miércoles, 20 de febrero de 2019

Miguel Ángel Asturias Los ojos de los enterrados Trilogía Bananera - 3 Fragmento.


Diez años después de la publicación de «Viento fuerte» , con la que MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS (1889-1974) inició su «Trilogía bananera», «LOS OJOS DE LOS ENTERRADOS» completó el vasto ciclo que tiene como tema !a penetración en Centroamérica de las grandes compañías multinacionales. Si la novela que inauguraba la serie narraba la lucha de los pequeños plantadores —encabezados por el norteamericano Lester Mead— contra la gran Compañía internacional y «El Papa Verde» denunciaba la intromisión de intereses económicos extranjeros en los resortes del Estado, «Los ojos de los enterrados» relata el fin de Maker Thompson y la organización de una huelga general que permite a los peones de la Bananera y del Sindicato de los trabajadores de Tiquisate imponer sus condiciones a la Compañía, provocando, finalmente, la caída de una larga dictadura. El clima de violencia alcanza ia máxima cota de tensión en la novela que cierra la trilogía y le confiere una dimensión épica. Las peripecias personales de Juan Pablo Mondragón, Malena Tobay, Cayetano Duende y Andrés Medina ceden el primer plano del relato al protagonismo del pueblo en lucha contra la opresión La antigua leyenda indígena, según la cual los enterrados esperan con los ojos abiertos el día de la justicia, se entrelaza con la incidencias de la trama y proporciona a la narración un fondo mítico y un elemento de lirismo. Novela evidentemente política, la prosa magistral de sus páginas, en que se aúna la frescura del habla popular con la brillantez heredada de la tradición modernista y las innovaciones técnicas de las vanguardias, revela que el Premio Nobel de 1967 fue un autor tan comprometido con la realidad sociopolítica de su país como con las más altas exigencias artísticas.





