jueves, 21 de septiembre de 2023

LOS DÍAS DE BIRMANIA George Orwell FRAGMENTO

 

SINOPSIS

La vida en la pequeña colonia británica en la villa birmana de Kyauktada discurre entre el calor sofocante, los interminables aperitivos alcohólicos en el club inglés y las intrigas pueblerinas. No obstante, la simpatía de Flory (representante de una empresa maderera) hacia los nativos parece crear cierta intranquilidad entre sus compatriotas. El rico y corrupto submagistrado local, U Po King, intentará sacar provecho de esta circunstancia en su propio beneficio. Inesperadamente, una encantadora y caprichosa joven, Miss Lackersteen, se incorpora a la comunidad y todo comienza a tambalearse.

 




LOS DÍAS DE BIRMANIA

George Orwell


 

Capítulo I

U Po Kyin, juez de subdivisión en Kyauktada, al norte de Birmania, estaba sentado en su terraza. Eran sólo las ocho y media, pero del mes de abril, y la pesadez en el aire ya anunciaba las largas y sofocantes horas del mediodía. Los débiles e infrecuentes soplos de aire, frescos en comparación, agitaban las recién regadas orquídeas que colgaban del alero. Más allá de las orquídeas se podía contemplar el curvo y polvoriento tronco de una palmera contra un cielo de brillante azul marino. En las alturas, tan alto que deslumbraba dirigir la vista hacia ellos, algunos buitres describían círculos en el aire sin apenas agitar sus alas.

Sin parpadear, casi como un dios de porcelana, U Po Kyin dirigió su mirada hacia la ardiente luz del exterior. Tenía unos cincuenta años y  estaba tan gordo que llevaba mucho tiempo sin poder levantarse sin ayuda de una silla, no obstante resultaba bien formado e incluso bello en su grosor; pues los birmanos no se hinchan como los hombres blancos, sino que engordan de forma simétrica, como frutos madurando. Su cara era ruda, amarillenta y sin apenas arrugas, con ojos de color bronce. Sus pies —encogidos, arqueados y con todos sus dedos de igual largura— estaban desnudos al igual que su rasurada cabeza y vestía con uno de esos longyis de Arakan con cuadros en vivos verdes y rojos púrpura que los birmanos llevan en las ocasiones informales. Masticaba hojas de betel que sacaba de una caja lacada situada encima de la mesa y pensaba en su pasado.

Había sido una vida de éxito deslumbrante. El primer recuerdo de U Po Kyin, allá por los años ochenta, era el de un niño barrigón y desnudo observando la entrada victoriosa de las tropas británicas en Mandalay. Recordaba el terror que le producían aquellas columnas de imponentes hombres en uniforme rojo, con sus rostros sonrosados bien alimentados con carne de vaca; sus largos fusiles sobre los hombros, y el rítmico y pesado caminar de sus botas. Había huido tras observarles unos minutos. A su manera infantil había entendido que su propia gente nunca podría compararse con esa raza de gigantes. Ya desde niño, luchar junto a los británicos y convertirse en un parásito entre ellos llegó a ser su principal obsesión.

A los diecisiete años había intentado sin éxito trabajar para el gobierno. Demasiado pobre y sin relaciones para conseguirlo, había tenido que colocarse durante tres años en el maloliente laberinto de los bazares de Mandalay, como empleado para los comerciantes de arroz, a los que robaba cuanto podía. A los veinte años, un golpe de suerte en forma de chantaje le consiguió cuatrocientas rupias, con las que de inmediato viajó a Rangún para comprar un puesto como funcionario administrativo. El trabajo era lucrativo pese a su reducido salario. En aquel momento un grupo de funcionarios conseguía ingresos estables apropiándose de materias de los almacenes del gobierno, y Po Kyin (aún era simplemente Po Kyin; la U honorífica le fue añadida años después) tenía una tendencia natural hacia este tipo de negocio. Sin embargo, también tenía demasiado talento como para pasarse la vida como un simple funcionario administrativo, robando tristes cantidades de annas y pice. Un día llegó hasta él la noticia de que el gobierno, escaso de oficiales de grado inferior, iba a nombrarlos entre sus administrativos. En una semana esta decisión sería pública, pero si Po Kyin tenía una cualidad era la de estar informado al menos una semana antes que los demás. Vio su oportunidad y denunció a sus asociados antes de que pudiesen darse cuenta. La mayoría fueron enviados a la cárcel mientras Po Kyin era nombrado oficial ayudante municipal en recompensa por su honestidad. Desde entonces no había dejado de ascender. Ahora, a los cincuenta y seis años, era juez de subdivisión y probablemente pronto sería ascendido a segundo vicecomisionado, con ingleses a su mismo nivel e incluso bajo sus órdenes.

Como juez sus métodos eran simples. No se dejaba sobornar por la decisión de un caso, pues sabía que un magistrado que juzga erróneamente antes o después es atrapado. Su método, mucho más seguro, consistía en aceptar sobornos de ambas partes para luego tomar la decisión según los términos legales establecidos. Esto le consiguió una beneficiosa reputación de imparcialidad. Además de los ingresos que le proporcionaban las partes litigantes en los casos, U Po Kyin exigía implacablemente un impuesto, una especie de programa propio de tasas, a todas las aldeas bajo su jurisdicción. Si cualquiera de ellas no pagaba, U Po Kyin tomaba medidas represoras —grupos de dacoits atacaban la aldea, apresando a los líderes de la misma— de forma que siempre poco después el importe era íntegramente satisfecho. Así mismo fue partícipe en todos los robos a gran escala que tuvieron lugar en el distrito. Por supuesto, la mayor parte de esto era por todos conocido excepto por los oficiales superiores de U Po Kyin (ningún oficial británico creería nada contra sus propios hombres), sin embargo todo intento por incriminarle resultó invariablemente infructuoso. Sus seguidores, leales a cambio de compartir una parte del botín, eran demasiado numerosos.

Cuando una acusación le salpicaba, U Po Kyin simplemente la desacreditaba con un buen número de testigos sobornados para posteriormente contraatacar con acusaciones que terminaban situándole en una posición más fuerte que al principio. Era prácticamente invulnerable, porque era demasiado juicioso como para utilizar cualquier instrumento erróneo, y también porque estaba tan inmerso en las intrigas que nunca podía permitirse caer en ningún descuido o desconocimiento. Se podía decir con casi total seguridad que nunca sería descubierto, que continuaría de éxito en éxito y finalmente moriría como un hombre honorable y con una fortuna valorada en varios lakhs de rupias.

Incluso más allá de la tumba su éxito continuaría. Según la creencia budista, aquellos que han hecho el mal en sus vidas se reencarnarán en la forma de una rata, una rana o algún otro animal inferior.

U Po Kyin se consideraba un buen budista y como tal se proponía poner los medios para evitar tal peligro. Dedicaría sus últimos años a las buenas acciones, con lo que acumularía suficientes méritos para compensar el resto de su vida. Seguramente sus buenas acciones tomarían forma en la construcción de pagodas. Cuatro, cinco, seis, siete pagodas —los sacerdotes le indicarían cuantas— en piedra tallada, con tejados dorados y pequeñas campanas que repicarían al viento, cada repique una oración. De esa forma él podría volver de nuevo a la tierra en forma humana y masculina —porque una mujer está aproximadamente al mismo nivel de una rata o una rana— o en el peor de los casos en la forma de una bestia dignificada tal como un elefante.

Todos estos pensamientos fluían rápidamente por la mente de U Po Kyin, la mayor parte de ellos en forma de imágenes. Su cerebro, aunque astuto, era bastante bárbaro y nunca trabajaba de no haber un motivo definido. La meditación como tal era algo ajeno a él. Ahora había alcanzado por fin el lugar al que sus pensamientos se habían estado dirigiendo. Poniendo sus pequeñas manos triangulares sobre los brazos de la silla, se giró levemente y respirando con dificultad llamó:

—¡Ba Taik!, ¡Oye, Ba Taik!

Ba Taik, el criado de U Po Kyin, apareció a través de la cortina de cuentas de la terraza. Era pequeño, con la cara marcada por la viruela y una expresión tímida y bastante ansiosa. U Po Kyin no le pagaba ningún salario, pues se trataba de un ladrón convicto, al que una palabra de más podría enviar de nuevo a prisión. Ba Taik avanzó tan lentamente hacia él que daba la impresión de estar retrocediendo.

—¿Mi adorado señor? —dijo.

—¿Hay alguien esperando para verme, Ba Taik?

Ba Taik contó con sus dedos a los visitantes.

—Está el jefe de la aldea Thitpingyi, mi señoría, que ha traído ofrendas, y dos aldeanos que también traen ofrendas y un caso de asalto para ser resuelto por su señoría. Ko Ba Sein, el jefe administrativo de la oficina del vicecomisionado, desea verle, y está Ali Shah, oficial de policía y un dacoit cuyo nombre desconozco. Creo que han discutido por unos brazaletes de oro que han robado. Y hay una muchacha joven de la aldea con un bebé.

