Mostrando entradas con la etiqueta LITERATURA MEXICANA. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta LITERATURA MEXICANA. Mostrar todas las entradas

martes, 31 de octubre de 2023

MI “PENSADOR MEXICANO” por XAVIER VILLAURRUTIA EN OBRAS COMPLETAS. EDITORIAL FONDO DE CULTURA MEXICANA

 



MI “PENSADOR MEXICANO”

DE CUANDO en cuando soplan en México huracanes de nacionalismo. Se alaba

desmesuradamente lo nuestro, se reduce lo nuestro a elementos decorativos. A veces,

afortunadamente, también se estudia lo nuestro. Ayer fueron los jóvenes del Ateneo. Ahora

somos nosotros, los jóvenes, ¿de dónde? Digamos del “grupo sin grupo”.

Bernardo Ortiz de Montellano aborda el conocimiento de nuestra literatura para en ella

buscar las raíces donde anudar su obra, pero en su incursión lleva gemelos de teatro. Así, una

vez, ve lejanos y disminuidos los defectos; así, otra vez, acerca y aumenta las cualidades.

Cuando escucha reparos, finge no oírlos, desdeñando toda crítica que no tenga a la vista las

mil actividades en que nuestros precursores se disolvieron.

En el fondo, bien sabe que su juicio en estas materias más está hecho de amor que de

justicia.

También Salvador Novo, con esa curiosidad insaciable que tanto le favorece y que tanto le

difunde, se ha asomado al paisaje impresionista de nuestras letras iniciales, llegando a caer,

insólito, hasta en los terrenos precortesianos. Tratando estos asuntos —Nezahualcóyotl, rey, y

poeta traducido del inglés—, me produce el mismo efecto que a los chichimecas les habría

producido el aterrizaje de un avión en sus tiempos y en sus dominios. Hay algo de

modernísimo en el “genio y figura” de Salvador Novo que le impide aparecer natural en tales

incursiones. Hablando de Fernández de Lizardi, acierta en su manera de justificarlo,

humanizándolo. En cambio, se aprovecha para lanzar los dardos de su humorismo insinuando

que “de haber vivido en estos tiempos sería el jefe de la campaña contra el analfabetismo”, sin

recordar que, además de jefe, por momentos, Lizardi merecería formar parte de su propio

ejército.

Mi intromisión quiere ser, si más modesta, más severa. Examinando lo que hay en el

platillo de la crítica apasionada, lo que hay en el platillo que reconoce valores y fija

contornos, sólo quiero decidirme por este útimo, advirtiendo que, si mi actitud pesara un poco,

ayudaría a inclinar la balanza del lado que han contribuido a llenar Reyes y Urbina.

Tiene otro objeto más, que consiste en señalar el peligro de la incultura —título de una

prédica próxima y necesaria—; el peligro de la incultura hasta en un escritor de amables

dones.

No he puesto frases en mi comentario. Apenas si confieso que, a cada momento, me

asaltaban deseos de terminarlo con una “moraleja”. (La fábula sería: El escritor que habiendo

salido desnudo, en noche de tormenta, llevando los vestidos al brazo, murió de pulmonía. Los

vestidos eran, naturalmente, la cultura.) Sólo que de este modo se incurría en uno de los

defectos que más perjudican la obra de Lizardi: la preocupación moralizante.

JOSÉ JOAQUÍN FERNÁNDEZ DE LlZARDI

Nació en la ciudad de México por 1774 y murió el 21 de junio de 1827. Hijo de su tiempo, no

es posible juzgarlo en un aislamiento al que no se entregó nunca. Su vida azarosa y su

temprana orfandad hicieron de su carrera algo incompleto, sujeto siempre a las vicisitudes de

la época de transición política que le tocó en suerte observar y sufrir. Como escritor tuvo,

pues, quizá a pesar suyo, siempre para poca fortuna nuestra, que pertenecer a la clase de

“luchadores que usan de su pluma como de algo vivo y cotidiano”, como de algo útil aunque

inartístico.

Su cultura, a pesar de sus tronchados estudios de latín, filosofía y teosofía, de su

bachillerato, fue bastante insegura y estrecha.

¿Escribió Fernández de Lizardi en el Diario de México, de don Jacobo de Villaurrutia y

de don Carlos María de Bustamante? Con los brotes primeros de la emancipación política —

principios del siglo XIX—, crecían en la publicación aludida los deseos primeros de

emancipación literaria. Por ello, y teniendo en cuenta las simpatías que hacia la causa

insurgente demostrara, no es aventurado contestar afirmativamente. Lo cierto es que, apenas

autorizada la libertad de imprenta por la Constitución de Cádiz, funda su célebre periódico El

Pensador Mexicano, donde desahoga su fecundidad en “polémicas tenaces”, en “ironías

sencillas”. La popularidad circundó a su publicación; las persecuciones de que fue objeto su

persona por parte del virrey Venegas fueron útiles para su suerte de apostolado; y, por último,

su seudónimo acabó por convertirse, en los cerebros de quienes lo admiran sin conocerle, en

su calificativo.

Sus dotes de observador lo lanzaron a la novela. Su obra mejor conocida, El Periquillo

Sarniento, publicóse incompleta y por primera vez en 1816. El virrey Apodaca prohibió que

saliera a luz el último tomo, que contenía un ataque a la esclavitud. La edición completa —la

tercera— sólo apareció después de la muerte de Lizardi, entre los años de 1830-1831.

Con motivo de El Periquillo, ha recibido los más opuestos calificativos. Beristáin,

Pimentel, Terán, Ramírez, Prieto, González Obregón, con sus reparos o sus elogios

desmedidos cuando no injustos, han contribuido a hacer de la figura de este precursor de

nuestras letras una mancha difusa. Luis G. Urbina, con humano buen sentido, y Alfonso Reyes,

con afilada percepción, han formulado con serenidad y justicia juicios que empiezan a aclarar

y fijar los contornos de la obra de Lizardi.

Hijo lejano de la novela picaresca española, El Periquillo Sarniento contiene realzados

los defectos y las excelencias de su autor. En él culminan sus virtudes de observador paciente,

“exacto hasta la grosería”; su importancia de folclorista, trasladando a su obra el lenguaje del

pueblo con curiosidad y verdad, pero sin arte, sin depuración y sin gusto; sus dotes de

costumbrista excelente.

El moralista, el satírico, hicieron daño al novelista. Lizardi hizo de su novela un medio de

enderezar y aderezar sermones dirigidos contra la viciada vida de la Colonia. Noble

preocupación ésta, que si corre pareja con los impulsos mejores de la independencia de

Nueva España, redunda en perjuicio de su obra que resulta alimentada por preocupaciones

políticas en vez de estarlo por preocupaciones de belleza.

