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miércoles, 2 de mayo de 2012

Thomas Mann: premio Nobel de Literatura 1929.


Thomas Mann (Alemania, 1875-1955)  


Novelista y crítico alemán, una de las figuras más importantes de la literatura de la primera mitad del siglo XX, sus novelas exploran la relación entre el artista y el burgués o entre una vida de contemplación y otra de acción. Mann, hermano menor del novelista y dramaturgo Heinrich Mann, nació en una antigua familia de comerciantes en Lübeck el 6 de junio de 1875. Después de la muerte de su padre, la familia se trasladó a Munich, donde se educó Mann. Fue oficinista en una compañía de seguros y miembro del comité de dirección de la revista satírica Simplicissimus, antes de dedicarse a la escritura como profesión. Estuvo influido por dos filósofos alemanes, Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche, aunque rechazaba las ideas de este último. En uno de sus últimos libros, Ensayos de tres décadas (1947), analiza sus propios escritos literarios rastreando las influencias de esos pensadores y de otros artistas. Las novelas de Mann se caracterizan por una reproducción precisa de los detalles de la vida moderna y antigua, por un profundo y sutil análisis intelectual de las ideas y los personajes, por un punto de vista distanciado e irónico, combinado con un profundo sentido trágico. Sus héroes son con frecuencia personajes burgueses que sobrellevan un conflicto espiritual. Mann exploró también en la psicología del artista creativo. Muchos cuentos cortos precedieron a la escritura de su primera novela importante, Los Buddenbrook (1901), que estableció su reputación literaria y se tradujo a numerosas lenguas. El tema de este libro, el conflicto entre el hombre de temperamento artístico y su entorno de clase media burguesa, volverá a reaparecer en sus cuentos Tonio Kröger (1903) y Muerte en Venecia (1912), llevado al cine por Visconti, y a la ópera por Benjamin Britten. En el `Bildungsroman` La montaña mágica (1924), su obra más famosa y una de las novelas más excepcionales del siglo XX, Mann somete a la civilización europea contemporánea a un minucioso análisis. Entre sus obras posteriores se encuentran los cuentos Desorden y dolor precoz (1925), sobre el amor paterno, y Mario y el mago (1930), en el que señala los peligros de la dictadura fascista y la cobardía intelectual, la serie de cuatro novelas basada en la historia bíblica de José, José y sus hermanos (1934-1944), y las novelas Doktor Faustus (1947), El elegido (1951) y Confesiones del estafador Felix Krull (1954). El escritor español Francisco de Ayala tradujo algunas de sus obras durante su exilio en Buenos Aires. Mann fue también un notable crítico literario. Entre sus escritos críticos se encuentra Consideraciones de un apolítico (1918), un ensayo autobiográfico en el que llega a la conclusión de que un artista debe estar integrado en la sociedad. Su propio compromiso le llevó a la pérdida de la nacionalidad alemana en 1936 —a pesar de que había recibido en 1929 el Premio Nobel de Literatura— principalmente por su novela Los Buddenbrook, y eso que desde 1933 se exilió de Alemania, con la llegada de Adolf Hitler. Mann se refugió primero en Suiza y después en los Estados Unidos (1938), de donde se hizo ciudadano en 1944. En 1953 se estableció cerca de Zurich (Suiza), donde murió el 12 de agosto de 1955. Fue padre del autor Klaus Mann y de la escritora y actriz Erika Mann.

Fuente:NN.

El fallo de la ACADEMIA SUECA dictaminó que se le otorgaba a Thomas Mann el PREMIO NOBEL DE LITERATURA por: ""principalmente por su grandiosa novela, Los Buddenbrook , la cual ha ganado un reconocimiento continuamente creciente como una de las obras clásicas de la literatura contemporánea".

Transcribo el primer capítulo del DR FAUSTUS de Thomas Mann, quizá la obra más densa y ambiciosa del escritor alemán.

"THOMAS MANN

 Doktor Faustus





Título original: Doktor Faustus
Traducción: Eugenio Xammar
© Editorial Sudamericana, S.A., 1984
 
