CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
miércoles, 9 de septiembre de 2015
JOÃO GUIMARÃES ROSA. Cuentos.
João Guimarães Rosa (Cordisburgo, Minas Gerais, 27 de junio de 1908 - Río de Janeiro, 19 de noviembre de 1967) fue un médico, escritor y diplomático brasileño, autor de novelas y relatos breves en que el sertón (sertão) es el marco de la acción. Fue miembro de la Academia Brasileña de Letras, y su obra más influyente es Gran Sertón: Veredas (Grande Sertão: Veredas, 1956). Nació en Cordisburgo, en el estado brasileño de Minas Gerais, el 27 de junio de 1908, primero de los seis hijos de Florduardo Pinto Rosa (llamado por él Fulô) y de Francisca Guimarães Rosa (apodada Chiquitinha). Autodidacta, de niño estudió varios idiomas, empezando por el francés, cuando todavía no había cumplido los siete años. Llegó a ser un políglota casi inverosímil, como puede comprobarse en estas declaraciones suyas en una entrevista: `Hablo portugués, alemán, francés, inglés, español, italiano, esperanto, un poco de ruso, leo sueco, holandés, latín y griego (pero con el diccionario a mano), entiendo algunos dialectos alemanes, estudié la gramática del húngaro, del árabe, del sánscrito, del lituano, del polaco, del tupi, del hebreo, del japonés, del checo, del finlandés, del danés, curioseé algunas otras. Pero todas mal. Y pienso que estudiar el espíritu y el mecanismo de otras lenguas ayuda mucho a una comprensión más profunda del propio idioma. Principalmente, sin embargo, estudiando por diversión, gusto y recreación.` Todavía niño se trasladó a casa de sus abuelos en Belo Horizonte, donde finalizó la enseñanza primaria. Inició los estudios secundarios en el Colégio Santo Antônio, en São João del Rei, pero luego regresó a Belo Horizonte donde completó su educación. En 1925 se matriculó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Minas Gerais, con apenas dieciséis años. Al volver de Itaguara, Guimarães Rosa sirvió como médico voluntario de la Fuerza Pública, en la Revolución Constitucionalista de 1932, y fue destinado al sector del Túnel en Passa-Quatro (Minas Gerais) donde conoció al futuro presidente de Brasil Juscelino Kubitschek, por entonces médico jefe del Hospital de Sangre. En 1933 se trasladó a Barbacena en calidad de oficial médico del noveno batallón de infantería. Tras aprobar la oposición para Itamaraty, el ministerio de relaciones exteriores brasileño, pasó algunos años de su vida como diplomático en Europa y América Latina. Fue elegido por unanimidad miembro de la Academia Brasileña de Letras en 1963, en su segunda candidatura. No tomó posesión hasta 1967, y falleció tres días más tarde, el 19 de noviembre, en la ciudad de Río de Janeiro. Si bien el certificado de defunción atribuyó su fallecimiento a un infarto, su muerte continúa siendo un misterio inexplicable, sobre todo por estar previamente anunciada en Gran Sertón: Veredas, novela calificada por el autor de `autobiografía irracional`.
Enrico Pugliatti.
JOÃO GUIMARÃES ROSA
Cuentos
Los hermanos Dagobé 3
La tercera margen del río 4
Desenredo 4
Cinta verde en el cabello 4
Lunas de miel 4
Un joven muy blanco 4
Los hermanos Dagobé
"Os irmão Dagobé"
Enorme desgracia. Estábase en el velatorio de Damastor Dagobé, el más viejo de los cuatro hermanos, absolutamente facinerosos. La casa no era pequeña, pero mal cabían en ella los que iban a hacer guardia. Todos preferían permanecer cerca del difunto, todos temían, más o menos, a los tres vivos.
Demonios, los Dagobés, gente que no gustaba. Vivían en estrecha desunión, sin mujer en el lar, sin más pariente, bajo la jefatura despótica del recién finado. Éste había sido el peor de los peores, el cabeza, fierabrás y maestro, que metió en la obligación de la mala fama a los jóvenes —“los nenes”, según su rudo decir.
Ahora, sin embargo, mientras que el muerto, fuera de semejantes condiciones, dejaba de ofrecer peligro, conservando —bajo la luz de las velas, entre aquellas flores— sólo aquella mueca involuntaria, el mentón de piraña, la nariz toda torcida y su inventario de maldades. Bajo la mirada de los tres de luto, se le debía todavía, a pesar de todo, mostrar respeto; convenía.
Servíase, de vez en cuando, café, aguardiente quemado, palomitas de maíz, al uso. Sonaba un vocear sencillo, bajo, de los grupos de personas, en la oscuridad o en el foco de las lamparitas y faroles. Allá afuera, la noche cerrada; había llovido un poco. Raramente, uno hablaba más fuerte y súbito se moderaba, y compungíase, recordando su descuido. En fin, lo mismo de lo mismo, una ceremonia, al estilo de allá. Pero todo tenía un aire espantoso.
He aquí que un mequetrefe pacífico y honesto, llamado Liojorge, apreciado por todos, fue quien había enviado a Damastor Dagobé al destierro de los muertos. El Dagobé, sin motivo aparente, le había amenazado con cortarle las orejas. Entonces, cuando le vio, avanzó hacía él, mostrando el puñal; pero el tranquilo del muchacho, que manejaba un pistolón, le pegó un tiro entre los dos pechos, por encima del corazón. Hasta entonces vivió Téllez.
Después de tamaño suceso, sin embargo, se espantaban de que los hermanos no se hubiesen cobrado venganza. En su lugar, se apresuraron a organizar velatorio y entierro. Y resultaba bien extraño.
Tanto más que aquel pobre Liojorge permanecía aún en la aldea, solo en casa, resignado ya a lo peor, sin ánimo de ningún movimiento.
¿Podía entenderse aquello? Ellos, los Dagobés que aún vivían, hacían los debidos honores, serenos y hasta sin jaleo, pero con alguna alegría. Derval, el benjamín, principalmente, se movía social, tan diligente, con los que llegaban o estaban: “Perdone la molestias...” Doricón, el más viejo ahora, se mostraba ya solemne sucesor de Damastor, corpulento como él, entre leonino y mular, el mismo mentón avanzado y los ojitos venenosos; miraba hacia lo alto, con especial compostura, pronunciaba: “¡Dios lo tenga en su gloria!” Y el del medio, Dismundo, hermoso hombre, ponía una devoción sentimental, sostenida, en mirar al cuerpo en la mesa: “Mi buen hermano...”
En efecto, el finado, tan sórdidamente avaro, o más, cuanto mandón y cruel, se sabía que había dejado buena cuantía de dinero, en billetes, en el banco.
Sea así, como si nada: a nadie engañaban. Sabían bien hasta-qué-punto, lo que todavía no estaban haciendo. Aquello sería cosa de fieras. Pero después. Sólo querían ir por partes, nada de apresurarse, a su propio ritmo. Sangre por sangre; pero por una noche, unas horas, mientras honraban al fallecido, podían suspenderse las armas, en el falso fiar. Después del cementerio, sí, agarraban al Liojorge, con él terminaban.
Siendo lo que se comentaba, en los rincones, sin ocio de lengua y labios, en un murmullo, entre tantas perturbaciones. Por lo que aquellos Dagobés, brutos sólo de arrebatos, pero matreros también, de los que guardan la lumbre en el puchero, y jefes de todo, no iban a dejar una paga en paz: se veía que ya tenían sus intenciones. Era así por lo que no conseguían disimular cierto contento canalla, casi riéndose. Saboreaban ya el sangrar. Siempre, a cada momento posible, sutilmente tornaban a juntarse, en un vano de ventana, en frecuente parloteo. Bebían. Nunca uno de los tres se distanciaba de los otros; ¿por qué se mostraban así de cautos? Y a ellos llegaba, de vez en cuando, algún compareciente, además de compadre, de confianza —traía noticias, cuchicheaban.
¡Asombroso! Íbanse y veníanse, en lo abierto de la noche, y lo que trataban de proponer, era solo por el rapaz Liojorge, criminal en legítima defensa, por mano de quien el Dagobé Damastor hizo desde aquí el viaje. Se sabía ya que, entre los veladores, siempre alguien, poco a poco, filtraba palabras. El Liojorge, solo en su morada, sin compañeros, ¿enloquecía? Lo cierto, no tenía la maña como para aprovecharse y escapar, lo que de nada serviría: fuese adonde fuese, pronto lo agarraban los tres. Inútil resistir, inútil huir, inútil todo. Debía humillarse, acobardado: por allá, meándose de miedo, sin medios, sin valor, sin armas. ¡Ya era alma para sufragios! Y, no es que, sin embar...
Sólo una primera idea. Con que alguien que de allá viniera y volviese, a los dueños del muerto, y transmitiera un mensaje, el resumen de este recado. Que el rapaz Liojorge, osado labrador, afirmaba que no había querido matar al hermano de ningún ciudadano cristiano, sólo apretó el gatillo en el postrer instante, para tratar de librarse, por fatalidad, del desastre. Que había matado con respeto. Y que, con ánimo de probarlo, estaba dispuesto a presentarse, desarmado, allí mismo, dando fe de ir, personalmente, para declarar su manifiesta falta de culpa, en caso de que mostrasen lealtad.
Un pálido estupor. ¿Sabía en qué asunto se metía? De miedo, aquel Liojorge había enloquecido, ya estaba sentenciado. ¿Tendría el valor? Que viniese: saltar de la sartén a las brasas. Y hasta daba escalofríos —respecto a lo que se sabía— que, presente el matador, torna a brotar sangre del matado. Tiempos, estos. Y era que, en aquel lugar, no había autoridad.
La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres vivaces. “¡Güeno’stá!”, decía tan sólo el Dismundo. El Derval: “¡Haiga paz!”, hospitalario, la casa honraba. Serio, en sí, enorme el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió la seriedad. Recelosos, los presentes tomaban más aguardiente quemado. Había caído otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, se demora mucho.
Mal acabaran e oír. Se suspendió el indagar. Otros embajadores llegaban. ¿Querrían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La extravagante proposición! La cual era: que el Liojorge se ofrecía a ayudar a cargar el ataúd. ¿Habían oído bien? Un loco —y las tres fieras locas, las que ya había, ¿no bastaban?
Lo que nadie creía: tomó el orden de palabra el Doricón, con un gesto destemplado. Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos. Entonces, que sí, que viniese —dijo— después de cerrado el ataúd. La urdida situación. Uno ve lo inesperado.
¿Y si fuese? La gente iba a ver, a la espera. Con el taciturno peso en los corazones; un cierto susto propagado, por lo menos. Eran horas peligrosas. Y despuntó despacio el día. Ya mañana. El difunto hedía un poco. Arre.
Sin cena, se cerró el ataúd, sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa. Miraban con odio los Dagobés —sería odio al Liojorge—. Supuesto esto, se cuchicheaba. Rumor general, el lugubarullo “Ya que ya, viene él...” y otras concisas palabras.
En efecto, llegaba. Había que abrir de par en par los ojos. Alto, el mozo Liojorge, despojado de todo atinar. No se presentaba animosamente, ni para afrentar. Sería así el alma entregada, con humildad mortal. Se dirigió a los tres: —“¡Con Jesús!” —él, con firmeza. ¿Y entonces? Derval, Dismundo y Doricón —el cual, el demonio de modo humano— poco menos que habló: —“¡Hum... Ah!” Vaya cosa.
Hubo que escoger para acarrear: tres hombres a cada lado. El Liojorge agarró el asa, al frente, por el lado izquierdo —le indicaron—. Y lo rodeaban los Dagobés, el odio en torno suyo. Entonces fue saliendo el cortejo, terminado lo interminable. Sorteado así, ramillete de gente, una pequeña multitud. Toda la calle embarrada. Los entrometidos más adelante, los prudentes en la retaguardia. Se buscaba el suelo con la mirada. Al frente de todo, el ataúd, con las vaivenes naturales. Y los perversos Dagobés. Y el Liojorge, al lado. El importante entierro. Se caminaba.
Bajo el retintín, muy de paso. En aquel entremedio, todos, en cuchicheo o silencio, se entendían, con hambre de preguntar. El Liojorge aquél, sin escapatoria. Tenía que hacer bien su parte: tener las orejas gachas. El valiente, sin retorno. Como un criado. El ataúd parecía tan pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de cualquier sorpresa, ya estaban con la mirada enfilada. Sin verse, se adivinaba. Y, en aquello, caía una lluviecita. Caras y ropas se empapaban. El Liojorge —¡tan aterrorizado!— su prudencia en el ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No se sentía parte de sí, sólo una presencia fatal.
Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón a la fosa, a quemarropa lo mataban; en el expirar de un credo. La lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a pasar por la iglesia? No, en el lugar no había cura.
Se proseguía.
Y entraban en el cementerio. “Aquí, todos vienen a dormir” —rezaba el letrero del portón—. Hízose El constipado airado compaña, en el barro, al lado del hoyo; muchos, sin embargo, más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte circunspectancia . Ninguna despedida: al una-vez Dagobé, Damastor. Depositado hondo, en forma, por medio de tensas cuerdas. Tierra encima: pala y pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y ahora?
El rapaz Liojorge esperaba, escurriéndose dentro de sí. ¿Veía sólo siete palmos de tierra para él, delante de su nariz? Tuvo un mirar penoso. Se retorcía el silencio. Los dos, Dismundo y Derval, exploraban al Doricón. Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros, ¿sólo ahora veía al otro, en medio de aquello?
Le miró brevemente. ¿Se llevó la mano al cinturón? No. La gente era lo que así preveía, la falsa percepción del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyóse:
—Mozo, váyase usted, recójase. Sucede que mi añorado hermano era un condenado diablo...
Dijo aquello, bajo y casi inaudible. Entonces se volvió hacia los presentes. Sus otros dos hermanos, también. A todos agradecían. Si no es que sonreían, apresurados. Se sacudían de los pies el barro, se limpiaban las caras del que les había saltado. Doricón, ya fugaz, dijo, completó: “...Nosotros nos vamos a vivir a un pueblo grande...” El entierro había terminado... Y otra lluvia empezaba.
La tercera margen del río
"A terceira margem do rio"
Nuestro padre era un hombre cumplidor, ordenado, positivo y fue así desde jovencito y niño, por lo que testimoniaron las diversas personas sensatas, cuando indagué la información. De lo que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni más triste que los otros, conocidos nuestros. Solamente quieto. Era nuestra madre la que mandaba y quien a diario regañaba a mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero ocurrió que, cierto día, nuestro padre mandó que se le hiciera una canoa.
Era en serio. Encargó la canoa, una especial, de cedro rojo, pequeña, sólo con la tablilla de popa, para que cupiera justo el remero. Tuvo que ser fabricada toda ella, elegida fuerte y arqueada en rígido, apropiada para durar en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre mucho renegó contra la idea. ¿Sería posible que él, que no se ocupaba de esas artes, se iba a proponer ahora pesquerías y cacerías? Nuestro padre nada decía. Nuestra casa, en ese tiempo, estaba aún más cercana al río, cosa de menos de cuarto de legua: el río por ahí se extendía grande, hondo, callado siempre. Ancho, de no poder verse la otra orilla. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa quedó lista.
Sin alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y decidió un adiós. No dijo otras palabras, ni se llevó provisiones y ropas, ni nos hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida, mordió el labio y bramó: -"¡Vete, puedes quedarte, no vuelvas más!" Nuestro padre contuvo la respuesta. Me miró, manso, haciendo ademán de que lo acompañara, sólo algunos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero, de golpe, mañoso, obedecí. El rumbo de aquello me animaba, me asaltaba una idea y pregunté: -"Padre, ¿puedo ir con usted en esa canoa?" Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó de regreso. Hice como que vine, pero di la vuelta en la gruta del monte para saber. Nuestro padre entró en la canoa, la desamarró para remar. Y la canoa salió alejándose, lo mismo su sombra, como un yacaré, extendida larga.
Nuestro padre no regresó. No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de permanecer en aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no salir de ella nunca más. Lo extraño de esa verdad espantó a la gente. Aquello que no había, acontecía. Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se aconsejaron. Nuestra madre, avergonzada, se portó con mucha cordura; por eso todos atribuyeron a nuestro padre el motivo del que no querían hablar: locura. Unos consideraban que podría tratarse del cumplimiento de alguna promesa o que, nuestro padre, tal vez, por escrúpulo de alguna enfermedad, como ser lepra, despertaba para otra suerte de vida, cerca y lejos de su familia.
Las voces de las noticias eran dadas por ciertas personas -pasantes, moradores de las riberas, incluso en la lejanía del otro lado- diciendo que nuestro padre nunca surgía a buscar tierra, en ningún punto o rincón, ni de día, ni de noche, del modo como cursaba el río, libre, solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes nuestros concluyeron: que las provisiones que estuvieran escondidas en la canoa se gastarían; y, él, o desembarcaba y se alejaba yéndose para siempre, lo que por lo menos se correspondía con lo correcto, o se arrepentía, de una vez, y volvía a casa.
Eso era un engaño. Yo mismo cumplía con llevarle, cada día, un tanto de comida hurtada: idea que tuve, ya en la primera noche, cuando nuestra gente probó con prender fogatas a la orilla del río, mientras que a su claridad, se rezaba y se llamaba. Después, seguido, aparecí con pilocillo, pan de maíz, penca de plátanos. Avisté a nuestro padre, al fin de una hora, muy tardada de transcurrir: así solo, él allá a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en el liso del río. Me vio, no remó hacia acá, no hizo señas. Le enseñé la comida, la deposité en una cueva de piedras en la barranca, a salvo de alimañas, de lluvia y rocío. Eso, hice y rehíce siempre, mucho tiempo. Sorpresa que más tarde tuve: nuestra madre sabía de esa agencia, disimulaba no saberla; ella misma dejaba, facilitadas, sobras de cosas, para que yo las consiguiese. Nuestra madre no se manifestaba mucho.
Hizo venir a nuestro tío, su hermano, para ayudar en la hacienda y en los negocios. Hizo venir al maestro para nosotros, los niños. Encomendó al cura que un día se paramentase, en la orilla, para conjurar y rogar a nuestro padre que desistiera de la entristecedora porfía. Otra vez, por disposición de ella, para amedrentar, vinieron los dos soldados. Todo lo cual no valió de nada. Nuestro padre pasaba a lo largo, entrevisto o desleído, cruzando en la canoa, sin dejar que se acercase nadie a la mano o a la voz. Incluso cuando estuvieron, no hace mucho, dos hombres del periódico, que trajeron lancha y pretendían retratarlo, no vencieron: nuestro padre desaparecía por el otro lado, aproaba la canoa en el brezal, de leguas, que hay, por entre juncos y matorrales, y él solo conocía, a palmos, su oscuridad.
Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. A las penas, que aquello trajo, uno nunca se acostumbró, es verdad. Lo sé por mí, que lo quería, y lo que no quería, sólo con nuestro padre lo hallaba; esto tironeaba mis pensamientos para atrás. Lo duro era no entender, de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos de la mitad del año, sin protección, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, por todas las semanas, y meses, y los años -sin tener en cuenta su irse del vivir. No bajaba en ninguna de las orillas, ni en las islas y los bajíos del río, nunca más pisó suelo o pasto. Claro, que al menos, para dormir, su poco, él debería amarrar la canoa en alguna punta de la isla, en lo escondido. Pero ni prendía fueguito en la playa, ni disponía de luz fabricada, nunca más raspó un cerillo. Lo que comía era casi; aun de lo que uno depositaba entre las raíces de la ceiba o en la gruta de la barranca, él recogía poco, ni lo suficiente. ¿No se enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para mantener derecha a la canoa, resistente, aún en la demasía de las arroyadas, en el subir de las aguas, ahí cuando, en la embestida de la enorme corriente del río, todo arrolla el peligroso, aquellos cuerpos de animales muertos y troncos de árboles bajando -en espanto, en encuentro. Y jamás habló palabra con persona alguna. Nosotros, tampoco, hablamos más de él. Sólo pensábamos. No, nuestro padre no podía borrársenos, y si, por un rato, uno hacía como que olvidaba, era apenas para despertarse de nuevo, de repente, con la memoria, al provocarse otros sobresaltos.
Se casó mi hermana; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él, cuando se comía una comida más sabrosa; también, abrigados de noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte, y nuestro padre, sólo con la mano y un guaje para ir vaciando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro encontraba que me iba pareciendo más a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbón, con uñas grandes, enfermo y flaco, negro por el sol y por los pelos, con aspecto de bicho, casi desnudo, aunque disponía de piezas de ropa que de cuando en cuando se le proporcionaban.
Y no quería saber de nosotros: ¿no nos tenía afecto? Justamente por afecto, por respeto, las veces que me alababan a causa de alguna buena acción mía, yo siempre decía: -"Fue papá el que un día me enseñó a hacerlo así...", lo que no era cierto, exacto, era mentira, por verdad. ¿Si él no se acordaba, ni quería saber más de nosotros, por qué, entonces, no subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió en que quería mostrarle el nieto. Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi hermana con vestido blanco, el del casamiento; levantaba en los brazos a la criaturita, el marido sostuvo, para protegerlos, la sombrilla. Nosotros llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, todos lloramos, allí, abrazados. Mi hermana se mudó, con el marido, lejos. Mi hermana se decidió y se fue, para una ciudad. Los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre a residir con mi hermana. Había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo permanecí, con los bagajes de la vida. Nuestro padre me necesitaba, lo sé -en su vagar por el río por el yermo- sin dar razón de su actitud. Cuando yo quise saber, y, resuelto, indagué, me dijeron lo que se decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las falsas habladurías, sin sentido, como ocurrió, en el comienzo, con las primeras crecientes del río, con lluvias que no escampaban, todos temieron el fin del mundo, decían: que nuestro padre había sido elegido como Noé, y que, por lo tanto, con la canoa se había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo, mi padre, no podía condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras canas.
Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre ponía ausencia: y el río -río- río, el río -ponía perpetuidad. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo demorarse. Yo mismo tenía achaques, ansias, cansancios, torpezas del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. Por más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a dejar que la canoa se volcase o que flotase sin pulso, en el andar del río, para despeñarse, horas abajo en el estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte. Apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que no sé, el dolor abierto, en mi fuero. Sabría, si las cosas fuesen distintas. Y fui madurando una idea.
Sin vísperas. ¿Soy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se usaba, nunca más se usó, todos esos años, nunca a nadie se acusó de loco. Nadie es loco. O, entonces, todos. Lo fui, porque fui allá. Con un pañuelo, para hacer más visible la señal. Estaba en mis cabales. Esperé. Por fin él apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí, sentado en la popa, estaba allí, al grito. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y declarando, tuve que reforzar la voz: -"Padre, usted está viejo, ya cumplió lo suyo... Ahora, regrese, no debería... regrese y yo, ahora mismo, cuando quiera, los dos de acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...!" Y, así diciendo, mi corazón latió en firme compás.
Él me escuchó. Se levantó. Manejó el remo, en el agua, con la proa hacia acá, conforme. Y yo temblé, hondo, de repente: porque antes, él había erguido el brazo y hecho un saludo -el primero, después de tantos años transcurridos. Yo no podía... Con pavor, erizados los cabellos, corrí, huí, me arranqué de ahí en un proceder desatinado. Porque me pareció que él venía: de la parte del más allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo un perdón.
Sufrí el severo frío de los miedos, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy hombre, después de este perjurio? Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que ahora es tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo. Pero entonces, al menos, que, en el capítulo de la muerte, me agarren y me depositen también en una simple canoa, en el agua, que no cesa, de extendidas orillas: y, yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río.
Desenredo
"Desenredo"
Del narrador a sus oyentes:
—Juan Joaquín, cliente de quien cuenta, era apacible, respetado, bueno como aroma de cerveza. Señor de lo debido para no ser célebre. ¿Quién puede empero con ellas? Dormido Adán, nació Eva. Llamábase Liviria, Rivilia o Irlivia, la que, en esta ocasión, a Juan Joaquín se le apareció.
Tirando a bonita, ojos de carbón vivo, morena miel y pan. Casada por lo demás. Sonriéronse, viéronse. Era infinitamente mayo y Juan Joaquín se enamoró. Sumariando el asunto, se entendieron; volando lo demás con ímpetu de nave tendida a vela y viento. Pero muy teniendo todo, claro está, que ser secreto, a siete llaves. Porque en el marido, cuando celoso, se hacía notar la valentía y ya se sabe que los pueblos son la ajena vigilancia. De modo que al rigor los dos se sujetaron, conforme al clandestino amor y según aconseja el mundo desde que es mundo. No hay, empero, abismos infranqueables en barquitos de papel.
No se veía cuándo y cómo se veían. Juan Joaquín, por lo demás, era pura, calculada retracción. Esperar es reconocerse incompleto. Depen-dían ellos de enormes milagros. El embriagado engaño, quiero decir. Hasta que se produjo el derrumbe. Lo trágico no viene en cuentagotas. Sorprendió el marido a la mujer con otro, un tercero... Sin muchas vueltas, pistola en mano, la asustó y lo mató. Se dice también que levemente la hirió, cosa ligera.
Juan Joaquín, doliente sorprendido, en lo absurdo se negaba a creer, y barrido por dolores fríos, calores, lágrimas quizá, cayó en decúbito dorsal devuelto al barro, a medio estar entre lo inefable y lo nefando. Jamás la imaginara con el pie en tres estribos; llegó a maldecir sus propios y gratos abusufructos. Se contuvo para no verla, prohibiéndose ser pseudo-personaje, en circunstancias de tan sangrienta y negra magnitud.
Ella —lejos— siempre y más que nunca hermosa, ya repuesta y sana. Él, ejercitándose en resistir, siervo de penosas emociones.
Los porvenires, mientras tanto, maduraban, ¿qué no hay fin que sobrevenga? Desafortunado fugitivo, y como a la Providencia place, el marido falleció, ahogado o de tifus. El tiempo se las ingenia.
De inmediato lo supo Juan Joaquín, sumido en su franciscanato, dolorido pero ya medicado. Fue, pues, con la amada a encontrarse —ella sutil como alas leves, pantanal de engaños, la firme fascinación. En ella creyó, en un abrir y no cerrar de oídos. Y así fue como, de repente, se casaron. Alegres y mucho, para feliz escándalo popular.
Pero hubo peros.
¿Llega siempre imprevisible lo abominable? ¿O es que los tiempos se siguen, parafraseándose? Prodújose el arribo de los demonios.
Esta vez fue Juan Joaquín quien con ella se deparó y en mala hora: traicionado y traicionera. De amor no la mató, que no era hombre de remontarse a tamaños leonismos ni tigreces tales. La expulsó apenas, apostrofándose, como inédito poeta y hombre. Y viajó huida la mujer a ignoto paradero.
Todo aplaudió y reprobó el pueblo, repartido. Por el hecho, Juan Joaquín se sintió heroico, casi criminal, reincidente. Triste, al fin, y tan callado. Sus lágrimas corrían detrás de ella, como blancas hormiguitas. Pero, en la frágil barca del consenso, de nuevo pudo verse respetado. Se pierde la camisa, cuando no lo que ella viste. Era el suyo un amor meditado, a prueba de remordimientos. Se dedicó a resarcirse.
Pero hubo peros.
Pasaban los días y, pasándolos, Juan Joaquín iba aplicándose, en progresivo, empeñoso afán. La bonanza nada tiene que ver con la tempestad. ¿Creíble? Sabio siempre fue Ulises, que empezó por hacerse el loco. Deseaba él, Juan Joaquín, la felicidad —idea innata. Se consagró a remediar, redimir la mujer, a pulmón pleno. ¿Increíble? Cabe notar que el aire viene del aire. De sufrir y amar uno no se desacostumbra. Él quería apenas los arquetipos, platonizaba. Ella era un aroma.
¿Amantes, ella? ¡Nunca los tuvo! Ni uno ni dos. Díjose y decía Juan Joaquín. A embustes atribuía la leyenda, falsas patrañas escabrosas. Cabíale descalumniarla, y a todo se obligaba. Trajo a flor de escena del mundo lo que, del caso bajo, fuera tan claro como agua sucia. Demostrándolo, amatemático, contrario al público pensamiento y a la lógica, desde que Aristóteles la fundó. Lo que no era tan fácil como refritar albóndigas. Sin malicia, con paciencia, sin insistencia, principalmente.
El punto está en que lo supo del modo que sigue: por antipesquisas, acronología menuda, charlitas secreteadas, entrecogidos testimonios. Juan Joaquín, genial operaba el pasado —plástico y contradictorio borrador. Creaba una nueva transformada realidad, más alta. ¿Y más cierta?
La celebraba, ufanático, dándola por justa y averiguada, con rotunda convicción. Haya el absoluto amar y no habrá injuria que aguante.
De modo que surtió efecto. Desaparecieron los puntos suspensivos, el tiempo secó el asunto. Diluíase la tiniebla, anteriores evidencias, sus siniestras brumas. Lo real y válido en ascenso y hacia arriba. Y todos lo creían. Juan Joaquín antes que todos.
Por fin hasta la propia mujer. Le llegó la noticia adonde se encontraba, en ignota, defendida, perfecta distancia. Se supo desnuda y pura. Volvió sin culpa, con dengues y titubeos, desplegando su bandera al viento.
Tres veces se roza la felicidad. Juan Joaquín y Viliria se retomaron y compartieron, transmutados, lo verdadero y mejor de su útil vida.
Y archívese el asunto.
Cinta verde en el cabello
“Fita verde no cabelo”
Había una vez una aldea en algún lugar, ni mayor ni menor, con viejos y viejas que viejaban , hombres y mujeres que esperaban, y chicos y chicas que nacían y crecían.
Todos con juicio suficiente, menos -por el momento- una nenita.
Un día, ella salió de la aldea con una cinta verde imaginada en el cabello.
Su madre la mandaba con una cesta y un frasco, a ver a la abuela -que la amaba- a otra aldea vecina casi igualita.
Cinta-Verde partió, enseguida, ella la linda, todo érase una vez. El frasco contenía un dulce en almíbar y la cesta estaba vacía, para llenarla con frambuesas.
De ahí que, yendo, al atravesar el bosque, vio sólo los leñadores, que por allá leñaban; pero ningún lobo, desconocido ni peludo. Pues los leñadores habían exterminado al lobo.
Entonces, ella misma se decía:
-Voy a ver a abuelita, con cesta y frasco, y cinta verde en el cabello, como mandó mamita.
La aldea y la casa esperándola allá, después de aquel molino, que la gente piensa que ve, y de las horas, que la gente no ve que no son.
Y ella misma resolvió escoger tomar ese camino de acá, loco y largo, y no el otro, corto. Salió, detrás de sus alas ligeras, su sombra también la venía corriendo detrás.
Se divertía con ver que las avellanas del piso no volaran, con no alcanzar esas mariposas nunca, ni en buquet ni en pimpollo y con ignorar si las flores -plebeyitas y princesitas a la vez- estaban cada una en su lugar al pasar a su lado.
Venía soberanamente.
Tardó, para dar con la abuela en casa, que así le respondió, cuando ella, toc, toc, golpeó:
-¿Quién es?
-Soy yo…-y Cinta Verde descansó la voz. -Soy su linda nietita, con cesta y frasco, con la cinta verde en el cabello, que la mamita me mandó.
Ahí, con dificultad, la abuela dijo: -Empuja el cerrojo de madera de la puerta, entra y abre. Dios te bendiga.
Cinta Verde así lo hizo y entró y miró.
La abuela estaba en la cama, triste y sola. Por su modo de hablar tartamudo y débil y ronco, debía haber agarrado una mala enfermedad. Diciendo: -Deja el frasco y la cesta en el arcón y ven cerca de mí, mientras hay tiempo.
Pero ahora Cinta Verde se espantaba, más allá de entristecerse al ver que había perdido en el camino su gran cinta verde atada en el cabello; y estaba sudada, con mucho hambre de almuerzo. Ella preguntó:
-Abuelita, qué brazos tan flacos los suyos, y qué manos temblorosas!
-Es porque no voy a poder nunca más abrazarte mi nieta….-la abuela murmuró.
-Abuelita, pero qué labios tan violáceos.
-Es porque nunca más voy a poderte besar, mi nieta….-La abuela suspiró.
-Abuelita, y que ojos tan profundos y quietos en este rostro ahuecado y pálido.
-Es porque ya no te estoy viendo, nunca más, mi nietita…-la abuela aún gimió.
Cinta Verde más se asustó, como si fuese a tener juicio por primera vez. Gritó:
-¡Abuelita, tengo miedo del Lobo!
Pero la abuela no estaba más allá, estaba demasiado ausente, a no ser por su frío, triste y tan repentino cuerpo.
Lunas de miel
"Luas-de-mel"
A lo mejor, mismamente, de lo mismo, siempre llega la novedad.
En aquella víspera, yo andaba medio flojo, débil; ¿declinaba yo hacia los nones? En los primeros de noviembre. Soy casi de paz, tanto como puedo. Descuento hacia atrás, todo aquello en que me metí, en la juventud: desmanes, desórdenes, agravios. Entonces, después, la vida en serio, que, entre nosotros, de brava se enfurecía. Soy acomodado labrador, es decir -de pobre no me ensucio y de rico no me empuerco. Defensa y cautela no fallecen, en esta hacienda Santa Cruz de la Onza, de hospitalidades; mía. Aquí es una rinconada. De flojera por el calor, me ponía a observar. En ese día, nada por nada. De fastidio y aburrimiento, comía demasiado. Del almuerzo, después, me remitía a la hamaca, al cuarto. Cuestión de edad, digestiones y salud: hígado. Misía María Andreza, mi santa y medio pasada mujer, me hervía un té, para el empacho. Bueno. Don Fifino, mi hijo, de la banda de afuera de la puerta, notició: que había llegado cierto sujeto, un recadero, con carta. Con calma. Prestezas y prisas no me agravian.
Don Fifino, mi hijo, sin ser necio ni sonso del todo, me estaba explicando: que el tipo ése había arribado tan a socapa, que sólo se notó, ya detenido, a caballo, atrás del ingenio, ni los perros habían ladrado, tampoco hizo rechinar la tranquera; y que, con armas, bien provisto, rifle a bandolera. Y, entonces, mi capataz, José Satisfecho, por debajo me informaba, de él, el nombre, el cual -Baldualdo. Soy mosquito en hocico de ocelote: no moví las cejas, no mostré pasmo. Sabía de la fama de ese Baldualdo -que valía un batallón, con grande y muerta clientela. Por ahora, ¿a mí qué me importaba? De eso digo: mi propio José Satisfecho, ya había sido también un "Ze Sipío", mano en el rifle, para que se me entienda. En las eras de los tiroteos contra el Mayor Lidelfonso y sus soldados. Conmigo. Yo con él, y otros. Sólo la vida tiene de esas rústicas variedades. Yo pongo la mesa y pago el gasto. Me moví de la hamaca, vine a ver quién. Aquel hombre que había llegado. Me miró presto, medido respeto, me repreguntó mi nombre por entero. La carta que traía para mí, a mano, era de verídico y alto mensaje. Releí las tres y tres veces el nombre que la firmaba: don Seotaciano.
Y -¡me gustó esto! Es lo que deletreo: "Estimado amigo mío y compadre..." Don Seotaciano, de su distante sede los hechos importantes maniobrando, con estopín corto y brazo largo. El muy jefe, hombre de gran esfera, tigroso león como la pantera, pero justo el pan de bueno, en noblezas y formas. Mi compadre mayor, mandante, desde mucho. Y, hace tanto tiempo de eso. Pero, ahora se acordaba de éste, aquí, en este sitio, confiando de lealtad. Y con un asunto. Para cosa sin treguas: lo que, seguro había de haber: -perro, gata y zaragata. Pero tengo que secundar, y quiero. Si él rayó, yo tajo. Declara, en resumen: "Para un joven y una joven, le pido fuerte resguardo. Lo demás se verá más tarde" ¡Esas sandeces de amor! -sonreí. Salí de los suspensos para los preparativos.
Quedito, era lo que se necesitaba. Temperar el venir de las cosas, acomodar a los huéspedes, los esperados. Dando órdenes conformes. Prevenido para valer por cuatro. Aquel día era sábado. Me entendí con José Satisfecho y con Don Fifino, mi hijo: que me trajesen del retiro del Medio, ciertos hombres; y unos cuantos, de ésos del Muño, de las rozas: siempre quedarían todavía otros en el hoy por hoy, para el trabajo. Pero aquéllos aquí a la mano; porque: a horas competentes, hombres de posibilidades. Con hartos frijoles y arroz y cargas de pólvora, plomo y bala. Sensato, me dicen. Sólo en paz, con Dios, tranquilo. Sensato, sincero y honrado.
Misia María Andreza, mi mujer, me miraba.
Aquel Baldualdo, decente: -"Si le place, señor mío, por unos días, aquí, me quedo..." -me dijo, bajito, sabiendo de memoria su deber. Él ya era mi compañero -por arte de los ángeles de la guardia. En la terraza caminé unos pasos, ejercitados. Los que iban a venir, ¿un joven, una joven? Misia María Andreza, mi correcta mujer, uno o dos cuartos arreglaría -toallas, bienestar, flores en floreros. Seguro que de noche llegarían, sagaces. - "Ah, mi vieja, vamos a tocar rabeles..." -bromeé, limpiando el revólver. Misia María Andreza, buena compañera, dijo apenas, moviendo el copete: "El lentisco de mata virgen no se endereza..." La tomé de la mano medio afectuoso. Repensé en todas mis armas. ¡Ay, ay, la lejana juventud!
Sin nadie, entre nosotros, desprevenido; de hecho a la media noche llegaron. Novios, mucho amor. Ella era de las lindas, reteniendo las atenciones; yo ni supe hija de qué padre. Sólo medio asustadita, sonrisas desahogadas. El joven -¡hombre!- de los buenos. Vi rápido. Tenía rifle largo. Gallardo, guapo. No, todavía no eran matrimonio. Cenaron. No hablaron. La joven se retiró a la recámara, a la inviolable de la casa; doncella con recato. El joven, ése, valeroso, quiso ranchearse en la casa del ingenio. Joven, un deporte de fuerte. Aprecio. Pude presumir de su padre. Ah, ellos habían viajado solitos, como se debe de, en fugas particulares. Me gustó más. Sólo poco después llegó otro sujeto que, a ellos dos, con buena distancia, garantizaba protección, sin que ellos supiesen -también por orden de don Seotaciano.