Escribió para el pueblo, sí, pero sin pretender elevar su pobre condición estética,

descendiendo él, por el contrario, y sacrificando sus aptitudes artísticas en una tarea que su

incompleta cultura le dictaba como imprescindible.

Concluyamos. El mérito de Fernández de Lizardi descansa en su valiente aportación de

realismo y verdad al medio literario insustancial de su tiempo; en el valor que para el

folclorista representa su exacto traslado de los tipos, ambiente, costumbres y lenguaje del

pueblo; en la importancia que para el filólogo ofrecen sus documentos vivos en el estudio de

la lengua vulgar.

Su obra es copiosa y diversa; su fecundidad, asombrosa. Poeta lírico y dramático,

costumbrista, periodista y novelista. Escribió folletos, libros, periódicos. Entre sus obras —la

lista completa, detallada, amenazaría interminable— descuellan Alacena de frioleras, Ratos

entretenidos, El conductor eléctrico, el ya mencionado Periquillo Sarniento, La Quijotita y

su prima, Noches tristes y días alegres y El negro sensible.

domingo, 29 de octubre de 2023

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ por XAVIER VILLAURRUTIA. FUENTE: OBRAS COMPLETAS. FONDO DE CULTURA ECONÓMICA





SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ

ESTA tarde voy a tratar de captar la atención de ustedes hablando de un tema que me es

particularmente grato. No es otro que el de la poesía de sor Juana Inés de la Cruz. Me

propongo darles una pequeña conferencia sin fechas. Pero como debe tener como toda regla su

excepción, daré una: la de su nacimiento y muerte (1651-1695).

Sor Juana Inés de la Cruz es un clásico mexicano. ¿Qué queremos decir con esto? Que es

un ejemplo, que es un autor ya suficientemente conocido y estudiado. Yo preferiría contestar

esta pregunta diciendo que sor Juana es un trasunto nuestro, porque es un autor con el cual, con

la cual, es posible aún convivir, vivir con ella, con su obra, que es un retrato fiel de ella,

puesto que con sor Juana y su obra tenemos un ejemplo de esa correspondencia perfecta entre

el ser y su expresión íntima.

Sor Juana es en este sentido de la convivencia un autor vivo, clásico: clásico quiere decir

vivo. Ésta es la forma en que yo prefiero definir el autor clásico. No marmóreo, estatuario y

correcto, ya definitivamente en un nicho, sino un autor que puede circular en torno nuestro, con

el cual podemos acompasar nuestra respiración. Los placeres que produce el tono, la obra de

su igual con sus semejantes, sobre todo cuando se conoce la obra de sor Juana en su amplitud,

son maravillosos. Porque con este clásico mexicano ha sucedido que se le conoce sobre todo

por las antologías; es decir, por selecciones parciales.

A la vista de esta selección parcial, limitada, pequeña, la obra de sor Juana, tan difícil de

encontrar en las ediciones antiguas, se crea en los escritores mexicanos de este siglo la

necesidad no sólo de gozar ellos personalmente, que tienen a su alcance sus obras, sino el

deseo de participar este placer a los demás, a las mayorías. El placer que no se comparte no

es placer. El placer es siempre, o casi siempre, entre dos o entre muchos. La necesidad de

contar con ediciones modernas de sor Juana se hace sentir desde fines del siglo XIX. Menéndez

y Pelayo, el gran crítico español que tiene tanta influencia en la literatura mexicana, fue el

primero en pedir, en expresar su deseo de que la obra de sor Juana fuera publicada en

ediciones modernas al alcance de todos.

Su obra ofrece dificultades. Sor Juana es un autor conceptista, un autor barroco. Sus

ediciones antiguas están plagadas de errores, y hubo necesidad de establecer textos sobre

aquellos puntos exóticos. Esto era lo que pedía Menéndez y Pelayo y que al fin se ha logrado

en una moderna edición que apareció hace poco en Buenos Aires.

¿Quiénes la han estudiado en México modernamente? Desde luego Henríquez Ureña;

después Manuel Toussaint, Ermilo Abreu Gómez, y otro crítico contemporáneo nuestro, que ha

dedicado gran parte de su vida al trabajo y a la reproducción fiel de los textos de sor Juana,

pretendiendo poner al alcance del gran público lector versiones depuradas.

Las ediciones críticas modernas de los sonetos y de las endechas, las cuales he visto con

fervor, no pretenden ser las ediciones que han hecho Toussaint, Abreu Gómez y yo las últimas

de la monja, pero son ya, desde luego, las primeras que se pueden leer con facilidad. Hemos

modernizado la ortografía; hemos revisado la puntuación; hemos establecido los textos,

comparando las diversas ediciones que han salido llenas de errores.

Recientemente ha encontrado sor Juana un gran crítico moderno en la personalidad de Karl

Vossler, el gran maestro de filología románica, que ha traducido hasta el poema más oscuro y

más complejo: Primero sueño.

La obra de ella no es muy vasta, no muy numerosa, tiene la virtud de la concentración.

Escribió prosa y verso. De prosa, ha llegado hasta nosotros la Carta athenagórica, la crítica

al sermón de un jesuita, Antonio Vieyra. Revela en este escrito toda su fuerza teorética, fuerza

inexplicable, puesto que se trataba de una mujer que vivía dentro del margen raquítico de sus

tiempos. Después de esta carta, tenemos la dirigida a Sor Filotea. He aquí un escrito en prosa

de particular importancia para el conocimiento de la psicología de sor Juana. Fue escrita en

respuesta a la que el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, le dirigió con el

objeto de reducirla al orden. Le pareció que una mujer de esa época no debería tocar ni tratar

temas filosóficos con la valentía y la seguridad con que sor Juana lo hizo, y mucho menos

tocar ciertos temas que a la Iglesia le parecían peligrosos. Esta carta es además un documento

autobiográfico de primer orden.

Se han escrito algunas vidas sobre ella, pero éstas han tenido siempre la debilidad de ser

vidas no apoyadas en la realidad, sino fantásticas. El mismo Amado Nervo, que escribió un

libro sobre la monja, cayó en este error, no obstante que al alcance de todos está esa carta en

donde sor Juana hace un estudio delicado y agudo sobre su vida y la ofrece como si estuviera

grabada en una placa de metal. La misma carta es una confesión de primer orden y un

documento de valor inapreciable para el estudio de su figura. Además escribió en prosa otras

obras de menor importancia: ofrecimientos, ejercicios, oraciones, explicaciones y protestas de

fe.