 I

 Aseguro resueltamente que no es en modo alguno por el deseo de situarme en primer lugar que hago preceder de algunas palabras sobre mí mismo esta crónica de la vida del difunto Adrián Leverkühn, esta primera y ciertamente sumaria biografía de un hombre querido, de un músico genial que el destino levantó y hundió con implacable crueldad. Me empuja a hacerlo únicamente la suposición de que el lector mejor diré: el futuro lector, ya que por ahora no existe la más leve probabilidad de que mi original llegue a ver la luz pública, a no ser que un milagro permita hacerlo salir de nuestra Europa, fortaleza asediada, para llevar a los de afuera un soplo de los secretos de nuestra soledad, únicamente, repito, la suposición de que el lector deseará conocer, aunque sólo fuere superficialmente, algo sobre el quién y el cómo del que esto escribe, me impulsa a apuntar, a modo de introducción, algunos datos sobre mi persona aun temiendo, claro está, que con ello he de suscitar en el lector la duda de si ha caído en buenas manos, es decir, si en atención a lo que ha sido mi vida soy el hombre indicado para una tarea hacia la cual me atraen los impulsos del corazón mucho más que una afinidad cualquiera de temperamento.
 Vuelvo a leer las líneas que preceden y no puedo dejar de observar en ellas cierta inquietud y una respiración difícil, signo evidente ambas del estado de espíritu en que me encuentro hoy, 27 de mayo de 1943, dos años después de la muerte de Leverkühn, quiero decir dos años después del día en que de las profundas tinieblas de su vida descendió a la más profunda noche, cuando, en Freising del Isar y en la modesta pieza que desde largos años me sirve de cuarto de trabajo, tomo asiento con el propósito de empezar a narrar la vida de mi desdichado amigo que ahora descansa así sea en la paz de Dios. Signo de un estado de espíritu, digo, en el que se mezclan del modo más oprimente el deseo impetuoso de contar lo que sé y el temor a las insuficiencias de mi trabajo. Creo poder decir que soy hombre de temperamento moderado, sano, humano, inclinado a la templanza, a la armonía, a la razón, un estudioso, un «conjurado de las legiones latinas» no desprovisto de enlace con las bellas artes (toco la viola de amor), en suma, un hijo de las Musas, según el sentido académico de la expresión, que gusta de considerarse como un descendiente de aquellos humanistas alemanes que se llamaron Reuchlin, Crotus von Dornheim, Mutianus y Eoban Hesse. Sin pretender, ni mucho menos, negar el influjo de lo demoníaco en la vida humana, lo he considerado siempre como extraño a mi ser, lo he eliminado instintivamente de mi panorama universal y nunca he sentido la más ligera inclinación a entrar temerariamente en contacto con las fuerzas infernales, ni mucho menos la de provocarlas con jactancia o de ofrecerles mi dedo meñique cuando han llegado hasta mí sus tentaciones. En aras de ese sentimiento he consentido sacrificios, tanto en el orden ideal como en el del aparente bienestar, y es así como sin vacilación, renuncié un día a mi querida profesión docente sin esperar a que fuera patente la demostración de su incompatibilidad con el espíritu y las exigencias de nuestra evolución histórica. Desde este punto de vista estoy contento de mí, Pero esta resolución, o si se quiere limitación, de mi persona moral, no hace más que reforzar las dudas que abrigo sobre mi idoneidad para la tarea que trato de emprender.
 Apenas acababa de poner en movimiento la pluma y ya se le había escapado una palabra que secretamente me dejó sumido en cierta confusión: la palabra «genial». Hice referencia al genio musical de mi difunto amigo. Sin embargo, esta palabra, «genio», aun cuando extremada, es eufónica, noble y sanamente humana, y a hombres como yo, aun cuando privados de entrar por sí mismos en tan elevadas regiones y sin haber jamás pretendido ingresar en la gracia del divinis influxibus ex alto, del soplo divino venido de las alturas, nada debiera razonablemente privarles de hablar y tratar de lo genial con un sentimiento de gozosa contemplación y respetuosa confianza. Así parece. Y no obstante, es innegable, y nadie ha pretendido negarlo nunca, que en esa radiante esfera la participación de lo demoníaco y contrario a la razón es inquietante; que existe una relación, generadora de un suave horror, entre ella y el imperio infernal, y que los mismos adjetivos que he tratado de aplicarle, «noble», «humanamente sana», «armónica», no acaban de encajar perfectamente, incluso cuando he de reconocerlo aunque no sin dolor se trata de una sublime y genuina genialidad, dada, o impuesta, por Dios, y no de una genialidad adquirida y perecedera, de la consunción pecaminosa y enfermiza de dones naturales, del cumplimiento de un oneroso contrato de enajenación...
 Me interrumpe aquí un sentimiento de insuficiencia y de inseguridad artística que me avergüenza. No es probable que el propio Adrián, en una de sus sinfonías, pongo por ejemplo, hubiese indicado semejante tema tan prematuramente; en todo caso, lo hubiese hecho en forma delicadamente oculta, apenas perceptible, y anunciándolo desde lejos. Lo que a mí me decidió a descubrirme podrá parecerle, por otra parte, al lector, una oscura y discutible indicación y a mí mismo como una forma grosera de entrar en materia sin rodeos. Para un hombre como yo es difícil, y en cierto modo casi frivolo, adoptar sobre una cuestión que estima vital y que le quema los dedos el punto de vista del artista compositor y tratarla con la natural ligereza del músico. Así se explica la prisa con que he tratado de establecer una diferencia entre el genio puro y el genio impuro, diferencia que proclamo únicamente para poner en seguida en duda si es, en efecto, auténtica. En verdad, la experiencia me ha obligado a reflexionar sobre este problema con tanto ahínco y tal esfuerzo de penetración, que a veces he tenido la espantosa sensación de sentirme como arrancado del valle natural de mis pensamientos y de sufrir una «impura exaltación» de mis dones naturales...
 Me interrumpo de nuevo para recordar que si he dado en hablar del genio y de su naturaleza, como sometida, en todo caso, a influencias demoníacas, ello ha sido tan sólo para preguntarme, con desconfianza, si poseía para mi tarea las afinidades necesarias. Diga ahora cada cual, contra los escrúpulos de conciencia, lo que yo mismo no dejo de decir. He tenido ocasión de pasar largos años de mi vida junto a un hombre genial, el héroe de esta narración, de cuya confianza fui depositario. Le conocí desde su niñez, fui testigo de su carrera y de su destino, colaboré modestamente en su obra de creación. Soy autor del libreto de una ópera inspirada en la comedia de Shakespeare «Penas de Amor Perdidas», obra juvenil, llena de atrevimiento, y asimismo aconsejé a Leverkühn en la preparación de los textos de la «suite» operática grotesca «Gesta Romanorum» y del oratorio «Revelación de San Juan Teólogo». Esto por una parte, o si se quiere por ambas partes. Me encuentro, además, en posesión de papeles, apuntes de inestimable valor, que el desaparecido, en días venturosos, o relativamente venturosos, me legó, por última voluntad, y a mí y a nadie más que a mí, y de los cuales pienso servirme, no sólo como base para mi relación, sino en forma de extractos, debidamente elegidos. Finalmente, y en primer lugar, porque es el más válido de los motivos, si no ante los hombres, cuando menos ante Dios: le quería. Con aversión y con ternura, con compasión y con admiración rendida, sin preguntarme siquiera si mis sentimientos eran en lo más mínimo correspondidos. Seguro es que no lo fueron. Al legarme los manuscritos de sus composiciones y su diario, lo hizo en términos reveladores de una confianza amistosa y objetiva, podría decir protectora y desde lugeo para mí honrosa en mi corrección, escrupulosidad y fidelidad a su memoria. Pero, ¿cariño? ¿A quién pudo haber querido ese hombre? Quizás, en tiempos pasados, a una mujer. Puede ser que a un niño, en las postrimerías de su vida. ¿A ese muchacho, ligero y simpático, inexperimentado y siempre dispuesto a servir, a cuya devoción correspondió con un desvío que fue la causa de su muerte? ¿A quién abrió su corazón, a quién permitió jamás que penetrara en su vida? Adrián no era hombre para eso. Su indiferencia era tal, que apenas si se dio cuenta nunca de lo que ocurría en torno suyo, de la sociedad en que se encontraba, y si raramente se dirigía a un interlocutor por su nombre, me da a pensar que era porque las más de las veces lo ignoraba, aun cuando el ignorado tuviera derecho a suponer lo contrario. Me inclino a comparar su soledad con un precipicio, en el cual desaparecían, sin ruido ni rastro, los sentimientos que inspiraba. En tomo suyo reinaba la frialdad palabra de que él mismo se sirvió en ocasión monstruosa y que ahora no puedo emplear sin sobrecogerme. La vida y la experiencia pueden prestar a ciertos vocablos un acento totalmente extraño a su cotidiana significación y coronarlos de un nimbo de espanto que sólo pueden comprender aquellos que hayan descubierto su sentido más aterrador".

viernes, 20 de abril de 2012

Bergson Henry: PREMIO NOBEL DE LITERATURA 1928.



