domingo, 29 de noviembre de 2015

Mempo Giardinelli. Entrevista.


Entrevistas Literarias
Sobre la Lectura como resistencia cultural
Diálogo con Tete Romero, para la Revista Tram(p)as, de la UNLP, en agosto de 2004.
—En varias oportunidades escribiste que una persona es también lo que lee. ¿Es así, podemos definirnos por lo que leemos?
—Sí, yo creo que en cierto modo somos lo que hemos leído. La ausencia o escasez de lectura es un camino seguro hacia la ignorancia y esa es una condena grave individualmente, pero lo es más socialmente. Suelo decir que es una estupidez que una persona no lea, y a ese crimen lo pagará el resto de su vida; pero si es una sociedad la que no lee el problema es gravísimo. La no lectura, desdichadamente, es un ejemplo que ha cundido y cunde demasiado alegremente en la Argentina, y en parte eso es lo que ha generado dirigencias ignorantes, autoritarias y frívolas.
Por lo tanto, visto a la inversa y advirtiendo que ésta es una generalización, yo diría que toda persona que lee con cierta consistencia finalmente dulcifica su carácter, no sólo porque los libros son de aparente mansedumbre sino porque la práctica de la lectura es una práctica de reflexión, meditación, ponderación, balance, equilibrio, mesura, sentido común y desarrollo de la sensatez. Por supuesto que también han sido y son lectores competentes algunas personas despreciables, pero bueno, para mí son las excepciones a la regla. Leer es un ejercicio mental excepcional, un gran entrenamiento de la inteligencia y los sentidos. De ahí que, correlativamente, las personas que no leen están condenadas a la ignorancia, la torpeza, la improvisación y el desatino constantes. A mí me parece evidente que los seres humanos que son buenos lectores, lectores competentes, son —en general y aunque puedan citarse excepciones— mucho mejores personas.
—¿Podés presentarte a partir de tus lecturas? ¿Cuándo y cómo comenzó tu relación con los libros?
—Me crié en un ambiente en el que había dos personas —mi mamá y mi hermana— que eran muy lectoras. Mi papá no, él era más bien rústico, apenas había cursado hasta el tercer grado de primaria. Era un hombre inteligente pero elemental: de muchachito fue marinero en barcos mercantes, después fue vendedor, viajante de comercio, panadero, o sea que era un hombre que se ganaba la vida como podía. Era sensible y muy conciente de sus limitaciones, y yo creo que admiraba que su mujer fuese una persona culta. Y es que mi mamá sí había estudiado, era maestra normal y profesora de piano, y además tenía sus lecturas, era una fanática del leer, lo que para aquella época era poco usual. Mi hermana también fue, y sigue siendo una lectora apasionada, que se recibió de bibliotecaria en la primera generación egresada de la UNNE (Universidad Nacional del Nordeste).
La nuestra era una casa modesta, en la que el mueble más importante que había era la biblioteca. Y hoy creo que tuvieron el gran tino, la gran sabiduría de no forzarme a leer. Jamás me obligaron a leer nada. Pero sucedía simplemente que ellas leían todo el tiempo y hablaban de lo que leían. Y a la noche, siempre, mi hermana o mi madre me leían alguna historia, me contaban cuentos, narraciones extraídas de los libros de la biblioteca. Y bueno, supongo que por imitación yo me fui haciendo lector. De hecho me recuerdo leyendo desde muy niño. Jugaba a la pelota y me trepaba a los árboles como cualquier chico del mundo, claro, pero con la misma naturalidad la lectura era parte de mi vida.
En la secundaria nunca me destaqué, ni en Castellano ni en Literatura. Pero leía mucho, y siempre andaba con un libro bajo el brazo. Era lector de siestas y de todas las noches, y creo que fue así que empecé a escribir, como sin darme cuenta. Hoy me parece bastante natural la traslación de la lectura a la escritura.
Mis únicos referentes de aquella época eran dos amigos un par de años mayores que yo: Eduardo Fracchia —luego notable filósofo y poeta, muerto prematuramente— y Carlos Moncada, que fue un brillante médico psiquiatra hasta que tuvo un tremendo accidente cerebral. Éramos los tres muy compinches, muy unidos y muy lectores. Carlitos sobre todo, en cuya casa había una biblioteca extraordinaria que estaba, también, a nuestra disposición. Con Eduardo lo admirábamos porque siempre, entre juego y juego, e incluso cuando empezábamos a conocer las primeras muchachas, él siempre comentaba un libro nuevo, sugería un texto, compartía un poema. Y no es que fuésemos lo que entonces se llamaban “tragas” o “raros”. Simplemente sucedía —lo advertí años después, de grande— que en nuestras tres casas había padres o madres lectores. De manera que yo me iba a jugar con ellos, a la siesta, y andábamos en bici o jugábamos al fútbol y después terminábamos leyendo algo en lo de Carlitos. Tener un amigo tan lector, para mí fue importantísimo. Yo conocí gracias a él a Alberto Moravia, Roberto Arlt, Julio Verne y todo Conan Doyle… En su casa leí libros que se juzgaban inconvenientes, como El amante de Lady Chatterley, de D.H. Lawrence, y las Memorias de una princesa rusa. Pero también leíamos a Neruda, a Asturias, a Anatole France… Con Eduardo y con Carlos leíamos prácticamente de todo y a todo lo comentábamos con naturalidad. No por ser pibes lectores éramos “diferentes”. Entre mis doce y mis dieciocho años ésa fue mi formación, en completa libertad. Y todo eso creo que ayudó a que mi vida haya estado, y esté, tan signada por la lectura.
—¿Qué importancia tuvo la Escuela en tu formación como lector?¿Qué clase de Educación Pública conociste?
—Hay una visión romántica de la escuela pública que yo sigo sosteniendo. De ahí que mi respuesta a tu pregunta es necesariamente que sí tuvo importancia, sin duda. Por lo menos hasta mi generación, casi todos los argentinos fuimos formados por la escuela pública basada en la concepción de la educación pública de la Ley 1420. O sea la educación inspirada en y por Sarmiento, quien a pesar de las barbaridades que en algún momento dijo, y a pesar de lo impulsivo, temperamental y cabrón que parece que era, yo no tengo dudas de que su pensamiento está muy por encima de todo eso. La grandeza de Sarmiento está en que él imaginó, ideó y organizó una educación pública que debía formar una nación por generaciones, y que duró más de cien años. La Argentina fue antes un Estado que una Nación y él inventó un sistema de instrucción pública obligatorio, universal y gratuito, que era igualador, integrador y asimilador de las diferencias, y por lo tanto, profundamente democrático. De esto no tengo ninguna duda.
