración, un lugar en el que vivir, mediante la poesía y el sueño, una realidad alternativa a la de fuera: «Vida perfecta la que el sueño proporciona. […] Vida también libre y amplia: accidentada y diversa como la esencia del hombre. Vida que nos ofrece tan múltiples aspectos que hasta al más exigente curioso deja complacido» (1966:604). La puerta que Villaurrutia acababa de abrir —o cerrar— hubiera sido imposible sin el surrealismo, pero no se dejó hipnotizar por el más poderoso de los ismos: el crítico moderó el deslumbramiento del poeta y lo obligó a distanciarse del dogmatismo de escuela que impuso Breton. Sin embargo, no debe olvidarse que sería también el surrealismo, amplia y hondamente entendido, el que acabaría conduciendo a Villaurrutia hacia los primeros disconformes con la realidad exterior, los primeros soñadores, los primeros buceadores del alma en el prerromanticismo inglés (Blake2 ), el romanticismo alemán o francés (Novalis, Nerval), o el esencial y auténtico modernismo hispánico (Rubén Darío). Esos encuentros decisivos vendrían después e iban a requerir un proceso dilatado en el tiempo, pero antes, el crítico Villaurrutia, exigente, desconfado y refexivo, guió la intuición del poeta Villaurrutia dentro de la órbita del surrealismo posibilitándole una vía singular, distanciada y crítica. [2] Según Villaurrutia fue André Gide quien lo «invitó al conocimiento, al trato de Blake» («Carta a José Gorostiza», 7 de enero de 1929; en Capistrán, 161), pero no hay que olvidar que fueron los surrealistas quienes redescubrieron The Marriage of Heaven and Hell. Villaurrutia lo tradujo en 1928 y lo publicó en el núm. 6 de Contemporáneos (noviembre de 1928). Un año después la revista lo editó como volumen independiente. 61 xavier villaurrutia: cartografía del misterio El ojo abierto Villaurrutia matizó y personalizó su fascinación por el surrealismo en Dama de corazones (1928), una novela que fue, además de un experimento narrativo en clave vanguardista, autorretrato lírico, ensayo y piedra fundacional de la poética de su autor. En ella está ya el metaforismo del viaje en la clave simbólica proporcionada por Morand, tan obsesivamente reiterado por Villaurrutia y el resto de los Contemporáneos en los años de Ulises; y en ella, también, la muerte, todavía como preocupación en ciernes, el meollo del misterio y de lo desconocido que el poeta se propone explorar, a la que se acerca aún en círculos concéntricos, tanteando el terreno, incorporándola confusamente a los binomios sueño-vigilia, poesía-realidad. «Morir es estar incomunicado felizmente de las personas y de las cosas, y mirarlas como la lente de la cámara debe mirar con exactitud y frialdad. Morir no es otra cosa que convertirse en un ojo perfecto que mira sin emocionarse» (1966:586), concluye el autobiográfco narrador de Dama de corazones, y aunque la muerte tardaría en encontrar su encaje defnitivo en su poética, la frase permite adivinar hacia donde dirigió Villaurrutia su prevención respecto al surrealismo y cómo personalizó su propuesta: necesidad de conservar la lucidez en el sueño, de dormir con los ojos abiertos, de dotar de una inteligibilidad al onirismo lírico, de no perder la conciencia en la inmersión en el yo. Estaba dispuesto a viajar al inferno, al centro de la noche o al abismo interior, pero con linterna y libreta en mano. El «ojo perfecto que mira sin emocionarse» lo ubicó, dentro de la modernidad, como aspirante a una genealogía muy concreta: la de Poe en su Philosophy of Composition, Baudelaire, Mallarmé, Gide y Valéry, estirpe que tanto Jorge Cuesta como Gilberto Owen se encargaron de defnir y ponderar como modelo para el grupo en sus ensayos de entonces. A esa voluntad, en cualquier caso, respondió Dama de corazones, donde Villaurrutia puso en orden imágenes y obsesiones que se le imponían caóticamente (sombras, dobles, estatuas, huidas, noche, muerte), aunque la novela fue otra cosa más que no debe perderse de vista: una afrmación de la poesía y