jueves, 13 de octubre de 2016

Jaime Torres Bodet. BALZAC.


III
DOS ROMANZAS EN SORDINA:
La señora Carraud y María du Fresnaye

DESDE el punto de vista de sus amores y sus amistades femeninas, la vida de Balzac nos ofrece una serie de expansiones, largas o cortas, y más largas que cortas habitualmente. Podríamos comparar tales expansiones con los trozos de un concierto romántico, más grato a Berlioz que a Ricardo Wagner, aunque no exento —por lo menos en el caso de la condesa Hanska— de ciertas nórdicas brumas.
  El prolongado amor de Madame de Berny (primaveral en Balzac, otoñal en ella) resulta como un preludio insistente y suave, ejecutado al principio sobre el teclado de un clavicordio muy dieciochesco y, más tarde, en un piano de resonancias conmovedoras, pero siempre sumisas al freno de los pedales. La aventura con la señora de Abrantes evoca el diálogo malicioso de un arpa y un clarinete. En un diálogo así, no fueron siempre las manos de la duquesa las que pulsaron el arpa con más fervor… El asedio a Madame de Castries parece un «estudio» ardiente. Termina, en Ginebra, con una fuga: la de Balzac, sorprendido por la destreza con que sabían las grandes damas de la Restauración ofrecerse sin entregarse, anunciarse sin prometerse y prometerse para jamás cumplir.
  En cuanto a la castellana polaca, envuelta en nieblas, sedas, armiños y cibelinas, las Cartas a la extranjera son, en la obra de Balzac, junto a la enorme Comedia humana, lo que la sucesión delicada y vibrante de los nocturnos cuando la oímos, sin menospreciar a Chopin, después de haber admirado las sinfonías dramáticas de Beethoven.
  Nos quedan un intermezzo anglo-italiano, el de Sarah Lowell; una mazurka de carnaval, la de Carolina Marbouty y una canción bretona: la de Elena de Valette. Estos tres fragmentos, los escucharemos más adelante —aunque sea de prisa. Pero, en el programa del concierto femenino de Balzac, faltan dos números todavía: dos romanzas discretas y sin embargo imperecederas. Una, muy breve —y «sin palabras»—, como gustaba escribirlas Mendelssohn: la de María du Fresnaye. Otra, al contrario, lenta en formarse y hacerse oír, toda hecha de insinuaciones y de consejos, lógica y sentenciosa, tan larga casi como la producción literaria del novelista. Me refiero a la amistad de Zulma Carraud.
  Hablaré primero de ésta, a quien Honorato conoció en Tours, desde joven, en cuyo hogar encontró lo que nunca tuvo en sus agitados laboratorios —consuelo y calma— y de quien recibió, durante aproximadamente treinta años, estímulos y reproches, críticas y entusiasmos, abnegación vigilante y verdad cabal. Como Madame de Berny y como la mariscala-duquesa, Zulma Carraud era mayor que Honorato: había nacido tres años antes que él. Su apellido de señorita parece va la proclama de un patriotismo provinciano: Tourangin. ¿No se da el nombre de «tourangeaux» a quienes nacen en Turena?
  Tenía Zulma 20 años cuando, en 1816, se casó con el capitán Francisco Miguel Carraud. Fue siempre amiga de Laura, la hermana de Honorato. Éste, que durante el período de su iniciación parisiense no tuvo muchas ocasiones de verla, volvió a tratarla en 1826. Los Carraud vivían entonces en la Escuela de Saint Cyr, no lejos de la casa de Versalles donde residían Eugenio Surville y su esposa Laura; el cuñado y la hermana de Honorato. El escritor iba frecuentemente a esa casa, ubicada en el número 2 de la calle de Maurepas. La vecindad y la juventud se encargaron de hacer el resto. Lo cierto es que, a partir de 1829 y hasta el 28 de mayo de 1850 (o sea, casi exactamente, tres meses antes de la muerte del novelista, ocurrida en la noche del 17 al 18 de agosto) se estableció entre ambos una correspondencia que no es posible no haber leído si se quiere juzgar realmente el carácter y el espíritu de Balzac. Debemos la publicación de esa importante correspondencia a Marcel Bouteron, el balzaciano por antonomasia, digno heredero de aquel vizconde de Spoelberch de Lovenjoul que consagró su existencia entera a Balzac y que persiguió incesantemente, a través de un dédalo de archivos, casas, ciudades, imprentas y bibliotecas, la evasión incesante del escritor.
