viernes, 19 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. CARTA IV. EL ESTILO.


IV

EL ESTILO
Querido amigo:
El estilo es ingrediente esencial, aunque no el único, de la forma novelesca. Las novelas están hechas de palabras, de modo que la manera como un novelista elige y organiza el lenguaje es un factor decisivo para que sus historias tengan o carezcan de poder de persuasión. Ahora bien, el lenguaje novelesco no puede ser disociado de aquello que la novela relata, el tema que se encarna en palabras, porque la única manera de saber si el novelista tiene éxito o fracasa en su empresa narrativa es averiguando si, gracias a su escritura, la ficción vive, se emancipa de su creador y de la realidad real y se impone al lector como una realidad soberana.
Es, pues, en función de lo que cuenta que una escritura es eficiente o ineficiente, creativa o letal. Quizás debamos comenzar, para ir ciñendo los rasgos del estilo, por eliminar la idea de corrección. No importa nada que un estilo sea correcto o incorrecto; importa que sea eficaz, adecuado a su cometido, que es insuflar una ilusión de vida —de verdad— a las historias que cuenta. Hay novelistas que escribieron correctísimamente, de acuerdo a los cánones gramaticales y estilísticos imperantes en su época, como Cervantes, Stendhal, Dickens, García Márquez, y otros, no menos grandes, que violentaron aquellos cánones, cometiendo toda clase de atropellos gramaticales y cuyo estilo está lleno de incorrecciones desde el punto de vista académico, lo que no les impidió ser buenos o incluso excelentes novelistas, como Balzac, Joyce, Pío Baroja, Céline, Cortázar y Lezama Lima. Azorín, que era un extraordinario prosista y pese a ello un aburridísimo novelista, escribió en su colección de textos sobre Madrid: «Escribe prosa el literato, prosa correcta, prosa castiza, y no vale nada esa prosa sin las alcamonías de la gracia, la intención feliz, la ironía, el desdén o el sarcasmo.»  Es una observación exacta: por sí misma, la corrección estilística no presupone nada sobre el acierto o desacierto con que se escribe una ficción.
¿De qué depende, pues, la eficacia de la escritura novelesca? De dos atributos: su coherencia interna y su carácter de necesidad. La historia que cuenta una novela puede ser incoherente, pero el lenguaje que la plasma debe ser coherente para que aquella incoherencia finja exitosamente ser genuina y vivir. Un ejemplo de esto es el monólogo de Molly Bloom, al final del Ulises (Ulysses) de Joyce, torrente caótico de recuerdos, sensaciones, reflexiones, emociones, cuya hechicera fuerza se debe a la prosa de apariencia deshilvanada y quebrada que lo enuncia y que conserva, por debajo de su exterior desmañado y anárquico, una rigurosa coherencia, una conformación estructural que obedece a un modelo o sistema original de normas y principios del que la escritura del monólogo nunca se aparta. ¿Es una exacta descripción de una conciencia en movimiento? No. Es una invención literaria tan poderosamente convincente que nos parece reproducir el deambular de la conciencia de Molly cuando, en verdad, lo está inventando.
Julio Cortázar se jactaba en sus últimos años de escribir «cada vez más mal». Quería decir que, para expresar lo que anhelaba en sus cuentos y novelas, se sentía obligado a buscar formas de expresión cada vez menos sometidas a la forma canónica, a desafiar el genio de lengua y tratar de imponerle ritmos, pautas, vocabularios, distorsiones, de modo que su prosa pudiera representar con más verosimilitud aquellos personajes o sucesos de su invención. En realidad, escribiendo así de mal, Cortázar escribía muy bien. Tenía una prosa clara y fluida, que fingía maravillosamente la oralidad, incorporando y asimilando con gran desenvoltura los dichos, amaneramientos y figuras de la palabra hablada, argentinismos desde luego, pero también galicismos, y asimismo inventando palabras y expresiones con tanto ingenio y buen oído que ellas no desentonaban en el contexto de sus frases, más bien las enriquecían con esas «alcamonías» (especias) que reclamaba Azorín para el buen novelista.
La verosimilitud de una historia (su poder de persuasión) no depende exclusivamente de la coherencia del estilo con que está referida —no menos importante es el rol que desempeña la técnica narrativa—, pero, sin ella, o no existe o se reduce al mínimo.
Un estilo puede ser desagradable y, sin embargo, gracias a su coherencia, eficaz. Es el caso de un Louis-Ferdinand Céline, por ejemplo. No sé si a usted, pero, a mí, sus frases cortitas y tartamudas, plagadas de puntos suspensivos, encrespadas de vociferaciones y expresiones en jerga, me crispan los nervios. Y, sin embargo, no tengo la menor duda de que El viaje al final de la noche (Voyage au bout de la nuit), y también, aunque no de manera tan inequívoca, Muerte a crédito (Mort à crédit), son novelas dotadas de un poder de persuasión arrollador, cuyo vómito de sordidez y extravagancia nos hipnotiza, desbaratando las prevenciones estéticas o éticas que podamos conscientemente oponerle.
Algo parecido me ocurre con Alejo Carpentier, uno de los grandes novelistas de la lengua española sin duda, cuya prosa, sin embargo, considerada fuera de sus novelas (ya sé que no se puede hacer esa separación, pero la hago para que quede más claro lo que trato de decir) está en las antípodas del tipo de estilo que yo admiro. No me gusta nada su rigidez, academicismo y amaneramiento libresco, el que me sugiere a cada paso estar edificado con una meticulosa rebusca en diccionarios, esa vetusta pasión por los arcaísmos y el artificio que alentaban los escritores barrocos del siglo XVII. Y, sin embargo, esta prosa, cuando cuenta la historia de Ti Noel y de Henri Christophe en El reino de este mundo, obra maestra absoluta que he leído y releído hasta tres veces, tiene un poder contagioso y sometedor que anula mis reservas y antipatías y me deslumbra, haciéndome creer a pie juntillas todo lo que cuenta. ¿Cómo consigue algo tan formidable el estilo encorbatado y almidonado de Alejo Carpentier? Gracias a su indesmayable coherencia y a la sensación de necesidad que nos transmite, esa convicción que hace sentir a sus lectores que sólo de ese modo, con esas palabras, frases y ritmos, podía ser contada aquella historia.
Si hablar de la coherencia de un estilo no resulta tan difícil, sí lo es, en cambio, explicar aquello del carácter necesario, indispensable para que un lenguaje novelesco resulte persuasivo. Tal vez la mejor manera de describirlo sea valiéndose de su contrario, el estilo que fracasa a la hora de contarnos una historia pues mantiene al lector a distancia de ella y con su conciencia lúcida, es decir, consciente de que está leyendo algo ajeno, no viviendo y compartiendo la historia con sus personajes. Este fracaso se advierte cuando el lector siente un abismo que el novelista no consigue cerrar a la hora de escribir su historia, entre aquello que cuenta y las palabras con que está contándolo. Esa bifurcación o desdoblamiento entre el lenguaje de una historia y la historia misma aniquila el poder de persuasión. El lector no cree lo que le cuentan, porque la torpeza e inconveniencia de ese estilo hace a aquél consciente de que entre las palabras y los hechos hay una insuperable cesura, un resquicio por el que se filtran todo el artificio y la
arbitrariedad sobre los que está erigida una ficción y que sólo las ficciones logradas consiguen borrar, tornándolos invisibles.
Esos estilos fracasan porque no los sentimos necesarios; por el contrario, leyéndolos nos damos cuenta de que esas historias contadas de otra manera, con otras palabras, serían mejores (lo que en literatura quiere decir, simplemente, más persuasivas). Jamás tenemos esa sensación de dicotomía entre lo contado y las palabras que lo cuentan en los relatos de Borges, las novelas de Faulkner o las historias de
Isak Dinesen. El estilo de estos autores, muy diferentes entre sí, nos persuade porque en ellos las palabras, los personajes y cosas constituyen una unidad irrompible, algo que no concebimos siquiera que pudiera disociarse. A esa perfecta integración entre «fondo» y «forma» aludo cuando hablo de ese atributo de necesidad que tiene una escritura creadora.
Ese carácter necesario del lenguaje de los grandes escritores se detecta, por contraste, por lo forzado y falso que resulta en los epígonos. Borges es uno de los más originales prosistas de la lengua española, acaso el más grande que ésta haya producido en el siglo XX. Por eso mismo ha ejercido una influencia grande, y, si usted me permite, a menudo nefasta. El estilo de Borges es inconfundible, dotado de extraordinaria funcionalidad, capaz de dar vida y crédito a su mundo de ideas y curiosidades de refinado intelectualismo y abstracción, donde los sistemas filosóficos, las disquisiciones teológicas, los mitos y símbolos literarios y el quehacer reflexivo y especulativo así como la historia universal contemplada desde una perspectiva eminentemente literaria conforman la materia prima de la invención. El estilo borgeano se adecua y funde con esa temática en aleación indivisible, y el lector siente, desde las primeras frases de sus cuentos y de muchos de sus ensayos que tienen la inventiva y soberanía de verdaderas ficciones, que ellos sólo podían haber sido contados así, con ese lenguaje inteligente e irónico, de matemática precisión —ninguna palabra falta, ninguna sobra—, de fría elegancia y aristocráticos desplantes, que privilegia el intelecto y el conocimiento sobre las emociones y los sentidos, juega con la erudición, hace del alarde una técnica, elude toda forma de sentimentalismo e ignora el cuerpo y la sensualidad (o los divisa, lejanísimos, como manifestaciones inferiores de la existencia humana) y se humaniza gracias a la sutil ironía, fresca brisa que aligera la complejidad de los razonamientos, laberintos intelectuales o barrocas construcciones que son casi siempre los temas de sus historias. El color y la gracia de ese estilo está sobre todo en su adjetivación, que sacude al lector con su audacia y excentricidad («Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche»), con sus violentas e insospechadas metáforas, esos adjetivos o adverbios que, además de redondear una idea o destacar un trazo físico o psicológico de un personaje, a menudo se bastan para crear la atmósfera borgeana. Ahora bien, precisamente por su carácter necesario, el estilo de Borges es inimitable. Cuando sus admiradores y seguidores literarios se prestan de él sus maneras de adjetivar, sus irreverentes salidas, sus burlas y desplantes, éstos chirrían y desentonan, como esas pelucas mal fabricadas que no llegan a pasar por cabelleras y proclaman su falsedad bañando de ridículo a la infeliz cabeza que recubren. Siendo Jorge Luis Borges un formidable creador, no hay nada más irritante y molesto que los «borgecitos», imitadores en los que por esa falta de necesidad de la prosa que miman lo que en aquél era original, auténtico, bello, estimulante, resulta caricatural, feo e insincero. (La sinceridad o insinceridad no es, en literatura, un asunto ético sino estético.)
Cosa parecida le ocurre a otro gran prosista de nuestra lengua, Gabriel García Márquez. A diferencia del de Borges, su estilo no es sobrio sino abundante, y nada intelectualizado, más bien sensorial y sensual, de estirpe clásica por su casticismo y corrección, pero no envarado ni arcaizante, más bien abierto a la asimilación de dichos y expresiones populares y a neologismos y extranjerismos, de rica musicalidad y limpieza conceptual, exento de complicaciones o retruécanos intelectuales. Calor, sabor, música, todas las texturas de la percepción y los apetitos del cuerpo se expresan en él con naturalidad, sin remilgos, y con la misma libertad respira en él la fantasía, proyectándose sin trabas hacia lo extraordinario. Leyendo Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera nos abruma la certidumbre de que sólo contadas con esas palabras, ese talante y ese ritmo, esas historias resultan creíbles, verosímiles, fascinantes, conmovedoras; que, separadas de ellas, en cambio, no hubieran podido hechizarnos como lo hacen, porque esas historias son las palabras que las cuentan.
La verdad es que esas palabras son las historias que cuentan, y, por ello, cuando otro escritor se presta ese estilo, la literatura que resulta de esa operación suena falaz, mera caricatura. Después de Borges, García Márquez es el escritor más imitado de la lengua, y aunque algunos de sus discípulos han llegado a tener éxito, es decir muchos lectores, su obra, por más aprovechado que sea el discípulo, no vive con vida propia, y su carácter ancilar, forzado, asoma de inmediato. La literatura es puro artificio, pero la gran literatura consigue disimularlo y la mediocre lo delata.
Aunque me parece que, con lo anterior, le he dicho todo lo que sé sobre el estilo, en vista de esas perentorias exigencias de consejos prácticos de su carta, le doy éste: ya que no se puede ser un novelista sin tener un estilo coherente y necesario y usted quiere serlo, busque y encuentre su estilo. Lea muchísimo, porque es imposible tener un lenguaje rico, desenvuelto, sin leer abundante y buena literatura, y trate, en la medida de sus fuerzas, ya que ello no es tan fácil, de no imitar los estilos de los novelistas que más admira y que le han enseñado a amar la literatura. Imítelos en todo lo demás: en su dedicación, en su disciplina, en sus manías, y haga suyas, si las siente lícitas, sus convicciones. Pero trate de evitar reproducir mecánicamente las figuras y maneras de su escritura, pues, si usted no consigue elaborar un estilo personal, el que conviene más que ningún otro a aquello que quiere usted contar, sus historias difícilmente llegarán a embeberse del poder de persuasión que las haga vivir.
Buscar y encontrar el estilo propio es posible. Lea usted la primera y la segunda novela de Faulkner. Verá que entre la mediocre Mosquitos (Mosquitoes) y la notable Banderas sobre el polvo (Flags in the dust), la primera versión de Sartoris, el escritor sureño encontró su estilo, ese laberíntico y majestuoso lenguaje entre religioso, mítico y épico capaz de animar la saga de Yoknapatawpha. Flaubert también buscó y encontró el suyo entre su primera versión de La tentación de San Antonio, de prosa torrencial, desmoronada, de lirismo romántico, y Madame Bovary, donde aquel desmelenamiento estilístico fue sometido a una severísima purga, y toda la exuberancia emocional y lírica que había en él fue reprimida sin contemplaciones, en pos de una «ilusión de realidad» que, en efecto, conseguiría de manera inigualable en los cinco años de trabajo sobrehumano que le tomó escribir su primera obra maestra. No sé si usted sabe que Flaubert tenía, respecto del estilo, una teoría: la del mot juste. La palabra justa era aquella —única— que podía expresar cabalmente la idea. La obligación del escritor era encontrarla. ¿Cómo sabía cuándo la había encontrado? Se lo decía el oído: la palabra era justa cuando sonaba bien. Aquel ajuste perfecto entre forma y fondo —entre palabra e idea— se traducía en armonía musical, por eso, Flaubert sometía todas sus frases a la prueba de «la gueulade» (de la chillería o vocerío). Salía a leer en voz alta lo que había escrito, en una pequeña alameda de tilos que todavía existe en lo que fue su casita de Croisset: la allée des gueulades (la alameda del vocerío). Allí leía a voz en cuello lo que había escrito y el oído le decía si había acertado o debía seguir buscando los vocablos y frases hasta alcanzar aquella perfección artística que persiguió con tenacidad fanática hasta que la alcanzó.
¿Recuerda usted el verso de Rubén Darío: «Una forma que no encuentra mi estilo»? Durante mucho tiempo me desconcertó este verso, porque ¿acaso el estilo y la forma no son la misma cosa? ¿Cómo se puede buscar una forma, teniéndola ya? Ahora entiendo mejor que sí es posible, porque, como le dije en una carta anterior, la escritura es sólo un aspecto de la forma literaria. Otro, no menos importante, es la técnica, pues las palabras no se bastan para contar buenas historias. Pero esta carta se ha prolongado demasiado y sería prudente dejar este asunto para más adelante.
Un abrazo.