Bergson, Henri-Louis (1859-1941) HIST. Filósofo vitalista y espiritualista francés. Nació en París, de madre inglesa y padre exiliado polaco de origen judío. Cuando era joven demostró aptitudes tanto para las disciplinas humanísticas como para las científicas (ganó varios concursos de matemáticas), pero decidió estudiar filosofía en la École Normale Supérieure, con E. Boutroux y L. Ollé-Laprune. Ejerció como profesor de enseñanza secundaria en varios Liceos: en Angers, en el Liceo Blaise Pascal de Clermont-Ferrand y en París. Los años de estancia en Clermont-Ferrand fueron definitivos para la maduración de sus tesis y para la continuación de la recepción de la influencia tanto del empirismo inglés (especialmente de Hume) y del evolucionismo de H. Spencer, como del espiritualismo francés de Maine de Biran, J. Lachelier y Ravaison (a quien más tarde Bergson sustituyó como miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas con el discurso La vida y la obra de Ravaison). También, durante los años de estancia en Clermont-Ferrand, Bergson empezó a manifestar su interés -aunque siempre muy cauto-, por los fenómenos parapsicológicos (posteriormente fue miembro del Instituto General Psicológico de París y Presidente de la British Society for Psychical Research de Londres).


En 1889, año en que abandonó Clermont-Ferrand para instalarse en París (donde fue profesor en los liceos Louis le Grand y Henri IV), obtuvo el doctorado en filosofía con sus dos tesis: Quid Aristoteles de loco senserit, (tesis en latín) y especialmente con el Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, obra que causó gran impacto, y que se publicó el mismo año 1889. Tras la publicación de su segunda gran obra, Materia y memoria, en 1896, y La risa, en 1900, obtuvo una cátedra en el Collège de France, donde sus conferencias alcanzaron gran fama. En 1907 publica su tercera gran obra: La evolución creadora. En 1914 fue aceptado como miembro de la Academia francesa y en 1928 recibió el premio Nobel de literatura. Durante la primera guerra mundial, y en los años posteriores, obtuvo varios encargos diplomáticos, y viajó por varios países dando conferencias filosóficas (Londres, Nueva York, Madrid...). Su última obra, Las dos fuentes de la moral y de la religión, apareció en 1932. Murió en París, al año siguiente a la ocupación de los nazis. Pese a haberse acercado muchísimo al catolicismo en los últimos años de su vida, quiso morir como judío, como dijo en su testamento, para participar de la suerte de los que habían de ser perseguidos.

A todos los estudiosos de la OBRA DE BERGSON, les ofrezco las primeras páginas del interesante libro de:


HENRI BERGSON
INTRODUCCIÓN A LA METAFÍSICA


Traducción de RAFAEL MORENO
CENTRO DE ESTUDIOS FILOSÓFICOS UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
CUADERNO 8
1960


UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO.
Rector Dr NABOR CARRILLO.
Secretario General  Dr EFRÉN C DEL Pozo.
Director de Publicaciones  Lic.  HENRIQUE GONZÁLEZ CASANOVA.
CENTRO DE ESTUDIOS FILOSÓFICOS.
Colección  CUADERNOS Director  EDUARDO GARCÍA MÁYNEZ.
Secretario  RAFAEL MORENO Consejero ROBERT S HARTMAN.
Titulo original: Introduction à la Méthapkysique.
(Ensayo aparecido en la Revue de Métaphysique et de Morale-, 1903; para la traducción se utilizó el texto de La Pensée et le Mouvant: Œuvres, édition du centenaire (pp 1392-1432) . Presses Universitaires de France Paris, 1959).
Derechos reservados conforme a la ley 1960, Universidad Nacional Autónoma de México México 20  D   F.
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO Dirección General de Publicaciones.
Impreso y hecho  en   México 
Printed and made in Mexico.

EL Centro de Estudios Filosóficos incluye dentro de los Cuadernos el ensayo de Henri Bergson que lleva por título Introduction à la Metaphysique, como homenaje al gran filósofo francés al cumplirse cien años de su nacimiento (*1859-1941) Entre la obra del filósofo fue elegida ésta, porque es un estudio clásico y porque contiene afirmaciones que pertenecen al pensamiento más rigurosamente contemporáneo.




SUMARIO.


Nota del autor   7.
Análisis e intuición       9.
Duración y conciencia   12.
Parte componente y expresión parcial     18.
Empirismo y racionalismo     21.
La duración real     26.
Realidad y movilidad   35.
La pretendida relatividad del conocimiento.   36.
Metafísica y ciencia modernas 42.

NOTA DEL AUTOR.
ESTE ENSAYO apareció el año de 1903 en la Revue de Méta-physique et de Morale Desde entonces nos hemos visto lle-vados a precisar más la significación de los términos meta-física y ciencia. Cada uno es libre de dar a las palabras el sentido que quiera, cuando se toma el cuidado de definirlo nada impediría llamar "ciencia" o "filosofía", como se ha hecho durante mucho tiempo, a toda clase de conocimientos. Se podría también, tal como lo dijimos en otro lugar, com-prender todo en la metafísica. Sin embargo, es innegable que el conocimiento insiste en una dirección perfectamente de-terminada cuando dispone su objeto en vista de la medida, y que marcha en una dirección diferente, incluso opuesta, cuando se libra de toda segunda intención de relación y de comparación para simpatizar con la realidad. Hemos mostra-do que el primer método convenía al estudio de la materia y el segundo al del espíritu, que hay, además, un desborda-miento mutuo de los dos objetos, uno sobre el otro, y que los dos métodos deben ayudarse entre sí. En el primer caso se da lugar al tiempo espacializado y al espacio, en el segun¬do, a la duración real. Por claridad de las ideas nos ha parecido cada vez más útil llamar "científico" al primer co¬nocimiento y "metafísico" al segundo. A cuenta, pues, de la metafísica sostendremos esta "filosofía de la ciencia" o "me¬tafísica de la ciencia" que habita el espíritu de los grandes sabios, que es inmanente a su ciencia y en muchas ocasio¬nes su inspiradora invisible. En el presente artículo la deja¬mos todavía a cuenta de la ciencia, pues ha sido practicada de hecho por los investigadores que generalmente se ha dado en llamar "sabios", más bien que "metafísicos".
Es preciso no olvidar, por otra parte, que el presente en-sayo se escribió en una época en que el criticismo de Kant y el dogmatismo de sus sucesores eran admitidos con bastan-te generalidad, si no como conclusión, al menos como punto de partida de la especulación filosófica.