Se le debe igualmente teatro: Los empeños de una casa; Amor es más laberinto, título

precioso de una obra que no está escrita toda de su mano, puesto que el segundo acto fue

redactado, compuesto, por un contemporáneo suyo llamado Juan de Guevara. Sobre teatro

religioso nos legó tres autos sacramentales: El divino Narciso, El mártir del Sacramento y El

cetro de san José. No es sor Juana Inés de la Cruz un autor de teatro de primer orden, pero sí

muy interesante para su época. La influencia de Calderón se dio en su teatro religioso. Además

de estas dos obras de teatro profano y tres de religioso, escribió tres loas, nueve letras

sagradas, cuatro letras profanas para cantar, porque sor Juana tiene, además de escritura,

música; algunos villancicos en forma dramática, que llegaron a once, y tres villancicos

deliciosos, fuera del teatro, encantadores, llenos de una música extraordinaria, de rimas

finísimas; el ya mencionado Primero sueño, poema largo de imitación deliberada, consciente,

confesado por ella misma, de las Soledades de Góngora, sólo que en una atmósfera y en un

clima que no es de Góngora, sino particular de la poetisa: la noche y el sueño; dentro de este

ambiente se desarrolla el poema complejo y difícil de sor Juana. Pero tal vez lo más

importante, y digo tal vez, aun cuando debí decir seguramente, resulta en sus poesías líricas.

En ellas toca casi todas las formas de la expresión, las formas clásicas, ideales. Tiene sesenta

y tres sonetos, cincuenta y nueve romanzas, nueve glosas, un ovillejo, diecisiete redondillas,

treinta y cuatro décimas, diez endechas y tres liras. Toda su obra está comprendida en las

ediciones antiguas en tres tomos. Los títulos de los poemas que aparecen en estas ediciones no

están redactados por la misma sor Juana, sino por sus antiguos editores, y debo decir a ustedes

que se han conservado por mera tradición, no están de acuerdo con el espíritu de la

composición.

No voy hablar de todos los aspectos de la poesía de sor Juana, ni de todo aquello que esta

poesía me despierta. Mi plática la voy a abordar desde un plan nuevo, aunque ya así lo han

hecho Menéndez y Pelayo y otros. Voy a hablar a ustedes de la curiosidad de sor Juana.

La curiosidad ha sido casi siempre apreciada desde un punto de vista muy especial; se le

ha considerado como una debilidad; también se dice que la curiosidad, así tomada

superficialmente, es algo propio únicamente de la mujer. Yo distingo dos clases de curiosidad:

la curiosidad de tipo masculino y la curiosidad de tipo femenino. Un hombre puede tener

curiosidad femenina y una mujer curiosidad masculina. Éste es el caso de sor Juana.

La curiosidad como una pasión que no acrecienta el poder del espíritu la podemos

personificar en Eva, que mordió por curiosidad el fruto prohibido. En Pandora, que movida

también por ese pensamiento abrió la caja que le habían prohibido. Ésta es una curiosidad de

tipo accidental; pero hay otro tipo de curiosidad, una curiosidad más seria, más profunda, que

es un producto del espíritu y que también es una fuente en el conocimiento. Esta curiosidad

como pasión, no como capricho —la curiosidad de Pandora es un capricho—, es la curiosidad

de sor Juana.

¿Qué es curiosidad por pasión? Yo la defino así: es una especie de avidez del espíritu y de

los sentidos que deteriora el gusto del presente en provecho de la aventura; es una especie de

riesgo que se hace más agudo a medida que el confort en que se vive es más largo. Este tipo de

curiosidad ¿por quién está representado? Como ejemplo puedo dar a ustedes un personaje. La

fábula, la novela, la poesía que encarnará esta belleza del espíritu que deja la comodidad del

espíritu para lanzarse a la aventura, para interesarse en ella, nos da Simbad el Marino. Simbad

el Marino, dueño de riquezas, no se conforma con su comodidad, con su holgura.

La comodidad y la holgura engendran el tedio, el aburrimiento. Ya Voltaire decía que el

tedio es el fruto de la triste falta de curiosidad. Una persona curiosa, con esa curiosidad

masculina, no se aburrirá jamás, porque la curiosidad es uno de los grandes motores que ha

tenido el mundo.

Simbad el Marino, rico y pobre en su riqueza, en cuanto el tedio lo amenaza abandona

riquezas y bienes y se lanza a la aventura. Naufraga, porque Simbad es un náufrago

incorregible. Pero este naufragio no le impide, una vez que ha vuelto a sentirse holgado y rico,

lanzarse a un segundo, a un tercero, hasta un séptimo viaje. Es el tipo de curiosidad que ahora

nos interesa.

Otro ejemplo de personaje conmovido, espoleado por esta pasión del espíritu, es Ulises.

Sus aventuras revelan una curiosidad de tipo científico. No era su viaje una simple aventura,

sino que perseguía un fin. Pues bien, sor Juana es para mí un representante de esta forma de

curiosidad masculina. Lo prueba su avidez de conocimiento; su valor para alejarse de la

comodidad, de abandonar todo aquello que le servía de marco dorado y esplendoroso en la

Corte de los Virreyes, y cuando llegó a ser una figura prominente, la vemos abandonar su

situación de privilegio para recluirse en un convento, no porque tuviera una vocación religiosa

muy pronunciada, ni muy profunda, sino porque la vida de la Corte le robaba la intimidad que

ella buscaba para hacer cada día más profundo su espíritu.

Este deseo de saber se inició desde su tierna edad. En su documento autobiográfico nos lo

dice: “Digo que no había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando mi madre a una

hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman amigas, me

llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que la daban lección, me encendí yo de

manera el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije que mi madre

ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero, por complacer al

donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la

desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi

madre, a quien la maestra lo ocultó por darle el gusto por entero y recibir el galardón por

junto”.

Desde una edad tempranísima, pues, despierta esta pasión por saber. Más tarde, muy poco

más tarde, porque sor Juana fue siempre precoz, oyó decir que en la Universidad de México se

estudiaba la ciencia. “Y apenas lo oí, cuando empecé a matar a mi madre con instantes e

importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a México, en casa de unos

deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad; ella no lo quiso hacer, e hizo muy

bien, pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que

bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a México, se

admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía

que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar.” Sigue el motor de la curiosidad. Va

dejando de ser la niña ocupada en las tareas de casa y preocupada en cambio en el afán de

conocimiento. Empezó a aprender la gramática en veinte lecciones, y además, se imponía

sacrificios para lograr el objeto de su aspiración en materia de conocimientos. Era entonces

cuando se cortaba el cabello, que era un adorno natural y que sigue siendo lo más apreciado

por las mujeres, y poniéndose algún plazo para aprender alguna disciplina, mientras no la

aprendía, se dejaba el cabello corto y no permitía que le creciera, sino hasta cuando lograba

alcanzar su fin.