Miguel Ángel Asturias

Los ojos de los enterrados

Trilogía Bananera - 3




Miguel Ángel Asturias, 1969
Editor digital: Piolin
ePub base r1.2






 Primera parte

 I

—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
La Anastasia —Anastasia, sin apellido, ni reloj, ni calzón, todo al aire como la gente del pueblo, el nombre, el tiempo, el sexo— no se contuvo, lo soltó como los buenos días de todas las mañanas, al asomar la cara por la puerta del salón «Granada», salón de baile, bar, restaurante, donde vendían helados con olor a peluquería, chocolates envueltos en relumbres de estaño, sandwiches de tres o más pisos, refrescos con espuma de mil colores y trago del extranjero.
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
La puerta caía sobre un salón largo, espacioso, ocupado por sillones de cuero rojizo, angulosos, pesados, propios para gente holgazana o borracheras corcoveadoras y mesas redondas, amplias, bajas, con lo de encima de una madera porosa que en lugar de lustrar se lijaba todos los días, para que siempre estuvieran limpias y nuevas, como acabaditas de estrenar.
Y todo lucía, como las mesas, limpio y acabadito de estrenar, menos los lustradores, niños miserables, sucios y haraposos que parecían viejos con voces infantiles:
—¡Lustre!… ¡Lustre!… ¿Se lustra, cliente?… ¡Una sacudidita!…
Todo lucía nuevo a las 10 de la mañana. ¡Qué 10 de la mañana, si ya iban a ser las 11!…
Nuevo el piso de cemento que brillaba como alfombra de caramelo, nuevos los ventanales, nuevos los espejos por donde se perseguían a velocidad de relámpagos de colores, las imágenes de los automóviles que paseaban sus carrocerías flamantes por la Sexta Avenida; nuevos los peatones mañaneros que iban por las aceras empujándose, topeteándose, abriéndose paso, piropo va y mirada viene, entre saludos, abrazos, golpes de sombrero y adioses con la mano; nuevas las paredes decoradas con motivos tropicales, nuevo el techo alabastrino y las lámparas de luz indirecta, gusanos de cristal que soltaban por la noche alas de mariposas fluorescentes; nuevo el tiempo en el reloj redondo, nuevos los meseros de pantalón negro y chaquetín blanco a lo torero, nuevos los borrachos gigantes, rubios, contemplando con los ojos azules, conservados en alcohol, el hormiguero de la ciudad mestiza, y nueva la voz de la Anastasia:
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
Jefes y soldados de uniforme verdoso, se acuartelaban desde muy temprano en el «Granada» a beber whisky and soda, masticar chicles y fumar cigarrillos de tabaco fragante —unos cuantos fumaban pipa—, todos ajenos a lo que pasaba alrededor de ellos en aquel país, totalmente ajenos, aislados en la atmósfera extraterritorial de su poderosa América.
La clientela matinal ocupaba las mesas vecinas. Agentes viajeros, sin más compañía que sus valijones de muestra, desayunaban almuerzos, mientras devoraban con los ojos las viandas de algún magazine, servidas en páginas de porcelana. No sólo de pan…, el businessman vive de anuncios. Entraban y salían bebedores del país, al trago mañanero. Lo ingerían y a escupir a la calle. Les disgustaba la presencia de la soldadesca extranjera. Eran aliados, pero Ies caían como patada. Otros, menos sudados de soberanía, por haber sido educados en los Yunait Esteit o haber trabajado en la Yunait, no les molestaba instalarse en el bar o en el salón junto a los yanquis, y no sólo hablaban, sino eructaban inglés, habilidad que lucían a gritos, sin faltar los que por dárselas de viajados, sin hablar ni entender aquel idioma, exclamaban a cada rato: ¡O-kayo-kayAmerica!..,
Los soldados se despernancaban a sus anchas, una pierna alargada bajo la mesa y la otra en gancho sobre el brazo del sillón. Algunos, tras apurar de tesón el vaso de whisky and soda, golpeándolo al dejarlo sobre la mesa ya vacío, hablaban de seguido un buen rato. Callaban y seguían hablando. Hablaban y seguían callados. Como si cablegrafiaran. Otros, apartándose el cigarrillo o la pipa de la boca, soltaban exclamaciones tajantes, recibidas por sus compañeros con grandes risotadas. Los que estaban en el bar, de espaldas a la concurrencia que ocupaba el salón, se volvían con el banco giratorio, sin abandonar el trago, rubios los cabellos, azules los ojos, blancas las manos, para indagar quién había dicho lo que festejaban sus camaradas, y aplaudirlo. Lucían, como soldados imperiales, los dedos con anillos y las gruesas muñecas con pulseras de oro…
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
—¡Tía, cuidado la oyen!… —decía a la mulata un chiquillo flaco que la coleaba por todas partes.
—¡Onque me oigan… vos sí que me gustás… caso entienden castilla!
El barman recibía los pedidos de la bodega entre gruñidos y rascones de cabeza.
—No es que los traigan tarde —se decía—, es que esta gente de la base militar está aquí desde que Dios amanece…
Los ojos achinados, el tajo de la boca bajo los bigotes lacios, un puro tiburón en la penumbra.
De las cajas y canastas tomaba las botellas como espadas, las desenfundaba de sus vainas de paja, y las alineaba en orden de ataque, convertidas en soldados. Los whiskys a la descubierta, tropa de choque, seguidos de las botellas de ron importado y ron del país, acaramelado y purgativo, de las botellas de gin, ladrillos transparentes llenos de fuego blanco, de los coñacs condecorados, de las botellas de vino generoso, envueltas en papel de oro, de las botellas de licores con algo de sirenas en las redes…
Y mientras el barman alineaba las botellas, el ayudante que atendía a la clientela, le decía:
—Moradas tengo las uñas de estar quebrando ajenjo, señor Mincho, y lo peor es que por ratos se me va la cabeza…
El olor a elixir paregórico del ajenjo, que no era ajenjo sino pernod, le mareaba y se le amorataban las uñas de mantener entre los dedos los vasos con pedazos de hielo en que la gota del grifo iba quebrando aquella bebida de color seminal.
—Tía, yo digo que entro… —insinuó el chicuelo a la Anastasia, cansado de estar frente a la puerta, sin hacer nada, un pie sobre otro.
—Entrá, pues, entrá… —empujó la mulata al chiquillo flaco, tiñoso de mugre, casi con escamas tras las orejas y el cuello, rotas las escasas ropas, los pies descalzos y uñudos.
El chico, medio haciéndose el cojo, la boca torcida y un hombro caído para inspirar más lástima, entraba con el sombrero en la mano a pedir limosna. De la puerta corría a las mesas ocupadas por los gigantes rubios. Junto a ellos se miraba más negro. (¡Ay, suspiraba la Anastasia desde la puerta, qué prieto que se ve mi muchachito entre la concurrencia!) Los soldados sin dejar de mover las mandíbulas rumiantes y hasta las orejas masca que masca chicles, le botaban algunas monedas en el sombrero. Otros le ofrecían whisky, otros le alejaban con la brasa del cigarrillo. Los meseros le espantaban, como a las moscas, a servilletazo limpio.
Un sargento canoso de piel colorada, dirigiéndose al empleado que atendía la caja registradora detrás de un mostrador de cigarrillos, confites, chocolates y caramelos, gritaba:
—¡No espantajlo, matajlo de una vez…, insecto, matajlo…, matajlo…, todos los hispanish insectos!
Y reía de su broma, mientras el chicuelo ganaba la puerta más corriendo que andando, asustado por los trapazos que con las servilletas le lanzaban los sirvientes.
—Arreuniste tanto así… —anunciaba la Anastasia al sobrino juntando y sopesando las monedas en una sola mano.
El chico le dejaba el sombrero y corría a pedir uno de los papeles con letras y caras de leones, caballos y gente, que repartían en la puerta del cine. Eso quería ser él, cuando le diera permiso su tía: repartidor de programas. Así entraría gratis en el cinematógrafo.
—¡Para estar encerrada en lo oscuro, Ave María, por cuánto iba yo a pagar!… —le cortaba la Anastasia, cada vez que él le pedía que lo llevara al cine—. Los pobres, sin necesidad de pagar, como no tenemos luz de esa eléctrica, cuando empieza la noche empieza nuestro cine. ¡No, mi hijito, cuesta mucho la vida para andar gastando… los ojos en lo oscuro!
—¿Insectos los hispanish?… —preguntó en inglés, recogiendo el dicho del sargento un parroquiano joven que ocupaba una mesa con otros amigos—. ¡Insectos pero necesitan de nosotros!…
—¡México, insecto que picar muy duro —tartamudeó aquél en español alzando la voz—, la Centroamérica, insectos chiquitos, locos… Antillas, no insectos, gusanos, y la Sudamérica, cucarachas con pretensiones!
—¡Pero necesitan de nosotros!
—¡En Minnesota no necesitamos, amigo! ¡Minnesota no ser Washington ni Wall Street!
La voz de un tercero, desde otra mesa, interrumpió vibrante:
—¡Díganle que se vaya a la… bisconvexa!
Bocinazos de automóviles último modelo que paseaban por la Sexta Avenida, entre el ir y venir de los peatones. Mediodía. Calor. El «Granada» a reventar. Todas las mesas ocupadas. El barman o el milagro de la multiplicación de los tragos. Tomaba las botellas al tacto, sin verlas y se las pasaba al aire de una mano a otra, ya listas, ya inclinadas para verter el líquido. Los meseros no se daban alcance. La caja registradora en un solo repique. El teléfono. Los periódicos. La rocola. La Anastasia…
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
En las calles, altoparlantes anunciando películas y teatros. —¡El Gran Dictador, de Charles Chaplin!… ¡El Gran Dictador!… ¡El Gran Dictador!…—, más galillo que megáfono; chóferes ofreciendo sus taxis, más labia que galillo; vendedores de billetes de lotería, la fortuna con la pobreza del brazo, y el sobrino de la mulata de mesa en mesa, aprovechando que el servicio por atender a la clientela, no tenía tiempo de ocuparse de su mínima persona.
Pero al mediodía no juntaba mayor cosa. Mucho caballero encopetado y mucha dama enguantada, emplumada, empolvada, pintada, peinada, perfumada, y apenas si sacaba dos o tres monedas. Unos se hacían los sordos, otros los distraídos y aunque el chiquillo se atrevía a tocarlos, urgido por la necesidad, con sus pobres manos sucias, seguían conversando, sin hacerle caso, como no fuera para echarle fuerte, amenazarlo con la policía o preguntarle en forma agria y destemplada, si no tenía padres que lo mantuvieran. El rapaz se quedaba sin saber qué contestar, los ojos y el olfato en las sabrosuras que los criados repartían en las mesas, entre el traguerío y los ceniceros, sabrosuras que aquella gente bien comía con los dedos, entre sorbo y sorbo de trago.
—Porque debes tener tus padres… —le reclamó alguien.
—Papá tal vez que tenga… —susurró el chiquillo.
—¿Y mamá?
—No, mamá no tengo…
—Se te murió…
—No…
—¿La conociste?
—Es que yo soy sin mamá…
—¿Cómo es eso? Todo el mundo tiene su madre…