Las cosas bien hechas, medidas, como sólo un gran capitán concibe. Ese otro se llamaba el Bibiano, era un valiente de espingarda: me tomó la bendición. Bueno. Todo en todo, en orden, me adormecí, conforme, propietario de mi sueño. ¿Por qué no? Gente mía ya galopaba en esa noche y madrugada. Un enviado a la Hacienda Congoña, de mi compadre Verísimo, por tres rifles, tres hombres, prestados. Para seguridad. La gente de allá es lumbre. Y uno a la Laguna de los Caballos, por otros tres -para que mi compadre Serejerio no se sintiese despreciado. Bueno. Yo juzgo a los otros por mí. Con tino y consideración el respeto es granjeado: con honor, sosiego y provecho. Por bien encaminar, me adormecí bien. Sólo vivo en lo supradicho.
Amanecí antes del sol, todo en paz, posesiones y rocíos. Admiro esas exactitudes del campo, en olores, adornado; mientras tanto nada. Misia María Andreza, mi mujer, me cuidaba. A ella dije: -"Que no me conste quién es esta joven, no lo que haya revelado." El no, por ahora. Yo no quería saber, solamente para prevenir: podía ser hija de conocido, pariente mío o amigo. No tenía caso. En esas horas le era fiel a don Seotaciano. Siquiera, por lo menos. ¡Aquél es tu amigo, que te quita de ruido!- buen dicho. Ese día, de domingo. Se almorzó con hambre, a pesares de. La joven y el Joven, justo ante mí, dichosos se contemplaban. Tanta cosa en este mundo, bien hecha. Misia María Andreza, mi conservada mujer, en cocinar se esmeraba. Nomás me dije, ni pensé: los enamoramientos son mis otras mocedades.
La gente moviéndose, tranquila, el tiempo creciendo, parado. De ese modo, se pasó el día, en oros y copas; mientras nada. La linda Joven, allá dentro, en el oratorio rezaba. Misia María Andreza, mujer, sinceros cariños le daba. Nosotros acá afuera. Don Fifino, mi hijo, de esta banda, el Bibiano en la parte del cerro, en el puente del arroyo el Baldualdo; con otros y otros hombres; pero a escondidas, tan sutilmente, que no se veían ni se notaban. Conmigo, juntos, José Satisfecho y el Joven novio, de pocas palabras: caminábamos de la zanja al vallado. Misia María Andreza, mía ¿por mí también rezaba? Yo -exagerado. Proveía, no meditaba. Día y tanto, Dios loado. Entonces, vino el anochecer, las estrellas, a las esperas. Ahí, uno en pos de otro, llegaban, a los surtos, los de la Hacienda Congoña y los de la Laguna de los Caballos. Ésos no se reían, en armas. Ah, las buenas amistades.
Así, más gente, otra vez, se despertó antes de los gallos. Allí, para el incierto lunes -medio redondo. Día de las fuertes llegadas. Primero, dos hombres más, que don Seotaciano enviaba. Jefe bravo. Después, según aviso dado, todavía otros, un par de jinetes: el sacristán atrás del cura. Ave. ¿El cura; joven, espingarda a la espalda? Armado con esmero; rifle corto. Se apeó, bendijo todo, aprestado para el casorio que se iba a tener: bodas en la casa. Tuve que moverme para prepararme, vestir mejor ropa -para esos momentos. Misia María Andreza, mi mujer, con gusto dispuso el altar. El Joven y la Joven se enaltecían. Amor es sólo amor. Airosos. Iban los dos, el brazo en el brazo. ¡Vean cómo son las pasiones! Todo bueno, bastante bueno, Misia María Andreza bien vestida, me parece que hasta con colores. Soy hombre para bandas de música. El cura dijo bellas palabras. A esa altura yo ya sabía: la novia de cuál familia. Hija del Mayor Juan Dioclecio, duro y rico, de hecho, fuerte. Esas cosas y escalofríos... Bueno. Me encogí de hombros. Yo cerco un campo, y en él soplo: destorcidas claridades. Terminado el casorio se salió del altar a la mesa, se pasó de sala a sala.
Ahí, en sencillo banquete, que con todo y lechón y pavo, rellenos como de costumbre; vinos. Comimos nosotros todos y el cura; yo sin hastío ni empacho. Los dulces. Se cantó a coro. El novio de armas al cinto. La novia, una hermosura, como se debe, con velo y azahares. La vejez de la lana es la suciedad... -yo pensé, consonante, viéndome. ¡Esas delicias de amor! -Suspiré apenas pensando. Yo bajaba de los valles a los cerros. Y, todavía en la ceremonia, mi hermano Juan Norberto llega, de lejos, de su hacienda Las Arapongas. Sabida, allá, la noticia, llegaba para ayudarme. Traía mayor novedad: -"Si el Mayor atacase con matones, don Seotaciano bajaría a la escena -al frente de cien de sus hombres: ¡a proteger la retaguardia!" De glorias, silbé, sentado. Aquel Joven novio, gentil, era pariente de don Seotaciano. Algunos de mis hombres tocaban guitarras. ¿Se bailaba?
Miré a mi saludable Misia María Andreza -contemplada.
¡Y era noche de las mayores! Vinieron mis compadres Serejerio y Verísimo, en persona.
Buena gente para llevar a cabo empresas dificultosas. Hasta el cura dijo que se quedaba: para confesar a quién o quién en la hora. Sólo que, sobre la mesa el breviario, pero al lado, la pistola. Buen cura, muy virtuoso, amigo de don Seotaciano. Ahora, se esperaba por el mayor Dioclecio y sus matones. -"¡Pero tan cierto!" - se decía- "¡Esas cosas quiero verlas a la noche!" -otro. Otro: -"¿Y quién es el que apaga la vela?" Ahí, por toda parte, se me dice no más patrullas, trincheras, centinelas. Pasos callados, suaves, retintín de carabinas. Ah, esta vieja hacienda Santa Cruz de la Onza, con picas para cualquier hojalata. Punto era que, yo, el jefe. Yo estaba ya medio sanguinolento: medio aturdido. Yo, sencillamente. Yo -en nombre mío y de don Seotaciano.
La gente debía quedarse en vela. En estos bancos y sillas. Aquellas lámparas y lamparillas. Todos, los del mando. En la sala. Yo, mi hermano Juan Norberto, compadres Verísimo y Serejerio, y el Novio, más don Fifino. También la novia en su vestido blanco, y Misia María Andreza, mujer mía. Todos y todas. La rueda de hombres buenos. Cerca de mí, mi Ze Sipío. Y la cena -las sobras del almuerzo- con alegría. Hombres comiendo parados, el plato en la mano; alerta el oído. La gente, risueños de guerra, para cualquier cosa. ¡Aquí, que viniera el enemigo! -esos Dioclecios, demonios. La hora -de encerrar los huelgos. Y se esperaba -con luces para mil brujas. Y: mantan-tiru-liru-lá... se dice -¡pique será! ¿No venía nadie? A lo que es que es, estábamos.
La gente, a un paso de la muerte, valiente, juntos, tantos, bastantes. Nadie venía. La Novia sonreía al Novio, levemente; esas nupcias. Y yo con la mente erradamente, de quien se halla en estado armado. Lo que a otro mengua a mí me sobra. Mía, Misía María Andreza, mujer, me sonreía. Lo que los viejos no pueden tener más: secretitos, secreteados. Nadie venía. Madrugar y gallos cantaban. El cura rezó, guerrero, en denodado placer de las armas. Primeramente, sentí el merecer más en ese venturoso día. Recibí más naturaleza -fuente seca que brota de nuevo- el rebrotar, rebrotado. Misia María mi Andreza me miró con un amor, estaba bella, rejuvenecida. En esa noche ¿nadie venía? ¡Mientras nada! Madrugada. El Novio se retiró con la Novia; y unos más, que con más sueño ya están a cierra ojos. Resolvimos turnar la vigilancia. Yo, feliz, miré para mi Misia María Andreza; fuego de amor, verbigracia. Mano en la mano, diciéndole yo -en la otra empuñando el rifle-: "Vamos a dormir abrazados..." Las cosas que están para la aurora, son confiadas antes a la noche. Bueno. Nos adormecimos.
Amanecí a deshoras, naciendo de los acogimientos. Todos en sus puestos. Aquel día, el martes. ¿Sería el día? Se esperaba, medio cuidadoso, medio alegres; serios, sin algaraza. ¿Con qué entonces? En esas calmas dilatadas. Y, pues.
Y, justo, pues, surgió la novedad: un recado. El peón que lo traía era un empleado de los Dioclecios: que hoy, en esta fecha, solito, un patrón vendría a visitarme, de paso. Amistoso. ¡¿Había visto yo, ésta?! -¿con qué? me reuní con los jefes compañeros para comparar ideas, consonante. Se llegó a la razón: que ellos, más el grueso de los hombres y rifles, deberían salir, por un rato -esperar en el retiro del Medio, de aquí a media legua y casi nada. Mi hermano Juan, mis dos compadres, más el sacristán atrás del cura. Dejar, provisionalmente, sin gente en armas, mi casa de hacienda. Así, así, entonces. Bueno. Para no hacer desafueros, de lo que mucho me cuido. ¿No venía solito, embajador, apenas para decirme a mí pues y pues? ¿Amenazar, quejarse, declarar guerras? Sea lo que fuere. Mi puerta da al oriente. No veo otra banda. Soy un hombre leal. Soy lo que soy -yo- Joaquín Norberto. Soy el amigo de don Seotaciano.
Aquí, recibí al hombre en la puerta de lo que es mío. Y él era un hermano de la novia. Mi conocido, cordial con buen apretón de manos. Entramos. Nos sentamos. Severo, sereno, yo estaba: sensato, él, desenvuelto. No venía a provocar escándalos, ni a producir confusiones; parecía portarse en términos. ¿Si de buena forma se condujese el negocio? Mi deber y gusto era reconciliar, rescatar y componer, como hombre de bien y jefe en armas. Ahora era el desenrollar de allá y de acá, de ambas partes. Me aclaré. Invité al hombre a comer. Y, entonces me definí: con medios modos y trastejos no se pone ni se quita. Llamé a los Novios, ¡a la mesa!
Gente tiesa -un par de todo valor. Vinieron. El hombre sonrió, mi visitante. Dio la mano a ella, y a él dijo: -"¿Cómo le va?, ¿cómo le va?" -en leal estima y franqueza. Bueno. Se comió y se platicó de diversas materias. Bueno. Aquello, al escurrir del caballo. Suavemente, con incompletos, él invitó a los dos, a que se fuesen con él: para la bendición de los papás y una fiesta de tornabodas. ¿No estaba en lo justo y aprobado? Él sabía lo del casamiento. A mí me invitó también, y más a Misia María, querida Andreza. Bueno, consonante. Yo, convenientemente, no podía, por los hechos... Pero mandé a mi hijo don Fifino, representante; él quiso, por amor a la fiesta, decidido.
Porque los novios aceptaron ir, satisfechos, agradeciéndome se despidieron. Y yo, respondiendo por lo derecho: -"Sólo enmiendo: ¡abajo de Dios, sólo don Seotaciano!" -dije. El hombre de pie para salir. Y, a él, directo, seguro, en la regla del bienvivir: -"Soy el padrino de ellos dos, en el casorio, ¡y voy a ser padrino del primer hijo, si les place!" -grueso dije, fingiendo franca risa. Siempre sería bueno. Y él, ¿no me iba a entender? Poquita duda. Esta vida tiene que ser declarada y firmada. ¡Lo más en lo más, si no las carabinas!
De la terraza, Misia María Andreza, y yo, nosotros, contemplábamos a la gente: los caballeros, en el congraciamiento, en buena ida. Todo tan terminado, de repente, se me dice, todo quitado. ¡Ni guerra, ni más lunas de miel, regalo no regalado!
Miré a Misia María Andreza, mía, que me miraba. Ay de. En cuanto nada.
Se fueron el Baldualdo y el Bibiano, también consonantes. Don Seotaciano, estaba servido y mis deberes concordados. Mi capataz, el José Satisfecho, medio flojo, cerraba la tranquera. Aquella lunas de miel, tan pocas, así en soplo de gaita. Las pasajeras consolaciones: haz de cuenta de amor, lo que era mi cestito de cargar agua. Nosotros ahora: salir de las desilusiones, el entrar en edad. Pero, don Fifino, mi hijo, un día habría de robarse a una joven así -¡en armas! Sonreí, yo, Joaquín Norberto respetador. Abracé a Misia María Andreza, mía, teníamos los ojos desanublados. ¿Qué me dicen? Pues sí. Aquí en esta hacienda Santa Cruz de la Onsa; aquí es un recato. Ah, bueno; y semejante hecho pasó.
Un joven muy blanco
"Um moço muito branco"
En la noche del 11 de noviembre de 1872, en la comarca del Cerro Frío, en Minas Gerais, pasaron hechos de pavoroso suceder, referidos en periódicos de la época y registrados en las Efemérides. Dicho que un fenómeno luminoso se proyectó en el espacio, seguido de estruendos, y la tierra se abaló, en un terremoto que sacudió los altos, rompió y allanó casas, revolvió valles, mató gente sin cuenta; cayó otro sí aterrador temporal, con asombrosa y jamás vista inundación, subiendo las aguas de río y riachos sesenta palmos del plan. Después de los cataclismos se confirmó que el terreno, en radio de una legua, había cambiado de aspecto: sólo escombros de cerros, grutas muy abiertas, riachos lejos transportados, matorrales volteados por las raíces, solevantados nuevos cerros y rocas, haciendas revueltas sin resto — rodar de piedra y lodo, tapaban el estado del suelo. Aun lejano el astroso derredor, pereció la mucha criatura y crías, soterradas o ahogadas. Otros vagaban al abandono, siquiera conociendo más, tan al revés, los caminos de otrora.
Por lo que, en el término de una semana, día de San Félix, confesor, el hecho de venir al patio de la Hacienda del Casco, de Hilario Cordeiro, con sede casi dentro de la calle del Arraial del Oratorio, un cuitado de esos fugitivos, ciertamente llevado por el hambre: el joven, pasmo. Sucedió súbitamente, y era joven de distinguida presencia, pero en lastimeras condiciones, sin el total de harapos con qué componerse, por eso envuelto en paño, especie de manta de cubrir caballos, hallada no se sabe dónde; y así en bochorno, fue visto, muy temprano, apareciendo y escondiéndose por detrás del cercado para las vacas. Tan blanco; pero no blancuzco, sino de un blanco leve, semidorado de luz: pareciendo tener debajo del cutis una segunda claridad. Mucho se asemejaba a esos extranjeros que uno no encuentra ni jamás vio; constituía en sí otra raza. Así es el modo como todavía hoy se cuenta, pero cambiado incierto, por el pasar del tiempo, pues narrado por hijos o nietos de los que eran muchachos, puede que niños, cuando en buena hora lo conocieron.
Hilario Cordeiro, siendo hombre cordial para los pobres, temeroso y bueno, y todavía más en ese postiempo de calamidad, en el cual sus mismos parientes habían sufrido muertes y allanamientos totales, no dudó en dispensarle alojamiento, cuidando adecuarle ropa y botinas, y darle de comer. Lo que era menester de benemerencia, pues el joven, con los sustos y golpes, había pasado por desgracia extraordinaria: perdida la completa memoria de sí, su persona, además del uso del habla. Ese joven, pues, para él, ¿sería el futuro igual materia que el pasado? Nada oyendo, no respondía ni que no, ni que sí; lo que era cosa de compadecer y lamentar. Tampoco podía entender, es decir, entendía a veces, al revés, los gestos. Puesto que una gracia debía tener, no se le podía dar otro nombre, no adivinado; tampoco se sabía de qué generación fuese —el hijo de ningún hombre.
Desde que allá llegó, y diariamente, comparecían los varios moradores, por su causa, a ver qué les parecía. Tonto, no lo era. Sólo aquella intención de sueños, el aire de cierto cansancio. Sorprendente, sin embargo, lo que asaz observaba, resguardado, hasta, menudamente, acechaba las costumbres de las cosas y personas; lo que mejor se vio, aún, en el después. Le quisieron. Más, quizá, el negro José Kakende, esclavo medio liberto de un músico desquiciado, y él mismo, de idea perturbada; por lo últimamente, entonces, delirante disparatado, a causa de haber sufrido los grandes pavores, en el lugar del Condado: giraba ahora por aquí y allí, pronunciando advertencias y desorbitadas sandeces —queriendo dar por cierto y verdad la portentosa aparición que había visto en las márgenes del río de Peixe, en la víspera de las catástrofes.
Sólo a uno no agradó el joven, o mejor, ya lo malquiso de ab initio — tachándolo de vago y malhechor furtivo, digno, en otros tiempos, de degradación en África y de los hierros de El rey: el llamado Duarte Días, padre de la más bella joven, de nombre Viviana; y de quien se sabía era hombre de carácter fuerte, además de maligno injusto, sobre prepotencias: en aquel corazón no caía nunca una lluviecita. No se le dio atención.
Llevaron al joven a misa, y se comportó, no mostró creer ni descreer. Cánticos y música del coro escuchaba serio, sentimental. Triste, que se diga, no; pero, como si consiguiera en sí más nostalgias que las demás personas, nostalgia enterada, a salvo del entendimiento, y que por lo tanto se purificaba en mayor alegría —corazón de perro con dueño. Su sonrisa a veces se detenía, referida a otro lugar, otro tiempo. Sonriendo más con la cara, o con los ojos; puesto que nunca se le vieron los dientes. El padre Bayao, antes de conferir con él bondadosamente, de improviso se le enfrentó con la señal de la cruz: y él no mostró desagrado por la materia. Estaba en las altas atmósferas, aumentaba su presencia. "Comparados con él, nosotros todos, comunes, tenemos los semblantes duros y el aspecto de mala y constante fatiga." Trazos estos consignados por el propio sacerdote, en carta de puño y firma para testimonio del hecho raro, al canónigo Lessa Cadaval, de la Catedral de Mariana. En la cual igualmente hace mención al negro José Kakende, que en la misma ocasión se le acercó, con alto y disparatado hablar, para imponer su visión de la orilla del río: "...el arrastre del viento y grandeza de nube, en resplandor, y en ella, entre fuego, se movía una artimaña amarilla oscura, aparato volante, chato y redondo, con redoma de vidrio sobrepuesta, azulada, y que, posado, de adentro descendieron los Arcángeles, mediante ruedas, llamaradas y rumores." Y, con el mismo risueño José Kakende, vino Hilario Cordeiro llevando al joven a la casa, en un exceso de desvelo, como si fuese su verdadero padre.