  La vida de Zulma Carraud no es tan difícil de situar y de definir. De Saint Cyr, donde empezó realmente su amistad para el autor de La fisiología del matrimonio (libro que la ofendió), hubo de trasladarse a Angulema, en 1831. Su esposo había sido designado inspector en la fábrica de pólvora de esa ciudad. En sus mocedades —y hasta en Saint Cyr— la alentaba una perspectiva: establecerse en la vida capitalina, a su juicio tónica y prestigiosa. Angulema la curó de aquel vano ensueño. En una de las primeras cartas que desde allí dirigió a Balzac le indicaba sin amargura: «Este aislamiento completo conviene a un alma enfermiza como la mía. El día tiene dieciséis horas para mí. Y dispongo a mi arbitrio de todas ellas. ¡Qué tesoro, Honorato! Ya quisiera usted tener la mitad, y no se lo digo para tentarlo… Estoy confortablemente alojada: dos hermosos cuartos de amigos, un buen billar, un saloncito que incluso en París parecería tolerable, el “tric-trac” que nos ha seguido hasta aquí, un espacioso jardín que produce con profusión los mejores duraznos de Francia, bosques amenos y, a pocos pasos, el Charente, delicioso en este lugar… Según verá usted, la parte material se encuentra bien atendida. Me he establecido en este sitio como si debiese morir en él».
  No creamos, sin embargo, al pie de la letra a la burguesa que nos describe con tanta satisfacción las comodidades de su «destierro». A distancia de más de un siglo, el lector adivina que, si tal vez la instalación material parecía aceptable a Zulma, no ocurría lo propio con esa otra, menos fácil de precisar a su amigo: la instalación intelectual y moral dentro del ámbito confinado, y turbio en ocasiones, de la provincia. Ella misma lo reconoce. «En lo moral —agrega en su carta— nos sentimos más restringidos. Iván (su hijo), Carraud y yo, combinados en todas las formas posibles, he allí nuestros recursos sociales. Por fortuna, nos llevamos muy bien: cada cual con el otro y cada uno con los demás».
  Cerca de dos años y medio pasaron los esposos Carraud entre las pólvoras de Angulema. Zulma —tan resignada a morir en aquel rincón— heredó, en 1834, la propiedad que su padre tenía en Frapesle. Los Carraud se apresuraron a mudar de horizonte. Y, de 1834 hasta 1849, la mayor parte de las cartas de Zulma aparecen fechadas en Frapesle. Al principio de 1850, cambia de nuevo de dirección: se instala en Nohant. Desde allí escribió la señora Carraud su última epístola balzaciana, enviada como saludo de bienvenida a la flamante esposa del novelista: la extraña señora Hanska. Poco después, Honorato murió. Zulma se hizo maestra de escuela y publicó varios relatos destinados a un público juvenil; entre otros, Juanita o el deber, que obtuvo un premio de la Academia Francesa. En 1864 perdió a su esposo. Envejecida y —si aceptáramos la expresión— huérfana de sus hijos (muertos también) la señora Carraud fue a refugiarse en París, en ese atractivo París con el cual soñó tanto cuando era joven y que, por la enfermedad de sus ojos, no pudo ver placenteramente en la senectud. Su postrer hogar fue el de su nuera y su postrer consuelo el júbilo de sus nietos: Magdalena y Gastón. Terminaron sus años (que no eran pocos: noventa y tres) el 24 de abril de 1889. El Consejo Municipal de Nohant, reconocido por sus obras caritativas, decidió honrar la memoria de la señora Carraud, dando su nombre, arcaico y no obstante amable, a una plaza que los admiradores de La comedia humana visitan con literaria melancolía.
  Una vida así, tan clara, tan prolongada, tan lógica, tan serena, contrasta con la vida apoplética de Balzac. Por eso mismo, tal vez, Balzac buscó siempre en Zulma un asilo, una tregua, un cordial apaciguamiento. Si, como creen algunos —y como lo deja entender una carta de Zulma, enviada a Aix— el escritor quiso poseerla en un día de furia y de inexcusable paroxismo sexual, la señora Carraud se sobrepuso con dignidad a tan brusco asalto. Lo que deseaba, por encima de todo, era ser su amiga, su confidente, su confesora. Eso lo consiguió finalmente y con plenitud.