jueves, 18 de mayo de 2017

JULIO HERRERA Y REISSIG. PROSA. MOVIMIENTO LITERARIO: MODERNISMO


EL TRAJE LILA
(Cuento romántico)
Decíale muy a menudo:
—¿Me amas, es cierto, di?
—Te adoro, Laura querida —contestábale suspirando, y recogía amorosamente aquella dulce cabeza de hada, posándole besos mudos, insistentes, llenos de mimo. En las tardes taciturnas, bajo la triste sugestión de un cielo amarillo, sentábanse sobre la hierba, junto al pequeño lago del parque, y la inmóvil pesadumbre de los pinos, recostados en el horizonte, allá a lo lejos, llenábalos de inercia, de una vaga pereza fúnebre. Interrumpiendo un largo mutismo se inclinaba ella, gorjeándole: —,¿Me amas, es cierto, di? —Te adoro, Laura querida.
Y ya de vuelta al castillo, en el ambiente embalsamado de los jardines moribundos, el idilio se deshojaba en besos mudos insistentes, llenos de mimo!
Oh, nadie se le parecía, nadie era tan hermosa, con excepción de una hermana —pensaba Carlos— entre las cuales antes de adorar a Laura, vaciló un momento, hasta que una glorieta muda y un traje lila con encajes negros le decidieron por la pobre tísica, que mucho antes del primer beso ya le gorjeara: —“¿Me amas, es cierto, di?...”
¡Oh, sí, la amaba! ¡Cómo hubiera podido pasarse sin esos ojos ebrios de noche, ojos de cisterna en que sus asiáticas melancolías bebieron de lo Infinito, basta inmergirse en el Gran Todo, que es todo Amor!... Y esos labios de escarlata místico, dueños del beso sin fondo, con erudiciones pitagóricas inmateriales. Ah! ¡Cómo no amarla, cómo no adorarla, si sabía callar tan bien!... Y luego, ¡aquella glorieta, y el traje lila con encajes negros! Era además una santa. Y nadie, fuera de Violeta, se le parecía. Rezaba muy a menudo, sin dejar por eso de toser. . . Violeta, su hermana única, jamás los acompañé en los paseos crepusculares hasta el cercano lago del parque, por no pasar junto a la glorieta y ver a Laura con su traje lila, diciendo a Carlos: —¿Me amas, es cierto, di?... Violeta siempre lloraba acariciando a Olímpica, su gata de miradas parecidas a las de Carlos. Era Violeta por demás huraña, muda y sombría con sus tristes ojos de violeta.
A pesar de quererla mucho, no podía ver feliz a Laura, la cual le robara a Carlos, con un simple traje lila de encajes negros, bajo la marquesina de una glorieta. Sus celos eran lilas. Cierta vez díjole al cura: ‘Padre Bernardo, tengo un gran pecado mortal... Y echóse a llorar diciendo:
Adoro a un esposo ajeno, al esposo de una hermana mía... pero no me dé, Padre, la penitencia de ir a la glorieta…
—¿Me amas, es cierto, di? —¡Te adoro mucho, mi amor y Laura, lentamente, con una vaga pereza fúnebre, pasábase el pañuelo por sus labios de escarlata místico, dueños del beso sin fondo, y a cada golpe de tos, su pañuelo constelado de estrellas rojas era tomado por Carlos, quien uniera sus lágrimas indiscretas a la preciosa sangre de la víctima. Luego, besábalo en silencio, murmurando: ¡Laura!
Los paseos no eran tan frecuentes. Dejaron de ir al lago. Llegó el Otoño. Zumbaba el viento. Y Olímpica, cuyas miradas se parecían cada vez más a las del pobre Carlos, ganó la estufa. Todo agonizaba. La Muerte sacudía su gran ala lívida en los ventanales del castillo. Una enorme luna espectral muequeó en el horizonte su augurio fúnebre, y el esqueleto de la glorieta llamaba a Laura.
Laura se moría. Las horas eran eternas. Su cabeza de oro sonámbulo pesaba como una montaña sobre el hombro de aquel mártir mudo. ¡Infeliz! Ya nadie le preguntaría, excepto la glorieta: —¿me amas, es cierto, di?... Y el traje lila, arrumbado en un rincón del ropero, se ajaría de vejez precoz, al verse sin su dueña triste, la que sabía callar tan bien... ¡y era además una santa!
—¿Me amas, es cierto, di? —exclamó por última vez Laura, estrechando a Carlos contra su seno.
—Te adoro infinitamente, te adoro, Laura querida!
Y ambos murieron, uno más que el otro, en un beso mudo, tenebroso, eterno.

II
Violeta cumplía su penitencia en la glorieta, llorando amargamente, y acompañada de Olímpica, cuando llegó Carlos tambaleándose, con la expresión de un idiota. No pudo hablar. Al ver a su cuñada con el traje lila de encajes negros, se derrumbó sordamente, agitándose breves instantes y traspasando el silencio con gruñidos de epilepsia. ¡Había visto a Laura!
Durante mucho tiempo anduvo Carlos como un loco, con obsesiones de suicidio, paseándose por los jardines meditabundo y sin atreverse a llegar al lago por miedo de que Laura se le apareciese como en la glorieta.
No tenía más sed que devorar sus lágrimas entre el pañuelo en que la pobre muerta dejara en besos su sangre, aquella sangre preciosa.
—¡Laura! Laura! —repetía— ¿Que si te amo, dices? ¡Oh, sí, te adoro, te adoro mucho! Y lloraba con más fuerza, siempre lloraba. Observó una vez que Violeta besaba al gato en los ojos, diciendo: “Carlos ¡cuánto te amo! ¡Cuánto he sufrido!” Indignóse en un principio, viendo que no era por Laura por quien Violeta lloraba... Mas, otra vez, mirando a Violeta notó que la tristeza de ésta mitigaba la suya propia. Violeta era casi Laura. Le faltaba el nombre y apenas el traje lila con encajes negros, bajo la marquesina de la glorieta. Llegó Octubre. La infeliz adoraba a Carlos, y seguía por tanto haciendo penitencia... Sentía los mismos celos, celos siempre lilas. Una tarde de primavera, ciñóse, aunque llorando mucho, el traje lila con encajes negros y apareciéndose a Carlos, éste le dijo: —Violeta, quieres reemplazarla? Nuestros temores son hermanos... ¡Estando juntos no tendremos miedo! —Ella guardaba silencio, ebria de un goce tenebroso y frío. Carlos cogióle una mano, la estrechó luego, púsole el anillo y un beso largo, diciendo: ¡Sea!
Al poco tiempo se efectuó la boda. Al abrazarlos el Padre Bernardo díjoles: ¡Laura os bendice!
Violeta era casi Laura, con su traje lila de encajes negros, en la glorieta primaveral. No obstante adorar a Carlos seguía siempre llorando. Tenía celos de Laura, celos lilas, celos de luto. Un día le dijo: —Carlos, ¿es cierto que la amabas mucho? —Mucho! —contestóle Carlos. Desde ese día Violeta vagaba huraña, muda siempre, con sus tristes ojos de violeta, acompañada de Olímpica. Guardó para siempre el traje lila; destruyó la pobre glorieta. Carlos iba comprendiendo y desde entonces nunca habló de Laura.,.
Prodigaba a cada instante besos a Violeta, viéndola sufrir (bajo sus pestañas siempre abatidas) y sin que sus halagos remediasen nada. A los celos lilas, agregóse un nuevo martirio: un concentrado remordidimiento por el mal hecho a Laura en vida, y lo que es grave, después de muerta. Su delgadez era mucha. De tanto pensar en el traje lila sus ojeras se pusieron lilas. Y Olímpica las contemplaba con los tristes ojos de Carlos.
Una tarde lloró más que nunca, una tarde mustia de Otoño, aniversario inquietante de la muerte de su dulce hermana. El cielo estaba mortalmente lila, en el fondo, allá a lo lejos, mirando para la glorieta. Halló en el jardín a Carlos, sentado sobre la hierba en el sitio en que la glorieta fuera feliz en un tiempo. Reposó su frente junto a la del joven, quien invadido por una extraña melancolía, soñaba en Laura, mirando al ciclo como distraído, con su pobre cara de idiota. Luego de un largo silencio, díjole Violeta: _—Me amas, es cierto, di? — Te adoro, Laura querida, eternamente te adoraré!
Sin que Carlos se diese cuenta, con su pobre cara de idiota, soñando en Laura, mirando al cielo, ella alejóse llorando, llorando fatigosamente, meciéndose la cabellera; con sollozos interminables. Bien lo veía, Carlos amaba a Laura. Corrió a encerrarse en su pieza. Y arrodillándose, bajo las lágrimas, besó un retrato de Laura, la cual sonrióle sin rencor alguno. Púsose en pie. Ya serena, iluminada por extraño goce: —¡Me ha perdonado! —se dijo.
Luego, vestida con el traje lila de encajes negros, volvió a donde estaba Carlos, el cual lloraba sobre el pañuelo en que la pobre muerta dejara en besos su sangre, aquella sangre preciosa. Idéntica a su hermana, tenía la misma cabeza, la misma taciturnidad, las mismas manos siempre cruzadas, manos deploradoras, hechas para el perdón y para la súplica, los mismos labios de escarlata místico, dueños del beso sin fondo... Y era además una santa.
Aproximóse suavemente, y dejando desmayar un beso, díjole: ¡—Carlos! voy a pedirte tina cosa. —¿Qué es lo que quieres, Violeta? —interrumpióle Carlos, con la voz ahuecada por el mucho llanto:
—Quiero... quiero... ¡que desde hoy me llames Laura!

miércoles, 17 de mayo de 2017

JULIO HERRERA Y REISSIG. MOVIMIENTO LITERARIO: MODERNISMO.