[pág. 9].
INTRODUCCIÓN A LA METAFÍSICA.
Análisis e intuición.
CUANDO SE comparan entre sí las definiciones de la metafísica y las concepciones de lo absoluto, se cae en la cuenta de que los filósofos están concordes, a despecho de sus divergencias aparentes, en señalar dos maneras radicalmente distintas de conocer una cosa. La primera implica que se dan vueltas alrededor de esa cosa, la segunda, que se entra en ella. La primera depende del punto de vista donde uno se coloque y de los símbolos que la expresan. La segunda no se toma dé ningún punto de vista y no se apoya sobre ningún sím¬bolo. Se dirá del primer conocimiento que se detiene en lo relativo, del segundo, cuando sea posible, que llega a lo absoluto.
Sea —por ejemplo— el movimiento de un objeto en el es-pacio Lo percibo de manera diferente según el punto de vista, móvil o inmóvil, desde donde lo miro. Lo expreso de manera diferente, según el sistema de ejes o de puntos de referencia con los cuales lo relaciono, es decir, según los símbolos por los cuales lo traduzco. Y lo llamo relativo por esta doble razón en uno y otro caso me coloco fuera del objeto mismo. Cuando hablo de un movimiento absoluto, atribuyo al móvil un interior y como estados de alma, simpatizo por esto con los estados y me meto en ellos por un esfuerzo de imagina¬ción. Pero entonces, según que el objeto sea móvil o inmóvil, según que adopte uno u otro movimiento, no experimentaré la misma cosa . Y lo que yo experimente no dependerá ni del punto de vista que pueda adoptar sobre el objeto, pues estaré en el objeto mismo, ni de los símbolos por los cuales pueda traducirlo, puesto que habré renunciado a toda tra- [pág.10] ducción para poseer el original. En breve, el movimiento no será captado desde fuera y, en cierta medida, desde mí, sino desde dentro, en él, en sí. Yo tendré entonces un absoluto.
Sea ahora un personaje de novela cuyas aventuras me cuen¬tan. El novelista podrá multiplicar los rasgos de su carácter, hacer hablar y obrar a su héroe tanto como le plazca todo esto no valdrá el sentimiento simple e indivisible que yo experimentaría si coincidiese un instante con el personaje mismo. Entonces, como de la fuente, me parecerían fluir naturalmente las acciones, los gestos y las palabras. Y no se trataría de accidentes que se añadiesen a la idea que me hacía del personaje y que la enriqueciesen más y más sin llegar a completarla nunca. El personaje me sería dado totalmente, de un solo golpe, en su integridad, y los mil incidentes que lo manifiestan, en lugar de añadirse a la idea y enriquecerla, me parecerían al contrario salir de ella, sin que por eso ago¬tasen o empobreciesen su esencia. Todo lo que me cuentan de la persona me ofrece otros tantos puntos de vista sobre ella. Todos los rasgos que me la describen, y que sólo pue¬den hacérmela conocer por otras tantas comparaciones con personas o con cosas que conozco ya, son signos por los cua¬les se la expresa más o menos simbólicamente. Símbolos y puntos de vista me colocan, pues, fuera de ella, de ella no me entregan sino lo que tiene de común con otras y no le per¬tenece en propiedad. Pero lo que es propiamente ella, aquello que constituye su esencia, no podría advertirse desde fuera, pues es interior por definición, ni expresarse por símbo¬los, pues es inconmensurable por cualquier otra cosa. Des¬cripción, historia y análisis me dejan en este caso en lo relativo. Sólo la coincidencia con la persona misma me daría lo absoluto.
En este sentido, pero solamente en este sentido, absoluto es sinónimo de perfección. Todas las fotografías de una ciu-dad, tomadas desde todos los puntos de vista posibles, podrán muy bien completarse indefinidamente las unas con las otras, pero nunca equivaldrán a ese ejemplar con relieves que es la ciudad donde uno se pasea. Todas las traducciones de un poema en todas las lenguas posibles podrán añadir matices y matices y, por una especie de retoque recíproco, corregirse una a otra y dar una imagen más y más fiel del poema que traducen, pero jamás devolverán el sentido interior del ori-[pág.11] ginal. Una representación tomada desde un cierto punto de vista, una traducción hecha con ciertos símbolos, permanecen siempre imperfectas en comparación con el objeto sobre el cual se tomó la visión o con el objeto que los símbolos tra¬tan de expresar. Lo absoluto, en cambio, es perfecto porque es perfectamente lo que es.
Por esta misma razón, sin duda, se ha identificado con frecuencia, a la par, lo absoluto y lo infinito. Si quiero co-municar al que no sabe griego la impresión simple que me deja un verso de Homero, daré la traducción del verso, des-pués comentaré mi traducción, luego desarrollaré mi comen-tario, y de explicación en explicación me acercaré más y más a aquello que quiero expresar. Pero nunca lo lograré. Cuando vosotros levantáis el brazo, realizáis un movimiento del cual tenéis interiormente la percepción simple, pero exteriormente, para mí que miro, vuestro brazo pasa por un punto, luego por otro, y entre estos dos puntos habrá todavía otros, de manera que, si comienzo a contar, la operación proseguirá sin fin. Visto desde dentro un absoluto es, pues, una cosa simple, pero considerado desde fuera, es decir, relativamente a otra cosa, deviene, en relación a los signos que lo expresan, la moneda de oro cuyo cambio jamás acabará de pagarla. Ahora bien, lo que es capaz al mismo tiempo de una apre¬hensión indivisible y de una enumeración interminable es, por definición misma, un infinito.
De lo anterior se sigue que un absoluto no podrá ser dado sino en una intuición, mientras que todo lo demás surge del análisis. Llamamos aquí intuición a la simpatía por la cual uno se transporta al interior de un objeto, para coincidir con aquello que tiene de único y en consecuencia de inexpresa-ble. El análisis es al contrario la operación que reduce el ob-jeto a elementos ya conocidos, es decir, comunes a este objeto y a otros. Analizar consiste, pues, en expresar una cosa en función de lo que no es. Todo análisis es así una tra-ducción, un desarrollo en símbolos, una representación to-mada de puntos de vista sucesivos, desde los cuales se notan otros tantos contactos entre el objeto nuevo que se estudia y los otros que se piensa conocer ya. En su deseo, enteramente incumplido, de abarcar el objeto alrededor del cual está con¬denado a dar vueltas, el análisis multiplica sin fin los puntos de vista para completar la representación siempre incompleta, [pág. 12] y cambia continuamente los símbolos para perfeccionar la traducción siempre imperfecta. El análisis, pues, se prolonga hasta el infinito. La intuición, en cambio, si es ella posible, es un acto simple.
Consideradas estas cosas, con facilidad se verá que la cien¬cia positiva tiene por función habitual analizar. Trabaja, pues, principalmente sobre símbolos. Aun las ciencias más concretas de la naturaleza, las ciencias de la vida, se detienen en la forma visible de los seres vivos, en sus órganos, en sus elementos anatómicos. Comparan unas formas con otras, lle¬van las más complejas a las más simples, en fin, estudian el funcionamiento de la vida en aquello que es —por así decir— su símbolo visual. Si existe un medio de poseer absoluta¬mente una realidad en lugar de conocerla relativamente, de ponerse en ella en lugar de adoptar puntos de vista sobre ella, de tener su intuición en lugar de hacer su análisis, en fin, de captarla fuera de toda expresión, traducción o repre¬sentación simbólica, entonces existe la metafísica y éste es su objeto. La metafísica es, pues, la ciencia que pretende abste¬nerse de símbolos.