Ésa fue la educación pública que conocí y que tanto lamento que haya sido abandonada. Los argentinos lo estamos pagando. Pero también estamos ante la oportunidad cierta de recuperar lo mejor de aquel sistema. Porque obviamente no era perfecto, toda vez que también es cierto que en esa misma escuela pública se educaron Videla, Massera, Galtieri y muchos represores. Quiere decir, entonces, que una cosa es la educación pública igualadora y democrática, y otra es cierta concepción autoritaria que también tuvieron muchos docentes argentinos y sobre la cual es fundamental reflexionar.
Hoy en día tanto en el ministerio de educación de la nación como en muchos ministerios de provincia, se discute la importancia del tema de la autoridad. Hoy muchos se preguntan cómo recuperar el principio de autoridad en la escuela, y cómo restablecer valores y jerarquías.
Este me parece que es un problema central de la educación en la Argentina: se perdió el principio de autoridad, el principio de jerarquía, que según como se mire puede ser profundamente democrático o elitista, pero entonces y por eso mismo debe ser orientado hacia la igualdad de oportunidades, la decencia y el esfuerzo creativo. Yo creo que ahí es donde falló la escuela pública argentina, porque estableció principios de jerarquía y de autoridad que fueron semillas de autoritarismo. Pero del autoritarismo no pasamos a un ponderado sistema de valores democráticos, en los que la verdadera autoridad es la del saber y el conocimiento, como debe ser en una comunidad educativa. No, nosotros pasamos del autoritarismo de la dictadura a esta especie de libertinaje seudo-democratista que hay hoy, en el que los verdaderos dictadores de la escuela pública y privada son los papás y las mamás que sobreprotegen a los hijos y desautorizan a los maestros y profesores.
Me acuerdo que yo estudiaba Derecho en la UNNE, en el año 65 o 66, y siendo un estudiante como cualquier otro, que aprobaba sus materias normalmente y sin grandes calificaciones, pero que nunca era bochado, de pronto me trabó la carrera un profesor muy oligárquico, de apellido Alsina Atienza, que venía de la UBA y de la Universidad de La Plata una vez por semana a darnos clases de Derecho Civil II. Bueno, a mí ese tipo me bochó siete veces, porque yo era militante y una vez, según él, le falté el respeto. Llegué a ser una autoridad en la materia, y preparé a toda una generación de abogados chaqueños, que aprobaban la materia mientras yo era reprobado una y otra vez. Finalmente la aprobé, pero durante un año y medio estuve trabado en mi carrera por este hombre.
Evoco el caso porque en aquel entonces uno no podía hacer nada, ahí había un discurso claramente autoritario y un estudiante no podía hacer nada. Y por supuesto, en mi familia nadie se metió en el asunto. Hoy, en cambio, supongo que yo iría a un centro de estudiantes, armaría un quilombo mediático, le haríamos un escrache al tipo sacándole trapitos al sol porque seguramente fue colaborador de alguna dictadura, mis viejos y toda mi familia irían a putear al profe y enseguida yo tendría una cátedra paralela en la cual aprobar la materia. Y bueno, yo no sé cuál es la solución pero seguro no es aquella ni la actual.
—Pasamos de la Lectura a la problemática de la Educación. ¿Quiere decir que para vos el fomento de la lectura está vinculado a la mejora de la instrucción pública?
—Sí, claro, hay una relación vinculante. Porque la pregunta que me hago es: ¿aquella educación autoritaria estimulaba la lectura; o la estimula más el actual sistema de “libertad” y “respseto al educando”, preñado de psicologismos e hipocresía? Y la respuesta a esa duda es muy difícil, yo no la tengo totalmente formulada, pero el asunto es inquietante.
Pensemos ahora no ya en la universidad sino en la escuela. Vemos permanentemente la denuncia contra el autoritarismo del profe que les pega a los chicos o se abusa de ellos, pero vemos también tantos casos en que los padres, organizadamente, cuestionan a los docentes y son capaces hasta de hacerlos echar. Habría que hacerles a todos ellos, digo yo, un estudio sobre la capacidad intelectual y la preparación, tanto de los docentes como de los que critican a los docentes. Porque a mí me parece una barbaridad que se quite responsabilidad a los docentes, pero también lo es que se la auto-atribuyan los padres. Los padres tienen responsabilidad en la casa y el barrio, pero en la escuela la responsabilidad —y por consiguiente la autoridad— es del sistema, y al sistema lo encarnan los docentes.
Vamos, mis viejos eran duros para educar y eran muy rígidos, pero si yo traía una mala nota, o me encajaban amonestaciones, jamás se les hubiera ocurrido ir a quejarse al escuela. Y yo, además, me hubiese muerto de vergüenza.
Por eso creo que Sarmiento fue un grande, y creo que tuvimos una gran educación pública argentina pero también me parece que el factor donde empezó el deterioro fue en el principio de autoridad. Que se vincula con la lectura, por supuesto. Porque a leer no se puede obligar. No se ordena leer, no se puede normativizar más allá de la hora diaria de lectura, como había antes. Y entonces, ahí mismo se cuestiona el principio de autoridad. ¿Qué hacer frente a un aula llena de pequeños vándalos que no leen? ¿Cómo orientarlos, cómo ganarlos para la causa? Éste es uno de los grandes desafíos de lo que yo llamo la Nueva Pedagogía de la Lectura. Que debe enmarcarse en algo que todavía falta en la Argentina, y es gravísimo: una Política de Estado de Lectura que consagre, en primer lugar, el Derecho a la Lectura.
—¿O sea que este Derecho a la Lectura tendría un papel en las necesarias nuevas reformas educativas? ¿Es eso realmente posible?
—Bueno, lo primero que hay que decir es que esta problemática de la autoridad en la educación en realidad tiene que ver con la sociedad argentina toda. En la medida en que de la autoridad se apropiaron los autoritarios, es imprescindible una toma de conciencia para revertirlo. Y por supuesto que en una eventual Política de Estado de Lectura esto también tendrá que ser tenido en cuenta.
El desastre empezó, por lo menos, desde que tuvimos a un nazi como Martínez Zuviría en el Ministerio de Educación y como director de la Biblioteca Nacional. Y continuó en el último período democrático previo a la dictadura, con la dupla fascista formada por Ivanissevich ministro de Educación y Ottalagano rector de la UBA. Cuando vos tenés ese grado de autoritarismo y lo padecés durante mucho tiempo, las consecuencias son nefastas. Y todo esto culmina en el menemismo con la Ley Federal de Educación. Con lo que estamos hablando de décadas enteras de disolución de lo mejor de aquella educación sarmientina, proceso perverso que también se llevó puesta a la lectura. Y ésta es una factura que hay que pasársela indefectiblemente al peronismo, que en Educación siempre estuvo regido por principios muy autoritarios.