  Los psicólogos perderán su tiempo en pretender indagar si Zulma sintió un amor prohibido para Honorato. Siempre es fácil atribuir a toda amistad entre un hombre y una mujer un trasfondo impuro. Pero es más sano —y más respetable para ciertas memorias— no disecarlas con instrumentos improvisados. O bien Zulma se enamoró de Honorato; o bien los sentimientos que le inspiró el novelista fueron sólo los que su correspondencia refleja: desinteresados, honestos y generosos. Si optamos por lo primero, la figura de Zulma se ve nimbada por un halo de heroicidad y de sacrificio. Si optamos por lo segundo, su amistad constituye para nosotros un testimonio y una lección.
  ¿Cuáles fueron los frutos de esa amistad? Uno desde luego: la invitación constante a la sensatez. Honorato vivía en un frenesí perpetuo. Todo era desbordamiento, derroche y lujo en sus escritos y en sus costumbres. Salía de una quiebra para ir a comprar muebles y objetos caros con qué embellecer su próximo domicilio. Obligado a escribir para indemnizar a sus acreedores, pedía prestado a los agiotistas más onerosos, a fin de adquirir un «tilbury», un caballo de pura sangre, una levita nueva, un bastón precioso o la copia, más o menos incierta, de un cuadro célebre. Zulma gemía ante aquellos excesos irrefrenables. En una carta, del primero de septiembre de 1832, reprocha a Balzac su monstruosa afición al dinero. «¡El dinero!, dice, y ¿por qué?… Porque a vuestros círculos de buen tono no se puede llegar a pie. ¡Cuánto me place, en su buhardilla, el Rafael de La piel de zapa y cuántas razones tenía Paulina para adorarlo! Porque, no se engañe usted, Paulina no le quiso después sino por reminiscencia… ¡Qué pequeño resulta entre sus millones! ¿Ha medido usted su propia “piel de zapa” desde que remozó su apartamiento y desde que ese cabriolé tan moderno va por usted, a las dos de la madrugada, a la Rue du Bac?».
  Sin embargo, Zulma no es ni un espíritu estrecho ni una mujer avara. Se da cuenta de que su amigo no puede vivir sin muchas cosas superfluas alrededor. Para ciertos ingenios, lo superfluo es lo único indispensable. Olvidando sus recomendaciones de ascetismo, en mayo de 1833 le envía una alfombra y un servicio de té. A Honorato el obsequio no deja de conmoverle. «Es gracioso y bonito —exclama—; todo el mundo lo admira, porque todos lo ven y quisiera verlo yo solo. ¡Qué felices somos: usted, de darme una cosa que me ha gustado, y yo de recibirla de usted!».
  La influencia de la señora Carraud hubiera sido bastante ingrata de haberla ejercido Zulma exclusivamente en su propósito de reducir los gastos suntuarios de ese terrible corresponsal. Otros excesos son más costosos y pueden resultar más dañinos. Por ejemplo, el de pretender al amor caprichoso de las marquesas. Balzac, como gran plebeyo, perdía el sentido frente a los blasones de ciertas damas. La marquesa de Castries jugó con él como con un niño colérico y petulante. Para ir a visitarla a Aix, Honorato atravesó toda Francia y se detuvo unos días en Angulema, en la casa de sus amigos Carraud. Siempre cartesiana —y liberal por añadidura— Zulma no podía ver sin disgusto aquella aventura que, por fortuna, no llegó a serlo. Al escaparse Honorato, le escribe Zulma: «Está usted en Aix porque tenía usted que ser comprado por un partido y porque una mujer es el precio de semejante mercado… No, no conoce usted las delicias de la castidad voluntaria».
  Ella, por lo visto, las conocía. Nunca estuvo tan cerca de confesarlo. Pero no son esas frases, las que más me convencen en la carta que cito, sino éstas, mucho más duraderas: «Dejé que fuera usted a Aix —añade Zulma Carraud— porque desprecio lo que usted deifica, porque soy pueblo, pueblo aristocratizado, pero capaz todavía de simpatizar con los que sufren de la opresión… Y usted se halla ahora en Aix porque su alma ha sido falseada, porque ha repudiado usted la gloria y prefiere la vanagloria».
