viernes, 16 de junio de 2017

Carlos Fuentes. Cuentos. INQUIETA COMPAÑÍA. Calixta Brand


CALIXTA BRAND

Naturalmente,   a Pedro Ángel Palou

Conocí a Calixta Brand cuando los dos éramos estu-diantes. Yo cursaba la carrera de economía en la BUAP -Benemérita Universidad Autónoma de Pue-bla, ciudadela laica en ciudad conservadora y católi-ca-. Ella era estudiante en la Escuela de Verano de Cholula.
Nos conocimos bajo las arcadas de los portales en el zócalo de Puebla. Distinguí una tarde a la bella muchacha de cabello castaño claro, casi rubio, parti-do por la mitad y a punto de eclipsarle una mirada de azul intenso. Me gustó la manera como apartaba, con un ligero movimiento de la mano, el mechón que a cada momento caía entre sus ojos y la lectura. Como si espantase una mosca.
Leía intensamente. Con la misma intensidad con que yo la observaba. Levanté la mirada y aparté el mechón negro que caía sobre mi frente. Esta mí-mesis la hizo reír. Le devolví la sonrisa y al rato está-bamos sentados juntos, cada uno frente a su taza de café.
¿Qué leía?
Los poemas de Sor Juana Inés de la Cruz de la Nueva España y los de su contemporánea colonial en la Nueva Inglaterra Anne Bradstreet.
-Son dos ángeles femeninos de la poesía -co-mentó-. Dos poetas cuestionantes.
-Dos viejas preguntonas -ironicé sin éxito.
-No. Oye -me respondió Calixta seriamen-te-. Sor Juana con el alma dividida y el alma en confusión. ¿Razón? ¿Pasión? ¿A quién le pertenece Sor Juana? Y Anne Bradstreet preguntándose ¿quién lle-nó al mundo del encaje fino de los ríos como verdes listones...?, ¿quién hizo del mar su orilla...? No, en serio, ¿qué estudiaba ella?
-Lenguas. Castellano. Literatura comparada. ¿Qué estudiaba yo?
-Economía. "Ciencias" económicas, pomposamente dicho.
-The dismal science -apostrofó ella en inglés.
-Eso dijo Carlyle -añadí-. Pero antes Mon-tesquieu la había llamado "la ciencia de la felicidad humana".
-El error es llamar ciencia a la experiencia de lo imprevisible -dijo Calixta Brand, que sólo entonces dijo llamarse así esta rubia de melena, cuello, brazos y piernas largas, mirada lánguida pero penetrante e inteligencia rápida.

Comenzamos a vernos seguido. A mí me deleita-ba descubrirle a Calixta los placeres de la cocina po-blana y los altares, portadas y patios de la primera ciudad permanente de España en México. La capital
-¿México City? -inquirió Calixta- fue construida so-bre los escombros de la urbe azteca Tenochtitlan. Pue-bla de los Ángeles fue fundada en 1531 por monjes franciscanos con el trazo de parrilla -sonreí- que permite evitar esas caóticas nomenclaturas urbanas de México, con veinte avenidas Juárez y diez calles Ca-rranza, siguiendo en vez el plan lógico de la rosa de los vientos: sur y norte, este y oeste...
Por fin la llevé a conocer la suntuosa Capilla Ba-rroca de mi propia Universidad y allí le propuse ma-trimonio. Si no, ¿a dónde iba a regresar la gringuita? Ella fingió un temblor. A las ciudades gemelas de Minnesota, St. Paul y Minneapolis, donde en invier-no nadie puede caminar por la calle lacerada por un viento helado y debe emplear pasarelas cubiertas de un edificio a otro. Hay un lago que se traga el hielo aún más que el sol.
-¿Qué quieres ser, Calixta?
-Algo imposible.
-¿Qué, mi amor?
-No me atrevo a decirlo.
-¿Ni a mí? Yo ya soy licenciado en economía. ¿Ves qué fácil? ¿Y tú?
-No hay experiencia total.
-Entonces voy a dar cuenta de lo parcial.
-No te entiendo.
-Voy a escribir.
O sea, jamás me mintió. Ahora mismo, doce años después, no podía llamarme a engaño. Ahora mismo, mirándola sentada hora tras hora en el jardín, no po-día decirme a mí mismo "Me engañó..."
Antes, la joven esposa sonreía.
-Participa de mi placer, Esteban. Hazlo tuyo, como yo hago mío tu éxito.
¿Era cierto? ¿No era ella la que me engañaba?

No me hice preguntas durante aquellos primeros años de nuestro matrimonio. Tuve la fortuna de obtener trabajo en la Volkswagen y de ascender rápi-damente en el escalafón de la compañía. Admito ahora que tenía poco tiempo para ocuparme debidamente de Calixta. Ella no me lo reprochaba. Era muy inteli-gente. Tenía sus libros, sus papeles, y me recibía cari-ñosamente todas las noches. Cuidaba y restauraba con inmenso amor la casa que heredé de mis padres, los Durán-Mendizábal, en el campo al lado de la pobla-ción de Huejotzingo.
El paraje es muy bello. Está prácticamente al pie del volcán Iztaccíhuatl, "la mujer dormida" cuyo cuer-po blanco y yacente, eternamente vigilado por Popo-catépetl, "la montaña humeante", parece desde allí al alcance de la mano. Huejotzingo pasó de ser pueblo indio a población española hacia 1529, recién consu-mada la conquista de México, y refleja esa furia cons-tructiva de los enérgicos extremeños que sometieron al imperio azteca, pero también la indolencia moris-ca de los dulces andaluces que los acompañaron.