Duración y conciencia.
Hay, por lo menos, una realidad que todos captamos desde dentro, por intuición y no por simple análisis. Es nuestra propia persona en su fluencia por el tiempo. Es nuestro yo que dura. Podemos no simpatizar intelectualmente, o mejor, espiritualmente, con alguna otra cosa. Pero simpatizamos se¬guramente con nosotros mismos.
Cuando llevo sobre mi persona, supuesta inactiva, la mi-rada interior de mi conciencia, advierto desde luego, a manera de una corteza solidificada en la superficie, todas las percepciones que le llegan del mundo material. Estas percep¬ciones son claras, distintas, yuxtapuestas, o capaz de serlo, las unas a las otras; tratan de agruparse en objetos. Advierto en seguida recuerdos, más o menos adheridos a estas percepcio¬nes, que sirven para interpretarlas. Tales recuerdos están como arrancados del fondo de mi persona, sacados a la peri¬feria por las percepciones que los representan y puestos so¬bre mí sin ser absolutamente yo mismo. Y en fin, siento que se manifiestan tendencias, hábitos motrices, una turba [pág.13] de acciones virtuales, ligadas más o menos sólidamente a esas percepciones y a esos recuerdos. Todos estos elementos de formas bien definidas, me parecen tanto más distintos de mí cuanto son más distintos los unos de los otros. Orientados de dentro hacia fuera, constituyen, reunidos, la superficie de una esfera que tiende a dilatarse y perderse en el mundo ex¬terior. Pero si me dirijo de la periferia al centro, si busco en el fondo de mí lo que es más uniformemente, más cons¬tantemente, más duraderamente yo mismo, encuentro otra cosa distinta.
Debajo de estos cristales bien cortados y de esta congela-ción superficial, hay una continuidad de fluencia que no es comparable a nada que yo haya visto fluir. Se trata de una sucesión de estados, cada uno de los cuales anuncia lo que sigue y contiene lo que precede. A decir verdad, sólo cons-tituyen estados múltiples cuando ya los he pasado y me vuelvo hacia atrás para observar su huella. Mientras los experimen¬taba, estaban tan sólidamente organizados, tan profunda¬mente animados de una vida común, que no hubiera sabido decir dónde terminaba cualquiera de ellos o dónde comen¬zaba otro. En realidad, ninguno comienza ni termina, sino todos se prolongan unos en otros.
Es, si se quiere, el desenrollamiento de un rollo, pues no hay ser vivo que no se sienta llegar poco a poco al término de su tarea. Vivir consiste en envejecer. Pero es también un enrollamiento continuo, como el de un hilo sobre una bola, pues nuestro pasado nos sigue, se agranda sin cesar con el presente que recoge* sobre su ruta. Conciencia significa me-moria.
A decir verdad no se trata ni de enrollamiento ni de desenrollamiento, pues estas dos imágenes evocan la represen¬tación de líneas o de superficies cuyas panes son homogéneas entre sí y capaces de superponerse unas a otras. Ahora bien, no hay dos momentos iguales en un ser consciente. Tomad el sentimiento más simple, suponedlo constante, resumid en él la personalidad toda entera la conciencia que acompañe a este sentimiento no podrá quedar idéntica a sí misma du¬rante dos momentos consecutivos, pues el momento que si¬gue contiene siempre, además del precedente, el recuerdo que éste le ha dejado. Una conciencia que tuviera dos mo¬mentos idénticos sería una conciencia sin memoria. Perece- [pág.14] ría y renacería, pues, sin cesar ¿Cómo representarse de otra manera la inconsciencia?
Será, pues, necesario evocar la imagen de un espectro de mil matices, con degradaciones insensibles que permitan pasar de un matiz a otro. Una corriente de sentimiento que atra¬vesara ese espectro, tiñéndose una y otra vez de cada uno de sus matices, experimentaría cambios graduales y cada uno anunciaría el siguiente y resumiría en él a los precedentes. Pero los matices sucesivos del espectro permanecerán siempre exteriores unos a otros. Se yuxtaponen. Ocupan espacio. Al contrario, lo que es duración pura excluye toda idea de yuxtaposición, de exterioridad recíproca y de extensión.
Imaginémonos más bien un elástico infinitamente peque¬ño, contraído —si fuera posible— en un punto matemático. Alarguémoslo progresivamente de manera que hagamos salir del punto una línea que vaya agrandándose siempre. Fije-mos nuestra atención, no sobre la línea en tanto que línea, sino sobre la acción que la traza. Consideremos que esta acción, a pesar de su duración, es indivisible, si se supone que se realiza sin detenerse, que si es intercalada una deten-ción, se hacen dos acciones en lugar de una, y entonces cada una de esas acciones será el indivisible de que hablamos, que jamás es divisible la acción moviente misma, sino la línea inmóvil que deposita bajo de sí como una huella en el espacio. Liberémonos, por fin, del espacio que subtiende el movimiento, para considerar sólo el movimiento mismo, el acto de tensión o de extensión y, en suma, la movilidad pura. Tendremos esta vez una imagen más fiel de nuestro desarrollo en la duración.
Y, sin embargo, esta imagen será todavía incompleta y cualquier comparación será, por lo demás, insuficiente, ya que el desenrollamiento de nuestra duración semeja, por una parte, la unidad de un movimiento que avanza y, por otra, una multiplicidad de estados que se extienden. De manera que ninguna metáfora puede expresar uno de los aspectos sin sacrificar el otro. Si evoco un espectro de mil matices, tengo delante de mí una cosa ya hecha, mientras que la du-ración se hace continuamente. Si pienso en un elástico que se alarga, en un resorte que se tiende o se distiende, olvido la riqueza de colorido que es característica de la duración vivida, para no ver más que el movimiento simple por el [pág.15] cual la conciencia pasa de un matiz a otro. La vida interior es todo esto a la vez variedad de cualidades, continuidad de progreso, unidad de dirección. No podría representársela por imágenes.
Pues menos aún se la representaría por conceptos, esto es, por ideas abstractas, o generales, o simples. Sin duda ningu¬na imagen expresará completamente el sentimiento original que yo tengo de la fluencia de mí mismo. Mas de ninguna manera es necesario que yo trate de expresarlo. Al que no sea capaz de darse a sí mismo la intuición de la duración constitutiva de su ser, nada se la dará jamás, ni los concep¬tos ni las imágenes. A este propósito, la única tarea del filó¬sofo debe ser provocar un cierto trabajo, que los hábitos de espíritu útiles a la vida tienden a obstaculizar en la mayor parte de los hombres.