  Las protestas de la pequeña burguesa de Angulema denotan, sin duda, una decepción. No ignora su viejo enlace con Madame de Berny; aceptaría tal vez que Honorato quisiese a otra; pero no puede concebir que esa otra se burle de él. Sufre de verle envuelto en una conjuración monárquica y reaccionaria. Ella, «pueblo aristocratizado», como lo afirma, odia —en la persona de Madame de Castries— ese brillo fatuo, que encandila a Balzac, y que no le permite ver a los más humildes.
  En esto, Zulma acertó, anticipándose a muchos críticos. En efecto, la flaqueza mayor de Balzac reside en los vicios de su carácter. Entre todos, el menos digno de aprecio es su fiebre de advenedizo. Los títulos, el éxito, la fortuna constituyen constantemente, para él, una tentación. Ya vimos cómo añadió a su apellido una partícula nobiliaria que no le correspondía. Ya hemos oído el ruido que hacían las ruedas de su cabriolé, a las dos de la madrugada, al doblar la esquina de la calle donde moraba Madame de Castries. Sabemos la importancia que concedía al menor elogio, más pequeño en esto que el stendhaliano Julián Sorel, ansioso también de triunfos aristocráticos. Por ventura, el parecido entre Balzac y el héroe de Rojo y Negro concluye allí. Porque el creador del Padre Goriot era demasiado consciente de su valor para admitir lo que más atormenta a Julián Sorel: el resentimiento. Advenedizo, sí; resentido, nunca. Si no fueran bastantes para probarlo tantas virtudes como las suyas —su bondad, su entusiasmo, su abundancia vital, su fe en el hombre, al que trata más de una vez como a superhombre— nos quedaría el recurso de recordar la respuesta que envió, desde Aix, a la señora Carraud, en su carta del 23 de septiembre de 1832: «Nunca me venderé —declara en aquella carta. Seré siempre, en mi línea, noble y generoso. La destrucción de toda nobleza, con excepción de la Cámara de los Pares, la separación del clero por lo que atañe a Roma, los límites naturales de Francia, la perfecta igualdad de la clase media, el reconocimiento de las superioridades reales, la economía en los gastos, el aumento de los ingresos por medio de una mejor concepción del impuesto, la instrucción para todos, he aquí los principales puntos de mi política… Siempre serán coherentes mis actos y mis palabras».
  ¡Qué extrañas suenan estas afirmaciones en una correspondencia tan íntima! Es que Balzac deseaba en aquellos días ser diputado. Escribe a Zulma con la misma pluma con que escribía a sus electores. Pero Zulma no se equivoca. Reconoce, sin tardanza, la bondad de Honorato. Lo compadece. Y de pronto, encuentra esta exclamación: «No quiere usted comprender que, sin comunicación con el pueblo, no está usted en aptitud de juzgar sus necesidades».
  El alumno de Bonaparte, el novelista que había trazado sobre una estatua de Napoleón estas palabras tan ambiciosas: «Lo que comenzó con la espada, lo acabaré con la pluma», se había vuelto, en política, un legitimista. Ese legitimismo no murió junto con su amor por Madame de Castries. Diez años más tarde, al redactar el prefacio de La comedia humana, sus consejeras siguen siendo las mismas: la monarquía y la religión. Incluso él, tan ávido de quemarse en todas las llamas de la existencia, escribe en ese prefacio esta frase que habríamos preferido encontrar en un texto de José de Maistre: «No se da longevidad a los pueblos sino moderando su acción vital».
  ¡Pobre gran vidente, cuya vida entera fue una oda a la voluntad y que trató de oponerse, en vano, a la voluntad del pueblo! Sin su genio, la señora Carraud sabía de estas cosas más que Balzac.