—Pero yo no tengo… Mi papá me hizo en una mi tía…

martes, 19 de febrero de 2019

RALPH ELLISON EL HOMBRE INVISIBLE Traducción de Andrés Bosch Editorial Lumen


                   




                
                                           


 

RALPH ELLISON

EL HOMBRE INVISIBLE
            
Traducción de Andrés Bosch

Editorial Lumen



                 

                                           Título original:
Invisible Man
                                                                                                                                                                                                                                                                                            
© de la edición original: Ralph Ellison, 1947, 1948,1952

                                                      A Ida

"¡Estás salvado!", gritó el capitán Delano, embargado por creciente perplejidad y dolor. "¡Ya estás salvado! ¿Qué es lo que ahora te entristece?"
HermAn Melville, Benito Cereno

Ni tampoco va a mí tu gesto sarcástico,
Ni es a mí a quien tu secreta mirada acusa,
No es a mí sino a aquel otro ser humano, si tal era,
Que tú me creías; deja que tu necrofilia
Se cebe en aquel despojo...
T. S. Eliot, Reunión de familia

                                 
 

                                  CONTRAPORTADA


Nacido en Oklahoma City, el 1 de marzo de 1914, el gran escritor negro-ame­ricano Ralph Ellison es, en virtud de la obra maestra que hoy publicamos, una de las más altas figuras de la novela americana de la postguerra Después de cursar estudios musicales, desde 1933 a 1936, en el Tuskegee Institute, su en­cuentro en Nueva York con el famoso escritor negro Richard Wriglit, le indujo a abandonar la música por la literatura. A partir de 1939, empezó a publicar, en efecto, numerosos artículos, ensayos y novelas cortas en distintas revistas, al­ternando la creación literaria con el ejercicio de sus actividades académicas, sólo interrumpidas durante la Segunda Guerra Mundial para servir en la marina mercante. Profesor de folklore y de cultura negro-americana en las Universida­des de Nueva York, Columbia y Princeton, la aparición en 1952 de su impre­sionante novela, Invisible Man, que hoy publicamos, galardonada con el National Book Azvard de aquel mismo año, le convirtió en el escritor negro más impor­tante de su generación. Tras residir durante dos años en Roma (1955-57), como becario de la Academia Americana de Artes y Letras, Ralph Ellison ha sido profesor visitante en la Universidad de Chicago (1961), ha dado varios cursos de creación literaria en la Universidad de Rutgers (1962), y ha pronunciado conferencias en la Biblioteca del Congreso de Washington y en la Universidad de California (1964). Dejando aparte la novela que le hizo famoso, es autor de numerosos artículos y ensayos, recopilados en el volumen que lleva por título Shadow and Act (1965), los cuales, según declaración del propio autor, giran en torno a tres temas fundamentales: La literatura y el folklore de su tierra nativa; la expresión musical de los negros americanos, especialmente el jazz y los blues; y las complejas relaciones entre la subcultura negro-americana y la cultura norteamericana en su conjunto.