Mi casa de campo ostenta ese noble pasado. La fachada es de piedra, con un alfiz árabe señoreando el marco de la puerta, un patio con pozo de agua y cruz de piedra al centro, puertas derramadas en anchos muros de alféizar y marcos de madera en las venta-nas. Adentro, una red de alfanjías cruzadas con vigas para formar el armazón de los techos en la amplia estancia. Cocina de azulejos de Talavera. Corredor de recámaras ligeramente húmedas en el segundo piso, manchadas aquí y allá por un insinuante sudor tropi-cal. Tal es la mansión de los Durán-Mendizábal.
Y detrás, el jardín. Jardín de ceibas gigantes, muros de bugambilia y pasajeros rubores de jacaran-da. Y algo que nadie supo explicar: un alfaque, banco de arena en la desembocadura de un río. Sólo que aquí no desembocaba río alguno.
Esto último no se lo expliqué a Calixta a fin de no inquietarla. ¡Qué distintos éramos entonces! Bas-tante extraño debía ser, para una norteamericana de Minnesota, este enclave hispano-arábigo-mexicano que me apresuré a explicarle:
-Los árabes pasaron siete siglos en España. La mitad de nuestro vocabulario castellano es árabe...
Como si ella no lo supiera. Almohada, alber-ca, alcachofa -se adelantó ella, riendo-. Alfil... -culminó la enumeración, moviendo la pieza sobre el tablero.
Es que después de horas en la oficina de la VW regresaba a la bella casona como a un mundo eterno donde todo podía suceder varias veces sin que la pareja -ella y yo- sintiésemos la repetición de las co-sas. O sea, esta noticia sobre la herencia morisca de México ella la sabía de memoria y no me reprochaba la inútil y estúpida insistencia.
-Ay, Esteban, dale que dale -me decía mi madre, q.e.p.d.-. Ya me aburriste. No te repitas todo el día.
Calixta sólo murmuraba: -Alfil -y yo entendía que era una invitación cariñosa y reiterada a pasar una hora jugando ajedrez juntos y contándonos las nove-dades del día. Sólo que mis novedades eran siempre las mismas y las de ella, realmente, siempre nuevas.
Ella sabía anclarse en una rutina -el cuidado de la casa y sobre todo, del jardín- y yo le agradecía esto, la admiraba por ello. Poco a poco fueron desapareciendo los feos manchones de humedad, apare-ciendo maderas más claras, luces inesperadas. Calixta mandó restaurar el cuadro principal del vestíbulo de entrada, una pintura oscurecida por el tiempo, y prestó atención minuciosa al jardín. Cuidó, podó, distribu-yó, como si en este vergel del alto trópico mexicano ella tuviese la oportunidad de inventar un pequeño paraíso inimaginable en Minnesota, una eterna pri-mavera que la vengase, en cierto modo, de los crudos inviernos que soplan desde el Lago Superior.
Yo apreciaba esta precisa y preciosa actividad de mi mujer. Me preguntaba, sin embargo, qué había pasado con la ávida estudiante de literatura que reci-taba a Sor Juana y a Anne Bradstreet bajo las arcadas del zócalo.
Cometí el error de preguntarle.
-¿Y tus lecturas?
-Bien -respondió ella bajando la mirada, revelando un pudor que ocultaba algo que no escapó a la mirada ejecutiva del marido.
-¿No me digas que ya no lees? -dije con fingi-do asombro-. Mira, no quiero que los quehaceres domésticos...
-Esteban -ella posó una mano cariñosa sobre la mía-. Estoy escribiendo...
-Bien -respondí con una inquietud incom-prensible para mí mismo.
Y luego, amplificando el entusiasmo: -Digo, qué bueno...
Y no se dijo más porque ella hizo un movimien-to equivocado sobre el tablero de ajedrez. Yo me di cuenta de que el error fue intencional.

Se sucedieron las noches y comencé a pensar que Calixta cometía errores de ajedrez apropósito para que yo ganara siem-pre. ¿Cuál era, entonces, la ventaja de la mujer? Yo no era ingenuo. Si una mujer se deja derrotar en un cam-po, es porque está ganando en otro...
-Qué bueno que tienes tiempo de leer. Moví el alfil para devorar a un peón.
-Dime, Calixta, ¿también tienes tiempo de es-cribir?
-Caballo-alfil-reina.
Calixta no pudo evitar el movimiento de éxito, la victoria sobre el esposo -yo- que voluntariamen-te o por error me había expuesto a ser vencido. Dis-traído en el juego, me concentré en la mujer.
-No me contestas. ¿Por qué?
Ella alejó las manos del tablero.
-Sí. Estoy escribiendo.
Sonrió con una mezcla de timidez, excusa y or-gullo.
Enseguida me di cuenta de mi error. En vez de respetar esa actividad, si no secreta, sí íntima, casi pudorosa, de mi mujer, la saqué al aire libre y le di a Calixta la ventaja que hasta ese momento, ni profe-sional ni intelectualmente, le había otorgado. ¿Qué hizo ella sino contestar a una pregunta? Sí, escribía. Pudimos, ella y yo, pasar una vida entera sin que yo me enterase. Las horas de trabajo nos separaban. Las horas de la noche nos unían. Mi profesión nunca entró en nuestras conversaciones conyugales. La de ella, hasta ese momento, tampoco. Ahora, a doce años de distancia, me doy cuenta de mi error. Yo vivía con una mujer excepcionalmente lúcida y discreta. La indiscreción era sólo mía. Iba a pagarla caro.
-¿Sobre qué escribes, Calixta?
-No se escribe sobre algo -dijo en voz muy baja-. Sencillamente, se escribe. -Respondió jugando con un cuchillo de mante-quilla.
Yo esperaba una respuesta clásica, del estilo "escribo para mí misma, por mi propio placer". No sólo la esperaba. La deseaba.
Ella no me dio gusto.
-La literatura es testigo de sí misma.
-No me has respondido. No te entiendo.
-Claro que sí, Esteban -soltó el cuchillo-. Todo puede ser objeto de la escritura, porque todo puede ser objeto de la imaginación. Pero sólo cuando es fiel a sí misma la literatura logra comunicar...
Su voz iba ganando en autoridad.
-Es decir, une su propia imaginación a la del lector. A veces eso toma mucho tiempo. A veces es inmediato.
Levantó la mirada del mantel y los cubiertos.
-Ya ves, leo a los poetas españoles clásicos. Su imaginación conectó enseguida con la del lector. Quevedo, Lope. Otros debieron esperar mucho tiem-po para ser entendidos. Emily Dickinson, Nerval. Otros resucitaron gracias al tiempo. Góngora.
-¿Y tú? -pregunté un poco irritado por tanta erudición.
Calixta sonrió enigmáticamente.
-No quiero ver ni ser vista.
-¿Qué quieres decir?
Me contestó como si no me escuchara. -Sobre todo, no quiero escucharme siendo escuchada. Perdió la sonrisa.
-No quiero estar disponible.
Yo perdí la mía.
Desde ese momento convivieron en mi espíritu dos sentimientos contradictorios. Por una parte, el alivio de saber que escribir era para Calixta una pro-fesión secreta, confesional. Por la otra, la obligación de vencer a una rival incorpórea, ese espectro de las letras... La resolví ocupando totalmente el cuerpo de Calixta. La confesión de mi mujer -"Escribo"- se convirtió en mi deber de poseerla con tal intensidad que esa indeseada rival quedase exhausta.
Creo que sí, fatigué el cuerpo de mi mujer, la sometí a mi hambre masculina noche tras noche. Mi cabeza, en la oficina, se iba de vacaciones pensando.. .
"¿Qué nuevo placer puedo darle? ¿Qué posición me queda por ensayar? ¿Qué zona erógena de Calixta me falta por descubrir?"
Conocía la respuesta. Me angustiaba saberla. Tenía que leer lo que mi mujer escribía.
-¿Me dejas leer algunas de tus cosas?
Ella se turbó notablemente.
-Son ensayos apenas, Esteban.
-Algo es algo, ¿no?
-Me falta trabajarlos más.
-¿Perfeccionarlos, quieres decir?
-No, no -agitó la melena-. No hay obra perfecta.
-Shakespeare, Cervantes -dije con una sorna que me sorprendió a mí mismo porque no la desea-ba.
-Sí -Calixta removió con gran concentración el azúcar al fondo de la taza de café-. Sobre todo ellos. Sobre todo las grandes obras. Son las más im-perfectas.
-No te entiendo.
-Sí -se llevó la taza a los labios, como para sofocar sus palabras-. Un libro perfecto sería ilegi-ble. Sólo lo entendería, si acaso, Dios.
-O los ángeles -dije aumentando la sintonía de mi indeseada sorna.
-Quiero decir -ella continuó como si no me oyese, como si dialogase solitariamente, sin darse cuen-ta de cuánto me comenzaba a irritar su sabihondo monólogo-, quiero decir que la imperfección es la herida por donde sangra un libro y se hace humanamente legible...
Insistí, irritado. -¿Me dejas leer algo tuyo? Asintió con la cabeza.
Esa noche encontré los tres cuentos breves sobre mi escritorio. El primero trataba del regreso de un hombre que la mujer creía perdido para siempre en un desastre marino. El segundo denunciaba -no ha-bía otra palabra- una relación amorosa condenada por una sola razón: era secreta y al perder el secreto y hacerse pública, la pareja, insensiblemente, se separa-ba. El tercero, en fin, tenía como tema ni más ni menos que el adulterio y respaldaba a la esposa infiel, justificada por el tedio de un marido inservible...
Hasta ese momento, yo creía ser un hombre equi-librado. Al leer los cuentos de Calixta -sobre todo el último- me asaltó una furia insólita, agarré los preciosos papeles de mi mujer, los hice trizas con las manos, les prendí fuego con un cerillo y abriendo la ventana los arrojé al viento que se los llevó al jardín y más allá -era noche borrascosa-, hacia las montañas poblanas.