  Pero la burguesita Zulma no se ocupaba tan sólo en zaherir a las marquesas absolutistas que enturbiaban el ánimo de su amigo; ni se reducía tampoco a recomendarle, como lo hubiese hecho una amable tía, más prudencia en sus gastos vestimentarios. Crítica de su vida, Zulma Carraud fue igualmente una consejera espléndida de su obra. Hay que releer, entre otras, la carta que le envió el 8 de febrero de 1834. Toda ella está consagrada a comentar las bellezas y los defectos de Eugenia Grandet. Es un artículo crítico incomparable. Elogia, con razón, la figura de Eugenia, grave y atractiva. Comprende y admira a la gran Nanón. Pero observa que el avaro Grandet está exagerado por el artista. «En Francia —añade— no hay avaricia que pueda dar como resultado semejante fortuna, ni en veinte años, ni en cincuenta. Un avaro millonario, dotado de una inteligencia tan vasta como para atender a especulaciones tan inmensas, no diría nunca a su esposa: “Anda, come, no cuesta nada”»… «El resto —indica— está bien; pero en esa descripción verdadera e ineludiblemente opaca de una existencia opaca, no conviene que sobresalga tanto el primer plano. Nada sobresale en provincia… Hasta las virtudes, en provincia, no tienen brillo». ¿Hubiese dicho Sainte-Beuve todo esto mejor que Zulma?
  De las novelas de su amigo, la señora Carraud encomió las más valiosas como, por ejemplo, El coronel Chabert, La búsqueda de lo absoluto o La piel de zapa. En cambio El lirio en el valle no la apasiona, como tampoco nos apasiona a nosotros, si somos francos. Insinúa en seguida, con lealtad: «Mil mujeres, al leerlo, dirán: “No es eso, no es eso aún…”». Respecto a Seraphita apunta certeramente: «Hay escenas encantadoras; pero el libro no será comprendido por lo que tiene de bueno y se insistirá, en cambio, en todos los absurdos de la religión de Swedenborg. Yo la condeno, porque no admito la perfección sin las obras. El cielo se ganaría demasiado cómodamente…».
  Fácil es de advertir que la señora Carraud quisiera orientar a Balzac hacia empresas que no sufriesen ni del «idealismo» de Seraphita y El lirio en el valle ni del positivismo compacto y hasta zoológico de sus novelas más negras; las que subrayan, a todo trance, el dominio carnal de la voluntad. Por eso se alegra inmediatamente de que Honorato nos cuente, en un libro aleccionador —El médico rural—, la historia del filántropo Benassis. El 17 de septiembre de 1833, envía a Balzac una larga carta. La sentimos iluminada por el más íntimo de los júbilos. Acaba de leer El médico rural y se apresura a felicitarle de haberlo escrito. «Aunque no comparto todas sus ideas —le comunica— y aunque encuentro que algunas son incluso contradictorias, considero que esta obra es muy grande, muy bella y, sin disputa, muy superior a todas las que ha hecho usted. ¡Enhorabuena! Me gusta que produzca usted así…».
  No estaremos seguros nunca de si Balzac hizo bien en no obedecer a los consejos moralizadores de la señora Carraud. Los lectores de El médico rural son menos numerosos que los lectores de La Rabouilleuse o La prima Bela, y hay que admitir que, en La comedia humana los filántropos nos persuaden menos que los ególatras. ¿Será sólo por culpa nuestra?… De todos modos, se comprende que una mujer de la calidad de Zulma haya inspirado a Balzac el mayor respeto. La dedicatoria de La casa Nucingen así lo demuestra. El novelista le ofreció aquella producción en «testimonio de una amistad de la que se sentía orgulloso». En el momento de brindarle el libro, no vaciló en referirse a ella, ante su público, como a «la más indulgente de las hermanas». Al propio tiempo, exaltó la altura y la probidad de su inteligencia. Esa vez, Honorato no exageraba. Porque cada una de las misivas de la señora Carraud, y todas juntas (como aparecen en el breviario coleccionado por Marcel Bouteron[7]) son una prueba de lo que valía su corazón de indulgente hermana y de lo que su talento, tan alto y probo, era digno de realizar.
  Pasemos ahora a María du Fresnaye. La designé anteriormente como una «romanza sin palabras». Pocas, en efecto, conservamos de ella. Las más significativas son nueve: «Ámame un año. Y te amaré toda la vida». Fue Balzac quien las consignó en una carta dirigida a su hermana Laura. Esa carta lleva una fecha: 12 de octubre de 1833. Copio y traduzco el siguiente párrafo: «Soy padre —escribe Balzac. Soy padre (ése es otro de los secretos que tenía que revelarte) y me encuentro en posesión de una encantadora persona, la más ingenua criatura que haya caído del cielo, como una flor. Viene a verme a escondidas; no exige nada, ni correspondencia ni mimos. Dice: “Ámame un año. Y te amaré toda la vida”».