Sor Juana no pudo vivir recluida en aquel pueblo y entonces, a base de ruegos e

insistencia, logró pasar a la capital de Nueva España. Después, por su talento natural, por la

fama que empezó a correr en México de su habilidad para escribir, para hacer versos, se le

llevó a la Corte, donde figuró. Todos conocen la anécdota de que una vez fue sometida a un

examen por los hombres más ingeniosos y sabios de Nueva España y que ella supo contestar

todas las preguntas sobre temas diversos: filosofía, ciencias naturales, etcétera.

Sor Juana era, además de muy curiosa, sensiblemente dinámica. Era muy bella. En la Corte

de los Virreyes tuvo, como era natural, proposiciones de matrimonio y aun lances de tipo

amoroso. Pero alrededor de esto sus biógrafos han hecho leyendas; se ha inventado que el

virrey estaba enamorado de ella, y una serie de inexactitudes. Ella misma nos dice en su carta

autobiográfica que abandonó la Corte para retirarse al convento por su incapacidad para el

matrimonio, por la poca inclinación que sentía, ya mujer mayor, para trabajos domésticos y la

vida hogareña. Lo que quería era que la dejaran sola para poder seguir cultivándose, para

poder seguir escribiendo.

Cuando sor Juana creyó que ya en el convento no iba a ser perseguida por el mundo, aun

allí, dentro del convento, las críticas en contra de una mujer excepcional de su tiempo la

persiguieron. Ella parece contestar a estas críticas en un soneto suyo que dice:

En perseguirme, mundo, ¿qué interesas?

¿En qué te ofendo, cuando sólo intento

poner bellezas en mi entendimiento

y no mi entendimiento en las bellezas?

Yo no estimo tesoros ni riquezas;

y así, siempre me causa más contento

poner riquezas en mi entendimiento

que no mi entendimiento en las riquezas.

Yo no estimo hermosura que, vencida,

es despojo civil de las edades,

ni riqueza me agrada fementida,

teniendo por mejor, en mis verdades,

consumir vanidades de la vida

que consumir la vida en vanidades.

Sor Juana Inés se recluyó en el convento y tuvo la fortuna de tener, hasta antes de la carta

que el obispo de Puebla le dirigió, tuvo la fortuna, repito, de poder vivir dentro del claustro

rodeada de libros, de aparatos científicos, de instrumentos musicales. Sólo más tarde, cuando

fue reprochada tan acremente por el obispo de Puebla, tuvo que deshacerse de sus libros. Fue

cuando ya se retiró de las letras, de la ciencia, de las artes en general, para entrar en otra vida.

Y esto nos lleva a otro aspecto de la vida y de la obra de la monja. No faltan textos de

literatura en los que se habla de su misticismo. No hay tal misticismo. No hay elementos

misteriosos en la obra de sor Juana. No fue tampoco una religiosa de un celo extremado, de un

ardor exagerado. Simplemente cumplía con las reglas. ¿Para qué cumplía con estas reglas?

Para tener tiempo de seguir en sus nuevas inquietudes, en su afán de saber.

Decía que para ella el estudio no era el deseo de saber más, sino de ignorar menos. Ésta es

su actitud en relación con el saber. Si nosotros examinamos, por ejemplo, su colección de

sonetos, nos encontramos que los de tema religioso son apenas unos cuantos. Claro está que

escribió preciosas obras de teatro religioso, pero fueron composiciones de circunstancia. Lo

más íntimo, lo más profundamente sorjuanístico no es de tipo religioso, menos aún de tipo

místico. Esto último hay que descartarlo para siempre. Sor Juana es más bien, ¡y qué bien!, una

poetisa de la inteligencia. Es la emoción de la inteligencia aguda la que se desprende de la

mayor parte de sus poesías. Colocada en un tiempo, en un momento literario en que el

conceptismo, que es una de las dos grandes formas del barroco, predominaba, era la moda.

Pero dentro de ella ¡cómo pudo desarrollar su talento de mujer inteligentísima que logró

despertar la emoción de la inteligencia!

La poesía de sor Juana es a un tiempo plástica por su forma, pero también tiene ese adorno

barroco tan característico del espíritu mexicano.

Es, pues, un poeta de la inteligencia, un poeta del concepto, una poetisa de la razón. Si

examinan por ejemplo la serie de sus sonetos sobre el amor, encontrarán una clave sobre este

tema. Estos sonetos pueden parecer fríos, si es que la inteligencia, que a mí no me parece,

admite este término. Pero sor Juana no es sólo una poetisa de la razón; es también un poeta del

sentimiento. Puede en ella predominar lo que llamaba yo en la conferencia pasada el poder

lógico de la palabra. Pero a veces también el poder mágico se enlaza, se conjuga, se casa en

un matrimonio de cielo e infierno, lo mágico con lo lógico en la poesía de sor Juana. Es

entonces cuando alcanza las notas más finas del lirismo más alto y a la vez más emotivo. Si

una serie de sus poemas puede ser considerada como un pequeño tratado de amor, al modo de

los tratados sobre el amor tan renacentistas, otras son verdaderas expresiones de íntimo

sentimiento. El amor, los celos, la ausencia, la esperanza, son los temas de sor Juana en la

mayoría de sus poemas; no son temas muy vastos, pero sí fundamentales. He aquí un poema

sobre la esperanza:

Diuturna enfermedad de la Esperanza,

que así entretienes mis cansados años

y en el fiel de los bienes y los daños

tienes en equilibrio la balanza;

que siempre suspendida, en la tardanza

de inclinarse, no dejan tus engaños

que lleguen a excederse en los tamaños

la desesperación o la confianza:

¿quién te ha quitado el nombre de homicida?

Pues lo eres más severa, si se advierte

que suspendes el alma entretenida;

y entre la infausta o la felice suerte,

no lo haces tú por conservar la vida

sino por dar más dilatada muerte.

Hay que distinguir en la poesía de sor Juana tres tipos de composiciones: las poesías que

podríamos llamar cortesanas, poesías de circunstancias; por otra parte, las poesías de ingenio,

de mero ingenio —ejercicio retórico—, de gran laboriosidad, que revelan una extraordinaria

habilidad y una facultad de que siempre fue dueña: improvisar con una rapidez asombrosa. A

sor Juana le daban en la Corte las rimas con que debía hacer un soneto y en seguida con esas

mismas rimas presentaba trabajos de una descripción de partes perfectamente lógica. Esto no

es la más importante de su obra, pero sí es de peso.