Pero entonces la pregunta sería: ¿cuál es la educación pública que queremos? ¿Cuál es la que quiere, por ejemplo, CTERA? ¿Cuál es la que verdaderamente quieren los docentes? Creo que esta es una cuestión que no está en debate, en verdadero debate, y en realidad es parte sustantiva de una problemática grave que tenemos los argentinos con la educación pública. Por eso decía al comienzo que hay una visión romántica que yo recupero sin ninguna duda, pero ojo con idealizar lo que también produjo a todos nuestros dictadores. Y cuando hablo de dictadura no me refiero solamente a la última, sino al largo período autoritario y militarista que arrancó en 1930, y que con algunas primaveras democráticas en el medio, se prolongó por 53 años, hasta el 83.
Y es que mientras nuestra historia transitaba por ese continuismo autoritario, muchos cambios que se iban haciendo a nivel pedagógico tenían que ver con las llamadas ciencias de la educación, disciplina que en nuestro país se nutrió de pedagogías importadas que resultaban inadecuadas e intransferibles a la escuela argentina. Desde luego que la calidad de “importadas” no tiene nada de malo, pero sí fue malo que se hiciera una importación estúpida. Que produjo, en vez de un cambio positivo, la adopción de una cantidad de modalidades dizque “modernas” cuyos resultados estamos hoy pagando. Y a la vez profundizó la distorsión de los principios de jerarquía y de autoridad, aunque todo disfrazado de “modernidad”. En lo esencial, el cambio que se fue realizando consistió más bien en la aceptación de modas pedagógicas que acabaron convirtiendo al placer de la lectura en un trabajo pesado. Y el resultado está dramáticamente a la vista. Hoy vivimos en un país que por años no supo cuánto analfabetismo tenía. No hubo índices confiables sobre el analfabetismo en la Argentina en los últimos 30 años. Apenas ahora el INDEC está ofreciendo algunas estimaciones.
Todo esto es gravísimo porque nos condena a la peor de las ignorancias, que es la ignorancia de que somos ignorantes.
—¿Y cómo se relacionaría la Lectura con las nuevas tecnologías, en el marco de una posible nueva reforma educativa?
—Bueno, me parece que para establecerlo primero habría que corregir el papel mismo del Estado en la educación, y por ende en la lectura. Porque a la vista de los resultados, y de cómo estamos, queda claro también que todo es consecuencia de la distorsión, o anulación, de las políticas públicas. Y en este sentido las nuevas tecnologías no es verdad que son, en sí mismas, la panacea. A toda nueva tecnología hay que considerarla, y aplicarla, según las necesidades verdaderas y concretas de una sociedad determinada. Y es indispensable despojar su aplicación (o sea la compra de equipos y todo lo que conlleva) de los seguros intereses económicos de los proveedores, fuente de corrupción más que previsible y que debe ser acotada.
Hay que ver, entonces, también las nuevas tecnologías a la luz del resultado. Y en la educación pública argentina tenemos que ser muy suspicaces en esta materia porque, digamos, el chico promedio que hoy sale de cuarto o quinto grado de primaria, comparado con el que salía de cuarto o quinto grado de primaria en los años 50, o en los años 30, es hoy intelectualmente mucho más pobre que aquél, en el sentido de que posee muchos menos conocimientos. Tiene más información, es cierto, y es mucho más despierto, no usa pantalones cortos, sabe navegar en internet y tiene una viveza criolla hiperdesarrollada. Pero yo creo que, en general, es definitivamente más ignorante que el otro, y además tiene enormes dificultades para pensar. Y encima se le ha inculcado una ética muy flojita, inficionada de dobles discursos. Y minga de sentido del esfuerzo, del deber y de la responsabilidad individual y social. Son máquinas de alguna manera sobreestimuladas: basta mirar los videojuegos y observar el vínculo que tienen hoy los jóvenes con la violencia. Eso está estudiado, hay estadísticas. Es impresionante pensar en las decenas de muertes violentas que los chicos de ahora ven cada día.
Todo esto, me parece evidente, es producto de la gran defección del estado. Se han perdido los rumbos, las orientaciones, los controles, todo aquello, digo, que llevaría a una autoridad responsable y armónica, en libertad idem.
—El problema de la violencia parece ir agudizándose en la escuela…
—Sin dudas, pero también hay que decir que es un fenómeno mundial. Entre nosotros ya asume características graves, en mi opinión mucho más que lo que habitualmente se reconoce. Y esto tiene que ver, obviamente, con lo que decía antes: la crisis de la autoridad; el traspaso del autoritarismo a una libertad sin responsabilidad, que ha puesto en la picota toda la escala de los valores.
Ahora bien, lo que nos toca es pensar con quién, para qué y cómo vamos a resolver estos problemas concretos que afectan a la escuela pública, porque si pudiéramos decir que la violencia es producida sólo por la tele; o por la pura pobreza; o por la escuela privada o la sobreprotección paterna, todo sería facilísimo. Pero no es así. No podemos decir que la ignorancia y la no lectura son producto de una sola variante. De igual modo que no podemos colocar el problema fuera de nosotros, los ciudadanos de esta república que hemos votado tan reiteradamente a nuestros verdugos.
Y tampoco podemos decir que el fenómeno aqueja solamente a la escuela pública, pero hay que reconocer que en la escuela privada se da menos. Y esto es también producto de la defección del estado. Porque ha sido el estado, al apartarse, el que abandonó lo público para inclinarse a lo privado de una manera poco afortunada. Se da incluso la paradoja de que tenemos un estado que ha ido fomentando la educación privada en desmedro de la pública. Lo cual me parece dramático y es elitista, clasista y racista. No tengo nada en contra de la educación privada, pero siempre y cuando sea subsidiaria de la educación pública y no dependa de ella sino que la complemente, y eso con las reglas del mercado, que es lo que tanto aman los privatistas.
En mis tiempos, hace cuarenta años, cuando yo estaba en la primaria, los chicos que iban a la escuela privada eran en cierto modo una vergüenza. Ahí iban a parar los burros, iban los que no podían pasar de grado, los repitentes, o sea los que tenían que pagar para aprobar. Me acuerdo que los papás de varios de mis amigos que eran muy vagos, cuando ellos repetían dos o tres veces, los condenaban a ir al colegio Don Bosco o los mandaban al liceo militar en Santa Fe. De modo que no sólo tenían que pagar para que los pibes pudieran aprobar, sino que además querían para ellos, y asumían, una educación autoritaria.