  Hasta hace poco, nada se sabía acerca de aquella cándida criatura, ni acerca del hijo (la hija) del escritor. Algunos relacionaban la carta de 1833 con la dedicatoria de Eugenia Grandet: «A María». Y luego, estas palabras emocionadas: «Que sea el nombre de usted —de usted, cuyo retrato es el más bello ornato de este volumen— como una rama de boj bendito, arrancada a quién sabe qué árbol, pero santificada por la religión y renovada, siempre verde, por manos piadosas».
  ¿Quién era esa incógnita? ¿Quién había aceptado servir de modelo a Balzac para el personaje de Eugenia Grandet? ¿Qué relación existía entre la rama de boj bendito y la encantadora persona que propuso a Balzac aquella transacción: a cambio de un año, una vida entera?… Ni Lovenjoul, ni Pommier, ni siquiera Marcel Bouteron acertaban a esclarecer el enigma; un enigma custodiado celosamente, primero, por el orgullo del novelista, después, por la discreción de sus familiares y, de manera póstuma, por los años.
  Hay episodios que tardan mucho en averiguarse. Mensajes que no leemos sino cuando alguien nos los descifra. Mujeres que se adivinan y no se ven. Son como Neptuno. Aludo al planeta, no al dios. Los astrónomos lo presintieron antes de descubrirlo. Incluso alguno acertó a ceñirlo, en determinada ocasión, con su telescopio; pero pronto lo dejó huir. Creía haber sorprendido a una estrella y el hecho de no volver a encontrarla en sus nuevas observaciones, le indujo a temer un posible error. Cierto día, los presentimientos de los sabios se agudizaron. El movimiento de Urano daba lugar para suponer la influencia de otro planeta. Leverrier predijo el planeta próximo. El 23 de septiembre de 1846, Galle le dio caza al fin.
  Junto a la aventura científica de Neptuno, descubierto después de inventado, la reaparición de María du Fresnaye resulta, quizá, de importancia escasa. Sin embargo, semejante reaparición vino a modificar numerosas suposiciones sobre el autor de La Rabouilleuse. Ni planeta, ni estrella, ni nebulosa, a lo sumo satélite deleitable en el cielo sombrío del novelista, por espacio de más de un siglo los balzacianos la presintieron. Hasta ocurrió que algunos la adivinaron, aplicando a la hipótesis de su tránsito una mecánica psicológica no por completo diversa de la mecánica de Laplace…
  Hacía falta, a los biógrafos de Honorato, una figura de mujer, menos maternal que Madame de Berny, menos autoritaria que la duquesa de Abrantes, menos distante que «la extranjera» y menos familiar que Zulma Carraud. Con excepción de la condesa Evelina Hanska, todas las otras habían visto a Balzac desde ese descanso de la escalera en que la mujer se sitúa cuando es mayor, en edad, al hombre que la cautiva. ¿Cómo era posible que las damas amadas por Honorato tuviesen siempre cuarenta años (y más, a veces), por lo menos para nosotros que las miramos en la hora de la celebridad de Balzac? Urgía encontrar a una muchacha, a una mujer ciertamente joven dentro de ese harén sucesivo —y también simultáneo— del novelista. Todas las señoritas de La comedia humana reclamaban la existencia de un modelo que ni siquiera en forma retrospectiva podían suplir las abdicaciones de Laura de Berny, los recuerdos de la mariscala Junot, las coqueterías de la marquesa de Castries o las confidencias sentimentales de Zulma. Cuando hablo de las señoritas de La comedia humana, admito que no son muchas, ni todas ellas muy atractivas; porque Balzac prefirió especializarse en lo que llamaba, con galante eufemismo, «la mujer de treinta años». De todas suertes, muchachas, en su obra, las hay también. Entre ellas figura la víctima del avaro, la estoica y sensible Eugenia. Como los astrónomos en los días de Leverrier, los críticos inventaban —a ciegas— un elemento invisible, o hasta entonces no percibido en el sistema planetario del escritor. Ahora, ya no se trata de un presagio imprudente. Ahora, sabemos que los presentimientos de los críticos estaban justificados.