Creía conocer a Calixta. No tenía motivos para sorprenderme de su actitud durante la siguiente ma-ñana y los días que siguieron.
La vida fluyó con su costumbre adquirida. Ca-lixta nunca me pidió mi opinión sobre sus cuentos.
Jamás me solicitó que se los devolviera. Eran papeles escritos a mano, borroneados. Estaba seguro: no ha-bía copias. Me bastaba mirar a mi mujer cada noche para saber que su creación era espontánea en el senti-do técnico. No la imaginaba copiando cuentos que para ella eran ensayos de lo incompleto, testimonios de lo fugitivo, signos de esa imperfección que tanto la fascinaba...
Ni yo comenté sus escritos ni ella me pidió mi opinión o la devolución de las historias.
Calixta, con este solo hecho, me derrotaba.
Barajé las posibilidades insomnes. Ella me quería tanto que no se atrevía a ofenderme ("Devuélve-me mis papeles") o a presionarme (" ¿Qué te parecieron mis cuentos?"). Hizo algo peor. Me hizo sentir que mi opinión le era indiferente. Que ella vivía los largos y calurosos días de la casa en el llano con una plenitud autosuficiente. Que yo era el inevitable estorbo que llegaba a las siete u ocho de la noche desde la ciudad para compartir con ella las horas dispensables pero rutinarias. La cena, la partida de ajedrez, el sexo. El día era suyo. Y el día era de su maldita literatura.
"Ella es más inteligente que yo."
Hoy calibro con cuánta lentitud y también con cuánta intensidad puede irse filtrando un sentimien-to de envidia creciente, de latente humillación, hasta estallar en la convicción de que Calixta era superior a mí, no sólo intelectual sino moralmente. La vida de mi mujer cobraba sentido a expensas de la mía. Mis horarios de oficina eran una confesión intolerable de mi propia mediocridad. El silencio de Calixta me hablaba bien alto de su elocuencia. Callaba porque creaba. No necesitaba hablar de lo que hacía.

Era, sin embargo, la misma que conocí. Su amor, su alegría, las horas compartidas eran tan buenas hoy como ayer. Lo malo estaba en otra parte. No en mi co-razón secretamente ofendido, apartado, desconsiderado. La culpable era ella, su tranquilidad una afrenta para mi espíritu atormentado por la certidumbre creciente:
"Esteban, eres inferior a tu mujer."
Parte de mi irritación en aumento era que Calix-ta no abandonaba nunca el cuidado de la casa. La vieja propiedad de Huejotzingo se hermoseaba día con día. Calixta, como si su fría herencia angloescan-dinava la atrajese hacia el mediodía, iba descubrien-do y realzando los aspectos árabes de la casa. Trasladó una cruz de piedra al centro del patio. Pulió y destacó el recuadro de arco árabe de las puertas. Reforzó las alfanjías de madera que forman el armazón del techo. Llamó a expertos que la auxiliaran. El arquitecto Juan Urquiaga empleó su maravillosa técnica de mez-clar arena, cal y baba de maguey para darle a los mu-ros de la casa una suavidad próxima -y acaso superior- a la de la espalda de una hembra. Y el novelista y estudioso de la BUAP Pedro Ángel Palou trajo a un equipo de restauradores para limpiar el oscuro cuadro del vestíbulo.
Poco a poco fue apareciendo la figura de un moro con atuendo simple -el albornoz usado por ambos sexos- pero con elegancias de alcurnia, una pelliz de marta cebellina, un gorro de seda adornado de joyas... Lo inquietante es que el rostro de la pintura no era distinguible. Era una sombra. Llamaba la atención porque todo lo demás -gorro, joyas, piel de marta, blanco albornoz- brillaba cada vez más a medida que la restauración del cuadro progresaba.
El rostro se obstinaba en esconderse entre las sombras.
Le pregunté a Palou:
-Me llama la atención el gorro. ¿No era cos-tumbre musulmana generalizada usar el turbante?
-Primero, el turbante estaba reservado a los al-faquíes doctores que habían ido en peregrinaje a La Meca, pero desde el siglo XI se permitió que lo usa-ran todos -me contestó el académico poblano.
-¿Y de quién es la pintura?
Palou negó con la cabeza.
-No sé. ¿Siempre ha estado aquí, en su casa?
Traté de pensarlo. No supe qué contestar. A veces, uno pasa por alto las evidencias de un sitio preci-samente porque son evidentes. Un retrato en el vestíbulo. ¿Desde cuándo, desde siempre, desde que vivían mis padres? No tenía respuesta cierta. Sólo te-nía perplejidad ante mi falta de atención.
Palou me observó e hizo un movimiento miste-rioso con las manos. Bastó ese gesto para recordarme que esta lenta revelación de las riquezas de mi propia casa era obra de mi mujer. Regresó con más fuerza que nunca el eco de mi alma:
"Esteban, eres inferior a tu mujer."
En la oficina, mi machismo vulnerado comenzó a manifestarse en irritaciones incontrolables, órdenes dichas de manera altanera, abuso verbal de los infe-riores, chistes groseros sobre las secretarias, avances eróticos burdos.
Regresaba a casa con bochorno y furia en au-mento. Allí encontraba, plácida y cariñosa, a la cul-pable. La gringa. Calixta Brand.

En la cama, mi potencia erótica disminuía. Era culpa de ella. En la mesa, dejaba de lado los platillos. Era culpa de ella. Calixta me quitaba todos los apeti-tos. Y en el ajedrez me di cuenta, al fin, de lo obvio. Calixta me dejaba ganar. Cometía errores elementa-les para que un pinche peón mío derrotase a una magnánima reina suya.
Empecé a temer -o a desear- que mi estado de ánimo contagiase a Calixta. De igual a igual, al menos nos torturaríamos mutuamente. Pero ella per-manecía inmutable ante mis crecientes pruebas de frialdad e irritación. Hice cosas minúsculamente ofen-sivas, como trasladar mis útiles de aseo -jabones, espuma de afeitar, navajas, pasta y cepillo dentales, peines- del baño compartido a otro sólo para mí.
-Así no haremos colas -dije con liviandad.
Gradué la ofensa. Me llevé mi ropa a otra habi-tación.
-Te estoy quitando espacio para tus vestidos. Como si tuviera tantos, la campesina de Min-nesota...
Me faltaba el paso decisivo: dormir en el cuarto de huéspedes.
Ella tomaba mis decisiones con calma. Me sonreía amablemente. Yo era libre de mover mis cosas y sentirme cómodo. Esa sonrisa maldita me decía bien claro que su motivo no era cordial, sino perverso, infinitamente odioso. Calixta me toleraba estas pequeñas rebeldías porque ella era dueña y señora de la rebeldía mayor. Ella era dueña de la creación. Ella habitaba como reina la torre silenciosa del castillo. Yo, más y más, me portaba como un niño berrinchu-do, incapaz de cruzar de un salto la fosa del castillo.
Repetía en silencio una cantinela de mi padre cuando recibía quejas de los vecinos a causa de un coche mal estacionado o una música demasiado rui-dosa:

Ya los enanos ya se enojaron
porque sus nanas los pellizcaron.