Ahora bien, la imagen tiene al menos la ventaja de man-tenernos en lo concreto. Ninguna imagen reemplazará la in-tuición de la duración, pero muchas y diversas imágenes, to-madas de órdenes de cosas muy diferentes, podrán, por la convergencia de su acción, dirigir la conciencia sobre el pun-to preciso donde haya una cierta intuición que captar. Al elegir imágenes tan disparatadas como sea posible, se impe-dirá que cualquiera de ellas usurpe el lugar de la intuición que tiene por encargo evocar, pues entonces será apartada inmediatamente por sus rivales. Al hacer que todas exijan de nuestro espíritu, a pesar de sus diferencias de aspecto, la misma clase de atención y, en cierta manera, el mismo grado de tensión, poco a poco acostumbraremos la conciencia a una disposición muy particular y bien determinada, preci-samente aquella que deberá adoptar para aparecerse a sí misma sin velo Pero todavía convendrá que ella consienta en hacer este esfuerzo. Pues no se le habrá mostrado nada. Simplemente se le habrá buscado en la actitud que debe to-mar para hacer el esfuerzo querido y llegar por sí misma a la intuición. Al contrario, la inconveniencia, en tal materia, de los conceptos muy simples, consiste en que son verdade¬ros símbolos que substituyen al objeto simbolizado por ellos, [pág.16] y no exigen de nosotros esfuerzo alguno. Considerándolos de cerca, se vería que cada uno retiene sólo del objeto lo que es común a este objeto y a otros. Se vería que cada uno ex¬presa, mejor que la imagen, una comparación entre el objeto y aquellos que se le semejan. Pero como la comparación ha descubierto una semejanza, y ésta es una propiedad del obje¬to, y una propiedad tiene todo el aire de ser una parte del objeto que la posee, fácilmente nos persuadimos que, yuxta¬poniendo conceptos a conceptos, recompondremos el todo del objeto con sus partes, y que obtendremos —por así decir— un equivalente intelectual. De esta manera, al confrontar los conceptos de unidad, multiplicidad, continuidad, divisibili¬dad finita o infinita, etc, creeremos formar una represen¬tación fiel de la duración.
Mas aquí está precisamente la ilusión. También está aquí el peligro. Cuanto más las ideas abstractas pueden dar servicio al análisis, es decir, a un estudio científico del objeto en sus relaciones con todos los demás, tanto son incapaces de reemplazar a la intuición, es decir, a la investigación meta¬física del objeto en lo que tiene de esencial y propio. Y efecti¬vamente, por una parte, tales conceptos, colocados en hilera, nunca nos darán sino una recomposición artificial del objeto, del que sólo pueden simbolizar ciertos aspectos generales y en cierto sentido impersonales. Por esta razón es inútil creer que con ellos se capta una realidad cuya sombra se limitan a presentar. Pero, por otra parte, al lado de la ilusión, hay también un peligro muy grave. Pues el concepto generaliza al mismo tiempo que abstrae . El concepto sólo puede simbo¬lizar una propiedad especial volviéndola común a una infi¬nidad de cosas. Siempre la deforma más o menos por la extensión que le da . Una propiedad, repuesta en el obje¬to metafísico que la posee, coincide con él, por lo menos se amolda a él, adopta los mismos contornos. Extraída del objeto metafísico y representada en un concepto, se alarga in¬definidamente y sobrepasa al objeto, ya que, de aquí en ade¬lante, debe contenerlo juntamente con otros. Los diversos conceptos que nos formamos de las propiedades de una cosa dibujan, pues, a su alrededor otros tantos círculos cada vez más amplios, pero ninguno se aplica exactamente sobre ella. Y, sin embargo, en la cosa misma, las propiedades coincidían con ella y coincidían, consecuentemente, todas entre sí. No [pág.17] será forzoso, pues, buscar algún artificio para restablecer la coincidencia. Tomaremos uno cualquiera de estos conceptos e intentaremos, con él, ir reuniendo a los demás. Pero, según partamos de éste o de aquél, la reunión no se operará de la misma manera. Según partamos —por ejemplo— de la unidad o de la multiplicidad, concebiremos diferentemente la unidad múltiple de la duración. Todo dependerá del peso que atri¬buyamos a tal o cual concepto, y ese peso será arbitrario siempre, ya que el concepto, extraído del objeto, no tiene peso, siendo como es sombra de un cuerpo.
Surgirá así una multitud de sistemas diferentes, tantos como puntos de vista exteriores haya sobre la realidad que se examina, o como círculos más amplios que la puedan contener. Los conceptos simples no tienen, pues, sólo la in-conveniencia de dividir la unidad concreta del objeto en otras tantas expresiones simbólicas, también dividen la filosofía en escuelas distintas, cada una de las cuales retiene su lugar, es¬coge sus cartas y entabla con las otras una partida que no terminará jamás. O la metafísica no es sino este juego de ideas, o bien, si es una ocupación seria del espíritu, conviene que trascienda los conceptos para llegar a la intuición. Cierta¬mente los conceptos le son indispensables, pues todas las otras ciencias trabajan las más de las veces sobre conceptos, y la metafísica no podría abstenerse de ellas. Pero sólo es propia¬mente ella misma cuando sobrepasa al concepto o, al menos, cuando se libera de los conceptos rígidos y ya hechos, para crear conceptos muy diferentes de los que manejamos en la vida diaria, me refiero a representaciones flexibles, móviles, casi unidas, siempre prestas a amoldarse a las formas huidizas de la intuición. Volveremos en otra parte sobre este punto importante. Bástenos haber mostrado que nuestra duración puede sernos presentada directamente en una intuición, que ella puede sernos sugerida indirectamente por imágenes, pero que no podría —si se deja a la palabra concepto su sentido propio— ser encerrada en una representación conceptual.
Intentemos, por un instante, hacer una multiplicidad. Con-vendrá añadir que los términos de esta multiplicidad, en lugar de distinguirse como los de una multiplicidad cual¬quiera, avanzan unos sobre otros; que podemos sin duda, por un esfuerzo de imaginación, solidificar la duración una vez transcurrida, dividirla entonces en trozos que se yuxtapon-[pág.18]gan y contar todos los trozos, pero que tal operación se lleva a cabo sobre el recuerdo congelado de la duración, sobre la huella inmóvil que la movilidad de la duración deja tras de sí, no sobre la duración misma. Confesemos, pues, si hay una multiplicidad aquí, que tal multiplicidad no se parece a nin¬guna otra ¿Diremos entonces que la duración posee unidad? Sin duda una continuidad de elementos que se prolongan unos en otros participa tanto de la unidad como de la multi¬plicidad, pero esta unidad moviente, cambiante, llena de color, viva, no se parece casi a la unidad abstracta, inmóvil y vacía, que limita el concepto de unidad pura ¿Concluire¬mos de esto que la duración debe definirse por la unidad y la multiplicidad a la vez? Pero, cosa singular, por más que haya manejado los dos conceptos, por más que los haya dosi¬ficado y diversamente combinado entre sí, o practicado sobre ellos las más sutiles operaciones de química mental, jamás obtendré nada que se parezca a la intuición simple que tengo de la duración. Por el contrario, cuando por un esfuerzo de intuición me repongo en la duración, advierto inmediata¬mente cómo ella es unidad, multiplicidad y aun muchas otras cosas. Esos diversos conceptos eran, pues, otros tantos puntos de vista exteriores sobre la duración. Ni separados, ni reuni¬dos, nos han hecho penetrar en la duración misma.
Sin embargo, nosotros penetramos en ella y esto no puede ser sino por una intuición. En este sentido es posible un co-nocimiento interior, absoluto, de la duración del yo por el yo mismo. Mas, sí la metafísica reclama y puede obtener aquí una intuición, la ciencia no deja por eso de tener menos necesidad de un análisis. Y de una confusión entre el papel del análisis y el de la intuición, van a nacer aquí las discu-siones entre escuelas y los conflictos entre sistemas.





