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viernes, 8 de marzo de 2024

DIARIOS STEFAN ZWEIG EDICIÓN DE KNUT BECK PREFACIO DE MAURICIO WIESENTHAL TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN DE TERESA RUIZ ROSAS

 


DIARIOS

STEFAN ZWEIG

EDICIÓN DE KNUT BECK

PREFACIO DE

MAURICIO WIESENTHAL

TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN

DE TERESA RUIZ ROSAS

[-] Este símbolo indica una inserción o una anotación al margen

en una página del diario.

‡ Este símbolo indica personajes, obras o situaciones sobre los

que no ha sido posible encontrar información.

[=] Junto a la fecha apuntada por Zweig, se indica la correcta

entre corchetes y precedida del signo igual.

MEMORIAL ZWEIG

Hay obras cuya aparición es una fiesta. Sólo cabe celebrarlas, y

más cuando se publican en una editorial que atesora un catálogo

nutrido y selecto de clásicos y de grandes autores contemporáneos,

como es el caso de Acantilado: referencia fundamental en la

bibliografía de Stefan Zweig.

Además de su obra genial como narrador, celador de la memoria

de nuestros maestros, pensador libre, guía excepcional de la

cultura, degustador de la vida y cautivador ensayista, nadie ha

superado a Zweig en la tarea de interpretar la historia de Europa en

la primera mitad del siglo XX, porque sus libros autobiográficos

(memorias, ensayos y estos Diarios que ofrecemos ahora en lengua

española) no sólo nos cuentan lo sucedido, sino que además nos

permiten compartirlo.

Desde su creación, Acantilado se propuso el difícil reto de

recuperar la obra de Zweig, dotándola de renovada presencia y

apoyándola en mayor rigor crítico para beneficio de los bibliófilos y

disfrute de los lectores. Hemos celebrado así la aparición de tantas

obras famosas o incluso inéditas del gran maestro europeo, en un

caudaloso río que sigue y seguirá fluyendo—pues nuestro autor fue

prolífico—en versiones fieles, corregidas y revisadas, ofrecidas en

traducciones magistrales, y acompañadas de anotaciones y estudios

que nos descubren secretos inesperados de la obra y la vida de su

autor.

Stefan Zweig, el humanista, el descubridor de vidas olvidadas, el

poeta de Europa, el luchador de la libertad, el maestro de la

memoria de nuestra cultura y el faro de tantas generaciones que

tenemos con él una deuda impagable fue el último creador de mitos

en una época donde todavía se podía ocultar—no ignorar—una

parte de la realidad: una tarea homérica que hemos perdido en este

tiempo decadente, sometido a la violencia dogmática y chulesca de

unos ignorantes que pretenden saberlo todo. Se pierde así la sabia

cautela de embellecer y humanizar las cosas y los hechos,

olvidando que las vidas necesitan ser amparadas y las verdades

requieren sereno reposo en el consuelo del espíritu, en la literatura,

en el arte y en la belleza. La filosofía es búsqueda aplicada, curiosa,

anhelante y sensible de la realidad, y los antiguos griegos nos

enseñaron a perseguir ese desvelo (ellos lo llamaban alétheia).

Aprendí en Zweig el gusto por estas palabras que tienen en un

idioma muchos niveles de interpretación porque crean «veladuras»

(sigamos poniendo velos) y son más artísticas y literarias, como este

término desvelo que puede significar lo mismo ‘insomnio’ que

‘anhelo’, o también ‘atención’ y ‘acto de quitar un velo’ (desvelar).

Por eso la sabiduría decae y desfallece en épocas como la nuestra,

atolondrada y soberbia, en la que unos corsarios sin ley creen

posible conquistar el cielo arrancando los velos y asaltando a los

dioses, y especialmente a las diosas, porque son las mujeres

quienes guardaron y sublimaron el poder de los velos (urdimbres y

tramas, luces y sombras, distancias y fugas, lunas y estrellas).

De una guisa más brutal y cruda fueron siempre los bárbaros:

matones que destruían todo lo civilizado porque eran incapaces de

entender que el misterio y el mito deben celarse en seguro templo, e

ignoraban que el respeto de lo bello no debe ser profanado ni

violado, aun cuando los seres humanos—los hijos de Prometeo—

conozcamos una verdad más blasfema y ardiente y sepamos dónde

está el fuego.

Los pueblos cultos de la Antigüedad sabían, por el contrario, que

la cultura, el culto y el arte exigen también ficción, y por esa razón—

pura razón—una diosa seguía siendo virgen, aunque un bruto como

Vulcano presumiese de acostarse con ella. La vida tiende al pudor,

condición que es incluso visible en el estudio de la naturaleza, en las

más bellas estructuras cristalográficas (escondidas en honda mina),

en los ritos animales de exhibición que muestran el buche o la

pluma y juegan a la danza—dilatando el momento del sexo—y en

las formas nucleares de la biología, protegidas por membranas y

fluidos que mantienen en torno a la célula una armonía de presiones

y tensiones.

A la «era de la sospecha» que vivió Zweig ha seguido en el siglo

XXI el tiempo del derribo, la denuncia y la acusación. No puede

revelarse ninguna sabiduría ni belleza en la violencia y la violación,

porque el placer de descubrir exige traspasar con vigilancia el manto

del amor (filosofía), el velo de la piedad, la gasa de la clemencia y la

materia del vestido con todos sus adornos, cortes, encajes y brillos.

Desvestir no es desnudar. Se necesita un conocimiento universal de

la cultura para situar a los hombres y los hechos en su entorno,

valorándolos en todas sus dimensiones.

Para entender a un autor tan complejo como Zweig—pese a la

aparente sencillez de su estilo, que forma parte de sus modales de

cortesía—se necesita conocer ampliamente su obra, pues escribió

sobre temas muy variados que reclaman amplia curiosidad

intelectual y buena formación cultural en el lector.

La primera cúpula de este «Memorial Zweig» que levantó

Acantilado fue la definitiva edición en español de El mundo de ayer.

Memorias de un europeo. La habían precedido ya varias obras de

Zweig y seguirían muchas otras, contando también con estudios

colaterales, correspondencia y testimonios de sus amigos, pues la

idea de construir conjuntos culturales coherentes—una Biblioteca

para grandes lectores, bibliófilos y estudiosos—ha sido uno de los

valores distintivos de la editorial.

Se culmina hoy una etapa fundamental en la construcción del

«Memorial Zweig» al publicar en lengua española los Diarios del

autor: un tesoro que, tras años de traducción, documentación y

trabajo, constituye otra de las torres de este monumento. Gracias a

un equipo selecto se ha logrado llevar a término la valiosa tarea. Y

es justo decir que ningún lector en lengua española puede hoy

conocer rigurosamente a Zweig sin acceder a este gran memorial.

Mejor que con palabras cabría acompañar con música estos

Diarios (un kadish funeral, siendo Zweig judío), o un cortejo que

proclamase la única verdad humanista: «¡Ha vivido, ha vivido!»,

como gritaban los antiguos griegos en los entierros de sus héroes.

Más allá del respeto—forma irrefutable de la poesía—, acepto el

honroso papel de último escolta en la edición de estos Diarios, sólo

porque así me es dado acompañar a los que quieran seguir sus

huellas. Es muy curiosa y reveladora «la lectura a la inversa» de

unos Diarios. Lo importante para el lector es llegar a conocer bien al

autor, y tanto vale encontrarlo de ida como de vuelta.

El diario nos otorga un privilegio cuando nos permite situarnos

junto al autor y seguir el cauce de su vida. El ensayo biográfico, la

literatura epistolar, la autobiografía y las memorias no ofrecen esta

prebenda ni este provecho, ya que nos lo dan todo interpretado,

seleccionado, armado y vertebrado, digerido y filtrado por el autor.