Pero, a la puerta de la iglesia se encontraba un ciego, Nicolau, limosnero, el cual, en viéndolo el joven, lo miró sin medida y entregadamente —¡cuentan que sus ojos tenían color de rosa!— y fue en dirección a él, dándole rápida partícula, sacada de la faltriquera. Pues, estando el ciego bajo sol, y escurrido de sudor, a almas cristianas debería causar meditación el contraste de tanto padecer el calor del astro rey aquel que ni de las bellezas de la luz podía gozar. El ciego, palpando la dádiva en la mano, a guisa de averiguar en qué rara casta de moneda consistía, y convenciéndose pronto que ninguna, la llevó presto a la boca; lo que le advirtió su lazarillo: que no era cosa de comerse, sino especie de carozo de fruto de árbol. Entonces el ciego la guardó con airados celos y por varios meses, aquella semilla, que sólo fue plantada después del remate de los hechos, todavía por narrar aquí: y dio una azulada planta de flores, entremezcladas de modo imposible, en un primor confuso, y, los colores, nadie llegó a un acuerdo con respecto a ellos, por desconocidos en el siglo; con poco, desmerada y resequida, sin producir otras semillas o brotes; ni los insectos sabían buscarla.
Pero, terminada de pasar aquella escena, surgía, en el atrio, Duarte Días con unos compañeros y servidores, para imponer la sorpresa de una exigencia y crear problema: quería llevar consigo al joven, basándose en que: por la blancura del cutis y demás delicadezas, debería ser uno de los Rezendes, parientes suyos, desaparecidos en el Condado, en el terremoto; y que, pues, hasta el reconocimiento de alguna noticia, le competía tenerlo en custodia, según la costumbre. Siendo que Hilario Cordeiro pronto contestó al postulado, y el argumento por casi nada terminaría en seria desavenencia, Duarte Días, porfiando y excediéndose, de eso sólo volvió en sí ante el parecer de Quincas Mendaña, del Cerro, notable en la política y proveedor de la Hermandad.
Y, más adelante, todavía, mejor razón iba a tener Hilario Cordeiro de su celo, pues que todo pasó a serle dicha, sea en salud y paz, en la casa, sea en el asaz prosperar de los negocios, capital y bienes. Y no que el joven le proporcionase auxilio en la sujeción a servicios o, en el realizar, con vagar, algún oficio; en eso ni siquiera podía hacerse cargo de sí —con las manos no callosas, albas y finas, de hombre de palacio. Él andaba muy en la luna, paseaba por todo el lugar y más allá, practicando aquella libertad vaporosa y el espíritu de soledad; parecía quebrantado por un hechizo, según el decir de la gente. No obstante que tenía grandes dotes, para lo que fuese funcionar ingenios, herramientas y máquinas, a que se prestaba haciendo muchos inventos y desbaratando casos, vivo, cuidadoso y despierto. Sólo de extraña memoria pues, el mirar para arriba, siempre, lo mismo de día como de noche —acechador de estrellas. Muchas veces, sin embargo, le gustaba la diversión de prender fuegos, siendo de admirarse cuánto se entusiasmó, el día de San Juan, con las muchas fogatas de la fiesta.
En eso sobrevino, justo, el caso de la joven Viviana, siempre mal contado. Eso fue cuando él allá compareció, acompañado del negro José Kakende y vio a la joven muy bonita, pero que no se divertía como las otras: y él se le acercó mucho, gentil y espantoso, le puso la palma en la mano, delicadamente. Pues, siendo así, la joven Viviana la más hermosa, era de admirarse que la belleza de la figura no le sirviera para transformar, en su interior, la propia y vagarosa tristeza. Pero Duarte Días, el padre, que a eso había asistido, prorrumpió en pleiteantes gritos: "¡Tienen que casarse! ¡Ahora tienen que casarse!" —con instancia. Afirmaba que el joven era hombre, y uno, y aún soltero, y le había infamado a la hija, debiendo tomarla por esposa y arrostrar el estado de casado. El joven oía, de buena concordia, sin hacerle caso. Mas la gritería de Duarte Días sólo tuvo término cuando el padre Bayao y otro de los mayores le recusaron tan despropositadas furias e insensatez. También la joven Viviana, con radiantes sonrisas, lo serenaba. Ella, que, a partir de esa hora, despertó en sí un al fin de alegría, para todo el resto de su vida, de ahí un don. Sólo que, Duarte Días —lo que no se entiende— iba a producir, aún, otros lances de estupefacción, helos aquí.
De tal modo que, para alboroto de todos, en el día de la misa de Dedicación a la Virgen de las Nieves, y Vigilia de la Transformación, 5 de agosto, él fue a la Hacienda del Casco, requiriendo hablar con Hilario Cordeiro. También el joven allá estaba. Se veía otro y nada desairoso —uno lo miraba y pensaba en un repentino claro de luna. Entonces, Duarte Días declaró: suplicaba que lo dejasen llevar al joven para su casa. Que así lo quería, y necesitaba, mucho, no por ambicioso o impostor, tampoco por intereses menores, sino por haberle cobrado, con contriciones de escrúpulo, ¡fuerte estima de afecto! Decía y desgobernaba las palabras, alterado, mientras de sus ojos corrían gruesas lágrimas. Ahora no se comprendía el desbarajuste de actitud tan contraria: la de un hombre que, para manifestar el amor, no disponía más que de los arrebatados medios y modales de la violencia. Pero, el joven, claro como el ojo del sol, lo tomó de la mano, y, con el negro José Kakende, lo fue conduciendo por el campo —después se supo que por tierras del propio Duarte, donde las ruinas de un ladrillar. Y ahí indicó que mandarse cavar: con eso se encontró, allí, una vena de diamantes o una gran olla de monedas, según tradiciones distintas. Por arte de tal prodigio, Duarte Días pensó que iría a volverse riquísimo, y cambiado estuvo de verdad, de la fecha en adelante, en hombre sucinto, virtuoso y bondadoso, admirablemente, consonante al aseverar sobremaravillado de los coevos.
Pero, en contra, en el día de la veneranda Santa Brígida, de voz común otra vez de él se supo: el joven, plácido. Se dice que había salido en la víspera, acampando por los altos, en uno de sus desapareceres; era un tiempo de truenos secos. José Kakende contaba, solamente, que le había ayudado a prender, en secreto, con formación, nueve fogatas; y más, el Kakende sólo sabía repetir aquellas viejas y divagadas visiones —de nube, llamas, ruidos, redondos, ruedas, armatoste y entes. Con la primera luz del sol, se había ido el joven, tenidas alas.
Todos singularmente deploraron, para nunca, inciertos. Dudaban de los aires y montes; de la solidez de la tierra. Duarte Días vino a morir de pena; pero la hija, la joven Viviana, conservó su alegría. José Kakende conversó mucho con el ciego. Hilario Cordeiro, y otros, decían experimentar saudade y media muerte, sólo al pensar en él. Él cintilaba ausente, aconteció. Pues. Y nada más.
martes, 8 de septiembre de 2015
Stashower Daniel - Edgar Allan Poe Y El Misterio De La Bella Cigarrera.
El 28 de julio de 1841 el hallazgo en el río Hudson del cuerpo sin vida, con visibles señales de violencia, de Mary Rogers, una joven conocida en todo Nueva York como «la bella cigarrera», dio inicio a uno de los más famosos «crímenes del siglo». Edgard Allan Poe investigó su muerte y escribió un relato basado en el caso. Stashower traza un magnífico retrato de Poe en relación con este misterio policial.
Enrico Pugliatti.
Edgar Allan Poe y el misterio de la bella cigarrera
Daniel Stashower
Para la señorita Corbett.
Siempre nos quedará Breezewood
Prólogo
Descenso al Maelstrom
«¡Oh, Maria! ¡Ojalá te lo hubieses pensado un poco antes de dar este paso!» Portada de una novela publicada en 1844, basada en el caso de Mary Rogers.
Cortesía del autor
En junio de 1842, Edgar Allan Poe cogió la pluma para tratar una cuestión delicada con un viejo conocido. «¿Te he ofendido con mis malas acciones? –preguntaba–. Y, en tal caso, ¿cómo? Hubo un tiempo en que siempre tenías unos minutos para un amigo.»
El corresponsal de Poe, Joseph Evans Snodgrass, director del Sunday Visitor de Baltimore, debió de imaginar lo que vendría a continuación. Una vez más, Poe se explayaría contra el último editor o rival literario que lo hubiera agraviado. Alegaría enseguida una situación «embarazosa desde el punto de vista pecuniario», afirmaría que estaba sin trabajo y con pocas perspectivas de encontrarlo y pediría a su antiguo amigo una «ínfima ayuda» en forma de préstamo.
La última carta de Poe, notó con alivio Snodgrass, se apartaba del esquema habitual. «Tengo una propuesta que hacerte –escribía–. No sé si recordarás un cuento que publiqué hará cosa de un año, titulado Los asesinatos de la rue Morgue, que era todo un ejercicio de ingenio encaminado a descubrir a un asesino. Estoy a punto de concluir otro similar, que titularé El misterio de Marie Rogêt. Continuación de Los asesinatos de la rue Morgue, y que está basado en el asesinato real de Mary Cecilia Rogers, que tanto revuelo causó en Nueva York hace unos meses.»
Snodgrass no necesitaba ningún recordatorio. Mary Rogers, más conocida por «la bella cigarrera», había sido una persona muy conocida en las calles de Nueva York. Desde su puesto en el mostrador del Tobacco Emporium de John Anderson, Mary Rogers había ejercido su hechizo sobre la mitad de los hombres de la ciudad. Su célebre «sonrisa misteriosa» tenía fama de ser tan fulminante como las flechas de Cupido. Admiradores de todas las clases sociales, del Bowery al Ayuntamiento, acudían a disfrutar de su compañía. Unos le ofrecían poemas dedicados a su belleza. Otros hablaban con voz engolada de sus triunfos empresariales, y a veces se daban golpecitos en la cartera y la miraban de reojo. Y entretanto la cigarrera aguardaba detrás del mostrador, con la mirada baja y fingiendo no oírles. En ocasiones se llevaba los dedos a la boca, como escandalizada por alguna expresión grosera, pero sus ojos seguían calmos y cómplices.
Algunos temían que la joven e inocente empleada de Anderson terminara de mala manera por culpa de las malas compañías. The New York Morning Herald recomendó tomar medidas «cuanto antes para remediar los grandes males que pueden seguirse de poner a chicas tan guapas en los mostradores de estancos y confiterías. Rufianes con dinero se dejan caer por esos locales, compran cigarros y golosinas, entablan conversación con la chica y acaban por llevarla a la ruina».
Tales temores se revelarían trágicamente proféticos. En julio de 1841, Mary Rogers apareció brutalmente asesinada, y el suceso desató protestas masivas y preparó el escenario para uno de los dramas más espeluznantes del siglo XIX, que empujaría a un hombre al suicidio, a otro a la locura y a un tercero a la deshonra y a la humillación públicas. La muerte de la cigarrera, escribió un neoyorquino, señaló el «terrible momento en que la ciudad perdió su inocencia».
Para bien o para mal, el crimen se convirtió también en el catalizador de un cambio radical. El indisciplinado y desorganizado cuerpo de policía de la ciudad demostró ser incapaz de llevar una investigación con eficacia, lo que abrió paso a una ambiciosa serie de reformas políticas y sociales, mientras los detalles más escabrosos del asesinato alimentaban una encarnizada guerra por aumentar la tirada de los periódicos que condujo al periodismo norteamericano a cotas de sensacionalismo nunca imaginadas. El marrullero James Gordon Bennett del The New York Herald aprovechó el caso para presentarlo como un «cuento macabro y aleccionador», regodearse en los aspectos más morbosos y desatar una feroz polémica sobre los límites del decoro periodístico. «No podemos desayunarnos con la sangre de inocentes asesinados –declaró un lector escandalizado–. ¿Es que los caballeros de la prensa no tienen vergüenza?» Las súplicas de moderación cayeron en saco roto y la tragedia de Mary Rogers se convertiría en uno de los primeros y más significativos casos en destacar en las páginas de los periódicos norteamericanos, y serviría de base para todos los «crímenes del siglo» subsiguientes, de los asesinatos supuestamente cometidos por Lizzie Borden en 1892 al asesinato de Stanford White en 1906 y hasta nuestros días.
No obstante, el caso estuvo plagado de pistas falsas y malentendidos desde el principio. En los días que siguieron al descubrimiento del cadáver, casi todo el mundo dio por sentado que Mary Rogers había sido víctima de una de las famosas «bandas de Nueva York», como los Plug-Uglies o los Hudson Dusters, que campaban a sus anchas en las calles, aprovechando la ausencia total de autoridad policial. «¿Acaso debemos entregar nuestras calles a esos canallas? –se quejaba The New York Tribune–. ¿No podemos exigir a nuestros jefes de policía electos que impongan la ley a esos forajidos?» Los periódicos se esforzaron en crear una mártir. «En una palabra –declaraba el Herald–, Nueva York quedará deshonrada y ultrajada ante el mundo civilizado, a menos que se ponga en marcha un gran movimiento moral con objeto de reformar y dar nuevos bríos a la administración de justicia criminal, y proteger la vida y las propiedades de sus habitantes de la violencia y el latrocinio públicos. ¿Quién dará el primer paso para emprender esta gran reforma moral?»
A medida que crecía la indignación de la opinión pública, Mary Rogers obtuvo la dudosa distinción de convertirse en bien de consumo. A las dos semanas de cometerse el asesinato, un daguerrotipista hizo un grabado e imprimió un enorme número de copias, «con un aceptable parecido a la fallecida». «Un vendedor ambulante podría vender un gran número si las llevase a Hoboken –declaró en un anuncio–, donde mucha gente acude a diario a visitar el lugar.» Los escritores de panfletos no tardaron en sacar tajada: se puso en circulación un morboso relato titulado Un negro suceso, que se vendía por seis céntimos y narraba «varios intentos de cortejo y seducción ocasionados por sus múltiples encantos». Pronto le seguiría una mediocre novela titulada La bella cigarrera.
No obstante, un año después, el crimen seguía sin resolver, y había dejado atrás vidas arruinadas y reputaciones destrozadas. Cuando el interés del público empezaba a declinar, Edgar Allan Poe vio una oportunidad única. Su proyecto, tal como se lo contó a su amigo Snodgrass, consistía en enfocar el caso de un modo que no se había intentado ni imaginado nunca. Estudiaría los hechos a través de la lente de la ficción, expondría los fallos y los malentendidos de la investigación oficial, y ofrecería sus propias conclusiones sobre lo ocurrido… incluso señalaría con el dedo al posible criminal. En suma, Poe daba a entender que propondría una solución que obligaría a la policía de Nueva York a reanudar sus investigaciones.
Era una estrategia sorprendente. En la época en que se cometió el asesinato, Poe había disfrutado de un raro interludio de prosperidad como director del Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine, un periódico mensual ilustrado. Había seguido con detalle el caso de Mary Rogers, e incluso se dice que había sido cliente del Tobacco Emporium de Anderson, donde trabajaba la joven. La época de Poe en Graham’s señaló un breve período de calma en una carrera por lo demás turbulenta. A pesar de sus evidentes dotes como poeta y escritor de relatos breves, siempre tuvo que hacer grandes esfuerzos por ganarse la vida y a menudo se vio obligado a mendigar préstamos a amigos compasivos como el propio Snodgrass. Su escasa reputación se fundaba sobre todo en su labor como crítico literario, campo en el que hacía gala de una notable sensibilidad e intuición, pero también de un tono implacable que le había ganado muchos enemigos. Poe había escrito ya la mayoría de sus mejores obras cuando murió la joven cigarrera, pero la fama y la libertad creativa seguían siéndole esquivas. «No sólo he trabajado en beneficio ajeno (a cambio de un sueldo mísero) –escribió–, sino que me he visto forzado a modificar mi forma de pensar por culpa de personas cuya imbecilidad era evidente para todos excepto para ellos mismos.»
Confiaba en que El misterio de Marie Rogêt cambiaría las cosas. Su innovador relato Los asesinatos de la rue Morgue, donde apareció por vez primera el detective aficionado C. Auguste Dupin, se había publicado en Graham’s en abril de 1841, unos dos meses antes del asesinato de Mary Rogers. Poe describía a Dupin como un personaje brillante y solitario, recluido en un cuarto mal iluminado, que sólo de noche se aventuraba a recorrer las calles de París y disfrutar de «la infinidad de emociones intelectuales» que le procuraba su capacidad de observación. El relato anticipaba prácticamente todas las convenciones de lo que serían las novelas modernas de misterio: el investigador excéntrico y reservado, su compañero en comparación más obtuso, el sospechoso injustamente acusado, el criminal inesperado, la pista falsa, y –tal vez por encima de todo– el crimen imposible en un cuarto cerrado. Hoy el relato se considera un hito literario y la génesis de todo el género de ficción policíaco, pero en el momento de su publicación apenas llamó la atención. Al año siguiente, Poe había dejado Graham’s y su suerte había dado un giro desfavorable. Buscando una idea que vender, decidió aplicar la capacidad de «raciocinación» de Dupin, o su razonamiento deductivo, a un enigma real, transformando el asesinato de Mary Rogers en El misterio de Marie Rogêt.
Pocas veces un escritor ha escogido un asunto más apropiado. La vida entera de Poe se había visto ensombrecida por la muerte de mujeres cercanas a él, empezando por su propia madre, que murió de tuberculosis cuando su hijo no había cumplido aún los tres años. Cuando empezó a escribir El misterio de Marie Rogêt, su propia mujer, Virginia, estaba en la primera etapa de esa misma enfermedad, en lo que sería el inicio de un largo y agónico declive. Para Poe, esas muertes no sólo constituyeron la tragedia de su vida, sino la fuente de la que manaba su arte, y de la que brotaron esas oleadas de tristeza, en apariencia ilimitadas, que inspiraron sus heroínas más memorables: Helen, Lenore, Madeline Usher, Annabel Lee y otras muchas más.
«La muerte […] de una mujer joven –escribió una vez– es, sin duda alguna, el tema más poético del mundo.» En el caso de Mary Rogers, el escritor parecía haber dado con una mujer sacada de una de sus obras. La víctima no sólo era joven y hermosa, sino que sobre su muerte pendía un aura de tristeza e injusticia. Las ambiciones de su relato eran enormes: «He dado forma a mis propósitos de un modo totalmente novedoso en literatura –le dijo a Joseph Snodgrass–. He imaginado una serie de coincidences casi exactas sucedidas en París. Una joven grisette llamada Marie Rogêt muere asesinada en circunstancias muy similares a las de Mary Rogers. Así, con la excusa de mostrar cómo esclarece Dupin el misterio del asesinato, hago un largo y riguroso análisis de la tragedia neoyorquina. No omito nada. Examino, una por una, las opiniones y argumentos de la prensa sobre el asunto, y demuestro que, hasta la fecha, nadie ha enfocado debidamente el caso. De hecho, no sólo creo haber demostrado cuán falaz es la idea más generalizada –que la joven fue víctima de una banda de rufianes–, sino que he sugerido quién pudo ser el asesino de un modo que sin duda dará nuevos bríos a la investigación».