el arte como acto de fe, o lo que es lo mismo, una invitación al viaje malgré tout, inequívocamente mallarmeana: «los débiles se que- 62 artes poéticas mexicanas dan siempre. Es preciso saber huir» (596).3 Para ese impulso vivo, para esa fuga consciente, para esa dinamización de la insatisfacción y el inconformismo, Villaurrutia ya tenía palabra, curiosidad, omnipresente desde entonces en su poética. «Poesía», publicado en el núm. 4 de Ulises (octubre de 1927) puso el broche a esa toma de conciencia literaria que Villaurrutia apuntaló con otros dos deslumbramientos: el de Orfeo de Jean Cocteau y el de la pintura de Giorgio de Chirico. Mito y objeto Cocteau escribió su versión teatral del mito de Orfeo en 1926 y ese mismo año se estrenó en París con enorme repercusión internacional. El Teatro Ulises la representó en marzo de 1928 bajo la dirección de Villaurrutia, que interpretó además el papel principal. Viendo cómo defendió la obra en prensa ante los ataques, salta a la vista que este Orfeo tuvo para él un signifcado personal. Todas sus intuiciones y obsesiones estaban ahí: la alcoba, la noche, el misterio y el espejo (el doble), a las que se añadía una más: la actualidad del mito, el sortilegio de lo eterno frente a la historia hecho realidad en la obra de arte. No era sino la misma magia que T. S. Eliot reivindicaría en su «Ulises: Order and Myth» para el Ulysses de Joyce, la misma intención subyacente al nombre de la revista Ulises, un nuevo acto de fe en el arte frente al suicidio vanguardista que lo confrmó en su idea de la poesía como un vehículo hacia el Hombre y no sólo hacia el hombre que era él mismo. Chirico fue el regalo que Agustín Lazo trajo a Villaurrutia de su estancia en Europa. Aunque en 1922 Breton lo había presentado como el pintor del futuro, escapaba al molde surrealista. Villaurrutia reconoció de inmediato el ojo abierto en medio del sueño, la fguración palpable de lo irreal, la capacidad de objetivar el misterio, la expresión precisa de lo inexpresable. Lo que Chirico ofrecía invertía lo hecho hasta entonces en la pintura moderna: no se trataba ya de nutrir de subjetividad la realidad o de otorgar a la subjetividad estatus de realidad, sino de objetivar la irrealidad, revelar su existencia mediante una iconografía fgurativa imparcial, inscrita en el yo y más allá del yo. En «Sobre el arte metafísico», Chirico había hablado de un plano de observación en que sueño y vigilia quedaban fun[3] Es evidente el eco del «Fuir! là-bas fuir!» del emblemático «Brise marine». 63 xavier villaurrutia: cartografía del misterio didos bajo el «control» del artista, el «clarividente» encargado de expresar lo misterioso e inexplicable: «otro ángulo» que llamó «metafísico» (cito por Sáenz, 63-69).4 El magisterio de Chirico sobre Villaurrutia es claro en «Pintura sin mancha», un artículo que publicó en el número 45 de Voz nueva (diciembre-enero de 1930-1931), donde habló de la serie de nocturnos que había empezado a escribir, del sueño como uno de los «hilos conductores» que vinculan poesía y pintura, y de cómo el impacto ocasionado por esta en sus últimas tendencias lo había llevado a concebir sus poemas también como «objetos plásticos». Asumiendo el «otro ángulo» de Chirico, añadió que «un verdadero artista debe hallarse siempre, hasta en sueños, completamente despierto» y que solo él «vive en equilibrio inestable en un punto peligroso entre dos abismos, el de la realidad que lo circunda y el de su realidad interior» (1966:741). Si el artista del pasado se contentó con mirar hacia fuera o aislarse en su abismo interior, «el de ahora parece no contentarse con una sola de estas realidades» y destruye las paredes que las separan, o mejor, las hace «invisibles y porosas para lograr una fltración, una circulación, una transfusión de realidades» (742). En el mismo artículo Villaurrutia formuló ideas que son claves para entender Nocturnos, el libro que estaba preparando, y la evolución de una poética cada vez más sólida y