Desdichadamente hoy, aunque me quisiera morder la lengua antes de decir esto, muchas veces hay que reconocer que las mejores escuelas privadas son mejores que las mejores escuelas públicas. Y a eso tenemos que asumirlo con dolor, pero a la vez disponernos con toda urgencia a modificarlo. El Estado debe recuperar su rol orientador y dedicar todo su esfuerzo y presupuesto a la recuperación de la educación pública masiva, gratuita, obligatoria e igualadora socialmente. No hay otro camino para amenguar la violencia.
—Sos escritor y periodista desde hace más de treinta años. ¿Qué vinculaciones se establecen entre las lecturas del escritor y las del periodista? ¿Se trata de dos modos distintos de leer?
—Absolutamente sí. Yo siempre empezaba las clases, cada año, diciéndole a mis alumnos: “Si ustedes pretenden periodistizar la literatura o literaturizar el periodismo, están jodidos desde el vamos”. Hay dos enormes diferencias, abismales, entre ambos códigos. El código periodístico está para trabajar por la verdad. Que lo haga o no después se verá, pero está para trabajar con la realidad y por la verdad. En cambio el código literario está para trabajar con la fantasía, con la imaginación, con la mentira literaria. La verdad le hace daño a la literatura, como la mentira arruina al periodismo.
Y la segunda diferencia es el tiempo: el periodismo se ocupa siempre de la emergencia, analiza el hoy para mañana y para ello debe trabajar a toda velocidad; y lógicamente la velocidad determina la calidad del texto. En cambio con la literatura sucede todo lo contrario: el texto literario requiere y exige mucho tiempo de maduración; demanda revisión constante, pulido, reescritura, y avanza palabra a palabra, ponderando y sintetizando. El texto hecho a todo vapor, en literatura se nota y es inexorablemente de mala calidad.
Entonces, así como estos dos factores tienen que ver con la escritura, yo digo que también tienen que ver con la lectura. En mi caso, leo dos o tres diarios nacionales por día, que recorro por internet todas las mañanas. Mínimamente Página 12, Clarín y La Nación, y entre los locales, Norte y Primera Línea. Son cinco diarios a los que yo les echo por lo menos un ojo, una repasadita. Mi primera media hora, mis primeros cuarenta minutos del día están dedicados a esa lectura periodística. Como casi no veo televisión, soy una persona que se informa a través de los diarios. Esa lectura para mí es vital: me permite estar ubicado en el mundo, formar criterios y además me sirve para mi trabajo como periodista.
Sin embargo mi última lectura de cada día, indefectiblemente, es un libro. A veces me quedo dormido con él en la mano porque estoy fundido, a veces leo dos páginas, a veces cincuenta y a veces me liquido el libro completo.
De modo que es como si yo tuviera dos horas de lectura diarias. Una primera hora de lectura informativa que tiene la misma velocidad, utilidad y vigencia efímera de ese tipo de lectura, y una segunda hora, la de la noche, que tiene más que ver con lo formativo, lo espiritual, lo sensible y el conocimiento.
—Como intelectual una de tus preocupaciones centrales siempre fue el estado social de la lectura en la Argentina. Desde hace por lo menos dos décadas te has convertido en uno de los referentes fundamentales de la promoción de la lectura en el país. ¿Qué circunstancias sociales y personales te llevaron a asumir una política cultural tan decidida? ¿La experiencia de la revista Puro Cuento es el punto de partida de esa política de promoción?
—Comienzo por el final de la pregunta: sí, sin dudas yo empecé todo esto con Puro Cuento. Ahora, ¿por qué lo hice? La verdad que no lo sé con precisión. Quizá por esa memoria de mi vieja, de mi familia… Lo que sé es que cuando volví de México, en el año 84, tenía treinta y pico de años y estaba contento porque además de mi regreso en ese año Luna caliente acá fue un best-seller. En esa época se leía mucho más que ahora, y en ese año además volvieron Soriano, Constantini, Orgambide y tantos más, y para mí, que era muy joven, eso era una maravilla: te encontrabas de vuelta en el país, había un montonazo de esperanzas y encima reconocimiento.
La primera Feria del Libro a la que yo fui, fue una experiencia extraordinaria. Yo no sabía este tema de la lectura, la verdad es que no me lo planteaba como un problema. Pero sí me planteé que quería contribuir intelectualmente a la flamante democracia y quería participar de la reconstrucción en tanto intelectual. Yo había vuelto para hacer política, de hecho hice política todos los años antes del exilio y durante el exilio, es decir, soy un animal político por lo menos desde los 14 o 15 años y siempre creí que la democracia es el marco que ofrece todas las posibilidades.
Yo era militante peronista, afiliado al PJ desde muchacho, a comienzos de los 70. Pertenezco a la generación que luchó por el regreso de Perón. Pero el primer golpe duro lo tuve en México antes del 30 de octubre del 83. Ahí me di cuenta de que, aunque en el exilio no votábamos, de haber estado en la Argentina no hubiera votado al peronismo. Ahí empecé a sentir el conflicto entre la disciplina partidaria y mis convicciones más profundas. Después aprendería que la lucha por la coherencia interna es tremenda, y que uno, como intelectual, no debe claudicar, pero en aquel momento simplemente me pregunté: ¿si estuviera en la Argentina yo votaría a Lúder, a Herminio Iglesias? No, me dije, yo votaría a Alfonsín. Entonces me di cuenta de que toda mi identidad peronista tambaleaba, pero yo no podía seguir sosteniendo las ideas de un partido que, por generaciones, ha obligado a miles de militantes a votar en contra de lo que pensaban.
Y cuando volví, acá el peronismo era un desastre: no sólo había sido derrotado gracias a Herminio y a toda esa runfla, sino que era evidente que Herminio era sólo una circunstancia, y que en el peronismo esa circunstancia es constante llámese como se llame. Y hoy se llama, por ejemplo, Luis Barrionuevo, pero sigue siendo parte intrínseca de un problema mucho más grave. En aquel año 84 se armó un grupo de intelectuales entre los que estaban Chacho Álvarez, Adriana Puiggrós, Mario Wainfeld, José Pablo Feinmann, Jorge Bernetti y Carlos Trillo, entre otros. Hicimos una serie de reuniones porque no creíamos en la renovación del justicialismo que entonces se pregonaba. Y elaboramos un documento de ruptura que denunciaba las permanentes prácticas antidemocráticas al interior del peronismo y recuperaba el derecho de los intectuales a pronunciarnos con independencia. Algunos a último momento decidieron no firmar (tal el caso de Chacho) pero otros tuvimos una mayor decisión y firmamos aquel documento que fue un pronunciamiento que todavía hoy juzgo ejemplar. Fuimos treinta y cuatro intelectuales que renunciamos al partido.