  María no fue solamente un nombre digno de la dedicatoria en que lo leímos, cuando leímos por vez primera a Balzac. El personaje de aquella dedicatoria existió de veras, Lo han descubierto los señores Pierrot y Chancerel, dos eruditos inteligentes. En la Revue des Sciences Humaines, número correspondiente a los meses de octubre, noviembre y diciembre de 1955, publicaron, con el título de «La verdadera Eugenia Grandet», un estudio de extraordinario interés. Partieron de una sospecha y siguieron, con la mayor astucia, una pista histórica.
  En 1938, otros balzacianos, los señores René Bouvier y Edouard Maynial se preguntaban si la María de la famosa dedicatoria no habría sido una María du Fresnaye a quien Honorato legó, por testamento de 1847, una de las obras más apreciadas de su colección artística: el Cristo de Girardon. El señor Charles du Fresnaye no tardó en deshacer esa duda. A su juicio, era difícil identificar con la María du Fresnaye del legado a la María de Eugenia Grandet. En efecto, la del legado había nacido en 1834 —el año en que se publicó la novela— y muerto en 1930. Los señores Chancerel y Pierrot no se detuvieron ante el obstáculo. ¿De quién era hija, entonces, la María nacida en 1834? Averiguaron que la madre de esa María se llamaba también María, María Daminois. Y que ésta, nacida en 1809, y diez años menor que Balzac, se había casado a los veinte con Carlos Antonio du Fresnaye. El matrimonio había tenido tres hijos, entre los cuales la María del Cristo de Girardon, venida al mundo en 1834.
  ¿Cómo dudar de que Balzac tenía razones para creer ser el padre de María du Fresnaye? Ya la sola dedicatoria de Eugenia Grandet constituía un elemento de convicción. El legado era otro elemento, no desdeñable. Pero hay otros más. La dedicatoria de Eugenia Grandet fue escrita en 1839. Ahora bien, en 1843 —cuando María du Fresnaye tenía nueve años— Balzac completó la dedicatoria con estas palabras muy expresivas: «para proteger la casa». Sentía, verosímilmente, que el hogar de su amante, donde su hija crecía, era hasta cierto punto su propio hogar. Por otra parte, María Daminois du Fresnaye, no pronunció exclusivamente en la vida la frase que Balzac inmortalizó y que conocemos: «Ámame un año», etc. En su larga existencia (murió en 1892) María Daminois du Fresnaye tuvo ocasión de escribir epístolas incontables. En una de ellas, fechada en 1868 y destinada a su hijo Ángel, figura este párrafo persuasivo: «¡Un año de dicha! ¡Qué título hermoso para quien puede darlo a uno de los capítulos de su vida!»… ¡Un año de dicha! ¡Ámame un año! ¿No son estas frases como dos rimas de un mismo poema oscuro y conturbador?
  Para los escépticos, queda una prueba más. El 2 de noviembre del año en que Honorato murió, la condesa Hanska, su viuda, recibió una carta de la señora du Fresnaye. «Bendita sea usted, señora —escribía la antigua amante. Bendita sea usted por haber iluminado su existencia y endulzado los últimos días de su estancia sobre la tierra. Dichosa usted que pudo realizar ese sueño. Hoy sabrá él cuán sincera fui siempre. Ésa es mi esperanza y es todo mi consuelo. Adiós, señora». Difícilmente podría exigirse una confesión más discreta, pero más amplia.
  Balzac, literariamente tan fértil, necesitaba ser padre de alguna persona física. Conocemos, por su correspondencia, el entusiasmo que le produjo la noticia de un embarazo de la señora Hanska. Su esperanza, en aquella ocasión, resultó fallida. Pero queda el recuerdo de su verbosa satisfacción de padre «en potencia». Semejante recuerdo nos da derecho para suponer la alegría que le causó el creerse responsable del nacimiento de la niña María du Fresnaye. Sin embargo, en su obra falta la infancia. Los párvulos que imagina carecen de verdadera puerilidad. Louis Lambert, por ejemplo, es viejo casi desde la cuna. Tenemos, por consiguiente, que coincidir con Mortimer cuando opina que Balzac no se percató de que, en los niños, «existen un idealismo y una violencia, una astucia y una sensibilidad profundas, no inferiores en nada a cuanto descubrió el escritor en sus modelos adultos»… «Después de todo —anota el citado crítico— nadie ignora que los niños desbordan de vida y que poseen, hasta la profusión, esa energía vehemente a la cual Balzac no supo nunca resistir».