RELATOS
Julio Herrera y Reissing

LAS AGUAS DE AQUERONTE
Flérida. La Muerte. He aquí las dos únicas estaciones de su expreso interesantísimo. Apearse en cualquier andén, lo mismo daba. Tal era Rodolfo cuando tuve el gusto de estrechar su mano. Tenía bajo su cabello aurirrizado un sueño dulcemente fijo, sujeto con tachuelas de oro a la hipótesis de ser un Werther. Era un sueño flavescente, vago, que flotaba en sus presentimientos como un crepúsculo panteísta, lleno de besos de hermana. Morir en su concepto significaba volver al seno de una patria definitiva, sumergir infinitamente su larga desesperación en los opios familiares con que se halla tejido el regazo del Padre Budha.
—“Soy un grano de arena que sueña con un océano” —suspiraba semieantando, y en esta frase de esoterismo retórico lucía las inflexiones brumosas de su acento algo rauque, semejante al de Enrique Heine.
En los días de mejor ánimo, cuando su amante menos traviesa, lloraba mucho en su pañuelo lila, sólo porque él sonriera, paseábase por las playas, exaltándose ante los panoramas y exclamando como el héroe de Carlota: —“¡Quisiera beber la Vida en la copa de embriagueces del Ser causa de Todo dentro de Todo!”
Ahora ya no.
En vez del clarín épico de Neith, la diosa triangular de la Naturaleza, el principio femenino de la vida del mundo, oía palidecer en lontananzas mortuorias, los gumuces y las caracolas de los espectros de Poshawur. ¡Nómada del Aqueronte!
El abstruso telón de ébano de la bienaventuranza tenebrosa le ocultaba la inmensa máquina de diamante cuyos alientos de fuego lo atravesaran un día, bajo el bachazo del vértigo.
La vida. . . ¡psh! ya no tenía nada que hacer y por lo tanto para no hacer nada mejor era el descanso. —“Mejor es estar muerto que acostado” —decíase con pereza! —“Trágame Noche Eterna!”
Una tropa de murciélagos visitaba su estanque lúgubre. El Hada Negra brindábale su nepente consolador, y de noche durante horas de plomo, recogía bajo la bóveda de su frente aquellas sienes apáticas sobre las que parecía meditar un sauce.
Un mes hacía que no viera a Flérida. ¿Qué esperaba? ¿Qué esperaría?...
Llególe el turno.
—La tour du signador jette l‘heure en songeant.
¡Sí, sí! ¡Morir, morir! En el reloj violeta de la buena Muerte la hora era llegada, morosamente, como un no sonámbulo que nace de eternidades y corre hacia los olvidos... Y hasta entonces, ¿qué hubo hecho?
—¡Miserable! —se dijo. Debería de hallarme en las antípodas, en las antípodas negras, bajo el gran ciprés paterno, tumbado, desvanecido.
Si ya no soñaba para siempre en las rodillas de hielo del Santo Puma, era porque el Mal Espiritu teníalo crucificado a los brazos de una mujer. . . ¡Ah!, sí; la Vida, el Mal Espíritu, “la madrastra infame de la Naturaleza”, el monstruo rojo que devora insaciablemente su organismo vivo, tan estúpido como sublime, la Vida, ese criminal inmenso que es la mitad de la Nada y cuyo crimen es el Amor, habíalo seducido con deleites quiméricos, con brindis aparatosos, habíale insinuado que era un hada hindú la bagatela femenina que se adueñara de su voluntad, para luego triturarlo con hiperbórea alevosía.
Se sonrió sin nombrar a Flérida. Una palabra era demasiado para cette petite. Ni una muestra de su despacho... Su tipo era sin humo y sin detonación, elegante, discreto, terrible, como su alma como sus doctrinas.
—“Pero, basta —se dijo— hasta aquí he llegado. He sido una pobre bestia devorada por el desierto, bajo un espejismo de locura y mientras soñaba con el pozo azul en el que se miran las estrellas. ¡Un pozo es cierto! Pero eso pozo en que naufragan nuestras inquietudes; ese pozo cuyo fondo se unen el fin y el principio; ese harén helado cuyas sirenas siempre inmóviles y silenciosas duermen un sueño de reencarnaciones, sólo se encuentra en el pecho del Gran Todo, de Todo Mundo, un pecho sin corazón, el único sincero que no engaña nunca”.
— ¡Abri-u-num, Abri-q-num Abri-unum!
—Desde esta pelota de cieno me he a incrustar en los pezones de Nirvana, ¡lotos de sueño infinito! Bajo el beso eterno que me aguarda para animarme, abrirán sus párpados de carbón las Noches Consteladas…
Y pensó sin desplegar los labios: — ¿Y ella? ¡bah!, qué pobre cosa. Un veranillo de carne gracias a los veinte años. Se la regaló a Mauricio. Ella prefiere a este hipocritón con que tantos con que tanto celos me ha dado... Yo lo detesto a ese doctorcillo con un esmalte de escéptico… ¡Un tonto metropolitano; solemne, reservado; un punto y coma cuando pontifica… ¡todo un mito de imbecilidad!
Pagó el chartreuse y salió.
Caminaba lentamente. Ni un pliegue en su fisonomía. En su jacquet ni una arruga. Sus ojos de narcótico vagaban con dulzuras nazarenas en un éter metafísico. Sus miradas, casi minerales, de profeta que despertara en su cripta después de largos siglos, extraviábanse en lejanas simpatías ultraterrestres, determinando en su rostro de heladas irradiaciones la evocación de un paisaje absurdo.
El reloj daba las nueve. Faltaban pocos instantes. ¡Oh, sí que moriría! Entró a su pieza. Su mano estrechaba un frasco. Seguíalo un mandadero. Luego en fino papel jacinto trazó unas líneas.
—Doña Teresa —llamó serenamente—. Esta carta se la entrega usted mañana a la señorita de la calle Arabia. Tome usted esto. —Y le entregó unas monedas—. No me interrogue usted nada. Ya sabe que yo soy muy raro. Si alguien pregunta por mí, diga usted que yo he salido.
—Niño —repuso el ama—. Y esta carta ¿tiene contestación? Enigmáticamente 1 respondió Rodolfo, cual si se hablara a sí mismo: —Yo lo sabré muy pronto. Y alejóse a su habitación de rico empapelado Persia, cuya puerta llenó el ambiente de un estampido lejano.
—¿Está Rodolfo? —preguntó Roberto. El ama no respondió. Un pañuelo le cubría los ojos. Era evidente que lloraba.
—¿Está Rodolfo? —preguntó Mauricio. El resultado fue idéntico. Lo comprendieron inmediatamente. Algún enojo con Flérida. Nuevas excentricidades. ¿No pudiera este neurótico realizar una vez por todas su proyectado viaje a Siberia, como él llamaba a la muerte?
— ¡Oh, ma noire Siberie!...
Subieron y una vez arriba se hallaron frente al dormitorio cuya puerta estaba cerrada. A un golpe rudo se abrió, insinuándose solemnemente un religioso perfume a mirra y a cinamomo de Egipto.
Encontraron al poeta sembrando el lecho de flores. En la almohada crisantemos, narcisos en los costados, hortensias y amarantos en el edredón, y un Chariot d’or de dalias y de estrelitzias en el centro de su mullido trono de muerte.
Dos pebeteros ardían, trazando flancos de odaliscas de humo.
Sobre la cabecera, un lienzo en fondo naranjo místico, con lineamientos tenebrosos, representaba la tarde fúnebre en que Budha, rodeado de las multitudes, hizo su primer viaje al paraíso del Sueño. Un cuervo de inmensas alas cubría una luna lívida.
En una copa de sutil Bohemia que hallábase en el velador, notaron los amigos el tósigo ya preparado.
—Je casas, caro Rodolfo? —preguntó Mauricio, sonriendo al lecho deliciosamente.
—Sí, me caso dentro de diez minutos. ¿Qué te parece mi galantería? Soy de los tiempos de Memphis. ¿No tengo mal gusto, es cierto?
Y sin dejar hablar a los visitantes, continuó con su afectada exquisitez de mago de la pose, sin cambiar el tono mundano:

—Et j’ai dit mi poison perfide
De secourir ma lácheté—

Mas luego, braceando en el ocultismo, dijo, apenumbrándose: —¡Oh, vanidad! ¡Oh, miseria! ¡Oh, imbéciles! ¿Qué esperáis?. . . ¡Hijos de Júpiter, hijos de Cristo, Humanidad del Amor: torrente de carne estúpida! Vivir para sufrir, tal es vuestra ley. Amar para que os despedacen. ¡Soñar para que os despierten como a las bestias! Siempre miráis para arriba, siempre para los costados, nunca para abajo, teniendo vuestra salvación a dos metros de los pies. Vuestros puntos cardinales os desorientan. El mío es lógico, definitivo, rápido, conduce a Todo y Todo es Nada!... ¿Y vuestro amor, vuestras mujeres, vuestros veranillos de San Juan nupciales?... Me hacéis reír. ¡Os tengo lástima! Mi primavera no será de carne, fugaz sonrisa, la fiesta de las lámparas en el día efímero, bajo la noche alevosa que enerva al toro negro de la sacra Sais. Mí primavera será de mármol, no tendrá fin, y en este nido de delicias, en este lecho en que vosotros descansáis apenas, mi reina helada gustará un minuto de los bramas mudos, de los filtros refinados de la catalepsia cósmica. Ella sumergirá entre mis brazos en la lujuria transparente de la metempsicosis cuya sensación es un infinito, cuyo espasmo es un hundimiento, cuyo suspiro es una eternidad... ¡Oh, los cándidos que se ligan a una mujer para gozar unas horas! Y con aire de Rolla dijo triunfante:
—¡Mi primer noche no tendrá mañana!
Roberto, considerando que ya era tiempo, le interrumpió con viveza, tomándole por un brazo: —¿Y esa copa?
—Es la del último brindis.
—¿Cuál es su contenido?
—Un licor que embriaga para siempre, muy blanco, muy conceptuoso. En el fondo de sus seducciones hay panoramas del Polo Inerte, donde se halla el Edén de Budha. Es arsénico, ¿quieres más claro?
—¡Infame, necio! —exclamó Mauricio, el doctor a quien Rodolfo odiaba con toda su gelosía, y con todas las demostraciones de su máscara sonriente. — ¡Morir, como una romántica de extramuros, como una lectora de Jorge Onhet! ¡Vaya un cursilerismo de color de rosa!
—Te felicito —agregó Roberto, crispando una sonrisa irónica. —Es de un “mal gusto genial”. Eres un petronista que adora las quintaesencias, un sensitivo de Alejandría…
—¿Y entonces, qué?... ¿voy a sembrar la alfombra de sesos, a descomponer mi rostro? Odio las balas, atributos criminales de la estupidez famélica. Odio el fuego, símbolo de la Vida. Hacer uso de un revólver! ¡Vaya un suicidio industrial! Resueltamente ustedes no me conocen, bellos Epicuros!... ¡Y esas flores, y ese arte, y este frac azul qué bien iban a lucirse llenos de sangre y encéfalo!
Bruscamente dijo: —ya es hora —echando mano al reloj—. ¡Un abrazo y hasta pronto!
En un a fondo vertiginoso Roberto cogió la copa y derramó el veneno, declamando con energía: —Tu ridículo nos contamina. Como amigos, no somos dueños de permitirnos una vulgaridad ni aun en la muerte. ¡Ea!...
Rodolfo lo miraba fijo, debilitado su albedrío por una imposición tan rápida.
—No es que no debas morir, si así lo quieres —continuó Roberto—. ¡Morir!, no hay nada más natural. Es arrojar un cigarro de hoja cuando no tira, en vez de echar un poco de humo y deshacerlo en cenizas.
A la menor contrariedad siempre he pensado en matarme, pero me ha dado pereza. . . no te aconsejo que vivas.
—Ni yo tampoco —dijo el doctor—, a pesar de que soy médico. Y agregó luego, remedando a Hugo: — Si sois suicida sed un Petronio! Lo que reprobamos es el medio de que has querido valerte.
—¡Dame algún otro, tú, Paris, aquél, Dionisio y ambos Demetrios!
—Yo sé —dijo Mauricio, desperezándose elegantemente— de un tósigo discreto que se desmaya en las venas con languideces traidoras. En transportes voluptuosos la vida lentamente se desliza como una onda hacia el borde de la eternidad. Delicias taciturnas, quimeras semidormidas, sonríen en la soledad profunda de las abstracciones al extranjero sutil que visita sus irrealidades. Embalsamadas perezas, ondulaciones elásticas, vagabundos contactos con una diosa curva y esquiva, de apetitos apremiantes y serenos; todo esto experimenta el fúnebre saboreador del Néctar de la Muerte. ¡Debes saber que la serpiente bendita de las planicies del Ganges, aquella que velaba los largos sueños de Budha, brinda para los selectos que ansían desprenderse de las torturas del barro humano este licor nonchalant!
—Me es indiferente —respondió Rodolfo, con un gesto elegantísimo, y abriendo las aletas de su hermosa nariz bravía— envenéname como quieras —y sonrió a Mauricio, subrayando estas palabras de un significado equívoco. Morir por morir, las dulzuras que tú me pintas las sentiría de cualquier manera, aunque fuese con el bicloruro. Nirvana me ha seducido. Desde los paraísos espectrales llega hasta mí con silenciosa armonía la ebriedad triste de sus inmensos ojos inmóviles!...
Mauricio salió de prisa, prometiendo que inmediatamente volvería con el tósigo. Por el camino iba pensando: ‘Si no se mata hoy no se matará mañana. . . Los suicidas son así. Es una ley psicológica. La muerte, como la mujer, tiene su gran cuarto de hora, pasado el cual muéstrase esquiva, inexpugnable, con el indocto que la galantea. Y ahora me pregunto: ¿quién me ha metido a resucitador? ¿A qué salvarlo? ¿No es mejor que se muera cuanto antes si así le place?” Y respondíase que su egoísmo, por darse el gusto de un experimento, y saborear malignamente los jaros efectos que el narcótico produciría en el budhista; sabiendo por lo demás que ninguno de los tres habría de morir, a buen seguro, de una indigestión de virtud.
Rodolfo y Roberto quedaron solos. No hablaban casi. Se estudiaban, se descifraban, sintiendo el uno respecto al otro “la incomodidad de una puerta abierta”.
—¡Adelante! —dijo Rodolfo. Era Mauricio que entró ceremonioso, y un tanto displicente encaróse con el suicida:
—Ya que desdeñas consejos; ya que será inútil todo para desviarte de tus propósitos en verdad algo enigmáticos, aquí me tienes con lo prometido. Soy de palabra, y entre hombres no hay vacilaciones. Ahorremos las despedidas. No encuentro impertinencia que pueda compararse a las ternuras domésticas. Nada de teatro. ¿Estás decidido?...
—¡La, la! —repuso Rodolfo. Y éste fue el momento en que torciera sobre su rival una mirada abominable de fulgurante desprecio, mezclado a un odio celoso que nunca pudo reprimir. Y sin querer, pensó en Flérida, sintiendo que la idolatraba. Su nariz se dilató como si saborease una agonía inmensa y a la vez exótica. Verdad que en aquel instante su amor crecía, se ahondaba tomando tonalidades de una trágica intensidad. Toda una crisis de introspección relampagueó un minuto en sus ojos, desfilando por su conciencia la cabalgata incendiaria. . Era necesario acabar cuanto antes. Hacía tres noches que no dormía, clavadas hasta las entrañas las uñas martirizadoras de la Esfinge que le dijera: “Adivina o te despedazo!”
— ¡Sí!, decididamente — se decía Rodolfo— la miserable me engaña. Lo adora, sin remedio.
Poco a poco su pensamiento fue volviéndose a su querida, a su querida de la eternidad. Una negra heladez llenó su espíritu que invadido de un sopor asiático se abandonó con molicie. Anonadóse. El Astra de los tres Mundos abrió su dosel de estrellas. Los tambores sepulcrales de la gran Epopeya fría, doblaban a la funerala, Oyó los pasos de crespón de Indra. . . Nirvana le habló al oído.
Desvestíase con lentitud. Se arregló los dorados bucles caídos con distracción sobre su frente de victoriosos bulevares, y con la coquetería charmante de un Rey-Actor en un holocausto, deslizóse, desperezóse en su tálamo primaveral, encendiendo luego un cigarrillo turco que le alcanzara Roberto.
Mauricio, en tanto, se revolvía de un lado a otro con un objeto brillante, terminado en la más irónica extremidad de platino. Hubo un silencio pitagórico...
Rodolfo estaba encantador. Su arte de disimular sonreía como de costumbre. Tenía la serenidad de un púgil enamorado a quien la gloria brinda su beso. Nadie hubiera creído, excepto sus compañeros, que bajo aquella petrificación indiana, de aquel prodigio pálido de anestesismo galante, latiera la anarquía ebria de mil comunas nerviosas, en explosión aciaga y muda. Porque en verdad el pensamiento del sensitivo era a intervalos de Flérida. Y Nirvana, la diosa hipnótica del Harén Negro sufría en el interior prismático de su devota la infidelidad de una transmutación. Producíanse en el alma de Rodolfo crepúsculos sacrílegos de estados antitéticos, según pasase de Nirvana a Flérida, compenetrándose ambas en esencia íntima. Por una parte, en un oriente emocional de vida: representaciones ultrasensibles de colores violentos con rafagueos de virilidad pujante. La vida lo llamaba. Los colores que usara Flérida en sus vestidos se le aparecían, con insinuación erótica. Y por lo contrario, en un ocaso mortecino de cerebración abstracta: panoramas subterráneos de ciudades desaparecidas, con matices decrépitos, y donde se oían, de rato en rato, las quejas cavernosas del perro de Budha, que aullábale a la Muerte. Era un extraño conjunto de absurdas decoraciones que se perdían haciendo zig-zags en el laberinto de cien portales de la conciencia biológica!
—Ya es hora —dijo Mauricio. Roberto acercó la lámpara. —Por fin, Nirvana, por fin! —cantó soñadoramente Rodolfo entregando a su enemigo silenciado, como un asta de bandera en derrota, el brazo curvo y musculoso.
Fue apenas un dolor pueril! La aguja del aparato se deslizó felina- mente bajo la piel opalina. Reinó un silencio expectante. Distanciado del budhista, Mauricio se respaldó en el amplio diván de seda, frente al espejo, de donde podía observar, sin que se le notara, los efectos del elixir maravilloso, en tanto que floberto amortiguó la bujía, colocándola discretamente tras un bibelot jaspeado.
—¡La agonía, la agonía! —clamó de pronto Rodolfo. Ya estoy en el vestíbulo de la diosa! ¡Oh, fascinante vértigo! ¡Prodigio oscuro! —sintiendo todo él, hasta el fondo de los sentidos, las succiones supremas de la delicia desconocida!
Al principio fue un mareo, como un zumbido absurdo. Siguió un contacto de molicie utópica, con efusiones morosas de bálsamos aeriformes: fantásticas morbideces de intactas feminidades, erudiciones incondensadas de pitonisas durmientes, caricias supervagas de labios intangibles, indolencias que se distienden en el moaré de un delirio.
—¡Nirvana, Nirvana! Recógeme en tu seno! Ábreme la pagoda de tu lecho ocioso! ¡Qué suave es tu paraíso!
Un esfumino errabundo fucle borrando con aquietantes enervamientos los matices demasiado vivos de la existencia. Sus recuerdos, sus preocupaciones, perdíanse espiritualmente en lontananzas quiméricas, como plumas de aves que fueron, como los humos desvanecidos de un incendio cadáver. El mundo de los entes lleno de entrañas sorpresas, cabriolaba como en un caos en torno de sus vagueaciones:
—¡Un beso, mil besos... ¡largos!... ¡así!... ¡Tu imperio me subyuga!... ¡La dicha me desvanece!
Los brazos de Rodolfo rindiéronse como agotados en la postración emoliente de una caricia esotérica. Su cabeza inclinada sin esfuerzo parecía hallarse descansando sobre el hombro yacente de alguna momia fantástica. Sus ojos languidecían, se ilusionaban, se transmigraban, se quintaesenciaban. En la penumbra oriental que paso a paso los tornaba inmóviles, soñaban paisajes muertos de necrópolis etéreas, pensativas serenidades de simbólicas Jerusalenes. Los párpados ligeramente azulinos, casi entornados, en la extenuación de un deleite oscuro, parecían querer cerrarse, como las losas de un mausoleo visitado por la muerte. En sus ojeras se desmayaba el crepúsculo de la vida.
—Acércate, Mauricio! —Mauricio se acercó. Y moviéndose pesadamente, en un semidespertar, Rodolfo le besó la mano, con efusiones de agradecimiento fúnebre, agregando: —Te quiero mucho!. . . ¡Tú me has ayudado a realizar mi dicha!... ¡Ya fue mía... pronto lo será del todo... Flérida! Nirvana!... Inyéctame Mauricio de ese néctar santo, por la vez última... se me hace tarde... morir, triunfar!...
Rodolfo ya no odiaba a su rival. Amábale insensatamente. Sus rencores, sus remembranzas desaparecían en los devaneos espectrales de transmutaciones cada vez más vagas. Mauricio se tornaba en numen. Nirvana se cambiaba en Flérida. Erase un proceso doble. Idealizábase lo real. Materializábase la irrealidad.
Terminada la inyección segunda, incrustóse entre sus labios una sonrisa de piedra. El efecto fue maravilloso. Comenzó por una ascensión transparente de átomos sensoriales, por un desprendimiento anímico de sensaciones gaseosas que volaban en un éter inefable de transportes hacia el cenit del cerebro: era un bólido de cien mil alas, una multitud evanescente de caprichos ultramundanos, un espolvoreo erótico de nebulosas de placer que le subían desde la médula en rafagueos muy tenues. Después, un arrebato sordo hacia una inercia de Dicha, un distendimiento de perezas refinadas sobre terciopelos indefinibles, un alivio de extenuaciones beatíficas que en vagarosas blanduras se sumergían aturdidamente, como en triclinios de Gloria... Se hallaba ebrio de todas las ebriedades. A cada deseo una nueva satisfacción. A cada satisfacción un nuevo deseo. A cada fatiga un mecimiento embalsamado.
Luego exclamó, con ligeras pausas:
—¡Oh, Nirvana, tú eres Flérida!... ¡Flérida!... ¿Cómo has venido? ¿Quién nos unió?... Te pareces a Nirvana... Fléri... Nirv...
Por último un oxigeno hipotético llenó su alma incoherente. Cayó la noche en su conciencia, la enorme noche metafísica. El idiotismo infinito de un mareo en lo incognoscible hízole señor de todo. Todo era él y él era Todo,... ¡Era el Gran Sultán del éxtasis, con mil erecciones frías! El jardín de lo prohibido, los mil repliegues microscópicos del placer que se agazapa, dejándonos el deseo, las fronteras subjetivas del espejismo ideal a que jamás se llega, todo lo palpó, de todo se hizo dueño.
El Misterio le prestó su enorme linterna mágica por un minuto.
Ya todo iba a terminar.
Su cabeza se deslizó lentamente hasta tocar la almohada.
Luego, con voz sepulcral, remota, como desde un mundo póstumo:
—¡Flérida!
Un gran suspiro como de agonía se perdió en la alcoba. Rodolfo quedó inmóvil. Los ópalos del éxtasis beatificaban su rostro. Su materia, como enrarecida, se hubiese dicho cristalizada en una aguda abstracción de siglos.
—Es un fakir —dijo Roberto, mientras el doctor tomándole el pulso bostezó con indiferencia:
—Que se divierta una noche... Sin el amor o la morfina la vida es una estupidez. ¡Y aun así!
—Para hacer tiempo cualquier cosa es buena! —bostezó a su vez Roberto.
Y ambos salieron... sin rumbo fijo.