contundente: Y a nada me parece más sencillo y justo comparar una obra de arte plástica como a un ser humano viviente. Como el hombre, tiene, en su mundo interior, zonas conocidas y zonas inexplicadas, aéreas terrazas, oscuros subterráneos, donde surgen, circulan y luchan por expresarse o por reprimirse nuestras intenciones y deseos recónditos, nuestros sentimientos, nuestras larvas de ideas, nuestras ideas. Un sencillo y cotidiano conocimiento del hombre llama a estas zonas: instinto, alma y espíritu. Pero ¿dónde acaba una zona para dar lugar a otra? ¿Dónde empiezan nuestros instintos y dónde nuestras ideas? Acostumbrados por ese conocimiento simplista del hombre interior […] nuestra razón ha situado nuestros instintos en nuestra piel y músculos; nuestros sentimientos, nuestra alma, en el corazón, y la inteligencia en el cerebro. Pero la naturaleza humana exige una solución menos simple y más justa. ¿No será mejor decir que estas zonas se enciman y confunden y que las raíces de su fora, [4] «Sobre el arte metafísico» se publicó originariamente en el número correspondiente a abril-mayo de 1918 de la revista Valori Plastici. 64 artes poéticas mexicanas subterráneas o aéreas, invaden y cruzan las zonas de nuestro cuerpo interior haciendo imposible una innecesaria limitación de fronteras? Obra humana, la obra de arte tendrá que ser la expresión exterior de este mundo viviente y diverso de fusiones invisibles de los innumerables y complejos seres que pueblan nuestro cuerpo interior. La obra de arte plástico se servirá de la materia —telas, colores, óleos, papeles— como de un simple medio para hacerlas visibles (744-745). También la obra de arte poética, cabe añadir, tiene sus instrumentos para cumplir ese objetivo, el mismo que Villaurrutia se propuso en los Nocturnos: «¡Hacer ver lo invisible! Operación mágica, operación religiosa, operación poética» (745). Piramidal, funesta Villaurrutia empezó a publicar sus nocturnos en diciembre de 1928. En el primero, «Nocturno de la estatua», aparecido en el núm. 7 de Contemporá- neos, se nota ya una voz poética propia, madura y reconocible. Villaurrutia ofrece su entonación personal de un subgénero que el Romanticismo cultivó hasta la saciedad, pero lo hace sonar de otro modo, más sereno, cerebral y visual. A lo largo de la serie que acabó componiendo Nocturnos, que publicó fnalmente la editorial Fábula en 1933, introdujo otros temas: el amor, que nunca fue nuclear en su poética, y la muerte, que sí constituiría uno de sus ejes. Pero es «Nocturno eterno» el poema que anticipa Nostalgia de la muerte y sobre todo, el reconocible guiño al barroco del célebre «Décima muerte», con su tono refexivo, casi moral, los complejos juegos conceptuales, las antítesis e incluso la recapitulación conclusiva de la estrofa fnal habitual en la métrica áurea.5 «Décima muerte» sorprende por lo que tiene de rareza en la trayectoria del Villaurrutia de los años treinta, pero no deja de ser extraordinariamente coherente con ella. ¿De dónde procede esta nueva e inesperada fliación? Probablemente de la inmersión a comienzos de la década en la obra de Sor Juana Inés de la Cruz y de lecturas adicionales, complementarias, de poesía del Siglo de Oro.6 [5] Aunque «Décima muerte» se incorporó más tarde a la segunda edición de Nostalgia de la muerte, se dio a conocer antes en el volumen Décima muerte y otros poemas no coleccionados (1941), publicado tres años después de la primera edición de Nostalgia de la muerte en la argentina Sur. [6] Villaurrutia llegó a editar, anotar y prologar para la editorial La Razón los Sonetos de Sor Juana 65 xavier villaurrutia: cartografía del misterio Sor Juana fue para Villaurrutia una vuelta de tuerca más en la interpretación de su desarraigo, porque a la dimensión flosófca añadió una segunda, esta vez inherente a su lectura de la tradición cultural mexicana. La monja se le dibujó como madre fundadora de una estirpe de intelectuales mexicanos expulsados del orden político-cultural nacional