 

                                         SOLAPAS

Considerada unánimemente por la crí­tica como la mejor novela americana publicada desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, El hombre invisible, del gran escritor negro Ralph Ellison, es una grandiosa alegoría, picaresca y simbólica, en la que se describe la trá­gica condición de los hombres de su raza. Escrita con el deliberado propó­sito de denunciar la angustiosa situa­ción del negro evolucionado y cons­ciente en un mundo de hombres blan­cos, esta obra simboliza el problema de la discriminación racial a través del mito de la invisibilidad. Relegado a la condición de ciudadano de segunda cla­se por la infranqueable barrera del co­lor, el negro sufre, no tanto por el des­precio de que es objeto, como por el hecho de que se le ignora socialmente, como si fuese invisible a los ojos de los demás. Este sentimiento de exclu­sión, esta situación humillante de sen­tirse, no ya separado y aparte, sino ignorado e inexistente en el seno de la sociedad en que vive, es el que Ellison ha descrito magistralmente en torno al protagonista central de esta novela. Se trata de un muchacho negro, que relata en primera persona la historia de su propia vida, y cuya condición de hombre sin nombre le convierte en per­sonificación anónima de todas las gen­tes de su raza y aun en símbolo de la humanidad entera. A través de sus an­danzas y aventuras, el autor ha plan­teado con un dramatismo sobrecogedor la trágica y paradójica condición del negro como hombre invisible, como in­dividuo cuya existencia no se quiere admitir. Y, al propio tiempo, dentro de la típica estructura de una novela pi­caresca, que cobra en ciertos momen­tos verdaderas dimensiones épicas, ha trazado una pintura acre e irónica, cru­da e hiriente, de la situación humana y social en los Estados Unidos en los primeros años de la postguerra. Su ex­cepcional acierto consiste en que, al erigir el mito de la invisibilidad en símbolo de la tragedia personal del ne­gro, le ha dado, al propio tiempo, una dimensión universal que rebasa los lí­mites de la mera discriminación racial para convertirse en símbolo de la alie­nación del hombre en el seno de la ci­vilización moderna.

lunes, 18 de febrero de 2019

100 años de literatura costarricense. Prólogo. (Fragmento). Tomo II.


Sobre la literatura costarricense existen numerosos estudios de carácter histórico, así como análisis de obras particulares, muchos de ellos poco conocidos por el gran público. Uno de los objetivos de 100 años de literatura costarricense es, precisamente, divulgar los principales resultados de dichos trabajos. (…) 100 años de literatura costarricense se inicia con los textos producidos desde mediados del siglo XIX para concluir con los escritores nacidos hacia finales del siglo xx. Dentro de cada período, las obras se ordenan de acuerdo con el género: lírica, ensayo, narrativa y teatro, la narrativa incluye cuento, novela, cuadro de costumbres y crónica. Una consecuencia de lo anterior es que un mismo escritor,  autor de obras de géneros distintos, aparece mencionado en diferentes secciones.
Cada uno de los capítulos posee varias partes: además del estudio de las obras más representativas, se incluye una somera presentación de la época, anexos con la información bibliográfica de los autores del período y las fuentes bibliográficas utilizadas, que se indican en el texto por medio de un número entre paréntesis cuadrado (…).
Las autoras.

Fuente:
100 años de literatura

Costarricense                                                         
Tomo II.
Margarita Rojas* Flora Ovares
Editorial Costa Rica.. Editorial UCR.
2018.

domingo, 17 de febrero de 2019

PABLO DE SANTIS. LOS ANTICUARIOS. (FRAGMENTO).


