Diez años después de la
publicación de «Viento fuerte» , con la que MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS (1889-1974)
inició su «Trilogía bananera», «LOS OJOS DE LOS ENTERRADOS» completó el vasto
ciclo que tiene como tema !a penetración en Centroamérica de las grandes
compañías multinacionales. Si la novela que inauguraba la serie narraba la
lucha de los pequeños plantadores —encabezados por el norteamericano Lester
Mead— contra la gran Compañía internacional y «El Papa Verde» denunciaba la intromisión
de intereses económicos extranjeros en los resortes del Estado, «Los ojos de
los enterrados» relata el fin de Maker Thompson y la organización de una huelga
general que permite a los peones de la Bananera y del Sindicato de los
trabajadores de Tiquisate imponer sus condiciones a la Compañía, provocando,
finalmente, la caída de una larga dictadura. El clima de violencia alcanza ia
máxima cota de tensión en la novela que cierra la trilogía y le confiere una
dimensión épica. Las peripecias personales de Juan Pablo Mondragón, Malena
Tobay, Cayetano Duende y Andrés Medina ceden el primer plano del relato al
protagonismo del pueblo en lucha contra la opresión La antigua leyenda
indígena, según la cual los enterrados esperan con los ojos abiertos el día de
la justicia, se entrelaza con la incidencias de la trama y proporciona a la
narración un fondo mítico y un elemento de lirismo. Novela evidentemente
política, la prosa magistral de sus páginas, en que se aúna la frescura del
habla popular con la brillantez heredada de la tradición modernista y las
innovaciones técnicas de las vanguardias, revela que el Premio Nobel de 1967
fue un autor tan comprometido con la realidad sociopolítica de su país como con
las más altas exigencias artísticas.
Miguel Ángel Asturias
Los
ojos de los enterrados
Trilogía Bananera - 3
Miguel
Ángel Asturias, 1969
Editor
digital: Piolin
ePub
base r1.2
Primera
parte
I
—¡Ya
se están mamando otra vez los gringos!
La
Anastasia —Anastasia, sin apellido, ni reloj, ni calzón, todo al aire como la
gente del pueblo, el nombre, el tiempo, el sexo— no se contuvo, lo soltó como
los buenos días de todas las mañanas, al asomar la cara por la puerta del salón
«Granada», salón de baile, bar, restaurante, donde vendían helados con olor a
peluquería, chocolates envueltos en relumbres de estaño, sandwiches de tres o
más pisos, refrescos con espuma de mil colores y trago del extranjero.
—¡Ya
se están mamando otra vez los gringos!
La
puerta caía sobre un salón largo, espacioso, ocupado por sillones de cuero
rojizo, angulosos, pesados, propios para gente holgazana o borracheras
corcoveadoras y mesas redondas, amplias, bajas, con lo de encima de una madera
porosa que en lugar de lustrar se lijaba todos los días, para que siempre
estuvieran limpias y nuevas, como acabaditas de estrenar.
Y
todo lucía, como las mesas, limpio y acabadito de estrenar, menos los
lustradores, niños miserables, sucios y haraposos que parecían viejos con voces
infantiles:
—¡Lustre!…
¡Lustre!… ¿Se lustra, cliente?… ¡Una sacudidita!…
Todo
lucía nuevo a las 10 de la mañana. ¡Qué 10 de la mañana, si ya iban a ser las
11!…
Nuevo
el piso de cemento que brillaba como alfombra de caramelo, nuevos los
ventanales, nuevos los espejos por donde se perseguían a velocidad de
relámpagos de colores, las imágenes de los automóviles que paseaban sus
carrocerías flamantes por la Sexta Avenida; nuevos los peatones mañaneros que
iban por las aceras empujándose, topeteándose, abriéndose paso, piropo va y
mirada viene, entre saludos, abrazos, golpes de sombrero y adioses con la mano;
nuevas las paredes decoradas con motivos tropicales, nuevo el techo alabastrino
y las lámparas de luz indirecta, gusanos de cristal que soltaban por la noche
alas de mariposas fluorescentes; nuevo el tiempo en el reloj redondo, nuevos
los meseros de pantalón negro y chaquetín blanco a lo torero, nuevos los
borrachos gigantes, rubios, contemplando con los ojos azules, conservados en
alcohol, el hormiguero de la ciudad mestiza, y nueva la voz de la Anastasia:
—¡Ya
se están mamando otra vez los gringos!
Jefes
y soldados de uniforme verdoso, se acuartelaban desde muy temprano en el
«Granada» a beber whisky and soda,
masticar chicles y fumar cigarrillos de tabaco fragante —unos cuantos fumaban
pipa—, todos ajenos a lo que pasaba alrededor de ellos en aquel país,
totalmente ajenos, aislados en la atmósfera extraterritorial de su poderosa
América.