En suma, los Diarios ofrecen abundante juego y disfrute, más amplio

campo de intriga, más posibilidades de descubrimiento, mayores

opciones de interacción en la lectura y muy variada diversión para el

lector, dado que éste puede participar en la trama. Hasta las notas

que acompañan al texto en este magistral trabajo de edición son

divertidas y sustanciosas. Cada detalle nos permite adivinar,

predecir y pensar el transcurso de una vida, sabiendo ya el

desenlace que no conocía el propio autor. Conocemos incluso los

nombres de los «asesinos» en este thriller vertiginoso y

escalofriante de la vida de Zweig. ¡Magnífico y genial spoiler, como

dirían hoy los aficionados al cine!

Uno de los encantamientos que ofrecen los libros es que tienen

una lectura diferente en cada tiempo, según la época y la hora en

que los aborda el lector. Los Diarios de Zweig son para nosotros

más interesantes en este momento del siglo XXI que cuando el

autor los escribió desde 1912 a 1940. Hoy pueden leerse como un

viaje al pasado, y eso los hace novelescos, curiosos, entretenidos y

tan reveladores. Estas páginas ofrecerán un disfrute maravilloso a

quienes hayan leído El mundo de ayer, las Cartas de Joseph Roth,

la Correspondencia de Friderike Zweig, y a cuantos conozcan la

vida y la obra del autor. Los lectores podrán compartir activamente

la lectura de estas páginas—igual que el coro de la tragedia griega

recitaba sus advertencias y lamentos a medida que se desarrollaba

el drama—, observando cómo nuestro personaje se dirige

inexorablemente hacia su fatum.

¿Cómo un hombre nacido en un tiempo feliz, y en una familia

privilegiada por la fortuna, pudo perderse en un final tan dramático?

Pero también, ¿cómo un carácter tan tímido y pesimista fue capaz

de ser el nudo de relación de tantos seres humanos, creando un

culto a la amistad y a la lealtad como el que unió a los amigos de

Zweig? Y ¿hasta qué punto las circunstancias adversas y los vientos

contrarios no son los que empujan precisamente el ánimo de los

grandes navegantes y de los adelantados de la ciencia y de la

cultura, a los que Zweig dedicó tanta atención y páginas

deslumbrantes?

En estos Diarios sentimos cómo el avance del sectarismo y de la

razón fanática (tan terrible es la razón encadenada como el delirio

del loco) iba acorralando y flagelando a este escritor humanista que

intentaba crear contra su tiempo una obra sublime de tolerancia y

comprensión, continuadora del testamento que nos legaron sus

maestros Erasmo y Montaigne. El estruendo de su propio tiempo—

gritos autoritarios, pronunciamientos, camisas negras, banderas

rojas, cruces gamadas y bombardeos—le obligó a veces a levantar

su tono, de natural sensato y moderado, llevándolo hasta el

manifiesto más enérgico, como había hecho ya su amigo Romain

Rolland en Más allá de la contienda. Hay que comprender que en el

vendaval de locura que le tocó vivir no había trinchera ni tregua: ni

las víctimas podían escapar de los verdugos, ni los libros se

salvaban de las hogueras, ni las catedrales más nobles y hermosas

del Viejo Continente se libraban de los bombardeos.

Los lectores más fieles de Zweig que han leído y releído El

mundo de ayer no sólo conocen ya su destino y su fin, sino que lo

han acompañado en sus lúcidas opiniones, en su lucha humanista,

en sus evocaciones de los escenarios felices que contemplaba con

romántica melancolía, y también en sus tenebrosas inquietudes de

profeta jeremíaco que—desgraciadamente—siempre acertaba.

Las memorias y los Diarios de Zweig tienen precisamente el

valor de que no son un simple relato descriptivo, sino también un

retrato de su época: un cuadro pintado con la subjetividad y la

pasión de un artista, pero también con la autoridad de un intérprete

que vivió en primera línea los acontecimientos. Sus libros no podían

estar escritos de otra manera, porque siendo un humanista no fue

un sadhu pacifista y contemplativo, sino un hombre de combate—

declarado enemigo de la violencia—y un sublime escritor dotado de

fulgurante curiosidad y cultura.

Las páginas autobiográficas de Zweig nos seducen siempre con

su pasión y su energía narrativa, pues ofrecen una visión original de

su tiempo que hoy nos parece más actual que cualquier versión

escolástica. No pretenden ser tarea erudita de un historiador oficial,

y eso precisamente salva y enaltece su valor literario, las libera de

las opiniones políticamente correctas que atan a los burócratas de la

cultura, las enriquece con su pathos artístico y las integra, por

derecho propio, en el género ensayo. Montaigne y Chateaubriand

ilustraron brillantemente ese mismo estilo de escribir unas

«memorias ensayadas».

Stefan Zweig escribió «en el pórtico de los gentiles» y esa

independencia (no se olvide que la idea obsesiva que guía su vida

es la búsqueda de su libertad) le permitió ser un excelente biógrafo

—escándalo a veces de eruditos y clérigos—porque sabía, como

nadie, revelar a sus personajes desde un tono literario y artístico, sin

renunciar al rigor que debe exigirse a un género que no está basado

en la fantasía sino en la crónica bien documentada de una vida en

su espacio y en su tiempo.

Hemos dicho que Zweig, como los antiguos maestros griegos,

gustaba de mezclarse con su auditorio y con sus discípulos, pero,

en su tono y en su estilo, va siempre vestido con la toga de la

cultura y con su bastón de peregrino. Nada más propio de un

peregrino que escribir unos Diarios. La palabra día tiene variados

sinónimos en la lengua española y significa lo mismo ‘jornada’ que

‘camino’ y ‘viaje’. Por eso me gustaría que el lector recapacite al

acabar—o al empezar—la lectura de estos Diarios, y se pregunte si

este libro no podría definirse como un fabuloso camino que se

extiende por la segunda mitad de la vida de Zweig y nos ofrece

distintos paisajes; tantas historias y experiencias como el más

apasionante de los viajes, ya que el autor era además un gran

viajero.

En contante y sonante castellano se llamaba dieta al ‘camino que

puede andarse en un día’. Y, aún, seguimos llamando dieta al

estipendio que se cobra para los gastos de viaje. Pero, con el

tiempo, la palabra dieta, arrinconada en el cofre de los arcaísmos,

fue sustituida por el italianismo jornada, del toscano giornata y, este

vocablo a su vez, de giorno (día). «El salir de la posada es la mayor

jornada», leemos en el Tesoro de Alonso de Covarrubias. Era un

proverbio usual entre los españoles del Siglo de Oro que sabían

bien lo difícil que es partir y los compromisos y excusas que nos

cortan las alas cuando queremos librarnos de las limitaciones del

localismo y de sus patios de vecinos. Estos Diarios de apasionante y

aleccionadora lectura están escritos por un hombre que tuvo el valor

de asumir los riesgos y costes de su viaje, sus jornadas y sus dietas.

Por eso su vida fue tan rica en experiencia y le permitió crear una

obra maestra más auténtica e interesante que las «lecciones» de

esos desagradables moralistas que sermonean virtudes de forma

hipócrita y condenan los errores ajenos sin haber salido de sus

prejuicios locales.

Un diario es un itinerario, o también lo que los antiguos griegos

llamaban un método (métodos, ‘camino para progresar’). Para todos

aquellos que quieren iniciarse en una sabiduría honda no hay mejor

método que andar la vida—ordenada en etapas—y eso

precisamente es la esencia de un diario y la experiencia que nos

ofrece esta obra, meticulosa recopilación de los cuadernos donde

Stefan Zweig dejó el testimonio de sus gestas y sus andanzas (¡qué

oportuna suena aquí la referencia quijotesca!).