El enano del castillo, pataleando a medida que se elevaba el puente sobre la fosa, observado desde el torreón por la imperturbable princesa de la magia negra y las trenzas rubias...
El deseo se me iba acabando. La culpa no era mía. Era del talento de ella. Seamos claros. Yo era incapaz de elevarme por encima de la superioridad de Calixta.
-Y ahora, ¿qué escribes? -le pregunté una noche, osando mirarla a los ojos.
-Un cuento sobre la mirada.
La miré animándola a continuar.
-El mundo está lleno de gente que se conoce y no se mira. En una casa de apartamentos en Chicago. En una iglesia aquí en Puebla. ¿Qué son? ¿Vecinos? ¿Viejos amantes de ayer? ¿Novios mañana? ¿Enemi-gos mortales?
-¿Qué son, pues? -comenté bastante irritado, limpiándome los labios con la servilleta.
-A ellos les toca decidir. Ese es el cuento.
-Y si dos de esos personajes viviesen juntos, ¿entonces qué?
-Interesante premisa, Esteban. Ponte a contar a toda la gente que no miramos aunque la tengamos enfrente de nosotros. Dos personas, pon tú, con las caras tan cercanas como dos pasajeros en un autobús atestado. Viajan con los cuerpos unidos, apretujados, con las mejillas tocándose casi, pero no se dicen nada. No se dirigen la palabra.
Para colmar el malestar que me producía la sere-na inteligencia de mi mujer, debo reiterar que, por mucho tiempo que pasase escribiendo, cuidaba con esmero todo lo relativo a la casa. Cuca, cocinera an-cestral de mi familia, era el ama del recinto culinario de azulejos poblanos y de la minuta escandalosamen-te deliciosa de su cocina -puerco adobado, frijoles gordos de xocoyol, enchiladas de pixtli, mole miahua-teco.
Hermenegilda, jovencita indígena recién llegada de un pueblo de la sierra, atendía en silencio y con la cabeza baja los menesteres menores pero indispensa-bles de una vieja hacienda medio derrumbada. Pero Ponciano, el jardinero viejo -como la casa, como la cocinera- se anticipó a decirme una mañana:
-Joven Esteban, para qué es más que la verdad. Creo que estoy de sobra aquí.
Expresé sorpresa.
-La señora Calixta se ocupa cada vez más del jardín. Poco a poquito, me va dejando sin quehacer. Cuida del jardín como la niña de sus ojos. Poda. Plana. Qué le cuento. Casi acaricia las plantas, las flores, las trepadoras.
Ponciano, con su vieja cara de actor en blanco y negro -digamos, Arturo Soto Rangel o el Nanche Arosemena- tenía el sombrero de paja entre las manos, como era su costumbre al dirigirse a mí, en señal de respeto. Esta vez lo estrujó violentamente. Bien maltratado que estaba ya el sombrerito ese.
-Perdone la expresión, patroncito, pero la doña me hace sentirme de a tiro un viejo pendejo. A veces me paso el tiempo mirando el volcán y di-ciéndome a mí mismo, ora Ponciano, sueña que la Iz-taccíhuatl está más cerca de ti que doña Calixta -con perdón del patrón- y que más te valdría, Ponciano, irte a plantar maguey que estar aquí plantado de güey todo el día...

Ponciano, recordé, iba todas las tardes de domin-go a corridas de toros y novilladas pueblerinas. Es increíble la cantidad enciclopédica de información que guardan en el coco estos sirvientes mexicanos. Pon-ciano y los toros. Cuca y la cocina. Sólo la criadita Hermenegilda, con su mirada baja, parecía ignorarlo todo. Llegué a preguntarle,
-Oye, ¿sabes cómo te llamas?
-Hermenegilda Torvay, para servir al patrón.
-Muy largo, chamaca. Te diré Herme o te diré Gilda. ¿Qué prefieres?
-Lo que diga su merced.
Sí, las mujeres (y los hombres) de los pueblos aislados de las montañas mexicanas hablan un purísi-mo español del siglo XVI, como si la lengua allí hu-biese sido puesta a congelar y Herme -decidí abreviarla- abundaba en "su merced" y "mercar" y lo mesmo y mandinga y mandado -para limi-tarme a sus emes.
Y es que en México, a pesar de todas las aparien-cias de modernidad, nada muere por completo. Es como si el pasado sólo entrase en receso, guardado en un sótano de cachivaches inservibles. Y un buen día, zas, la palabra, el acto, la memoria más inesperada, se hacen presentes, cuadrándose ante nosotros, como un cómico fantasmal, el espectro del Cantinflas tricolor que todos los mexicanos llevamos dentro, diciéndonos:
-A sus órdenes, jefe.

Jefe, Jefa, Jefecita. Así nos referimos los mexica-nos a nuestras madres. Con toda ambivalencia, vál-gase añadir. Madre es tierna cabecita blanca, pero también objeto sin importancia -una madre- o situación caótica -un desmadre-. La suprema in-juria es mandar a alguien a chingar a su madre. Pero, de vuelta, madre sólo hay una, aunque "mamacita linda" lo mismo se le dice a una venerable abuela que a una procaz prostituta.
Mi "jefa", María Dolores Iñárritu de Durán, era una fuerte personalidad vasca digna de la severa acti-tud de mi padre Esteban (como yo) Durán-Mendi-zábal. Ambos habían muerto. Yo visitaba regularmente la tumba familiar en el camposanto de la ciudad, pero confieso que nunca me dirigía a mi señor padre, como si el viejo se cuidara a sí mismo en el infierno, el cielo o el purgatorio. Y aunque lo mismo podría decirse de mi madre, a ella sí sentía que podía hablarle, contarle mis cuitas, buscar su consejo.
Lo cierto es que, a medida que se cuarteaba mi relación con Calixta, aumentaban mis visitas al ce-menterio y mis monólogos (que yo consideraba diá-logos) ante la tumba de doña María Dolores. ¡Cómo añoro los tiempos en que sólo le recordaba a mi ma-macita los momentos gratos, le agradecía fiestas y consejos, cuelgas y caricias! Ahora, mis palabras eran cada vez más agrias hasta culminar, una tarde de agos-to, bajo la lluvia de una de esas puntuales tempesta-des estivales de México, en algo que traía cautivo en el pecho y que, al fin, liberé:
-Ay mamacita, ¿por qué te moriste tú y no mi mujer Calixta?