Esto que te cuento empezó en el 84 y terminó en el 85, que fue un año difícil y muy complejo. De aquel grupo, cada uno hizo su camino: algunos se arrepintieron y volvieron enseguida al PJ; alguno dijo que no había firmado lo que sí había firmado; otros nunca se alejaron del todo y se tomaron años para volver; otros nos fuimos para siempre. Ese documento, que se tituló “Por qué nos vamos”, me produjo una gran liberación. De repente me encontraba, a los treinta y pico de años, como si me hubiese sacado un corsé. Ahora a mi pensamiento lo sentía realmente mío, y recuerdo que me dije: ahora pienso lo que se me da la gana, no soy orgánico de nada; ahora digo lo que pienso porque lo pienso, y actúo como pienso y digo. Fue fantástico, porque empecé a darme cuenta de que un intelectual orgánico, un intelectual atado a un partido, en realidad está atado a pensar de acuerdo a lo que el partido autoriza, a lo que conviene o no conviene, a la estrategia o a la táctica.
Me sentí intelectualmente libre y a partir de ahí, creo, mi planteo fue: ¿y ahora cómo participo, qué hago? Porque nunca fui un converso, no me pasé a otro partido, jamás volví a afiliarme a ninguno. Me quedé solo. En ese entonces escribía artículos en revistas de la editorial Perfil y colaboré mucho en el matutino La Razón, de Jacobo Timerman. Escribí varios artículos, me sentía bien ahí. Pero estaba buscando un lugar, no para afiliarme pero sí un punto de referencia, porque yo creo que uno siempre necesita referenciarse en algo. Por esos días era la investigación de la CONADEP y el juicio a los comandantes, y en Perfil hicieron una publicación que hoy es histórica: el Diario del Juicio y ahí también colaboré.
Y ahora supongo que fue en esos dos años que parí la idea de abrir un medio independiente, propio, y literario. No fue algo que premedité, la verdad es que todo se fue dando y hoy estoy convencido de que así fue mi vida en los últimos veinte años: un tipo independiente que procura ser coherente, nada más.
La revista nació en el 86. A principios de ese año me fui de editorial Perfil. Me acogí a un programa de retiro voluntario y de pronto me encontré con unos mangos, sin laburo y sin más planes que seguir escribiendo. Entonces me puse a hacer cuentas. Y ahí fue que inventé Puro Cuento con Silvia Itkin, que era mi pareja, una mujer por la cual siento mucho respeto. Con ella armamos la propuesta y la revista empezó un camino que para nosotros era sorprendente. La financié con aquel dinero, creo que eran algo así como 5.000 dólares de ahora. Recuerdo que todavía existían las linotipo, así que íbamos a corregir nosotros mismos al taller y nos ensuciábamos con plomos y tintas; era muy romántico, muy hermoso, y así salió Puro Cuento. Que después se fue convirtiendo en una pequeña empresita: alquilábamos un departamento chiquito, allá en Buenos Aires, e inmediatamente inventamos la Fundación Puro Cuento, la primera Fundación de mi vida porque ya entonces yo creía que una ONG era la forma institucional apropiada, el modelo jurídico que debía adoptarse para un proyecto cultural. Porque, contrariamente incluso a lo que hoy se cree y es moda, yo sigo pensando que la cultura no es una industria, no es Cultura S.A. o Cultura S.R.L. Y el sentido y la misión que le dimos a esa primera Fundación fue promocionar la lectura. Y entonces creamos algunas bibliotecas, lanzamos una primera campaña de promoción de la lectura y hasta promovimos la primera Encuesta Nacional de Lectura, entre el 90 y el 91.
—¿Había antecedentes en la Argentina de una encuesta de esa naturaleza, Mempo?
—No, que yo sepa no, todo empezó ahí. En el 87 le pedí a Menchi Sábat el dibujo que sigue siendo hoy nuestro símbolo, el que representa Leer abre los ojos. Inmediatamente hicimos el primer afiche de la Fundación Puro Cuento. Se lo puede ver ya en cualquier página de la revista. Y años después, cuando ya teníamos esta otra Fundación, Sábat volvió a autorizarnos el uso del dibujo. Y enseguida hicimos un primer programita de promoción de la lectura, con la colaboración de unas amigas cuenta cuentos. Fundamos varias bibliotecas en el Nordeste, a partir del pedido de lectores de Puro Cuento. Yo estuve, en Puerto Iguazú, un par de días muy emocionantes, armando una biblioteca con gente del pueblo. Y por aquel tiempo escribí una especie de decálogo del nuevo bibliotecario, que publicamos en la revista. Planteábamos que el bibliotecario no debe ser esa especie de policía intermediario entre el libro y el lector; promovíamos permitir el contacto directo con el libro y que las bibliotecas fuesen espacios abiertos donde los lectores pudieran tocar los libros y hacer lo que se les diese la gana.
—Y luego generás, ya en Resistencia, en plena década del ’90, la propuesta del Primer Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura. ¿Cuáles fueron las ideas movilizadoras que hicieron posible esa experiencia?
—En el 92 nos fundimos, económicamente hablando. Como a miles de otras pequeñas empresas, entre Erman González y Domingo Cavallo nos hicieron bolsa. En menos de un año, entre el primer corralito y el uno a uno que disparó una inflación oculta pero en dólares, no pudimos sobrevivir. Así que cerramos todo: la revista y la Fundación. Tuve que vender un departamento para pagar las deudas y cerré todo sin un solo juicio pendiente. Anduve un tiempo muy deprimido, claro, y fue por eso que decidí volver al Chaco en el 94. Y ahí empezó la otra historia.
Entre el 94 y el 95 yo había participado de algunos encuentros y congresos de fomento del libro y la lectura en otros países, y me había dado cuenta de que también en esa materia el atraso de la Argentian era fenomenal. Aquí no había la menor conciencia de la importancia de la promoción de la lectura, ni mucho menos había conciencia de cómo habíamos retrocedido. Pero en Venezuela, en México y en Chile yo veía que había gente trabajando en esto, y era gente muy seria. Hacia fines del 94, o principios del 95, participé de un encuentro en Santiado de Chile y pensé “qué bueno esto que están haciendo; nosotros tendríamos que hacer algo similar”. Ahí me di cuenta de que el camino pasaba por empezar a pensar, por lo menos, la promoción y el fomento del libro y la lectura. En ese entonces en la UNNE me pidieron que pronunciara el discurso de apertura del Congreso de Literatura Argentina que se hizo aquí en el 95, en el Aula Magna. Ésa fue la primera vez que escribí un texto acerca de la problemática de la lectura en la Argentina. Tenía muchos apuntes y notas que había escrito en Puro Cuento, pero esa fue la primera vez que pude sistematizar ideas sobre el problema de la lectura. Aquel texto gustó mucho, y ni bien terminé, el rector de la UNNE, que en ese entonces era el Dr. Adolfo Torres, se acercó a saludarme y me preguntó qué podía hacer la Universidad por la lectura. “Yo recojo el guante —me dijo—, dígame qué hacemos”. Y entonces le propuse hacer el primer Foro. Él aceptó que la UNNE lo financiara y así empecé a trabajar en el 95 para el primer Foro que se hizo al año siguiente. Ahí se formó un primer equipo, con el que seguimos trabajando con la UNNE hasta el 99, año en el cual nos independizamos, ya con la forma jurídica actual de nuestra Fundación.