La
clientela matinal ocupaba las mesas vecinas. Agentes viajeros, sin más compañía
que sus valijones de muestra, desayunaban almuerzos, mientras devoraban con los
ojos las viandas de algún magazine, servidas en páginas de porcelana. No sólo
de pan…, el businessman vive de
anuncios. Entraban y salían bebedores del país, al trago mañanero. Lo ingerían
y a escupir a la calle. Les disgustaba la presencia de la soldadesca
extranjera. Eran aliados, pero Ies caían como patada. Otros, menos sudados de
soberanía, por haber sido educados en los Yunait
Esteit o haber trabajado en la Yunait,
no les molestaba instalarse en el bar o en el salón junto a los yanquis, y no
sólo hablaban, sino eructaban inglés, habilidad que lucían a gritos, sin faltar
los que por dárselas de viajados, sin hablar ni entender aquel idioma,
exclamaban a cada rato: ¡O-kay —o-kay —America!..,
Los
soldados se despernancaban a sus anchas, una pierna alargada bajo la mesa y la
otra en gancho sobre el brazo del sillón. Algunos, tras apurar de tesón el vaso
de whisky and soda, golpeándolo al
dejarlo sobre la mesa ya vacío, hablaban de seguido un buen rato. Callaban y
seguían hablando. Hablaban y seguían callados. Como si cablegrafiaran. Otros,
apartándose el cigarrillo o la pipa de la boca, soltaban exclamaciones
tajantes, recibidas por sus compañeros con grandes risotadas. Los que estaban
en el bar, de espaldas a la concurrencia que ocupaba el salón, se volvían con
el banco giratorio, sin abandonar el trago, rubios los cabellos, azules los
ojos, blancas las manos, para indagar quién había dicho lo que festejaban sus
camaradas, y aplaudirlo. Lucían, como soldados imperiales, los dedos con
anillos y las gruesas muñecas con pulseras de oro…
—¡Ya
se están mamando otra vez los gringos!
—¡Tía,
cuidado la oyen!… —decía a la mulata un chiquillo flaco que la coleaba por
todas partes.
—¡Onque
me oigan… vos sí que me gustás… caso entienden castilla!
El
barman recibía los pedidos de la
bodega entre gruñidos y rascones de cabeza.
—No
es que los traigan tarde —se decía—, es que esta gente de la base militar está
aquí desde que Dios amanece…
Los
ojos achinados, el tajo de la boca bajo los bigotes lacios, un puro tiburón en
la penumbra.
De
las cajas y canastas tomaba las botellas como espadas, las desenfundaba de sus
vainas de paja, y las alineaba en orden de ataque, convertidas en soldados. Los
whiskys a la descubierta, tropa de choque, seguidos de las botellas de ron
importado y ron del país, acaramelado y purgativo, de las botellas de gin,
ladrillos transparentes llenos de fuego blanco, de los coñacs condecorados, de
las botellas de vino generoso, envueltas en papel de oro, de las botellas de
licores con algo de sirenas en las redes…
Y
mientras el barman alineaba las
botellas, el ayudante que atendía a la clientela, le decía:
—Moradas
tengo las uñas de estar quebrando ajenjo, señor Mincho, y lo peor es que por
ratos se me va la cabeza…
El
olor a elixir paregórico del ajenjo, que no era ajenjo sino pernod, le mareaba
y se le amorataban las uñas de mantener entre los dedos los vasos con pedazos
de hielo en que la gota del grifo iba quebrando aquella bebida de color
seminal.
—Tía,
yo digo que entro… —insinuó el chicuelo a la Anastasia, cansado de estar frente
a la puerta, sin hacer nada, un pie sobre otro.
—Entrá,
pues, entrá… —empujó la mulata al chiquillo flaco, tiñoso de mugre, casi con
escamas tras las orejas y el cuello, rotas las escasas ropas, los pies
descalzos y uñudos.
El
chico, medio haciéndose el cojo, la boca torcida y un hombro caído para
inspirar más lástima, entraba con el sombrero en la mano a pedir limosna. De la
puerta corría a las mesas ocupadas por los gigantes rubios. Junto a ellos se
miraba más negro. (¡Ay, suspiraba la Anastasia desde la puerta, qué prieto que
se ve mi muchachito entre la concurrencia!) Los soldados sin dejar de mover las
mandíbulas rumiantes y hasta las orejas masca que masca chicles, le botaban
algunas monedas en el sombrero. Otros le ofrecían whisky, otros le alejaban con
la brasa del cigarrillo. Los meseros le espantaban, como a las moscas, a
servilletazo limpio.