Las poesías de Corte son aquellas que seguramente llegaron a fastidiar, a llenar de tedio su

corazón. Ella tiene que hacer composiciones para los acontecimientos más destacados de la

vida cortesana. Lo hace con mucha habilidad y con mucha gracia y donaire. Pero la tercera en

que yo distribuyo su obra poética es la más importante: la lírica propiamente dicha. Por esta

parte, está considerada como el mejor poeta de habla española de su tiempo. Es verdad que ya

había sobrevenido la decadencia de la lírica española, después de ese momento de esplendor

que tuvo en los llamados Siglos de Oro. Pero ella es la última resonancia de esta gran época

de la poesía lírica de habla española. Voy a dar a ustedes una muestra de esa poesía lírica de

sor Juana, proplamente lírica, íntima, intensa, en donde no hay circunstancias: me refiero a un

soneto (he escogido los sonetos porque es más fácil dar a conocer cosas completas de sor

Juana Inés de la Cruz en éstos y no en sus magníficas liras o sus delicadas endechas). El sujeto

de la poesía de sor Juana se encuentra frente a su amado; el amado está desdeñoso con ella;

ella quisiera ablandar el corazón de su amado, pero no lo logra; ella quisiera que el amado

tocara su corazón para que se diera cuenta de que vive allí, sólo para él. Pero esto le parece

imposible. Y sor Juana va a encontrar una manera de que el amado vea y aun toque su corazón.

Dice así el soneto:

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,

como en tu rostro y tus acciones vía

que con palabras no te persuadía,

que el corazón me vieses deseaba;

y Amor, que mis intentos ayudaba,

venció lo que imposible parecía;

pues entre el llanto que el dolor vertía,

el corazón deshecho destilaba.

Baste ya de rigores, mi bien, baste:

no te atormenten más celos tiranos

ni el vil recelo tu quietud contraste

con sombras necias, con indicios vanos,

pues ya en líquido humor viste y tocaste

mi corazón deshecho entre tus manos.

Este soneto es tan excelente como los mejores sonetos de la lengua española. Las liras de

sor Juana tienen este alcance, esta profundidad; son verdaderas selecciones de las cosas

íntimas de una mujer que se expresa en toda su amplitud y reconditez.

Recientemente un escritor español, Pedro Salinas, publicó un ensayo sobre la monja, sobre

sor Juana. Se intitula el ensayo En busca de Juana de Asbaje. Después de leerlo nos damos

cuenta de que Salinas se lanzó a buscarla con el propósito de no encontrarla. Esto es

asombroso, y no valdría la pena detenerse a hablar de ello si no se tratara de un poeta como

Pedro Salinas, tan fino y tan delicado, y que además ha recorrido los caminos de la crítica con

cierto donaire y aun con cierto acierto. Salinas en la última crítica, la más reciente que se ha

hecho a la obra de sor Juana, llega a conclusiones que nos parecen exageradas e inexplicables.

Dice que sor Juana no tuvo un temperamento religioso muy grande y tomó el camino de la

religión para apartarse del mundo como a un postrer viaje. Al mismo tiempo que Salinas

acierta en esto, dice que sor Juana no nació para poeta. Esto es sospechoso. Hay en esto un

deseo de disminuir ciertos valores o una incomprensión fatal. Basta leer los sonetos

propiamente líricos de sor Juana, no los satíricos, no los de circunstancias; basta leer las

endechas o las liras para que la sola poesía de sor Juana responda a esta afirmación un tanto

apresurada. No quiero terminar sin dar a conocer a ustedes una composición, de un gusto

exquisito, que nos lleva a los mejores momentos de la poesía lírica de habla española. Es un

poema en que expresa el sentimiento de la ausencia.

Si lo oyen con atención, el resultado que se opere en ustedes será la mejor respuesta a

aquellos críticos que, como Salinas, han pretendido disminuir el valor todo de la monja.

Dice así:

Amado dueño mío,

escucha un rato mis cansadas quejas.

pues del viento las fío,

que breve las conduzca a tus orejas,

si no se desvanece el triste acento

como mis esperanzas en el viento.

Óyeme con los ojos.

ya que están tan distantes los oídos,

y de ausentes enojos

en ecos, de mi pluma mis gemidos;

y ya que a ti no llega mi voz ruda,

óyeme sordo pues me quejo muda.

Si del campo te agradas,

goza de sus frescuras venturosas,

sin que aquestas cansadas

lágrimas te detengan enfadosas;

que en él verás, si atento te entretienes,

ejemplos de mis males y mis bienes.

Si al arroyo parlero

ves, galán de las flores en el prado,

que, amante y lisonjero,

a cuantas mira intima su cuidado,

en su corriente mi dolor te avisa

que a costa de mi llanto tiene risa.

Si ves que triste llora

su esperanza marchita, en ramo verde,

tórtola gemidora,

en él y en ella mi dolor te acuerde,

que imitan, con verdor y con lamento,

él mi esperanza y ella mi tormento.

Si la flor delicada,

si la peña, que altiva no consiente

del tiempo ser hollada,

ambas me imitan, aunque variamente,

ya con fragilidad, ya con dureza,

mi dicha aquélla, y ésta mi firmeza.

Si ves el ciervo herido

que baja por el monte, acelerado,

buscando, dolorido,

alivio al mal en un arroyo helado,

y sediento al cristal se precipita,

no en el alivio, en el dolor me imita.

Si la liebre encogida

huye medrosa de los galgos fieros,

y por salvar la vida

no deja estampa de los pies ligeros,

tal mi esperanza, en dudas y recelos,

se ve acosada de villanos celos.

Si ves el cielo claro,

tal es la sencillez del alma mía;

y si, de luz avaro,

de tinieblas emboza el claro día,

es con su oscuridad y su inclemencia

imagen de mi vida en esta ausencia.

Así que, Fabio amado,

saber puedes mis males sin costarte

la noticia cuidado,

pues puedes de los campos informarte;

y pues yo a todo mi dolor ajusto,

saber mi pena sin dejar tu gusto.

Mas ¿cuándo, ¡ay, gloria mía!,

mereceré gozar tu luz serena?

¿Cuando llegará el día

que pongas dulce fin a tanta pena?

¿Cuándo veré tus ojos, dulce encanto,

y de los míos quitarás el llanto?

¿Cuándo tu voz sonora

herirá mis oídos, delicada,

y el alma que te adora,

de inundación de gozos anegada,

a recibirte con amante prisa

saldrá a los ojos desatada en risa?

¿Cuándo tu luz hermosa

revestirá de gloria mis sentidos?

¿Y cuándo yo, dichosa,

mis suspiros daré por bien perdidos,

teniendo en poco el precio de mi llanto,

que tanto ha de penar quien goza tanto?

¿Cuándo de tu apacible

rostro alegre veré el semblante afable,

y aquel bien indecible,

a toda humana pluma inexplicable,

que mal se ceñirá a lo definido

lo que no cabe en todo lo sentido?

Ven, pues, mi prenda amada;

que ya fallece mi cansada vida

de esta ausencia pesada;

ven, pues: que mientras tarda tu venida,

aunque me cueste su verdor enojos,

regaré mi esperanza con mis ojos.

martes, 26 de octubre de 2021

Serna Enrique - El Vendedor De Silencio. PREMIO XAVIER VILLAURRUTIA. NOVELA. AÑO: 2019. FRAGMENTO.