—¿Cuál fue la respuesta del público ante la convocatoria de los foros de esa primer etapa?
—Fue una respuesta impresionante. Aquellos foros eran muy grandes. Durante los primeros dos que se hicieron en el Aula Magna de la UNNE el público colmó las 800 butacas. Desde el tercer foro y hasta el sexto, lo hicimos en el Domo del Centenario, una especie de centro municipal de espectáculos en el que caben más de 2.000 personas, y lo llenamos cada año entre 1998 y 2001.
Después viene la historia más reciente, la más conocida. Con la crisis de 2001 tuvimos que achicarnos, como todos en la Argentina. Pero encontramos un nuevo escenario, mucho más adecuado: el Teatro Guido Miranda, que es un orgullo de la ciudad de Resistencia. Allí hicimos los tres últimos foros, a sala llena y con cerca de mil participantes por año.
—¿Cuáles son las principales líneas de acción, áreas y programas de la Fundación?
—La misión específica que nos dimos, desde el inicio, fue obviamente el fomento de la lectura, que era lo que veníamos haciendo desde siempre, incluso desde que comenzamos los foros. De hecho el primer capital que tuvo la Fundación fue mi biblioteca personal, que doné explícitamente a la institución. Claro que demoré un poco en darle la forma jurídica que tiene ahora porque yo tenía la experiencia de la primera fundación y no quería que fuese igual porque la revista Puro Cuento ya no existía. Pero además sentía algo de pudor por iniciar una institución que llevara mi nombre. No soy un hombre de fortuna sino un laburante, como lo fui toda mi vida, y sé que vivo en un país donde todo está bajo sospecha y cualquiera puede pensar que uno hace una fundación para su autobombo. En este país de suspicaces, es raro que un intelectual abra una Fundación y la llame, en vida, con su nombre. Pero bueno, el nombre que uno tiene, para bien o para mal, es una marca, un sello de identidad. Y en aquel entonces yo no estaba seguro de con quiénes podría contar en una proyección de tiempo que incluyera el mediano y largo plazo. Yo quiero mucho a quienes me acompañaban, pero todo giraba en torno a mi persona. Y me terminó de convencer un abogado que me dijo que de todos modos iban a surgir las clásicas preguntas argentinas:¿quién está detrás de esto?, ¿quién lo banca a este tipo? Y como además para hacer una Fundación había que poner plata, y de entrada me encontré con que el único que la ponía era yo, pues la única manera de evitar suspicacias, me dijo, es asumir que sos vos, ser transparente y que cada quien piense lo que quiera.
Bueno, y a partir de ahí nació esta Fundación que de entrada tuvo la misión de continuar organizando los Foros, que fueron los que le dieron nacimiento. Pero también nos planteamos expandirnos hacia otras posibilidades: desarrollar una pedagogía de la lectura, que era el fin compartido desde muchos años atrás con María Azucena Villoldo y María del Carmen MacDonald, que fueron mis dos brazos derechos en el inicio, y más adelante y con la incorporación de otras personas, en el campo de la didáctica de la literatura y otras disciplinas que hacen al perfeccionamiento y la actualización de los docentes chaqueños.
Otra de las líneas de acción fue y es el rescate de algunas figuras lliterarias del Chaco y del Nordeste, como cuestión estratégica para terminar con el amuchamiento demagógico, porque en literatura, y en lectura, de lo que se trata es de distinguir lo bueno de lo mediocre. No es lo cuantitativo lo que determina la calidad textual de una provincia o región, sino la especificidad que son las obras de la gente más valiosa: de ahí que nosotros resaltamos a personalidades literarias como nuestro historiador Guido Miranda, el filosófo y poeta Eduardo Fracchia, o el gran poeta que fue Alfredo Veiravé. Cuando en cualquier sociedad provinciana hay tantos voluntariosos escribidores como hay en el Chaco, esto entraña un riesgo, que yo creo que vale la pena asumir.
Teníamos además la idea de hacer una labor cultural en el sentido más amplio, abarcando toda la región fronteriza del Nordeste. Y entonces creamos enseguida el Centro de Altos Estudios Literarios y Sociales, que es nuestro espacio de trabajo académico. Desde allí firmamos acuerdos y lanzamos los Seminarios de Literatura Argentina, mediante un convenio con la Universidad de Virginia, de los Estados Unidos, que fue una propuesta que traje de allá, muy interesante y original porque se trata de una experiencia de posgrado que convoca a una veintena de profesores de letras, escritores y académicos de Europa, América Latina y nuestro país, quienes asisten durante tres semanas a las clases que dictan escritores e intelectuales argentinos de primerísimo nivel, y debaten tanto las problemáticas de nuestra literatura como el proceso de la creación. Es un convivio intensivo que se organiza desde hace cinco años y es una maravilla.
Creíamos y creemos que todo esto contribuye a desarrollar la cultura de nuestro medio, a ver las cosas desde otro lugar. Después, de un viaje que hice a Austria traje el Otoño de las Artes, que allá es un clásico. Me encantó la idea y aquí montamos lo que llamamos el Otoño Literario y de Pensamiento en el Chaco, y que consiste en ciclos de conferencias abiertas y gratuitas. Después dijimos que si teníamos otoño, bien podíamos tener una primavera literaria y la dedicamos a los chicos, a la literatura infantil. Y en el 2000 se me ocurrió lo de las Abuelas, que es una idea que traje de Alemania, donde vi a unas ancianas que iban todos los días a un hospital a leerles cuentos a los enfermos terminales. Entonces me dije: si hay abuelas que pueden hacer eso, cómo no vamos a pedirles que les lean cuentos a los chicos del Chaco. Y a partir de ahí nació nuestro Programa de Abuelas Cuenta Cuentos, que en realidad son abuelas lectoras y son hoy un emblema de la Fundación.