—¿Qué quiere? —dijo U Po Kyin.

—Dice que el bebé es vuestro, adorado señor.

—Ya. Y ¿cuánto ha traído el jefe de la aldea?

Ba Taik pensaba que eran sólo 10 rupias y una cesta de mangos.

—Dile al jefe —dijo U Po Kyin— que deben ser 20 rupias y que tendrán problemas si el dinero no está aquí mañana. Veré al resto enseguida. Pide a Ko Ba Sein que venga aquí a verme.

Ba Sein apareció rápidamente. Era un hombre estirado y estrecho de hombros, muy alto para ser birmano y con un rostro de expresión curiosamente suave que recordaba a un pudin de color café. U Po Kyin había encontrado en él una herramienta muy útil. Poco imaginativo pero muy trabajador, era un excelente funcionario al que el vicecomisionado Mr. Macgregor confiaba casi todos sus secretos oficiales. U Po Kyin, de buen humor por sus pensamientos, saludó a Ba Sein con una sonrisa y con una señal de su mano le ofreció la caja de betel.

—Bueno Ko Ba Sein, ¿cómo progresa nuestro asunto? Espero que, como nuestro querido Mr. Macgregor diría —U Po Kyin pasó a hablar en un enfático inglés— ¿son ya perceptibles los progresos?

Ba Sein no se rió con la broma. Recostado rígidamente en la silla libre, contestó:

—Excelentemente, señor. Nuestra copia del periódico llegó esta mañana. Observe detenidamente.

Sacó una copia de un periódico bilingüe llamado Burmese Patriot. Era un periodicucho de ocho páginas defectuosamente impreso en papel que parecía secante y que contenía por una parte noticias copiadas al Rangoon Gazette y por otra un repaso de las pequeñas heroicidades nacionalistas del país. En la última página la tinta se había corrido y había dejado la hoja entera negra como el azabache, como si fuera un lamento por la reducida distribución del periódico.

El artículo al que U Po Kyin dirigió su mirada era de apariencia diferente al resto. Decía:

«En estos tiempos felices, cuando nosotros pobres hombres de piel oscura estamos siendo elevados por la poderosa civilización occidental con sus múltiples bendiciones tales como el cinematógrafo, la ametralladora, la sífilis... ¿qué tema puede ser más interesante que la vida privada de nuestros benefactores? Por ello pensamos que algunos hechos acaecidos en el norte, en el distrito de Kyauktada, pueden interesar a muchos lectores. Especialmente sobre Mr. Macgregor, honorable vicecomisionado de dicho distrito. Mr. Macgregor es de esa clase de caballeros al viejo estilo inglés de la que hoy, en estos tiempos felices, tenemos tantos ejemplos ante nosotros. Un “hombre de familia”, como nuestros primos ingleses dirían. Un hombre de familia en todos los sentidos. Tan familiar que en el distrito de Kyauktada, donde lleva desde hace un año, ya tiene tres hijos y en su anterior distrito de Shwemyo dejó seis descendientes tras de sí. Mr. Macgregor, tal vez en un descuido por su parte, ha dejado desatendidas a estas criaturas, algunas de cuyas madres apenas tienen qué llevarse a la boca.»

Había una columna entera de material de este estilo que, miserable como era, se había hecho destacar del resto de los contenidos del periódico. U Po Kyin leyó el artículo entero detenidamente, sujetando el periódico con sus brazos extendidos —su visión se adecuaba mejor a objetos que estuvieran a una cierta distancia— y con los labios entreabiertos dejando a la vista un buen número de pequeños y perfectos dientes blancos, teñidos de rojo por el jugo de las hojas de betel.

—Al editor le van a caer seis meses de cárcel por esto —dijo finalmente.

—No le importa. Dice que sus acreedores sólo le dejan en paz cuando está en prisión.

—¿Y dices que tu joven protegido Hla Pe lo escribió él solo? ¡Un chico listo, muy prometedor! No quiero volverte a oír decir que esos institutos del gobierno son una pérdida de tiempo. Hla Pe conseguirá sin duda su puesto en la administración.

—¿Piensa entonces, señor, que este artículo será suficiente?

U Po Kyin no contestó inmediatamente. Un sonido similar a un resoplido parecía emerger de él. Estaba intentando levantarse de la silla. Para Ba Taik este era un sonido ya familiar. Apareció a través de la cortina de cuentas y junto a Ba Sein, cada uno una mano en las axilas de U Po Kyin, le levantaron. U Po Kyin permaneció estático unos momentos, equilibrando el peso de la barriga sobre sus piernas, como si fuera un porteador de pescado ajustando su carga. Después, con un gesto de su mano hizo salir a Ba Taik.

—No es suficiente —dijo contestando a la pregunta de Ba Sein—, no es suficiente de ninguna manera. Aún queda mucho por hacer. Pero éste es el inicio correcto. Escucha.

Se acercó a la barandilla y escupió fuera un buen trozo de betel rojo antes de comenzar a dar vueltas por la terraza, con pasos pequeños y sus manos tras la espalda. El roce entre sus enormes muslos le hacía contonearse ligeramente. Hablaba mientras andaba, en la jerga usada en las oficinas gubernamentales; una mezcla de verbos birmanos y de frases hechas inglesas:

—Comencemos por el principio. Vamos a llevar a cabo nuestro planeado ataque sobre el doctor Veraswami, cirujano y director de la cárcel.

Vamos a difamarle, destruir su reputación y finalmente acabar con él para siempre. Será una operación bastante delicada.

—Sí, señor.

—No habrá riesgos pero debemos ir poco a poco. No estamos actuando contra un simple funcionario administrativo o contra un policía. Nos enfrentamos con un oficial de alto rango y por ello, pese a ser indio, no podemos hacerlo como contra un simple funcionario. ¿Cómo hundir a un simple funcionario? Fácil; una acusación, dos docenas de testigos, despido y encarcelamiento. Pero esto no nos va a servir ahora. La forma de conseguirlo en este caso es actuar despacio, con delicadeza, sin ninguna prisa. Sin escándalos y sobre todo sin una investigación oficial. No debe haber acusaciones a las que responder y sin embargo, en tres meses debo haber convencido a todo europeo en Kyauktada de la villanía del doctor. ¿De qué le acusaré? Los sobornos no servirán, como médico no los aceptaría en ningún caso. ¿Qué, entonces?

—Tal vez podríamos organizar un motín en la cárcel —dijo Ba Sein—. Siendo director de la cárcel será señalado como culpable.

—No. Demasiado peligroso. No quiero a los vigilantes de la cárcel disparando en todas direcciones. Además sería caro. Entonces, claramente debe ser deslealtad, nacionalismo, propaganda sediciosa, separatista. Debemos convencer a los europeos de que nuestro doctor comparte ideas desleales a los británicos. Esto es mucho peor que el soborno; para ellos en un oficial nativo es normal aceptar sobornos. Sin embargo, hazles sospechar por un solo momento de su deslealtad y lo habrás hundido.

—Será difícil de probar —objetó Ba Sein—. El doctor es muy leal a los europeos. Enseguida se enfada si se les ataca. Y ellos lo saben, ¿no lo cree así? —Tonterías, tonterías —dijo U Po Kyin satisfecho—. Ningún europeo se preocupa por las pruebas. Para ellos en un hombre de piel oscura la simple sospecha es la prueba. Unas pocas cartas anónimas harán maravillas. Es cuestión de persistir. Acusar, acusar y seguir acusando, ese es el camino con los europeos. Una carta anónima tras otra. Y entonces, cuando sus sospechas estén firmemente levantadas... —U Po Kyin retiró uno de sus pequeños brazos de detrás de su espalda e hizo chasquear sus dedos. Añadió—. Comenzaremos con este artículo en el Burmese Patriot. Los europeos se enfurecerán cuando lo lean. Nuestro próximo movimiento será hacerles creer que fue el doctor quien lo escribió.

—Será difícil porque tiene bastantes amigos europeos. Todos le visitan a él cuando enferman. Este invierno fue frío y curó a Mr. Macgregor de su flatulencia. Creo que le consideran un médico brillante.

—¡Qué poco comprendes la mentalidad europea, Ko Ba Sein! Si los europeos acuden a Veraswami es porque no hay ningún otro médico en Kyauktada. Ningún europeo confía en un hombre de piel oscura. Utilizando cartas anónimas, será simplemente cuestión de tiempo. Pronto veremos qué pocos amigos quedan a su lado.