 



 Serna Enrique - El Vendedor De Silencio 

«No pedía mucho, carajo, sólo que lo dejaran prostituirse a su modo.»

A mediados del siglo XX, Carlos Denegri era el líder de opinión más influyente de México. Reportero estrella del diario Excélsior, tenía una red de contactos internacionales envidiada por todos los periodistas. Mimado por el poder, como columnista político sobresalió por su falta de escrúpulos, al grado de que Julio Scherer lo llamó “el mejor y el más vil de los reporteros”.

Industrializó el “chayote” cuando esa palabra todavía no se usaba en la jerga política. En su Fichero Político, donde fungía como vocero extraoficial de la Presidencia y cobraba todas las menciones, podía difamar a cualquiera con impunidad absoluta. Según Carlos Monsiváis, un coscorrón en esa columna representaba “una temporada en el infierno” para cualquier aspirante a un cargo público. Aunque ganaba millones por publicar alabanzas, se hizo más rico aún por medio de la extorsión, callándose lo que sabía de sus poderosos clientes.

La personalidad pública de Carlos Denegri es indisociable de las atroces vejaciones misóginas que cometió en su vida privada. Era tan prepotente y déspota en el trato con las mujeres como en el periodismo, de modo que su patología fue a la vez íntima y social.

Radiografía del machismo a la mexicana y epitafio de la dictadura perfecta, esta novela es un estudio de carácter incisivo y mordaz, sustentado en un arduo trabajo de investigación, que por momentos linda con la farsa trágica. Enrique Serna vuelve a una de sus vetas narrativas predilectas, la reconstrucción del pasado, para entregarnos un fresco histórico apasionante.

 


 A mi padre,

Ricardo Serna Rivera

 


I. El asedio

 

Una mañana fría, embadurnada de gris, Carlos Denegri llegó a trabajar con la voluntad reblandecida por una desazón de origen oscuro. La mala vida le pasaba factura, ¿o ese malestar indefinido tenía quizás otra causa, la soledad, por ejemplo? Por la ventana del auto, un Galaxie verde botella con vidrios polarizados, aspiró con melancolía el olor a tierra mojada del Parque Esparza Oteo, anegado por las lluvias de agosto, que en circunstancias normales hubiera debido reconfortarlo. Esta vez no fue así: la bocanada de oxígeno agravó su languidez. Eloy, un guarura con cuello de toro, ágil a pesar de su corpulencia, giró la cabeza como un periscopio y al comprobar que no había peligro en la calle le abrió la puerta trasera del carro. Lo había disfrazado de fotógrafo, con el estuche de una cámara Nokia colgado del hombro, para camuflar la escuadra 38 súper. Así llamaba menos la atención en los lugares públicos. Los alardes de poder estaban bien para los políticos y los magnates, no para un periodista que frente a ellos debía aparentar humildad.

—Le llevas el cheque a mi madre, luego te vas a pagar la luz y regresas antes de mediodía —ordenó a Bertoldo, su chofer, un joven circunspecto de ojos saltones, con una rala piocha de sacerdote mexica—. Ah, y de una vez échale gasolina.

Como el aguacero de la noche anterior había encharcado la banqueta, tuvo que dar un rodeo para llegar a la puerta del edificio con los zapatos secos. En el elevador se recetó una sobredosis de trabajo para vencer la flojedad del ánimo que arrastraba desde su regreso de Europa, dos semanas atrás. ¿Lo afectó la altura, la fealdad de México, una repentina falta de fe en sí mismo? Ojalá lo supiera. A sus 57 años, entre el otoño y el invierno de la vida, esa falta de entusiasmo quizá fuera simplemente un achaque de la vejez. Pero no debía caer en la introspección mórbida. Lo mejor en esos casos era levantar una barricada de indiferencia, sin pensar demasiado en sí mismo. Salió del elevador con un paso enérgico y saltarín, el paso del superhombre que le hubiera gustado ser, y dio los buenos días a Evelia, su secretaria, una coqueta profesional que hacía denodados esfuerzos por conquistarlo. No le sentaba mal el atrevido escote que llevaba esa mañana y sin embargo resistió estoicamente la tentación de mirarle las tetas. Estaba buena pero era inculta y vulgar, una peladita empeñosa con ideales de superación personal. Si cometiera el error de cogérsela, aunque sólo fuera una vez, trataría de iniciar un romance en regla y tendría que pararla en seco. Resultado: un ambiente de trabajo tenso, con fricciones y rencores a flor de piel. Ni pensarlo, demasiados líos por diez minutos de placer.

En su despacho, alegre y bien iluminado, con plantas de sombra que Evelia cuidaba con esmero, colgó el saco en una percha y se arrellanó en la silla giratoria, acariciando con suficiencia la superficie tersa de su escritorio, un magnífico mueble de palo de rosa, con las asas de los cajones chapadas en oro. Dos símbolos patrios engalanaban la pared del fondo: una Guadalupana del siglo XVII, atribuida a Cristóbal de Villalpando, y una bandera tricolor antigua, con el águila de frente, que le había regalado un ex secretario de la Defensa. Del lado derecho, junto a la puerta, un friso de fotos en blanco y negro, en el que departía con los últimos cinco presidentes de la República, desde Ávila Camacho hasta Díaz Ordaz, proclamaba su interlocución privilegiada con el poder y el carácter hasta cierto punto inmutable de su celebridad. Era lo primero que los visitantes veían al entrar y lo había colocado ahí justamente para enseñarles con quién estaban tratando. En la pared opuesta, junto al diploma de Doctor Honoris Causa que le había concedido la Universidad Autónoma de Baja California, una placa dorada de la Associated Press lo acreditaba como “uno de los diez periodistas más influyentes del mundo”. Al centro, entre las preseas que le habían otorgado los gobiernos de Bolivia, Francia, Indonesia y Guatemala (dos bandejas de plata, un busto en bronce de Simón Bolívar, una medalla de oro con la efigie del presidente Sukarno) refulgía la joya de la corona: una carta membretada con el escudo del gobierno yanqui en la que el mártir John F. Kennedy lo felicitaba “por su valiosa contribución a tender puentes de amistad entre México y Estados Unidos”.