El tono de confianza de Poe no podía ocultar lo desesperado de su situación. Tras fijar un precio de cuarenta dólares por su relato, concluía la carta en tono quejoso: «¿Me enviarás tu respuesta? Hazlo a vuelta de correo, si te es posible». Al final Snodgrass no mostró el menor interés por Marie Rogêt, y el cuento terminó apareciendo en una revista llamada The Ladies’ Companion, publicación que Poe había criticado previamente por su «mal gusto y charlatanería». Aun así, tenía motivos para albergar esperanzas sobre el éxito de Marie Rogêt. Había examinado minuciosamente todos los giros y vuelcos del caso de Mary Rogers y elaborado una solución que parecía tan emocionante como verosímil. Aún más intrigante era el modo en que Dupin, el detective de ficción de Poe, había llegado a sus conclusiones, «sentado tan tranquilo en su sillón de siempre», y confiando únicamente en su capacidad de raciocinación. «Estoy convencido –decía Poe– de que el cuento llamará la atención.»
Debido a la extensión poco habitual de Marie Rogêt, el director de The Ladies’ Companion prefirió publicar el relato en tres partes a lo largo de tres entregas mensuales. Puede que Poe pensara que de ese modo aumentaría el suspense y despertaría el interés del público por ver cómo resolvería Dupin el caso en las últimas páginas. Pero después de publicadas las dos primeras entregas de Marie Rogêt aparecieron nuevas y turbadoras pruebas en el caso del asesinato de Mary Rogers, y la investigación, que llevaba varios meses paralizada, se reanudó.
Faltaban pocos días para que se publicara la tercera y última entrega de Marie Rogêt, que incluía la cuidadosamente razonada resolución ideada por Poe. Con el misterio a punto de resolverse y la fecha de publicación cada vez más próxima, Poe hizo una apuesta a la desesperada. Sus esfuerzos por salvar su historia y su reputación fueron tan audaces como brillantes, y forman un característico capítulo de su vida. Cuando concluyó, no sólo había retomado la historia, sino que la había reencauzado según su voluntad.
Henry James hizo en una ocasión una observación franca y reveladora al comparar a Poe con el poeta francés Charles Baudelaire: «Poe era con mucho el más charlatán de los dos –observó– y también mucho más genial». Ambos aspectos del carácter de Poe, el genio y la charlatanería, afloraron al enfrentarse al problema de Marie Rogêt. En ocasiones, pasaba de lo uno a lo otro en el espacio de una sola frase, con extraordinarios destellos de inspiración que se contraponían a una dosis idéntica de astucia. El resultado fue una forma única de alquimia, que transformó la realidad en ficción y viceversa. Para Poe, Mary Rogers señaló el punto en que la vida y el arte convergen. En un momento en que su propia vida se venía abajo, su historia le ofreció una forma de distracción, una oportunidad de emular a su famoso detective y encontrar orden en el caos. En el proceso, reescribió la historia –tanto la suya propia como la de la cigarrera– y se las arregló para encontrar poesía en el mismísimo meollo de un asesinato.
lunes, 7 de septiembre de 2015
(Fragmento de antología). Antologías de Ciencia Ficción. Edgar Allan Poe.
Edgar Allan Poe
La ciencia-ficción de EDGAR ALLAN POE
(Fragmento de antología).
Antologías de Ciencia Ficción Caralt - 21
Título original: The Science Fiction of Edgar Allan Poe
Edgar Allan Poe, 1978
Traducción: Pablo Mañé y P. Rubiralta
Editor digital: Hechadelluvia & dekisi
ePub base r1.1
MANUSCRITO HALLADO EN UNA BOTELLA
Qui n’a plus qu’un moment á vivre
N’a plus ríen á dissimuler.
Quinault, Atys.
Muy poco podría decir acerca de mi país y de mi familia. Los malos tratos y el correr de los años me obligaron a abandonar el primero y a alejarme de la última. La riqueza heredada me permitió lograr una educación fuera de lo común, y una inclinación de mi espíritu hacia la contemplación, me capacitó para ordenar metódicamente los conocimientos acumulados en mis primeros estudios. No había nada superior al placer que experimentaba con las obras de los moralistas alemanes. No se trataba de una admiración mal aconsejada por su locura elocuente, sino por la facilidad con que mis hábitos de rígido pensamiento me permitían descubrir sus falsedades. Se me ha reprochado con frecuencia la aridez de mi genio, se me ha imputado como un crimen mi imaginación deficiente y siempre me he destacado por el pirronismo de mis opiniones. Sospecho en verdad que el gran placer que siento por la filosofía física ha marcado mi mente con un error muy común en nuestros tiempos. Me refiero a la costumbre de relacionar sucesos, incluso los menos susceptibles para eso, a los principios de dicha ciencia. Normalmente nadie estaría menos expuesto que yo a desviarse de los límites rígidos de la verdad por el ignes fatui de la superstición. He creído oportuno sentar esas premisas, para que el relato increíble que debo contar no sea considerado el desvarío de una imaginación poco refinada, sino la experiencia auténtica de una mente para la que los ensueños de la fantasía han sido nulidad y letra muerta.
Después de muchos años de viajar por el extranjero, me embarqué en el año 18…, en el puerto de Batavia, en la rica y poblada isla de Java, en un viaje por el archipiélago de las islas de la Sonda. Viajé como un pasajero sin ningún incentivo que me empujara, salvo una nerviosa inquietud que me acosaba como un demonio.
Era el nuestro un excelente navío de cerca de cuatrocientas toneladas, con remaches de cobre, que había sido construido, con teca de Malabar, en Bombay. La carga consistía en algodón en rama y aceite de las islas Laquedivas. Llevaba además a bordo fibra de coco, melaza de palma, mantequilla de búfala, cocos y unas cuantas cajas de opio. La estiba había sido hecha a la diabla y debido a ello el barco escoraba.
Nos hicimos a la mar con un suave soplo de brisa y durante varios días nos mantuvimos al largo de la costa oriental de Java, sin otro incidente que aliviara la monotonía de nuestro rumbo que el encuentro ocasional con algún pequeño grab del archipiélago al que nos dirigíamos.
Una tarde, inclinado en la barandilla de cubierta, observé hacia el Noroeste una nube aislada de aspecto singular. Era notable tanto por su color como por ser la primera que veíamos desde nuestra salida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol, y entonces empezó a extenderse de repente hacia el Este y el Oeste, ciñendo el horizonte con una estrecha faja de vapor que parecía una extraña playa baja. Atrajo en seguida mi interés el aspecto rojo oscuro de la luna y la rara apariencia del mar. En éste tenía efecto una rápida transformación y el agua parecía más transparente que de costumbre. A pesar de que podía distinguirse con toda claridad el fondo, al halar la sonda comprobé que la profundidad era de quince brazas. Ahora el aire se había vuelto intolerablemente cálido, como cargado de emanaciones en espiral, semejantes a las que se desprenden del hierro calentado’ al rojo. Mientras anochecía se desvaneció el menor soplo de viento y resultaría imposible concebir una calma más absoluta. En la popa ardía una bujía y su llama no vacilaba en absoluto y un largo cabello, sostenido entre el índice y el pulgar, colgaba sin que pudiera observarse la menor oscilación. Sin embargo, aunque el capitán dijo que no podía apreciar ninguna señal de peligro, y como sea que estábamos derivando hacia la costa, ordenó que se arriaran las velas y se echara el ancla. No se apostó ningún vigía y la tripulación, integrada sobre todo por malayos, se tumbó sobre la cubierta a descansar. Yo bajé a mi camarote presa de un presentimiento preñado de peligros. Todas las apariencias justificaban el temor de un simún inminente. Hice al capitán partícipe de mis temores, pero hizo muy poco caso de mis palabras y me dio la espalda sin dignarse responderme. Sin embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí al puente. Al franquear el último peldaño de la escalera de toldilla, fui sorprendido por un fuerte ruido parecido a un zumbido, como el que produciría la rotación rápida de las aspas de un molino, y antes de poder adivinar su significado me di cuenta de que el barco Se estremecía en su interior. Inmediatamente después una montaña de espuma se abalanzó sobre nosotros por el lado de babor y, envolviéndonos de popa a proa, barrió toda la cubierta de punta a punta.
La extraordinaria furia de la ráfaga representó, en gran medida, la salvación del barco. Aunque sumergido por completo, como sus mástiles cayeron por la borda, se levantó al cabo de un minuto, pesadamente desde la sima, vaciló unos segundos bajo el tremendo impacto de la tempestad y por último se enderezó.
No podría decir en virtud de qué milagro escapé a la destrucción. Aturdido por el choque del agua me encontré, al recuperar el sentido, embutido entre el codastre y el gobernalle. Con gran dificultad me puse de pie y miré en torno, mareado, y de momento pensé que estábamos en los rompientes de la costa, tan terrible —más allá de la imaginación más desbocada— era el remolino que formaban las encrespadas olas y el océano espumoso dentro del que nos hallábamos sumidos. Al poco rato oí la voz de un viejo sueco, que se había embarcado con nosotros cuando levábamos anclas. Le llamé con todas mis fuerzas y en seguida vino hacia mí tambaleándose. Pronto pudimos apreciar que éramos los únicos supervivientes del accidente. Todo cuanto había en cubierta, excepto nosotros dos, fue barrido por las olas. El capitán y los tripulantes debieron perecer mientras dormían, ya que las aguas inundaron los camarotes. Sin ayuda, poco podíamos conseguir para la seguridad del navío y nuestros esfuerzos fueron paralizados al principio frente a la creencia momentánea de que nos íbamos a pique. Sin duda el cabo del ancla se rompió como un cordel al primer embate del huracán, de otro modo nos hubiéramos hundido al instante, íbamos con tremenda velocidad antes de que el mar y el agua nos arrastrara. El armazón de popa había sufrido daños irreparables y, bajo todos los aspectos, el barco estaba muy maltrecho. Pero con gran alegría por nuestra parte vimos que las bombas funcionaban y que el lastre apenas se había desplazado. La primera y principal furia de la ráfaga había amainado y ya no era tan grande el peligro procedente de la violencia del viento. Pero nos aterrorizaba la idea de que fuera a cesar de un momento a otro, ya que temíamos que, en nuestras lamentables condiciones, zozobraríamos en el oleaje agitado que le seguiría. Pero este temor, perfectamente explicable, no parecía en modo alguno que fuera a justificarse. Durante cinco días completos con sus noches, durante los cuales nuestra única subsistencia consistió en una pequeña cantidad de melaza de palma que con grandes dificultades nos procuramos en el castillo de proa, el casco del buque corrió a una velocidad que desafiaba todo cálculo, empujado por rápidas y sucesivas ráfagas de viento que, a pesar de no tener la violencia inicial del simún, eran terriblemente más fuertes que cualquier tempestad que jamás hubiera presenciado. Nuestra derrota, durante los primeros cuatro días, fue, con variaciones sin importancia, de Sud-Sudeste y con seguridad que pasamos cerca de la costa de Nueva Holanda. Al quinto día el frío fue tremendo, a pesar de que el viento había girado un punto hacia el Norte. Salió el sol de un color amarillo enfermizo y se elevó unos pocos grados en el horizonte, irradiando una luz indecisa. No había nubes a la vista, pero el viento arreciaba y soplaba con una furia irregular e insegura. Cerca de mediodía, sólo aproximadamente lo podíamos calcular, nuestra atención se dirigió de nuevo a la apariencia del sol. No daba luz, hablando con propiedad, sino un brillo sin reflejos, apagado y tétrico, como, si todos sus rayos estuviesen polarizados. Poco antes de ponerse en el mar hinchado, su fuego central se extinguió de repente, como si un poder inexplicable lo hubiera apagado. Fue un aro pálido, como de plata, lo que quedó de él antes de sumergirse rápidamente en el mar insondable.
Esperamos en vano la llegada del sexto día. Este día no llegó para mí. Y para el sueco nunca llegó. Desde aquel punto y hora quedamos envueltos en una negra oscuridad, que no permitía ver a un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, sin contar siquiera con el alivio de la brillantez fosfórica del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. Observamos también que, a pesar de que la tempestad seguía con tenaz violencia, ya no podíamos apreciar la apariencia habitual del oleaje, o de la espuma, que hasta entonces nos envolviera. Todo a nuestro alrededor era horror, densa oscuridad y un negro y bochornoso desierto de ébano. El terror supersticioso aumentaba poco a poco en el espíritu del sueco y mi propia alma estaba envuelta en maravillado silencio. Dejamos de cuidar el navío, peor que inútil, y nos amarramos lo mejor que pudimos en el tocón del palo de mesana, mirando con amargura la inmensidad del océano. No contábamos con medios para calcular el tiempo ni podíamos adivinar nuestra situación. Estábamos, sin embargo, totalmente convencidos de haber ido más al Sur que ningún navegante antes que nosotros y experimentamos una gran sorpresa al no encontrarnos con los lógicos obstáculos del hielo. Entretanto, cada segundo amenazaba con ser el último y olas gigantes como montañas se precipitaban para destruirnos. El oleaje rebasaba cualquier posibilidad que yo hubiera imaginado y el que no fuéramos instantáneamente sepultados era un milagro. Mi compañero me hablaba de las condiciones marineras de nuestro barco y aludió a la ligereza del cargamento. No me era de ninguna ayuda pensar en la inutilidad de toda esperanza y me preparaba tristemente a morir, y creía que nada iba a evitar que sucediera al cabo de una hora a lo sumo, ya que, a cada nudo que el navío recorría, el oleaje de aquel mar horrendo y tenebroso se volvía más aterrador. A veces boqueábamos perdido el aliento cuando nos elevábamos más altos que un albatros, otras veces nos mareaba lo vertiginoso de nuestro descenso hacia algún infierno líquido, donde el aire se volvía estancado y ningún sonido turbaba el sueño de los «kraken».
Estábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero se alzó terrible en la noche: «¡Mire!, ¡mire! —exclamaba, gritando a mis oídos—, ¡Dios Todopoderoso!, ¡mire, mire!» Mientras él voceaba, advertí un apagado y tétrico resplandor rojizo corriendo a los lados de la vasta sima en la que descansábamos el cual derramaba un brillo irregular sobre el puente. Dirigiendo mi vista hacia arriba percibí un espectáculo que me heló la sangre. A tremenda altura, directamente encima de nosotros y sobre el mismo borde del tremendo abismo, estaba suspendido un barco enorme de quizá cuatro mil toneladas. Aunque se hallaba en la cresta de una ola cien veces más elevada que su propia altura, su tamaño aparente excedía con mucho al de cualquier barco de línea o de la Compañía de las Indias Orientales. Su enorme casco era de un profundo y deslustrado color negro y no tenía ninguna de las acostumbradas tallas y mascarones de los barcos. Una única hilera de cañones de bronce asomaba por sus portañolas. Las pulidas superficies de los cañones reflejaban la luz de innumerables linternas de combate, que se balanceaban en las jarcias. Pero lo que mayormente nos inspiró horror y estupefacción fue ver que el barco tenía todas las velas desplegadas en las mismas fauces de aquel mar sobrenatural y de aquel huracán indomeñable. Cuando lo vimos por primera vez sólo percibimos la proa al empezar a surgir del profundo y horrible golfo del que venía. Durante un instante de intenso horror permaneció inmóvil sobre el vertiginoso pináculo, como contemplando su propia sublimidad. Luego tembló y se sacudió antes de precipitarse en el abismo.
Ignoro qué repentina serenidad se apoderó de mi espíritu en aquel momento. Tambaleante retrocedí cuanto pude hacia proa y allí esperé, sin miedo, el desastre que se nos venía encima. Nuestro propio barco estaba escorando cansado de la pelea y hundiéndose de proa. El choque de la masa que se precipitaba le sacudió, en consecuencia, en ese punto de su estructura que ya estaba bajo las aguas y el resultado inevitable fue lanzarme a mí, con violencia irresistible, contra las jarcias de la nave recién aparecida.
Cuando caí, el barco viró y siguió su camino y atribuyo a la confusión reinante el hecho de que la tripulación no se diera cuenta de mi presencia. Sin que se apercibieran de mí me abrí camino, con pocas dificultades, hasta la escotilla principal, que estaba abierta a medias y pronto tuve la oportunidad de esconderme en la cala. Me sería muy difícil explicar por qué lo hice. Un indefinido sentimiento de temor se apoderó de mi mente desde el primer instante que vi a los tripulantes de la nave y con seguridad que eso estuvo en el origen de mi encierro. No era mi deseo confiarme a quienes me habían dado la impresión, en seguida que les di una rápida ojeada, de vaga extrañeza, duda y aprensión. En consecuencia creí que lo mejor sería procurarme un escondrijo en la cala. Me fue fácil lograrlo sacando una pequeña parte de las tablas movedizas, de forma que me agencié un lugar conveniente entre las gruesas cuadernas del barco.
Apenas hube dado fin a mi tarea cuando unas pisadas en la cala me obligaron a usar el escondite. Un hombre pasó cerca de donde me hallaba, caminando con paso inseguro y débil. No pude verle la cara pero sí tuve la oportunidad de observar su apariencia general. Daba la impresión, por otra parte evidente, de que era muy viejo y que estaba enfermo. Sus rodillas temblaban bajo el peso de los años, y su cuerpo se estremecía bajo la carga. Murmuraba para sí en tono bajo y quebrado palabras en un idioma para mí desconocido y se puso a trastear en un rincón donde había amontonados diversos instrumentos de apariencia singular y deterioradas cartas de navegación. Su comportamiento era una extraña mezcla de mal humor de la segunda infancia y la solemne dignidad de un dios. Al fin regresó al puente y ya no volví a verle.
Un sentimiento, para el cual no doy con el nombre, se había apoderado de mi alma, una sensación que no admitía el análisis, para el cual las lecciones de la experiencia no eran válidas y, mucho me temo, que ni siquiera el futuro me dará la clave. Para una mente constituida como la mía, esta última consideración es una tortura. Nunca podré, tengo la seguridad de ello, encontrar satisfacción respecto a la naturaleza de mis concepciones. Con todo no es sorprendente que esas concepciones sean indefinidas, dado que tienen su origen en fuentes de tan extraordinaria novedad. Un nuevo sentido, una nueva entidad se agrega a mi alma.
Hace ya mucho que subí por vez primera al puente de este navío horrible y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Gentes incomprensibles! Absortos en una meditación de un tipo que no puedo comprender, se cruzan en mi camino sin prestarme atención. Esconderme sería por mi parte una total locura, ya que esa gente no quiere ver. Precisamente ahora mismo pasé frente al piloto. No hace mucho que me atreví a penetrar en el camarote del capitán, donde cogí los materiales con los que estoy escribiendo ahora y las notas que ya he tomado. De vez en cuando seguiré escribiendo este diario. Claro está que no encontraré la oportunidad de transmitirlo al mundo, pero no voy a dejar de hacer el intento. En el instante postrero encerraré el manuscrito en una botella y lo confiaré al mar.
Ha ocurrido un incidente que me ha dado nuevas oportunidades de pensar. ¿Son tales sucesos el resultado de un azar incontrolado? Había subido al puente donde me eché, sin atraer la atención de nadie, entre un montón de flechastes y viejas velas, en el fondo de un bote. Mientras meditaba acerca de la singularidad de mi destino, empecé sin darme cuenta a pintarrajear con un pincel mojado de brea los bordes de una vela que estaba cuidadosamente plegada encima de un barril cercano. La vela ahora está desplegada en el barco y las irreflexivas pinceladas se extienden formando la palabra «descubrimiento».