—Está Mr. Flory, el comerciante de madera —dijo Ba Sein, pronunciando “Mr. Porley”—. Es amigo íntimo del doctor. Cada mañana le veo ir a su casa cuando está en Kyauktada. Ha invitado dos veces a cenar al doctor.

—En eso tienes razón. Si Flory fuese amigo del doctor podría perjudicarnos. No puedes atacar a un indio que tenga un amigo europeo. Le da, ¿cuál es esa palabra que tanto les gusta?, prestigio. Pero Flory abandonará rápidamente a su amigo cuando comiencen los problemas. Esta gente no posee lealtad hacia un nativo. Además, yo se que Flory es un cobarde. Puedo manejarle. Tu misión, Ko Ba Sein, será vigilar los movimientos de Mr. Macgregor. Quiero decir, ¿ha escrito últimamente al comisionado confidencialmente?

—Le escribió hace dos días, pero cuando abrimos la carta al vapor no descubrimos nada realmente importante.

—Bien, le daremos algo sobre lo que escribir. Y tan pronto como sospeche del doctor será el momento para el otro asunto del que te hablé.

De esa forma, ¿cómo dice Macgregor?, ah si, «mataremos dos pájaros de un tiro». ¡Una bandada entera de pájaros, ja, ja!

La risa de U Po Kyin era un desagradable sonido gutural que parecía surgir del fondo de su estómago, como la carraspera anterior a un ataque de tos. A pesar de todo, era divertida, incluso infantil. No dijo nada más sobre el otro “asunto”, demasiado privado como para ser tratado en la terraza. Ba Sein, observando que su entrevista terminaba, se levantó inclinándose de forma reverencial.

—¿Desea algo más su señoría? —dijo.

—Asegúrate de que Mr. Macgregor tiene su copia del Burmese Patriot. Será mejor que digas a Hla Pe que finja un ataque de disentería para poder mantenerse alejado de la oficina. Quiero que sea él quien escriba los anónimos. Es todo por el momento.

—¿Puedo entonces retirarme, señor?

—Que Dios te acompañe —dijo U Po Kyin distraídamente, mientras llamaba de nuevo a gritos a Ba Taik.

Nunca malgastaba ni un momento del día. No le llevaría mucho tiempo ocuparse del resto de visitantes y mandar a la chica de nuevo al pueblo sin recompensa alguna tras examinar su rostro y decir que no la reconocía. Llegaba la hora del desayuno. Su estómago comenzaba a ser atormentado por violentas punzadas con las que el hambre le atacaba puntualmente a esta hora cada mañana. Gritó apremiantemente:

—¡Ba Taik, oye Ba Taik!, ¡Kin Kin!, ¡mi desayuno, rápido, me muero de hambre!

En el cuarto de estar, detrás de las cortinas, había una mesa ya preparada con un gran cuenco de arroz y una docena de platos con curry, gambas secas y mango verde en rodajas. U Po Kyin se dirigió hacia la mesa contoneándose, se sentó con un gruñido y de inmediato se lanzó sobre la comida. Ma Kin, su mujer, le servía de pie detrás de él. Era una mujer delgada de poco más de metro sesenta con una agradable cara simiesca de un pálido tono marrón. U Po Kyin no le prestaba ninguna atención mientras comía. Situando el cuenco pegado a su nariz, casi sin respirar, engullía con sus rápidos y grasientos dedos. Todas sus comidas eran cuantiosas, apasionadas y rápidas. Más que comidas eran orgías, bacanales de arroz y curry. Cuando había terminado se recostaba en la silla, eructaba unas cuantas veces y pedía a Ma Kin que le acercara un cigarro de tabaco verde birmano. Nunca fumaba tabaco inglés, al que consideraba sin ningún sabor.

Enseguida, ayudado por Ba Taik, U Po Kyin se vistió con su ropa oficial, admirándose por un momento en el largo espejo del cuarto de estar.

Era una habitación de paredes de madera con dos columnas que, aún reconocibles como troncos de teca, soportaban la viga maestra del tejado, y era oscura y algo sórdida como toda habitación birmana, pese a que U Po Kyin la había amueblado a la moda ingaelik con un aparador de chapa y sillas, alguna litografía de la familia real y un extintor para el fuego. El suelo lo cubrían esteras de bambú manchadas por salpicones de jugo de betel y lima.

Ma Kin estaba sentada en una estera en la esquina cosiendo un ingyi. U Po Kyin se giró despacio ante el espejo, intentando echar un vistazo a la parte trasera de su cuerpo. Iba vestido con un gaung— baung de seda de color rosa pálido, un ingyi de muselina almidonada y un paso de seda de Mandalay, de un magnífico rosa salmón brocado con amarillo. Con esfuerzo giró su cabeza y miró satisfecho el brillante paso apretado a sus enormes nalgas. Estaba orgulloso de su gordura, pues veía en esa carne acumulada un símbolo de su grandeza. Él, que una vez había sido un personaje oscuro y hambriento, era ahora gordo, rico y temido. Como hinchado por los cuerpos de sus enemigos; un pensamiento del que extrajo algo cercano a la poesía.

—Mi nuevo paso fue barato por 22 rupias, ¿eh, Kin Kin? —dijo.

Ma Kin agachó su cabeza concentrándose en la costura. Era una mujer sencilla, chapada a la antigua, que había adquirido incluso menos hábitos europeos que U Po Kyin. No podía sentarse en una silla sin sentirse incómoda. Cada mañana acudía al bazar con una cesta sobre su cabeza, como las mujeres de la aldea, y por las tardes se la podía ver de rodillas en el jardín, rezando en dirección al blanco tejado de la pagoda que coronaba el pueblo. Llevaba más de veinte años siendo confidente de todas las intrigas de U Po Kyin.

—Ko Po Kyin —dijo—, has hecho mucho mal en tu vida.

U Po Kyin agitó su mano.

—¿Qué importa? Mis pagodas lo expiarán todo. Hay mucho tiempo.

Ma Kin agachó de nuevo su cabeza concentrándose en la costura obstinadamente, como siempre que desaprobaba algo que U Po Kyin estuviera haciendo.

—Pero, Ko Po Kyin, ¿son necesarios todos estos proyectos e intrigas? Te oí hablar con Ko Ba Sein en la terraza. Estáis planeando algo malo contra el doctor Veraswami. ¿Por qué queréis hacer daño a ese doctor indio? Es un buen hombre.

—¿Qué sabes tú de esos asuntos oficiales, mujer? El doctor se interpone en mi camino. En primer lugar, no acepta sobornos, con lo que lo pone más difícil para el resto de nosotros. Y además... bueno, hay algo más pero tu inteligencia nunca llegaría a comprenderlo.

—Ko Po Kyin, te has convertido en rico y poderoso y, ¿qué bien te ha hecho? Éramos más felices cuando éramos pobres. Recuerdo perfectamente cuando eras sólo un oficial municipal, la primera vez que tuvimos una casa propia. ¡Qué orgullosos estábamos de nuestros muebles nuevos de mimbre y de tu estilográfica de clip dorado! ¡Y qué honrados nos sentimos cuando un joven oficial de policía inglés vino a nuestra casa y bebió una botella de cerveza en nuestra mejor silla! La felicidad no está en el dinero. ¿Qué deseas para querer más dinero ahora?

—¡Tonterías, mujer, tonterías! Cuida de tu costura y tu cocina y deja los asuntos oficiales para los que los entienden.

—Bien, yo no sé. Soy tu mujer y siempre te he obedecido. Pero al menos sé que nunca es demasiado pronto para adquirir méritos.

¡Esfuérzate en conseguir méritos, Ko Po Kyin! ¿Querrías por ejemplo comprar pescado fresco y liberarlo de nuevo en el río? Se pueden adquirir muchos méritos de esa forma. También, esta mañana cuando los sacerdotes vinieron por su arroz me dijeron que hay dos nuevos entre ellos en el monasterio y están hambrientos. ¿Querrías darles algo, Ko Po Kyin? No les di nada yo misma para que tú pudieses conseguir los méritos por hacerlo.

U Po Kyin se apartó del espejo. Las palabras de la mujer le habían afectado ligeramente. Nunca dejaba escapar una oportunidad de adquirir méritos siempre y cuando hacerlo no le creara ninguna inconveniencia. A sus ojos, la acumulación de méritos era como un depósito bancario, eternamente creciente. Cada pez liberado en el río, cada ofrenda a un sacerdote lo acercaban un paso más al Nirvana. Era un pensamiento reconfortante. Ordenó que la cesta de mangos traída por el jefe de la aldea fuese enviada al monasterio.

Enseguida abandonó la casa y comenzó a descender por el camino, con Ba Taik tras de él cargando con una carpeta llena de papeles.