Me quedé en silencio. Ella dormía encerrada en una cápsula de abandono y belleza. Contemplé su respiración. Me sentí culpable de estar allí, profanando la visión de su sueño. ¿Sabía qué se estaba jugando en ese momento? ¿Puedo alegar alguna inocencia? Habían pasado dos años, pero la bofetada de Montiel me escarnecía como si hubiera ocurrido recién, como si estuviera a punto de ocurrir. Hice muchas cosas malas en la vida, pero lo peor fue una palabra, de la que ni siquiera me arrepiento. No puedo alegar la excusa del odio, ni la de los celos; me bastó un vago encono. Dije su nombre y al instante quise imaginarlo inalcanzable, como si su armadura blanca y su máscara de esgrimista sirvieran para protegerlo de todas las acechanzas y los enemigos, inclusive de los anticuarios.
Calisser asintió con gravedad, y yo pensé que era lo que esperaba de mí, y que la respuesta lo tranquilizaba. Después sacó algo que parecía un largo alfiler de oro. En la cabeza del alfiler había un rubí. Lo acercó al cuello de la muchacha. Tomé el brazo de Calisser, pero me apartó con desdén.
—No le voy a hacer daño. Sólo quiero que usted saque de este día una enseñanza.
—¿Sobre qué?
—Sobre usted.
Punzó su cuello con delicadeza, y pronto se dibujó en la piel blanca un único punto de sangre. Se mostró satisfecho de su pequeña obra.
—Los dejo solos —dijo Calisser. Puso el alfiler en mi mano y cerró la puerta.
La gota de sangre me ofendía; la gota de sangre contaminaba la habitación matrimonial, contaminaba el sueño sin sueños de Luisa. Necesitaba borrarla. Busqué en mis bolsillos un pañuelo, y no encontré. Había uno bordado sobre la cómoda, bajo cuyo vidrio se repetían las fotos de Balacco y su esposa, y de Luisa bebé, y de Luisa con guardapolvo blanco, y adolescente, con el pelo atado con una cinta y la mirada desafiante. Pero algo decidió por mí y dejé el pañuelo donde estaba y con la punta de la lengua hice desaparecer la gota. Me acordé de la alumna nueva, en un recreo remoto, el dedo lastimado por el vidrio de una ventana. Al borrar la sangre de Luisa, borraba también la herida de su mano.
Pero ésas eran ilusiones. No había conseguido borrar nada, porque ahora aparecía una gota de sangré más grande que la anterior. Volví a probarla, y sentí una indecible melancolía; era como si el efímero caramelo rojo encerrara el gusto de algo que había perdido en un tiempo anterior a la memoria. ¿Cómo era posible que una gota bastara para una nostalgia semejante? Con la tercera gota descubrí, completa y perfecta, la sed; la sed que había estado dormida y ahora despertaba. El elixir era apenas la copia; la sangre, en cambio, estaba despojada de toda irrealidad, tenía el gusto de las cosas que han estado allí desde siempre, de las cosas que son en sí mismas. Besé el cuello, dejé que la sangre manara en pequeñas líneas temblorosas; pero no me bastó, y me tendí sobre ella, aplastándola, sofocándola. Besé sus labios y los mordí lentamente; aún prisionera en el sepulcro de cristal de los narcóticos se estremeció con una convicción sonámbula. La besé mil veces, mientras afuera los ruidos de la calle se hacían más esporádicos y al final se apagaban, como si con cada beso yo me internara un paso más en su propio sueño. Las horas que había pasado en el frío, en la espera, las horas de insomnio, todo me había conducido hasta ese punto de oscuridad y extravío. Ese instante era la abyecta justificación de mis noches perdidas. Levanté la falda del vestido, arranqué las medias de seda. El alfiler de oro guiaba mi mano, me decía dónde punzar y dónde no. Para resistirse, ella sólo tenía armas imprecisas: unos pequeños espasmos, la mitad de la mitad de una palabra, el movimiento de los ojos bajo los párpados. No era suficiente. Yo alimentaba mi sed, que con cada gota de sangre y cada beso se hacía más mía. Quise que ese instante no se borrara nunca, y quise que desapareciera de mi memoria; quise vivir para siempre y quise morir. Temí que eso que había en mí, y que era más nuevo y a la vez mucho más antiguo que yo, llegara a devorarla. Hubiera podido hacerlo; descubrí en mi hambre una perfección, un ansia de totalidad, que nunca había encontrado en mi vida.
Me derrumbé dormido sobre ella. Si soñé con algo fue con una negrura sin fin. Desperté en mitad de la noche. Llegaba desde la calle un poco de luz de las lámparas de mercurio. Miré entonces con horror la piel pálida, las huellas de sangre reseca en el cuello, en los pechos, en la cara, en los muslos. Abrió los ojos y me miró, aún dentro de su sueño, sin sorpresa, sin escándalo, sin esperanza. Luego volvió a cerrarlos. De la plenitud ya no quedaba nada, había manchas, sobras del festín; empecé a limpiar el cuerpo con el pañuelo bordado, que fue tiñéndose de rojo.
Escuché algún ruido en la casa profunda e intrincada. No era capaz de sentir miedo, sólo un difuso fastidio. Todas las luces estaban apagadas, salvo la de la biblioteca. El profesor Balacco era un obsesivo con sus libros, ¿quién se atrevía, en medio de la noche, a explorar su biblioteca? Mientras caminaba escuché el maullido inquieto del gato en un rincón del pasillo.
La puerta estaba abierta. Los anaqueles, que trepaban hasta un techo inusualmente alto, como si aquel cuarto perteneciera a una dimensión distinta que el resto de la casa, encerraban una de las más grandes bibliotecas que existían sobre la superstición, sobre los mecanismos de la creencia. La escena que estaba en el centro de la sala corregía todas aquellas páginas. Montiel estaba tendido en el suelo. Vestía pantalón y una camisa blanca, ya completamente ensangrentada; noté que sus zapatos eran de charol. Le habían perforado o cortado el cuello y la herida ya se veía oscura, seca. El cuerpo tenía la palidez de la muerte. A su lado, de pie, estaba Lalika, completamente desnuda. Había doblado cuidadosamente su ropa sobre una silla, contra la pared. Era mujer: aún en el frenesí, cuidaba de que no hubiera una sola mancha. Los pies descalzos habían dejado sus huellas sangrientas en toda la biblioteca, como si hubiera interrumpido su ceremonia para consultar un libro u otro. Me miró sin vergüenza, sin interés. No buscó cubrirse. La sangre había formado una máscara de la mitad de la cara para abajo, pero también había trazos rojos alrededor de los párpados, como si se hubiera restregado los ojos con las manos húmedas. Los brazos eran largos y huesudos. Había mantenido la juventud, tensa e irreal, pero los años habían llenado la piel blanca de cicatrices y marcas. Esas marcas le daban al cuerpo la belleza que advertimos en antiguas estatuas, cuando alguna imperfección, la carcoma de los siglos, un brazo que falta, la erosión de una larga permanencia en el fondo del mar, abren las puertas de la contemplación, y arrancan a la belleza de su encierro. Yo la había visto llena de compasión por la suerte de Calmet, el dueño del cine; pero esa compasión sólo podía aplicarse a los de nuestra especie. Ahora no parecía en absoluto proclive a la compasión.
—Váyase ahora —dijo—. Yo me ocupo de todo. Se lo prometí al Francés.
EDITORIAL PLANETA. 2010.