Últimamente he hecho varias observaciones acerca de la estructura del barco. A pesar de aparecer bien armado, no creo que sea de guerra. Ni los aparejos, ni la construcción, ni su equipo concuerdan con tal suposición. Puedo darme perfecta cuenta de lo que no es, pero temo que me es imposible decir lo que es. No sé cómo es el barco, pero al escrutar su extraña forma, el tipo singular de sus mástiles, su enorme tamaño, su desmesurado velamen, su proa de severa sencillez y su anticuada popa, ocasionalmente cruza mi recuerdo una sensación de cosas familiares, siempre entremezcladas con sombras indistintas del recuerdo, inexplicable, de viejas crónicas extranjeras y de épocas remotas.
He estado contemplando el maderamen del navío. Está construido con un material desconocido para mí. La madera tiene una textura peculiar que me sorprende y que me da la impresión de que no es la adecuada para el fin a que se la ha destinado. Me refiero a su extraordinaria porosidad, prescindiendo de su carcoma que es una consecuencia de la navegación por esos mares y de la podredumbre resultante de su vejez. Parecerá quizás una observación asaz curiosa, pero la madera tiene todas las características del roble español, en el caso de que el roble español fuera distendido por medios artificiales.
Al leer la frase anterior me viene a la memoria un extraño dicho de un viejo lobo de mar holandés. «Es tan seguro —solía afirmar cuando alguien ponía en duda la veracidad de sus palabras— como que existe un mar en el cual un barco crece de forma idéntica a como lo hace el cuerpo de un marinero».
Hace una hora que tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, a pesar de que estaba entre ellos, parecían estar totalmente al margen de mi presencia. Igual que el primero que había visto antes en la cala, todos daban la impresión de ser de edad muy avanzada… Sus rodillas enfermizas entrechocaban, sus hombros estaban cargados por la decrepitud, sus epidermis ajadas se estremecían al viento, su voz era sorda, trémula y rota, el brillo de sus ojos velado por antiguas legañas y sus cabellos canos alborotadísimos por el viento. A su alrededor, por todas partes en el puente, estaban desperdigados instrumentos náuticos de construcción singular y anticuada.
He mencionado ya la colocación de un ala en el trinquete. Desde entonces el buque, librado a la merced del viento, ha proseguido su rumbo terrible hacia el Sur, con todo el trapo recogido, desde el racamento de la verga hasta los botalones, bañando frecuentemente sus mastelerillos de juanete en el más impresionante diluvio que puede llegar a imaginarse la mente humana. Acababa de abandonar la cubierta, donde me fue imposible caminar como deseaba, aunque la tripulación parecía caminar por ella sin grandes inconvenientes. Me parece el mayor de los milagros el que nuestra inmensa mole no se fuera a pique en un abrir y cerrar de ojos. Sin duda estamos condenados a navegar indefinidamente al borde de la eternidad, sin llegar a la zambullida final en el abismo. Con la grácil facilidad de una veloz gaviota, nos deslizábamos por encima de olas mil veces más impresionantes de las que nunca antes viera. Colosales, enderezaban su cabeza sobre nosotros como demonios surgidos del abismo, demonios que al parecer sólo debían amedrentarnos, sin llegar a destruirnos. Me inclino a atribuir esas frecuentes escapadas a la única causa natural que podría ocasionar tal efecto. He de creer que el navío está bajo la influencia de una fuerte corriente o de una fuerza superior que nos arrastra por debajo de la quilla.
He visto al capitán cara a cara y en su propio camarote, pero, como era de suponer, ni siquiera me ha hecho caso. Aunque para un observador casual el aspecto del capitán no es ni superior ni inferior al de otro mortal, he experimentado, sin embargo, un sentimiento reverente y de temor que se mezclaba con la sensación de asombro con que le contemplaba. Es más o menos de mi estatura, es decir, un metro setenta poco más o menos. Es de constitución mediana pero sólida, no muy robusta y no veo otra condición a señalar. Pero es la singularidad de la expresión de su rostro, la intensa, la maravillosa, la emocionante evidencia de la ancianidad, tan total, tan extrema, la que inspira en mi espíritu un sentimiento inefable. Su frente, a pesar de carecer de arrugas, parece estar marcada por una miríada de años. Sus grises cabellos son recuerdos del pasado y sus ojos grisáceos son sibilas del futuro. Desparramados por el suelo de la cabina había raros infolios con broches de hierro y mohosos instrumentos científicos y mapas obsoletos y olvidados, de tiempos idos. Su cabeza estaba apoyada en sus manos y escudriñaba con inquieta y enfebrecida mirada un documento que tomé por un nombramiento, el cual, en todo caso, tenía la firma de un monarca. Murmuraba para sí, del mismo modo que lo hacía el primer marinero con quien me topé en la cala, palabras malhumoradas y quedas en una lengua extranjera. A pesar de que hablaba cerca de mi hombro, sus palabras parecía que me llegaban desde la distancia de una milla.
El barco y cuanto hay en él está impregnado de Vetustez. La tripulación se desliza de aquí para allá como los fantasmas de los siglos idos, sus ojos lucen una expresión inquieta y anhelante, y cuando sus dedos tantean a través de mi camino en el raro resplandor de las farolas, experimento lo que jamás noté anteriormente, a pesar de que durante toda mi vida he comerciado con antigüedades y me he empapado de las sombras de las columnas caídas de Balbek, Tadmor y Persépolis hasta que mi alma se ha convertido en una ruina.
Cuando miro a mi alrededor me siento avergonzado de mis aprensiones de antes. Si temblaba ante las ráfagas que hasta ahora nos han acompañado, ¿no debería horrorizarme ante esta pelea del viento y del océano, para dar una idea de la cual los términos tornado y simún son triviales y carecen de sentido? Todo en la inmediata proximidad del navío es la oscuridad de una noche eterna y un caos de agua espumosa, pero a cosa de una legua, a un lado y otro, se pueden percibir claramente y a intervalos, fantásticas murallas de hielo, elevándose hasta los cielos desolados, y que semejan las murallas del universo.
Como ya suponía, resulta que el barco está dentro de una corriente. Si así puede nombrarse con propiedad un flujo que ululante y rugiente llega del blanco hielo y atruena y se precipita hacia el Sur con una velocidad parecida a la caída de una catarata.
Creo que sería del todo imposible hacerse una idea cabal de mi situación. Sin embargo, predomina incluso sobre mi desesperación la curiosidad de averiguar los misterios de esas regiones espantosas, que lograría reconciliarme con el más odioso aspecto de la muerte. Es evidente que nos dirigimos velozmente hacia algún descubrimiento excitante, algún secreto que nunca deberemos compartir con nadie y cuyo conocimiento representa morir. Sin duda esta corriente nos lleva directamente al polo Sur. Forzoso es confesar que esa suposición, en apariencia tan disparatada, tiene todas las probabilidades a su favor.
La tripulación recorre la cubierta con pasos trémulos e inquietos. Pero en su expresión, en su continente hay más anhelo de esperanza que apatía de desespero.
Mientras tanto el viento sigue aún a popa y dado que navegamos a velas desplegadas, el barco a veces parece volar sobre el mar. ¡Horror de los horrores!
Las grandes masas de hielo nos abren paso apartándose a derecha e izquierda y empezamos a girar vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, dando vueltas y más vueltas, bordeando un inmenso anfiteatro, la cima de cuyas paredes se pierden en la oscuridad y en la altura. Pero ya me queda muy poco tiempo para meditar sobre mi destino. Los círculos se van estrechando rápidamente y nos estamos zambullendo enloquecedoramente en las fauces de la vorágine, entre rugidos, bramidos y el retumbar del océano y de la tempestad. ¡Todo el navío tiembla! ¡Dios mío… se hunde!…
* * *
Nota. — El Manuscrito hallado en una botella fue publicado originalmente en 1831 y hasta varios años después no conocí los mapas de Mercator, en los cuales el océano está representado como corriendo velozmente, a través de cuatro fauces y precipitándose en el golfo Polar (nórdico), para ser absorbido por las entrañas de la Tierra; el propio Polo aparece representado como un negro peñasco, elevándose a una altura prodigiosa.
La ciencia-ficción de EDGAR ALLAN POE
(Fragmento de antología).
Antologías de Ciencia Ficción Caralt - 21
Título original: The Science Fiction of Edgar Allan Poe
Edgar Allan Poe, 1978
Traducción: Pablo Mañé y P. Rubiralta
Editor digital: Hechadelluvia & dekisi
ePub base r1.1
MANUSCRITO HALLADO EN UNA BOTELLA
Qui n’a plus qu’un moment á vivre
N’a plus ríen á dissimuler.
Quinault, Atys.
Muy poco podría decir acerca de mi país y de mi familia. Los malos tratos y el correr de los años me obligaron a abandonar el primero y a alejarme de la última. La riqueza heredada me permitió lograr una educación fuera de lo común, y una inclinación de mi espíritu hacia la contemplación, me capacitó para ordenar metódicamente los conocimientos acumulados en mis primeros estudios. No había nada superior al placer que experimentaba con las obras de los moralistas alemanes. No se trataba de una admiración mal aconsejada por su locura elocuente, sino por la facilidad con que mis hábitos de rígido pensamiento me permitían descubrir sus falsedades. Se me ha reprochado con frecuencia la aridez de mi genio, se me ha imputado como un crimen mi imaginación deficiente y siempre me he destacado por el pirronismo de mis opiniones. Sospecho en verdad que el gran placer que siento por la filosofía física ha marcado mi mente con un error muy común en nuestros tiempos. Me refiero a la costumbre de relacionar sucesos, incluso los menos susceptibles para eso, a los principios de dicha ciencia. Normalmente nadie estaría menos expuesto que yo a desviarse de los límites rígidos de la verdad por el ignes fatui de la superstición. He creído oportuno sentar esas premisas, para que el relato increíble que debo contar no sea considerado el desvarío de una imaginación poco refinada, sino la experiencia auténtica de una mente para la que los ensueños de la fantasía han sido nulidad y letra muerta.
Después de muchos años de viajar por el extranjero, me embarqué en el año 18…, en el puerto de Batavia, en la rica y poblada isla de Java, en un viaje por el archipiélago de las islas de la Sonda. Viajé como un pasajero sin ningún incentivo que me empujara, salvo una nerviosa inquietud que me acosaba como un demonio.
Era el nuestro un excelente navío de cerca de cuatrocientas toneladas, con remaches de cobre, que había sido construido, con teca de Malabar, en Bombay. La carga consistía en algodón en rama y aceite de las islas Laquedivas. Llevaba además a bordo fibra de coco, melaza de palma, mantequilla de búfala, cocos y unas cuantas cajas de opio. La estiba había sido hecha a la diabla y debido a ello el barco escoraba.
Nos hicimos a la mar con un suave soplo de brisa y durante varios días nos mantuvimos al largo de la costa oriental de Java, sin otro incidente que aliviara la monotonía de nuestro rumbo que el encuentro ocasional con algún pequeño grab del archipiélago al que nos dirigíamos.
Una tarde, inclinado en la barandilla de cubierta, observé hacia el Noroeste una nube aislada de aspecto singular. Era notable tanto por su color como por ser la primera que veíamos desde nuestra salida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol, y entonces empezó a extenderse de repente hacia el Este y el Oeste, ciñendo el horizonte con una estrecha faja de vapor que parecía una extraña playa baja. Atrajo en seguida mi interés el aspecto rojo oscuro de la luna y la rara apariencia del mar. En éste tenía efecto una rápida transformación y el agua parecía más transparente que de costumbre. A pesar de que podía distinguirse con toda claridad el fondo, al halar la sonda comprobé que la profundidad era de quince brazas. Ahora el aire se había vuelto intolerablemente cálido, como cargado de emanaciones en espiral, semejantes a las que se desprenden del hierro calentado’ al rojo. Mientras anochecía se desvaneció el menor soplo de viento y resultaría imposible concebir una calma más absoluta. En la popa ardía una bujía y su llama no vacilaba en absoluto y un largo cabello, sostenido entre el índice y el pulgar, colgaba sin que pudiera observarse la menor oscilación. Sin embargo, aunque el capitán dijo que no podía apreciar ninguna señal de peligro, y como sea que estábamos derivando hacia la costa, ordenó que se arriaran las velas y se echara el ancla. No se apostó ningún vigía y la tripulación, integrada sobre todo por malayos, se tumbó sobre la cubierta a descansar. Yo bajé a mi camarote presa de un presentimiento preñado de peligros. Todas las apariencias justificaban el temor de un simún inminente. Hice al capitán partícipe de mis temores, pero hizo muy poco caso de mis palabras y me dio la espalda sin dignarse responderme. Sin embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí al puente. Al franquear el último peldaño de la escalera de toldilla, fui sorprendido por un fuerte ruido parecido a un zumbido, como el que produciría la rotación rápida de las aspas de un molino, y antes de poder adivinar su significado me di cuenta de que el barco Se estremecía en su interior. Inmediatamente después una montaña de espuma se abalanzó sobre nosotros por el lado de babor y, envolviéndonos de popa a proa, barrió toda la cubierta de punta a punta.
La extraordinaria furia de la ráfaga representó, en gran medida, la salvación del barco. Aunque sumergido por completo, como sus mástiles cayeron por la borda, se levantó al cabo de un minuto, pesadamente desde la sima, vaciló unos segundos bajo el tremendo impacto de la tempestad y por último se enderezó.
No podría decir en virtud de qué milagro escapé a la destrucción. Aturdido por el choque del agua me encontré, al recuperar el sentido, embutido entre el codastre y el gobernalle. Con gran dificultad me puse de pie y miré en torno, mareado, y de momento pensé que estábamos en los rompientes de la costa, tan terrible —más allá de la imaginación más desbocada— era el remolino que formaban las encrespadas olas y el océano espumoso dentro del que nos hallábamos sumidos. Al poco rato oí la voz de un viejo sueco, que se había embarcado con nosotros cuando levábamos anclas. Le llamé con todas mis fuerzas y en seguida vino hacia mí tambaleándose. Pronto pudimos apreciar que éramos los únicos supervivientes del accidente. Todo cuanto había en cubierta, excepto nosotros dos, fue barrido por las olas. El capitán y los tripulantes debieron perecer mientras dormían, ya que las aguas inundaron los camarotes. Sin ayuda, poco podíamos conseguir para la seguridad del navío y nuestros esfuerzos fueron paralizados al principio frente a la creencia momentánea de que nos íbamos a pique. Sin duda el cabo del ancla se rompió como un cordel al primer embate del huracán, de otro modo nos hubiéramos hundido al instante, íbamos con tremenda velocidad antes de que el mar y el agua nos arrastrara. El armazón de popa había sufrido daños irreparables y, bajo todos los aspectos, el barco estaba muy maltrecho. Pero con gran alegría por nuestra parte vimos que las bombas funcionaban y que el lastre apenas se había desplazado. La primera y principal furia de la ráfaga había amainado y ya no era tan grande el peligro procedente de la violencia del viento. Pero nos aterrorizaba la idea de que fuera a cesar de un momento a otro, ya que temíamos que, en nuestras lamentables condiciones, zozobraríamos en el oleaje agitado que le seguiría. Pero este temor, perfectamente explicable, no parecía en modo alguno que fuera a justificarse. Durante cinco días completos con sus noches, durante los cuales nuestra única subsistencia consistió en una pequeña cantidad de melaza de palma que con grandes dificultades nos procuramos en el castillo de proa, el casco del buque corrió a una velocidad que desafiaba todo cálculo, empujado por rápidas y sucesivas ráfagas de viento que, a pesar de no tener la violencia inicial del simún, eran terriblemente más fuertes que cualquier tempestad que jamás hubiera presenciado. Nuestra derrota, durante los primeros cuatro días, fue, con variaciones sin importancia, de Sud-Sudeste y con seguridad que pasamos cerca de la costa de Nueva Holanda. Al quinto día el frío fue tremendo, a pesar de que el viento había girado un punto hacia el Norte. Salió el sol de un color amarillo enfermizo y se elevó unos pocos grados en el horizonte, irradiando una luz indecisa. No había nubes a la vista, pero el viento arreciaba y soplaba con una furia irregular e insegura. Cerca de mediodía, sólo aproximadamente lo podíamos calcular, nuestra atención se dirigió de nuevo a la apariencia del sol. No daba luz, hablando con propiedad, sino un brillo sin reflejos, apagado y tétrico, como, si todos sus rayos estuviesen polarizados. Poco antes de ponerse en el mar hinchado, su fuego central se extinguió de repente, como si un poder inexplicable lo hubiera apagado. Fue un aro pálido, como de plata, lo que quedó de él antes de sumergirse rápidamente en el mar insondable.
Esperamos en vano la llegada del sexto día. Este día no llegó para mí. Y para el sueco nunca llegó. Desde aquel punto y hora quedamos envueltos en una negra oscuridad, que no permitía ver a un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, sin contar siquiera con el alivio de la brillantez fosfórica del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. Observamos también que, a pesar de que la tempestad seguía con tenaz violencia, ya no podíamos apreciar la apariencia habitual del oleaje, o de la espuma, que hasta entonces nos envolviera. Todo a nuestro alrededor era horror, densa oscuridad y un negro y bochornoso desierto de ébano. El terror supersticioso aumentaba poco a poco en el espíritu del sueco y mi propia alma estaba envuelta en maravillado silencio. Dejamos de cuidar el navío, peor que inútil, y nos amarramos lo mejor que pudimos en el tocón del palo de mesana, mirando con amargura la inmensidad del océano. No contábamos con medios para calcular el tiempo ni podíamos adivinar nuestra situación. Estábamos, sin embargo, totalmente convencidos de haber ido más al Sur que ningún navegante antes que nosotros y experimentamos una gran sorpresa al no encontrarnos con los lógicos obstáculos del hielo. Entretanto, cada segundo amenazaba con ser el último y olas gigantes como montañas se precipitaban para destruirnos. El oleaje rebasaba cualquier posibilidad que yo hubiera imaginado y el que no fuéramos instantáneamente sepultados era un milagro. Mi compañero me hablaba de las condiciones marineras de nuestro barco y aludió a la ligereza del cargamento. No me era de ninguna ayuda pensar en la inutilidad de toda esperanza y me preparaba tristemente a morir, y creía que nada iba a evitar que sucediera al cabo de una hora a lo sumo, ya que, a cada nudo que el navío recorría, el oleaje de aquel mar horrendo y tenebroso se volvía más aterrador. A veces boqueábamos perdido el aliento cuando nos elevábamos más altos que un albatros, otras veces nos mareaba lo vertiginoso de nuestro descenso hacia algún infierno líquido, donde el aire se volvía estancado y ningún sonido turbaba el sueño de los «kraken».
Estábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero se alzó terrible en la noche: «¡Mire!, ¡mire! —exclamaba, gritando a mis oídos—, ¡Dios Todopoderoso!, ¡mire, mire!» Mientras él voceaba, advertí un apagado y tétrico resplandor rojizo corriendo a los lados de la vasta sima en la que descansábamos el cual derramaba un brillo irregular sobre el puente. Dirigiendo mi vista hacia arriba percibí un espectáculo que me heló la sangre. A tremenda altura, directamente encima de nosotros y sobre el mismo borde del tremendo abismo, estaba suspendido un barco enorme de quizá cuatro mil toneladas. Aunque se hallaba en la cresta de una ola cien veces más elevada que su propia altura, su tamaño aparente excedía con mucho al de cualquier barco de línea o de la Compañía de las Indias Orientales. Su enorme casco era de un profundo y deslustrado color negro y no tenía ninguna de las acostumbradas tallas y mascarones de los barcos. Una única hilera de cañones de bronce asomaba por sus portañolas. Las pulidas superficies de los cañones reflejaban la luz de innumerables linternas de combate, que se balanceaban en las jarcias. Pero lo que mayormente nos inspiró horror y estupefacción fue ver que el barco tenía todas las velas desplegadas en las mismas fauces de aquel mar sobrenatural y de aquel huracán indomeñable. Cuando lo vimos por primera vez sólo percibimos la proa al empezar a surgir del profundo y horrible golfo del que venía. Durante un instante de intenso horror permaneció inmóvil sobre el vertiginoso pináculo, como contemplando su propia sublimidad. Luego tembló y se sacudió antes de precipitarse en el abismo.
Ignoro qué repentina serenidad se apoderó de mi espíritu en aquel momento. Tambaleante retrocedí cuanto pude hacia proa y allí esperé, sin miedo, el desastre que se nos venía encima. Nuestro propio barco estaba escorando cansado de la pelea y hundiéndose de proa. El choque de la masa que se precipitaba le sacudió, en consecuencia, en ese punto de su estructura que ya estaba bajo las aguas y el resultado inevitable fue lanzarme a mí, con violencia irresistible, contra las jarcias de la nave recién aparecida.
Cuando caí, el barco viró y siguió su camino y atribuyo a la confusión reinante el hecho de que la tripulación no se diera cuenta de mi presencia. Sin que se apercibieran de mí me abrí camino, con pocas dificultades, hasta la escotilla principal, que estaba abierta a medias y pronto tuve la oportunidad de esconderme en la cala. Me sería muy difícil explicar por qué lo hice. Un indefinido sentimiento de temor se apoderó de mi mente desde el primer instante que vi a los tripulantes de la nave y con seguridad que eso estuvo en el origen de mi encierro. No era mi deseo confiarme a quienes me habían dado la impresión, en seguida que les di una rápida ojeada, de vaga extrañeza, duda y aprensión. En consecuencia creí que lo mejor sería procurarme un escondrijo en la cala. Me fue fácil lograrlo sacando una pequeña parte de las tablas movedizas, de forma que me agencié un lugar conveniente entre las gruesas cuadernas del barco.
Apenas hube dado fin a mi tarea cuando unas pisadas en la cala me obligaron a usar el escondite. Un hombre pasó cerca de donde me hallaba, caminando con paso inseguro y débil. No pude verle la cara pero sí tuve la oportunidad de observar su apariencia general. Daba la impresión, por otra parte evidente, de que era muy viejo y que estaba enfermo. Sus rodillas temblaban bajo el peso de los años, y su cuerpo se estremecía bajo la carga. Murmuraba para sí en tono bajo y quebrado palabras en un idioma para mí desconocido y se puso a trastear en un rincón donde había amontonados diversos instrumentos de apariencia singular y deterioradas cartas de navegación. Su comportamiento era una extraña mezcla de mal humor de la segunda infancia y la solemne dignidad de un dios. Al fin regresó al puente y ya no volví a verle.
Un sentimiento, para el cual no doy con el nombre, se había apoderado de mi alma, una sensación que no admitía el análisis, para el cual las lecciones de la experiencia no eran válidas y, mucho me temo, que ni siquiera el futuro me dará la clave. Para una mente constituida como la mía, esta última consideración es una tortura. Nunca podré, tengo la seguridad de ello, encontrar satisfacción respecto a la naturaleza de mis concepciones. Con todo no es sorprendente que esas concepciones sean indefinidas, dado que tienen su origen en fuentes de tan extraordinaria novedad. Un nuevo sentido, una nueva entidad se agrega a mi alma.
Hace ya mucho que subí por vez primera al puente de este navío horrible y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Gentes incomprensibles! Absortos en una meditación de un tipo que no puedo comprender, se cruzan en mi camino sin prestarme atención. Esconderme sería por mi parte una total locura, ya que esa gente no quiere ver. Precisamente ahora mismo pasé frente al piloto. No hace mucho que me atreví a penetrar en el camarote del capitán, donde cogí los materiales con los que estoy escribiendo ahora y las notas que ya he tomado. De vez en cuando seguiré escribiendo este diario. Claro está que no encontraré la oportunidad de transmitirlo al mundo, pero no voy a dejar de hacer el intento. En el instante postrero encerraré el manuscrito en una botella y lo confiaré al mar.
Ha ocurrido un incidente que me ha dado nuevas oportunidades de pensar. ¿Son tales sucesos el resultado de un azar incontrolado? Había subido al puente donde me eché, sin atraer la atención de nadie, entre un montón de flechastes y viejas velas, en el fondo de un bote. Mientras meditaba acerca de la singularidad de mi destino, empecé sin darme cuenta a pintarrajear con un pincel mojado de brea los bordes de una vela que estaba cuidadosamente plegada encima de un barril cercano. La vela ahora está desplegada en el barco y las irreflexivas pinceladas se extienden formando la palabra «descubrimiento».
Últimamente he hecho varias observaciones acerca de la estructura del barco. A pesar de aparecer bien armado, no creo que sea de guerra. Ni los aparejos, ni la construcción, ni su equipo concuerdan con tal suposición. Puedo darme perfecta cuenta de lo que no es, pero temo que me es imposible decir lo que es. No sé cómo es el barco, pero al escrutar su extraña forma, el tipo singular de sus mástiles, su enorme tamaño, su desmesurado velamen, su proa de severa sencillez y su anticuada popa, ocasionalmente cruza mi recuerdo una sensación de cosas familiares, siempre entremezcladas con sombras indistintas del recuerdo, inexplicable, de viejas crónicas extranjeras y de épocas remotas.
He estado contemplando el maderamen del navío. Está construido con un material desconocido para mí. La madera tiene una textura peculiar que me sorprende y que me da la impresión de que no es la adecuada para el fin a que se la ha destinado. Me refiero a su extraordinaria porosidad, prescindiendo de su carcoma que es una consecuencia de la navegación por esos mares y de la podredumbre resultante de su vejez. Parecerá quizás una observación asaz curiosa, pero la madera tiene todas las características del roble español, en el caso de que el roble español fuera distendido por medios artificiales.
Al leer la frase anterior me viene a la memoria un extraño dicho de un viejo lobo de mar holandés. «Es tan seguro —solía afirmar cuando alguien ponía en duda la veracidad de sus palabras— como que existe un mar en el cual un barco crece de forma idéntica a como lo hace el cuerpo de un marinero».
Hace una hora que tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, a pesar de que estaba entre ellos, parecían estar totalmente al margen de mi presencia. Igual que el primero que había visto antes en la cala, todos daban la impresión de ser de edad muy avanzada… Sus rodillas enfermizas entrechocaban, sus hombros estaban cargados por la decrepitud, sus epidermis ajadas se estremecían al viento, su voz era sorda, trémula y rota, el brillo de sus ojos velado por antiguas legañas y sus cabellos canos alborotadísimos por el viento. A su alrededor, por todas partes en el puente, estaban desperdigados instrumentos náuticos de construcción singular y anticuada.
He mencionado ya la colocación de un ala en el trinquete. Desde entonces el buque, librado a la merced del viento, ha proseguido su rumbo terrible hacia el Sur, con todo el trapo recogido, desde el racamento de la verga hasta los botalones, bañando frecuentemente sus mastelerillos de juanete en el más impresionante diluvio que puede llegar a imaginarse la mente humana. Acababa de abandonar la cubierta, donde me fue imposible caminar como deseaba, aunque la tripulación parecía caminar por ella sin grandes inconvenientes. Me parece el mayor de los milagros el que nuestra inmensa mole no se fuera a pique en un abrir y cerrar de ojos. Sin duda estamos condenados a navegar indefinidamente al borde de la eternidad, sin llegar a la zambullida final en el abismo. Con la grácil facilidad de una veloz gaviota, nos deslizábamos por encima de olas mil veces más impresionantes de las que nunca antes viera. Colosales, enderezaban su cabeza sobre nosotros como demonios surgidos del abismo, demonios que al parecer sólo debían amedrentarnos, sin llegar a destruirnos. Me inclino a atribuir esas frecuentes escapadas a la única causa natural que podría ocasionar tal efecto. He de creer que el navío está bajo la influencia de una fuerte corriente o de una fuerza superior que nos arrastra por debajo de la quilla.
He visto al capitán cara a cara y en su propio camarote, pero, como era de suponer, ni siquiera me ha hecho caso. Aunque para un observador casual el aspecto del capitán no es ni superior ni inferior al de otro mortal, he experimentado, sin embargo, un sentimiento reverente y de temor que se mezclaba con la sensación de asombro con que le contemplaba. Es más o menos de mi estatura, es decir, un metro setenta poco más o menos. Es de constitución mediana pero sólida, no muy robusta y no veo otra condición a señalar. Pero es la singularidad de la expresión de su rostro, la intensa, la maravillosa, la emocionante evidencia de la ancianidad, tan total, tan extrema, la que inspira en mi espíritu un sentimiento inefable. Su frente, a pesar de carecer de arrugas, parece estar marcada por una miríada de años. Sus grises cabellos son recuerdos del pasado y sus ojos grisáceos son sibilas del futuro. Desparramados por el suelo de la cabina había raros infolios con broches de hierro y mohosos instrumentos científicos y mapas obsoletos y olvidados, de tiempos idos. Su cabeza estaba apoyada en sus manos y escudriñaba con inquieta y enfebrecida mirada un documento que tomé por un nombramiento, el cual, en todo caso, tenía la firma de un monarca. Murmuraba para sí, del mismo modo que lo hacía el primer marinero con quien me topé en la cala, palabras malhumoradas y quedas en una lengua extranjera. A pesar de que hablaba cerca de mi hombro, sus palabras parecía que me llegaban desde la distancia de una milla.
El barco y cuanto hay en él está impregnado de Vetustez. La tripulación se desliza de aquí para allá como los fantasmas de los siglos idos, sus ojos lucen una expresión inquieta y anhelante, y cuando sus dedos tantean a través de mi camino en el raro resplandor de las farolas, experimento lo que jamás noté anteriormente, a pesar de que durante toda mi vida he comerciado con antigüedades y me he empapado de las sombras de las columnas caídas de Balbek, Tadmor y Persépolis hasta que mi alma se ha convertido en una ruina.
Cuando miro a mi alrededor me siento avergonzado de mis aprensiones de antes. Si temblaba ante las ráfagas que hasta ahora nos han acompañado, ¿no debería horrorizarme ante esta pelea del viento y del océano, para dar una idea de la cual los términos tornado y simún son triviales y carecen de sentido? Todo en la inmediata proximidad del navío es la oscuridad de una noche eterna y un caos de agua espumosa, pero a cosa de una legua, a un lado y otro, se pueden percibir claramente y a intervalos, fantásticas murallas de hielo, elevándose hasta los cielos desolados, y que semejan las murallas del universo.
Como ya suponía, resulta que el barco está dentro de una corriente. Si así puede nombrarse con propiedad un flujo que ululante y rugiente llega del blanco hielo y atruena y se precipita hacia el Sur con una velocidad parecida a la caída de una catarata.
Creo que sería del todo imposible hacerse una idea cabal de mi situación. Sin embargo, predomina incluso sobre mi desesperación la curiosidad de averiguar los misterios de esas regiones espantosas, que lograría reconciliarme con el más odioso aspecto de la muerte. Es evidente que nos dirigimos velozmente hacia algún descubrimiento excitante, algún secreto que nunca deberemos compartir con nadie y cuyo conocimiento representa morir. Sin duda esta corriente nos lleva directamente al polo Sur. Forzoso es confesar que esa suposición, en apariencia tan disparatada, tiene todas las probabilidades a su favor.
La tripulación recorre la cubierta con pasos trémulos e inquietos. Pero en su expresión, en su continente hay más anhelo de esperanza que apatía de desespero.
Mientras tanto el viento sigue aún a popa y dado que navegamos a velas desplegadas, el barco a veces parece volar sobre el mar. ¡Horror de los horrores!
Las grandes masas de hielo nos abren paso apartándose a derecha e izquierda y empezamos a girar vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, dando vueltas y más vueltas, bordeando un inmenso anfiteatro, la cima de cuyas paredes se pierden en la oscuridad y en la altura. Pero ya me queda muy poco tiempo para meditar sobre mi destino. Los círculos se van estrechando rápidamente y nos estamos zambullendo enloquecedoramente en las fauces de la vorágine, entre rugidos, bramidos y el retumbar del océano y de la tempestad. ¡Todo el navío tiembla! ¡Dios mío… se hunde!…
* * *
Nota. — El Manuscrito hallado en una botella fue publicado originalmente en 1831 y hasta varios años después no conocí los mapas de Mercator, en los cuales el océano está representado como corriendo velozmente, a través de cuatro fauces y precipitándose en el golfo Polar (nórdico), para ser absorbido por las entrañas de la Tierra; el propio Polo aparece representado como un negro peñasco, elevándose a una altura prodigiosa.
domingo, 6 de septiembre de 2015
Eureka de Edgar Allan Poe por Julio Cortázar.
Prólogo
Eureka fue escrito en 1847, pero es imposible saber cuánto tiempo lo pensó Poe. «Desde niño —dice Hervey Allen— había amado las estrellas, desde los días del telescopio en casa de John Alian. En las páginas de innumerables revistas había leído los artículos astronómicos y seguido las noticias del progreso de la ciencia a medida que avanzaba década tras década. Y ello lo había llevado a Laplace, a Newton, a Nichol, a oscuras obras de física y matemáticas, a Kepler y a Boscovitch». Casi toda su vida literaria habría de transcurrir antes de que aquella temprana ansiedad cosmogónica alcanzara fuerza obsesiva. Poe empezó la redacción en el triste período subsiguiente a la muerte de Virginia Clemm. De noche, paseando con Mrs. Clemm por el jardín del cottage de Fordham, observaba el cielo que constituía el límite visible de ese Universo cuya génesis y aniquilación se había propuesto revelar y explicar. La obra parece haber sido escrita rápidamente, obedeciendo a un impulso incontenible.
La ya insana incomunicación de Poe con el mundo inmediato, la «locura» inminente que lo precipitaría a la muerte, pueden registrarse de manera dramática en las circunstancias exteriores a la composición de Eureka, e indirectamente en la obra en sí, en la medida en que su sagacidad y lucidez intelectual funcionan en el vacío, orgullosamente seguras de descubrir por sí solas las verdades últimas, con un mínimo de datos físicos y corroboraciones científicas. Su actitud al terminar la obra es la de un desequilibrado, como lo prueba su convicción de haber escrito un libro revolucionario, superior a todas las conjeturas cosmogónicas pasadas y presentes, y la triste crónica de su entrevista con el editor Putnam. Poe se presentó con aire nervioso, declarando que lo traía una cuestión de la más alta importancia. «Sentándose frente a mi escritorio, y luego de mirarme durante un minuto con sus brillantes ojos, dijo por fin: ‘Soy Mr. Poe.’ Como es natural, me sentí todo oídos y sinceramente interesado por el autor de El cuervo y El escarabajo de oro. ‘No sé realmente cómo empezar —dijo el poeta tras una pausa—. Se trata de una cuestión importantísima.’ Luego de otra pausa y temblando de excitación, empezó a decirme que la publicación que venía a proponer era de un interés fundamental. El descubrimiento de la gravitación por Newton resultaba una mera fruslería comparado con los descubrimientos revelados en su libro. Provocaría inmediatamente un interés tan universal e intenso, que el editor haría bien en abandonar todos sus restantes intereses y hacer de la obra el negocio de su vida. Pastaría para empezar una edición de cincuenta mil ejemplares, pero sería apenas suficiente. Ningún acontecimiento científico de la historia mundial se acercaba en importancia a las consecuencias que tendría la obra. Y todo esto y mucho más lo decía, no irónicamente o bromeando, sino con intensa seriedad, pues clavaba en mí sus ojos como el Viejo Marinero… Por fin nos aventuramos a editar el libro, pero en vez de cincuenta mil tiramos quinientos ejemplares…».
Como es natural, ni el libro ni las conferencias que basándose en él pronunció Poe resultaron inteligibles para la mentalidad de su tiempo. Los pocos que hubieran podido atisbar la verdadera importancia de Eureka —que es una importancia estética y espiritual— estaban en sus pináculos, en sus camarillas, lejos de todo contacto con alguien que jamás los había halagado. Eureka cayó en la misma nada que profetiza a la creación, y sólo los lectores sensibles —los franceses sobre todo, desde Baudelaire hasta Paul Valéry— entendieron su especial hermosura y el perfecto derecho de su creador a calificarlo de poema y reclamar que como tal fuera leído.
Puede interesar aquí esta síntesis del libro, hecha por el mismo Poe en una carta del 29 de febrero de 1848:
«La proposición general es ésta: Puesto que nada fue, en consecuencia todas las cosas son.
Un examen de la universalidad de la gravitación, esto es, del hecho de que cada partícula tiende, no hacia ningún punto común, sino hacia toda otra partícula, sugiere la perfecta totalidad o absoluta unidad como fuente del fenómeno.
La gravedad no es sino el modo según el cual se manifiesta la tendencia de todas las cosas a retornar a su unidad original; no es sino la reacción del primer Acto Divino.
La ley reguladora del retorno, esto es, la ley de gravitación no es sino un resultado necesario del único modo posible y necesario de irradiación uniforme de la materia a través del espacio; esta irradiación uniforme es necesaria como base de la teoría nebular de Laplace.
El universo de los astros (a diferencia del universo espacial) es limitado.
La mente conoce la materia sólo por sus dos propiedades: la atracción y la repulsión; en consecuencia, la materia es sólo atracción y repulsión; un globo de globos finalmente consolidado, siendo una sola partícula, carecería de atracción, esto es, de gravitación; la existencia de tal globo presupone la expulsión del éter separador que sabemos existe entre las partículas en su estado de difusión presente; por lo tanto, el globo final sería materia sin atracción y repulsión; pero estas últimas son la materia; luego el globo final sería materia sin materia, esto es, no sería materia: debe desaparecer. Por lo tanto, la Unidad es la Nada.
La materia, al surgir de la unidad, surgió de la nada, esto es, fue creada.
Todo retornará a la Nada, al retornar a la unidad… Lo que he propuesto revolucionará a su tiempo el mundo de la ciencia física y metafísica. Lo digo con calma, pero lo digo.»
La seguridad del último párrafo no se ha confirmado. Los hombres de ciencia que condescendieron a examinar Eureka lo han declarado por unanimidad un «castillo de naipes[1]». Hasta Humboldt, a quien estaba dedicado con tanto fervor el ensayo, guardó silencio —se supone que desdeñoso— a una consulta del no menos fervoroso Baudelaire. No es en esos sectores donde hay que buscar la razón de la supervivencia de Eureka y su profundo atractivo para tantos lectores. En realidad, quienes se obstinan en seguir juzgando a Eureka por su valor científico cometen el mismo error de Poe sin ninguno de sus atenuantes.