Andaba despacio, muy estirado para equilibrar su enorme barriga y aguantando una sombrilla de seda amarilla sobre su cabeza. Su paso rosa brillaba con el sol como praliné satinado. Se dirigía hacia los juzgados para resolver los casos del día.

miércoles, 20 de septiembre de 2023

George Orwell Subir a por aire ORWELL G. FRAGMENTO

 




 

George Orwell

 Subir a por aire

 

 

 


Título original: Coming up for Air

George Orwell, 1939

Traducción: Esther Donato

 

 

 

 

 


 «Está muerto, pero no quiere reposar»

(De una canción popular)

 

 


 I

 

 

 1

 

 

Comencé a pensar en ello el día que estrené la dentadura postiza nueva.

Recuerdo bien aquella mañana. Salté de la cama hacia las ocho menos cuarto, y me encerré en el cuarto de baño justo a tiempo de evitar que entrasen los niños detrás de mí. Era una horrible mañana de enero. El cielo estaba sucio, de un color gris amarillento. Por la pequeña ventana se veía, abajo, el denominado jardín posterior, los nueve metros por cinco de hierba rodeados de seto de ligustro, con un trozo pelado en el centro. Todas las casas de la calle Ellesmere tienen detrás el mismo jardín, los mismos ligustros y la misma hierba. La única diferencia consiste en que aquellas donde no hay niños no tienen espacio pelado en medio.

Mientras se llenaba la bañera, trataba de afeitarme con una hoja ya gastada. Al otro lado del espejo, mi cara me miraba, y abajo, en un vaso de agua, en el estante encima del lavabo, estaban los dientes que correspondían a la cara. Era la dentadura provisional que me había dado Warner, mi dentista, para que la llevase mientras me preparaban la nueva. En realidad, yo no soy feo. Tengo una de esas caras de color rojo ladrillo que acostumbran a ir acompañadas de un cabello rubio y unos ojos de un azul muy claro. Por fortuna, no he encanecido ni me he vuelto calvo, y cuando lleve la nueva dentadura seguramente no aparentaré mi edad, que es de cuarenta y cinco años.

Anotando mentalmente la necesidad de comprar hojas de afeitar, me metí en la bañera y empecé a enjabonarme. Comencé por los brazos (tengo los brazos rechonchos, con arrugas hacia el codo) y después tomé el cepillo de la espalda y me enjaboné los omoplatos, que no puedo alcanzar con la mano. Es triste, pero hay varias partes de mi cuerpo a las que ya no llego con la mano. El caso es que tengo cierta propensión a la obesidad. No es que sea ninguna atracción de feria, desde luego. No peso mucho más de noventa kilos, y la última vez que me tomé la medida de la cintura era de un metro veinte o metro veintidós, no me acuerdo. Y no resulto desagradable a causa de mi gordura; no tengo una de esas barrigas que cuelgan hasta las rodillas. Simplemente, tengo el estómago desarrollado, con tendencia a adquirir forma de tonel. ¿Saben ustedes ese tipo de hombres dinámicos, enérgicos, atléticos y joviales a los que se da el apodo de «gordinflón» o «gordito» y que son siempre «el alma» de las fiestas? Pues yo soy uno de ésos. «Gordito» es como me llaman generalmente. «Gordito Bowling». Yo me llamo George Bowling.

Pero aquella mañana no me sentía, ni mucho menos, el alma de ninguna fiesta. Y caí en la cuenta de que, en los últimos tiempos, casi siempre me siento como deprimido a primera hora de la mañana, a pesar de que duermo bien y hago bien las digestiones. Sabía cuál era la razón, desde luego: era aquella condenada dentadura postiza. El artefacto en cuestión aparecía agrandado por el agua del vaso, y los dientes me sonreían como lo haría una calavera. Es una sensación muy rara la que se tiene cuando se junta una encía con otra, una especie de sensación angustiosa y deprimente, como cuando se muerde una manzana verde. Y, dígase lo que se quiera, la dentadura postiza representa un hito en la vida de un hombre. Cuando desaparecen los dientes propios, toca claramente a su fin la época en que uno puede creerse un galán de Hollywood. Además, estaba gordo y tenía cuarenta y cinco años. Cuando me puse en pie para enjabonarme la entrepierna, miré mi cuerpo en el espejo. No es cierto que los hombres gordos no pueden verse los pies; pero sí es verdad que yo, cuando estoy de pie, sólo puedo ver la mitad delantera de los míos. Mientras me enjabonaba la barriga pensé que ninguna mujer podría mirarme ya con interés, a menos que la pagase para ello. Pero en aquel momento tampoco me preocupaba especialmente que ninguna mujer me mirase con interés.

Sin embargo, recordé que aquella mañana también tenía razones para estar de buen humor. En primer lugar, aquel día no había de trabajar. Tenía en el taller el viejo coche con el cual «cubro» mi distrito (no les he dicho aún que soy inspector de seguros; trabajo en La Salamandra Volante, vida, incendio, robo, gemelos, naufragio… todo), y aunque tenía que dejarme caer por las oficinas de Londres para entregar unos papeles, me tomaría el resto del día libre para ir a buscar mi nueva dentadura postiza. Además, había otra cuestión que tenía olvidada desde hacía algún tiempo. Tenía en el banco diecisiete libras de cuya existencia no había informado a nadie, es decir, a nadie de la familia. Ocurrió de la siguiente manera. Un empleado de mi empresa, Mellors se llama, tenía un libro llamado La astrología aplicada a las carreras de caballos, en donde se afirmaba que todo depende de la influencia de los planetas en los colores que lleva el jockey. Y resultaba que en no sé qué carrera participaba una yegua llamada Corsair’s Bride, bastante desconocida, pero cuyo jockey vestía de verde, color que parecía ser exactamente el adecuado para los planetas ascendentes en aquel momento. Mellors, que cree a pies juntillas en esto de la astrología, quería apostar unas libras por aquel caballo y se puso pesadísimo diciéndome que apostase yo también. Por fin, y con el objeto principal de hacerle callar, aposté diez chelines, en contra de mi costumbre. Y resultó que Corsair’s Bride ganó la carrera. No recuerdo los detalles; el caso es que a mí me tocaron diecisiete libras. Llevado por un impulso —bastante insólito y probablemente sintomático de otro hito en mi vida— deposité el dinero en el banco sin hacer nada con él ni decirle a nadie que lo tenía. Nunca había hecho una cosa así. Un buen esposo y padre se lo habría gastado en un vestido para Hilda (mi mujer) y zapatos para los niños. Pero yo llevo quince años siendo un buen marido y un buen padre, y ya empiezo a estar harto.

Cuando me hube enjabonado completamente me sentí mejor, y me sumergí tranquilamente en el agua, pensando en mis diecisiete libras y en la forma de gastarlas. La alternativa, según me parecía, estaba entre pasar un final de semana con una mujer o ir gastándolas poco a poco en cosas pequeñas, como cigarros puros y whiskies dobles. Acababa de abrir otra vez el grifo del agua caliente y pensaba en habanos y en mujeres, cuando oí un ruido semejante al que armaría una manada de búfalos saltando los dos escalones que conducen al cuarto de baño. Eran los niños, claro. Dos niños en una casa de las dimensiones de la nuestra son muchos niños. Al otro lado de la puerta se oyó un frenético patear y un angustioso gemido.

—¡Papá! ¡Quiero entrar!

—¡No puedes entrar! ¡Vete!

—¡Pero, papá…! ¡Quiero ir a un sitio!

—Pues vete a otro sitio. Y cállate. Me estoy bañando.

—¡Pa-pá! ¡Quie-ro-ir-a-un-si-tio!

No había nada que hacer. Conocía bien la señal de alarma. El WC está en el cuarto de baño; no podía ser de otra forma en una casa como la nuestra. Destapé el desagüe de la bañera y me sequé a medias, tan deprisa como pude. Cuando abrí la puerta, el pequeño Billy —el más pequeño, de siete años— pasó como una exhalación junto a mí, esquivando el pescozón destinado a su cabeza. Sólo cuando ya estaba casi vestido y buscaba una corbata, descubrí que tenía aún jabón en el cuello.

Es muy desagradable tener jabón en el cuello. Le da a uno una molestísima sensación de estar todo pegajoso, y lo curioso es que, por más que uno se lo limpie, una vez ha descubierto que tiene jabón en el cuello, se siente pegajoso todo el día. Bajé la escalera malhumorado y dispuesto a mostrarme desagradable.

Nuestro comedor, como todos los comedores de la calle Ellesmere, es una habitación pequeña y atiborrada, de cuatro metros y medio por tres y medio, o quizá son cuatro por tres, no recuerdo. El aparador de roble con sus dos ampollas decorativas y la huevera de plata que nos regaló la madre de Hilda para la boda, no deja mucho espacio libre. Hilda estaba esperándome detrás de la tetera con aspecto abatido, en su habitual estado de inquietud y desánimo porque el News Chronicle traía que la mantequilla había subido de precio o algo de este tipo. No había encendido la estufa de gas, y aunque las ventanas estaban cerradas hacía un frío horroroso. Me levanté de la mesa y apliqué una cerilla a la estufa, resollando ostensiblemente (siempre que me inclino me quedo sin aliento), como una especie de indirecta a Hilda. Ella me dedicó a su vez la fugaz mirada de través con la que suele obsequiarme cuando cree que malgasto algo.