Con un vaivén de caderas digno de mejor causa, Evelia vino a traerle una taza de café y su agenda del día: a las doce y media, entrevista con el secretario de Agricultura Juan Gil Preciado; a las tres, comida en el Prendes con su compadre Francisco Galindo Ochoa; a las cinco, junta en Los Pinos con el vocero presidencial Fernando M. Garza. Qué ganas de largarse a su rancho en Texcoco y mandarlo todo al carajo. Desde principios de mayo no había podido montar a caballo, tal vez por eso andaba tan chípil. La verdad era que ya podía jubilarse con la nada despreciable fortuna acumulada en sus treinta años de periodista. Ninguna necesidad tenía de andar en el tráfago de los aeropuertos, las conferencias de prensa, las fatigosas pesquisas en busca de exclusivas. Pero el retiro significaría inactividad, aislamiento, exceso de tiempo libre, borracheras sin freno, recapitulaciones inútiles del pasado. No, mejor seguirle chingando: para bien o para mal era un animal de trabajo.

Pidió a Evelia que no le pasara llamadas, colocó la silla giratoria frente a la mesita lateral, donde la Remington ya tenía enrolladas dos cuartillas con un papel carbón en medio, y se puso a escribir la columna Buenos Días, que publicaba cuatro veces a la semana en Excélsior. El tema del momento era la rebelión de Carlos Madrazo, el ex presidente del PRI, que tras su fallida lucha por democratizar el partido, ahora quería formar el suyo y se dedicaba a recorrer las universidades del país en giras de proselitismo.

La semana anterior había criticado el presidencialismo vertical y autoritario, una declaración que sacó ámpula en Los Pinos. El traidor ese ya le colmó el plato al señor presidente, dele un soplamocos, don Carlos, le había pedido Joaquín Cisneros, el secretario particular de Díaz Ordaz y ante una orden del mero mero, un periodista institucional como él sólo podía cuadrarse.

“El temerario intento de Madrazo por socavar las instituciones a las que debe su carrera política se topará indefectiblemente con el rechazo del pueblo, que reconoce a leguas a los aventureros de la política, a los falsos profetas movidos por ambiciones bastardas.” Olé, matador, un vaticinio tiene más autoridad que un comentario. Los lectores sagaces, los exégetas acostumbrados a leer entre líneas, sabrían que al pronosticar el fracaso de ese renegado estaba hablando a nombre del presidente. Era Díaz Ordaz, no el pueblo, quien haría fracasar “indefectiblemente” a Madrazo si porfiaba en su rebeldía. Su artículo encerraba, pues, una amenaza encubierta que haría temblar al interpelado. “No es lícito ni prudente que, por una mezcla de revanchismo y megalomanía, el licenciado Madrazo pretenda manipular a la juventud como un agitador de plazuela. Su campaña sólo puede beneficiar a los enemigos de México, a los profesionales del rencor que buscan provocar el derrumbe de las instituciones para medrar en el río revuelto de la anarquía.” Y ahora la patada en los huevos: “Quienes acuden a las conferencias de Madrazo, jóvenes confundidos por su demagogia, deberían tener presente que en 1942, cuando estaba vigente el Programa Bracero, ese demócrata impoluto perdió el fuero de diputado y estuvo en prisión por lucrar con los permisos concedidos a los trabajadores temporales que aspiraban a obtener empleo en Estados Unidos”.

Chipote con sangre, se vale sobar, cabrón. Y pensar que Madrazo, cuando era gobernador de Tabasco, lo había tratado a cuerpo de rey en la Quinta Grijalva y hasta le regaló una cabecita olmeca de obsidiana. Era un tipo bien intencionado, con más luces que el común de los políticos y la mera verdad, su tentativa democratizadora sería benéfica si contara con el apoyo del presidente. Él mismo había pedido una reforma como ésa en decenas de artículos, que por fortuna los lectores desmemoriados no recordaban ya. Pero Madrazo quería revolucionar el sistema desde sus bases y Díaz Ordaz le advirtió que no llegara tan lejos. ¿Quién le mandaba saltarse las trancas? Lo sentía mucho, pero él no era un quijotesco defensor de causas perdidas, y remató la columna con un exhorto a los jóvenes engañados por el falso mesías. “Bienvenidas sean las inquietudes políticas de los universitarios, siempre y cuando tengan un espíritu constructivo y sigan los cauces legales.

Pero los atolondrados que aplauden a ese agitador revanchista están cayendo en un peligroso garlito. Los ídolos de barro se desploman al primer soplo de viento. Vuelvan a sus libros y estudien con tesón, lejos de la grilla que todo lo corrompe.”

Al sacar el artículo del carrete vio por el ventanal a una guapa madre de familia que cuidaba a dos niños en una banca del parque, mientras ellos se columpiaban. Mamita chula, qué lindas piernas. Salió al balcón para verla mejor. Ya le había echado el ojo semanas atrás, pero esa mañana estaba irresistible. Ha de ser norteña, pensó, en Mesoamérica no se dan hembras tan bien plantadas, acá el mestizaje salió muy mal. Tal vez necesitara una mujer como ella para vencer el desasosiego, la ansiedad de sentirse huérfano en el umbral de la vejez. Los niños ya se habían bajado del columpio y ahora los tres cruzaban el parque rumbo a la esquina de Nueva York y Dakota. No te quedes aquí aplastado, pensó, si tanto te gusta corre a buscarla. Descolgó su saco, salió al pasillo y en vez de tomar el lento elevador, bajó las escaleras corriendo. En el parque ya no estaba, qué lástima, pero al mirar hacia la derecha la vio en la farmacia de la esquina, donde sus niños estaban sacando paletas heladas de una nevera. Corrió hacia allá, sin importarle mancharse los zapatos de lodo en los andadores del parque. De cerca la señora era más hermosa todavía, una odalisca de tez apiñonada y ojazos negros, con un porte distinguido que denotaba buena crianza. Las formas insinuadas por debajo de su vestido le amotinaron la sangre. En la vitrina de la farmacia había algunos juguetes en exhibición. Mientras los niños chupaban sus paletas se apresuró a comprarles un barquito y un avión Revell Lodela para armar.

—Se adelantó Santa Claus, chamacos, miren lo que les trajo —les entregó los juguetes con una mirada de soslayo dirigida a la mamá. Pero ella hizo una mueca recelosa, tomándolo quizá por un robachicos.

—Devuélvanle los regalos al señor.

El mayor obedeció, pero el menor, pecoso y con cara de pícaro, estaba fascinado con el regalo y se resistió a entregarlo.

—Que se lo devuelvas, te digo.

—No me lo tome a mal, señora —intervino Denegri—, me caen muy bien sus chamacos. Mi oficina queda enfrente del parque y a cada rato los veo jugar.

—Perdone usted, pero mis hijos no aceptan regalos de desconocidos.

—Si ese es el problema, enseguida me presento: Carlos Denegri, a sus órdenes —tendió la mano, pero la desconfiada mujer no se la estrechó.

—¿El Denegri de la televisión?

Asintió con la misma sonrisa de caramelo rancio que prodigaba en su programa.

—¿Y usted cómo se llama?

—Natalia Urrutia, mucho gusto.