La isla de Arturo Elsa Morante. (Fragmento).





La isla de Arturo


Elsa Morante



Traducción de Eugenio Guasta


 eDITORIAL lUMEN.



 

Dedicado a Remo M.
La que tú creíste un puntito en la tierra
lo fue todo.
Jamás se hurtará ese único tesoro
a tus celosos ojos dormidos.
Tu primer amor nunca será violado.

Virginal se envolvió en la noche
como una gitanilla en su chal negro.
Estrella suspendida en el cielo boreal,
eterna: ningún mal la alcanza.

Amigos jovencitos, más bellos que Alejandro y Euríalo,
por siempre hermosos, protegen el sueño de mi muchacho.
La enseña del miedo no cruzará el umbral
de la pequeña isla celeste.

Y tú no conocerás la ley

que yo, como otros muchos, aprendo,
y que destrozó mi corazón:

fuera del limbo no hay felicidad.

 


Yo, si en él me recuerdo, bien me parece…
Umberto Saba , El cancionero

Prólogo


Las geografías infinitas




Prócida, la isla en la que Elsa Morante y su entonces marido Alberto Moravia se refugiaron del fascismo durante algún tiempo, en plena Segunda Guerra Mundial, es uno de esos territorios de ficción que un escritor no deja escapar fácilmente. Morante reconstruyó sobre su geografía una las infancias más sugerentes de la historia de la literatura, como es la de Arturo Gerace, que junto con su padre Wilhelm y su madrastra Nunziata forman un triángulo cuyas esquinas son imposibles de enumerar, como si ese pequeño triángulo nunca se acabara de recorrer.
La gran escritora dispone para ellos una casa señorial e inhóspita, en una Prócida que es un universo del que Arturo se siente dueño y del que no sale hasta que su inocencia se rompe, y de pronto, en plena adolescencia, le llega la edad adulta. Entretanto, la isla es el escenario de esa clase de vendavales, a menudo secretos, que cambian a las personas.
Elsa Morante es una autora que captura como pocos ese movimiento perpetuo que se produce dentro de todo ser humano. Sus personajes jamás se detienen, aunque permanezcan tendidos, en silencio, o solo sueñen. Algo los zarandea continuamente. Viven una evolución constante, y en su interior van y vienen. No son los mismos ahora que dentro de unas páginas. Siempre hay un cambio, un salto, un vuelo. La autora, con su habilidad para poner en juego matices frase tras frase, acaba por crear personajes inagotables, de los que nunca lo sabemos todo. Esta habilidad permite que una novela como La isla de Arturo funcione como un tratado sobre los afectos y el hastío, mostrando de qué modo es a veces posible pasar de la ternura al odio, o del desprecio al apego de un modo casi natural, inapelable.
La relación del joven Arturo con su padre es paradigmática del tránsito de la admiración al desencanto. Abandonado entre hombres, después de que su madre muera sin llegar a conocerla, Arturo es un niño acompañado simplemente por su imaginación. Morante lo construye sobre las ausencias que lo rodean. No va a la escuela, no tiene amigos, no tiene reglas ni horarios, y casi podría decirse que carece de padre. Está Wilhelm, sí, pero es más personaje que persona, alguien que casi nunca está a su lado, y que cuando regresa de sus incontables viajes, siempre misteriosos, repudia los afectos. «Mis días transcurrían en absoluta soledad», hasta el punto de que «me parecía mi condición natural», sostiene Arturo. Y sin embargo, admira a su padre hasta convertirlo en una referencia mítica. «Él era la imagen de la certidumbre y cuanto decía o hacía representaba el dictamen de una ley universal de la que deduje los primeros mandamientos de mi vida.» Todo cuanto hace está encaminado a conquistar su aprecio y admiración. Lo idealiza, y lo hace sin importar que su amor por él jamás sea correspondido. Wilhelm repudia cualquier muestra de afecto o sentimiento. Arturo, que también está construido sobre los desdenes paternos, admite que algunas veces «anhelaba que me besara y me acariciara como hacen los demás padres con sus hijos». No recuerda que Wilhelm le haya dado un beso alguna vez.
Aferrado a su Código de Certezas Absolutas, que lo empujan a venerar a su padre, y a ejercitar el valor y la lealtad, será justamente una traición lo que acabe abriendo los ojos de Arturo, y lo que lo alejará de Wilhelm. La primera grieta en la relación padre-hijo se produce con la llegada de Nunziata a la isla. Con ella el chico experimenta su primer impulso en contra de su padre, aunque pasajero. Es un presagio, un movimiento del futuro. Arturo ha crecido en un mundo que desprecia a las mujeres. «La aventura, la guerra y la gloria eran privilegios viriles», mientras que «las mujeres, por su parte, encarnaban el amor», sentimiento que él atribuye a una invención de los libros. Jamás se enamorará de una de ellas, llega a prometerse. Al empujarlo a hacerse esa promesa, Morante se retaba a sí misma a provocar un giro narrativo de ciento ochenta grados. ¿Podría Arturo llegar a amar algo que odiaba con todas sus fuerzas?
La aversión hacia la nueva esposa de su padre parece difícil de superar. De acuerdo con los libros que ha leído en la biblioteca familiar, «una madrastra no podía ser sino una criatura perversa, hostil y digna de odio». Por lo que a él concierne, nunca la llamará mamá, o madre, ni siquiera por su nombre, Nunziata. Para dirigirse a ella le dice: «Oye, dime, tú», o si no, le silba. Ese es el punto de partida, que no hace sino agravarse con los celos.
Es una suerte que Arturo esté rodeado de huecos y ausencias. Cuando se da cuenta de que su madrastra ha ocupado algunos de ellos, ya es tarde. En silencio y lentamente ha empezado a tender afectos. El giro está dado, aunque no lo sepa. De hecho, casi sin ser muy consciente ni dominar en condiciones su propio cuerpo, en una acción inesperada, «la abracé y la besé en la boca». No es un beso cualquiera. Es todos los besos que su padre nunca le dio. Es un beso fatal, una señal de que el fin de la inocencia está cerca. Después de besar a su madrastra, que solo tiene dos años más que él, la odia más que nunca y se siente amargamente solo, a punto de hacer un magnífico y terrible descubrimiento: le guste o no, está enamorado de una mujer. Es la primera gran promesa rota; la segunda la desbarata su padre, y con ella se desmoronará el mundo que Arturo había construido en torno a su isla. Quizá haya llegado el momento de buscar nuevos horizontes y ensanchar su universo.
Es difícil no sentirse concernido por la historia de Arturo. Todos nos hicimos mayores casi de repente, sin esperarlo, después de alguna frustración que nos dejó con los pedazos de un sueño roto en las manos. Hay lecturas que se vuelven una experiencia, como la de ser el niño y el adolescente que fue Arturo, y al final de la novela descubrir que ya somos adultos. Inolvidable.

