jueves, 11 de mayo de 2017

LEOPOLDO LUGONES. Prosa. Movimiento literario: Modernismo.


DISCURSO

¿Quién es ése que murió en pequeña lejana ciudad, durante el cataclismo más espantoso de la historia, sin cargo importante ni fortuna, antes empobrecido por todas las miserias de la existencia; y que, no obstante, entristeció al desaparecer, veinte naciones representadas en la ocasión por sus más bellas almas: con lo cual sonaron para lamentar como bronces doli-dos, los sendos idiomas ibéricos que hablan cien millones de hombres? ¿Quién es ése más grande, así, que los reyes, porque no teniendo corona de mandar, mereció entre los pueblos los funerales de Alejandro? ¿Quién es ése que de tal modo representaba como la expansión de un nuevo helenismo? Ése no es sobre la tie-rra sino esta cosa de apariencia sutil y fugaz: un alma que canta. Y él mismo habíase defi-nido de esta suerte:

Yo soy aquel que ayer no más decía
El verso azul y la canción profana,
 Y en cuya noche un ruiseñor había
Que era alondra de luz por la mañana.

Como la alondra y el ruiseñor, simultánea-mente encarnados en él, Rubén Darío, poeta absoluto, es un ser constituido de alas, melo-día y luz. Alas que viven de volar; melodía que de callar muriera; luz que prolongado su infi-nitud de amor la noche de Julita, así evocada, trasmuta la plata del plenilunio en el oro de la aurora. Poeta absoluto. Nada más que poeta, sí señor. Como si dijéramos: nada más que es-trella...
Estas consagraciones honran, así, a la espe-cie humana. Un instinto superior parece que le revelara en ellas la desnudez de la verdad im-plícita, como al estremecerse el agua resalta su cristal en la estría pasajera. Lo que es, efecti-vamente, un poeta, la gente no sabría decirlo. Cuando el trajín diario la rebaja a la condición de acémila, y así pasa cargando su triste vida, furiosa de afán, resoplante bajo su saco de oro, suele creerlo inútil porque canta. En vez de alegrarse con aquel regalo de belleza cuyo obje-to es conservar un poco de dignidad humana sobre la turba así embrutecida, arroja una pie-dra al pájaro o le reprocha con vileza los cuatro granos que come sin pagar. El rebajamiento po-see un perverso instinto de rebajarlo todo, y la injusticia de la opresión torna injusta al opri-mido. Entonces ocurre este fenómeno conmove-dor: el pájaro herido canta todavía; porque, pe-na y regocijo, todo es para él un perpetuo cantar. Y un día cuando se muere, tal cual mueren los pájaros, como del aire, y entonces viene a verse cuán poco estorbaba en realidad, y que ni era para reprochárselo por lo mucho y bien que cantó, el vago asombro de la gente pa-rece contener un remordimiento tardío. Ella desearía saber lo que es un poeta, y cómo resul-ta inmortal nada más que con un poco de ritmo y de rima en los cuales no se contiene una ley científica, ni un principio filosófico, ni una má-xima moral, ni una prescripción politica como esas que en substanciosos frutos la prosa le madura. ¡Un poeta! ¿Qué será un poeta?
Es esto:
Por los campos antiguos en que, campo de libertad ella misma, nuestra Argentina se dila-taba sin catastros ni alambres, solía el cami-nante extraviado meterse de noche al seno de un bosque incógnito. No había percance más temible, porque el bosque es el laberinto donde se puede andar hasta la muerte siguiendo la pista de sí mismo, el palacio abierto que no tie-ne salida, morada de las hadas maléficas que escamotean el rumbo en un rayo de luna, y el grito de auxilio en una vaguedad rumorosa más enorme que el mar, calabozo sin paredes, pues no hay encierro como la falta de horizon-te. La única salvación era, entonces, dar con agua; no sólo porque la sed solía reinar bajo la espinosa fronda, sino porque la fuente, el ja-güel, el charco, presuponen la existencia de sendas, de animales que las trazan con la fre-cuencia de venir, de hombres quizá. Agua y ca-mino resultaban, pues, términos correspon-dientes. Y el río que los revelaba era, según la ciencia del desierto, el pájaro matinal. Bosque donde no cantaban pájaros al amanecer, esta-ba lejos del agua. Aquella ausencia aparente-mente baladí, imprimía un horror trágico al percance. ¡Con qué ansiedad esperaba el tran-seúnte en peligro ese gorjeo salvador, ensimis-mado en la fatalidad de la noche aciaga, como enterrado ya en el silencio y en la soledad fu-nesta que formaban con las tinieblas un blo-que inconmovible hasta la eternidad, y negro, negro hasta la desesperación mientras el mon-te erizándose al contorno parecía retorcerle en la garganta su aspérrima amargura! ¡Ah, deso-lación la del alba sin trinos sobre el ramaje polvoriento que estaba como arruinándose bajo cenizas desabridas y heladas; miedo de aquella luz fatal, color de salitre; anonadamiento de condena entre la patibularia trabazón de esos leños, derrumbe de ser en las espaldas seme-jantes a desmoronados adobes, en las rodillas que se desencajan, en el corazón que se sume allá adentro como una piedra. Pero también qué salto de alegría en el alma, cuando al pintar la luz como una humedad celeste las ra-mitas extremas, y conmoverse a aquel contacto el férreo corazón de la selva todavía trágica en el terror nocturno, arrancaba el jilguero, do-rándose ya con la aurora, de alto que se ponía, su canto valeroso que iba así purgando, para vaciarlo de sus estrellas, el saco de la noche, y tallando al mismo tiempo en cristalina tritura-ción el puro diamante de la mañana, y anun-ciando por último al hombre triste, con la cer-canía del agua bullente en el gorjeo, la seguridad, la dirección, la libertad, la salud, la vida.
El idioma, es decir el espíritu mismo he-cho palabra, era en América ese perdido. Re-petición vacía de una retórica, ya muerta, em-pecinábase en esta quimera anticientífica y antinatural: que el nuevo mundo siguiese ha-blando como España. Solamente para el idio-ma que es la más noble de las funciones huma-nas, no había existido emancipación. El falso purismo de la Academia, la belleza formulada en recetas de curandero, la parálisis rítmica, la indigencia de la rima, el verso blanco y la li-cencia poética, la abundancia declamatoria: to-dos esos accidentes que no son sino justifica-ciones de la ignorancia y autorizaciones a la mediocridad, constituían nuestro código, o me-jor dicho, códex en materia de idioma. Imitar, imitar siempre a los clásicos inimitables, era la prescripción: es como los muertos en un mundo de vivos...
He aquí dos principios útiles en la materia. Para imitar con éxito a un artista superior, se necesita ser otro artista superior; pero cuando se es esta cosa excelente, ya no se imita a na-die: se crea. Los métodos de un artista supe-rior, no le sirven más que a él; pues, o son inaccesibles al mediocre por la misma razón de su mediocridad, o resultan inútiles para otro artista superior, porque éste no los necesita. Y de ahí que toda forma superior del arte sea ne-cesariamente original. Imitar, pues, a los artis-tas superiores, que por esto llegan a ser clási-cos, resulta, precisamente, lo contrario de lo que se quiere hacer. Vivir un hombre, no es para él repetir el cuerpo de otro hombre: el cadá-ver, que según dijo profundamente un estoico, lleva el alma a cuestas en el transcurso de la vida; sino diferenciarse de todos los hombres, ser distinto, ser desigual. En esto consiste todo el fenómeno de la vida; y así, hasta los seres más colectivizados nos enseñan que no hay dos hojas idénticas en el mismo árbol, ni dos abe-jas iguales en la misma colmena.
Rubén Darío fue el anunciador de esa fuente de vida, y esto tiene ahora una prueba irrefra-gable: la poesía joven de España, es rama de su tronco. Así resulta el hombre significativo de un Renacimiento que interesa a cien millo-nes de hombres, el último libertador de Améri-ca, el creador de un nuevo espíritu. Sólo la pre-miosa superficialidad de nuestra vida nos impide ver que andamos entre prodigios, como éste de codearnos con seres que tienen el don divino de crear espíritus inmortales. La obra de arte que sobrevive a su autor y sigue con ello despertando interés, simpatía, emocio-nes; engendrando obras análogas, suscitando vida en una palabra, es, sin duda, un ser vi-viente. Y cuando se incorpora al ser de una ra-za modificando su orientación, resulta espíritu inmortal.
Pero, ¿qué importa de positivo y general, di-rá tal vez alguno, esa transformación de la poe-sía? Nada menos, señores, que una etapa de la civilización.
Sabemos ya por la ciencia del lenguaje y por la historia, que la evolución de los idiomas se inicia con la poesía. Así, cuando cambia la ex-presión poética, es que empieza a modificarse la orientación espiritual. Y esto reviste una importancia tan grande, porque la civilización no es otra cosa que el conjunto de ciertas in-venciones, comunicaciones y convenios cuya expresión irreemplazable es la palabra. Falte la palabra, y todo aquello ya no existe. No hay cómo comunicarlo ni concertarlo. El hombre ha desaparecido como ser social. Por esto la pala-bra es el distintivo de su superioridad entre los seres. Poseer un idioma bien organizado es, pues, para los pueblos, la cosa más importante que existe; y tener poetas que lo vivifiquen y organicen progresivamente, constituye un fe-nómeno de la más alta civilización.
Para mayor grandeza de Rubén Darío, la ex-pansión del castellano en las Américas predes-tinábalo a ser el poeta de un mundo. Por esto dije que veía en él al representante de un nue-vo helenismo.
Y es maravillosa también cómo lo practicó.
Qué cosa más sencilla en sus elementos.
Todo ello consiste en dejar que la emoción poética venga con su palabra, sin reato alguno a fórmulas; y de esta suerte, que sea ella la autora de la expresión correspondiente, no la prisionera de moldes preconcebidos. Y en cuanto a la imaginación que es la otra facultad activa en el fenómeno poético, dejarla también andar como quien divaga por un vergel sin ca-minos, y así va y traza el suyo simplemente con ir recogiendo flores, pues en los jardines dispuestos por mano ajena, ya no hay nada que hacer, sino recrearse sin tocar ni salirse de los senderos como la urbanidad prescribe. Nadie es dueño sino de sus flores; y si no las sabe producir, no se dedique a jardinero.
Ahora, si se mira bien, aquel doble fenóme-no de la nueva poesía, resulta no ser otra cosa sino el ejercicio de la libertad de imaginar y la disposición natural de las expresiones con que la emoción se manifiesta. Así todo sale bien, porque todo viene a su tiempo, cosa para lo cual basta dejarlo venir tal como va naciendo en el alma. Es exactamente lo que sucede con los colores del cielo; pues así como todos ellos existen en la masa del aire que lo constituye, y no aparecen sino cuando es debido, conforme a la naturaleza de aquél, la belleza está en el al-ma, cuyos diversos estados son los que la reve-lan. De esta suerte llegué un día a comprender el secreto del arte griego, y por qué sobrevive en su propia ruina el Partenón, y el idioma de Homero se conserva inmortal cuando hasta los dioses contemporáneos han muerto. Es que en una y otra construcción todo se dispuso como de suyo, porque todo se subordinó al sistema proporcional que es el organismo de un hom-bre vivo, para conseguir lo cual no hay sino un método: vivir. Verbo sublime, expresión de la síntesis arquetípica, a cuya virtud vemos con-fundirse en este caso el instinto genial con el supremo raciocinio.
Y aquí hay otro hecho tan significativo como aquel ya citado de la influencia de Darío en la moderna poesía española: después de él, todos cuantos fuimos juventud cuando él nos reveló la nueva vida mental, escribimos de otro modo que los de antes. Los que siguen hacen y harán lo propio. América dejó ya de hablar como Espa-ña, y, en cambio, ésta adopta el verbo nuevo. El pájaro azul cantaba y detrás de él venía el sol.
Todo eso explica también las nuevas expre-siones y las nuevas formas. La miseria de la literatura americana había consistido en que nos obstinábamos en hablar como España, pensando de un modo enteramente distinto. -No bien nació el poeta que restableciera la ar-monía vital entre pensamiento y palabra, cuando el verso, aunque contase las mismas sí-labas, sonó ya de otro modo. El estilo se animó con nuevos colores. Una música más delicada y sutil coordinó los elementos verbales. El idio-ma poético subordinóse enteramente a la mú-sica en que consiste. De esta música emana-ron, y no al revés, la emoción y la idea. Sufrió la prosa al instante la misma influencia liber-tadora y personal. Comprendióse que poesía y prosa, aun cuando el objeto de aquélla sea re-velar la emoción y el de ésta formular la no-ción, están gobernadas por el ritmo. Éste no es, en suma, sino la manifestación del tono vi-tal que en cada hombre rige la circulación de la vida. De esta suerte, en el acento peculiar que caracteriza su voz, tiene cada hombre su música. Por esto, cuando lo oímos sin verlo, de-cimos con certeza: la voz de Fulano. Hay en to-do eso, como se ve, una razón profunda.
Aquellas formas nuevas no fueron todas hermosas ni aceptables. La verdad es que al calor de la lucha y al retozo de algún epigrama antiacadémico, hubo a veces alguna exagera-ción. Pero, eso sí, aquello fue espontáneo, so-bre todo en nuestro poeta. Quienes lo hemos visto trabajar, sabemos que su labor era el co-rrer del agua feliz en la fuente generosa. Y así, para mayor gracia, la profunda revolución, que fue a la vez revelación genial, la hizo con poe-sías breves como el cuerpo del pájaro y la masa de la perla. ¿Pero no basta un ascua para en-cender todas las hogueras del mundo, un beso para torcer el curso de la vida, una sola estre-lla para embellecer la tarde? He oído cantar en mi sierra al pájaro llamado rey del bosque. Canta solo, en la serenidad vespertina, desde algún sotillo cerrado que favorece su lírica abs-tracción. Y con ser tan grande la dulzura del canto, su prodigiosa claridad llena toda la montaña. La delicia que infunde dilátase casi temerosa en una fragilidad de pureza extrema. Y el alma se pone tan buena, que parece que va a llorar. No hay un rizo en la inmensidad celeste. Dijérase que el silencio y la luz son una misma cosa divina. La montaña aclárase y profundízase a la vez en una transparencia de zafiro. Entonces el gorjeo del pájaro nos revela una maravilla: la montaña está encantada y el mundo se ha vuelto azul.
Azul... fue el primer libro revelador de Ru-bén Darío.
No entiendo, dijo, la retórica. Para las al-mas duras, nada hay tan difícil de entender co-mo las cosas sencillas. Así el necio no puede ver el agua tranquila sin arrojarle una piedra. Es que no la entiende. En aquellos regocijados tiempos, nuestros clásicos de infantería ligera, que otros no conocí, declaraban con transpa-rente astucia no entender a Verlaine, por su-puesto que sin haberlo leído. Es lo que debe pensarse por consideración a su inteligencia. Con eso evitaban nombrar al monstruo, que era para ellos tanto como anonadarlo y le re-prochaban en su admiración a Verlaine el con-sabido galicismo.
Porque claro está que ese libertador, ese griego de alma, ese creador del mucho espíritu en la poca materia, fue un hijo espiritual de Francia. Así repetíanse en él dos fenómenos por vez primera correlacionados para el máxi-mo efecto: la renovación de la literatura espa-ñola, que desde los tiempos del Romancero procede siempre de Francia, y las revoluciones libertadoras de América, que son también cosa francesa. No hay por ello nada más falso y más cursi que el horror académico al galicismo. Si algún país debe legítimamente influir sobre la cultura española, es el de Francia, por genero-so, y por hermano. Reconocerlo es una prueba de sencillo buen gusto; negarlo, un grosero alarde para llamar la atención, violando la co-nocida regla en cuya virtud la verdadera ele-gancia consiste en no hacerse notar, o una an-tigualla reaccionaria. No hay obra humana de belleza o de bondad que prospere sin su grano de sal francesa. Este grano de sal es perla que ha germinado en siglos y siglos de labor, de do-lor, de heroísmo, de genio, de arte, de gloria. Y por esto, porque constituye la síntesis, excelen-te entre todas, del espíritu humano bajo su concepto superior, a todo comunica con la mis-ma eficacia las propiedades substanciales de la sal: la claridad, la franqueza, la sobriedad, el sabor, la sazón, la fuerza.
He aquí por qué la influencia de Darío fue superior a la de Martí, genio, héroe y mártir. Es que este último, en su propia magnificen-cia, escribió todavía el castellano académico. Hizo las del Cid, que es decir, cosas grandes entre las más excelsas; pero no habló como él. Pues el Campeador de las Españas cometía ga-licismos...
Amar a Francia es ya una obra de belleza. Gloriarse de ello ahora, es un acto de dignidad humana. Su heroico dolor ha sido la revelación de esta grandeza: que la justicia de la humani-dad es la justicia de Francia. En el peligro de Francia fermenta en sangre la barbarie de Eu-ropa. Y nosotros no podemos desentendernos de ello, sin renegar nuestra propia civilización. La miserable neutralidad de los pueblos que se llaman libres, aun cuando con ella se exhiben esclavos del miedo, es una aceptación anticipa-da de la felonía, el terrorismo y la infamia. La esperanza, este bien supremo que ilumina la existencia del último miserable, es una flor de Francia: una intrépida amapola de sus campi-ñas, en cuya seda ligera palpita el hervor de hierro de la sangre de Francia. Y dijérase que en el estremecimiento de la flor, el gallo de las Galias yergue su cresta mordida.
Esto que ahora se ve tan claro, fue lo que el gran poeta nos anticipara en su anunciación de belleza. Y para que se note cómo es cierto que en todo gran poeta hay el vate de los anti-guos, el ser profético para quien se anticipa el día en la altura de su espíritu, recordaré aquel magnífico grito de alarma, lanzado una tarde, hace veintisiete años, por Rubén Darío, quien percibió desde el Arco del Triunfo, en la suges-tión clarividente de la gloria, el avance de la horda gigantesca sobre su Francia negligente y hermosa:

¡Los bárbaros, Francia. Los bárbaros, ca-ra Lutecia!

Así, resucitando en su lengua nueva el viejo pentámetro de Roma, cual si despertara en su ser uno de aquellos latinos del siglo V, y enca-britara a modo de corcel el verso para más ver la horrenda gente, ha sentido:


El viento que arrecia del lado del férreo Berlín.

Y entonces clama con precisión maravillosa:

Suspende, Bizancio, tu fiesta mortal y  divina;
¡Oh Roma, suspende la fiesta divina y mortal!
Hay algo que viene como una invasión aquilina
Que aguarda temblando la curva del Ar-co Triunfal,
TANNHAUSER! Resuena la estrofa marcial y argentina.
Y verse a lo lejos la gloria de un casco imperial.

Conocí a Rubén Darío acá, en el apogeo de su gloria. Que nuestra tierra tuvo ese honor, retribuido por el gran poeta con gratitud ina-gotable.
Pero, gloria de artista, suele no ser más que tirante medianía en la casa de huéspedes y en el empleo subalterno que le dan por compa-sión. Tal fue siempre, y más bien peor con fre-cuencia, la situación del maestro bien amado. Y todavía enrostrábansela de vez en cuando, y nada era tan inseguro como sus propias coloca-ciones de la burocracia o del periodismo. Así solía recordar que La Nación fue la única mo-rada cómoda para su talento; pues, como si fuera casa propia, igual se le conservaba en la ausencia. Allá hizo también algunas de sus mejores amistades. París y Buenos Aires re-sultábanle, según muchas veces lo repitió, las únicas ciudades donde vivía a gusto. Tenía de nuestro país una idea altísima y gloriosa. De-cía que para él era algo en este mundo ser transeúnte habitual de la calle Florida.
Hallábase en el período más brillante y so-noro de su campaña intelectual. Ricardo Jai-mes Freyre era su hermano de armas. La Re-vista de América, que para mayor poesía tuvo la vida de las rosas, acababa de ser el estan-darte, o mejor dicho, el tirso alzado por los dos poetas, pues llevó el color de aquéllos, mien-tras ellos, con sus versos, pusiéronle el perfu-me. No obstante, escribíase con entusiasmo, discutíase con ardor, y algunos jóvenes poetas ingresaban como novicios al grupo.
Darío, que era de una excesiva timidez, pre-fería aquella fácil sociedad a los halagos que nuestros salones le brindaban. Aquel evocador de princesas, sentíase horriblemente cohibido ante las damas; y el protocolo hubo de sufrir en las manos del diplomático que a veces fue, fracasos monumentales. No obstante, eran perfectas su distinción, su delicadeza y su ele-gancia. Nunca, ni en sus peores momentos, le vi brutal o innoble. La discreción era en él lo que la suavidad callada del terciopelo. Muy perspicaz en la ironía, dejábala pasar habi-tualmente, bajo una sonrisa que ya era compa-sión. Reservadísimo en sus afectos, era enor-memente fácil de explotar por los parásitos de la bolsa y del talento que abundaban siempre en torno suyo. Creo que los dejaba hacer, por no reparar en una fealdad y mancharse, así, a su contacto. Por otra parte, como todo hombre realmente superior, no daba importancia algu-na a que le engañase un vil. Que esto es condi-ción de la vileza, y fuera necio extrañar, como dice el proverbio árabe, que salga perro el hijo de perro. Su vida iniciada con terribles con-trastes, en la orfandad precoz, la pasión instin-tiva, el ambiente ingrato, fue, bajo este concep-to, muy dura con él. Padeció destierro perpe-tuo en el seno de la canalla. Y tal fue el estado en que arraigó la enfermedad terrible que lo ha llevado a la tumba. Errabundo por los pue-blos, una fatalidad ciertamente invencible por-que constituía la orientación inicial de su exis-tencia desviada, sometíalo al poder de la chusma. Chusma de las letras, de la sociedad, del amor, a cuyo contacto padecía tormentos espantosos. Así, el vicio no es su mancha, por-que no constituyó su placer, sino su martirio. Yo lo he visto combatir como un desesperado, aprovechando para ello la primer coyuntura que la amistad le brindaba. Pero la red de sus propias complicaciones, pronto volvía a reatar-lo y aislarlo. El aislamiento era como un cala-bozo que llevaba consigo, y resultaba la causa inmediata de sus caídas.
Atribuyo en gran parte a aquel cautiverio, sin que esta suposición quite nada a su fe, res-petable como ninguna, la religiosidad de Ru-bén Darío. Fue siempre católico, y con ello, mo-nárquico de convicción: pues como no había menester de utilitarias conciliaciones, declara-ba sin esfuerzo la evidente incompatibilidad del catolicismo con la república. Su pretendida conversión al morir, calumnia, pues, su fe de cristiano. La integridad del dogma, no ha teni-do acatamiento más constante que el suyo.
No necesito añadir que, entonces, su despre-ocupación de la popularidad era absoluta, su desinterés de la gloria mayoritaria, alto y frío como un Ande bajo su manto azul.
Llevaba entonces barbado el rostro de cálida palidez, la cual dilatábase como soñando en la marmórea culminación de la frente. El cabello crespo y negrísimo, que nunca se infló en me-lena, iba regular sin compostura. Los ojos fau-nescos encendíanse de alegre franqueza que fácilmente oblicuaba en chispa irónica; pero su mirada era, sobre todo, fraternal. La ancha na-riz, la ruda boca, repetían la máscara verle-niana. Durante sus momentos de distracción, invadíala una placidez monacal. El talante del poeta era de una elegancia varonil. Su tronco recio, su andar reposado. Todo en él manifesta-ba una virilidad casi brutal, salvo las manos bellísimas que parecían de jazmín. Vestía con sobria elegancia y expresábase lo mismo. Cuando, tras ocho años de separación, vile de nuevo, la rasura que desnudaba todo el rostro parecía haberlo fundido en el bronce grave de una escultura azteca. Pero todo esto nada vale ya. Alma que canta es, con notoria frecuencia, alma que llora. Y aquél pasó la vida, llorando sin lágrimas por estética dignidad. Su triste carne humana, es lo que no importa. Su alma bella nos queda para siempre, florecida en ver-sos sencillos e inmortales. Los rasgos impresos por el dolor en aquel rostro que al envejecer se iba a lo trágico, y que según un cronista, trans-figuráronse al morir en esa efigie dantesca que trajera del infierno el gibelino, se fueron a la tumba con su siniestro escultor.
La muerte, a quien había temido como un niño a la oscuridad, fue a él sin que apenas la notara, con su paso ligero y su palidez celeste. Y así, en el seno del hogar recobrado, en su pueblo natal que es donde es bueno morir, ma-duro para el descanso como quien dio tanta flor y ninguna espina, recibió para decirlo con palabras de la Ilíada inmortal, "la gracia del sueño"...
Entonces empezó la apoteosis. El pueblo gastó para sus exequias lo que jamás le habría dado para vivir: pues tal hacen todos los pue-blos con sus hijos ilustres. Cosa horrible, en verdad: solamente los déspotas suelen ser oportunos en su socorro. Así Rubén Darío de-bió a Núñez, el de Colombia, a Zelaya, el de Nicaragua, a Porfirio Díaz, aquellos vagos con-sulados y plenipotencias cuyo ocio es propicio al genio desde los tiempos de Cicerón: ali-quam legationem, aut... cessationem... libe-ram et otiosam, dice Atico en el primer libro De las Leyes: alguna legación o jubilación libre y ociosa, para que el orador sublime compusie-ra con despacio sus cosas eternas.
Pero los pueblos no son generosos sino con sus amos. Con sus libertadores, nunca. Para éstos el bronce póstumo, el catafalco monu-mental que tampoco les otorgarían si con eso ellos mismos no se glorificaran. Para el amo, la sangre, el oro, el honor y el provecho en vida, el sufragio, la adulación. ¡Y eso se llama o se cree soberano!
¡Ah, si los pueblos no tuvieran el dolor, el dolor que aun a las bestias ennoblece, no me-recerían sino desprecio. Su amor y su odio constituyen, pues, la misma cosa insípida para el hombre libre. Su justicia nunca llega cuando debe llegar; y así, conforme a la intención pro-fundamente amarga de la leyenda, lo que glo-rifica al héroe y al dios es morir crucificado.
Esto que hacemos ahora es, pues, por noso-tros mismos, no por el gran muerto que ya nada necesita, mientras nosotros necesitaremos cada vez más de él. La Argentina de su predilección debíase, en esta forma, un homenaje a cuyo fa-vor recordaríamos, por ejemplo, que él la inmor-talizó, única entre las naciones de América, con un excelso canto: aquel canto del centenario que es una erección de torres marmóreas y campanas de plata sobre la pampa de oro.
Mas he aquí que al fin es necesario callar; y que, como si el silencio sobreviniente saliera de su tumba, entra recién en mi ánimo la cer-tidumbre de su muerte. Pues suele ser que al principio de estos grandes dolores, un estupor de piedra me embota el alma, el muro de la muerte que se interpone. Y después, un día viene la cosa triste, como al azar, y las lágri-mas que también precisa esconder, porque son feas y puras como diamantes brutos. Y luego este deber terrible de la elocuencia, que mejor quisiera ser silencio y llorar; la cláusula medi-da en homenaje de belleza; la regla de bronce estoico sobre el ínclito mármol.
Pero no, no es esto, nada de esto lo que yo quería decirte. Óyelo, amigo bien amado, por- que ahora hablo sólo para tí; "hermano en el misterio de la lira" como tú me dijiste una vez que con mi dicha fuiste dichoso. Tú sabes que soy fuerte, y no obstante, esto es lo cierto, me falló el corazón. Tú sabes que no ando con mis penas para que las compadezcan, sacándolas a luz, como un mendigo con sus llagas; que tengo una voluntad; que sé imponer al mismo dolor el deber de la belleza; y no sé, cómo, al notar que ya con estas palabras me despedía, el al-ma se me derramó en lágrimas casi felices de venir, del propio modo que una noche primave-ral en un reguero de estrellas.
Fuente:Leopoldo Lugones Obras en prosa. Aguilar. 1962
Leopoldo Lugones. Obras en prosa. 1962. 1349 páginas. México-Madrid.

miércoles, 10 de mayo de 2017

CUENTOS FATALES Leopoldo Lugones. Corriente literaria: Modernismo.


 Francesca


  Conocílo en Forli, adonde había ido para visitar el famoso salón municipal decorado por Rafael.
  Era un estudiante italiano, perfecto en su género. La conversación sobrevino a propósito de un dato sobre horarios de ferrocarril que le di para trasladarme a Rimini, la estación inmediata; pues en mi programa de joven viajero, entraba, naturalmente, una visita a la patria de Francesca.