Finalmente el bombón accedió a darle la mano. Bendita tele, cuántas puertas y cuántas piernas abría. No llevaba anillo de bodas, albricias. ¿Sería quizá una divorciada liberal y sin compromiso? Había acertado, entonces, en la táctica de ablandarla por el lado de los niños.

Debía comportarse como un pretendiente con vocación de padre.

—Usted es del norte, ¿verdad?

—De Chihuahua, ¿cómo lo supo?

—Por su acento y por su belleza. Yo tengo familia en Sonora y conozco bien a la gente de allá.

El piropo la puso a la defensiva y volvió a ordenarle al hijo pequeño que devolviera el juguete.

—No sea cruel, mire cómo lo abraza.

Natalia se lo tuvo que arrancar de las manos.

—Bueno, si usted insiste me quedo con los juguetes, pero me gustaría acompañarla a su casa, si no le importa.

Natalia no se pudo negar. Por el camino vieron pasar a un joven melenudo y Denegri le contó la anécdota de un reciente viaje a Nueva York, donde había confundido a un hippie con una mujer en un mingitorio, viéndolo de espaldas, y salió muy apenado, creyendo que estaba en el baño de damas.

—Como ellas también llevan pantalones, ahora es imposible distinguirlos. A este paso vamos a orinar todos en el mismo lugar.

La tímida sonrisa de Natalia le permitió admirar los lindos hoyuelos de sus mejillas.

Envalentonado por ese pequeño triunfo, cuando llegaron a su domicilio, en la esquina de Texas y Pensilvania, intentó coronar la faena con un pase de pecho.

—Me encantaría poder invitarla a comer un día de estos. ¿Por qué no me da su teléfono y…?

—Gracias, pero no puedo —lo interrumpió Natalia, tajante—. Estos condenados dan mucha lata y no tengo con quién dejarlos.

A pesar de la previsible negativa, claro indicador de que la señora se cotizaba muy alto, volvió a la oficina convencido de haberle causado buena impresión. Nada lo gratificaba más que medir el efecto de su nombre sobre las mujeres. Caería, sin duda caería, el halago de ser cortejada por un periodista famoso vencía cualquier resistencia. No es ningún pobre diablo el que anda detrás de tus huesos, mamita, se ufanó al verse en el espejo del ascensor.

El poder seduce, cómo chingados no. De vuelta en la oficina buscó en las páginas blancas del directorio el número telefónico de Natalia Urrutia. Mala suerte, no había ningún teléfono registrado con ese nombre.

—Dígale a Sóstenes que venga —ordenó a Evelia.

Sóstenes Aguilar era el más veterano de sus ayudantes, un reportero cuarentón que lo abastecía de chismes para la Miscelánea del Jueves, su columna de sociales. Tenía una cara cetrina de vampiro bohemio, el color de piel que predominaba en las redacciones de los diarios, donde la gente dormía mal, se asoleaba poco y bebía mucho. Con el saco raído y los zapatos raspados, el pobre Sóstenes habría podido recoger limosna en cualquier semáforo.

—Dígame, jefe.

Anotó la dirección de Natalia y le pidió que averiguara en Teléfonos de México cuál era el número asignado a esa dirección.

—Va a estar difícil. Esa información nomás se la dan a la policía.

—Llama a la secretaria del director. Dile que hablas de mi parte y si te pone trabas yo me comunico personalmente con su jefe.

Cuando Sóstenes iba de salida le pidió que se detuviera y se sacó de la cartera un billete de a quinientos.

—Toma, hermano, para que te compres un saco decente. Pero no te lo vayas a beber ¿eh?

Trémulo de gratitud, Sóstenes le aseguró que iría directo a una tienda de ropa. Como había perdido media hora en su intento de ligue, tuvo que salir disparado a la cita con el secretario de Agricultura y pidió a Bertoldo que pisara el acelerador a fondo. Total, si los paraba algún tamarindo le mostraría el tarjetón que lo acreditaba como colaborador de la Presidencia y hasta escolta llevaría en el camino. En menos de quince minutos llegaron al edificio de la secretaría en la Glorieta de Colón, en Paseo de la Reforma. Un solícito y atildado ayudante de Gil Preciado, el ingeniero Acuña, ya lo estaba esperando en la recepción.

—Es un honor recibirlo, señor Denegri, pásele por acá —dijo y lo escoltó, “por tratarse de usted”, al elevador privado del señor secretario.

La suntuosa oficina de Gil Preciado abarcaba todo el penthouse del edificio. En la antesala saludó efusivamente a Norma, su secretaria, tuteándola con una calidez paternal.

Cultivaba la amistad de todas las cancerberas que podían abrirle puertas en los altos círculos de la administración pública y se sabía sus nombres de memoria.

—Te veo más esbelta, pareces una modelo de Vogue.

—Sólo me quité los postres y las harinas. Gracias por tu detallazo —Norma le mostró el flamante reloj H. Steele con extensible dorado que llevaba puesto.

—En tu muñeca se ve más bonito.

Cien relojes baratones como ése, repartidos entre secretarias y ayudantes, le redituaban cada año una buena cantidad de exclusivas. Norma lo pasó rápidamente a la oficina de su jefe, que ya lo esperaba de pie con los brazos abiertos. Gil Preciado empezaba a quedarse calvo, tenía la nariz ganchuda y una mirada de viejo zorro curtido en las lides de la alta y la baja política.

—Qué gusto de verte, Carlitos —el secretario lo abrazó con un vigor campirano—.

¿Cómo te fue por las Europas? Leí tus entrevistas con U Thant y André Malraux.

Estupendas, como siempre.

Detrás de su escritorio, el retrato del presidente Díaz Ordaz, con la banda tricolor en el pecho, invitaba a rendirle pleitesía. Del lado izquierdo, la vista panorámica de la ciudad, con el Bosque de Chapultepec al fondo, infundía una sedante sensación de poderío. Cuando el secretario, cigarrillo en mano, se apoltronó en la silla giratoria, Denegri le disparó una serie de preguntas sin filo crítico, pulcramente calculadas para halagarlo: ¿Se han cumplido las metas de productividad fijadas por la Secretaría? ¿Cuáles son los obstáculos para financiar la pequeña propiedad agrícola? ¿Aumentarán los créditos a los ejidatarios? ¿Se han respetado los precios de garantía de los productos básicos? Con engolada voz de locutor, Gil Preciado presumió la exitosa regularización de ejidos emprendida durante su gestión y se ufanó de haber logrado, por segundo año consecutivo, la autosuficiencia de México en maíz, café, trigo, henequén y sorgo.

Archivo del blog

Selección y prólogo de Sylvia Molloy

  LA VIAJERA Y SUS SOMBRAS Crónica de un aprendizaje Selección y prólogo de Sylvia Molloy La viajera y sus sombras presenta diversos escrito...

Páginas