O sea que muchas de estas cosas tienen que ver con mis viajes, con las experiencias e ideas que he ido encontrando. Siempre traté de encontrar el modo de adaptarlas, de darles acá una perspectiva propia, y por suerte hemos ido encontrando también gente que se enganchó con cada proyecto.
Finalmente, después de la crisis de diciembre de 2001 surgió la necesidad de hacer algo concreto frente a la dramática situación que planteó el estallido del hambre y la desnutrición de miles de niños. Primero improvisamos una especie de reparto de comida, juntamos alimentos, nos pusimos en una plaza e hicimos una olla popular. Luego pensamos que eso no era gran cosa y que debíamos sistematizar lo que estábamos haciendo, y así nació el Programa de Asistencia a Comedores Infantiles que hoy da leche de primera calidad todos los días a mås de 600 chicos. Y el año pasado inauguramos el Instituto de Investigaciones Literarias “Juan Filloy” y ahora estamos embarcados en la recuperación de un viejo edificio policial que la Provincia del Chaco nos cedió en comodato, y donde ya estamos funcionando precariamente.
¿De qué se trata la “Nueva Pedagogía de la Lectura”?
—De formar a los futuros formadores de lectores, para lo cual venimos gestando una nueva preceptiva, que en este campo no existía. Trabajamos para crear y organizar una bibliografía que estimule, oriente y defina a los formadores de lectores. Y desarrollamos estrategias de lectura que sirvan tanto a nuestras abuelas como a los docentes, bibliotecarios y cualesquiera otras personas. Porque la lectura es, para nosotros, un acto de amor, solidaridad, pasión, ganas y tiempo, y todo eso debe ser combinado de manera que incite, estimule, atraiga y afiance a los que están en la oscuridad textual.
Yo digo que esta pedagogía es algo que estamos haciendo, porque desde hace años traemos conocimiento y experiencias. Es impresionante todo el saber que trajimos al Chaco, y al Nordeste, en estos años. Hemos traído más de 300 invitados que vinieron a nuestros foros, gente de un montón de países, bibliotecarios, semiólogos, lingüistas, pedagogos, académicos, escritores, investigadores, poetas, narradores. Nuestro método consistió en ponerlos a pensar a todos ellos alrededor de esta temática, cambiando el lema de cada Foro, la problemática a discutir en cada mesa, proponiendo talleres. Y así, entre todos, fuimos organizando esta Pedagogía de la Lectura, cuya preceptiva está en los cinco libros que llevamos publicado con las ponencias de los foros, un sexto que viene ahora, y otros libros que tenemos en carpeta, investigaciones en marcha, la experiencia de las Abuelas debidamente registrada, en fin... Ahí está la Pedagogía de la Lectura. Si vos querés saber cómo se forma un lector, bueno, leé todo eso que ahí tenés una cantera de ideas que es un lujo.
No sé si se nota, pero éste es uno de los grandes orgullos que tengo en mi vida. Quizás nunca estaré orgulloso de un cuento o una novela que yo haya escrito, pero de esto estoy absolutamente orgulloso. No es un mérito exclusivo mío, pero sé que soy responsable de haber disparado todo esto.
—En la apertura del 7º Foro, hace dos años, hablabas de “La lectura en la emergencia y la emergencia de la lectura en un país al borde de la disolución”. ¿Cómo recordás hoy ese momento?
—Parece mentira: es como si hubieran pasado veinte años pero sí, fue ahí nomás, hace dos años. ¿Y cómo evocar aquello? No sé, creo que no me equivoqué en definir aquel momento como de emergencia de la lectura y de una lectura de emergencia, porque definir eso para mí era definir la emergencia que vivía el país. Estoy absolutamente convencido de que el problema de la Argentina y de América Latina, y de todos los pueblos periféricos, explotados y embrutecidos del mundo, no es solamente que les falta pan, sino que también les falta lectura. Recuerdo una idea que una vez leí de la Madre Teresa de Calcuta: “El hambre de los niños no es sólo de pan, sino también de amor”. Parafraseándola, nosotros podemos decir que el hambre de los niños no es sólo de pan sino también de lectura. Y es que amor y lectura van de la mano, son una misma cosa.
El recuerdo personal que más conservo de aquella emergencia nacional tan grave, es que sentí realmente, como algo físico y aterrador, que estábamos al borde de la disolución. Fue la primera vez que sentí que la Argentina podía desaparecer como entidad, como nación inclusive. Es decir, creí entrever un país totalmente fragmentado y segmentado. De repente imaginé la escisión —que en la Argentina por suerte no ha prosperado— de la Patagonia, de los cuyanos asociándose a Chile, de los norteños a Bolivia, nosotros como una especie de pancomunidad nordestina con el sur de Brasil y el Paraguay. Imaginé la consagración del viejo sueño unitario de la Argentina sintetizada solamente en la Provincia de Buenos Aires. Por primera vez vi que todo eso era posible, e intuí que había muchos sectores que querían realmente ese tipo de fragmentación.
Y no me parece ciencia ficción, aún hoy. De hecho la emergencia nacional no ha terminado. La extranjerización de las tierras en este país es un hecho gravísimo y cotidiano que nuestras dirigencias parecen no advertir.
—Hace poco, en agosto pasado, concluyó el 9ª Foro por el Fomento del Libro y la Lectura. A nueve años de su lanzamiento, ¿cuál es tu balance personal sobre el impacto de los Foros?
—Ampliamente positivo, sin dudas. De lo contrario, no podría sentir este orgullo por el generoso equipo que me acompaña y por todo lo hecho. Alrededor de la Fundación, de los foros anuales y de todas y cada una de nuestras actividades, se congregan prácticamente unas 200 personas que de diversas maneras están vinculadas a nosotros con una energía extraordinaria. Yo siento que los Foros han sido posiblemente el disparador, el punto de partida. Y han significado una enorme contribución socio-cultural en muchos sentidos, no sólo porque de aquí salieron más de trescientas ponencias, artículos y todo lo que está publicado, sino porque además prestigiamos la lectura como nunca se había hecho antes. Hoy la sociedad chaqueña está orgullosa de los foros, y creo que es un sentimiento que se ha extendido ya a buena parte del país. Y además este año, por primera vez, sentí que hay un orgullo colectivo en el Chaco. El Foro es nuestro, dicen, como las esculturas son nuestras. Y ese prestigio social extraordinario no es mío, ni de la Fundación, es de la lectura. Porque desde los Foros y en toda esta década de resistencia y lucha cultural e intelectual, hoy nosotros a la lectura la instalamos como un bien social a cuidar y desarrollar, y eso es un triunfo.