JUAN TALLÓN

1


Rey y estrella del cielo


… el Paraíso alto y confuso…

SANDRO PENNA, Poesías


Uno de mis primeros motivos de orgullo fue mi nombre. Pronto descubrí —fue él, me parece, el primero en contármelo— que Arturo es una estrella: ¡la luz más veloz y brillante de la figura de Bootes, en el cielo boreal! Y que además así se llamaba un rey de la Antigüedad, jefe de un grupo de seguidores, todos ellos héroes, igual que lo era el mismo monarca, quien los trataba como a iguales, como a hermanos.
Desgraciadamente, más tarde me enteré de que el famoso rey Arturo de Bretaña no era un rey de verdad, sino de leyenda, de modo que lo abandoné por otros más históricos (las leyendas me parecían infantiles). Pero había otro motivo que bastaba para dar un valor heráldico a ese nombre; según supe después, quien me lo puso —creo que quizá ignorando el símbolo nobiliario— fue mi madre. Era en esencia una mujercita analfabeta, pero más que una soberana para mí.
En realidad, de ella siempre he sabido poco, casi nada, ya que murió antes de cumplir los dieciocho años, al nacer yo, su primogénito. La única imagen suya que he conocido es un retrato del tamaño de una postal. Una figurita descolorida, mediocre, casi fantasmal, pero objeto de una adoración fabulosa durante mi niñez.
El pobre fotógrafo ambulante al que debo esta única imagen de mi madre la retrató en los primeros meses de embarazo. El cuerpo, pese a los pliegues del holgado vestido, muestra que está encinta. Tiene las manos enlazadas delante, como si se escondiera, en una postura tímida y pudorosa. Está muy seria, y en sus negros ojos se lee no solo la sumisión propia de las muchachas recién casadas del pueblo, sino también un interrogante asombrado y un tanto temeroso. Como si, entre las ilusiones normales de la maternidad, ya sospechase su destino de muerte y de olvido eterno.


