Thomas Mann (Alemania, 1875-1955)
Novelista y crítico alemán, una de las figuras más importantes de la literatura de la primera mitad del siglo XX, sus novelas exploran la relación entre el artista y el burgués o entre una vida de contemplación y otra de acción. Mann, hermano menor del novelista y dramaturgo Heinrich Mann, nació en una antigua familia de comerciantes en Lübeck el 6 de junio de 1875. Después de la muerte de su padre, la familia se trasladó a Munich, donde se educó Mann. Fue oficinista en una compañía de seguros y miembro del comité de dirección de la revista satírica Simplicissimus, antes de dedicarse a la escritura como profesión. Estuvo influido por dos filósofos alemanes, Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche, aunque rechazaba las ideas de este último. En uno de sus últimos libros, Ensayos de tres décadas (1947), analiza sus propios escritos literarios rastreando las influencias de esos pensadores y de otros artistas. Las novelas de Mann se caracterizan por una reproducción precisa de los detalles de la vida moderna y antigua, por un profundo y sutil análisis intelectual de las ideas y los personajes, por un punto de vista distanciado e irónico, combinado con un profundo sentido trágico. Sus héroes son con frecuencia personajes burgueses que sobrellevan un conflicto espiritual. Mann exploró también en la psicología del artista creativo. Muchos cuentos cortos precedieron a la escritura de su primera novela importante, Los Buddenbrook (1901), que estableció su reputación literaria y se tradujo a numerosas lenguas. El tema de este libro, el conflicto entre el hombre de temperamento artístico y su entorno de clase media burguesa, volverá a reaparecer en sus cuentos Tonio Kröger (1903) y Muerte en Venecia (1912), llevado al cine por Visconti, y a la ópera por Benjamin Britten. En el `Bildungsroman` La montaña mágica (1924), su obra más famosa y una de las novelas más excepcionales del siglo XX, Mann somete a la civilización europea contemporánea a un minucioso análisis. Entre sus obras posteriores se encuentran los cuentos Desorden y dolor precoz (1925), sobre el amor paterno, y Mario y el mago (1930), en el que señala los peligros de la dictadura fascista y la cobardía intelectual, la serie de cuatro novelas basada en la historia bíblica de José, José y sus hermanos (1934-1944), y las novelas Doktor Faustus (1947), El elegido (1951) y Confesiones del estafador Felix Krull (1954). El escritor español Francisco de Ayala tradujo algunas de sus obras durante su exilio en Buenos Aires. Mann fue también un notable crítico literario. Entre sus escritos críticos se encuentra Consideraciones de un apolítico (1918), un ensayo autobiográfico en el que llega a la conclusión de que un artista debe estar integrado en la sociedad. Su propio compromiso le llevó a la pérdida de la nacionalidad alemana en 1936 —a pesar de que había recibido en 1929 el Premio Nobel de Literatura— principalmente por su novela Los Buddenbrook, y eso que desde 1933 se exilió de Alemania, con la llegada de Adolf Hitler. Mann se refugió primero en Suiza y después en los Estados Unidos (1938), de donde se hizo ciudadano en 1944. En 1953 se estableció cerca de Zurich (Suiza), donde murió el 12 de agosto de 1955. Fue padre del autor Klaus Mann y de la escritora y actriz Erika Mann.
Fuente:NN.
El fallo de la ACADEMIA SUECA dictaminó que se le otorgaba a Thomas Mann el PREMIO NOBEL DE LITERATURA por: ""principalmente por su grandiosa novela, Los Buddenbrook , la cual ha ganado un reconocimiento continuamente creciente como una de las obras clásicas de la literatura contemporánea".
Transcribo el primer capítulo del DR FAUSTUS de Thomas Mann, quizá la obra más densa y ambiciosa del escritor alemán.