No podemos soslayar la referencia al lenguaje profético y bíblico

al adentrarnos en los Diarios de Stefan Zweig, descendiente de

judíos austríacos e italianos. Uno de los aspectos característicos de

su estilo y de su literatura es precisamente la fuerza que adquieren

en su obra los símbolos. Cada palabra que, en cualquier otro autor,

podría tener sólo un significado utilitario—sometida a una definición

de léxico y limitada por un discurso racionalista—, alcanza en su

pluma una reverberación moral. Este descendiente de hebreos,

educado en la memoria y en la nostalgia de la diáspora, sabe pasar

así del tono poético y místico del Cantar de los Cantares a las

descripciones novelescas del Éxodo o a los comentarios minuciosos

y obsesivos del Levítico, pero siempre lo que dice tiene diferentes

niveles de lectura, y el último y superior de esos grados es mágico.

De ahí que el lector deba andar con cautela en esta rutina aparente

de las jornadas de los Diarios, no sea que se le escape un mensaje

que el autor esconde intencionadamente en un tono sencillo. Hasta

las vidas de sus personajes—a veces unos amigos en conversación

—aparecen interpretadas en su significado más apocalíptico y

universal, igual que ocurre en la Biblia, de forma que una reina, un

delator, un asesino, un descubridor, un poeta, un sabio, un cobarde

o un amante no son sólo personajes de una hora y una escena, sino

signos y señales de la historia de la humanidad. Una frase

cualquiera se puede leer siempre a la luz de una revelación

profética, y por eso la obra de Stefan Zweig tiene ese valor único de

narrar el mundo de ayer y aparecer como una revelación en el

mundo de hoy o de mañana.

También hay que decir que los amigos de Zweig no son cualquier

cosa (ningún ser humano, oscuro o célebre, bueno o malo, es

cualquier cosa) y por estas páginas pasan nombres y vidas

inolvidables, como Richard Strauss, Romain Rolland, Émile

Verhaeren, Rainer Maria Rilke, Hermann Bahr, Hugo von

Hofmannsthal, Jakob Wassermann, Alma Mahler, Franz Werfel,

Arthur Schnitzler, Arturo Toscanini, Sigmund Freud, Bruno Walter y

tantos otros; grandes músicos, directores de orquesta, escritores,

bibliotecarios, anticuarios y libreros, directores de escena, actrices,

todos ellos descritos en su entorno íntimo y familiar, sin pedantería

ni pretensión académica, sino sorprendidos en la fabulosa comedia

de costumbres de la vida diaria. Y el lector echará probablemente de

menos la presencia de otros personajes: Paul Valéry, Maksim Gorki,

Julien Cain o René Fülöp-Miller, a los que Zweig trató y conservó

dentro de su círculo más cercano y querido. Algunos amigos tan

importantes, como Joseph Roth o Ernst Toller, apenas reciben aquí

una cita necrológica. Desaparecieron de esta pintura intimista que

tiene una luz hogareña de maestro flamenco, aun cuando todos

ellos están bien presentes en el escenario más dramático y teatral

de El mundo de ayer.

Al acompañar y celebrar la edición de estos Diarios de Stefan

Zweig, no puedo dejar de rememorar los largos y difíciles itinerarios

que recorrí, desde que era un muchacho, para conocer a los amigos

que habían sobrevivido a mi maestro y que podían darme noticias

suyas y facilitarme direcciones que me permitieran seguir sus

huellas. Hoy podría llamarlas «Peregrinaciones en busca de los

santos de mi calendario», como le gustaba decir a Zweig, repitiendo

una expresión de nuestro común amigo Jules Romains. No olvido el

pueblecito del Valle del Loira donde este autor hoy olvidado—

aunque bien recordado en estos Diarios—había escrito Los hombres

de buena voluntad y otros ensayos y novelas. Cuando llegué a

conocerle ya tan sólo escribía artículos, pero ofrecía a sus

huéspedes los vinos de sus viñedos, blancos ligeros y perfumados

que olían como el albaricoque y que, en las añadas más ácidas o

descarnadas, yo me esforzaba en comparar con el perfume limpio

de los limones.

La trama de los amigos de Zweig era como un firmamento

estrellado donde uno podía perderse en un sueño cósmico. Aquí

tiene el lector esos nombres, aunque ya no pueda sentir su voz.

Recuerdo los ratos inolvidables que pasé con Richard Friedenthal,

compañero de las últimas horas de Zweig, y «heredero literario» de

parte de su legado, pues acabó como pudo la incompleta versión de

Balzac que dejó Zweig al morir, y editó algunos originales de estos

Diarios. Con él pude evocar y conocer detalles significativos de los

días del exilio de Stefan y de Lotte, su segunda mujer. ¡Tantos viajes

y encuentros quizá expliquen por qué ahora las páginas de estos

Diarios me parecen un paseo por las sombras y no de la mano de

Virgilio ni de Beatrice, sino de Stefan Zweig!

Con Anna Freud—en su acogedora casa londinense de

Maresfield Gardens, 30, tan llena de la presencia de su padre—

compartí no pocos recuerdos de la relación entre el doctor Sigmund

Freud y Zweig, amistad que fue en un principio distante y difícil,

hasta convertirse en la relación fiel de exiliados que unió a los dos

en Inglaterra. Allien enemy, se leía en el salvoconducto que les

permitía vivir, en continuo estado de alarma y sospecha, como

«enemigos extranjeros». Anna me enseñó los libros que le había

dedicado Lou Salomé, a la vez que me dio datos muy personales

que me ayudaron luego al escribir mi biografía de Rilke y

enriquecerla con datos muy inéditos (Rainer Maria Rilke. El vidente

y lo oculto, Barcelona, Acantilado, 2015).

Era sólo un muchacho de veintitrés años cuando viajé a Berlín

para poder entrevistar a Ernst Feder, el escritor socialista que

estaba entonces muy olvidado. Con él pude hablar de los tiempos

que vivió en Petrópolis y de las partidas de ajedrez que jugaba en la

veranda de la casa, en la rua Gonçalves Días, 34. Se les hacía de

noche y, muchas veces, Zweig y Lotte acompañaban al matrimonio

Feder hasta su vivienda. Fue Ernst Feder quien me contó cómo

Zweig pudo haberse refugiado en Colombia en aquellos años

difíciles del exilio, cuando no se sabía si el gobierno de Brasil

tomaría el derrotero de los nazis en los vaivenes de la política

endiablada. Quizá la decisión de quedarse encerrado en el jardín

mágico de Petrópolis propició su final dramático y el de su pareja

que le acompañó en el último viaje. Muchas veces he pensado que

las razones de su muerte trágica formaban parte de ese azar que

los griegos llamaban la moira y el kairós: el hado y el destino

inescrutable de los seres humanos.

Pero, entre las cartas que Zweig recibió en sus últimos días,

Feder me habló de una que me conmovió. Se la enviaba Germán

Arciniegas, un amigo colombiano al que había conocido en un viaje

a América: uno de los más grandes humanistas que ha dado la

cultura latinoamericana. Stefan Zweig quedó fascinado por el mundo

mágico de Arciniegas y por su forma de narrar, humanista y culta,

pero no desencantada al modo europeo, sino brillante y seductora

como la de los grandes escritores de América. Inmediatamente, se

sintieron atraídos el uno por el otro, porque compartían los mismos

héroes, como Montaigne, Magallanes o Américo Vespucio.

Arciniegas, que tenía entonces cuarenta años, hablaba con tiempos

verbales activos y futuros, o con proposiciones perifrásticas: «va a

ser», «llegará a ser», «tendrá que ser», «habrá de ser»… Era un

hombre lleno de voluntad y esperanza. Y Zweig hablaba sólo en

pasiva, en condicional y en pretérito. Tenía sesenta años y pocas

fuerzas para proseguir un camino que, en aquel momento, era tan

duro para un escritor europeo: liberal, humanista y, además, de

origen judío. Nuestra Europa comenzaba ya a ser sólo pasado.