La isla


Todas las islas de nuestro archipiélago, en el mar napolitano, son hermosas.
Sus tierras tienen en gran parte un origen volcánico, y sobre todo cerca de los antiguos cráteres nacen millares de flores silvestres como no he visto nunca en el continente. En primavera las colinas se cubren de retama; viajando en junio por el mar, su dulce olor agreste se reconoce en cuanto uno se aproxima a nuestros puertos.
Subiendo hacia el campo por las colinas, mi isla tiene caminitos solitarios flanqueados por muros antiguos, detrás de los cuales se extienden huertos y viñedos que parecen jardines imperiales. Posee varias playas de arena clara y delicada, y otras menores escondidas entre los enormes arrecifes y cubiertas de guijarros y conchas marinas. En aquellos elevados peñascos que sobresalen del agua anidan las gaviotas y las tórtolas salvajes, que, sobre todo por la mañana temprano, dejan oír sus voces, unas veces quejumbrosas, otras alegres. En los días serenos, el mar es apacible y fresco, y se deposita sobre la playa como el rocío. ¡Ah!, no pretendo ser gaviota ni delfín; me contentaría con ser una escorpina, el pez más feo del mar, para volver allí a jugar en el agua.
Las calles que rodean el puerto son callejones sin luz, flanqueados por casas toscas, de siglos de antigüedad, que surgen severas y tristes, a pesar de estar pintadas con los bellos colores de las conchas marinas, rosado y gris ceniza. En el alféizar de las ventanitas, angostas como aspilleras, se ve alguna vez un bote de hojalata con claveles plantados, o una jaula que se diría idónea para un grillo y que encierra una tórtola capturada. Las tiendas son hondas y oscuras como cuevas de bandidos. En el cafetín del puerto hay un hornillo de carbón donde la dueña prepara el café a la turca en una cafetera esmaltada de color azul. Enviudó hace muchos años y lleva siempre un vestido negro de luto, un chal negro y aretes del mismo color. La fotografía del difunto cuelga en la pared, al lado de la caja, rodeada de guirnaldas de hojas polvorientas.
El posadero cría en su local, situado frente al monumento de Cristo Pescador, a un búho sujeto con una cadenilla a una tabla que sobresale en la parte superior de la pared. El ave tiene las plumas negras y grises, delicadas, un elegante copete, párpados azules y grandes ojos de color oro rojo cercados de negro. Siempre le sangra un ala, porque él mismo se la desgarra continuamente con el pico. Si la gente tiende la mano para hacerle cosquillas en el pecho, inclina la cabecita con expresión maravillada.
Al atardecer empieza a agitarse, intenta alzar el vuelo, cae, y muchas veces acaba aleteando cabeza abajo suspendido de la cadenilla.
En la iglesia del puerto, la más antigua de la isla, hay santas de cera, de menos de tres palmos, en vitrinas de cristal. Tienen faldas de encaje auténtico, amarillentas, mantillas de brocado descolorido, pelo de verdad y, colgados de las muñecas, minúsculos rosarios de perlas legítimas. En sus deditos, de palidez mortuoria, las uñas aparecen esbozadas por un tenue trazo rojo.
En nuestro puerto casi nunca amarran las elegantes embarcaciones deportivas o de crucero que pululan en los otros puertos del archipiélago; se ven barcazas o gabarras mercantiles, además de los botes de pesca de los isleños. Durante muchas horas del día la plaza del puerto está casi desierta; a la izquierda, junto a la estatua de Cristo Pescador, un coche de punto espera la llegada del vapor de línea, que se detiene unos minutos para que desciendan tres o cuatro pasajeros, casi siempre gente de la isla. Nunca, ni siquiera en verano, nuestras solitarias playas conocen el alboroto de los bañistas que, llegados de Nápoles y otras ciudades, o de todas las partes del mundo, invaden las playas de los alrededores. Si por casualidad un extranjero desembarca en Prócida, se asombra al no encontrar la vida alegre y heterogénea, las fiestas y las conversaciones en las calles, los cantos, el sonido de guitarras y mandolinas, todo eso por lo que la región de Nápoles es conocida en el mundo entero. La gente de Prócida es huraña, taciturna. Las puertas permanecen cerradas, casi nadie se asoma a la ventana, cada familia vive entre sus cuatro paredes, sin mezclarse con las demás. No cultivamos las amistades. Más que curiosidad, la llegada de un forastero despierta desconfianza. Si hace preguntas, se le contesta de mala gana, porque a los de mi isla no les gusta que se metan las narices en sus cosas.
Son de complexión menuda, morenos, de ojos negros y alargados, como los orientales. Se parecen tanto entre sí que se diría que todos son parientes. Las mujeres, a la antigua usanza, viven enclaustradas como monjas. Muchas llevan todavía el pelo largo enroscado, la cabeza cubierta con el chal, vestido largo y, en invierno, zuecos sobre las gruesas medias de algodón negro; en verano algunas van descalzas. Cuando pasan caminando con los pies desnudos, rápidas, sin hacer ruido y esquivando encontronazos, parecen gatas salvajes o garduñas.
Nunca bajan a la playa. Para ellas es pecado bañarse en el mar, e incluso ver cómo otros se bañan.
Muchas veces, en los libros, las viviendas de las antiguas ciudades medievales, agrupadas o dispersas por el valle y las laderas en torno al castillo que domina la cumbre más alta, semejan un rebaño alrededor del pastor. De la misma manera, las de Prócida, desde las numerosas que se apiñan cerca del puerto hasta las que ascienden por las colinas y las casas de labranza aisladas en el campo, parecen desde lejos un rebaño diseminado al pie del castillo. Este se alza sobre la colina más alta, que, entre las otras, parece una montaña. Ampliado por construcciones superpuestas y añadidas a lo largo de los siglos, ha adquirido la mole de una ciudadela gigantesca. Desde los barcos que bordean la costa, sobre todo por la noche, de Prócida solo se divisa esa masa oscura, así que nuestra isla semeja una fortaleza en medio del mar.
Hace unos doscientos años el castillo se convirtió en un presidio, uno de los mayores, creo, del país. Para muchas personas que viven lejos, el nombre de mi isla es el nombre de una cárcel.
Hacia el lado de poniente, que mira al mar, mi casa queda frente al castillo, pero los separan muchos centenares de metros en línea recta, con numerosas caletas de las que por la noche parten las barcas de los pescadores con las luces encendidas. La distancia impide vislumbrar las rejas de los ventanucos y el ir y venir de los carceleros alrededor de los muros. En invierno, cuando hay bruma y las nubes pasan por delante del castillo, el presidio semeja una fortaleza abandonada, como las que se encuentran en muchas ciudades antiguas. Una ruina fantástica, habitada solo por serpientes, búhos y golondrinas.

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