Yo no sé qué poderes puede tener el matrimonio morganático del deseo y la maldición. Qué espantosa culpa me inundó como una bilis amarga de la cabeza a las puntas de los pies, cuando regresé a la casa alum-brada, la mansión ancestral e iluminada por la pro-verbial ascua, más que por las luces, por el lejano barullo, el ir y venir, las ambulancias ululantes y los carros de la policía.
Me abrí paso entre toda esa gente, sin saber quié-nes eran -salvo los criados-: ¿doctores, enfermeros, policías, vecinos del pueblo? Estaban subiendo en una camilla a Calixta, que parecía inconsciente y cuya larga melena clara se arrastraba sobre el polvo, colgando desde la camilla. La ambulancia partió y la explicación llegó.
Calixta fue hallada bocabajo en el declive del alféizar. La encontró el jardinero Ponciano pero no se atrevió -dijo más tarde- a perturbar la volun-tad de Dios, si tal era -sin duda- lo que le había sucedido a la metiche patrona que lo dejaba sin quehacer. O quizás, dijo, tirarse bocabajo era una costumbre protestante de esas que nos llegan del norte.
La pasividad del jardinero le fue recriminada por la fiel cocinera Cuca cuando buscó a Calixta para pre-guntarle por el mandado del día siguiente. Ella dio el grito de alarma y convocó a la criadita Hermenegil-da, ordenándole que llamase a un doctor. La Herme-negilda -me dijo Cuca con mala uva- no movió un dedo, contemplando a la patrona yacente casi con satisfacción. Al cabo fue la fiel Cuca la que tuvo que ocuparse habiendo perdido preciosos minutos, que se convirtieron en horas esperando la ambulancia.
Ya en el hospital, el médico me explicó. Calixta había sufrido un ataque de parálisis espástica. Esta-ban afectadas las fibras nerviosas del tracto córtico-espinal.
-¿Vivirá?
El doctor me observó con la máxima seriedad.
-Depende de lo que llamemos vivir. Lo más pro-bable en estos casos es que el ataque provenga de una hipoxia o falta de oxígeno en los tejidos y ello afecte a la inteligencia, la postura y el equilibrio corporal.
-¿El habla?
-También. No podrá hablar. O sea, don Este-ban, su esposa sufre un mal que inhibe los reflejos del movimiento, incluyendo la posibilidad de hablar.
-¿Qué hará?

Las horas -los años- siguientes me dieron la respuesta. Calixta fue sentada en una silla de ruedas y pasaba los días a la sombra de la ceiba y con la mirada perdida en el derrumbe del jardín. Digo derrumbe en el sentido físico. El derrame del alféizar empezó a ocul-tarse detrás del crecimiento desordenado del jardín. El delicioso huerto arábigo diseñado por Calixta obedecía ahora a la ley de la naturaleza, que es la ley de la selva.
Ponciano, a quien requerí regresar a sus tareas, se negó. Dijo que el jardín estaba embrujado o algo así. A Cuca no le podía pedir que se transformara en jardinera. Y Hermenegilda, como me lo avisó Cuca una tarde cuando regresó del trabajo,
-Se está creyendo la gran cosa, don Esteban. Como si ahora ella fuera la señora de la casa. Es una alzada. Métala en cintura, se lo ruego...
Había una amenaza implícita en las palabras de Cuca: o Hermenegilda o yo. Prometí disciplinar a la recamarera. En cuanto al jardín, decidí dejarlo a su suerte. Y así fue: crecía a paso de hiedra, insensible y silencioso hasta el día en que nos percatamos de su espesura.
¿Qué quería yo? ¿Por qué dejaba crecer el jardín que rodeaba a Calixta baldada a un ritmo que, en mi imaginación, llegaría a sofocar a esa mujer supe-rior a mí y ahora sometida, sin fuerza alguna, a mi capricho?
Mi odio venía de la envidia a la superioridad intelectual de mi mujer, así como de la impotencia que genera saberse inútil ante lo que nos rebasa. Antes, yo estaba reducido a quejarme por dentro y cometer pequeños actos de agravio. Ahora, ¿había llegado el momento de demostrar mi fuerza? Pero, ¿qué clase de poderes podía demostrar ante un ser sin poder alguno?
Porque Calixta Brand, día con día, perdía poderes. No sólo los de su inteligencia comprobada y aho-ra enmudecida. También los de su movimiento físico. Su belleza misma se deslavaba al grado de que, acaso, ella también deseaba que la hierba creciese más allá de su cabeza para ocultar la piel cada día más grisá-cea, los labios descoloridos, el pelo que se iba encane-ciendo, las cejas despobladas sin pintar, el aspecto todo de un muro de jabelgas cuarteadas. El desarreglo ge-neral de su apariencia.
Le encargue a la Herme asearla y cuidarla. Lo hizo a medias. La bañaba a cubetazos -me dijo indignada la Cuca-, la secaba con una toalla ríspida y la devolvía a su sitio en el jardín.

Pedro Ángel Palou pasó a verme y me dijo que había visitado a Calixta, antigua alumna suya de la Escuela de Verano.
-No comprendo por qué no está al cuidado de una enfermera.
Suplí mi culpa con mi silencio.
-Creía que la recamarera bastaría -dije al cabo-. El caso es claro. Calixta sufre un alto grado de espasticidad.
-Por eso merece cuidados constantes.
En la respuesta del escritor y catedrático, hom-bre fino, había sin embargo un dejo de amenaza.
-¿Qué propone usted, profesor? -me sentí constreñido a preguntar.
-Conozco a un estudiante de medicina que ama la jardinería. Podría cumplir con las dos funciones, doctor y jardinero.
-Cómo no. Tráigalo un día de éstos.
-Es árabe y musulmán.
Me encogí de hombros. Pero no sé por qué tan "saludable" propuesta me llenó de cólera. Acepté que la postración de Calixta me gustaba, me compensaba del sentimiento de inferioridad que como un gusano maldito había crecido en mi pecho, hasta salirme por la boca como una serpiente.
Recordaba con rencor la exasperación de mis ata-ques nunca contestados por Calixta. La sutileza de la superioridad arrinconada. La manera de decirle a Es-teban (a mí):
-No es propio de una mujer dar órdenes.
Esa sumisión intolerablemente poderosa era aho-ra una forma de esclavitud gozosamente débil. Y sin embargo, en la figura inmóvil de mi mujer había una especie de gravedad estatuaria y una voz de reproche mudo que llegaba con fuerza de alisio a mi imagina-ción.
-Esteban, por favor, Esteban amado, deja de ver al mundo en términos de inferiores y superiores. Recuerda que no hay sino relaciones entre seres hu-manos. No tenemos otra vida fuera de nuestra piel. Sólo la muerte nos separa e individualiza por com-pleto. Aun así, ten la seguridad de que antes de mo-rir, tarde o temprano, tendremos que rendir cuentas. El juicio final tiene su tribunal en este mundo. Nadie muere antes de dar cuenta de su vida. No hay que esperar la mirada del Creador para saber cuánta pro-fundidad, cuánto valor le hemos dado a la vida, al mundo, a la gente, Esteban.
Ella había perdido el poder de la palabra. Lucha-ba por recuperarlo. Su mirada me lo decía, cada vez que me plantaba frente a ella en el jardín. Era una mirada de vidrio pero elocuente.
"¿Por qué no te gusta mi talento, Esteban? Yo no te quito nada. Participa de mi placer. Hazlo nuestro."