Rebelándose contra el imperialismo y la colonización

anglosajona, Arciniegas defendía la identidad de la cultura

hispanoamericana. Los latinos no podemos resolver nuestros

problemas con los reglamentos pragmáticos de las instituciones

germánicas o anglosajonas. Necesitamos ofrecer a nuestros

pueblos un proyecto mágico y moral, proponiéndoles ideales que les

despierten el pathos individual y social: entusiasmo, fascinación y fe.

Ésa es justamente la herencia que la cultura europea recibió de la

antigua escuela clásica, griega y latina: ideas que sobrevivieron en

Europa hasta que el racionalismo y el materialismo socavaron los

fundamentos idealistas de nuestra tradición. Germán de Arciniegas

acababa de ser nombrado Ministro de Educación de Colombia. Y, en

su carta, le ofrecía a Zweig la hospitalidad de iniciar una nueva vida

en su país: un pueblo libre y culto, entre gente amiga.

Años más tarde me invitaron a pronunciar una charla en la Feria

del Libro de Bogotá y se me ocurrió comenzar evocando esta

historia. Fue entonces cuando, en medio del auditorio, se levantó un

joven, se adelantó hacia el estrado donde yo hablaba—provocando

mi desconcierto, pues pensé que había ofendido a alguien—y me

dijo: «¡Profesor!, soy un discípulo de Don Germán de Arciniegas,

estuve junto al lecho de muerte de mi maestro cuando falleció hace

pocos años y debo darle un abrazo por habernos traído a Colombia

la memoria de unos hechos que desconocíamos y pueden

enorgullecernos, porque somos un país hospitalario, nos alegramos

de que un colombiano tendiese una mano a un hombre perseguido y

acorralado, y nada nos hubiera honrado más que dar asilo entre

nosotros a Stefan Zweig, el gran humanista».

Y comprended por qué evoco con emoción este tema al

comentar la nueva edición de los Diarios. Estas páginas se detienen

en 1942, justo al borde del abismo de los últimos años de Zweig,

quien ya no tuvo fuerzas para aceptar la invitación de Arciniegas.

Pero puedo deciros que, la última noche que apagó la luz en su

veranda de Petrópolis, antes de dejarnos para siempre, le dijo a su

mujer y a su amigo Feder, con quien acababa de jugar una partida

de ajedrez: «¿No deberíamos aceptar la invitación de Germán de

Arciniegas y visitar Colombia?». Su mujer, Lotte, ya enferma y

cansada, le dijo que no. Era una maravillosa noche de verano. Y así

desapareció para siempre en las estrellas. Las mariposas grandes,

con su vestido de Carnaval, volaban en la noche brasileña buscando

una mañana nueva.

La inmensa red de estrellas que encontré siguiendo a mi maestro

no se acaba aquí ni podría describirla en mil años de memoria,

porque es fascinante y quimérica como la noche de las mariposas

brasileñas. Conservo también las cartas de Marshall A. Best, la

primera de ellas fechada en 1972, cuando era el editor de Viking

Press en Nueva York. En esas páginas ya amarillentas, escritas a

máquina, me relata su visita a Zweig en Salzburgo, («la sensación

de estar ante un hombre sabio y de carácter encantador») y sus

recuerdos de la vivienda del Kapuzinerberg («casa de piedra oscura

entre abetos, meditativa y sombría»). Sin duda, él mismo lo

reconocía, me escribía ya influido por el destino final de Zweig, y no

contemplaba la alegría de las pinturas murales, de las colecciones

de autógrafos, de los recuerdos maravillosos (entre ellos el escritorio

que había pertenecido a Beethoven) que poblaban aquella vivienda

monacal, construida, eso sí, al final de un angustioso vía crucis y a

la sombra de un convento.

En una de sus cartas este inolvidable amigo norteamericano,

Marshall A. Best, me adjuntó lo que para mí fue un tesoro: unas

notas personales sobre Benjamin Huebsch, editor también de

James Joyce y de D. H. Lawrence, con valiosos detalles sobre su

amistad con Stefan Zweig, ya que incluso intervino personalmente

en la traducción y primera edición de El mundo de ayer para Viking

Press de 1943. Además, Ben tradujo otras obras del maestro

vienés, y este dato no es conocido en el mundo anglosajón, porque

era un hombre muy modesto y no quiso poner su firma. La figura de

Huebsch aparece citada varias veces en estos Diarios, pues Zweig

mantuvo con él una larga amistad.

Cuando fui a Nueva York a ponerme en contacto con Marshall

Best llevaba mi agenda tan repleta de nombres y direcciones que

me sentía como un mensajero de Zweig. Mi inolvidable amigo

rumano Eugen Relgis, que entonces vivía exiliado en Uruguay,

formaba parte de esa «red Zweig», ya que nuestro autor le había

prologado en 1939 su primera novela Mirón el sordo. Era un prodigio

de lealtad a sus amigos, y gracias a él encontré muchas rutas de

peregrinación hacia los maestros que luego fui compartiendo en mi

obra. Me guio para que visitase las casas de Romain Rolland y de

Paul Biriukov (el que fuera secretario de Tolstói, también citado en

estos Diarios), que habían vivido casi vecinos en el lago Lemán, y

me dio una prodigiosa lista de direcciones tolstoianas. Las puso en

mis manos ceremoniosamente como un legado sagrado y secreto, y

así conservo toda su obra dedicada con su letra menuda y algunas

de las cartas donde proclamaba sus ideales pacifistas,

internacionalistas y anarquistas, que en un hombre de su bondad

podían ser candorosos o ingenuos, pero no contradictorios.

El recuerdo de Romain Rolland y de los amigos y discípulos

tolstoianos se unió así a mi peregrinación. La red de las estrellas

volvía a lucir en mi firmamento. Aprovechando que viajaba a Nueva

York para ver a Marshall A. Best localicé a Alexandra («Sacha»)

Tolstaia, la hija del gran escritor. Ella, la única que había

acompañado a su padre en la «fuga de Astapovo» (otro tema

dramático y estelar de Zweig) y había dirigido el Museo de Yásnaia

Poliana antes de exiliarse a Estados Unidos. Vivía en Valley Cottage

y había creado la Tolstoi Foundation, donde hizo tantas obras

humanitarias con refugiados y, especialmente, con niños. Había sido

una hija rebelde con su madre porque era conflictiva para la

educación de su tiempo (era homosexual), pero fue en realidad un

alma libre y pura como su padre. Se había convertido con los años

en una abuela demasiado rusa: capaz de regañar con ideas carcas

y un poco reaccionarias a los mismos jóvenes desorientados a los

que amparaba y protegía. Todo era en ella Tolstói. Pero era

maravilloso escuchar sus palabras de bábushka (‘abuela rusa’)

cuando nunca decía exilio (exile en inglés), sino destierro en

español (¡qué voz tan material, tan humilde y tan expresiva del

desarraigo más cruel que puede tener una vida!). Yo le respondía

izgnanye, pero ella volvía a la palabra española y la pronunciaba

con un sentimiento especial (destierro) porque dejó su alma en un

claro luminoso (Yásnaia Poliana significa eso) del bosque mágico de

Zakaz donde, bajo un túmulo de hierba y tierra, hojarasca y ramas,

está enterrado su padre.