miércoles, 11 de abril de 2012

George Bernard Shaw: Premio Nobel de literatura 1925.




George Bernard Shaw.
El escritor y dramaturgo George Bernard Shaw nació el 26 de julio de 1856 en Dublín, Irlanda, en el seno de una familia protestante y culta. Obtuvo desde muy pequeño sus primeros conocimientos en música y literatura, y más tarde inició su educación formal en una escuela anglicana. A los quince años trabajó como empleado de una agencia inmobiliaria, donde permaneció durante cinco años, luego
de los cuales viajó a Londres con su madre. Allí retomó sus estudios de música y se interesó por la política, defendiendo con convicción la ideología socialista.
Ya por esos años frecuentaba círculos intelectuales y literarios, pero ninguna de sus primeras cinco novelas fueron aceptadas por las editoriales.


Decidió entonces dedicarse al periodismo, y trabajó para The Star, The World y la Saturday Review, donde se destacó como crítico musical y literario. Sus primeras obras dramáticas fueron publicadas en 1898 en un volumen llamado `Obras agradables y desagradables`, y de las que se destacan `Cándida`, `La profesión de la señora Warren` y `Las armas y el hombre`. En 1900 apareció `Tres comedias para puritanos`, a la que seguirían `Una comedia y una filosofía` (1903) y `El dilema del doctor` (1906). Su obra criticó y atacó duramente los preceptos morales, estéticos, políticos y religiosos de la sociedad victoriana en Inglaterra, y por lo cual la mayor parte de sus creaciones o no se presentaban o estaban condenadas de antemano al fracaso y a la crítica destructiva en ese
país. Es por esto que Estados Unidos se convirtió en la plataforma de sus triunfos: `Cándida` recibió aplausos y reconocimientos, y el nombre de Bernard Shaw empezó a ser mencionado por toda la geografía norteamericana. Recién entonces el autor empezó a ser `descubierto` en Europa.
En Alemania comenzaron a representarse sus obras y en Londres, la ciudad que había apostado por su fracaso, quienes antes lo criticaban ahora reconocían su talento. Otros títulos de sus obras son `La dama morena de los sonetos` (1910), `Androcles y el león` (1912), `La gran Catalina` (1913), `Pigmalión y Santa Juana` (1923), etcétera. En 1926 obtuvo el premio Nobel de literatura. Los
últimos años de su vida los dedicó al periodismo. Murió en Londres el 2 de noviembre de 1950.

Segunda nota biográfica.
De wikipedia:

George Bernard Shaw

De Wikipedia, la enciclopedia libre
George Bernard Shaw
G Bernard Shaw.jpg
Nacimiento26 de julio, 1856
Bandera de Irlanda Dublín, Irlanda
Defunción2 de noviembre de 1950 (94 años)
SeudónimoBernard Shaw, GB Shaw
OcupaciónEscritor de teatro, crítico, activista político
NacionalidadBandera de Irlanda Irlanda
GéneroComedia
George Bernard Shaw (Dublín, 26 de julio de 1856Ayot St. Lawrence, Hertfordshire, 2 de noviembre de 1950) fue un escritor irlandés, ganador del Premio Nobel de literatura en 1925 y del Óscar en 1938.