  Con la más exquisita cortesía, pero también con una franqueza encomiable, me declaró que era pobre y me ofreció en venta un documento –del cual nunca había querido desprenderse–, un pergamino del siglo XIII, en el cual pretendía darse la verdadera historia del célebre episodio. Ni por miseria ni por interés, habríase desprendido jamás del códice; pero creía tener conmigo deberes "de confraternidad", y además le era simpático. Mi fervor por la antigua heroína, que él compartía con mayor fuego ciertamente, entraba también por mucho en la transacción.
  Adquirí el palimpsesto sin gran entusiasmo, poco dado como soy a las investigaciones históricas; mas, apenas lo tuve en mi poder, cambié de tal modo a su respecto, que la hora escasa concedida en mi itinerario para salvar los cuarenta kilómetros medianeros entre Forli y Rimini, se transformó en una semana entera. Quiero decir que permanecí siete días en Forli.
  La lectura del documento habría sido en extremo difícil sin la ayuda de mi amigo fortuito; pero éste se lo sabía de memoria, casi como una tradición de familia, pues pertenecía a la suya desde remota antigüedad.
  Cuanta duda pudo caberme sobre la autenticidad de aquel pergamino, quedó desvanecida ante su minuciosa inspección. Esto fue lo que me tomó más tiempo.
  El documento está en latín, caligrafiado con esas bellas y fuertes góticas tan características del siglo XIII, y que, no obstante un avanzado deterioro, son bastante legibles, gracias a la cabal individualización de cada letra en el encadenamiento de los renglones, y a la anchura de los espacios intermedios entre éstos. Hasta se halla legalizado por un signum tabellionis, ciertamente muy complicado con sus nueve lazadas, y perteneciente al notario Balzarino de Cervis. Su data es el 12 de junio de 1292.
  Si descifrar las letras no era del todo fácil, la lectura del texto resultaba pesadísima, por las innumerables abreviaturas y signos convencionales que habrían hecho indispensable la colaboración de un paleógrafo, a no encontrarse allí su antiguo dueño como una clave tradicional; pero esas mismas abreviaturas y signos eran preciosos, por otra parte, como pruebas de autenticidad. Había entre ellos datos concluyentes. La o atravesada por una línea oblicua que baja de derecha a izquierda, significando cum, signo peculiar de los últimos años del siglo XIII, al comienzo del cual, así como en los anteriores y en los sucesivos, tuvo otras formas; el 2 coronado por una b a manera de exponente algebraico (2b) significando duabus y agregando con su presencia un dato más, puesto que las cifras arábigas no se generalizaron en Europa hasta el siglo XIII; el 7, representado por una A sin travesaño, como para marcar dicha transición; la palabra corpus abreviada en su primera sílaba y coronada por un 9 (cor9) y el vocablo fratibus abreviado en ftbz con una a superpuesta a la f y una i a la t; amén de diversos signos que omito. No quiero olvidar, sin embargo, las iniciales de la heroína, aquella F y aquella R tan características también en su parecido con las PP manuscritas de nuestra caligrafía, salvo el travesaño que las corta.
  Existen, además, en la margen del texto, a manera de apostilla, dos escudos: uno en forma de ancha almendra, característico también del siglo XIII, y el otro romboidal, es decir, blasón de dama, salvo excepciones rarísimas como las de algunos Visconti; pero los Visconti eran lombardos, y en la época de mi documento, recién conquistaban la soberanía milanesa. Además, los blasones en cuestión, se hallan acolados, lo que indica unión conyugal. Desgraciadamente, su campo no conserva sino partículas informes de las piezas y colores heráldicos.
  Lo que dice el documento es imposible de traducir sin desventaja para el lector, pues su rudo latín perjudica desde luego el interés, con su retórica curial; sin contar la sequedad del concepto. Haré, en consecuencia, una traducción tan libre como me plazca, poniendo el original a disposición de los escrupulosos, con cuyo fin lo he depositado en nuestra Biblioteca Nacional donde puede verse a las horas de práctica.
  Comienza en estos términos, que, como se verá, contradicen a Dante, a Boccaccio y al falso Boccaccio, quienes coinciden en afirmar la consumación del adulterio.
  "Jamás hubo otra relación que una exaltada amistad entre Paolo y Francesca. Aun sus manos estuvieron exentas de culpa; y sus labios no tuvieron otra que la de estremecerse y palidecer en la dulce angustia de la pasión inconfesa."
  El autor dice haber tenido esta confidencia del marido mismo, cuyo amigo afirma que fue.
  Francesca tenía dieciséis años (la historia es conocida) cuando la desposaron con Giovanni Malatesta, como certificación de la paz concluida entre los Polentas de Ravena y los Malatesta de Rimini.
  El esposo, contrahecho y feo, envió a su hermano Paolo para que se casara por poder suyo, no atreviéndose a presentarse en persona ante la joven, en previsión de un desengaño fatal y del rechazo consiguiente. Hallábase Francesca en una ventana del palacio solariego, cuando entró al patio de honor la cabalgata nupcial; y una dama de su séquito, equivocada también, o sobornada quizá por el futuro esposo, señalóle a Paolo como al que iba a ser su efectivo dueño.
  De este error provino la tragedia.
  Paolo era bello y joven; culto en letras, tanto como valeroso caballero; cortés hasta el rendimiento y alegre hasta la jovialidad; todo lo contrario de su hermano, cuya sombría astucia rayaba en crueldad, y cuya desgracia física había dado en el torvo pesimismo que es patrimonio de los contrahechos con talento.
  La joven se desposó, así engañada; y conducida que fue al castillo conyugal, el esposo verdadero pasó con ella la primera noche sin dejarse ver, pues había entrado a la alcoba en la obscuridad.
  Creía que, consumado el matrimonio, la altivez de la dama sería la mejor custodia de sus derechos de esposo, y no se equivocaba en ello, por cierto; pero el acto demuestra con claridad, así la violencia de sus pasiones, como el frío cálculo que en satisfacerlas ponía.
  El desengaño del despertar fue horrible, como es fácil colegir, para la joven desposada; y tanto como engendró desprecio y odio hacia el tirano que así abusara de su buena fe virginal, acreció hasta el amor la simpatía que por el otro había empezado a nacer. Cuánta y cuán atroz diferencia, en efecto, entre la curiosa ansiedad del breve noviazgo, satisfecha hasta el deleite con la presentación del falso prometido; el regocijado orgullo del desposorio, bajo la pompa religiosa y el esplendor mundano que parejamente realzaban la gallardía del caballero; y aquel despertar en los brazos del monstruo, cuya primera mirada de esposo aumentó ya con el ultraje de una desconfianza el cruel imperio de su fatalidad.
  Uno, era todo recuerdos de dicha entrevista, de satisfacción juvenil, de belleza inmolada en ternuras; el otro, sólo tiranía del deber antipático, engaño innoble, fealdad cobarde.
  No tenía más que un rasgo de grandeza, y era el miedo que inspiraba; miedo que en traílla con el deber, custodiaban su honra como dos mastines.
  Francesca empezaba así a encontrar, en el fracaso de la dicha legítima, la dulzura prohibida del infierno.
  En su torva primavera, que la rebelión de los cortos años no dejaba cubrirse con nieves de resignación, Paolo era el rayo de sol que recordaba, único, los marchitos pimpollos.
  Alejado primero como un peligro, su discreción había vencido las desconfianzas, hasta sustituir con una fraternidad melancólica las repulsiones del mal fingido desdén.
  Francesca en su misantropía que la inclinaba a la soledad, después de todo grande en el castillo, no estaba a gusto sino con él; pero sólo se veían a la luz del sol, en tácito convenio de no encontrarse por la noche. Giovanni, ocupado en estudios tácticos que –Dios nos libre– llenaban sus horas a medias con la magia, nada advertía al parecer; pero los jorobados son tan celosos como perversos; y él, sabiendo que los jóvenes se amaban, divertíase en verlos padecer. Aquel peligroso juego atraíalo como una emoción a la vez lancinante y deliciosa, por más que el fin estuviese previsto como una obra de su puñal.
  Su horrendo beso cruzaba a veces, sugiriendo tentaciones, por entre aquella tortura de la dignidad y del amor, como un refinamiento del infierno; y eso llevaba diez años, esa perversidad, fortaleciéndose de tiempo y de sombra, como el vino.
  Mientras se contuviesen, sentíase vengado por la tortura de su continencia; en caso contrario, era la muerte fatal, aquella muerte caina que el canto V del poeta rememora, adjetivándola con el nombre del círculo infernal mencionado por el XXXII, como para mejor expresar su amargura única en lo anómalo del epíteto. Así habían pasado diez años.
  Ultra heroísmos y deberes, el amor hizo al fin su obra. La misma sencillez de relaciones entre esposa y cuñado creó una intimidad aun crecida por la frecuencia de verse. Paolo se ingeniaba de todos modos para hacer a aquella juventud más llevadera su clausura en castillo tan lóbrego; y su exquisita cortesía, tanto como su grave ternura, derretían hasta las heces el corazón de aquella mujer, en quien los refinamientos todavía bizantinos de su ciudad natal habían profundizado sensibilidades.
  No alcanzaba a perder en la ruda prueba su gusto por las sederías suntuosas, por las joyas y el marfil; y es de creer que en su dulce molicie entrara no poco el espíritu de aquel legendario malvasía, que consolaba la decadencia de los Andrónicos, sus contemporáneos, inmortalizando la ruda pequeñez de la helénica Monembasía. Magias de Bizancio, que el viento conducía a través del Adriático familiar; filtros de Bizancio diluidos en su sangre antigua; pompas de Bizancio, aún coetáneas en el lujo y en el arte, predisponíanla ciertamente al amor; a aquel amor más deseado en lo extremo de su crueldad.
  Paolo era diestro en componer enigmas, que el gusto de la época había elevado a un puesto superior de literatura, empleándolos hasta en la correspondencia secreta y en las divisas del blasón. Su única falta consistía en usar, para los que componía a Francesca, el único doble tema de su hermosura y del amor.
  Los primeros pasos fueron tímidos, disimulando la intención en la vaguedad. El pergamino recuerda uno de aquellos juegos, cuya solución consistente en una palabra que tuviese sentido, recta o inversamente leída, daba la solución en legna angel.
  Cita igualmente uno, al que llama "la cruz de amor", así dispuesto:
 