Los amigos de Zweig me habían conducido hasta allí—quizá

alguno de ellos tenía una deuda con Sacha, porque no la había

secundado en su valiente denuncia de los crímenes que Stalin

estaba cometiendo contra el pueblo ruso—, y cuando leo ahora los

Diarios de mi maestro veo que todos los rodeos y los días, las

jornadas y las dietas, son itinerarios mágicos. Con Alexandra

Tolstaia pude hablar de Yásnaia Poliana y comentar las cosas

geniales que Stefan Zweig había escrito sobre Tolstói, pues el gran

maestro austríaco había sido además el representante de su país en

los actos que se celebraron en Moscú en 1928 para conmemorar el

centenario del profeta y novelista ruso. No quiero cansar al lector

con mis recuerdos, pero los ofrezco como ejemplo de qué

importante es la lectura de los Diarios y las memorias de un autor, y

cómo esta curiosidad puede devolver un tesoro de aventuras,

azares, conocimientos y experiencias a un joven con vocación de

estudio y aprendizaje.

Siguiendo a los amigos de mis amigos pude conocer la fabulosa

trama del tapiz que Stefan Zweig había tejido con sus sentimientos y

con su vida, uniendo a los seres humanos sin distinción de razas,

creencias, géneros ni fronteras. Eran, eso sí, humanistas de gran

talla intelectual y de autoridad moral indiscutible, muchos de ellos

socialistas, combatientes en la causa de la libertad, comprometidos

con la democracia y partidarios de las reformas de progreso.

Conocí también hoteles inolvidables como el Beaujolais de París

o el Belvoir a orillas del lago de Zúrich que aparecen citados en

estas páginas de los Diarios. Creo que, debido a mi edad ya bien

nevada, soy uno de los últimos afortunados que llegó a hospedarse

en estos lugares sencillos y encantadores, porque no eran palacios

lujosos sino reliquias del mundo de ayer que no debían de haber

desaparecido jamás. No llegué a conocer a Prosper Montagné, y

tuve que conformarme con las noticias que me daban amigos

mayores que habían gustado su cocina cuando era propietario de Le

Boeuf à la mode, el histórico restaurante de la rue Valois de París—

también citado en estos Diarios—donde Zweig se reunía con Rilke,

Rolland, Verhaeren y Bazalgette. En mi biografía Rainer Maria Rilke.

El vidente y lo oculto dediqué una documentada crónica al local y a

estos encuentros.

Así, siguiendo itinerarios mágicos y azares providenciales—

como corresponde a un discípulo fiel—fui trazando la senda de mi

maestro por todo el mundo. Recuerdo bien a Michel Castaing, que

era el sucesor de Charavay en la más famosa y antigua tienda de

autógrafos de París. Allí compraba Zweig sus autógrafos—tenía una

colección fabulosa y valiosa—, y en aquella casa me permitían

estudiar y repasar los archivadores donde se guardaban las cartas y

manuscritos originales de Mozart y Chopin, de Lamartine y Victor

Hugo, de Balzac, de Valéry, de Puccini, de Mark Twain, de Byron, de

Chateaubriand, de Baudelaire y del propio Zweig. Aparece citada

varias veces en estos Diarios con el nombre de librería Charavay,

aunque era un espacioso entresuelo situado sobre la plaza

Furstenberg, justo frente al taller de Delacroix. En el interior había

pupitres de trabajo donde el tiempo pasaba, encantado y feérico,

como el vuelo de las páginas de los manuscritos y el temblor

creativo de la letra de los genios que habían escrito esas cartas y

esas obras. Una atmósfera que sólo puedo comparar con las horas

(«libros de horas») de monje estudioso que pasé en la Biblioteca

Nacional de la rue Richelieu en el mismo centro de París, donde

Zweig—como confiesa en estos Diarios—escribió su maravilloso

ensayo sobre la genial Marceline Desbordes-Valmore, «poeta y

madre» (pues a ella no le gustaría otro título) flagelada por la

miseria que se abatía sobre las mujeres que caían en desgracia y

sobre las vidas sencillas en los tiempos brutales de la Revolución.

Merece la pena leer con atención el texto de los Diarios,

observando cómo el autor escribe a veces con una agitación y una

angustia que le lleva hasta la repetición atolondrada de ciertas

palabras, como ocurre con paz, frontera, vida, pasión, destino o

libertad (sustantivo que remacha varias veces en la misma frase,

como un repique de alarma), mientras que en su interpretación

apenas toca las notas de la crueldad, la ruina o la violencia,

pasando sobre esas claves y cuerdas en un presto pianísimo, sin

apenas desflorarlas. ¡Silencio extraño en una época tan terrible,

tensa y violenta como la que le tocó vivir! Sólo el término sangre

(«me hiela la sangre», «sed de sangre», «un torrente de sangre»,

«letra de imprenta escrita con sangre», «las amapolas florecen

como la sangre», «pronto Europa quedará anegada en sangre»,

«inútil derramamiento de sangre») se repite en la escala de los

graves como una tonalidad cósmica y dominante que, si pensamos

en la admiración que nuestro autor sentía por Mozart, alcanza el

peso fatalista que tiene el Re menor en la Condenación de Don

Juan o en el Réquiem.

¿Hasta qué punto—no olvidemos su educación burguesa en la

Viena de Freud—reprimía ciertos sentimientos para mantener su

difícil equilibrio interior y hasta qué extremo ese silencio no es una

de las causas que le llevaron a su final dramático, en la hora

atribulada en que decidió poner término violento y abrupto a su

vida?

Reclamo, por favor, la comprensión del lector que debe

disculparme por esta larga explicación armónica, ya que uno de los

secretos de la fascinación que ejerce sobre nosotros la prosa de

Zweig—arquetipo del escritor artista—es su musicalidad, y a veces

se le entiende más por cómo entona lo que escribe que por lo que

dice. Cuando se abandona a la marea de su prosa nos deslumbra y

envuelve, nos acuna y atrae «como el silbido de un zumbel» (la

cuerda que se ata al trompo para lanzarlo y hacerlo bailar) o «como

el señuelo hipnotizador con que se engaña a las aves», y utilizo

expresiones muy suyas. Por eso sus silencios son también

significativos, medidos, intencionados y musicales. Se comprende

que Rilke y él tuviesen esta sintonía de espíritu—aun siendo tan

diferentes—y que Zweig fuese el primero en distinguir al poeta de

Las elegías de Duino por el sonido ingrávido y amortiguado de sus

pasos, y por la resonancia armónica de su presencia.

Cuando Zweig «desvanece» o «ensombrece» una palabra

(morendo, calando y smorzando, podríamos escribir al margen,

como si leyésemos una partitura) es consciente de que la música es

sólo una forma de mejorar el silencio. Si uno es incapaz de dotar un

sonido de necesidad y significado—Beethoven dixit—debe callar.

Incluso en la exigencia de impromptus que tienen unos Diarios,

donde valen la espontaneidad e incluso el arrebato, en esta obra se

muestra maravillosamente el estilo seductor de Zweig, tan rico en

acordes, en intervalos armónicos y en recursos rítmicos. Es así

como consigue transportarnos a un astuto juego psicológico de

confesión en el que se alternan los silencios, los punteos, las

sordinas de terciopelo y ciertas veladuras—como balbuceos de

timidez—en las que el escritor cede la expresión musical al misterio.

Es verdad que era tímido y reservado hasta extremos

contradictorios, porque en todo artista hay un fondo exhibicionista

que es incluso necesario cuando se escriben unos Diarios o se

compone una autobiografía como El mundo de ayer. Los

comentaristas más morbosos de su vida llevan hoy este diagnóstico

de exhibicionismo hasta los aspectos sexuales más explícitos.