Hilda tiene treinta y nueve años, y cuando la conocí tenía exactamente el aspecto de una liebre. Es el mismo que tiene ahora, pero ahora además está muy delgada y marchita, y tiene siempre una mirada triste e inquieta. Cuando está más preocupada que de costumbre, hace siempre el mismo gesto: encorva los hombros y cruza los brazos, como una vieja gitana junto a la hoguera. Es una de esas personas cuya principal diversión en la vida consiste en predecir catástrofes. Pero son catástrofes pequeñas; las guerras, terremotos, epidemias, hambres y revoluciones la tienen sin cuidado. La letanía de Hilda es que si la mantequilla ha subido de precio, que la factura del gas es enorme, que los niños tienen los zapatos gastados, o que hemos de pagar otro plazo de la radio. He llegado a la conclusión de que le causa verdadero placer el hecho de balancearse con los brazos cruzados mirándome dramáticamente y diciéndome: «Pero George, ¡esto es muy serio! Realmente, no sé lo que vamos a hacer. No sé de dónde vamos a sacar el dinero. Es que me parece que no te das cuenta de lo serio que es, George…». Etcétera, etcétera. Tiene la firme convicción de que acabaremos en el asilo. Y lo curioso es que, si alguna vez vamos a parar efectivamente al asilo, a Hilda no le importará ni mucho menos tanto como a mí: de hecho, seguramente le agradará la sensación de seguridad que debe de experimentarse allí.

Los niños habían bajado ya. Se habían lavado y vestido a una velocidad meteórica, como hacen siempre cuando no tienen ocasión de quitarle a nadie el cuarto de baño. Cuando me senté a la mesa otra vez, sostenían una discusión en los siguientes términos:

—Lo has hecho tú.

—No, señor. Yo no he sido.

—Que sí.

—Que no.

—Que sí.

La cosa llevaba trazas de durar toda la mañana, y les dije que se callasen de una vez.

Tengo sólo dos hijos: Billy, de siete años, y Lorna, de once. Lo que siento por ellos es bastante especial. Durante la mayor parte del tiempo, apenas puedo resistir su simple presencia. En cuanto a su conversación, es sencillamente inaguantable. Están en esa edad tan tonta en que el pensamiento gira en torno a cosas como los lápices de colores, los compases y las notas de francés. En algunos momentos, especialmente cuando están dormidos, siento algo completamente distinto. A veces, en las tardes de verano, cuando ellos están acostados y todavía hay luz, me pongo a mirarles cómo duermen, con sus caritas redondas y su pelo color de estopa, bastante más claro que el mío, y entonces me asalta aquel sentimiento del que habla la Biblia cuando dice que las entrañas de un hombre se conmueven. En tales momentos, tengo la impresión de que no soy más que una especie de vaina vacía que no sirve ya para nada, y de que lo único importante que he hecho en la vida ha sido traer al mundo a estas criaturas y alimentarlas mientras crecen. Pero esto me ocurre sólo en algunos momentos. Por lo general, mi existencia autónoma me parece considerablemente importante; me siento aún lleno de vida y pienso que me quedan todavía cantidad de buenos ratos por disfrutar. Y la idea de mí mismo como una especie de mansa vaca lechera destinada al sustento de mujeres y niños no me atrae en absoluto.

Aquel día no hablamos mucho durante el desayuno. Hilda estaba con uno de sus leitmotivs, el «no sé qué vamos a hacer», refiriéndose en parte al precio de la mantequilla y en parte al hecho de que debíamos todavía cinco libras a la escuela por el curso pasado y estábamos ya a finales de las vacaciones de Navidad. Me comí mi huevo duro y unté una rebanada de pan con mermelada Golden Crown. Hilda se empeña en comprar ese producto, que cuesta cinco peniques y medio el bote de medio kilo, y cuya etiqueta dice, en el tipo de letra más pequeño que permite la ley, que «contiene una cierta proporción de zumo de fruta neutro». Eso fue lo que me dio ocasión de comenzar a hablar, en la forma bastante irritante que tengo a veces, de los árboles frutales neutros, y de preguntarme cómo serían sus frutos y en qué países crecerían, hasta que Hilda se enfadó. No es que le importe mucho que la haga rabiar, sino simplemente que considera que hay algo de pecaminoso en reírse de algo que permite ahorrar dinero.

Eché una ojeada al periódico, pero no había muchas novedades. En España y en China se mataban unos a otros, como ya se había convertido en habitual. Se habían encontrado unas piernas de mujer en la sala de espera de una estación, y la boda del rey Zog estaba pendiente de un hilo. Por fin, hacia las diez, bastante más temprano de lo que me proponía, salí para la ciudad. Los niños se habían ido a jugar al jardín público. Era una mañana tremendamente fría. Al salir a la calle, una desagradable ráfaga de viento me dio en el cuello, haciéndome recordar el jabón. Me hizo sentir súbitamente que mis ropas no me sentaban bien y que todo mi cuerpo estaba pegajoso.

martes, 19 de septiembre de 2023

George Orwell Sin blanca en París y Londres FRAGMENTO

 

 




George Orwell

 Sin blanca en París y Londres

 

 

 


Título original: Down and Out in Paris and London

George Orwell, 1933

Traducción: Miguel Temprano García

 

 

 

 

 


 ¡Oh, pernicioso mal, condición de la pobreza!

CHAUCER

 

 


 I

 

 

La rue du Coq d’Or, París, las siete de la mañana. Una sucesión de gritos furiosos y ahogados procedentes de la calle. Madame Monce, que regentaba el pequeño hotel que había enfrente del mío, había salido a la acera para increpar a una huésped del tercer piso. Llevaba los pies desnudos metidos en un par de zuecos y el pelo gris suelto.

Madame Monce: Sacrée salope! ¿Cuántas veces le he dicho que no aplaste las chinches contra el empapelado? Cree que ha comprado el hotel, ¿eh? ¿Por qué no las tira por la ventana como todo el mundo? Espèce de traînée!

La mujer del tercer piso: Va donc, eh! Vieille vache!

Después un variopinto coro de gritos a medida que se iban abriendo ventanas por doquier y media calle participaba en la discusión. Diez minutos más tarde callaron de repente cuando pasó un escuadrón de caballería y la gente dejó de gritar para contemplarlos.

Esbozo esa escena, solo para transmitir parte del espíritu de la rue du Coq d’Or. No es que las discusiones fuesen constantes, pero aun así rara vez pasaba una mañana sin al menos un estallido como el descrito. Las disputas, los gritos desolados de los vendedores ambulantes, los chillidos de los niños buscando peladuras de naranja entre los adoquines y, de noche, los cánticos a voz en grito y el hedor agrio de los carros de la basura constituían el ambiente de la calle.

Era una callejuela muy estrecha: una hondonada de casas altas y leprosas que se inclinaban las unas contra las otras en extrañas poses, como si las hubiesen congelado en el momento de ir a derrumbarse. Todas las casas eran hoteles y estaban abarrotadas de huéspedes hasta el tejado, la mayoría polacos, árabes e italianos. Al pie de los hoteles había pequeños bistros, donde podías emborracharte por el equivalente a un chelín. Los sábados por la noche cerca de un tercio de la población masculina del barrio estaba ebria. Había peleas por las mujeres y los peones árabes que vivían en los hoteles más baratos tenían misteriosas pendencias que zanjaban a silletazos y de vez en cuando con revólveres. De noche los policías solo se aventuraban en esa calle de dos en dos. Era un sitio bastante ruidoso. Y, no obstante, entre la suciedad y el estrépito, vivían los acostumbrados tenderos franceses respetables, panaderos, lavanderas y demás, que se ocupaban de sus asuntos y amasaban discretamente pequeñas fortunas. Como barrio bajo parisino era bastante representativo.

Mi hotel se llamaba Hôtel des Trois Moineaux. Era una conejera desvencijada de cinco pisos, separados por tabiques de madera en cuarenta habitaciones. Los cuartos eran pequeños y estaban siempre sucios porque no había camarera y madame F., la patronne, no tenía tiempo de barrer. Las paredes eran muy finas y para ocultar las grietas las habían cubierto con capas y capas de empapelado rosa, que se había desprendido y daba cobijo a innumerables chinches. Cerca del techo, largas filas de chinches desfilaban a diario como columnas de soldados, y por la noche descendían hambrientas, de forma que cada pocas horas había que levantarse y matarlas en hecatombes. A veces, cuando había demasiadas, quemábamos azufre para expulsarlas a la habitación de al lado; y el otro huésped respondía quemando a su vez azufre en la habitación para enviarlas de vuelta. Era un lugar mugriento pero acogedor, pues madame F. y su marido eran buenas personas. El precio del alquiler de las habitaciones oscilaba entre treinta y cincuenta francos por semana.