  E    C   A   T   E
  N    E   M   E    A
  A   M   O   R   E
 
  F U   R   I     E
  I  M  E    N   E
 
  O este otro, en palabras angulares, que pueden ser leídas lo mismo de izquierda a derecha, que de arriba a abajo, y en el cual se precisa más el balbuceo del amor:
 
  A   M  A   I
  M   I   M  E
  A   M  O  R
  I    E  R   I
 
  O este último, del mismo carácter, y que el documento llama un enigma en V.
 
  A   N   I   M  E
  A   M   A   R  O
  C   U   O   R  E
  Pero vengamos a la tragedia.
  Habían llegado para Francesca los veintiséis años, la segunda primavera del amor, grave y ardorosa como un estío. Su decenio de padecer clamaba por una hora de dicha; y que es como el adiós amigo a la aturdida adolescencia; habíanla asaltado miedos de morir sin gustar una vez siquiera el ósculo redentor de toda su vida tan injustamente negra.
  Aquel otoño habíalos fraternizado más, en largas lecturas que eran vidas de santos, sangrientas de heroísmos y singularizadas por geografías montruosas; pero un día, aciago día, el malvado cuyos diez años de goce infernal exigían por fin el desenlace de la sangre, puso al alcance de sus penas la galante colección del Novellino.
  ¿Cuántas veces leyeron aquellas cien narraciones halladas por ahí, al azar, en una alacena? Quizá pocas, desde que tanto llegó a turbarlos la de Lanzarote del Lago.
  Fue en el balcón que abría sobre el poniente la alcoba de la castellana, durante un crepúsculo cuya divina tenuidad rosa empezaba a espolvorear, como una tibia escarcha, la vislumbre de la luna. Desde aquel piso, que era el segundo, se dominaba todo el paisaje condensado como un borrón de tinta bajo la luz lunar. Las densas cortinas obligábanlos a unirse mucho para aprovechar el escaso vano abierto sobre el cielo. Juntos en el diván, el libro unía sus rodillas y aproximaba sus rostros hasta producir ese rozamiento de cabellos cuya vaguedad eléctrica inicia el vértigo de la tentación. Sus pies casi se tocaban, compartiendo el escabel. Sobre la inmensa chimenea, una licorera bizantina que acababa de regalarlos con el delicioso licor de Zara, despedía en la sombra de la habitación el florido aroma de las guindas de Dalmacia.
  Ya no leían; y así pasaron muchas horas, con las manos tan heladas sobre el libro, que poco a poco se les fue congelando toda la carne. Sólo allá adentro, con grandes golpes sordos, los corazones seguían viviendo en una sombría intensidad de crimen. Y tantas horas pasaron, que la luna acabó por bañarlos con su luz.
  Galeoto fue el libro… –dice el poeta–. ¡Oh, no, Dios mío! Fue el astro.
  Miráronse entonces; y lo que había en sus ojos no era delicia, sino dolor. Algo tan distante del beso, que en ello cabía la eternidad. El alma de la joven asomábase a sus ojos deshecha en llanto, como una blanca nube que se vuelve lluvia al fresco de la tarde. ¡Y aquellos ojos, oh, aquellos ojos negros como dos golondrinas de la Pasión, qué sacrificio de ternura abismaban en el heroísmo de su silencio! ¡Ay, vosotros los que sólo en la dicha habéis amado, envidiad la tortura de esos amantes que, en el crepúsculo llorado por las esquilas, gozaban, padeciendo de amor, toda la poesía de las tardes amorosas, difundida en penas de navegantes, de ausentes y sentimentales peregrinos, como en el canto VIII del Purgatorio:
 
  Era già l'ora che volge il disio
  ai navicanti e 'ntenerisce il core
  lo di c'han detto ai dolci amici addio;
  e che lo novo peregrin d'amore
  punge, s'é ode squilla di lontano
  che paia il giorno pianger che si more.
 
  Pálidos hasta la muerte, la luna aguzaba todavía su palidez con una desoladora convicción de eternidad; y cuando el llanto desbordó en gotas vivas –lo único que vivía en ellos– sobre sus manos, comprendieron que las palabras, los besos, la posesión misma, eran nada como afirmación de amor, ante la dicha de haber llorado juntos. La luna seguía su obra, su obra de blancura y redención, más allá del deber y de la vida…
  Una sombra emergió de la trasalcoba, manchó fugazmente el pavimento de losas blancas y negras, se escabulló por la puertecilla que daba acceso al piso, y por él a la torre.
  Era el enano del castillo.
  Malatesta se hallaba en la torre por no sé qué consulta de astrología; pero todo lo abandonó, descendiendo la escalera interior hasta la planta donde estaba la alcoba de la castellana; aun debió correr para llegar a tiempo, pues era la pieza más distante de la torre.
  El éxtasis duraba aún; pero los ojos, secos ahora, brillaban como astros de condenación con toda la ponzoña narcótica de la luna. Aquella palidez desencajada tenía el hielo inconmovible de la fatalidad; y una pureza absoluta como la muerte los aislaba en la excepción de la vida.
  Materialmente, no habían pecado, pues ni a tocarse llegaron, ni a hablarse siquiera; pero el esposo vio en sus ojos el adulterio con tan vertiginosa claridad, con tal consentimiento de rebelión y de delito, que les partió el corazón sin vacilar un ápice. Y el pergamino le halla razón, a fe mía.
Fuente:
EDITORIAL  BABEL, 1924. BUENOS AIRES ARGENTINA.

martes, 9 de mayo de 2017

CUENTOS FATALES Leopoldo Lugones Agueda. Corriente literaria: Modernismo.


DEFINICIÓN DE
MODERNISMO
Se conoce como modernismo un movimiento artístico que tuvo lugar a partir del siglo XIX y cuyo objetivo era la renovación en la creación; valiéndose de los nuevos recursos del arte poético, y dejando las tendencias antiguas a un costado, por no considerarlas eficientes.