Incluso se discute si el recuerdo de sus paseos nocturnos por los

jardines del palacio Liechtenstein de Viena—una memoria que le

despierta la vergüenza en las anotaciones del martes 10 de

septiembre de 1912—oculta ese contenido turbio. Pienso que se

trata más bien de la frecuentación de las pobres mujeres (das süsse

Mädel, las dulces muchachitas) que ofrecían sus servicios eróticos

en aquella Viena de su juventud. Ya Acantilado incluyó el capítulo

Eros Matutinus en su edición de El mundo de ayer, subsanando así

un vacío que se había censurado en otras versiones. Incluso

Friderike, su primera mujer, lamentaba que Zweig describiese el

refinamiento y las pasiones artísticas de su juventud en una Viena

tan espiritualizada como reprimida (donde el palacio Liechtenstein

aparece como el paraíso de los conciertos y la cultura) sin hacer

referencia a otros anhelos de la libido.

En cualquier caso, la educación puritana e hipócrita de aquel

tiempo, denunciada por Freud y reconocida también por Zweig, dejó

huellas en su carácter. La relación difícil con su madre, que era un

personaje distintivo de las muchachas burguesas de la Viena de

finales del siglo XIX, le llevó a distanciarse de esa clase ociosa y

algo frívola. Buscaba en las mujeres un carácter más independiente

y activo, y reclamaba también su libertad en la relación de pareja. La

sordera de Ida Zweig no favoreció la comunicación con su hijo, que

fue educado y protegido—como era costumbre en las familias

pudientes—entre ayas, doncellas, un mayordomo y otros sirvientes.

No en vano era hijo de un gran empresario que llegó a director de la

Bolsa de Viena. A su madre, descendiente de banqueros e hija de

una familia con raigambre social, le agradaban más los conciertos,

las lecturas, los viajes a Marienbad y a Italia, y las reuniones de

amigas. Por eso su infancia transcurrió tensionada entre extremos,

pues en su casa se mezclaba la disciplina moral e intelectual de la

rama paterna—centrada en el trabajo—con la frivolidad de las

clases pudientes y más inclinadas a una tolerancia aristocrática.

Tampoco nos dejemos llevar por la exageración al juzgar a su

madre, pues es muy posible que fuera ella quien le legó el espíritu

estético y su gusto por las delicias de la vida, cualidades tan

importantes en un artista que se distinguió como testigo de su época

y como delicioso rastreador de sentimientos. El resultado de las

virtudes y tensiones de esa educación burguesa fue el autor de

estos Diarios, a quien conoceremos aquí en 1912: el año en que el

tango triunfa en París, se edita La muerte en Venecia de Thomas

Mann, en Centroeuropa comienza la Primera Guerra de los

Balcanes y en el Atlántico naufraga el Titanic, orgullo de la

ingeniería naval que se lleva al abismo del mar las vidas de muchos

seres humanos.

Cuando pone su pluma en la primera línea de estos Diarios,

Stefan Zweig es ya un joven de treinta años, doctorado en Viena y

Berlín que comienza una carrera literaria exitosa (ha escrito poemas

y relatos cortos, una monografía sobre Verhaeren, ha publicado

traducciones, ha viajado por Francia, Alemania, España y Extremo

Oriente, y ha estrenado incluso en el Hofburgtheater). En el plano

más personal es la fecha en la que comienza su relación con

Friderike von Winternitz (nacida Friderike Maria Burger), una

muchacha casada con dos hijas que será su compañera hasta 1934,

cuando, enamorado ya él de otra mujer, Lotte Altmann, pasan

todavía unas vacaciones de invierno juntos los tres en Niza.

El final de esta historia se interrumpe el miércoles 19 de junio de

1940, cuando la invasión de Francia por el ejército alemán acerca el

peligro a las costas británicas, Stefan Zweig y Lotte se embarcan

hacia Nueva York, dejando atrás la Europa en llamas. Su último

intento de dejar un mensaje fue una conferencia que pronunció en

abril en París. El tema: «La Viena de ayer». Al despedirse de

Europa agitó en su pañuelo—igual que Noé dejó volar a la paloma

desde el Arca—el signo precursor de El mundo de ayer, que será su

último libro y que ya comenzaba a rondar su inspiración en estos

días dramáticos.

El lector de estos Diarios ha acompañado o acompañará a Zweig

en los momentos más decisivos de su vida, siguiendo los tiempos

que él, en su sinfonía de El mundo de ayer, resumió en temas

heroicos, pero que ahora podemos leer con detalle minucioso y

renombrar también a nuestro antojo: los años de formación y

aprendizaje, un hombre inseguro, los primeros triunfos, la locura de

las naciones, la lucha por la fraternidad humanista, los años dorados

en el corazón de Europa, un matrimonio no puede ser un encierro, la

diáspora de los libros perdidos o quemados, ¿el amanecer de otra

ilusión puede ser una impaciencia del corazón?, el regreso de

Jeremías al Cautiverio, el vacío es un logro terrible y absoluto, y la

dudosa desesperanza del exilio…

Es verdad que era un hombre angustiado por el absoluto, hijo de

aquella Viena feliz y seductora, que era una madre amorosa pero

que, en palabras de Kafka, «también tenía sus uñas». Sin duda era

inseguro, hasta tal punto que la rectitud levítica y la responsabilidad

en la que había sido educado—pues ésa era la formación de los

hijos burgueses que debían hacerse cargo de las grandes

empresas, como lo hizo su hermano Alfred—le impedían salvarse

recurriendo al juego, al humor y a la ironía. Le costaba aceptar una

promesa y acababa rindiéndose a una mala profecía. Sus últimas

palabras en una de sus cartas son: «aún no me lo creo». En esa

desconfianza racionalista está probablemente el misterio de su final

trágico, pues, decaído el corazón, es difícil mantener la esperanza

para un artista que cree en la belleza, cuando llega la hora en que

no existen ya razones para levantar el vuelo.

Es curioso que Friderike le regaló cuando se conocieron—justo

en los días en que comienzan estos Diarios—una mariposa del

Brasil enmarcada en un cuadro que él siempre conservó. ¡Extraña

premonición y pequeños eventos que no observamos a veces en

nuestras vidas! Una mariposa del Brasil—tenía que ser del Brasil—

para un hombre que iba a acabar su vida, muchos años más tarde,

en un paraíso de colores de aquella bendita tierra y que iba a caer

con las alas quemadas en un sueño de paz y fraternidad absoluto,

como la falena cuando se dirige a la llama que con su fulgor la

encandila y la abrasa. «En mi vida todo es como un manantial

incesante, y cuando deja de fluir la corriente, se seca por completo»,

escribió proféticamente Zweig en la primera entrada de estos

Diarios.

Largo, grave, smorzando e morendo, hemos llegado al final en la

partitura de su vida. Pero en el Concierto de Europa queda este

«Memorial Zweig», y los lectores en español tienen

afortunadamente la dicha de poder escuchar la sinfonía completa en

estas obras de Acantilado.

MAURICIO WIESENTHAL

Barcelona, mayo de 2021

miércoles, 6 de marzo de 2024

Stefan Zweig MENSAJES DE UN MUNDO OLVIDADO FRAGMENTO




 Stefan Zweig (Viena, 1881 – Petrópolis, Brasil, 1942) es uno de los

autores más importantes de la primera mitad del siglo XX. Escritor y

biógrafo, plasmó como nadie el devenir sentimental del hombre

moderno, sus anhelos y sus pesares. En esta colección hemos publicado

también Viajes, una crónica sentimental del viejo continente, a la par

que un viaje imprescindible por una geografía que anticipaba la

alargada sombra de la Segunda Guerra Mundial.

Mensajes de un mundo olvidado recoge por vez primera en nuestra

lengua diez textos de procedencia diversa —artículos, ensayos,

conferencias—, que el autor escribiera entre los años 1914 y 1940.