Estos encuentros culpables con la mirada de Calixta Brand me exasperaban. Por un momento, creí que mi presencia viva y actuante era insulto suficien-te. A medida que leía a Calixta me iba dando cuenta de la miseria pusilánime de esta nueva relación con mi mujer inútil. Esa fue mi deplorable venganza ini-cial. Leerle sus propias cosas en voz alta, sin impor-tarme que ella las escuchase, las entendiese o no.
Primero le leí fragmentos del cuaderno de redac-ción que descubrí en su recámara.
-Conque escribir es una manera de emigrar hacia nuestra propia alma. De manera que "tenemos que rendir cuentas porque no nos creamos a nosotros mismos ni al mundo. Así que no sé cuánto me queda por hacer en el mundo." Y para colmo, plumífera mía: "Pero sí sé una cosa. Quiero ayudarte a que no disipes tu herencia, Esteban..."
De modo que la imbécil me nombraba, se diri-gía a mí con sus malditos papeles desde esa muerte en vida que yo contemplaba con odio y desprecio crecientes...
"¿Tuve derecho a casarme contigo? Lo peor hu-biera sido nunca conocernos, ¿puedes admitir por lo menos esto? Y si muero antes que tú, Esteban, por favor pregúntate a ti mismo: ¿cómo quieres que yo, Calixta Brand, me aparezca en tus sueños? Si muero, mira atentamente mi retrato y registra los cambios. Te juro que muerta te dejaré mi imagen viva para que me veas envejecer como si no hubiera muerto. Y el día de tu propia muerte, mi efigie desaparecerá de la fotografía, y tú habrás desaparecido de la vida."
Era cierto.

Corrí a la recámara y saqué la foto olvidada de la joven Calixta Brand, abandonada al fondo de un ca-jón de calcetines. Miré a la joven que conocí en los portales de Puebla e hice mi mujer. A ella le di el nombre de alcurnia. Calixta de Durán-Mendizábal e Iñárritu. Tomé el retrato. Tembló entre mis manos. Ella ya no era, en la fotografía, la estudiante fresca y bella del zócalo. Era idéntica a la mujer inválida que se marchitaba día con día en el jardín... ¿Cuánto tar-daría en esfumarse de la fotografía? ¿Era cierta la pre-dicción de esta bruja infame, Calixta Brand: su imagen desaparecería de la foto sólo cuando yo mismo mu-riese?
Entonces yo tenía que hacer dos cosas. Aplazar mi muerte manteniendo viva a Calixta y vengarme de la detestable imaginación de mi mujer humillándola.
Regresé al jardín con un manojo de sus papeles en el puño y les prendí fuego ante Calixta y su mirada de espejo.
Esa impavidez me movió a otro acto de relajamiento. Un domingo, aprovechando la ausencia de Cuca la cocinera, tomé del brazo a la sirvienta Her-menegilda, la llevé hasta el jardín y allí, frente a Ca-lixta, me desabroché la bragueta, liberé la verga y le ordené a la criada:
-Anda. Rápido. Mámamela.
Hay mujeres que guardan el buche. Otras se tra-gan el semen.
-Herme, escúpele mi leche en la cara a tu pa-trona.
La criada como que dudó.
-Te lo ordeno. Te lo manda el patrón. No me digas que sientes respeto por esta pinche gringa.
Calixta cerró los ojos al recibir el escupitajo grueso y blancuzco. Estuve a punto de ordenarle a Herme-negilda:
-Ahora límpiala. Ándale, gata.
Mi desenfreno exacerbado me lo impidió. Que se le quedaran en la cara las costras de mi amor. Ca-lixta permaneció impávida. La Herme se retiró entre orgullosa y penitente. A saber qué pasaba por la cabe-za de una india bajada del cerro a tamborazos.
Me fui a comer a la ciudad y cuando regresé al atardecer en-contré al doctor Palou de rodillas frente a Calixta, limpiándole el rostro. No me miró a mí. Sólo dijo, con autoridad irrebatible:
-Desde mañana vendrá el estudiante que le dije. Enfermero y jardinero. Él se hará cargo de doña Ca-lixta.
Se incorporó y lo acompañé, sin delatar emo-ción alguna, hasta la salida. Pasamos frente al cua-dro del árabe en el salón. Me detuve sorprendido. El tocado de seda enjoyado había sido sustituido por un turbante. Palou iba retirándose. Lo detuve del brazo.
-Profesor, este cuadro...
Palou me interrogó con dureza desde el fondo de sus gruesos anteojos.
-Ayer tenía otro tocado.
-Se equivoca usted -me dijo con rigor el no-velista poblano-. Siempre ha usado turbante... Las modas cambian -añadió sin mover un músculo fa-cial...

El jardinero-enfermero debía llegar en un par de días. Se apoderó de mi ánimo un propósito desleal, hipócrita. Ensayaría el tiempo que faltaba para ha-cerme amable con Calixta. No quería que mi crueldad traspasara los muros de mi casa. Bastante era que Palou se hubiese dado cuenta de la falta de misericor-dia que rodeaba a Calixta. Pero Palou era un hombre a la vez justo y discreto.
Comencé mi farsa hincándome ante mi mujer. Le dije que hubiese preferido ser yo el enfermo. Pero la mirada de mi esposa se iluminó por un instante, enviándome un mensaje.
"No estoy enferma. Simplemente, quise huir de ti y no encontré mejor manera."
Reaccioné deseando que se muriera de una santa vez, liberándome de su carga.
De nuevo, su mirada se tornó elocuente para decirme: "Mi muerte te alegraría mucho. Por eso no me muero."
Mi espíritu dio un vuelco inesperado. Miré al pasado y quise creer que yo había dependido de ella para darme confianza en mí mismo. Ahora ella dependía de mí y sin embargo yo no la toleraba. Sospe-chaba, viéndola sentada allí, disminuida, indeciso entre desear su muerte o aplazarla en nombre de mi propia vida, que en ese rostro noble pero destruido sobrevivía una extraña voluntad de volver a ser ella misma, que su presencia contenía un habla oscura, que aunque ya no era bella como antes, era capaz de resucitar la memoria de su hermosura y hacerme a mí responsable de su miseria. ¿Se vengaría esta mujer inútil de mi propia, vigorosa masculinidad?
Por poco me suelto riendo. Fue cuando escuché los pasos entre la maleza que iba creciendo en el jar-dín arábigo y vi al joven que se acercó a nosotros.
-Miguel Asmá -se presentó con una leve in-clinación de la cabeza y la mano sobre el pecho.
-Ah, el enfermero -dije, algo turbado.
-Y el jardinero -añadió el joven, echando un vistazo crítico al estado de la jungla que rodeaba a Calixta.
Lo miré con la altanería directa que reservo a quienes considero inferiores. Sólo que aquí encontré una mirada más altiva que la mía. La presencia del llamado Miguel Asmá era muy llamativa. Su cabeza rubia y rizada parecía un casco de pelo ensortijado a un grado inverosímil y contrastaba notablemente con la tez morena, así como chocaba la dulzura de su mirada rebosante de ternura con una boca que apenas
disimulaba el desdén. La nariz recta e inquietante ol-fateaba sin cesar y con impulso que me pareció cruel. Quizás se olía a sí mismo, tan poderoso era el aroma de almizcle que emanaba de su cuerpo o quizás de su ropa, una camisa blanca muy suelta, pantalones de cuero muy estrechos, pies descalzos.
-¿Qué tal los estudios? -le dije con mi más insoportable aire de perdonavidas.
-Bien, señor.
No dejó de mirarme con una suerte de serena aceptación de mi existencia.
-¿Muy adelantado? ¿Muy al día? -sonreí chue-camente.
Miguel a su vez sonrió. -A veces lo más anti-guo es lo más moderno, señor.
-¿O sea?
-Que leo el Quanun fi attibb de Avicena, un libro que después de todo sentó autoridad universal en todas partes durante varios siglos y sigue, en lo esencial, vigente.
-En cristiano -dije, arrogante.
-El Canon de la medicina de Avicena y también los escritos médicos de Maimónides.
-¿Supercherías de beduinos? -me reí en su cara.
-No, señor. Maimónides era judío, huyó de Córdoba, pasó disfrazado por Fez y se instaló en El Cairo protegido por el sultán Saladino. Judíos y ára-bes son hermanos, ve usted.
-Cuénteselo a Sharon y a Arafat -ahora me carcajeé.
-Tienen en común no sólo la raza semita -prosiguió Miguel Asmá-, sino el destino ambulante, la fuga, el desplazamiento...
-Vagos -interpuse ya con ánimo de ofender.
Miguel Asmá no se inmutó. -Peregrinos. Mai-mónides judío, Avicena musulmán, ambos maestros eternos de una medicina destilada, señor Durán, esen-cial.
-De manera que me han enviado a un curan-dero árabe -volví a reír.
Miguel se rió conmigo. -Quizás le aproveche la lectura de La guía de perplejos de Maimónides. Allí entendería usted que la ciencia y la religión son com-patibles.
-Curandero -me carcajeé y me largué de allí.