Los huéspedes constituían una población flotante, extranjeros en su mayoría, que se presentaban sin equipaje, se quedaban una semana y volvían a desaparecer. Los había de todos los oficios: zapateros remendones, albañiles, picapedreros, peones, estudiantes, prostitutas y traperos. Algunos eran increíblemente pobres. En una de las buhardillas había un estudiante búlgaro que confeccionaba zapatos de fantasía para el mercado estadounidense. De seis a doce de la mañana se sentaba en la cama y cosía una docena de zapatos con los que ganaba treinta y cinco francos; el resto del día asistía a clases en la Sorbona. Estudiaba teología y tenía libros sobre la materia boca abajo en el suelo cubierto de cuero. En otro cuarto vivían una rusa y su hijo, que decía ser artista. La madre trabajaba dieciséis horas al día, zurciendo calcetines a veinticinco céntimos el calcetín, mientras el hijo, bien vestido, haraganeaba en los cafés de Montparnasse. Otra habitación la habían alquilado dos huéspedes distintos: uno que trabajaba de día y otro que trabajaba de noche. En otra, una viuda compartía la cama con sus dos hijas adultas, ambas tísicas.

En el hotel había personajes muy peculiares. Los barrios bajos de París son un imán para los excéntricos: gente que ha caído en uno de esos surcos solitarios y medio desquiciados de la vida y ha renunciado a ser decente o normal. La pobreza los libera de los patrones normales de comportamiento, igual que el dinero libera a la gente del trabajo. Algunos de los huéspedes de nuestro hotel llevaban una vida tan curiosa que desafía cualquier descripción.

Estaban, por ejemplo, los Rougier, una pareja con aspecto de enanos, viejos y harapientos que tenían un negocio extraordinario. Vendían postales en el Boulevard Saint-Michel. Lo curioso era que las vendían en paquetes cerrados como si fuesen pornográficas cuando, en realidad, eran fotografías de los castillos del Loira; los compradores no lo descubrían hasta que era demasiado tarde, y por supuesto nunca se quejaban. Los Rougier ganaban unos cien francos al mes, y con estrictas economías se las arreglaban para estar siempre medio borrachos y medio muertos de hambre. La suciedad de su habitación era tal que el hedor se notaba desde el piso de abajo. Según madame F., ninguno de los dos se había cambiado de ropa en cuatro años.

También estaba Henri, que trabajaba en las alcantarillas. Era un hombre alto y melancólico de cabello rizado y que tenía un aire novelesco con sus botas de agua. La peculiaridad de Henri era que, excepto por cuestiones de trabajo, se pasaba, literalmente, días sin hablar. Apenas un año antes, había tenido un buen empleo como chófer y un poco de dinero ahorrado. Un día se enamoró y, cuando la chica lo rechazó, él la golpeó. Entonces la joven se enamoró perdidamente de Henri y vivieron quince días juntos y gastaron mil francos del dinero de Henri. Luego la muchacha le fue infiel; Henri le clavó un cuchillo en el brazo y lo enviaron seis meses a prisión. Cuando la apuñaló, la chica se enamoró más que nunca de él, hicieron las paces y acordaron que, cuando saliese de la cárcel, comprarían un taxi y se casarían. Pero quince días más tarde, volvió a serle infiel, y cuando soltaron a Henri estaba embarazada. Henri no volvió a apuñalarla. Sacó todos sus ahorros y se corrió una juerga que lo llevó otro mes a prisión; después empezó a trabajar en las alcantarillas. No había forma de hacerle hablar. Si le preguntabas por qué trabajaba en las cloacas nunca respondía, se limitaba a juntar las muñecas como si las tuviera esposadas y a hacer un gesto con la cabeza hacia el sur, en dirección a la cárcel. La mala suerte parecía haberlo vuelto imbécil en un solo día.

Otro era R., un inglés que vivía seis meses del año en Putney con sus padres y seis meses en Francia. Cuando estaba en Francia bebía cuatro litros de vino al día, y seis litros los sábados; una vez había viajado hasta las Azores, porque allí el vino era más barato que en ningún otro lugar de Europa. Era un tipo amable y dócil, nada pendenciero ni alborotado y jamás estaba sobrio. Se quedaba en la cama hasta mediodía, y desde entonces hasta la medianoche se quedaba en su rincón del bistro bebiendo de forma metódica y callada. Mientras bebía, hablaba, con voz femenina y refinada, de muebles antiguos. Exceptuándome a mí, R. era el único inglés del barrio.

Había mucha más gente que llevaba una vida no menos excéntrica: monsieur Jules, el rumano, que tenía un ojo de cristal y se negaba a admitirlo; Fureux, el picapedrero del Limousin; Roucolle, el avaro, que murió antes de que yo llegara; el viejo Laurent, el trapero, que copiaba su firma de un papelito que llevaba en el bolsillo. Sería entretenido escribir alguna de sus biografías, si dispusiera de tiempo. Intento describir a la gente de nuestro barrio, no porque sea curiosa, sino porque todos forman parte de esta historia. Escribo sobre la pobreza, y mi primer contacto con ella fue en ese barrio. Aquel suburbio, con su suciedad y sus vidas extrañas, fue al principio una lección de pobreza y luego el trasfondo de mis propias vivencias. Por eso intento dar una idea de cómo era la vida en él.

lunes, 18 de septiembre de 2023

George Orwell La hija del clérigo Capítulo uno I

 




George Orwell

La hija del clérigo

 

Capítulo uno

 I

 

Cuando el despertador de la cómoda estalló con el tañido de una horrible bomba metálica en miniatura, Dorothy salió de los abismos de un sueño profundo y perturbador, abrió los ojos sobresaltada y se quedó contemplando la oscuridad, presa de un agotamiento extremo.

El despertador siguió con su clamor persistente y femenino, que duraba unos cinco minutos si nadie lo paraba.

Dorothy se sentía dolorida de pies a cabeza y una autocompasión insidiosa y humillante, que, por lo general, la embargaba cuando era hora de levantarse por las mañanas, le impulsó a meter la cabeza debajo de las sábanas para tratar de escapar de aquel sonido odioso. No obstante, luchó contra su fatiga y, según su costumbre, se animó usando la segunda persona del singular.

Vamos, Dorothy, ¡arriba! ¡No seas perezosa, por favor! Proverbios 6:9.

Luego recordó que si el despertador seguía sonando acabaría oyéndolo su padre, y con un apresurado movimiento saltó de la cama, cogió el reloj de la cómoda y lo desconectó. Lo tenía ahí encima precisamente para tener que levantarse para apagarlo. Todavía a oscuras, se arrodilló junto a la cama y rezó el padrenuestro un poco distraída porque tenía los pies helados.

Eran justo las cinco y media y hacía frío para ser una mañana de agosto.

Dorothy (se llamaba Dorothy Hare y era la hija única del reverendo Charles Hare, rector de Saint Athelstan en Knype Hill, Suffolk) se puso la raída bata de franela y bajó a tientas las escaleras.

Había un gélido aroma matutino a polvo, escayola húmeda y los lenguados fritos de la cena del día anterior; y de ambos lados del pasillo llegaban los ronquidos antifonales de su padre y de Ellen, la criada. Con precaución, porque la mesa tenía la mala costumbre de emboscarse en la oscuridad y golpearle a uno en la cadera, Dorothy entró a tientas en la cocina, encendió la vela que había en la repisa de la chimenea y, todavía dolorida de cansancio, se arrodilló y quitó las cenizas del fogón.

Encender el fuego era un fastidio. La chimenea estaba torcida y no tiraba bien, por lo que para encenderlo había que echarle una taza de queroseno, igual que el trago de ginebra matutino de un borracho. Tras poner a hervir el agua del afeitado de su padre, Dorothy subió las escaleras y fue a prepararse el baño.

Ellen seguía roncando con pesados y juveniles ronquidos. Era una criada buena y trabajadora cuando estaba despierta, aunque era de esas chicas a quienes ni el demonio y todos sus ángeles lograrían arrancar de la cama antes de las siete de la mañana.