"THOMAS
MANN
Doktor Faustus
Título original: Doktor Faustus
Traducción: Eugenio Xammar
© Editorial Sudamericana, S.A., 1984
I
Aseguro resueltamente que no es en modo alguno por el deseo de situarme
en primer lugar que hago preceder de algunas palabras sobre mí mismo esta crónica de la vida del
difunto Adrián Leverkühn, esta primera y ciertamente sumaria biografía de un hombre querido, de un músico genial que el
destino levantó y
hundió con implacable crueldad. Me empuja a hacerlo únicamente la suposición de
que el lector —mejor diré: el futuro lector, ya que por ahora no existe la más leve probabilidad de que mi original llegue a ver la luz pública, a no ser que un milagro permita hacerlo salir de nuestra
Europa, fortaleza asediada, para llevar a los de afuera un soplo de los
secretos de nuestra soledad—, únicamente, repito, la suposición de que el lector deseará
conocer, aunque sólo fuere superficialmente,
algo sobre el quién y el cómo del que esto escribe, me impulsa a apuntar, a modo de introducción, algunos datos sobre mi persona —aun temiendo, claro está, que
con ello he de suscitar en el lector la duda de si ha caído en buenas manos, es decir, si en atención a lo que ha sido mi vida soy el hombre indicado para una tarea
hacia la cual me atraen los impulsos del corazón mucho más que una afinidad
cualquiera de temperamento.
Vuelvo a leer las líneas que preceden y no puedo dejar de observar en ellas cierta
inquietud y una respiración difícil, signo evidente ambas del estado de espíritu en que me encuentro hoy, 27 de mayo de 1943, dos años después de la muerte de Leverkühn, quiero decir dos años
después del día en que de las profundas tinieblas de su vida descendió a la más profunda noche, cuando,
en Freising del Isar y en la modesta pieza que desde largos años me sirve de cuarto de trabajo, tomo asiento con el propósito de empezar a narrar la vida de mi desdichado amigo que ahora
descansa —así sea— en la paz de Dios. Signo
de un estado de espíritu, digo, en el que se
mezclan del modo más oprimente el deseo
impetuoso de contar lo que sé y el temor a las
insuficiencias de mi trabajo. Creo poder decir que soy hombre de temperamento
moderado, sano, humano, inclinado a la templanza, a la armonía, a la razón, un estudioso, un «conjurado de las legiones latinas» no desprovisto de enlace con las bellas artes (toco la viola de
amor), en suma, un hijo de las Musas, según el sentido académico de la expresión, que gusta de considerarse como un descendiente de aquellos
humanistas alemanes que se llamaron Reuchlin, Crotus von Dornheim, Mutianus y
Eoban Hesse. Sin pretender, ni mucho menos, negar el influjo de lo demoníaco en la vida humana, lo he considerado siempre como extraño a mi ser, lo he eliminado instintivamente de mi panorama universal
y nunca he sentido la más ligera inclinación a entrar temerariamente en contacto con las fuerzas infernales, ni
mucho menos la de provocarlas con jactancia o de ofrecerles mi dedo meñique cuando han llegado hasta mí sus tentaciones. En aras de ese sentimiento he consentido
sacrificios, tanto en el orden ideal como en el del aparente bienestar, y es así como sin vacilación, renuncié un día a mi querida profesión docente sin esperar a que fuera patente la demostración de su incompatibilidad con el espíritu y las exigencias de nuestra evolución histórica. Desde este punto de
vista estoy contento de mí, Pero esta resolución, o si se quiere limitación, de
mi persona moral, no hace más que reforzar las dudas
que abrigo sobre mi idoneidad para la tarea que trato de emprender.
Apenas acababa de poner en movimiento la pluma
y ya se le había escapado una palabra
que secretamente me dejó sumido en cierta confusión: la palabra «genial». Hice referencia al genio musical de mi difunto amigo. Sin embargo,
esta palabra, «genio», aun cuando extremada, es eufónica, noble y sanamente humana, y a hombres como yo, aun cuando
privados de entrar por sí mismos en tan elevadas
regiones y sin haber jamás pretendido ingresar en
la gracia del divinis influxibus ex alto,
del soplo divino venido de las alturas, nada debiera razonablemente privarles
de hablar y tratar de lo genial con un sentimiento de gozosa contemplación y respetuosa confianza. Así parece. Y no obstante, es innegable, y nadie ha pretendido negarlo
nunca, que en esa radiante esfera la participación de lo demoníaco y contrario a la razón es inquietante; que existe una relación, generadora de un suave horror, entre ella y el imperio infernal,
y que los mismos adjetivos que he tratado de aplicarle, «noble», «humanamente sana», «armónica», no acaban de encajar perfectamente, incluso cuando —he de reconocerlo aunque no sin dolor— se trata de una sublime y genuina genialidad, dada, o impuesta, por
Dios, y no de una genialidad adquirida y perecedera, de la consunción pecaminosa y enfermiza de dones naturales, del cumplimiento de un
oneroso contrato de enajenación...