  Nos hemos lanzado a buscar un retrato de María du Fresnaye. Hubiésemos querido verla a los 23 años, en los meses en que, probablemente, Honorato la conoció. Pero no existe un retrato suyo de aquella época. Tendremos que limitarnos a imaginarla, apoyándonos sobre los datos de la semblanza que Balzac hizo de ella en Eugenia Grandet.
  Sería artificioso querer trazar, con sostén tan frágil y tan abstracto, un perfil seguro de la mujer que proporcionó al autor del Padre Goriot la satisfacción de poder decir: ¡yo también soy padre!… Acabo de indicar que no poseemos un retrato físico de María, tal como era cuando Honorato aceptó su amor. En realidad, su iconografía es más que lacónica. Maurice Rat, en un artículo consagrado a Madame du Fresnaye, confiesa que no conoce sino una imagen suya: la de un cuadro donde el pintor la presenta, a la edad de diez años, sobre una alfombra de césped, con estrellas de tímidas margaritas.
  ¿Qué fisonomía de mujer emergió del semblante de aquella niña? Si juzgamos por lo que dice Balzac en Eugenia Grandet, muchas imágenes son posibles. En cuanto a las virtudes de su carácter ¿cómo suponerlas, ahora, sin recurrir a un trampolín retórico discutible y sin exponernos a la más grosera equivocación?
  El novelista elogiaba su ingenuidad. Se trataba, en el fondo, de una ingenuidad bastante curiosa. Porque María, al ofrecerse a Balzac, no salía, por cierto, del internado. Si nos atenemos a la carta escrita por Honorato a su hermana Laura en 1833 —y si fijamos en esos días el principio de sus amores— advertiremos que la «ingenua criatura» había cumplido a lo menos 23 años y que hacía ya cuatro que era la esposa del señor du Fresnaye. Resulta así, querámoslo o no, que el amor más sencillo del novelista fue un adulterio. No lo juzguemos. Balzac descubrió en el rostro de María «una nobleza innata»; bajo su frente, «un mundo de amor» y en «la costumbre de sus párpados», «no sé qué de divino». Para él, la expresión del placer no había alterado aún los rasgos de aquel semblante. ¿Quién fue el ingenuo, entonces? ¿Ella, o Balzac?
  Conviene, al llegar a este punto, consignar una observación. Experto en otoños clásicos y románticos, hecho al pincel de Rubens (es decir: al atardecer dorado con que Rubens envuelve los abundantes encantos de Elena Fourment), Balzac describirá siempre, no sin torpeza, el pudor íntimo de las vírgenes y acertará, en cambio, magistralmente, en la evocación de las solteronas. Entre éstas, una figura —la de la «Prima Bela»— es digna, por el vigor del claroscuro y por la audacia de los contrastes, de la paleta profunda del viejo Rembrandt.
  Me cuido mucho de no generalizar. Pero estamos hoy, junto con Balzac, en las inmediaciones de 1830 y no puedo, por consiguiente, dejar de aludir a uno de sus contemporáneos. Pienso en Victor Hugo. En Victor Hugo, a quien es tan difícil disociar de Balzac, pues entre La leyenda de los siglos y La comedia humana existen puentes inevitables y, por secretos, más sólidos todavía.
  Pienso en Victor Hugo —y en su idilio de adolescencia con Adela Foucher. Tengo presente, por supuesto, cómo acabó aquel idilio. Veo, por un lado, sobre el tablado de un escenario, en la representación de Lucrecia Borgia, a Julieta Drouet, en el papel de la «Princesa Negroni». Y, del otro lado, bajando atropelladamente la escalera del hogar que no respetó, veo al señor Sainte-Beuve. Sin embargo, a pesar de esos hechos, sigo creyendo que Victor Hugo no habría escrito ciertas páginas luminosas si, a los veinte años, no hubiera tenido razones fundamentales para creer en el tesoro mejor de su prometida: en su límpida ingenuidad. Páginas de esa estirpe, Balzac no hubiese podido escribirlas nunca. Y no fue, seguramente, por culpa suya.

Fuente:
  Título original: Balzac

  Jaime Torres Bodet, 1959

  Editor digital: IbnKhaldun

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