Dorothy llenó la bañera lo más despacio posible, el chapoteo siempre despertaba a su padre si abría demasiado el grifo y se quedó un momento contemplando el pálido y poco apetitoso charco de agua. Se le había puesto la carne de gallina. Odiaba los baños fríos y por eso mismo tenía por norma bañarse siempre con agua fría de abril a noviembre. Metió la mano en el agua —estaba helada— y avanzó con sus habituales exhortaciones. ¡Vamos, Dorothy! ¡Adentro! ¡No me vengas ahora con remilgos, por favor! Luego se metió con decisión en la bañera, se sentó y dejó que la gélida faja de agua la rodeara hasta cubrirla por entero menos el pelo que se había recogido detrás de la cabeza. Momentos después salió a la superficie, jadeando y haciendo muecas, y nada más recobrar el aliento, recordó la lista de cosas que se había metido en el bolsillo de la bata con intención de leerla. Alargó la mano e, inclinándose por encima de la bañera y metida hasta la cintura en el agua helada, leyó la lista a la luz de la vela que había dejado sobre la silla.

Decía:

7 oc. Comulgar.

¿Bebé de la señora T? Hacerle una visita.

Desayuno. Beicon. Pedir dinero a mi padre. (P)

Preguntar a Ellen qué necesita para la cocina. Tónico padre.

Preguntar lo de las cortinas en Solepipe’s.

Ir a visitar a la señora P por lo del recorte del Daily M. y las infusiones de angélica buenas para el reumatismo, emplasto de maíz de la señora L.

12 oc. Ensayo Carlos I.

Encargar doscientos gramos de cola y un bote de pintura de color aluminio.

Puchero [tachado] ¿Comida…?

Repartir revista parroquial. La señora F debe 3 chelines y 6 peniques.

16.30 Té Madres Cristianas, no olvidar dos metros y medio de tela para las ventanas.

Flores para la iglesia. 1 lata de pulimento de metales Brasso.

Cena. Huevos revueltos.

Mecanografiar el sermón de mi padre, ¿nueva cinta para la máquina?

Quitar las malas hierbas de las matas de guisantes.

Dorothy salió de la bañera y mientras se secaba con una toalla apenas mayor que una servilleta —en la rectoría nunca habían podido permitirse toallas de tamaño normal—, se le soltó el pelo y le cayó sobre los hombros en dos pesados mechones. Tenía un pelo espeso, bonito y de color muy pálido, y tal vez fuese una suerte que su padre le hubiera prohibido cortárselo porque era lo único claramente hermoso que tenía.

Por lo demás era una chica de estatura media, más bien delgada, aunque fuerte y esbelta, cuyo punto débil era su rostro.

Una cara ordinaria, rubia y delgada, con ojos pálidos y la nariz ligeramente larga; si se la miraba con atención, se veían las patas de gallo alrededor de los ojos, y la boca, cuando estaba en reposo, parecía cansada. Todavía no era el rostro de una solterona, pero sin duda lo sería al cabo de unos años. No obstante, quienes no la conocían pensaban que era varios años más joven (todavía no había cumplido los veintiocho) por la expresión de seriedad casi infantil que había en su mirada. Su antebrazo izquierdo estaba cubierto de minúsculas marquitas rojas como de picaduras de insectos.

Dorothy volvió a ponerse el camisón y se cepilló los dientes —solo con agua, claro; es mejor no utilizar pasta de dientes antes de comulgar. Después de todo o se ayuna o no se ayuna. En eso a los católicos no les falta razón— y mientras lo hacía, vaciló de pronto y se detuvo. Soltó el cepillo de dientes. Una terrible punzada, una punzada física, acababa de recorrerle las vísceras.

Había recordado con ese brusco sobresalto con que uno recuerda algo desagradable por la mañana, la cuenta que le debían, desde hacía siete meses, a Cargill, el carnicero. Esa espantosa cuenta, que debía de ascender a diecinueve o veinte libras y que tenían pocas esperanzas de poder pagar algún día, era uno de los principales tormentos de su vida. A todas horas del día y de la noche estaba esperándole en algún rincón de su conciencia, dispuesta a saltar sobre ella para torturarla; y siempre la acompañaba el recuerdo del sinfín de cuentas menores, que ascendían a una cantidad en la que no osaba siquiera pensar. Casi sin querer empezó a rezar: «¡Por favor, Dios mío, no permitas que Cargill vuelva a enviarnos hoy su cuenta!». Pero un momento después decidió que esa oración era blasfema y mundana y pidió perdón.

Luego se puso la bata y bajó a la cocina a toda prisa con la esperanza de quitarse la cuenta de la cabeza.

Como siempre, el fuego se había apagado. Dorothy volvió a encenderlo manchándose las manos de tizne, le echó más queroseno y esperó angustiada hasta que el agua empezó a hervir. Su padre contaba con afeitarse a las seis y cuarto.

Exactamente con siete minutos de retraso, Dorothy llevó el cuenco al piso de arriba y llamó a la puerta de la habitación de su padre.

—¡Pasa, pasa! —dijo con voz ronca e irritable.

La habitación tenía unas cortinas muy gruesas y estaba cargada de olor masculino. El rector había encendido la vela de la mesilla de noche y estaba tumbado de lado, mirando su reloj de oro, que acababa de sacar de debajo de la almohada. Tenía el cabello blanco y muy espeso como los vilanos de los cardos. Un ojo negro y brillante miró irritado por encima del hombro a Dorothy.

—Buenos días, papá.

—Dorothy —dijo el rector con voz gangosa, siempre sonaba hueca y senil cuando no llevaba la dentadura postiza —

, te agradecería mucho que te esforzaras un poco más en sacar a Ellen de la cama por las mañanas. Y también que fueses más puntual.

—Lo siento mucho, papá. El fuego de la cocina no hacía más que apagarse.

—¡Bueno, bueno! Déjalo sobre la cómoda. Déjalo ahí y abre las cortinas.

Ya había amanecido, pero hacía una mañana nublada y gris. Dorothy corrió a su cuarto y se vistió con la celeridad con que acostumbraba a hacerlo seis de cada siete días. En la habitación había un espejito cuadrado, pero no utilizó ni siquiera eso. Se limitó a ponerse la cruz de oro al cuello —una cruz de oro muy sencilla, nada de crucifijos, por favor—, se recogió el pelo detrás de la cabeza, clavó unas cuantas horquillas aquí y allá y se puso la ropa (un jersey gris, una chaqueta raída de tweed irlandés, una falda, unas medias que no combinaban ni con la falda ni con la chaqueta y unos zapatos muy rozados) en menos de tres minutos. Tenía que «hacer» el salón y el despacho de su padre antes de ir a la iglesia, además de rezar sus oraciones para prepararse para la comunión y en eso tardaría al menos veinte minutos.

Cuando salió empujando su bicicleta por la puerta de la verja del jardín la mañana seguía nublada y la hierba estaba empapada de rocío. La iglesia de Saint Athelstan asomaba vagamente entre la mortaja de niebla que cubría la falda de la montaña y su única campana tañía fúnebre, ¡ding, dong, ding, dong!

Solo una de las campanas estaba en uso, las otras siete llevaban tres años sin voltearlas y reposaban en silencio astillando lentamente el suelo del campanario bajo su peso. En la distancia, entre la niebla, se oía el ofensivo tañido de la campana de la iglesia católica, una campana diminuta y vulgar que sonaba como una lata y que el rector de Saint Athelstan comparaba siempre con una campanilla.

Dorothy subió a su bicicleta y rodó colina arriba apoyándose en el manillar.

Tenía la nariz sonrosada por el frío matutino. Un archibebe silbó en lo alto, invisible contra el cielo nublado.

¡Temprano por la mañana mi canción se alzará hasta ti! Dorothy apoyó la bicicleta contra el soportal de la iglesia y, tras reparar en que seguía con las manos tiznadas, se arrodilló y se las limpió frotándolas contra la hierba húmeda entre las tumbas. Luego la campana dejó de tañer y ella se incorporó con un respingo y entró apresuradamente en la iglesia justo cuando Proggett, el sacristán, con una casulla raída y sus enormes botas de peón, avanzaba a grandes zancadas por el pasillo para ocupar su sitio en el altar lateral.

La iglesia era muy fría y olía a cirio y a polvo de siglos. Era muy grande, demasiado para el tamaño de su congregación, estaba en ruinas y vacía en su mayor parte. Los tres estrechos islotes de los bancos se extendían en mitad de la nave y por detrás había grandes extensiones de suelo de piedra en el que unas cuantas inscripciones gastadas señalaban el lugar que ocupaban las antiguas tumbas. El tejado del coro y el presbiterio estaba visiblemente hundido y dos fragmentos de viga detrás del cepillo explicaban sin palabras que se debía a ese enemigo mortal de la cristiandad: el escarabajo del reloj de la muerte. La luz se filtraba anémica por las vidrieras descoloridas.

A través de la puerta abierta se veían un ciprés reseco y las ramas grises de un tilo que se balanceaban tristemente en el aire sin sol.