Al día siguiente, Miguel, desde temprana hora, estaba trabajando en el jardín. Poco a poco la maleza desaparecía y en cambio el viejo Ponciano reaparecía ayudando al joven médico-jardinero, podando, tum-bando las hierbas altas, aplanando el terreno.
Miguel, bajo el sol, trabajaba con un taparrabos como única prenda y vi con molestia las miradas las-civas que le lanzaba la criadita Hermenegilda y la ab-soluta indiferencia del joven jardinero.
-¿Y usted? -interpelé al taimado Ponciano-. ¿No que no?
-Don Miguel es un santo -murmuró el an-ciano.
Ah, ¿sí? ¿A santo de qué? -jugué con el lenguaje.
-Dice que los jardineros somos los guardianes del Paraíso, don Esteban. Usted nunca me dijo eso, pa'qués más que la verdá.
Seductor de la criada, aliado del jardinero, cui-dador de mi esposa, sentí que el tal Miguel me empe-zaba a llenar de piedritas los cojones. Estaba
influyendo demasiado en mi casa. Yo no podía aban-donar el trabajo. Salía a las nueve de la mañana a Puebla, regresaba a las siete de la tarde. La jornada era suya. Cuando la Cuca comenzó a cocinar plati-llos árabes, me irrité por primera vez con ella.
-¿Qué, doña Cuca, ahora vamos a comer como gitanos o qué?
Ay, don Esteban, viera las recetas que me da el joven Miguelito.
-Ah sí, ¿cómo qué?
-No, nada nuevo. Es la manera de explicarme, patrón, que en cada plato que comemos hay siete ángeles revoloteando alrededor del guiso.
-¿Los has visto a estos "ángeles"?
Doña Cuca me mostró su dentadura de oro.
-Mejor todavía. Los he probado. Desde que el joven entró a la cocina, señor, todo sabe a miel, ¡viera usted!
¿Y con Calixta? ¿Qué pasaba con Calixta?
-Sabe, señor Durán, a veces la enfermedad cura a la gente -me dijo un día el tal Miguel.
Yo entendí que el efebo caído en mi jardín encan-dilara a mi servicio. Trabajaba bajo el alto sol de Pue-bla con un breve taparrabos que le permitía lucir un cuerpo esbelto y bien torneado donde todo parecía duro: pecho, brazos, abdomen, piernas, nalgas. Su única imperfección eran dos cicatrices hondas en la espalda.
Más allá de su belleza física, ¿qué le daba a mi mujer incapacitada?
La venganza. Calixta era atendida con devoción extrema por un bello muchacho en tanto que yo, su marido, sólo la miraba con odio, desprecio, o indife-rencia.
¿Qué veía en Calixta el joven Miguel Asmá? ¿Qué veía él que no veía yo? ¿Lo que yo había olvidado sobre ella? ¿Lo que me atrajo cuando la conocí? Aho-ra Calixta envejecía, no hablaba, sus escritos estaban quemados o arrumbados por mi mano envidiosa. ¿Qué leía Miguel Asmá en ese silencio? ¿Qué le atraía en esta enferma, en esta enfermedad?
Cómo no me iba a irritar que mientras yo la despreciaba, otro hombre ya la estaba queriendo y en el acto de amarla, me hacía dudar sobre mi voluntad de volverla a querer.

Miguel Asmá pasaba el día entero en el jardín al lado de Calixta. Interrumpía el trabajo para sentarse en la tierra frente a ella, leerle en voz baja pasajes de un libro, encantarla, acaso...
Un domingo, alcancé a escuchar vergonzosamen-te, escondido entre las salvajes plantas cada vez más domeñadas, lo que leía el jardinero en voz alta.
-Dios entregó el jardín a Adán para su placer. Adán fue tentado por el demonio Iblis y cayó en pecado. Pero Dios es todopoderoso. Dios es todo mise-ricordia y compasión. Dios entendía que Iblis procedía contra Adán por envidia y por rencor. De manera que condenó al Demonio, y Adán regresó al Paraíso perdonado por Dios y consagrado como primer hom-bre pero también como primer profeta.
Miró intensamente con sus ojos negros bajo la corona de pelo rubio y ensortijado.
-Adán cayó. Mas luego, ascendió.
De manera que tenía que vérmelas con un ilu-minado, un Niño Fidencio universitario, un embau-cador religioso. Me encogí, involuntariamente, de hombros. Si esto aliviaba a la pobre Calixta, tant mieux, como decía mi afrancesada madre. Lo que comenzó a atormentarme era algo más complicado. Era mi sorpresa. Mientras yo la acabé odiando, otro ya la estaba queriendo. Y esa atención tan tierna de Mi-guel Asmá hacia Calixta me hizo dudar por un instante. ¿Podría yo volver a quererla? Y algo más insistente. ¿Qué le veía Miguel a Calixta que yo no le veía ya?
De estas preguntas me distrajo algo más visible aunque acaso más misterioso. En pocas semanas, a las órdenes de Miguel Asmá y sus entusiastas colabo-radores -Ponciano el viejo jardinero, Hermenegilda la criada obviamente enamoriscada del bello intruso y aun la maternal doña Cuca, rebosante de instin-to-, el potrero enmarañado en que se había conver-tido el jardín revertía a una belleza superior a la que antes era suya.
Como el jardín se inclinaba del alfiz que enmar-caba la puerta de entrada al alfaque que Calixta ob-servaba el día entero como si por ese banco de arena fluyese un río inexistente, Miguel Asmá fue escalo-nando sabiamente el terreno a partir del patio con su fuente central, antes seca, ahora fluyente. Un suave rumor comenzó a reflejarse sutilmente, tranquilamen-te, en el rostro de mi esposa.