Modernismo
Si bien el término es aplicable a los diversos movimientos que se basan en lo expuesto anteriormente, especialmente se encuentra relacionado con la corriente de renovación artística que se originó entre finales del siglo XIX en América Latina en el ámbito de la poesía. El cual se diseminó por todo el continente y llegó a ser adoptado por muchos poetas europeos durante el siglo siguiente.
Fuente:
Fuente:
REFERENCIAS

Autores: Julián Pérez Porto y Ana Gardey. Publicado: 2009. Actualizado: 2009.
Definicion.de: Definición de modernismo (http://definicion.de/modernismo/)

CUENTOS FATALES

Leopoldo Lugones
Agueda


  A Arturo Cancela
 
  Al finalizar el siglo XVIII, fue terror de la Sierra Grande que dominaba desde su misteriosa guarida del Champaquí, el bandido cordobés Nazario Lucero.
  El cerro famoso, con su laguna que "brama" cuando lo pisa el forastero, sus nieblas de extravío, que "salen" justamente de la cumbre como espectros allí agazapados para inducir al caminante por el despeñadero fatal, y su permanente estado de repulsión eléctrica, que engendra el granizo sin nubes y ahuyenta a los cóndores, hallábase entonces cubierto hasta su mitad por tupida selva donde no lograba penetrar el mismo viento: tanta era, decían, la trabazón de la arboleda.
  No podía haber elegido el bandolero mejor fortaleza natural, y la leyenda habíase encargado de aislarla más, con el terror del sortilegio.
  Conforme a ella, el siniestro morador debía poseer las palabras que amansan al cerro, y que probablemente le había enseñado aquella vieja Donata de la vecina población puntana de Merlo, en cuyo rancho, según creencia general, pernoctaba a veces; pues sospechábanla bruja, a causa de sus conocimientos en hierbas y de sus ausencias inexplicables que un arriero aclaró sin querer, hallándola a gran distancia en cierta choza mal afamada del pago de Sabira, allá por la sierra cordobesa del Norte; y como según las fechas de la noticia, no puso ella más que una noche en volver, haciendo más de cien leguas, juzgáronla bruja voladora, de esas que transformadas en cuervos nocturnos suelen pasar por la obscuridad, aflautando con lúgubre confusión su charla sardónica.
  Poco a poco fue embrollándose también el tipo que atribuían al salteador.
  Unos dábanlo por rubio y casi endeble, asegurando haberlo conocido antes que se entregase a la vida bandolera. Otros pintábanlo ya maduro, moreno, picado de peste. Otros, todavía mulato, recio, mal engestado, presumido de cantor. Hasta mencionaban señas particulares: zarco de un ojo, cortado en el carrillo izquierdo…
  Lo cierto es que nadie conocía en los pagos su verdadera filiación, salvo los jueces y alcaldes comarcanos a quienes habíalo comunicado bajo reserva la autoridad superior; pues, por simpatía o por miedo, los vecindarios solían ayudar a los delincuentes de esa calaña.
  Uno que otro comerciante, enterado a su vez, avisaba siempre demasiado tarde la llegada del gaucho a su pulpería; no sólo porque éste presentábase siempre de sorpresa, sino al frente de la gavilla que se dispersaba al partir, dejando, probablemente, espías en el contorno. Los más preferían, en consecuencia, entregar las provisiones o el dinero que se les demandaba, y callar, aunque el bandido nunca imponía la promesa del silencio. En cambio, era durísimo su rigor con los delatores; y más de un cadáver colgado en las encrucijadas había acabado por infundir a todos el respeto de su venganza infalible. Degollados por un corte peculiar, que se llevaba la habladora lengua, aquel tajo era su marca: la marca de flauta, como decían, aludiendo simultáneamente a la muesca gargantil del pífano rústico, y al "canto" de la denuncia.
  Sólo por esto, y en pelea, mataba, y jamás había ofendido a criaturas ni a mujeres. Más de una vez, al contrario, hizo justicia por cuenta de desvalidos que nunca llegaron a ver la mano tremenda. Robaba siempre en grande, es decir, a los ricos, lo cual atraíale secreta popularidad que fomentaba tal cual rasgo caballeresco en sus aventuras de pillaje o de sangre.
  La última que se contaba era característica.
  Resuelto el saqueo de una estancia perteneciente nada menos que a la suegra del juez de alzada local, llega con su gavilla en el momento de un baile de cumpleaños; y por no molestar a las muchachas que se divertían, permanece gran parte de la noche tendido a poca distancia, con el montado de la rienda, casi sobre el patio delantero, hasta el fin de la diversión. Sólo cuando los concurrentes se han retirado en seguridad, rodea la casa y hunde las puertas a encuentro de caballo.
  Quince días después, atrevíase a presentarse en la propia casa de aquel funcionario, con motivo de otra reunión del mismo género, aunque en son de paz y dándose por comprador de ganados que recorría la comarca con sus peones: cinco paisanos de buen porte, quienes desensillaron lejos, por no estorbar, dada la gran concurrencia.
  El baile, diurno esta vez, como que iniciaba las fiestas de carnaval, hallábase en lo mejor, al sobrevenir de las quebradas olorosas que iban llenándose de serenidad azul, la frescura de la tarde.
  Nadie sospechó la audacia, como no fuese acaso, el juez, quien, entonces disimularía sintiéndose dominado por los bandidos; pero, esto fue mera suposición de los comentarios posteriores al incidente, y vale más presumir a la autoridad tan engañada como los otros, dado que ni conocía al gaucho personalmente, ni habríase acobardado, quizás, por carecer de fuerzas, sin intentar algo al menos con sus numerosos domésticos y convidados.
  Lo cierto es que el desconocido agradó desde luego con su simpática desenvoltura.
  Su pinta señoril no escapó a la primera ojeada de aquellos hidalgos montañeses, preocupados del linaje con absorbente prolijidad.
  Esbelto hasta parecer más aventajado en su mediana estatura, fundida en bronce a rigor de sol la tez, su obscuro cabello, partido a la nazarena, suavizaba con noble mansedumbre la tersura de la frente. Pero, bajo las profundas cejas que hispía por medio permanente contracción, imprimiendo a su fisonomía la torva fiereza de un ceño de gavilán, sus ojos verdes clavaban con lóbrega intensidad un rayo de acero. En aquel engarce felino, las pupilas de negra luz parecían retroceder tras la emboscadura de la barba que caía en punta sobre el pujante pecho, acentuando una impresión casi fatal de audacia y dominio. Dijérase que una elástica prontitud estaba vibrando en sus muñecas delgadas. Su elegancia retenía, sin abandonarse jamás, un evasivo apronte de salto. Pero todo esto sin ansiedad ni felonía, antes con una poderosa confianza que parecía exhalar su pausado aliento. Su traje gaucho, completamente negro, acentuaba la prestigiosa impresión.
  Y cuando salió a bailar con la hija del dueño de casa un gato de cumplimiento, disculpándose por no saber más danzas que las campesinas, y por no quitarse las espuelas, descortesía que sorprendió, aquel doble detalle gaucho tornólo más interesante, al contrastar con su pie de raza y con sus largas manos que granizaban la fuerza en castañetas inauditas. Nunca se vio cintura más fina bajo el tirador de ochenta patacones, ni gentileza igual en un arreo campestre.
  Mas, para satisfacción del orgullo comarcano, su pareja era digna de él.
  Andaba por esos pagos, quién sabe hasta dónde, la nombradía de muchacha tan hermosa.
  Y a fe que la merecía, no obstante su orgullo, justificado por la décima cuyo final lloraba la desdicha de un poeta inconsolable:
 
  Y hundido en mis desventuras,
  he de mirarla más bella,
  que es condición de la estrella
  brillar desde las alturas.
 
  Había que ver la líquida claridad de aquellos ojos garzos en aquella pensativa palidez de azucena. Y bajo los cabellos castaños que difluían un leve matiz de miel, la pureza angelical del rostro ligeramente entristecido de perfección, como todo lo que la belleza aísla al divinizarlo.
  A la ondulación de la falda cándida, parecía deslizarse, que no andar, como flotada en un lejano resplandor. Profundizábase en su mirada el misterio del agua crepuscular; y sonreía en sus labios de alzada comisura juvenil, aquella ironía virginal que se endulza, como soñando, a la sombra de la pestaña.
  Ternura no exenta de recóndita altivez que era el temple de la fibra castiza, visible, como el del acero, en el azul de la sangre hidalga.
  Así su encanto adquiría un predominio de excelsa flor, manifestando en su propia delicadeza aquella trágica vocación de las almas nobles, que parece erigir en su alabarda sangrienta la belleza casi cruel del lirio heráldico. Nada extraño, pues, que al pasarle la guitarra al forastero, éste le dedicara, visiblemente, las audaces décimas que el recuerdo ha conservado, y que sólo pudo disculpar el respeto de la poesía:
 
  Si pude tomar por vida
  lo que hasta hoy fue la cadena
  con que el hastío y la pena
  tuvieron mi alma rendida,
  ventura desconocida
  descubrí en mi propio ser,
  desde que llegué a saber,
  por tus hechizos cautivo,
  que para quererte vivo,
  porque vivir es querer.
  Antes que dejar de verte
  después que te vi, alma mía,
  gustoso preferiría
  las tinieblas de la muerte.
  Nudo al lazo de mi suerte
  quiso así el hado ceñir;
  con que, si llego a partir,
  ausente de ti me muero.
  Ley de Nazario Lucero
  te lo jura hasta morir.
 