Como de costumbre había solo otra comulgante, la vieja señorita Mayfill de The Grange. La concurrencia a la comunión era tan mala que el rector solo encontraba chicos que le ayudaran los domingos por la mañana, cuando a los muchachos les gustaba presumir delante de la congregación con sus casullas y sobrepellices. Dorothy pasó al banco que había detrás de la señorita Mayfill, y, como penitencia por algún pecado del día anterior, apartó el cojín y se arrodilló en el suelo de piedra. El servicio acababa de empezar. El rector, ataviado con una casulla y una sobrepelliz de lino, estaba recitando las oraciones con voz ejercitada, y clara ahora que llevaba puestos los dientes, y extrañamente antipática. En su rostro quisquilloso y envejecido, pálido como una moneda de plata, había una expresión de desdén, casi de desprecio.

«Este es un sacramento válido —parecía estar diciendo— y es mi obligación administrároslo. Pero tened siempre presente que soy solo vuestro rector, no vuestro amigo. Personalmente me dais asco y os desprecio.» Proggett, el sacristán, un hombre de unos cuarenta años de pelo gris rojizo y rostro rubicundo, esperaba pacientemente a su lado, reverente aunque sin entender nada, toqueteando la campanilla de la comunión, que parecía diminuta entre sus rojas manazas.

Dorothy se apretó los ojos con los dedos. Aún no había logrado concentrarse y la cuenta de Cargill seguía preocupándola de vez en cuando.

Las oraciones, que se sabía de memoria, pasaban por su cabeza sin que les prestara atención. Alzó la vista un momento y enseguida se despistó.

Primero miró hacia arriba a los ángeles sin cabeza en cuyos cuellos todavía se distinguían las marcas de los serruchos de los soldados puritanos, luego volvió a contemplar el sombrero negro de la señorita Mayfill y sus trémulos pendientes de azabache. La señorita Mayfill llevaba el mismo abrigo negro y anticuado, con un pequeño y grasiento cuello de astracán de pinta untuosa, que le había visto siempre Dorothy. Era de un material muy peculiar, parecido al muaré, pero más tosco, y hacía aguas como una especie de ribetes negros que no siguieran ningún patrón definido.

Incluso era posible que estuviese hecho de aquella sustancia proverbial y legendaria, el alepín negro. La señorita Mayfill era muy vieja, tanto que nadie la recordaba más que como una anciana. Y de ella emanaba un vago aroma, un olor etéreo analizable como agua de colonia y bolas de naftalina con un toque de ginebra.

Dorothy se quitó de la solapa del abrigo un largo alfiler con la cabeza de cristal, y con disimulo, ocultándose tras la espalda de la señorita Mayfill, apretó la punta contra su antebrazo. La carne le hormigueó con aprensión. Tenía la norma de pincharse el brazo hasta hacerse sangre siempre que se sorprendía sin prestar atención a las oraciones. Era su peculiar forma de hacer penitencia, su modo de mantener a raya la irreverencia y los pensamientos sacrílegos.

Alfiler en mano, se las arregló para rezar un rato más concentrada. Su padre acababa de echarle una torva mirada de desaprobación a la señorita Mayfill, que se estaba santiguando de vez en cuando, práctica que a él le desagradaba. Con desmayo Dorothy se sorprendió contemplando con vanagloria los pliegues de la sobrepelliz de su padre, que ella le había cosido hacía dos años.

Apretó los dientes y se clavó el alfiler tres milímetros en el brazo.

Habían vuelto a arrodillarse. Era la confesión general. Dorothy volvió a despistarse, ¡ay!, esta vez sus ojos contemplaron la vidriera que había a su derecha, diseñada en 1851 por sir Warde Tooke, miembro de la Real Academia de las Artes, que representaba la bienvenida dispensada a san Athelstan a las puertas del cielo por Gabriel y una legión de ángeles muy parecidos entre sí y al príncipe consorte, y se clavó el alfiler en otra parte del brazo. Empezó a meditar en el significado de cada frase de la oración y así logró prestar más atención. Pero incluso así tuvo que utilizar otra vez el alfiler cuando Proggett hizo sonar la campanilla y ella sintió, como siempre, la terrible tentación de echarse a reír en mitad del pasaje «Ahora con ángeles y arcángeles». Y todo porque su padre le había contado que una vez, cuando era pequeño y estaba ayudando al cura en el altar, se había soltado un tornillo de la campanilla y el cura había dicho:

«Ahora, con ángeles y arcángeles, y toda la cohorte celestial, entonamos el himno inacabable en alabanza tuya: ¡Aprieta ese tornillo, cabeza hueca, apriétalo!».

Mientras el rector terminaba la consagración la señorita Mayfill empezó a mover los pies con extrema dificultad y lentitud, como una anquilosada criatura de madera que se moviera por secciones y liberase con cada movimiento una vaharada de olor a naftalina. Se oyeron muchos crujidos, probablemente del corsé, aunque era como si unos huesos chirriasen al frotar unos contra otros. Cualquiera habría dicho que dentro del abrigo negro solo había un esqueleto reseco.

Dorothy esperó un momento más. La señorita Mayfill se arrastraba hacia el altar con pasos lentos y vacilantes.

Apenas podía andar, pero se ofendía mucho si alguien se ofrecía a ayudarla.

En su rostro anciano y exangüe la boca parecía sorprendentemente grande, blanda y húmeda. El labio inferior, flácido por la edad, pendía hacia delante y mostraba las encías y una hilera de dientes postizos tan amarillentos como las teclas de un piano viejo. El labio superior estaba ribeteado por un bigote negro cubierto de gotitas de saliva. No era una boca apetitosa y a nadie le habría gustado verla beber de su misma copa. De pronto, espontáneamente, como si la hubiese puesto allí el mismo demonio, la oración huyó de los labios de Dorothy:

—¡Oh, Dios, no dejes que tenga que beber del cáliz después de la señorita Mayfill!

Un momento después comprendió horrorizada el significado de lo que acababa de decir, y deseó haberse mordido la lengua antes que pronunciar aquella terrible blasfemia en los mismos escalones del altar. Se quitó el alfiler de la solapa y se lo clavó en el brazo con tanta fuerza que apenas pudo contener un grito de dolor. Luego subió al altar y se arrodilló tímidamente a la izquierda de la señorita Mayfill para asegurarse de beber del cáliz después de ella.

Arrodillada, con la cabeza gacha y las manos contra las rodillas se puso a rezar pidiendo perdón antes de que su padre llegara con la hostia consagrada.

Pero sus pensamientos se habían interrumpido. De pronto era inútil tratar de rezar; sus labios se movían pero sus oraciones carecían de sentido y de sentimiento. Oía a Proggett arrastrar las botas y la voz grave y clara de su padre murmurando «Tomad y comed», veía la alfombra roja y raída, olía el polvo, el agua de colonia y las bolas de naftalina; pero no podía pensar en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ni en el propósito con el que había ido allí. Una terrible negrura había embargado su espíritu.

Era como si no pudiera rezar. Se esforzó, trató de organizar sus pensamientos, murmuró mecánicamente el inicio de la oración, pero las frases sonaban inútiles y sin sentido…, como si fuesen palabras vacías. Su padre sostenía la hostia ante ella con sus manos elegantes y envejecidas. La sostenía entre el pulgar y el índice, con escrúpulo y casi con desagrado, como si fuese una cucharada de medicina.

Miraba a la señorita Mayfill que se estaba plegando como una oruga geómetra, con muchos crujidos, y se estaba santiguando de un modo tan elaborado que daba la impresión de que estuviese siguiendo con la mano una serie de muletillas en su abrigo. Dorothy dudó varios segundos si tomar la hostia.

No se atrevía a hacerlo. ¡Mejor, mucho mejor, descender del altar que aceptar el sacramento con aquel caos en su corazón!

Luego miró de reojo a través de la puerta. Un momentáneo rayo de sol se había colado entre las nubes. Se filtró entre las hojas del tilo y una ramita brilló con un verde fugaz e incomparable, más verde que el jade o las esmeraldas o las aguas del Atlántico.

Fue como si una joya de inimaginable esplendor brillara por un instante, llenando el umbral de luz verde y luego se desvaneciera. Una oleada de alegría recorrió el corazón de Dorothy. Aquel destello de color le había devuelto, mediante un proceso más profundo que la razón, la paz de espíritu, el amor a Dios y su capacidad de adoración. Por alguna razón, el verdor de las hojas había hecho que fuese posible volver a rezar. ¡Oh, todas las cosas verdes sobre la superficie de la tierra, alabad al Señor! Empezó a rezar con fervor, agradecida y alegre. La hostia se fundió sobre su lengua. Cogió el cáliz que le ofrecía su padre y bebió sin sentir la menor repulsión, incluso saboreó con alegría añadida por aquel pequeño acto de penitencia la huella húmeda que habían dejado los labios de la señorita Mayfill sobre el borde plateado.

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