martes, 16 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Carta III-EL PODER DE PERSUASIÓN


III

EL PODER DE PERSUASIÓN
Querido amigo:
Tiene usted razón. Mis cartas anteriores, con sus vagas hipótesis sobre la vocación literaria y la fuente de donde brotan los temas de un novelista, así como mis zoológicas alegorías —la solitaria y el catoblepas—, pecan de abstractas y tienen la incómoda característica de ser inverificables. De modo que ha llegado el momento de pasar a cosas menos subjetivas, más específicamente enraizadas en lo literario.
Hablemos, pues, de la forma de la novela, que, por paradójico que parezca, es lo más concreto que ella tiene, ya que es a través de su forma que una novela toma cuerpo, naturaleza tangible. Pero, antes de zarpar por esas aguas deleitables para quienes, como usted y yo, amamos y practicamos la artesanía de que también están hechas las ficciones, vale la pena dejar establecido lo que usted sabe de sobra, aunque no esté tan claro para muchos lectores de novelas: que la separación entre fondo y forma (o tema y estilo y orden narrativo) es artificial, sólo admisible por razones expositivas y analíticas, y no se da jamás en la realidad, pues lo que una novela cuenta es inseparable de la manera como está contado. Esta manera es lo que determina que la historia sea creíble o increíble, tierna o ridícula, cómica o dramática. Desde luego, es posible decir que Moby Dick refiere la historia de un lobo de mar obsesionado por una ballena blanca a la que persigue por todos los mares del mundo y que el Quijote narra las aventuras y desventuras de un caballero medio loco que trata de reproducir en las llanuras de la Mancha las proezas de los héroes de las ficciones caballerescas. Pero ¿alguien que haya leído aquellas novelas reconocería en esa descripción de sus «temas» los infinitamente ricos y sutiles universos que crearon Melville y Cervantes? Naturalmente que, para explicar los mecanismos que hacen vivir una historia, se puede hacer esta escisión entre tema y forma novelesca, a condición de precisar que ella no se da nunca, por lo menos no en las buenas novelas —en las malas, en cambio, sí, y por eso es que son malas— donde lo que ellas cuentan y el modo en que lo hacen constituye una indestructible unidad. Esas novelas son buenas porque gracias a la eficacia de su forma han sido dotadas de un irresistible poder de persuasión.
Si a usted, antes de leer La metamorfosis, le hubieran contado que el tema de aquella novela era la transformación de un modesto empleadito en una repulsiva cucaracha, probablemente se habría dicho, bostezando, que se exoneraba de inmediato de leer una idiotez semejante. Sin embargo, como usted ha leído esa historia contada con la magia con que lo hace Kafka, «cree» a pie juntillas la horrible peripecia de Gregorio Samsa: se identifica, sufre con él y siente que lo ahoga la misma angustia desesperada que va aniquilando a ese pobre personaje, hasta que, con su muerte, se restablece aquella normalidad de la vida que su desdichada aventura trastornó. Y usted se cree la historia de Gregorio Samsa porque Kafka fue capaz de encontrar para relatarla una manera —unas palabras, unos silencios, unas revelaciones, unos detalles, una organización de los datos y del transcurrir narrativo— que se impone al lector, aboliendo todas las reservas conceptuales que éste pudiera albergar ante semejante suceso.
Para dotar a una novela de poder de persuasión es preciso contar su historia de modo que aproveche al máximo las vivencias implícitas en su anécdota y personajes y consiga transmitir al lector una ilusión de su autonomía respecto del mundo real en que se halla quien la lee. El poder de persuasión de una novela es mayor cuanto más independiente y soberana nos parece ésta, cuando todo lo que en ella acontece nos da la sensación de ocurrir en función de mecanismos internos de esa ficción y no por imposición arbitraria de una voluntad exterior. Cuando una novela nos da esa impresión de autosuficiencia, de haberse emancipado de la realidad real, de contener en sí misma todo lo que requiere para existir, ha alcanzado la máxima capacidad persuasiva. Logra entonces seducir a sus lectores y hacerles creer lo que les cuenta, algo que las buenas, las grandes novelas, no parecen contárnoslo, pues, más bien, nos lo hacen vivir, compartir, por la persuasividad de que están dotadas.
Usted conoce, sin duda, la famosa teoría de Bertolt Brecht sobre la distanciación. Él creía que, para que el teatro épico y didáctico que se propuso escribir alcanzara sus objetivos, era indispensable desarrollar, en la representación, una técnica —una manera de actuar, en el movimiento o el habla de los actores y en el propio decorado— que fuera destruyendo la «ilusión» y recordando al espectador que aquello que veía en el escenario no era la vida, sino teatro, una mentira, un espectáculo, de los que, sin embargo, debía sacar conclusiones y enseñanzas que lo indujeran a actuar, para cambiar la vida. No sé qué piensa usted de Brecht. Yo pienso que fue un gran escritor, y que, aunque a menudo estorbado por la intención propagandística e ideológica, su teatro es excelente, y bastante más persuasivo, por fortuna, que su teoría de la distanciación.
El poder de persuasión de una novela persigue exactamente lo contrario: acortar la distancia que separa la ficción de la realidad y, borrando esa frontera, hacer vivir al lector aquella mentira como si fuera la más imperecedera verdad, aquella ilusión la más consistente y sólida descripción de lo real. Ése es el formidable embauque que perpetran las grandes novelas: convencernos de que el mundo es como ellas lo cuentan, como si las ficciones no fueran lo que son, un mundo profundamente deshecho y rehecho para aplacar el apetito deicida (recreador de la realidad) que anima —lo sepa éste o no— la vocación del novelista. Sólo las malas novelas tienen ese poder de distanciación que Brecht quería para que sus espectadores pudieran asimilar las lecciones de filosofía política que pretendía impartirles con sus obras de teatro. La mala novela que carece de poder de persuasión, o lo tiene muy débil, no nos convence de la verdad de la mentira que nos cuenta; ésta se nos aparece entonces como tal, una «mentira», un artificio, una invención arbitraria y sin vida propia, que se mueve pesada y torpe como los muñecos de un mediocre titiritero, y cuyos hilos, que manipula su creador, están a la vista y delatan su condición de caricaturas de seres vivos, cuyas hazañas o padecimientos difícilmente pueden conmovernos, ¿pues acaso los viven, siendo meros embelecos sin libertad, vidas prestadas dependientes de un amo omnipotente?
Naturalmente, la soberanía de una ficción no es una realidad, es también una ficción. Mejor dicho, una ficción es soberana de una manera figurada, y por eso me he cuidado mucho, al referirme a ella, de hablar de una «ilusión de soberanía», «una impresión de ser independiente, emancipada del mundo real». Alguien escribe las novelas. Ese hecho, que no nazcan por generación espontánea, hace que sean dependientes, que todas tengan un cordón umbilical con el mundo real. Pero no sólo por el hecho de tener un autor se hallan las novelas unidas a la vida verdadera; también, porque, si ellas, en lo que inventan y relatan no opinaran sobre el mundo tal como lo viven sus lectores, para éstos una novela sería algo remoto e incomunicable, un artificio impermeabilizado contra su propia experiencia: jamás tendría poder de persuasión, nunca podría hechizarlos, seducirlos, convencerlos de su verdad y hacerlos vivir lo que les cuenta como si lo experimentaran en carne propia.
Esta es la curiosa ambigüedad de la ficción: aspirar a la autonomía sabiendo que su esclavitud de lo real es inevitable y sugerir, mediante esforzadas técnicas, una independencia y autosuficiencia que son tan ilusas como las de las melodías de una ópera separadas de los instrumentos o gargantas que las interpretan.
La forma consigue estos milagros cuando es eficaz. Aunque, como en el caso de tema y forma, se trata de una entidad inseparable en términos prácticos, la forma consta de dos elementos igualmente importantes, que, aunque van siempre fundidos, pueden también diferenciarse por razones analíticas y explicativas: el estilo y el orden. Lo primero se refiere, claro está, a las palabras, la escritura con que se narra la historia, y, lo segundo, a la organización de los materiales de que ésta consta, algo que, simplificando mucho, tiene que ver con los grandes ejes de toda construcción novelesca: el narrador, el espacio y el tiempo narrativos.
Para no alargar excesivamente esta carta, dejo para la próxima algunas consideraciones sobre el estilo, las palabras en que está contada la ficción, y la función que tiene en ese poder de persuasión del que depende la vida (o la muerte) de las novelas.
Un abrazo.

Fuente:
MARIO VARGAS LLOSA
CARTAS A UN JOVEN NOVELISTA
Colección: La Línea del Horizonte

 Mario Vargas Llosa, 1997 
 Editorial Planeta, S. A., 1997. 

lunes, 15 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa: Cartas a un joven novelista. Carta II.


II
(En la gráfica en el orden usual: Vargas Llosa, Carlos Fuentes, García Márquez, Pepe Donoso).
EL CATOBLEPAS