Contenido

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[editar] Biografía

Shaw nació en Dublín el 26 de julio de 1856, en una familia pobre y protestante. Se educó en el Wesley College en Dublín, y emigró a Londres en 1870, para comenzar su carrera literaria. Allí, escribió cinco novelas que fueron rechazadas por los editores. Comenzó a escribir una columna de crítica musical en el periódico Star. Mientras tanto, comenzó a involucrarse en la política, y sirvió como concejal en el distrito de St. Pancras a partir de 1897. Fue un socialista notable, destacado miembro de la Sociedad Fabiana, que buscaba la transformación de la sociedad a través de métodos no revolucionarios.
George Bernard Shaw. 1925
El trabajo periodístico ejercido durante sus primeros años, comprendía desde la crítica literaria y artística hasta colaboraciones sobre temas musicales que firmó, entre 1888 y 1890, con el pseudónimo de Corno di Bassetto.
Shaw se volvió vegetariano[1] cuando tenía veinticinco años, después de una lectura de H. F. Lester.[2] En 1901, rememorando la experiencia, dijo "Fui caníbal durante veinticinco años. Por el resto de tiempo, he sido vegetariano".[3] Como convencido vegetariano, fue un firme anti-viviseccionista y antagonista de deportes crueles por el resto de su vida. La inmoralidad de comer animales fue una de las causas más cercanas a su corazón y es un tópico frecuente en sus obras y prefacios. Su posición, mantenida sucintamente, fue "Un hombre de mi intensidad espiritual no come cadáveres".[4]
En 1895, Shaw se convirtió en el crítico teatral del periódico Saturday Review, lo cual fue el primer paso hacia la carrera de dramaturgo. En 1898, Shaw se casó con Charlotte Payne-Townshend. Candida, su primera obra exitosa, se estrenó ese mismo año. Le siguieron The Devil's Disciple (1897), Arms and the Man (1898), Mrs. Warren's Profession (1898), Captain Brassbound's Conversion (1900), Man and Superman (1903), Caesar and Cleopatra (1901), Major Barbara (1905), Androcles and the Lion (1912), y Pigmalión (1913), por la que en 1938 obtuvo el Óscar al mejor guion adaptado.
Después de la Primera Guerra Mundial produjo varias obras, incluyendo Heartbreak House (1919) y Saint Joan (1923). Una de las características de las obras de teatro de Shaw es la larga introducción que las acompaña. En estos ensayos introductorios, Shaw daba su opinión —normalmente controvertida— sobre los temas que eran tratados en la obra. Algunos de estos ensayos son inclusive más extensos que la obra misma.
La turbulencia política en Irlanda no le fue indiferente. Acerca del levantamiento de Pascua, Shaw abogó en contra de la ejecución de los líderes rebeldes, argumentando que todos los hogares que se destruyeron podían ser siempre reconstruidos. Shaw fue amigo personal del líder Michael Collins, a quien invitó a cenar a su casa cuando Collins negociaba el tratado anglo-irlandés con David Lloyd George en Londres.
Pero Shaw también tuvo su parte oscura. Él creía en matar por categoría, al holgazán, el inepto y los opositores. Invitó a los científicos a que inventaran un gas humano que mate instantáneamente y sin dolor, mortal pero humano, no cruel. Además defendió el nazismo y el fascismo de Mussolini porque "hacían cosas", no se quedaban sin hacer nada como los gobiernos democráticos. Al final, renegó del nazismo porque Hitler había transformado tanto la concepción marxista del nazismo.[5]
Shaw se preocupó por las incoherencias en la escritura de la lengua inglesa, a tal grado de que en su testamento destinó una parte de sus bienes a la creación de un nuevo alfabeto fonético para el inglés. Tal proyecto nunca pudo comenzar, pues los bienes monetarios que Shaw dejó no eran suficientes. Sin embargo, las regalías obtenidas por los derechos de Pigmalión y My Fair Lady (obra musical basada en la obra de Shaw) fueron significativas. Los herederos desarrollaron entonces el denominado alfabeto Shaviano.
Shaw tuvo una larga amistad con el escritor británico Gilbert Keith Chesterton y con el compositor Sir Edward Elgar. Shaw se convirtió en la primera persona en haber ganado durante su vida un Nobel (literatura) y un Oscar (en la categoría de mejor guion, por Pigmalión), en 1938.
Desde 1906 hasta su muerte en 1950, Shaw vivió en Shaw's Corner, en el poblado de Ayot St. Lawrence, Hertfordshire. La casa se encuentra abierta al público visitante. El Teatro Shaw en Londres se abrió nuevamente en 1971, en su honor.

[editar] Obras

[editar] Drama

  • Plays Unpleasant (publicadas en 1898):
  • Plays Pleasant (publicadas en 1898):
    • El hombre del destino (The Man of Destiny)(1897)
    • El hombre y las armas (Arms and the Man)(1898)
    • Candida (1898)
    • You Never Can Tell (1898)
  • Three Plays for Puritans (publicadas en 1901):
  • The Admirable Bashville (1901)
  • Hombre y super hombre (Man and Superman)(19021903)
  • La otra isla de John Bull (John Bull's Other Islan) (1904)
  • How He Lied to Her Husband (1904)
  • El comandante Bárbara (Major Barbara) (1905)
  • El dilema del doctor (The Doctor's Dilemma) (1906)
  • Getting Married (1908)
  • The Glimpse of Reality (1909)
  • Misalliance (1910)
  • Dark Lady of the Sonnets (1910)
  • La primera obra de Fanny (Fanny's First Play) (1911)
  • Androcles y el león (Androcles and the Lion) (1913)
  • Pigmalión (Pygmalion) (1912–1913)
  • Heartbreak House (1919)
  • Volviendo a Matusalén (Back to Methuselah) (1921)
  • In the Beginning
  • The Gospel of the Brothers Barnabas
  • The Thing Happens
  • Tragedy of an Elderly Gentleman
  • As Far as Thought Can Reach
  • Santa Juana (Saint Joan)(1923)
  • El carro de manzanas (The Apple Cart)(1929)
  • On the Rocks (1933)
  • The Six of Calais (1934)
  • The Simpleton of the Unexpected Isles (1934)
  • Geneva, a Fancied Page of History in Three Acts|Geneva (1938)
  • In Good King Charles' Golden Days (1939)
  • Shakes versus Shav (1949)
  • Village Wooing

[editar] Novelas

  • Immaturity (1879)
  • The Irrational Knot (1880)
  • Love among the Artists (1881)
  • Cashel Byron's Profession (18821883)
  • An Unsocial Socialist (1883)

[editar] Ensayos

  • Quintessence of Ibsenism (1891)
  • The Perfect Wagnerite, Commentary on the Ring (1898)
  • Maxims for Revolutionists (1903)
  • Preface to Major Barbara (1905)
  • How to Write a Popular Play (1909)
  • Treatise on Parents and Children (1910)
  • Common Sense about the War (1914)
  • The Intelligent Woman's Guide to Socialism and Capitalism (1928)
  • The Black Girl in Search of God
  • Everybody's Political What's What? 1944

[editar] Crítica musical

  • The Perfect Wagnerite: A Commentary on the Niblung's Ring (1923)

[editar] Debate

  • Shaw v. Chesterton, a debate between George Bernard Shaw and G. K. Chesterton


Predecesor:
Władysław Reymont
Premio Nobel de Literatura
1925
Sucesor:
Grazia Deledda

[editar] Referencias


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