  Y ante el asombro casi hostil de la concurrencia, ahuyentó los recelos, comentando en tono jovial:
  –Creía que anduviesen ya por estos pagos las décimas del bandido del Champaquí.
  Poco rato después, la joven debía conocer el secreto de aquella dedicatoria con que el desconocido le acababa de cantar la vida y la muerte.
  –¿Conoce usted a ese gaucho? –habíale preguntado con natural interés, en un aparte que los obligó la abundancia de parejas.
  –Bastante –dijo él con una sonrisa–, pero me interesa más hablar de otra cosa. Hace mal, Águeda –prosiguió, nombrándola con audacia–, en atender a ese muchacho que la corteja.
  –¡Pero si es mi novio!… –respondió ella, extrañadamente distraída ante aquella familiaridad que cualquier otra vez habría recibido como un ultraje, y que no advirtió, en la preocupación de seguir con los ojos a las criadas ocupadas de encender los candelabros.
  –¿Su novio? ¿Y dónde está ahora? –indagó el forastero, mientras observaba con veloz reojo la noche cerrada ya.
  –En Córdoba. Fue por las dispensas, porque somos primos.
  –Así me explico su indiferencia con usted la otra noche, en el baile de misia Marta.
  Bruscamente, había ella comprendido.
  –¿De modo que usted?… –musitó, guardando, sin saber por qué, el secreto terrible.
  El gaucho, sin contestar, sentóla delicadamente, contando con lo que tardaría en reponerse de su impresión.
  Ganó la puerta como una sombra, y deteniéndose allá, silbó tres veces, misteriosamente, a la noche.
  Luego, tornando ante la joven, inclinóse con una sonrisa, para decirle en voz baja, pero imperiosa:
  –¡Si se mueve o grita, los pierde a todos!
  Pasó un minuto en la distracción de la danza y de las conversaciones más animadas que nunca…
  Y de repente, mugió, afuera, anómalo torbellino. Brusca ráfaga embocóse por la puerta, apagando las bujías; cinco o seis trabucazos paralizaron toda acción entre el griterío; rodaron muebles, estallaron barrotes, la perrada cerró inútilmente contra el grupo de bandoleros que partía a toda la furia de los caballos –y cuando la joven volvió en sí, hallóse entre los brazos de un jinete desconocido, bajo el silencio y la sombra del monte, percibiendo el paso de varias cabalgaduras y oyendo sin distancia, en la soledad, el gemido de los pájaros nocturnos.
  Comprendió que estaban lejos de todo poblado, y tras un estremecimiento de horror y desolación, la valiente sangre de la casta le subió al pecho en una inflamación de odio. Siniestro regocijo le agrandó el alma, al sentirse sin ningún miedo. Sabría morir ante la canalla. No le pasó, siquiera, por la mente, la idea de gritar o revolverse desesperada.
  La gravedad del percance imponíasele con una sorda evidencia que templaba su voluntad en una especie de repliegue supremo.
  Salían en eso a un descampado, y el grupo subdividióse en tres parejas, según las órdenes de un jinete inmediato que indicó lugares de nombre desconocido:
  Las Estacas, El Despenao…
  Entonces comprendió ella, por esa voz, que no iba en brazos del salteador, como creía.
  Disimulada, agazapada mejor dicho en un repliegue del monte cubierto por molles centenarios, la guarida, aprovechando cuevas naturales, que habían ensanchado y techado con destreza, era invisible hasta muy corta distancia.
  Sólo dos habitaciones, propiamente dicho, dos amplias chozas unidas, pero sin puerta medianil, y muy bajas de techumbre, contenían muebles: la primera, una cuja tapizada de damasco, dos sillones incrustados de nácar pero desparejos, un espejo de buena luna y una cómoda con fina ropa de mujer. La otra una mesa, un escaño y un catre rústico; y arrimada contra la pared del fondo, una batea de lavar.
  No se encendía luego sino de noche, para disimular el humo, y en las hornallas de tierra para evitar reflejos. Los rodeos pacían en quebradas distantes, y sólo se carneaba allá, a fin de que los cóndores no remolinaran con vuelo indicador sobre la guarida.
  Para tomarla completamente inexpugnable, el único camino de acceso era un arroyo correntoso cuyo cauce debía seguirse más de una legua, y que, al llegar, borbollaba en verdaderos rápidos: con todo lo cual no había rastreador que pudiera.
  La pared de montaña, que daba fondo a cuevas y chozas, perforada en dos o tres puntos, permitía observar el valle del lado opuesto, como por las aspilleras de un bastión; y en todas las otras direcciones no había más que precipicios, negros de selva.
  Arriba, como un ancho río azul, corría el cielo, mezclado con los nubarrones del Champaquí.
  Un silencio abismal, uno de esos clarísimos silencios de montaña, en cuya cristalina sensibilidad canta la sangre al propio oído, perfeccionaba la soledad en una especie de pureza desolada.
  El murmullo del arroyo fundíase en la serenidad hasta desaparecer, de tal suerte que se oía el más leve cuchicheo de pajonal.
  No había un perro ni un ave doméstica; los gauchos, taciturnos, apenas hablaban, y sólo de cuando en cuando oíase ensordecido por la profundidad de las cuevas dispuestas como pesebres, algún relincho de caballo.
  Por el silencio y la disposición era insospechable, pues, toda vivienda humana a media cuadra de la guarida.
  Instalada en la habitación del espejo desde la noche fatal, había pasado Águeda su primera semana de cautiverio.
  El horror de aquellos días transformábase en quietud siniestra.
  Vencida por la intemperie, si fracasaron sus primeros propósitos de no descansar ni comer, el desdén de su alma ofendida sin remedio, no cedería jamás.
  En vano fingía el miserable caballeresca sumisión. Sus pocas palabras, quebradas de angustia con habilidad, su moderación suplicante, estrellábanse y estrellaríanse hasta el fin en su silencio de mármol.
  La audacia del salteador iba a saber lo que era la dignidad, que aun indefensa había contenido ya su pasión infame.
  Pero el tiempo corría, sin que modificara aquél su actitud, enteramente contraria a semejantes suposiciones. Desde el primer día, así que la joven, extraviada en la inanición, aceptó, más bien por instinto, un poco de alimento, habíase explicado con grave melancolía:
  –La he traído acá porque sin usted no podía vivir. Quince días me pasé sin pegar los ojos de inquietud, desde que la vi, sintiendo en todo lo que probaba el ardor sediento del corazón que se me venía a la boca en tragos de sangre.
  "No creo que este amor sea mi dicha, sino mi maldición de condenado. No quiero pintarle arrepentimiento ni pedirle compasión. Sé que no la merezco. Y lo que he hecho lo volvería a hacer para no matarme. Porque mientras usted viva, no quiero morir.
  "Tampoco abrigo ninguna esperanza. Este amor es mi castigo… desde que allá la vi… "
  Y con voz sorda, como hablándose desde una profundidad:
  –¡Con razón me dijo mamá Donata que no fuera! Luego, volviendo a hablar con su cautiva:
  –Desde que la vi allá, tendido en la sombra, resuelto a mi empresa de salteador, comprendí que estaba perdido.
  "Y dondequiera que mirase, sus ojos me salían hasta de las piedras.
  "A nosotros, en nuestra perra vida de criminales, las penas y los amores nos entran así, de golpe, como puñaladas.
  "¡Eso había sido el amor, que pierde al hombre! "¡Qué poder el de la pasión!
  "¡Tan linda usted! ¡Tan linda y tan pura!
  "¿Y no ve que estoy temblando como si le tuviera miedo?
  "¡Si yo quisiera no quererla!
  "Pero, con cerrar los ojos, no voy a apagar la luz que llevo en el alma.
  "Aunque usted, no lo va a creer ahora, nunca la tocaré. Nunca intentaré ganarme su afecto…
  "Pero tampoco la entregaré jamás. Aborrézcame, que es bien justo. Yo soy su desgracia. Pero usted es mi dolor. Queriéndola como nadie la va a querer, ninguno hay ante usted más vil ni más culpable. Y éste es mi amargo destino. Comprendo que así destruyo su vida, tan digna de ser hermosa. Es que yo nací para el mal. No, no, nunca la entregaré. Usted me pertenece como si fuera yo la muerte."
  Su negro traje, su abismada palidez, imprimíanle una grandeza fatídica.
  La joven sintió pasar en aquellas palabras la inexorable perdición. Mas, con una especie de heroísmo desgarrador, advirtió también que el alma se le hundía sin temblar, entera, como una gota sorbida, en el mármol de su silencio.
  Con frases en que parecía sollozar un ronco espasmo de aneurisma, el hombre continuó, inflexible, bajo esa lógica fatal del delirio lúcido:
  –Mande aquí a todos, disponga de todo. Estos muebles que sólo con mucho riesgo he podido conseguir, no son robados. Tenga confianza. Nunca me habría atrevido a hacerle parte en mis saqueos.
  "Yo no soy lo que usted cree: un gaucho vil. Mi familia es de linaje. Pero el destino me perdió. No tuve suerte… " Contúvose de golpe, como aterrado.
  Los nobles ojos de Águeda clavaban en él el desprecio de su limpieza.
  ¡Cómo! ¡Un hombre de su clase, con su honra y su sangre que cuidar, había podido volverse salteador de caminos! ¡Qué eran, entonces, sus disculpas, sino una vileza más despreciable todavía!
  Sintió él pasar ese pensamiento en la instantánea flagelación de un relámpago. Y con mayor sumisión a la fatalidad que lo dominaba:
  –No la tocaré nunca –insistió–. Por eso no la traje acá en mis brazos. Conozco las hierbas del amor y del sueño. Pero jamás se las daré. Puede estar segura. Descanse ahora un poco. Recuéstese. Podría enfermarse. Salió de repente, como arrancándose a su dolorosa fascinación.
  Una lívida tarde ateríase ya en la brusca frialdad del páramo.
  Y la soledad, el contacto de la helada sombra, angustiaron a la cautiva con súbita evidencia: iba a postrarla, sin duda, la acción narcótica del aire montañés, cuya sutilidad sofocábala con vago mareo.
  Entonces decidió pasar sentada la noche, sin desvestirse, arropándose con las colchas, en un acurrucamiento de hostilidad y de alarma.
  Mas, algunas horas después tras un sueño que fue más bien vértigo doloroso en el extravío de una pesadilla desmesurada, pasó por sus carnes el horror de la agonía.
  Punzábala de sien a sien un dolor turgente de martillazo. El corazón llenábale pecho y garganta con desordenado aleteo, y el alma se le iba, como socavándola en dispersa liviandad de humo. La penetración del frío hacía de todo su cuerpo un solo dolor. Sentíalo ya hasta dentro de la boca, como un glóbulo de granizo. Y los dientes castañeteáronle de tal modo, que el gaucho, oyéndolo, volvió a entrar, con un viejo candelabro de cuatro luces en la mano.
  Minutos después, reanimada por una tisana aromática que otro de los hombres sirvióle con mudo respeto, consentía en recostarse cuando quedara sola, bajo una seguridad cuya certidumbre empezó a sentir.
  –Dejaré la luz –había dicho el bandolero asentando el candelabro sobre la cómoda–. Mañana se pondrá una tranca a la puerta. Nadie entrará esta noche sin su permiso.
  –Está bien – respondió ella con voz seca–. Pero si alguien llega a entrar sepan que me arrancaré los ojos.
  –Nadie entrará – reafirmó el bandido, estremeciéndose ante la tremenda evidencia de aquella decisión.
  Y clavando, al salir, su daga en el umbral:
  –¡Ni el mismo diablo! –añadió sordamente.
  Así aseguraba su promesa ante la joven el puñal que no habría deshonrado ni el más infame salteador, y atajaba a Satanás la cruz de la empuñadura.
  Transcurrieron días, semanas, meses, en la misma monótona y sombría tristeza.
  La alcoba de la prisionera fue amoblándose más y mejor, la satisfacción de sus necesidades perfeccionándose con secreto automatismo, hasta que se halló, como dicen, servida al pensamiento, aun cuando casi no veía las manos diligentes.