Querido amigo:
El trabajo excesivo de estos últimos días me ha impedido contestarle con la celeridad debida, pero su carta ha estado rondándome desde que la recibí. No sólo por su entusiasmo, que comparto, pues yo también creo que la literatura es lo mejor que se ha inventado para defenderse contra el infortunio; asimismo, porque el asunto sobre el que me interroga, «¿De dónde salen las historias que cuentan las novelas?», «¿Cómo se le ocurren los temas a un novelista?», me sigue intrigando, después de haber escrito buen número de ficciones, tanto como en los albores de mi aprendizaje literario.    
Tengo una respuesta, que deberá ser muy matizada para no resultar una pura falacia. La raíz de todas las historias es la experiencia de quien las inventa, lo vivido es la fuente que irriga las ficciones. Esto no significa, desde luego, que una novela sea siempre una biografía disimulada de su autor; más bien que en toda ficción, aun en la de imaginación más libérrima, es posible rastrear un punto de partida, una semilla íntima, visceralmente ligado a una suma de vivencias de quien la fraguó. Me atrevo a sostener que no hay excepciones a esta regla y que, por lo tanto, la invención químicamente pura no existe en el dominio literario. Que todas las ficciones son arquitecturas levantadas por la fantasía y la artesanía sobre ciertos hechos, personas, circunstancias, que marcaron la memoria del escritor y pusieron en movimiento su fantasía creadora, la que, a partir de aquella simiente, fue erigiendo todo un mundo, tan rico y múltiple que a veces resulta casi imposible (y a veces sin casi) reconocer en él aquel material autobiográfico que fue su rudimento, y que es, en cierta forma, el secreto nexo de toda ficción con su anverso y antípoda: la realidad real.
En una conferencia juvenil traté de explicar este mecanismo como un  striptease invertido. Escribir novelas sería equivalente a lo que hace la profesional que, ante un auditorio, se despoja de sus ropas y muestra su cuerpo desnudo. El novelista ejecutaría la operación en sentido contrario. En la elaboración de la novela, iría vistiendo, disimulando bajo espesas y multicolores prendas forjadas por su imaginación aquella desnudez inicial, punto de partida del espectáculo. Este proceso es tan complejo y minucioso que, muchas veces, ni el propio autor es capaz de identificar en el producto terminado, esa exuberante demostración de su capacidad para inventar personas y mundos imaginarios, aquellas imágenes agazapadas en su memoria —impuestas por la vida— que activaron su fantasía, alentaron su voluntad y lo indujeron a pergeñar aquella historia.
En cuanto a los temas, creo, pues, que el novelista se alimenta de sí mismo, como el catoblepas, ese mítico animal que se le aparece a san Antonio en la novela de Flaubert (La tentación de San Antonio) y que recreó luego Borges en su Manual de Zoología Fantástica. El catoblepas es una imposible criatura que se devora a sí misma, empezando por sus pies. En un sentido menos material, desde luego, el novelista está también escarbando en su propia experiencia, en pos de asideros para inventar historias. Y no sólo para recrear personajes, episodios o paisajes a partir del material que le suministran ciertos recuerdos. También, porque encuentra en aquellos habitantes de su memoria el combustible para la voluntad que se requiere a fin de coronar con éxito ese proceso, largo y difícil, que es la forja de una novela.
Me atrevo a ir algo más lejos respecto a los temas de la ficción. El novelista no elige sus temas; es elegido por ellos. Escribe sobre ciertos asuntos porque le ocurrieron ciertas cosas. En la elección del tema, la libertad de un escritor es relativa, acaso inexistente. Y, en todo caso, incomparablemente menor que en lo que concierne a la forma literaria, donde, me parece, la libertad —la responsabilidad— del escritor es total. Mi impresión es que la vida —palabra grande, ya lo sé— le inflige los temas a través de ciertas experiencias que dejan una marca en su conciencia o subconciencia, y que luego lo acosan para que se libere de ellas tornándolas historias. Apenas si es necesario buscar ejemplos de la manera como los temas se les imponen a los escritores a través de lo vivido, porque todos los testimonios suelen coincidir en este punto: esa historia, ese personaje, esa situación, esa intriga me persiguió, obsesionó, como una exigencia venida de lo más íntimo de mi personalidad, y debí escribirla para librarme de ella. Desde luego, el primer nombre que se le viene a cualquiera es el de Proust. Verdadero escritor-catoblepas ¿no es verdad? Quién otro se alimentó más y con mejores resultados de sí mismo, hurgando como un prolijo arqueólogo en todos los recovecos de su memoria, que el moroso constructor de En busca del tiempo perdido, monumental recreación artística de su propia peripecia vital, su familia, su paisaje, sus amistades, relaciones, apetitos confesables e inconfesables, gustos y disgustos, y, al mismo tiempo, de los misteriosos y sutiles encaminamientos del espíritu humano en su afanosa tarea de atesorar, discriminar, enterrar y desenterrar, asociar y disociar, pulir o deformar las imágenes que la memoria retiene del tiempo ido. Los biógrafos (Painter, por ejemplo) han podido establecer prolijos inventarios de cosas vividas y seres reales, escondidos detrás de la suntuosa invención en la saga novelesca proustiana, ilustrándonos de manera inequívoca sobre la manera como esa prodigiosa creación literaria fue erigiéndose con materiales de la vida de su autor. Pero lo que, en verdad, nos muestran esos inventarios de los materiales autobiográficos desenterrados por la crítica es otra cosa: la capacidad creadora de Proust, quien, valiéndose de aquella introspección, de ese buceo en su pasado, transformó los episodios bastante convencionales de su existencia en un esplendoroso tapiz, en deslumbrante representación de la condición humana, percibida desde la subjetividad de la conciencia desdoblada para la observación de sí misma en el transcurrir de la existencia.
Lo que nos lleva a otra comprobación, no menos importante que la anterior. Que, aunque el punto de partida de la invención del novelista es lo vivido, no es ni puede serlo el de llegada. Éste se halla a una distancia considerable y a veces astral de aquél, pues en ese proceso intermedio —vaciado del tema en un cuerpo de palabras y un orden narrativo—, el material autobiográfico experimenta transformaciones, es enriquecido (a veces empobrecido), mezclado con otros materiales recordados o inventados y manipulado y estructurado —si la novela es una verdadera creación— hasta alcanzar la autonomía total que debe fingir una ficción para vivir por cuenta propia. (Las que no se emancipan de su autor y valen sólo como documentos biográficos, son, desde luego, ficciones frustradas.) La tarea creativa consiste en la transformación de aquel material suministrado al novelista por su propia memoria en ese mundo objetivo, hecho de palabras, que es una novela. La forma es la que permite cuajar en un producto concreto esa ficción, y, en ese dominio, si esta idea del quehacer novelístico es cierta (tengo dudas de que lo sea, le repito), el novelista goza de plena libertad y por lo tanto es responsable del resultado. Si lo que está leyendo entre líneas es que, a mi juicio, un escritor de ficciones no es responsable de sus temas (pues la vida se los impone) pero lo es de lo que hace con ellos al convertirlos en literatura y por lo tanto se puede decir que él es en última instancia el único responsable de sus aciertos o fracasos —de su mediocridad o de su genio—, sí, eso es exactamente lo que pienso.
¿Por qué, entre los infinitos hechos que se acumulan en la vida de un escritor, hay algunos cuantos que resultan tan extraordinariamente fértiles para su imaginación creadora, y otros muchísimos en cambio desfilan por su memoria sin convertirse en desencadenantes de la inspiración? No lo sé con seguridad. Tengo apenas una sospecha. Y es que las caras, anécdotas, situaciones, conflictos, que se imponen a un escritor incitándolo a fantasear historias, son precisamente los que se refieren a esa disidencia con la vida real, con el mundo tal como es, que, según le comenté en mi carta anterior, sería la raíz de la vocación del novelista, la recóndita razón que empuja a una mujer o a un hombre a desafiar al mundo real mediante la simbólica operación de sustituirlo con ficciones.
Entre los innumerables ejemplos que se podrían mencionar para ilustrar esta idea elijo el de un escritor menor —pero frondoso hasta la incontinencia— del XVIII francés: Restif de la Bretonne. Y no lo elijo por su talento —no lo tenía en exceso— sino por lo gráfico que resulta su caso de rebelde con el mundo real, que optó por manifestar su rebeldía reemplazando a aquél en sus ficciones por otro construido a imagen y semejanza del que su disidencia hubiera preferido.
En las innumerables novelas que escribió Restif de la Bretonne —la más conocida es su voluminosa autobiografía novelesca, Monsieur Nicolas— la Francia dieciochesca, la rural y la urbana, aparece documentada por un sociólogo detallista, observador riguroso de los tipos humanos, las costumbres, las rutinas cotidianas, el trabajo, las fiestas, los prejuicios, los atuendos, las creencias, de tal modo que sus libros han sido un verdadero tesoro para los investigadores, y tanto historiadores como antropólogos, etnólogos y sociólogos se han servido a manos llenas de ese material recogido por el torrencial Restif de la cantera de su tiempo. Sin embargo, al pasar a sus novelas, esta realidad social e histórica tan copiosamente descrita experimentó una transformación radical y es por eso que se puede hablar de ella como de una ficción. En efecto, en este mundo prolijo tan parecido en tantas cosas al mundo real que lo inspiró, los hombres se enamoran de las mujeres, no por la belleza de sus rostros, la gracia de sus cinturas, su esbeltez, finura, encanto espiritual, sino, fundamentalmente, por la hermosura de sus pies o la elegancia de sus botines. Restif de la Bretonne era un fetichista, algo que hacía de él, en la vida real, un hombre más bien excéntrico al común de sus contemporáneos, una excepción a la regla, es decir, en el fondo, un «disidente» de la realidad. Y esa disidencia, seguramente el impulso más poderoso de su vocación, se nos revela en sus ficciones, en las que la vida aparece enmendada, rehecha a imagen y semejanza del propio Restif. En ese mundo, como le ocurría a éste, lo acostumbrado y normal era que el atributo primordial de la belleza femenina, el más codiciado objeto de placer para el varón —para todos los varones— fuera esa delicada extremidad y, por extensión, sus envoltorios, las medias y los zapatos. En pocos escritores se puede advertir tan nítidamente ese proceso de reconversión del mundo que opera la ficción, a partir de la propia subjetividad —los deseos, apetitos, sueños, frustraciones, rencores, etcétera— del novelista, como en este polígrafo francés.
Aunque de manera menos visible y deliberada, en todos los creadores de ficciones ocurre algo parecido. Algo hay en sus vidas semejante al fetichismo de Restif, que los hace desear ardientemente un mundo distinto a aquél en el que viven —un altruista ideal de justicia, un egoísta empeño de satisfacer los más sórdidos apetitos masoquistas o sádicos, un humano y razonable anhelo de vivir la aventura, un amor inmarcesible, etcétera—, un mundo que se sienten inducidos a inventar a través de la palabra, y en el que, de manera generalmente cifrada, queda impreso su entredicho con la realidad real y aquella otra realidad con la que su vicio o generosidad hubieran querido reemplazar a la que les tocó.
Quizás, amigo novelista en ciernes, sea éste el momento oportuno para hablar de una peligrosa noción aplicada a la literatura: la autenticidad. ¿Qué es ser un escritor auténtico? Lo cierto es que la ficción es, por definición, una impostura —una realidad que no es y sin embargo finge serlo— y que toda novela es una mentira que se hace pasar por verdad, una creación cuyo poder de persuasión depende exclusivamente del empleo eficaz, por parte del novelista, de unas técnicas de ilusionismo y prestidigitación semejantes a las de los magos de los circos o teatros. De modo que ¿tiene sentido hablar de autenticidad en el dominio de la novela, género en el que lo más auténtico es ser un embauque, un embeleco, un espejismo? Sí lo tiene, pero de esta manera: el novelista auténtico es aquel que obedece dócilmente aquellos mandatos que la vida le impone, escribiendo sobre esos temas y rehuyendo aquellos que no nacen íntimamente de su propia experiencia y llegan a su conciencia con carácter de necesidad. En eso consiste la autenticidad o sinceridad del novelista: en aceptar sus propios demonios y en servirlos a la medida de sus fuerzas.
El novelista que no escribe sobre aquello que en su fuero recóndito lo estimula y exige, y fríamente escoge asuntos o temas de una manera racional, porque piensa que de este modo alcanzará mejor el éxito, es inauténtico y lo más probable es que, por ello, sea también un mal novelista (aunque alcance el éxito: las listas de bestsellers están llenas de muy malos novelistas, como usted sabe de sobra). Pero me parece difícil que se llegue a ser un creador —un transformador de la realidad— si no se escribe alentado y alimentado desde el propio ser por aquellos fantasmas (demonios) que han hecho de nosotros, los novelistas, objetores esenciales y reconstructores de la vida en las ficciones que inventamos. Creo que aceptando esa imposición —escribiendo a partir de aquello que nos obsesiona y excita y está visceral, aunque a menudo misteriosamente integrado a nuestra vida— se escribe «mejor», con más convicción y energía, y se está más equipado para emprender ese trabajo apasionante, pero, asimismo, arduo, con decepciones y angustias, que es la elaboración de una novela.
Los escritores que rehúyen sus propios demonios y se imponen ciertos temas, porque creen que aquéllos no son lo bastante originales o atractivos, y estos últimos sí, se equivocan garrafalmente. Un tema de por sí no es nunca bueno ni malo en literatura. Todos los temas pueden ser ambas cosas, y ello no depende del tema en sí, sino de aquello en que un tema se convierte cuando se materializa en una novela a través de una forma, es decir de una escritura y una estructura narrativas. Es la forma en que se encarna la que hace que una historia sea original o trivial, profunda o superficial, compleja o simple, la que da densidad, ambigüedad, verosimilitud a los personajes o los vuelve unas caricaturas sin vida, unos muñecos de titiritero. Ésa es otra de las pocas reglas en el dominio de la literatura que, me parece, no admite excepciones: en una novela los temas en sí mismos nada presuponen, pues serán buenos o malos, atractivos o aburridos, exclusivamente en función de lo que haga con ellos el novelista al convertirlos en una realidad de palabras organizadas según cierto orden.
Me parece, amigo, que podemos quedarnos aquí.
Un abrazo.
Fuente:
Colección: La Línea del Horizonte

Mario Vargas Llosa, 1997
Editorial Planeta, S. A., 1997.