Algunos de estos textos devienen en recuerdos desgarradores de un

mundo que tocaba a su fin, ante el avance inevitable de la barbarie de

la guerra. Sin embargo, en aquellos años de oscuridad, enajenación y

miedo que ensombrecieron el viejo continente durante la primera

mitad del siglo XX, algunos, como Stefan Zweig, alzaron su voz en pos

de la concordia y la unidad, rechazando el sectarismo y el fanatismo

del totalitarismo y los nacionalismos exacerbados que se extendieron

por Europa en una espiral de violencia sin parangón.

«No perdamos el tiempo, porque el tiempo no va a nuestro favor sino

en nuestra contra. En una época en la que reina el sinsentido, no nos

apoyemos en el sólido intelecto y abandonemos ya la vana creencia

humanista de que en un mundo plagado de armas y repleto de

desconfianza mutua pueda conseguirse algo con palabras.»


1914

EL MUNDO EN VELA

En el mundo ahora se duerme menos, son más largos los días y más

largas las noches. En todos y cada uno de los países de la infinita

Europa, en todas las ciudades, los callejones y las casas, en todos los

apartamentos, la relajada respiración de quienes duermen queda

entrecortada y excitada, y como una noche de verano bochornosa y

sofocante, las ardientes horas nocturnas van consumiéndose y acaban

por confundir los sentidos. Cuántos hay por todas partes, de entre

aquellos que normalmente surcaban con placidez la noche entera

montados en la oscura barca del sueño (engalanada esta con

ensoñaciones de colores, cual banderines al viento), que ahora

escuchan el reloj dar las horas, una tras otra, todas las noches, que

recorren el larguísimo camino que separa la luz de un día y la del

siguiente, y que sienten cómo la carcoma de las preocupaciones y del

pensamiento les remuerde por dentro, masticando sin cesar, hasta que

el corazón se les quiebra herido, y enferma. Ahora mismo, toda una

raza humana sufre de fiebre día y noche, los sentidos agitados de

millones de personas encienden la terrible y abrumadora vigilia, el

destino se cuela invisible por las miles de ventanas y puertas,

espantando el sueño y el olvido en todos y cada uno de los lechos. En el

mundo ahora se duerme menos, son más largos los días y más largas

las noches.

Nadie está ya a solas consigo mismo y con su destino. Todo el

mundo se asoma para mirar a la distancia. De noche, durante las horas

que uno pasa en soledad, tumbado y despierto, en el interior de un

hogar protegido y cerrado, los sentidos vuelan hacia los amigos y hacia

quienes están lejos: quizá en ese mismo momento se esté dictando

parte de tu destino, un asalto a caballo en un pueblo de Galizia de los

Cárpatos, un ataque por mar… Todo lo que ocurre en este preciso

instante a miles y miles de kilómetros guarda relación con tu vida. Y el

alma lo sabe, alarga la mano y busca aferrarse a algo movida por el

presentimiento, por el anhelo, y el aire arde con los deseos y las

súplicas que vuelan de un lado a otro, de un rincón del mundo al

opuesto. El pensamiento, multiplicado por el de miles, se mueve

incansable de las ciudades silenciosas a las hogueras, desde un solitario

puesto de avanzada de vuelta al hogar. Los invisibles filamentos del

amor y de la preocupación se ciernen desde lo más próximo hasta lo

distante: una telaraña de sentimientos, infinita, se va tejiendo hasta

cubrir el mundo entero, todas las noches, todos los días. ¡Cuántas

palabras se están susurrando, cuántas súplicas se rezan al aire

indiferente, cuánto amor anhelante vibra en cada hora de la noche que

va pasando! El aire tiembla sin cesar en ondas misteriosas para las que

la ciencia no tiene nombre y cuya vibración no sabe medir ningún

sismógrafo y, sin embargo, ¿quién podría decir si son del todo

impotentes esos deseos, si esa tremenda voluntad que arde en lo más

hondo del alma no atina a distancia, como lo hacen las vibraciones del

sonido o el espasmo eléctrico? Allí donde antes estaba el sueño, el

descanso insustancial, hay ahora un impulso de carácter imaginativo:

el alma no deja de esforzarse por atisbar entre la oscuridad nocturna la

imagen de quienes están lejos, de quienes le son tan preciados, y en esa

fantasía todos ellos viven múltiples destinos. Miles de trenes de

pensamientos atraviesan los túneles del sueño, cuya estructura

inestable se hunde una y otra vez, y la oscuridad vacía, pero repleta de

imágenes, se arquea como una bóveda sobre el que permanece solo. La

gente está más alerta de noche, como también lo está durante el día:

incluso en las personas más sencillas que te encuentras percibes cierto

aspecto vivo, propio del poder del orador, del poeta, del profeta, pues

la inmensa presión de los acontecimientos saca al exterior, por así

decirlo, lo más secreto que hay en los seres humanos, acentuando la

vitalidad en todos ellos. Y así como ahí fuera en el campo, en tiempos

enardecidos, prende de pronto lo épico y lo heroico en unos humildes

campesinos que durante toda la vida han labrado la tierra con calma y

sosiego, así también se enciende la facultad de la visión como una

llama en personas normalmente sumidas en la oscuridad y el pesar;

todas ellas viven mucho más allá del círculo común de su existencia

gracias a su mirada interior, y quien solo suele fijarse en sus quehaceres

diarios percibe ahora, en cualquier noticia que llega, una realidad y

una imagen insufladas de vida. La gente se abre paso sin cesar por la

tierra estéril de la noche con tribulaciones y visiones, hasta al final

hundirse en el sueño y vivir entonces ensoñaciones extrañas. Y es que

la sangre corre más caliente por sus venas, y en ese bochorno florecen

las plantas tropicales del terror y la inquietud, sueños de los que es una

alegría despertarse y sentir que eran vanas pesadillas, que solo eran el

sueño más espeluznante de la terrible realidad de la humanidad: la

guerra de todos contra todos.

Con combates sueñan ahora incluso los más pacíficos, columnas

militares asaltan e irrumpen en el sueño, la sangre ruge oscura por el

eco de los cañones. Y si te despiertas aterrorizado, oirás aún, muy

alerta, el estrépito de los estruendosos carros, el tintineo de los cascos

de los caballos; y entonces te paras a escuchar mejor y te asomas por la

ventana: y es verdad, ahí abajo están las largas filas de carros, de

caballos, pasando por calles desiertas. Un par de soldados guían con

cabestros una manada entera de caballos que trotan pacientemente,

con un paso pesado y sonoro sobre los ruidosos adoquines. También a

estos animales, que solían descansar de noche, tranquilos en sus

establos caldeados, también a ellos se les ha arrebatado el sueño

habitual, y los plácidos tiros equinos ahora están separados y su

hermandad se ha roto. En las estaciones de trenes se oye a las vacas

mugir desde los vagones, pacientes; a ellas las han sacado de los cálidos

y tiernos pastos del verano para llevarlas a un lugar desconocido:

incluso a estas criaturas simplonas se les ha perturbado el dormitar.

Los trenes, por su parte, se adentran en la naturaleza durmiente, que

también se ve sobresaltada por la agitación humana, con multitudes a

caballo galopando de noche por unos campos que desde hace una

eternidad habían encontrado reposo en la oscuridad; por la superficie

negra del mar resplandece el halo de luz del faro en miles de puntos,

más brillante que la luz de la luna y más reluciente que el sol; e incluso

la oscuridad de las aguas, por debajo, se ve perturbada por submarinos

que buscan presas. Resuenan disparos entre las montañas silenciosas,

creando eco y reverberación, hasta tal punto que los pájaros se

tambalean en sus nidos. En ningún sitio se tiene ya el sueño por

seguro, y hasta el aire, eternamente intacto, queda atravesado por el

veloz vuelo mortal de los aeroplanos, esos ominosos cometas de

nuestra era. Nada, nada le permite a uno disfrutar de calma y descanso

en estos días: la humanidad ha arrastrado consigo a animales y

naturaleza hacia su lucha mortífera. En el mundo ahora se duerme

menos, son más largos los días y más largas las noches.