y marcados por la necesidad de aventura y de fuga, pero no se limitó a concederle ese papel simbólico. Siempre anhelante de fraternidades y diálogos poéticos, se dejó tentar por el texto sorjuanesco, sus ingeniosas paradojas, su elaborado conceptismo, el encanto musical de las estrofas tradicionales y el tratamiento ortodoxamente barroco, tan abigarrado y directo, de la muerte. Una cosa más, por encima del resto, los hermanaba: la obsesión por el sueño como vía de conocimiento y por la noche como refugio para su ejercicio. Era inevitable que dirigiese hacia ella su interés como crítico, que se buscase a sí mismo en la monja y que intentase poner en claro algunos puntos de su poética proyectando su «drama» al de Sor Juana, como explicaría en el citado prólogo a Textos y pretextos. Villaurrutia sintetizó su refexión sobre Sor Juana, que abarcó casi una década, en una conferencia que tuvo mucho de metapoesía y autorretrato, pronunciada en 1942 en la Universidad de Michoacán. Sor Juana no es sólo un «clásico» —explicó— sino un «clásico mexicano», que al confesado magisterio de Góngora añadió «una atmósfera» y «un clima» particulares, la noche y el sueño, identifcadas por Villaurrutia como notas distintivas de una mexicanidad que también era, obviamente, la suya y que lo restituía a una tradición, la nacional, que se le había negado. Pero lo que defne a la monja es su «curiosidad»: ese dinamismo esencial que Villaurrutia señaló en Dama de corazones como el origen de su propia aventura poética y vital. A través de Sor Juana se detiene en este componente fundamental de su poética, distinguiendo la curiosidad «accidental», ocasional y caprichosa, de otra «más seria, más profunda, que es un producto del espíritu y que también es una fuente en el conocimiento» encarnada por Sor Juana y a la que llama «curiosidad por pasión»: «Yo la defno así: es una especie de avidez del espíritu y de los sentidos que deteriora el gusto del presente en provecho de la aventura. […] La comodidad y la holgura (1931), y también las Endechas, que aparecieron en el número 7 de Taller (diciembre de 1939). 66 artes poéticas mexicanas engendran el tedio, el aburrimiento. Ya Voltaire (sic) decía que el tedio es el fruto de la triste falta de curiosidad» (1966:775-776).7 Sor Juana se sumaba así a la fraternidad de poetas afnes en la que Villaurrutia buscaba radicar su necesidad de pertenencia, y lo hacía borrando los estrechos límites cronológicos que el primer Villaurrutia se había impuesto, los de la vanguardia, anticipando lo que en poco tiempo sería una visión más amplia, menos dogmática y parricida, de la modernidad. Varios de los nocturnos escritos tras esta inmersión sorjuanesca exhiben su infuencia, sobre todo métrica: tras el uso del verso blanco y del verso libre Villaurrutia regresó a la métrica tradicional y vertió en ella su tema, probando así su validez clásica o universal y depurando los excesos experimentales condenados a envejecer. Algunos de esos poemas se incluyeron en Nocturnos, un volumen cuya férrea unidad surgía de una poética ejercida con convicción y un alma expuesta en su desnudez, reconocible tras los ropajes surrealistas o barroquizantes. Pero ese poemario fue solo el comienzo de un proceso que lo llevó del surrealismo al barroco para regresar con otros ojos al surrealismo y atisbar, tras la purga de lo perecedero, una visión menos histórica y más esencial de la modernidad. Breton, Cocteau, Chirico, Sor Juana: todos ayudaron a esta poesía confesional e íntima, a esta concienzuda exploración del yo y a la búsqueda de la forma exacta para la expresión del «drama»: «¿El secreto y la oscuridad, objeto de la poesía? Más bien pueden ser objeto de ella la liberación del secreto y la iluminación de la oscuridad» (1966:840), escribió a Bernardo Ortiz de Montellano en carta fechada el 12 de diciembre de 1933. Villaurrutia se descubría como poeta, como poeta moderno y como poeta mexicano.

sábado, 28 de abril de 2018

CARLOS FUENTES. TEATRO.