domingo, 14 de mayo de 2017

MARIO VARGAS LLOSA CARTAS A UN JOVEN NOVELISTA I PARÁBOLA DE LA SOLITARIA


MARIO VARGAS LLOSA
CARTAS A UN JOVEN NOVELISTA
 I
PARÁBOLA DE LA SOLITARIA
Querido amigo:
Su carta me ha emocionado, porque, a través de ella, me he visto yo mismo a mis catorce o quince años, en la grisácea Lima de la dictadura del general Odría, exaltado con la ilusión de llegar a ser algún día un escritor, y deprimido por no saber qué pasos dar, por dónde comenzar a cristalizar en obras esa vocación que sentía como un mandato perentorio: escribir historias que deslumbraran a sus lectores como me habían deslumbrado a mí las de esos escritores que empezaba a instalar en mi panteón privado: Faulkner, Hemingway, Malraux, Dos Passos, Camus, Sartre.
Muchas veces se me pasó por la cabeza la idea de escribir a alguno de ellos (todos estaban vivos entonces) y pedirle una orientación sobre cómo ser un escritor. Nunca me atreví a hacerlo, por timidez, o, acaso, por ese pesimismo inhibitorio —¿para qué escribirles, si sé que ninguno se dignará contestarme?— que suele frustrar las vocaciones de muchos jóvenes en países donde la literatura no significa gran cosa para la mayoría y sobrevive en los márgenes de la vida social, como quehacer casi clandestino.
Usted no ha experimentado esa parálisis puesto que me ha escrito. Es un buen comienzo para la aventura que le gustaría emprender y de la que espera —estoy seguro, aunque en su carta no me lo diga— tantas maravillas. Me atrevo a sugerirle que no cuente demasiado con ello, ni se haga muchas ilusiones en cuanto al éxito. No hay razón alguna para que usted no lo alcance, desde luego, pero, si persevera, escribe y publica, pronto descubrirá que los premios, el reconocimiento público, la venta de los libros, el prestigio social de un escritor, tienen un encaminamiento sui géneris, arbitrario a más no poder, pues a veces rehúyen tenazmente a quienes más los merecerían y asedian y abruman a quienes menos. De manera que quien ve en el éxito el estímulo esencial de su vocación es probable que vea frustrado su sueño y confunda la vocación literaria con la vocación por el relumbrón y los beneficios económicos que a ciertos escritores (muy contados) depara la literatura. Ambas cosas son distintas.
Tal vez el atributo principal de la vocación literaria sea que quien la tiene vive el ejercicio de esa vocación como su mejor recompensa, más, mucho más, que todas las que pudiera alcanzar como consecuencia de sus frutos. Esa es una de las seguridades que tengo, entre muchas incertidumbres sobre la vocación literaria: el escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera posible de vivir, con prescindencia de las consecuencias sociales, políticas o económicas que puede lograr mediante lo que escribe.
La vocación me parece el punto de partida indispensable para hablar de aquello que lo anima y angustia: cómo se llega a ser un escritor. Es un asunto misterioso, desde luego, cercado de incertidumbre y subjetividad. Pero ello no es obstáculo para tratar de explicarlo de una manera racional, evitando la mitología vanidosa, teñida de religiosidad y de soberbia, con que la rodeaban los románticos, haciendo del escritor el elegido de los dioses, un ser señalado por una fuerza sobrehumana, trascendente, para escribir aquellas palabras divinas a cuyo efluvio el espíritu humano se sublimaría a sí mismo, y, gracias a esa contaminación con la Belleza (con mayúscula, por supuesto), alcanzaría la inmortalidad.
Hoy nadie habla de esta manera de la vocación literaria o artística, pero, a pesar de que la explicación que se ofrece en nuestros días es menos grandiosa o fatídica, ella sigue siendo bastante huidiza, una predisposición de oscuro origen, que lleva a ciertas mujeres y hombres a dedicar sus vidas a una actividad para la que, un día, se sienten llamados, obligados casi a ejercerla, porque intuyen que sólo ejercitando esa vocación —escribiendo historias, por ejemplo— se sentirán realizados, de acuerdo consigo mismos, volcando lo mejor que poseen, sin la miserable sensación de estar desperdiciando sus
vidas.*
No creo que los seres humanos nazcan con un destino programado desde su gestación, por obra del azar o de una caprichosa divinidad que distribuiría aptitudes, ineptitudes, apetitos y desganos entre las flamantes existencias. Pero, tampoco creo, ahora, lo que en algún momento de mi juventud, bajo la influencia del voluntarismo de los existencialistas franceses —Sartre, sobre todo—, llegué a creer: que la vocación era también una elección, un movimiento libre de la voluntad individual que decidía el futuro de la persona. Aunque creo que la vocación literaria no es algo fatídico, inscrito en los genes de los futuros escritores, y pese a que estoy convencido de que la disciplina y la perseverancia pueden en algunos casos producir el genio, he llegado al convencimiento de que la vocación literaria no se puede explicar sólo como una libre elección. Ésta, para mí, es indispensable, pero sólo en una segunda fase, a partir de una primera disposición subjetiva, innata o forjada en la infancia o primera juventud, a la que aquella elección racional viene a fortalecer, pero no a fabricar de pies a cabeza.
Si no me equivoco en mi sospecha (hay más posibilidades de que me equivoque de que acierte, por supuesto), una mujer o un hombre desarrollan precozmente, en su infancia o comienzos de la adolescencia, una predisposición a fantasear personas, situaciones, anécdotas, mundos diferentes del mundo en el que viven, y esa proclividad es el punto de partida de lo que más tarde podrá llamarse una vocación literaria. Naturalmente, de esa propensión a apartarse del mundo real, de la vida verdadera, en alas de la imaginación, al ejercicio de la literatura, hay un abismo que la gran mayoría de seres humanos no llega a franquear. Los que lo hacen y llegan a ser creadores de mundos mediante la palabra escrita, los escritores, son una minoría, que, a aquella predisposición o tendencia, añadieron ese movimiento de la voluntad que Sartre llamaba una elección. En un momento dado, decidieron ser escritores. Se eligieron como tales. Organizaron su vida para trasladar a la palabra escrita esa vocación que, antes, se contentaba con fabular, en el impalpable y secreto territorio de la mente, otras vidas y mundos. Ese es el momento que usted vive ahora: la difícil y apasionante circunstancia en que debe decidir si, además de contentarse con fantasear una realidad ficticia, la materializará mediante la escritura. Si decide hacerlo, habrá dado un paso importantísimo, desde luego, aunque ello no le garantice aún nada sobre su futuro de escritor. Pero, empeñarse en serlo, decidirse a orientar la vida propia en función de ese proyecto, es ya una manera —la única posible— de empezar a serlo.
¿Qué origen tiene esa disposición precoz a inventar seres e historias que es el punto de partida de la vocación de escritor? Creo que la respuesta es: la rebeldía. Estoy convencido de que quien se abandona a la elucubración de vidas distintas a aquella que vive en la realidad manifiesta de esta indirecta manera su rechazo y crítica de la vida tal como es, del mundo real, y su deseo de sustituirlos por aquellos que fabrica con su imaginación y sus deseos. ¿Por qué dedicaría su tiempo a algo tan evanescente y quimérico —la creación de realidades ficticias— quien está íntimamente satisfecho con la realidad real, con la vida tal como la vive? Ahora bien: quien se rebela contra esta última valiéndose del artilugio de crear otra vida y otras gentes puede hacerlo impulsado por sinnúmero de razones. Altruistas o innobles, generosas o mezquinas, complejas o banales. La índole de ese cuestionamiento esencial de la realidad real que, a mi juicio, late en el fondo de toda vocación de escribidor de historias no importa nada. Lo que importa es que ese rechazo sea tan radical como para alimentar el entusiasmo por esa operación —tan quijotesca como cargar lanza en ristre contra molinos de viento— que consiste en reemplazar ilusoriamente el mundo concreto y objetivo de la vida vivida por el sutil y efímero de la ficción.
Sin embargo, pese a ser quimérica, esta empresa se realiza de una manera subjetiva, figurada, no histórica, y ella llega a tener efectos de largo aliento en el mundo real, es decir, en la vida de las gentes de carne y hueso.
Este entredicho con la realidad, que es la secreta razón de ser de la literatura —de la vocación literaria—, determina que ésta nos ofrezca un testimonio único sobre una época dada. La vida que las ficciones describen —sobre todo, las más logradas— no es nunca la que realmente vivieron quienes las inventaron, escribieron, leyeron y celebraron, sino la ficticia, la que debieron artificialmente crear porque no podían vivirla en la realidad, y por ello se resignaron a vivirla sólo de la manera indirecta y subjetiva en que se vive esa otra vida: la de los sueños y las ficciones. La ficción es una mentira que encubre una profunda verdad; ella es la vida que no fue, la que los hombres y mujeres de una época dada quisieron tener y no tuvieron y por eso debieron inventarla. Ella no es el retrato de la Historia, más bien su contracarátula o reverso, aquello que no sucedió, y, precisamente por ello debió de ser creado por la imaginación y las palabras para aplacar las ambiciones que la vida verdadera era incapaz de satisfacer, para llenar los vacíos que mujeres y hombres descubrían a su alrededor y trataban de poblar con los fantasmas que ellos mismos fabricaban.
Esa rebeldía es muy relativa, desde luego. Muchos escribidores de historias ni siquiera son conscientes de ella, y, acaso, si tomaran conciencia de la entraña sediciosa de su vocación fantaseadora, se sentirían sorprendidos y asustados, pues en sus vidas públicas no se consideran en absoluto unos dinamiteros secretos del mundo que habitan. De otro lado, es una rebeldía bastante pacífica a fin de cuentas, porque ¿qué daño puede hacer a la vida real el oponerle las vidas impalpables de las ficciones? ¿Qué peligro puede representar, para ella, semejante competencia? A simple vista, ninguno. Se trata de un juego ¿no es verdad? Y los juegos no suelen ser peligrosos, siempre y cuando no pretendan desbordar su espacio propio y enredarse con la vida real. Ahora bien, cuando alguien —por ejemplo, don Quijote o madame Bovary— se empeña en confundir la ficción con la vida, y trata de que la vida sea como ella aparece en las ficciones, el resultado suele ser dramático. Quien actúa así suele pagarlo en decepciones terribles.
Sin embargo, el juego de la literatura no es inocuo. Producto de una insatisfacción íntima contra la vida tal como es, la ficción es también fuente de malestar y de insatisfacción. Porque quien, mediante la lectura, vive una gran ficción —como esas dos que acabo de mencionar, la de Cervantes y la de Flaubert— regresa a la vida real con una sensibilidad mucho más alerta ante sus limitaciones e imperfecciones, enterado por aquellas magníficas fantasías de que el mundo real, la vida vivida, son infinitamente más mediocres que la vida inventada por los novelistas. Esa intranquilidad frente al mundo real que la buena literatura alienta, puede, en circunstancias determinadas, traducirse también en una actitud de rebeldía frente a la autoridad, las instituciones o las creencias establecidas.
Por eso, la Inquisición española desconfió de las ficciones, las sometió a estricta censura y llegó al extremo de prohibirlas en todas las colonias americanas durante trescientos años. El pretexto era que esas historias descabelladas podían distraer a los indios de Dios, la única preocupación importante para una sociedad teocrática. Al igual que la Inquisición, todos los gobiernos o regímenes que aspiran a controlar la vida de los ciudadanos han mostrado igual desconfianza hacia las ficciones y las han sometido a esa vigilancia y domesticación que es la censura. No se equivocaban unos y otros: bajo su apariencia inofensiva, inventar ficciones es una manera de ejercer la libertad y de querellarse contra los que —religiosos o laicos— quisieran abolirla. Ésa es la razón por la que todas las dictaduras —el fascismo, el comunismo, los regímenes integristas islámicos, los despotismos militares africanos o latinoamericanos— han intentado controlar la literatura imponiéndole la camisa de fuerza de la censura.
Pero, con estas reflexiones generales nos hemos apartado algo de su caso concreto. Volvamos a lo específico. Usted ha sentido en su fuero interno esa predisposición y a ella ha superpuesto un acto de voluntad y decidido dedicarse a la literatura. ¿Y ahora, qué?
Su decisión de asumir su afición por la literatura como un destino deberá convertirse en servidumbre, en nada menos que esclavitud. Para explicarlo de una manera gráfica, le diré que acaba usted de hacer algo que, por lo visto, hacían en el siglo XIX algunas damas espantadas con el grosor de su cuerpo, que, a fin de recobrar una silueta de sílfide, se tragaban una solitaria. ¿Ha tenido usted ocasión de ver a alguien que lleva en sus entrañas ese horrendo parásito? Yo sí, y puedo asegurarle que aquellas damas eran unas heroínas, unas mártires de la belleza. A comienzos de los años sesenta, en París, yo tenía un magnífico amigo, José María, un muchacho español, pintor y cineasta, que padeció esa enfermedad. Una vez que la solitaria se instala en un organismo se consubstancia con él, se alimenta de él, crece y se fortalece a expensas de él, y es dificilísimo expulsarla de ese cuerpo del que medra, al que tiene colonizado. José María enflaquecía a pesar de que debía comer y beber líquidos (leche, sobre todo) constantemente, para aplacar la ansiedad del animal aposentado en sus entrañas, pues, si no, su malestar se volvía insoportable. Pero, todo lo que comía y bebía no era para su gusto y placer, sino para los de la solitaria. Un día, que estábamos conversando en un pequeño bistrot de Montparnasse, me sorprendió con esta confesión: «Nosotros hacemos tantas cosas juntos. Vamos al cine, a exposiciones, a recorrer librerías, y discutimos horas de horas sobre política, libros, películas, amigos comunes. Y tú crees que yo estoy haciendo esas cosas como las haces tú, porque te divierte hacerlas. Pero, te equivocas. Yo las hago para ella, la solitaria. Ésa es la impresión que tengo: que todo en mi vida, ahora, no lo vivo para mí, sino para ese ser que llevo adentro, del que ya no soy más que un sirviente.»
Desde entonces, me gusta comparar la situación del escritor con la de mi amigo José María cuando llevaba adentro la solitaria. La vocación literaria no es un pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio. Es una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus víctimas (de sus dichosas victimas) unos esclavos. Como mi amigo de París, la literatura pasa a ser una actividad permanente, algo que ocupa la existencia, que desborda las horas que uno dedica a escribir, e impregna todos los demás quehaceres, pues la vocación literaria se alimenta de la vida del escritor ni más ni menos que la longínea solitaria de los cuerpos que invade. Flaubert decía: «Escribir es una manera de vivir.» En otras palabras, quien ha hecho suya esta hermosa y absorbente vocación no escribe para vivir, vive para escribir.
Esta idea de comparar la vocación del escritor a una solitaria no es original. Acabo de descubrirlo, leyendo a Thomas Wolfe (maestro de Faulkner y autor de dos ambiciosas novelas: Del tiempo y el río y El ángel que nos mira), quien describió su vocación como el asentamiento de un gusano en su ser: «Pues el sueño estaba muerto para siempre, el piadoso, oscuro, dulce y olvidado sueño de la niñez. El gusano había penetrado en mi corazón, y yacía enroscado alimentándose de mi cerebro, mi espíritu, mi memoria. Sabía que finalmente había sido atrapado en mi propio fuego, consumido por mis propias lumbres, desgarrado por el garfio de ese furioso e insaciable anhelo que había absorbido mi vida durante años. Sabía, en breve, que una célula luminosa, en el cerebro o en el Corazón o en la memoria, brillaría por siempre, de día, de noche, en cada despertar o instante de sueño de mi vida; que el gusano se alimentaría y la luz brillaría; que ninguna distracción, comida, bebida, viajes de placer o mujeres podrían extinguirla y que nunca más, hasta que la muerte cubriera mi vida con su total y definitiva oscuridad, podría yo librarme de ella.
»Supe que al fin me había convertido en escritor: supe al fin qué le sucede a un hombre que hace de su vida la de un escritor.»
Creo que sólo quien entra en literatura como se entra en religión, dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su energía, su esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un escritor y escribir una obra que lo trascienda. Esa otra cosa misteriosa que llamamos el talento, el genio, no nace —por lo menos, no entre los novelistas, aunque sí se da a veces entre los poetas o los músicos— de una manera precoz y fulminante (los ejemplos clásicos son, por supuesto, Rimbaud y Mozart), sino a través de una larga secuencia, años de disciplina y perseverancia. No hay novelistas precoces. Todos los grandes, los admirables novelistas, fueron, al principio, escribidores aprendices cuyo talento se fue gestando a base de constancia y convicción. Es muy alentador, ¿no es cierto?, para alguien que empieza a escribir, el ejemplo de aquellos escritores, que, a diferencia de un Rimbaud, que era un poeta genial en plena adolescencia, fueron construyendo su talento.
Si este tema, el de la gestación del genio literario, le interesa, le recomiendo la voluminosa correspondencia de Flaubert, sobre todo las cartas que escribió a su amante Louise Colet entre 1850 y 1854, años en que escribía Madame Bovary, su primera obra maestra. A mí me ayudó mucho leer esa correspondencia cuando escribía mis primeros libros; Aunque Flaubert era un pesimista y sus cartas están llenas de improperios contra la humanidad, su amor por la literatura no tuvo límites. Por eso asumió su vocación como un cruzado, entregándose a ella de día y de noche, con una convicción fanática, exigiéndose hasta extremos indecibles. De este modo consiguió vencer sus limitaciones (muy visibles en sus primeros escritos, tan retóricos y ancilares respecto de los modelos románticos en boga) y escribir novelas como Madame Bovary y La educación sentimental, acaso las dos primeras novelas modernas.
Otro libro que me atrevería a recomendarle sobre el tema de esta carta es el de un autor muy distinto, el norteamericano William Burroughs: Junkie. Burroughs no me interesa nada como novelista: sus historias experimentales, psicodélicas, siempre me han aburrido sobremanera, al extremo de que no creo haber sido capaz de terminar una sola de ellas. Pero, el primer libro que escribió, Junkie, factual y autobiográfico, donde relata cómo se volvió drogadicto y cómo la adicción a las drogas —una libre elección añadida a lo que era sin duda cierta proclividad— hizo de él un esclavo feliz, un sirviente deliberado de su adicción, es una certera descripción de lo que, creo yo, es la vocación literaria, de la dependencia total que ella establece entre el escritor y su oficio y la manera como éste se nutre de aquél, en todo lo que es, hace o deja de hacer.
Pero, mi amigo, esta carta se ha prolongado más de lo recomendable, para un género —el epistolar— cuya virtud principal debería ser precisamente la brevedad, así que me despido.
Un abrazo.
Fuente:
Colección: La Línea del Horizonte