Los buenos lectores de este poema cosmogónico son aquellos que aceptan, en un plano poético, el vertiginoso itinerario intuitivo e intelectual que Poe les propone, y asumen por un momento ese punto de vista divino desde el cual él pretendió mirar y medir la creación. Nuestro tiempo tiene pocos poetas cosmogónicos; la poesía es siempre cosa sublunar. Es raro y vivificante descubrir esa actitud en uno que otro poeta, y la experiencia de leer al primer Jules Laforgue, por ejemplo, como la de leer Eureka, devuelve por un momento el espíritu a su verdadera situación en el cosmos, de la cual los hábitos mentales lo arrancan continuamente. Cuando Poe, en el pasaje quizá más hermoso de Eureka, nos coloca dentro de la inmensa Y mayúscula de la Vía Láctea, y nos muestra que el cielo que vemos más o menos estrellado depende solamente de que en un caso estamos mirando a lo largo de la Y, y en el otro miramos a través de ella, se tiene por un instante un vértigo de infinitud, porque junto con él estamos mirando con ojos más que humanos, con ojos abiertos en el límite de una tensión poética y mental al borde de la ruptura. Sólo así hay que leer Eureka, recordando que él lo dedicó «a aquellos que sienten, más que a los que piensan», y lo mostró como un producto de arte.
Todo bien considerado, las mejores páginas que se han escrito sobre este libro siguen siendo las de Paul Valéry [2]. En el fondo Poe no se equivocaba al atribuir importancia a su libro, porque la creyera de un orden distinto. Así lo siente W. H. Auden: «Había mucho más de audaz y de original en tomar el más antiguo de los temas poéticos —más antiguo aún que la historia del héroe épico—, es decir, la cosmología, la historia de cómo las cosas llegaron a existir tal como son, y tratarlo de manera completamente contemporánea, hacer en inglés y en el siglo XIX lo que Hesiodo y Lucrecio habían hecho en griego y latín siglos atrás…» Poe lo hizo, y acabó de quemar su inteligencia en esa desesperada empresa más solitaria que todas las suyas. Al año siguiente cuando erraba por Filadelfia alucinado y borracho, escribiría a Mrs. Clemm: «No tengo deseos de vivir desde que escribí Eureka. No podría escribir nada más».
Julio Cortázar
sábado, 5 de septiembre de 2015
DIALOGO CON ERNESTO SABATO (14 de diciembre de 1974, primera parte).
DIALOGO CON ERNESTO SABATO
(14 de diciembre de 1974, primera parte)
Borges: ¿Cuándo nos conocimos? A ver... Yo he perdido la cuenta de los años. Pero creo que fue en casa de Bioy Casares, en la época de Uno y el Universo.
Sábato: No, Borges. Ese libro salió en 1945. Nos conocimos en lo de Bioy, pero unos años antes, creo que hacia 1940.
Borges: (Pensativo) Sí, aquellas reuniones... Podíamos estar toda la noche hablando sobre literatura o filosofía... Era un mundo diferente... Ahora me dicen, sé, que se habla mucho de política. En mi opinión les interesan los políticos. La política abstracta, no. A nosotros nos preocupaban otras cosas.
Sábato: Yo diría, más bien, que en aquellas reuniones hablábamos de lo que nos apasionaba en común a usted, a Bioy, a Silvina, a mí. Es decir, de la literatura, de la música. No porque no nos preocupara la política. A mí, al menos.
Borges: Quiero decir, Sábato, que no se hacía ninguna referencia a las noticias cotidianas, fugaces.
Sábato: Sí, eso es verdad. Tocábamos temas permanentes. La noticia cotidiana, en general, se la lleva el viento. Lo más nuevo que hay es el diario, y lo más viejo, al día siguiente.
Borges: Claro. Nadie piensa que deba recordarse lo que está escrito en un diario. Un diario, digo, se escribe para el olvido, deliberadamente para el olvido.
Sábato: Sería mejor publicar un periódico cada año, o cada siglo. O cuando sucede algo verdaderamente importante: "El señor Cristóbal Colon acaba de descubrir América". Título a ocho columnas.
Borges: (Sonriendo) Sí... creo que sí.
Sábato: ¿Cómo puede haber hechos transcendentes cada día?
Borges: Además, no se sabe de antemano cuáles son. La crucifixión de Cristo fue importante después, no cuando ocurrió. Por eso yo jamás he leído un diario, siguiendo el consejo de Emerson.
Sábato: ¿Quién?
Borges: Emerson, que recomendaba leer libros, no diarios.
Barone: Si me permiten... aquel tiempo en que se encontraban en lo de Bioy...
Borges: Caramba, usted se refiere a aquel tiempo como si fueran épocas muy lejanas. (Pareciera evocarlas). Sí, claro, cronológicamente son lejanas. Sin embargo siento, pienso en aquello como si fuera contemporáneo. Además, nos reuníamos pocas veces.
Sábato: El tiempo no existe, ¿no?
Borges: Quiero decir... Como yo sigo mentalmente en esa época... y además la ceguera me ayuda.
Se produce una larga pausa.
Borges: Recuerdo la polémica Boedo-Florida, por ejemplo, tan célebre hoy. Y sin embargo fue una broma tramada por Roberto Mariani y Ernesto Palacio.
Sábato: Bueno, Borges, pero aquel tiempo no fue el mío.
Lo dice con sarcasmo.
Borges: Sí, lo sé, pero recordaba esa broma de Florida y Boedo. A mí me situaron en Florida, aunque yo habría preferido estar en Boedo. Pero me dijeron que ya estaba hecha la distribución (Sábato se divierte) y yo, desde luego, no pude hacer nada, me resigné. Hubo otros, como Roberto Arlt o Nicolás Olivari, que pertenecieron a ambos grupos. Todos sabíamos que era una broma. Ahora hay profesores universitarios que estudian eso en serio. Si todo fue un invento para justificar la polémica. Ernesto Palacio argumentaba que en Francia había grupos literarios y entonces, para no ser menos, acá había que hacer lo mismo. Una broma que se convirtió en programa de la literatura argentina.
Sábato: ¿Recuerda, Borges, que, aparte de la literatura y la filosofía, usted y Bioy sentían una gran curiosidad por las matemáticas? La cuarta dimensión, el tiempo... aquellas discusiones sobre Dunne y el Universo Serial...
Borges: (Aprieta el bastón con las dos manos, se yergue un tanto, casi con entusiasmo) ¡Caramba! Claro... los números transfinitos, Kantor...
Sábato: El Eterno Retorno, Nietzsche, Blanqui...
Borges: Y, siglos antes, ¡los pitagóricos, o los estoicos!
Sábato: Las aporías, Aquiles y la tortuga... Nos divertíamos mucho, sí. Recuerdo cuando Bioy leía los cuentos de Bustos Domecq recién salidos del horno. Pero a Silvina no le gustaban, permanecía muy seria.
Borges: Bueno, Silvina solía leer esos textos con indulgencia y gesto maternal. A mí, sin embargo, los cuentos de Bustos Domecq me causaban gracia.
Sábato: Recuerdo que también hablábamos mucho de Stevenson, de sus silencios. Lo que calla, a veces más significativo que lo que expresa.
Borges: Claro, los silencios de Stevenson... y también Chesterton, Henry James... no, creo que de James se hablaba menos.
Sábato: Al que le interesaba mucho era a Pepe Bianco.
Borges: Sí, él había traducido The Turn of the Screw. Mejoró el título, es cierto. Otra vuelta de tuerca es superior a La vuelta de tuerca ¿no?
Sábato: Representa con más claridad la idea de la obra. Al revés que con ese libro de Saint-Exupéry llamado Terre des Homme que aparece traducido como Tierra de hombres. Como quien dice "Tierra de machos". Si hasta parece un título para Quiroga o Jack London. Cuando lo que en realidad quiere significar (además lo dice literalmente) es Tierra de los Hombres, la tierra de estos pobres diablos que viven en este planeta. No sólo ese traductor no sabe francés sino que no entendió nada de Saint-Exupéry ni de su obra entera. Pero a propósito, Borges, recuerdo algo que me llamó la atención hace un tiempo en su traducción del Orlando, de Virginia Woolf...
Borges: (Melancólico) Bueno, la hizo mi madre... yo la ayudé.
Sábato: Pero está su nombre. Además, lo que quiero decirle es que encontré dos frases que me hicieron gracia porque eran borgeanas, o así me parecieron. Una cuando dice, más o menos, que el padre de Orlando había cercenado la cabeza de los hombres de "un vasto infiel". Y la otra, cuando aquel escritor que volvió hacia Orlando y "le infirió un borrador". Me sonaba tanto a Borges que busqué el original y vi que decía, si no recuerdo mal, algo así como presented her a rough draft.
Borges: (Riéndose) Bueno, sí, caramba...
Sábato: No tiene nada de malo. Sólo muestra que casi es preferible que un autor sea traducido por un escritor medio borroso e impersonal ¿no? Recuerdo que hace mucho tiempo vi una representación de Macbeth. La traducción era tan mala como los actores y la pintarrajeada escenografía. Pero salí a la calle deshecho de pasión trágica. Shakespeare había logrado vencer a su traductor.
Borges: Es que hay ciertas traducciones espantosas... Hay un film inglés cuyo título original The Imperfect Lady lo tradujeron aquí como La cortesana o La ramera. Perdió toda la gracia. Precisamente alterar de esa forma el título, que es donde más ha trabajado el autor. Cuando eligió uno es porque lo ha pensado mucho. Nadie, ni el traductor, debe creerse con derecho a cambiarlo.
Sábato: ¿Y acaso el título no es la metáfora esencial del libro? Del título podría decirse lo que se ha afirmado de los sistemas filosóficos, que casi siempre son desarrollo de una metáfora central: El Río de Heráclito, La Esfera de Parménides...
Borges: Claro, suponiendo que los títulos no sean casuales. Bueno, y que los libros tampoco ¿no?
Borges parece buscar algo en el pasado. Sábato debe intuir esa búsqueda de la evocación y también el inminente monólogo. Quedan muchas horas, mucho tiempo delante.
Borges: Hablando de libros, los primeros que se ocuparon aquí de "promover" sus libros fueron José Hernández y Enrique Larreta. Después, Girondo. De él todos recuerdan cuando se publicó El espantapájaros y desfiló en un coche con uno de esos muñecos por la calle Florida... En cambio, en un tiempo anterior, el de Lugones y de Groussac, cuando editaban sus libros sólo trascendían en el ámbito de las librerías. Mi propia experiencia no fue distinta. Con trescientos pesos que me dio mi padre hice imprimir trescientos ejemplares de mi primer libro. ¿Qué otra cosa pude hacer que repartirlos y regalarlos a los amigos? ¿A quién le importaba alguien que escribía poemas y se llamaba Borges?
Sábato: El editor le publica al escritor que todos se disputan. Eso hace difícil cualquier comienzo. Sin embargo, es extraño, uno ve ahora los estantes de las librerías y es como una invasión de títulos. Debe haber más autores que lectores. Y otro fenómeno: el de los kioscos. Antes, por el año 35, solamente Arlt se vendía en la calle.
Borges: (Lleno de asombro) ¿Libros en los kioscos?
Sábato: (Sonriendo) Sí, también los suyos: El Aleph, Ficciones y los clásicos.
Borges alza aún más la cabeza como para asombrarse de cerca, inquiere más con un gesto.
Sábato: Sí, y me parece bien que sus libros estén allí en la calle, al paso de cada lector.
Borges: Pero... es que antes no era así, claro...
Sábato: Sin embargo, hubo un tiempo en que en los almacenes de campo, cuando hacían sus pedidos a Buenos Aires, junto a las bolsas de yerba y aperos, pedían ejemplares del Martín Fierro.
Borges: Esa noticia ha sido divulgada o imaginada por el propio Hernández. La población rural era analfabeta.
Hay un silencio apenas fastidiado por el ruido de los vasos. Hace calor, pero creo que todos lo hemos olvidado. Queda flotando la última palabra.
Borges: Martín Fierro... Un personaje que no es un ejemplo. Es admirable el poema como arte, pero no el personaje.Los ojos de Sábato, ahora escudriñan el rostro de Borges. Se le nota la ansiedad por hablar, pero espera.
Borges: Fierro es un desertor que paradójicamente deleita a los militares. Pero si usted le dice eso a un hombre de armas, se indigna. Hasta Ricardo Rojas en la Historia de la Literatura Argentina lo defiende con argumentos inexistentes. Alega que en el libro se ve la conquista del desierto, la fundación de ciudades. Francamente nadie ha leído una sola palabra de eso.
Sábato: Creo que Fierro es un iracundo, un rebelde ante el tratamiento de frontera, y ante muchas de las injusticias de su tiempo.
Borges cierra y abre los ojos, se mueve un poco sin perder esa posición arrogante, pero no agresiva.
Borges: No, no pienso así, Martín Fierro no fue un rebelde. Desertó porque no le pagaban sus haberes y se pasó al enemigo, no sin esperanza de participar fructuosamente en algún malón. Pero tampoco el autor fue rebelde. José Hernández Pueyrredón pertenecía a la alta clase de los estancieros, era pariente de los Lynch y los Udaondo. Si le hubieran dicho "gaucho" se habría indignado. Un gaucho era algo común, pero Martín Fierro es una excepción en la llanura. Porque un matrero lo es y por eso recordamos a unos pocos: Hormiga Negra, que murió por 1905 tal vez. Es que el gaucho matrero es una excepción como lo es el guapo entre los compadritos. Mi abuela en el 72 ó 73 vio a los soldados en el cepo. Hernández no conoció nada de eso. Se documentó, se basó mucho en el libro de su amigo Mansilla. Y por eso no acepto que Martín Fierro sea un mensaje de protesta social; es más bien un alegato contra el Ministerio de la Guerra como le llamaban entonces. No creo que Hernández ansiara un nuevo orden social, Sábato.
Sábato: Que Hernández perteneciera a la clase alta, no es un argumento. También fueron aristócratas o burgueses Saint-Simon, Marx, Owen, Kropotkin. No sabía que Hernández era pariente de los Lynch. Lo mismo que Guevara. En cuanto al Martín Fierro, pienso que describe el exilio de los gauchos en su propia patria. Es un canto para los pobres. No sé cual habrá sido el propósito deliberado de Hernández al escribirlo y eso no importa. Usted sabe que los propósitos siempre son superados por la obra, cuando se trata del arte. Quién recuerda en qué acceso de patriotismo Dostoievsky se propuso escribir un librito titulado Los borrachos, contra el abuso del alcohol en Rusia: le salió Crimen y castigo.
Borges: Claro, si el Quijote fuera simplemente una sátira contra los libros de caballería no sería el Quijote. Si al final, cuando termina la obra, el autor piensa que hizo lo que se propuso, la obra no vale nada.
Sábato: Tal vez los propósitos sirvan como trampolín para lanzarse después a aguas más profundas. Allí empiezan a trabajar otras fuerzas inconscientes, poderosas y más sabias que las conscientes. Las que en definitiva revelan las grandes verdades. Pero volviendo al Martín Fierro, lo que usted dijo antes lo comparto en algo: no se lo debe valorar como testimonio de protesta. O diría, mejor, por el solo hecho de ser un libro de protesta. Porque en este caso, cualesquiera fueran sus valores morales, no alcanzaría a ser una obra de arte. Pienso que si Martín Fierro vale es porque a partir de esa rebeldía accede a esos altos niveles y expresa los grandes problemas espirituales del hombre, de cualquier hombre y en cualquier época: la soledad y la muerte, la injusticia, la esperanza y el tiempo.
Borges: (Que ha escuchado con atención. La cara orientada hacia el exacto lugar donde está Sábato.) Reconozco que Fierro es un personaje viviente, que como pasa con las personas reales puede ser juzgado muy diversamente, según se lo mire.
Sábato: De allí las muchas interpretaciones que permite: sociológicas, políticas, metafísicas.
Borges: (Como disculpándose) Pero yo no he dicho una sola palabra en contra de la obra...
Sábato: Es que ha habido reportajes donde usted aparece diciendo ciertas cosas... Me parece útil que se aclare.
Borges: He dicho, sí, que proponer a Martín Fierro como personaje ejemplar es un error. Es como si se propusiera a Macbeth como buen modelo de ciudadano británico ¿no? Como tragedia me parece admirable, como personaje de valores morales, no lo es.
Sábato: Lo que prueba que un gran escritor no tiene por qué crear buenas personas. Ni Raskolnikov ni Julien Sorel, por citar algunos, pueden juzgarse como buenas personas. Casi nadie en la gran literatura.
Borges: Qué extraño. Ahora recuerdo que Macedonio Fernández tenía una teoría que yo creo errónea. él decía que todo personaje de novela tenía que ser moralmente perfecto. Desde esa perspectiva, sin conflictos, resultaría difícil escribir algo... él se basaba en el concepto: "El arquetipo ideal de la épica".
Sábato: Parecería un chiste.
Borges: No. Era en serio. Bueno, sería como anular la novela ¿no?
Sábato: Basta considerar los grandes protagonistas de novelas. Siempre marginados, tipos casi siempre fuera de la ley outsiders.
Borges: Hay una frase de Kipling que escribió al final de su vida: "A un escritor puede estarle permitido inventar una fábula pero no la moraleja". El ejemplo que eligió para sostener su teoría fue el de Swift, que intentó un alegato contra el género humano y ahora ha quedado Gulliver, un libro para chicos. Es decir: el libro vivió, pero no con el propósito del autor.
Sábato: Es lo bastante complejo para ser un espantoso alegato y a la vez un libro de aventuras para chicos. Esa ambig edad es frecuente en la novela.
Borges: Se me ocurre algo. Supongamos que Esopo existió y que escribió sus fábulas. Pero posiblemente le divertía más la idea de animales que hablan como hombrecitos que las moralejas. Esas moralejas se agregaron después.
Sábato: Es que ninguna obra de arte es moralizadora en el sentido edificante de la palabra. Si sirven al hombre es en un sentidoBorges Jorge Luis - Algunos Textos Sueltos más profundo, como sirven los sueños, que casi siempre son terribles. O las tragedias. Usted habló de Macbeth: es espantoso, pero sirve. Y no sé si lo justo no sería suprimir ese "pero", o en su lugar poner "y por eso mismo.
Borges: Sin duda. Uno de los libros que leí es Le Feu, de Barbusse. Lo escribió contra la guerra y el resultado es casi una exaltación de la guerra.
Sábato: Sarmiento se propuso escribir un libro contra la barbarie y la conclusión fue un libro bárbaro. Porque Facundo expresa lo que hay en el fondo del corazón de Sarmiento: un bárbaro. El álter ego del Sarmiento de jacket.
Borges: Sí, es... el libro más montonero de nuestra literatura, según Groussac.
Sábato: Lo admirable del Facundo es la fuerza de sus pasiones. Está lleno de defectos sociológicos e históricos, es un libro mentiroso, pero es una gran novela. Borges: Solamente cuando una obra no vale es cuando cumple los propósitos del autor...
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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie
NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...