Me interrumpe aquí un sentimiento de insuficiencia y de inseguridad artística que me avergüenza. No es probable que
el propio Adrián, en una de sus sinfonías, pongo por ejemplo, hubiese indicado semejante tema tan
prematuramente; en todo caso, lo hubiese hecho en forma delicadamente oculta,
apenas perceptible, y anunciándolo desde lejos. Lo que
a mí me decidió a descubrirme podrá parecerle, por otra
parte, al lector, una oscura y discutible indicación y a mí mismo como una forma
grosera de entrar en materia sin rodeos. Para un hombre como yo es difícil, y en cierto modo casi frivolo, adoptar sobre una cuestión que estima vital y que le quema los dedos el punto de vista del
artista compositor y tratarla con la natural ligereza del músico. Así se explica la prisa con
que he tratado de establecer una diferencia entre el genio puro y el genio
impuro, diferencia que proclamo únicamente
para poner en seguida en duda si es, en efecto, auténtica. En verdad, la experiencia me ha obligado a reflexionar sobre
este problema con tanto ahínco y tal esfuerzo de
penetración, que a veces he tenido
la espantosa sensación de sentirme como
arrancado del valle natural de mis pensamientos y de sufrir una «impura exaltación» de mis dones naturales...
Me interrumpo de nuevo para recordar que si he
dado en hablar del genio y de su naturaleza, como sometida, en todo caso, a
influencias demoníacas, ello ha sido tan sólo para preguntarme, con desconfianza, si poseía para mi tarea las afinidades necesarias. Diga ahora cada cual,
contra los escrúpulos de conciencia, lo
que yo mismo no dejo de decir. He tenido ocasión de pasar largos años de mi vida junto a un
hombre genial, el héroe de esta narración, de cuya confianza fui depositario. Le conocí desde su niñez, fui testigo de su
carrera y de su destino, colaboré
modestamente en su obra de creación.
Soy autor del libreto de una ópera inspirada en la
comedia de Shakespeare «Penas de Amor Perdidas», obra juvenil, llena de atrevimiento, y asimismo aconsejé a Leverkühn en la preparación de los textos de la «suite» operática grotesca «Gesta Romanorum» y del oratorio «Revelación de San Juan Teólogo». Esto por una parte, o
si se quiere por ambas partes. Me encuentro, además, en posesión de papeles, apuntes de
inestimable valor, que el desaparecido, en días venturosos, o relativamente venturosos, me legó, por última voluntad, y a mí y a nadie más que a mí, y de los cuales pienso servirme, no sólo como base para mi relación,
sino en forma de extractos, debidamente elegidos. Finalmente, y en primer
lugar, porque es el más válido de los motivos, si no ante los hombres, cuando menos ante Dios:
le quería. Con aversión y con ternura, con compasión y con admiración rendida, sin
preguntarme siquiera si mis sentimientos eran en lo más mínimo correspondidos.
Seguro es que no lo fueron. Al legarme los manuscritos de sus composiciones y
su diario, lo hizo en términos reveladores de una
confianza amistosa y objetiva, podría
decir protectora y desde lugeo para mí
honrosa en mi corrección, escrupulosidad y
fidelidad a su memoria. Pero, ¿cariño? ¿A quién pudo haber querido ese hombre? Quizás, en tiempos pasados, a una mujer. Puede ser que a un niño, en las postrimerías de su vida. ¿A ese muchacho, ligero y simpático, inexperimentado y siempre dispuesto a servir, a cuya devoción correspondió con un desvío que fue la causa de su muerte? ¿A quién abrió su corazón, a quién permitió jamás que penetrara en su vida? Adrián no era hombre para eso. Su indiferencia era tal, que apenas si se
dio cuenta nunca de lo que ocurría en
torno suyo, de la sociedad en que se encontraba, y si raramente se dirigía a un interlocutor por su nombre, me da a pensar que era porque las
más de las veces lo ignoraba, aun cuando el
ignorado tuviera derecho a suponer lo contrario. Me inclino a comparar su
soledad con un precipicio, en el cual desaparecían, sin ruido ni rastro, los sentimientos que inspiraba. En tomo
suyo reinaba la frialdad —palabra de que él mismo se sirvió en ocasión monstruosa y que ahora
no puedo emplear sin sobrecogerme. La vida y la experiencia pueden prestar a
ciertos vocablos un acento totalmente extraño a su cotidiana significación y coronarlos de un nimbo de espanto que sólo pueden comprender aquellos que hayan descubierto su sentido más aterrador".