 Mario Vargas Llosa, 1997
 Editorial Planeta, S. A., 1997.
Córcega, 273-279, 08008 Barcelona (España).

viernes, 12 de mayo de 2017

Julio Herrera y Reissig. Movimiento literario: Modernismo.


(Montevideo, 1875-1910) Poeta uruguayo, considerado una de las cumbres del modernismo, y uno de `los cuatro delfines` y herederos de R. Darío, junto a L. Lugones, A. Nervo y R. Jaimes Freyre).

"“Abomino la promiscuidad de catálogo. ¡Solo y conmigo mismo!
Proclamo la inmunidad literaria de mi persona.
Ego sum imperatur. Me incomoda que ciertos peluqueros de la
Crítica me hagan la barba... ¡Dejad en paz a los Dioses!
Yo, Julio".
Torre de los Panoramas”. Julio Herrera y Reissig.
***
Los éxtasis de la montaña
de  Julio Herrra y Reissig
(Fragmento).

LOS ÉXTASIS DE LA MONTAÑA
Eglogánimas

El despertar


Alisia y Cloris abren de par en par la puerta
y torpes, con el dorso de la mano haragana,
restréganse los húmedos ojos de lumbre incierta,
por donde huyen los últimos sueños de la mañana

La inocencia del día se lava en la fontana,
el arado en el surco vagaroso despierta
y en torno de la casa rectoral, la sotana
del cura se pasea gravemente en la huerta...

Todo suspira y ríe. La placidez remota
de la montaña sueña celestiales rutinas.
El esquilón repite siempre su misma nota

de grillo de las cándidas églogas matutinas.
Y hacia la aurora sesgan agudas golondrinas
como flechas perdidas de la noche en derrota.





El regreso

La tierra ofrece el ósculo de un saludo paterno
Pasta un mulo la hierba mísera del camino
y la montaña luce, al tardo sol de invierno,
como una vieja aldeana, su delantal de lino.

Un cielo bondadoso y un céfiro tierno...
La zagala descansa de codos bajo el pino,
y densos los ganados, con paso paulatino,
acuden a la música sacerdotal del cuerno.

Trayendo sobre el hombro leña para la cena,
el pastor, cuya ausencia no dura más de un día,
camina lentamente rumbo de la alquería.

Al verlo la familia le da la enhorabuena...
Mientras el perro, en ímpetus de lealtad amena,
describe coleando círculos de alegría.





El almuerzo

Llovió. Trisca a lo lejos un sol convaleciente,
haciendo entre las piedras brotar una alimaña
y al son de los compactos resuellos del torrente,
con áspera sonrisa palpita la campaña...

Rumia en el precipicio una cabra pendiente;
una ternera rubia salta entre la maraña,
y el cielo campesino contempla ingenuamente
la arruga pensativa que tiene la montaña.

Sobre el tronco enastado de un abeto de nieve,
ha rato que se aman Damócaris y Hebe;
uno con su cayado reanima las pavesas,

otro distrae el ocio con pláticas sencillas...
Y de la misma hortera comen higos y fresas,
manjares que la Dicha sazona en sus rodillas.





La siesta

No late más un único reloj: el campanario,
que cuenta los dichosos hastíos de la aldea,
el cual, al sol de enero, agriamente chispea,
con su aspecto remoto de viejo refractario...

A la puerta, sentado se duerme el boticario...
En la plaza yacente la gallina cloquea
y un tronco de ojaranzo arde en la chimenea,
junto a la cual el cura medita su breviario.

Todo es paz en la casa. Un cielo sin rigores,
bendice las faenas, reparte los sudores...
Madres, hermanas, tías, cantan lavando en rueda

las ropas que el domingo sufren los campesinos...
Y el asno vagabundo que ha entrado en la vereda
huye, soltando coces, de los perros vecinos.





La velada

La cena ha terminado: legumbres, pan moreno
y uvas aún lujosas de virginal rocío...
Rezaron ya. La Luna nieva un candor sereno
y el lago se recoge con lácteo escalofrío.

El anciano ha concluido un episodio ameno
y el grupo desanúdase con un placer cabrío...
Entre tanto, allá fuera, en un silencio bueno,
los campos demacrados encanecen de frío.

Lux canta. Lidé corre. Palemón anda en zancos.
Todos ríen... La abuela demándales sosiego.
Anfión, el perro, inclina, junto al anciano ciego,

ojos de lazarillo, familiares y francos...
Y al son de las castañas que saltan en el fuego
palpitan al unísono sus corazones blancos.





El alba

Humean en la vieja cocina hospitalaria
los rústicos candiles... Madrugadora leña
infunde una sabrosa fragancia lugareña;
y el desayuno mima la vocación agraria...

Rebota en los collados la grita rutinaria
del boyero que a ratos deja la yunta y sueña...
Filis prepara el huso. Tetis, mientras ordeña,
ofrece a Dios la leche blanca de su plegaria.

Acongojando el valle con sus beatos nocturnos,
salen de los establos, lentos y taciturnos,
los ganados. La joven brisa se despereza...

Y como una pastora, en piadoso desvelo,
con sus ojos de bruma, de una dulce pereza,
el Alba mira en éxtasis las estrellas del cielo.





La vuelta de los campos

La tarde paga en oro divino las faenas...
Se ven limpias mujeres vestidas de percales,
trenzando sus cabellos con tilos y azucenas
o haciendo sus labores de aguja en los umbrales.
Zapatos claveteados y báculos y chales...
Dos mozas con sus cántaros se deslizan apenas.
Huye el vuelo sonámbulo de las horas serenas.
Un suspiro de Arcadia peina los matorrales...

Cae un silencio austero... Del charco que se nimba
estalla una gangosa balada de marimba.
Los lagos se amortiguan con espectrales lampos,

las cumbres, ya quiméricas, corónanse de rosas...
Y humean a lo lejos las rutas polvorosas
por donde los labriegos regresan de los campos.





La huerta

Por la teja inclinada de las rosas techumbres
descienden en silencio las horas... El bochorno
sahúma con bucólicas fragancias el contorno
ufano como nunca de vistosas legumbres.

Hécuba diligente da en reparar las lumbres...
Llegan por el camino cánticos de retorno.
Iris, que no ve casi, abandona su torno,
y suspira a la tarde, libre de pesadumbres.

Oscurece. Una mística Majestad unge el dedo
pensativo en los labios de la noche sin miedo...
No llega un solo eco, de lo que al mundo asombra,

a la almohada de rosas en que sueña la huerta...
Y en la sana vivienda se adivina la sombra
de un orgullo que gruñe como un perro a la puerta.





Claroscuro

En el dintel del cielo llamó por fin la esquila.
Tumban las carrasqueñas voces de los arrieros
que el eco multiplica por cien riscos y oteros,
donde laten bandadas de pañuelos en fila...

El humo de las chozas sube en el aire lila;
las vacas maternales ganan por los senderos;
y al hombro sus alforjas, leñadores austeros,
tornan su gesto opaco a la tarde tranquila...

Cerca del Cementerio -más allá de las granjas-,
el crepúsculo ha puesto largos toques naranjas.
Almizclan una abuela paz de las Escrituras

los vahos que trascienden a vacunos y cerdos...
Y palomas violetas salen como recuerdos
de las viejas paredes arrugadas y oscuras.

Fuente: LIBRODOT.COM

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