Pero no dejemos de pensar en lo inmenso que es el tiempo y en que

esto, lo que está ocurriendo, no tiene parangón en la historia, por lo

que merece la pena quedarse sin dormir y permanecer despiertos,

eternamente despiertos. Desde su nacimiento, nunca el mundo se ha

visto tan agitado en su plenitud, tan azuzado en su comunidad. Una

guerra: eso que hasta ahora solo era una inflamación puntual en el

inmenso organismo de la humanidad, una extremidad que supuraba y

había que cauterizar para curarla, mientras las demás conservaban

desinhibidas y libres sus funciones vitales. Siempre había partes que

no estaban afectadas, en algún sitio quedaban pueblos a los que no

llegaba ningún mensaje de esa agitación, gentes que separaban con

calma sus vidas en día y noche, en trabajo y descanso. En alguna parte

seguían existiendo el sueño y la tranquilidad, personas que se

despertaban por la mañana temprano entre risas y que dormían con

placidez, sin soñar. Sin embargo, ahora que la humanidad le ha ido

ganando espacio a la tierra, sus lazos se han estrechado más

íntimamente y la fiebre altera ya todo su organismo: un horror

envuelve el cosmos entero. En Europa no hay un solo taller, ni una sola

granja, ninguna aldea queda en los bosques a los que no se les haya

arrebatado algún hombre para que forme parte de esta contienda, y

todas esas personas penden a su vez de otras, unidas como están por

los hilos del sentimiento; hasta el más nimio ser emana tanto calor de

su existencia que con su desaparición todo se vuelve más frío, más

solitario y vacío. De un destino surge siempre otro, formando

pequeños círculos que se van ensanchando y expandiendo como ondas

en el mar del sentimiento; sumidos todos en el inmenso vínculo y en el

sino recíproco que da la vivencia, nadie cae en la nada con su muerte,

todos se llevan algo del resto. A toda persona la sigue alguna mirada, y

este mirar y anhelar, multiplicado por millones y entretejido en la

suerte de naciones enteras, conforma ahora mismo la inquietud de un

mundo entero. Toda la humanidad está a la escucha y, gracias al

milagro de la tecnología, emite además una misma respuesta al

unísono. Los barcos siguen lanzando mensajes por encima de

innumerables olas, desde las torres de transmisión de Nauen y París se

difunde en minutos un despacho que llega a las colonias de África

occidental y al lago Chad, mientras que en la India los hindúes leen la

decisión tomada en páginas de cáñamo y redecilla a la misma hora que

los chinos lo hacen en sus papeles sedosos: hasta las últimas

terminaciones nerviosas de la humanidad llega la agitación, que

espanta cualquier existencia impasible. Todo el mundo mira, todo el

mundo se asoma a las ventanas de sus sentidos en busca de cualquier

mensaje, todos absorben consuelo de las palabras de los valientes y

temor de las dudas de los pusilánimes. Los profetas, verdaderos y

falsos, vuelven a tener poder sobre las masas, que ahora escuchan sin

cesar, prestando plena atención, que deambulan con fiebre y se

tumban con fiebre, día y noche: esos días largos y esas noches

interminables de una época digna de vivir despiertos.

Y es que estos tiempos rehúyen a quien no se implique, y tampoco

estar lejos del campo de batalla supone estar fuera. Todos y cada uno

de nosotros vemos cómo la vida se nos pone patas arriba, nadie tiene

derecho a dormir tranquilo en la enormidad de esta conmoción. En

esta transformación de naciones y de pueblos cambiamos nosotros

también, de forma equivalente, ya sea porque estamos de acuerdo con

ella o porque la rechazamos, de forma deliberada; todos nos vemos

implicados en los acontecimientos y nadie puede sentir fresco en mitad

de la fiebre de un mundo entero. No existe la invariabilidad frente a las

realidades transmutadas, nadie se alza hoy sobre un acantilado y mira

sonriendo hacia abajo, a la ola henchida: todo el mundo se ve

arrastrado por la corriente, consciente o inconscientemente, y nadie

sabe hacia dónde va. Nadie puede aislarse, porque con nuestra sangre y

nuestra mente circulamos en la corriente de una nación y cada racha

nos lleva más allá, cada pausa en su pulso dificulta el ritmo de nuestra

propia vida. Cuando la fiebre ceda, todo tendrá un nuevo valor para

nosotros, e incluso lo igual será distinto. Las ciudades alemanas, ¿con

qué sensación las miraremos tras esta contienda? Y París, ¡qué distinta,

qué ajena acabará siendo para el sentimiento! Hoy mismo soy

consciente de que no podré volver a estar en la misma casa de

huéspedes de Lieja, sintiendo lo mismo que antaño, que no podré

sentarme con los mismos amigos, no después de que las bombas

alemanas hayan llovido sobre la ciudadela. Entre muchos amigos a este

lado y al otro de la frontera se alzarán las sombras de los caídos y un

aliento frío sorberá la calidez de las palabras. Todos deberemos

reaprender entre el ayer y el mañana mediante este hoy tan imposible

de obviar, cuya autoridad percibimos solo en el terror; habremos de

recuperarnos para adquirir una forma de vida nueva, curarnos de esta

fiebre que ahora incendia nuestros días y hace tan sofocantes nuestras

noches. Por detrás de nosotros se alza ya otra generación cuyo

sentimiento se ha endurecido con este fuego, serán gente distinta que

verá una victoria en tiempos en los que nosotros solo avistamos

regresión, vacilación y languidez. A partir del desconcierto de estos

días se construirá un nuevo orden y nuestra principal preocupación

habrá de ser asimilarlo con firmeza y voluntad de ayuda.

Un nuevo orden. Y es que esta fiebre insomne, la ausencia de

descanso, la expectativa y la espera que consumen la calma de nuestros

días y de nuestras noches no pueden durar. De qué manera tan terrible

parece extenderse la aniquilación absoluta sobre este mundo

perturbado, y aun así resulta nimia frente a la fuerza de la vida, aún

más enorme, una vida que después de toda tensión vuelve siempre a

imponer el descanso, para tomar forma de nuevo con mayor intensidad

y belleza. Una nueva paz —¡ay, qué lejos brillan aún sus ligeras alas

entre el polvo y el humo de las armas!— reconstruirá el viejo orden de

la vida, el trabajo durante el día y el descanso durante la noche. A las

miles de habitaciones que ahora mismo permanecen despiertas,

agitadas y angustiadas, regresará la calma con el sueño dulcificante, y

más arriba volverán a verse estrellas relajadas sobre una naturaleza

felizmente viva. Lo que ahora parece terror pasará a ser incluso

grandioso tras una sublime transformación; sin arrepentimiento, y

casi con anhelo, recordaremos estas noches infinitas, cuando en esa

mágica extensión sentíamos en la sangre el destino que vendría y el

aliento cálido del tiempo sobre nuestros párpados despiertos. Solo

quien ha experimentado la enfermedad sabe la gran suerte que tiene el

sano, solo quien no duerme conoce la dulzura del sueño recuperado.

Quienes regresan a casa y quienes se quedan atrás ven la vida con más

alegría que quienes pertenecen al pasado, saben apreciar con mayor

seriedad y justicia su valor y su belleza, y uno casi desearía ansiar la

llegada de ese nuevo proyecto, si no fuera porque también hoy, como

antaño, las losas del templo de la paz están salpicadas de sangre

sacrificada, si no se hubiese comprado este nuevo y feliz sueño del

mundo con la muerte de millones de sus figuras más nobles.

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Selección y prólogo de Sylvia Molloy

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