Un
sargento canoso de piel colorada, dirigiéndose al empleado que atendía la caja
registradora detrás de un mostrador de cigarrillos, confites, chocolates y
caramelos, gritaba:
—¡No
espantajlo, matajlo de una vez…, insecto, matajlo…, matajlo…, todos los
hispanish insectos!
Y
reía de su broma, mientras el chicuelo ganaba la puerta más corriendo que
andando, asustado por los trapazos que con las servilletas le lanzaban los
sirvientes.
—Arreuniste
tanto así… —anunciaba la Anastasia al sobrino juntando y sopesando las monedas
en una sola mano.
El
chico le dejaba el sombrero y corría a pedir uno de los papeles con letras y
caras de leones, caballos y gente, que repartían en la puerta del cine. Eso
quería ser él, cuando le diera permiso su tía: repartidor de programas. Así
entraría gratis en el cinematógrafo.
—¡Para
estar encerrada en lo oscuro, Ave María, por cuánto iba yo a pagar!… —le
cortaba la Anastasia, cada vez que él le pedía que lo llevara al cine—. Los
pobres, sin necesidad de pagar, como no tenemos luz de esa eléctrica, cuando
empieza la noche empieza nuestro cine. ¡No, mi hijito, cuesta mucho la vida para
andar gastando… los ojos en lo oscuro!
—¿Insectos
los hispanish?… —preguntó en inglés, recogiendo el dicho del sargento un
parroquiano joven que ocupaba una mesa con otros amigos—. ¡Insectos pero
necesitan de nosotros!…
—¡México,
insecto que picar muy duro —tartamudeó aquél en español alzando la voz—, la
Centroamérica, insectos chiquitos, locos… Antillas, no insectos, gusanos, y la
Sudamérica, cucarachas con pretensiones!
—¡Pero
necesitan de nosotros!
—¡En
Minnesota no necesitamos, amigo! ¡Minnesota no ser Washington ni Wall Street!
La
voz de un tercero, desde otra mesa, interrumpió vibrante:
—¡Díganle
que se vaya a la… bisconvexa!
Bocinazos
de automóviles último modelo que paseaban por la Sexta Avenida, entre el ir y
venir de los peatones. Mediodía. Calor. El «Granada» a reventar. Todas las
mesas ocupadas. El barman o el
milagro de la multiplicación de los tragos. Tomaba las botellas al tacto, sin
verlas y se las pasaba al aire de una mano a otra, ya listas, ya inclinadas
para verter el líquido. Los meseros no se daban alcance. La caja registradora
en un solo repique. El teléfono. Los periódicos. La rocola. La Anastasia…
—¡Ya
se están mamando otra vez los gringos!
En
las calles, altoparlantes anunciando películas y teatros. —¡El Gran Dictador, de Charles Chaplin!… ¡El Gran Dictador!… ¡El Gran Dictador!…—, más galillo que megáfono;
chóferes ofreciendo sus taxis, más labia que galillo; vendedores de billetes de
lotería, la fortuna con la pobreza del brazo, y el sobrino de la mulata de mesa
en mesa, aprovechando que el servicio por atender a la clientela, no tenía
tiempo de ocuparse de su mínima persona.
Pero
al mediodía no juntaba mayor cosa. Mucho caballero encopetado y mucha dama
enguantada, emplumada, empolvada, pintada, peinada, perfumada, y apenas si sacaba
dos o tres monedas. Unos se hacían los sordos, otros los distraídos y aunque el
chiquillo se atrevía a tocarlos, urgido por la necesidad, con sus pobres manos
sucias, seguían conversando, sin hacerle caso, como no fuera para echarle
fuerte, amenazarlo con la policía o preguntarle en forma agria y destemplada,
si no tenía padres que lo mantuvieran. El rapaz se quedaba sin saber qué
contestar, los ojos y el olfato en las sabrosuras que los criados repartían en
las mesas, entre el traguerío y los ceniceros, sabrosuras que aquella gente bien comía con los dedos, entre sorbo y
sorbo de trago.
—Porque
debes tener tus padres… —le reclamó alguien.
—Papá
tal vez que tenga… —susurró el chiquillo.
—¿Y
mamá?
—No,
mamá no tengo…
—Se
te murió…
—No…
—¿La
conociste?
—Es
que yo soy sin mamá…
—¿Cómo
es eso? Todo el mundo tiene su madre…
—Pero
yo no tengo… Mi papá me hizo en una mi tía…