Orquídeas a la luz de la luna
Es la obra dramática más exitosa de Carlos Fuentes y se estrenó el año que fue escrita en 1982 en el Loeb Drama Center de la Universidad de Harvard. Tuvo una temporada de representaciones exitosas de poco más de seis semanas con la American Repertory Theatre de Cambridge, Massachusetts. 
De acuerdo a Marie-Lise Gazarian Gautier especialista y promotora de la cultura hispánica en Nueva York, autora de Universos de la novela entrevista publicada en el libro Carlos Fuentes: Territorios del tiempo. Antología de entrevistas, el 6 de junio de 1982, tres días antes del estreno de la obra, Carlos Fuentes enfatizó que se trataba de una obra de contenido feminista que retrataba la figura destacada de Dolores del Río y María Félix. 
Dolores y María –destaca Carlos Fuentes– probablemente tuvieron mucho que ver con la emancipación de la mujer latinoamericana ya que eran símbolos antisexistas y representan a la belleza de la muerte. Son mujeres que nos permiten imaginar a la muerte como algo descifrable, atractivo, de moda, sexy y que se aproximan a la muerte con sus colores al vuelo, con pieles de armiño y vestidos vaporosos, envueltas en joyas”. 
En su texto la autora añade que al hablar de las dos protagonistas Carlos Fuentes dijo que las eligió “porque me encantan estas actrices que son fuertes e independientes y acabaron con los mitos machistas. Además no se parecían en nada a lo que se supone que debían ser las mujeres latinoamericanas. No eran muñequitas que los hombres pudieran arrullar”.
Marie-Lise Gazarian destaca en su texto que se trata de una obra acerca del mito de la cultura de los mitos y del recuerdo que resulta interesante principalmente para aquellos que comparten la nostalgia de Carlos Fuentes por estas dos actrices. Dice que es una obra dinámica que muestra el mundo ficticio y delicado de Dolores que se opone al burdo realismo de María, una chicana de clase baja que tiene una generosidad nata en cuanto a su capacidad de amar.     
“Se trata –añade Marie-Lise Gazarian– de una obra que está muy cerca a Aura. En ambas obras Fuentes trata con dos mujeres exóticas de edad indefinida que habitan un mundo privado y misterioso. Las metas de las mujeres en ambas obras son el amor, la juventud y la inmortalidad. 
En los dos casos el mundo de la luz de la luna se rompe debido a un hombre joven que es escritor. En Aura, el escritor paga su tontería perdiendo su personalidad. En Orquídeas el pago es aún mayor: sacrifica su propia persona en el altar del amor”. 
La autora detalla que Orquídeas a la luz de la luna es una obra de dos actos: en el primero existe una atmósfera de escapismo al estilo de Tenessee Williams que lucha contra la cruda realidad y a manera de contraste, el segundo acto parece ser un hibrido entre el cine y el sueño en donde se mezclan la vida “real” y el cine.  
Fuentes hace énfasis en que Orquídeas es una obra acerca de la autenticidad contra el rol que se le imponen a la mujer y que termina aceptando como definiciones de su personalidad. Así la obra continúa explorando el tema de la continuidad de la personalidad que ha sido una preocupación del escritor en la mayoría de sus obras de ficción.
Para los críticos que se basan en los comentarios sociales en las obras de Fuentes, el personaje de Dolores puede también considerarse un vehículo que utiliza el autor para criticar a la clase media de México: su autodecepción, sentimentalismo y escapismo. Más allá del feminismo y los comentarios sociales, es un drama acerca del crecimiento psíquico, acerca de la madurez y el enfrentamiento con la muerte”.     
Uno de los diálogos destacados de esta obra es el que dice el personaje que remite a Dolores del Río: “un artista sabe que no hay belleza sin forma pero también que la forma de la belleza depende del ideal de una cultura. El artista trasciende, parcial y momentáneamente, el dilema, añadiendo un factor: no hay belleza sin mirada. Es natural que un artista privilegie a la mirada. Pero un gran artista no invita sólo a mirar sino a imaginar”.
Fuente:
https://www.gob.mx/cultura/prensa/las-obras-de-teatro-de-carlos-fuentes-destacan-por-su-originalidad-jose-sole

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