Con arduo pero veloz empeño, Miguel y su com-pañía -¡mis criados, nada menos!- trabajaron todo el jardín. Debidamente podado y escalonado, empe-zó a florecer mágicamente. Narcisos invernales, lirios primaverales, violetas de abril, jazmín y adormideras, flores de camomila en mayo convirtiéndose en bebi-da favorita de Calixta. Azules alhelíes, perfumados mirtos, rosas blancas que Miguel colocaba entre los cabellos grises de Calixta Brand, jajá.
Estupefacto, me di cuenta de que el joven Mi-guel había abolido las estaciones. Había reunido in-vierno, primavera, verano y otoño en una sola estación. Me vi obligado a expresarle mi asombro.
Él sonrió como era su costumbre. -Recuerde, señor Durán, que en el valle de Puebla, así como en todo el altiplano mexicano, coexisten los cuatro tiem-pos del año...
-Has enlistado a todo mi servicio -dije con mi habitual sequedad.
-Son muy entusiastas. Creo que en el alma de todo mexicano hay la nostalgia de un jardín per-dido -dijo Miguel rascándose penosamente la es-palda-. Un bello jardín nos rejuvenece, ¿no cree usted?
Bastó esta frase para enviarme a mi dormitorio y mirar la foto antigua de Calixta. Perdía vejez. Iba retornando a ser la hermosa estudiante de las Ciudades Gemelas de Minnesota de la que me enamoré siendo ambos estudiantes. Dejé caer, asombrado, el retrato. Me miré a mí mismo en el espejo del baño. ¿Me en-gañaba creyendo que a medida que ella rejuvenecía en la foto, yo envejecía en el espejo?
No sé si esta duda, transformándose poco a poco en convicción, me llevó una tarde a sentarme junto a Calixta y decirle en voz muy baja:
-Créeme, Calixta. Ya no te deseo a ti, pero deseo tu felicidad...
Miguel el jardinero y doctor levantó la cabeza agachada sobre un macizo de flores y me dijo:
-No se preocupe, don Esteban. Seguro que Calixta sabe que ya han desaparecido todas las amenazas contra ella...

Era estremecedor. Era cierto. La miré sentada allí, serena, envejecida, con un rostro que se empeñaba en ser noble pese a la destrucción maligna de la en-fermedad y el tiempo. Su mirada hablaba por ella. Su mirada escribía lo que traía dentro del alma. Y la pre-gunta de su espíritu a mí era: "Ya no soy bella como antes. ¿Es esta razón para dejar de amarme? ¿Por qué Miguel Asmá sabe amarme y tú no, Esteban? ¿Crees que es culpa mía? ¿No aceptas que tampoco es culpa tuya porque tú nunca eres culpable, tú sólo eres in-dolente, arrogante?"
Miguel Asmá completó en voz alta el pensamien-to que ella no podía expresar.
-Se pregunta usted, señor, qué hacer con la mujer que amó y ya no desea, aunque la sigue queriendo...
¡Cómo me ofendió la generosidad del muchacho! No sabía su lugar...
“Pon siempre a los inferiores en su sitio” -me aconsejaba mi madre, q.e.p.d.
-No entiendes -le dije a Miguel-. No entiendes que antes yo dependía de ella para tener confianza en la vida y ahora ella depende de mí y no lo soporta.
-Va a vengarse -murmuró el bello tenebroso.
-¿Cómo, si es inválida? -contesté exasperado aún por mi propia estupidez, y añadí con ferocidad-. Mi placer, sábetelo, nene, es negarle a Calixta inváli-da todo lo que no quise darle cuando estaba sana...
Miguel negó con la cabeza. -Ya no hace falta, señor. Yo le doy todo lo que ella necesita.
Enfurecí. -¿Cuidado de enfermero, habilidad de jardinero, condición servil?
Casi escupí las palabras.
Atención, señor. La atención que ella requiere.
-¿Y cómo lo sabes, si ella no habla?
Miguel Asmá me contestó con otra interrogante. -¿Se ha preguntado qué parte podría usted tener ahora de ella, habiéndola tenido toda?
No pude evitar el sarcasmo. -¿Qué cosa me permites, chamaco?
-No importa, señor. Yo he logrado que desapa-rezcan todas las amenazas contra ella...
Lo dijo sin soberbia. Lo dijo con un gesto de dolor, rascándose bruscamente la espalda.
-Ha carecido usted de atención -me dijo el joven-. Su mujer perdió el poder sobre las palabras. Ha luchado y sufrido heroicamente pero usted no se ha dado cuenta.
-¿Qué importa, zonzo?
-Importa para usted, señor. Usted ha salido perdiendo.
-¿Ah, sí? -recuperé mi arrogante hidalguía-. Ahora lo veremos.
Caminé recio fuera del jardín. Entré a la casa. Algo me perturbó. El cuadro me atrajo. La imagen del árabe tocado por un turbante se había, al fin, acla-rado, como si la mano de un restaurador artífice hu-biese eliminado capa tras capa de arrepentimientos, hasta revelar el rostro de mirada beatífica y labios crue-les, la nariz recta y la cabeza rizada asomándose sobre las orejas.
Era Miguel Asmá.
Ya no cabía sorprenderse. Sólo me correspondía correr escaleras arriba, llegar a mi recámara, mirar el retrato de Calixta Brand.
La imagen de mi mujer había desaparecido. Era un puro espacio blanco, sin efigie.
Era el anuncio -lo entendí- de mi propia muerte.
Corrí a la ventana, asustado por el vuelo de las palomas en grandes bandadas blancas y grises. Vi lo que me fue permitido ver.
La joven Calixta Brand, la linda muchacha a la que conocí y amé en los portales de Puebla, descan-saba, bella y dócil, en brazos del llamado Miguel Asmá.
Otra vez, como en el principio, ella hizo de lado, con un ligero movimiento de la mano, el rubio me-chón juvenil que cubría su mirada.
Como el primer día.

Abrazando a mi esposa, Miguel Asmá ascendía desde el jardín hacia el firmamento. Dos alas enor-mes le habían brotado de la espalda adolorida, como si todo este tiempo entre nosotros, gracias a una vo-luntad pesumbrosa, Miguel hubiera suprimido el empuje de esas alas inmensas por brotarle y hacer lo que ahora hacían: ascender, rebasar la línea de los volcanes vecinos, sobrevolar los jardines y techos de Huejotzingo, el viejo convento de arcadas plateres-cas, las capillas pozas, las columnas franciscanas, el techo labrado de la sacristía de San Diego, mientras yo trataba de murmurar:
-¿Cómo ha podido este joven robarme mi amor?
Algo de inteligencia me quedaba para juzgarme como un perfecto imbécil.
Y abajo, en el jardín, Cuca y Hermenegilda y Ponciano miraban asombrados el milagro (o lo que fuera) hasta que Miguel con Calixta en sus brazos desaparecieron de nuestra vista en el instante en que ella movía la mano en gesto de despedida. Sin em-bargo, la voz del médico y jardinero árabe persistía como un eco llevado hasta el agua fluyente del alfa,  que ayer seco, ahora un río fresco y rumoroso que pronosticaba, lo sé, mi vejez solitaria, cuando en días lluviosos yo daría cualquier cosa por tener a Calixta Brand de regreso.
Lo que no puedo, deseándolo tanto, es pedirle perdón.

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