  Pero, ceñida a lo estrictamente indispensable para el recato y el aseo, allá iban percudiéndose con el desuso la ropa de encaje, y cubriéndose de polvo, amontonadas en un rincón, las alhajas y prendas de lujo que el gaucho de tiempo en tiempo le ofrecía.
  Separada del mundo entre aquellos hombres siempre callados, bajo la vigilancia del trágico amante, más sumiso y torvo cada vez, consolábase rezando largas horas, como por una muerta. Que por muerta, o, peor aun, por deshonrada, la darían en los pagos familiares y en la vieja estancia de los días felices.
  El gaucho cumplía su promesa.
  No intentaba sin su permiso el más mínimo acercamiento, ni pronunciaba una palabra de amor, limitándose a mirarla inmensamente con ojos resecos que atenebraba la pasión, quemada la boca por el hondo anhelar, desolada la frente, devastado el gesto que de pronto encendían con febricitante resplandor, internos relámpagos.
  Pero nada podía con su helado desdén. Nunca mellarían aquella piedra de su voluntad la compasión ni la esperanza. Y esta certidumbre exaltábala a una luminosa impasibilidad de martirio. Su silencio era absoluto como la eternidad. Dijérase que el frío de la noche de horror había congelado su corazón para siempre.
  Una siniestra conformidad acabó por extinguir en ella hasta el deseo de muerte de los primeros días. Sólo allá, muy adentro, tras los bruscos arranques de impotente frenesí que de tiempo en tiempo sacudían su entraña, mordía acérrimo el odio.
  Entonces refugiábase más sombría en su voluntad, más dura, más helada, hasta adquirir paulatinamente una impasibilidad que no se hubiera conmovido de oír derrumbarse el mismo cielo a sus espaldas.
  Ciertas noches de insomnio y de frío, escuchaba en la habitación contigua la conversación parsimoniosa de los gauchos que se refugiaban, corridos por la intemperie, a comentar sus aventuras: indicación de que el jefe andaba de expedición con los otros.
  Nadie, estando él, entraba allá por la noche; y para evitar, sin duda, la sorpresa de aquella transgresión, nadie quedábase a dormir allá tampoco.
  El rancho, con todo, nada extraño contenía, fuera de la mesa, el escaño, el catre, la batea y un desusado candil en el hueco de la aspillera.
  Por allí debía verse alguna estrella a cierta hora de la noche, pues varias veces la reunión concluyó tras esta advertencia:
  –Muchachos, ya está la estrella en la ventana.
  Refunfuñando su frío, todos apresurábanse, sin embargo, a partir.
  Desde su siempre atrancada habitación, la joven recogía con doloroso interés exclamaciones y retazos de frase. Así habíase enterado de famosos crímenes, de misteriosos auxilios que no llegaba a comprender, parecidos a hechicerías; de su propio rapto y de la persecución a muerte emprendida contra el salteador por los suyos; y hasta de que ya andaban de pago en pago las décimas fatídicas que el Lucero había prohibido cantar con su nombre, como celoso del recuerdo de amor, substituyendo el verso por este otro: "ley de amante verdadero", que ellos respetaban también.
  Tras la cortina de bosque y piedra que parecía enterrarla en la soledad, rondaba, pues, la quizá inminente venganza.
  Imaginaba ver en la empresa al duro padre, de voluntad cerrada como un muro: al hermano, jovencito, pero ya temerario; al primo y novio, no muy querido en verdad, pero que sin duda le destinaban bien para esposo.
  Un deslumbramiento de esperanza acabó por embargar su espíritu. Cierta sospecha, vaga pero incisiva, revelábale algo así como un comienzo de abandono en la disciplina de los bandoleros, a quienes debía parecer indigna debilidad la pasión del jefe.
  Hasta que una vez, luego de calcularlo mucho en sus largas contemplaciones del valle por las troneras de espiar, única distracción de sus tristes días, decidió intentar la evasión. Seguros de su pasividad, inalterada durante un año, los hombres de guardia habíanse rendido al frescor de una hermosa noche.
  Atajando por los rápidos, y decidida a matarse si debía ocurrir, descolgóse con ese instinto montañés, rayano en inspiración, por el espantoso despeñadero. Las tinieblas evitábanle el vértigo y el horror que a la luz del sol no habría podido resistir, y la falta de perros le era también favorable. Sólo al empezar el descenso, habíala alarmado el sonoro remonte de una grande ave nocturna.
  La densidad del arbolado era, en suma, su mejor protección contra la caída, inevitable de otro modo. Pero nada más espantoso también que aquella maraña crispada en monstruosa torcedura de hostilidad al trasluz de las estrellas. Nada más tremendo que todo ese lúgubre ramaje donde parecían colgar harapos de silencio y de sombra, y todo ese pavor de inmensidad estrellada, sobre el mísero ser, tiritante en pleno abismo.
  Bamboleada ante hoyos de noche cuya profundidad sentía en el retumbo de los desprendidos guijarros; casi colgada de ramas que asía al tanteo; crispado a cada instante el pie sobre el riesgo mortal de tajantes deslizaduras; arañada por espinales que le arrancaban al pasar jirones y cabellos; desamparada hasta la demencia en la angustiosa inmensidad, llegó por fin al fondo del precipicio, entre peñas imponentes, donde le advirtió un remanso el reflejo de las estrellas.
  Un pedrusco saltó bajo su mano, al azar del roce, dio sobre el agua, revelando la hondura con sumido hipo musical.
  Y entre las rocas que parecían escollos de la tiniebla enorme, astillaron el sombrío cristal dos o tres puntazos de estrella.
  Entonces, bajo esa difusa claridad, uno de los bultos se movió, adquiriendo la forma de un jinete. Y al brutal repelón del miedo, la conocida voz grave y triste del salteador dijo tranquilizando:
  –No se asuste, por Dios. Soy yo. No se mueva, que arriesga ahogarse.
  Dulcemente, para no aterrorizarla más, sin una palabra de reproche que habría sido indigna de tan asombrosa arriesgada, el hombre desmontó al punto, alzóla como una pluma a los lomos de su caballo, envolvió con mimo en su manta los pobres lastimados pies, ya descalzos al rigor de la aspereza, y echó a andar, llevando al animal de la brida, por el fondo del valle.
  Como la primera noche, gemían en la sombra los pájaros de la soledad.
  Y la joven rompió a llorar en silencio su frustrada ilusión, con amarga pena.
  ¡Por qué le faltaron fuerzas para tirarse al agua y concluir, en vez de obedecer a la voz maldita!
  Tres días postróla en cama el envaramiento. Tres días malos, en los que el cerro, enojado tal vez por la evasión, estuvo lapidando rebramante granizo.
  Al caer la tercera tarde, bajo la recobrada temperie que parecía mullirse de golpe en una eterna serenidad, el gaucho había entrado a la alcoba, lo que hacía rara vez, con el candelabro encendido ya, por lo cercano de la noche.
  Y con su tono de sombría delicadeza:
  –No busque fugarse, habíale dicho. Aunque mis compañeros se duerman, hay gente en el aire que me lo sabrá advertir.
  ¡Gente en el aire! ¿Qué nuevo enigma atroz escondían esas palabras?
  ¿O no eran más que un subterfugio, para impresionarla tal vez?…
  Con esa penetración que sólo da el amor desdichado, el bandido discernió.
  Y poniéndose en el vano, ya casi obscuro de la puerta, silbó como aquella vez.
  –Va a venir el viento –dijo–. No tenga miedo.
  La calma era perfecta. El silencio clarísimo.
  Pero, casi al punto, palpitó un susurro en la línea más cercana de la arboleda.
  El aire hinchóse con tibio soplo, arrastróse bajito con la fatiga de alas de una garza crepuscular, penetró a la habitación abanicando calladamente, apagó las luces con suavidad, como una mano…
  Casi instantáneamente, a la voz del gaucho:
  –¡Otro candil! –un hombre apareció trayéndolo.
  La joven, muy pálida, pero siempre valerosa, habíase defendido de la diabólica presencia con un gran signo de cruz.
  Y él limitóse a afirmar con voz más sorda que de costumbre:
  –¡Ahí verá. Puedo y no quiero!
  Mas ella, al quedarse sola, recordó. Con razón, entonces, uno de los gauchos, durante cierta noche de aquellas en que, ausente el salteador, comentaban los restantes sus aventuras, había dicho riendo:
  –Parece que para curarse el mal de amor ha hecho trato con el mandinga.
  La calma de una larga ausencia, que el buen tiempo acentuó con fijeza no menos prolongada, mantuvo invisible al gaucho. Anómalo suceso que indicaba la importancia de su correría.
  O era, quizá, que despistaba a sus perseguidores, haciéndose ver en algún pago lejano.
  Una madrugada, por fin, sintióse en la guarida desusado movimiento. Hasta pareció oírse, entrecortada, una agria voz de mujer. La joven recibió del gaucho que la servía la orden de no salir; pero no tardó en comprender que el salteador volvía herido.
  Sobrevino después larguísimo silencio: luego, presuroso ir y venir de varias personas: luego, el silencio otra vez.
  Mas esa noche, en la conversación de los bandoleros, animada como nunca, supo la alentadora verdad.
  El heridor era su propio hermano. Habíanse encontrado en una pulpería que Lucero y dos de sus hombres acababan de saquear.
  Los otros eran seis; el hermano, el novio y cuatro vecinos que patrullaban con ellos.
  El gaucho, al frente, certero como nunca, despachó dos, en un verdadero relampagueo de puñaladas.
  Uno, el novio y primo, quedó arrastrándose por ahí, con las entrañas en la mano. El otro, a quien no conocían, cayó muerto al grito, ensartado por la garganta.
  Otro sucumbió a manos de un bandolero; otro, herido, huyó, seguido por el que ileso quedaba, y sólo el muchacho, con ser tan joven, le hizo pie al mismo Lucero, sediento de venganza.
  Al encontrarse en choque singular, el salteador había ordenado:
  –¡Nadie lo toque, suceda lo que suceda!
  Mas, a los primeros quites, advirtióse que el mozo no era de jugarreta ni desarme.
  El duelo entablábase a muerte, y aquel atacaba con tal pasión, que Lucero apreció al punto el dilema.
  Y entre huir por primera vez, manchando su fama, o matar a su adversario sin remedio posible, envainó resueltamente el puñal.
  Pero el otro no supo o no quiso entender la desesperada nobleza de aquella actitud que se le entregaba, más que en el abandono del ademán, en la mirada de arrogante melancolía.
  Y saltando sobre el bandido, le hundió dos veces el puñal hasta la guarda en el pecho.
  Entonces los otros, aunque respetando la orden, interpusiéronse, daga en mano, entre el jefe, que permanecía indefenso y firme, pujándole en el doble borbollón de sangre el corazón tumultuoso, y el audaz vengador, que se retiraba tranquilo hacia su caballo.
  Montado ya, volvióse todavía hacia el grupo; cruzó en silencio, con la del gaucho, su implacable mirada y, siempre desnudo el puñal, se perdió al tranco en el monte.
  Hubo un silencio, como de quienes escuchan. Y la voz del narrador comentó sentenciosamente, a modo de epílogo:
  –¡Bienhaya el modo de querer!
  La joven oyó apenas aquella frase. Un ansia de sollozos, en la que se mezclaban confusamente el orgullo y el dolor, descuajóle las entrañas. Dolor del pobrecito muchacho, quizá, a esas horas, muerto por ella; y orgullo, a un tiempo enternecido y feroz, por la bravura de su sangre. No era ella sola, pues, quien se atrevía con el bandido.
  Allá cerca agonizaba, castigado por el puñal del hermano que no la olvidó. Una solemnidad de expiación, de justicia capital, flotaba en la noche –la gloriosa siniestra noche de la muerte y de la venganza.
  No la engañaba el oído cuando creyó percibir una voz femenina, la madrugada del regreso.
  Algunos días después, entraba a la habitación una vieja de mísera catadura que, luego de saludarla con bondad, dijo, sentándose familiarmente:
  –Va mejor el hombre. Suerte que fue corto el cuchillo. Me encargó que la saludara y que viera cómo está.
  Calló un instante, y, suspirando:
  –¡Lindo, no más, tiene que estar un ángel del cielo!… Repugnóle la alabanza como un insulto, y bruscamente volvió la espalda a la entrometida.
  Cuando ésta salió, tras dos tentativas inútiles de entablar conversación, hízose cargo de las cosas.
  Sería la médica de quien había oído hablar en las conversaciones del rancho contiguo: la bruja, a no dudarlo.
  Nueva y más peligrosa inquietud, que venciendo su repugnancia del espionaje, inquebrantable hasta entonces, indújola a ensanchar con maña, durante la soledad de la siesta, cierto resquicio del tabique medianil.
  Faltaba el catre ahora; y por la ventanita del fondo, entraba y salía con el viento, un vástago de escorzonera. En el aire, donde zumbaba un abejorro explorador, parecía flotar remota quietud de ruina. El viento había arrinconado entre el polvo un puñadito de plumas negras.
  ¿Por qué le dio todo aquello en el corazón, estremeciéndola como una advertencia?…
  Dos días estuvo sin atreverse a mirar, dominada por esa extraña impresión.
  A la tercera noche, muy tarde ya, parecióle oír ligero ruido. Una vislumbre entraba a la vez por el resquicio del tabique. Debía ocurrir algo singular, porque los hombres salieron de allá mucho antes.
  Pudo, entonces, más su alarma que su miedo, y pegándose a la pared atisbó ansiosa.
  La batea hallábase de plano en el centro de la habitación, con uno de sus cabezales hacia la ventana abierta. Al opuesto lado, el candil lanzaba desde el suelo, junto a la pared, vacilantes resplandores.
  Entre él y el otro cabezal que rozaba con sus pantorrillas, la vieja, de espaldas a la batea, erguía su desnudez horrenda y verdosa.
  Solamente los cabellos, de negrura extraña para su edad, flotábanle partidos sobre los hombros.
  Cruzada de brazos, acababa, sin duda, un conjuro que en apagado gemido estremecíale los labios.
  Tremendo escalofrío la cimbró como un mimbre, sus ojos blanquearon en siniestro vértigo, y con clara estridencia lanzó al aire la fórmula de salir:
  ¡Sin Dios ni Santa Maria,
 al pedregal de Sabira!
  Soltóse, rígida, de espaldas sobre la batea, cayendo exactamente en la cuenca, con aplastamiento fofo; su cabeza dio de nuca en el borde, saltó, desprendiéndose, rebotó hasta la ventana, donde transformada ya en cuervo nocturno, violentó con seco aletazo el aire, apagando de retroceso el candil, y lanzándose a la obscuridad con lúgubre risotada.
  En el vano tenebroso, quedaba brillando, grande y clara, una estrella…
  Cuando Águeda volvió a encontrarse en su lecho, comprendió que estaba descubierta. Por primera vez desde que se hallaba en poder del salteador, sus fuerzas la habían traicionado.
  Sacudíala con intermitencia de fiebre, un incontenible sordo lamento.
  Volvía a ver, sin poder evitarlo, en la última llamarada de aquel candil, el cuerpo descabezado, lívido, las costillas resaltantes bajo el pellejo de rana; y el siniestro pájaro de la obscuridad, con su aletazo y su grito. Acompañado por uno de los bandidos, Lucero contemplaba aquella desesperación con grave tristeza. Leve delgadez, indicaba apenas el peligro de muerte que acababa de correr.
  –¡No quiero verla más, no quiero verla más! –gemía, incansable, el sordo lamento.
  Y el bandolero, de golpe, se decidió:
  –Está bien –dijo–. No la verá más. Cálmese ahora. La vieja se irá esta tarde. Todavía duerme, porque ha de haber volado mucho. La mataría si la despertara. No volverá nunca; aunque esto sí, ahora, va a causar mi perdición. ¡Pero qué importa!
  Águeda padeció, no obstante, su acceso hasta muy entrada la noche, cuando una de aquellas tisanas montañesas, que aceptó por fin, a medias enajenada, la hundió casi de golpe en negro sopor.
  –La vieja se ha ido –anunciaba al siguiente día el salteador, entrando en la alcoba.
  "No volverá nunca y yo me perderé. Pero así es justo, puesto que usted lo ha querido."
  Y para cambiar de conversación, al ver extraviarse fugazmente los amados ojos, dijo con su modo peculiar, en frases como tajadas:
  –¡Cuánto tiempo sin verla! Me hirió su hermano. Me pegó bien. Por suerte era corto el cuchillo. Pude matarlo. Jamás tocaré a uno de los suyos… Como no la toco a usted.
  La voz enronqueciósele de pronto, con quebradura tan honda, que más parecía hablar por la puñalada reabierta:
  –Fue mi destino. La mala estrella con que nací…
  Sacudió con abandono fatal la cabeza agobiada de cabellos lóbregos:
  –… Para perderme y perderla –añadió con voz más opaca–. Pero a esta pena la quiero como a mi mismo amor, porque al fin nos une.
  Muda, helada, como siempre en el aislamiento de su dolor, angustiaba ella sin mirarlo, hasta quién sabe qué profundidad de ausencia, tan lejos que parecía írsele a la eternidad, la mirada de sus ojos extrañamente claros.
  La vislumbre de la tarde poníase como dolorosa de limpidez en el silencio formidable del monte.
  Así corrieron tres años.
  Pero, ni tan largo padecimiento, consiguió alterar la firmeza, por cierto marmórea, de la hermosura serrana.
  Al contrario, ennoblecida por la pena, esclarecíase más nítida su palidez: su mirada azul era más líquida y más honda. La exaltación del dominio que ejercía sobre el alma siniestra, comunicábale, aunque involuntaria, una especie de resplandor, como la llama infernal transparenta en rosa el ala intacta del serafín.
  La devastación era, en cambio, profunda sobre el bandido.
  Aborrascado, ahora, de pelo y barba, empezaba torvamente a encanecer. Sus ojos no eran más que dos agujeros lóbregos. Su boca descaecida, crispábase con angustia casi animal, de tanto morder, para enfrenarla, la sollozante desesperación. Abatíase, asolada de tempestad, la rugosa frente. Notábase un amago de oblicuidad en el tronco de su fuerza. Su rostro endurecíase en una especie de palo grosero, como rajado a tajo de hacha. Y ni la barba escondía, tan profundamente labrábanle ya la tez, aquellos surcos funestos con que socavan por dentro al varón las lágrimas no lloradas.
  Las excursiones de la gavilla fueron haciéndose más frecuentes sin él. Conservaba, a no dudarlo, ante aquélla, el prestigio de su valor, pero tal vez ya no el de su energía.
  Una de esas veces, en que habíase quedado con tres hombres tan sólo, bramó el cerro al amanecer.
  Los gauchos partieron, contando por cierto volver de día, puesto que dejaban sola a la prisionera; ya que le sería completamente imposible evadirse a la luz del sol, sin ser vista desde lejos.
  El cerro bramó tres o cuatro veces más, hasta el mediodía, aunque no hubiese ningún indicio de tormenta. Señal de que andaban siempre forasteros en su macizo.
  Comenzaba a ladear el sol, cuando Lucero apareció de repente, empapado por el cruce del arroyo a pie, solo, deshecho de aspecto y traje, tuerta en su mano casi por mitad la daga.
  No intentó, siquiera, rearmarse, enderezando a la alcoba, donde entró por primera vez sin la habitual cortesía, para dejarse caer con desaliento en uno de los sillones.
  Al descubrirse, un hilo de sangre brotó de entre sus cabellos, rodó por la sien, hasta cuajarse en hebra espesa sobre la barba.
  –Faltó la vieja y me perdí –murmuró con amarga sonrisa–. Me han vencido. Van a llegar. Ya no importa. Lo único que anhelaba era verla antes de morir. Águeda, erguida junto al lecho, había palidecido con ansiedad mortal.
  ¡Van a llegar! ¿Quiénes?… ¿Ellos?…
  Llenó en eso la guarida un feroz tumulto, pataleado por violentos caballos. Súbita polvareda envolvió al rancho, entre un choque de armas y espuelas.
  Y en la puerta, al frente de apretado grupo que apuntaba con naranjeros y tercerolas, apareció el propio juez, cano del todo ya, pero siempre recio, inflexible, con su rudo ceño y su mandíbula de adobe.
  Al darse de pronto con el salteador, contúvolos un instante la sorpresa.
  Un instante, no mas…
  Cuando, como alzada en un vuelo, la joven interpúsose, abiertos los brazos, delirantes los ojos, desgarrada en supremo grito la voz:
  –¡No le tiren!
  Fue como si detrás se hubiera hundido de golpe el mundo.
  Y en el asombro de la situación que dominaba, alta en su blancura inmaterial, como un arcángel, añadió con dignidad sombría:
  –He resuelto ser su mujer. ¿No lo ven como está, vencido, herido, acabado, viejo y solo? Todo lo ha perdido por mí: su cuerpo y su alma. No le quedo más que yo. Por mí se perdió. ¡Por quererme a mí como nadie ha querido nunca!
  Pero, aquí, la tradición difiere.
  Unos dicen que el ofendido padre ordenó tirar, abatiéndolos con la misma descarga. Que de su sangre, así unida, brotó la azucena roja, siempre solitaria, y raras veces vista entre los riscos más arduos del Champaquí.
  Otros, que el amor logró triunfar del crimen y de la muerte.
  Yo encontré una vez la azucena roja; pero creo, asimismo, en el amor triunfante.
  Mejor es que lo decidas tú, lector amigo, en la generosidad de tu corazón…
  Los gauchos partieron, contando por cierto volver de día, puesto que dejaban sola a la prisionera; ya que le sería completamente imposible evadirse a la luz del sol, sin ser vista desde lejos.
  El cerro bramó tres o cuatro veces más, hasta el mediodía, aunque no hubiese ningún indicio de tormenta. Señal de que andaban siempre forasteros en su macizo.
  Comenzaba a ladear el sol, cuando Lucero apareció de repente, empapado por el cruce del arroyo a pie, solo, deshecho de aspecto y traje, tuerta en su mano casi por mitad la daga.
  No intentó, siquiera, rearmarse, enderezando a la alcoba, donde entró por primera vez sin la habitual cortesía, para dejarse caer con desaliento en uno de los sillones.
  Al descubrirse, un hilo de sangre brotó de entre sus cabellos, rodó por la sien, hasta cuajarse en hebra espesa sobre la barba
  –Faltó la vieja y me perdí –murmuró con amarga sonrisa–. Me han vencido. Van a llegar. Ya no importa. Lo único que anhelaba era verla antes de morir. Águeda, erguida junto al lecho, había palidecido con ansiedad mortal.
  ¡Van a llegar! ¿Quiénes?… ¿Ellos?…
  Llenó en eso la guarida un feroz tumulto, pataleado por violentos caballos. Súbita polvareda envolvió al rancho, entre un choque de armas y espuelas.
  Y en la puerta, al frente de apretado grupo que apuntaba con naranjeros y tercerolas, apareció el propio juez, cano del todo ya, pero siempre recio, inflexible, con su rudo ceño y su mandíbula de adobe.
  Al darse de pronto con el salteador, contúvolos un instante la sorpresa.
  Un instante, no mas…
  Cuando, como alzada en un vuelo, la joven interpúsose, abiertos los brazos, delirantes los ojos, desgarrada en supremo grito la voz:
  –¡No le tiren!
  Fue como si detrás se hubiera hundido de golpe el mundo.
  Y en el asombro de la situación que dominaba, alta en su blancura inmaterial, como un arcángel, añadió con dignidad sombría:
  –He resuelto ser su mujer. ¿No lo ven como está, vencido, herido, acabado, viejo y solo? Todo lo ha perdido por mí: su cuerpo y su alma. No le quedo más que yo. Por mí se perdió. ¡Por quererme a mí como nadie ha querido nunca!
  Pero, aquí, la tradición difiere.
  Unos dicen que el ofendido padre ordenó tirar, abatiéndolos con la misma descarga. Que de su sangre, así unida, brotó la azucena roja, siempre solitaria, y raras veces vista entre los riscos más arduos del Champaquí.
  Otros, que el amor logró triunfar del crimen y de la muerte.
  Yo encontré una vez la azucena roja; pero creo, asimismo, en el amor triunfante.
  Mejor es que lo decidas tú, lector amigo, en la generosidad de tu corazón…

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