Y como Fundación, creo que tenemos buena parte del mérito, y una enorme responsabilidad, en el represtigiamiento de la lectura en todo el país. Hoy no hay provincia que no tenga su plan de promoción de la lectura, como lo tienen los clubes, las asociaciones más variadas, e incluso empresas y sindicatos. Y en todo eso nosotros tuvimos algo que ver. No digo que fuimos los primeros ni los únicos, pero sí que tuvimos muchísimo que ver en la instalación de la lectura como bien colectivo y como necesidad central para el desarrollo.
—A propósito de las antologías Leer por leer y Leer la Argentina, que serán distribuidas gratuitamente este año entre los estudiantes secundarios de todo el país, ¿podrías contar cómo fue esa experiencia?
—Para nosotros fue un gran reconocimiento que el Ministerio de Educación de la Nación nos encargara este año hacer la obra que hemos hecho, esta primera antología Leer por Leer. Pero también fue y es una enorme responsabilidad. De hecho hoy somos parte del Plan Nacional de Lectura, y somos la única fundación vinculada de este modo concreto a la Campaña Nacional de Lectura.
Entonces, a partir de un convenio con el Ministerio, convoqué a un grupo de escritoras amigas, que además tenían experiencia docente, lo cual era importantísimo dado que las antologías van a circular en colegios secundarios. Planteé que esto fuera rentado, por que así debía ser: modesto pero rentado. Trabajamos un equipo de cinco: tres Gracielas (Cabal, Bialet y Falbo), Angélica Gorodischer y yo. También tuvimos algunos colaboradores locales y nos fuimos encontrando en diferentes lugares, para compartir hallazgos y lecturas, y así fuimos organizando las antologías en función de los distintos niveles etarios que comprende la escuela media. Como es obvio, se trataba de conciliar los intereses de los futuros jóvenes lectores de Salta con los de Chubut, los de Misiones con los de San Juan o la Patagonia. Para ello buscamos y leímos centenares de autores y miles de textos, de manera que se integraran todos en el más amplio espectro posible, tratando de formar algo así como un nuevo canon provisorio, pero, por supuesto, sin guías de actividades. Leímos y descartamos mucho, porque tenían que ser textos de calidad pero accesibles y breves.
El resultado son los cinco libros que el proyecto contempla publicar hasta alcanzar tres millones de ejemplares. Hay dos millones seiscientos mil estudiantes de entre 12 y 18 años, pero con todos los profesores y las bibliotecas, estamos hablando de unos tres millones de destinatarios. De esta primera edición que hizo el Ministerio, tengo entendido que se están distribuyendo 500.000 libros, pero en eso nosotros no tenemos nada que ver. Nuestro único compromiso con el proyecto fue hacer las antologías, mientras que todo lo demás (la impresión, la distribución, la cantidad de ejemplares a entregar, y cómo y cuándo) es responsabilidad exclusiva del ministerio.
Y ahora viene otra etapa: dividimos el país en siete regiones (NEA; NOA; Cuyo; Patagonia; Centro y Litoral; Provincia de Buenos Aires y La Pampa; y Capital Federal y Conurbano) y se van a hacer libros específicos para cada una de ellas. Los destinatarios van a ser los mismos chicos de la escuela media argentina, pero en este caso se incluirán solamente narraciones de cada región, de manera que, por ejemplo, los pibes patagónicos puedan leer cuentos y relatos patagónicos.
—Tu proyecto más ambicioso actualmente es la reconstrucción de un edificio que será sede de la Fundación. Presentános el origen y estado de ese proyecto ¿Qué espacios y actividades va a ofrecer la casa propia de la Fundación?
—Bueno, yo empecé a soñar con un lugar propio cuando estábamos preparando el primer Foro, allá por el ‘96. O sea que en cuanto surgió la idea de esta segunda Fundación, me planteé la cuestión del espacio físico. Elevé un pedido al gobierno provincial, y comenzó la espera. La Subsecretaria de Cultura del Chaco, Marilyn Cristófani, que es una persona muy activa y respetada, nos ayudó en las gestiones y cada tanto, cada seis meses, yo insistía. Hasta que en el 2001 apareció una posibilidad que se le ocurrió a Marilyn, a quien es justo reconocerle que le debemos todo esto. Ella sugirió la recuperación de un viejo edificio abandonado, donde funcionó durante años la División de Investigaciones de la Policía del Chaco y el cual estuvo cerrado toda la última década. Y bueno, hicimos todos los trámites que había que hacer, y al final, en septiembre de 2001, firmamos un comodato por 50 años.
Y claro, justo cuando íbamos a comenzar la reconstrucción la Argentina se vino estrepitosamente abajo. Entonces paramos todo hasta finales de 2003. Primero tuvimos que apuntalar el edificio, porque estaba en condiciones calamitosas. Fuimos juntando unos pesos de aquí y de allá, yo me dediqué a juntar donaciones fuera del país, y algunos arquitectos e ingenieros amigos se hicieron cargo de las obras, por las que no han cobrado nada. Así cambiamos los techos, sacamos escombros, cambiamos cañerías, todo de a poquito. Y en eso estamos, avanzando muy lentamente. Hasta ahora lo único que pudimos recuperar es un espacio donde poder instalarnos y trabajar, de modo que no seguir pagando alquileres. Pero la obra está parada por el momento.
La proyección, por supuesto, es moderadamente ambiciosa. Soñamos con instalar allí una gran biblioteca literaria, para grandes y chicos, que ya está iniciada a partir de que yo doné mi biblioteca personal y que ahora ha crecido muchísimo. Tenemos alrededor de 12.000 volúmenes y esperamos montarla sobre un auditorio para 150 personas, con un gran salón de lectura en el que algún día tendremos computadoras para el público y exposiciones de arte permanentes. En la parte de atrás empezamos a recuperar la zona de los calabozos, donde vamos a instalar aulas y vamos a conservar sólo una celda testigo, con algunos elementos que recordarán lo que fue la Dictadura, y habrá también un patio de la memoria, abierto. De manera que si Tata Dios quiere, y si encuentro el dinero que por ahora no tenemos pero que estoy buscando, en cualquier momento podremos continuar con las obras.
—En la apertura del último foro, decías que la lectura salvará al país. ¿De qué y cómo nos salvan los libros? ¿Qué política cultural creés necesaria que desde el Estado se ponga en marcha para transformar a un país de no lectores en una nación de ciudadanos lectores?
—Cuando digo que sólo la lectura salvará al país, obviamente digo una frase provocadora. En realidad lo que quiero decir es que si no se recupera la lectura en este país, no tendremos salvación genuina. Y a esto lo creo absolutamente. Sin una política nacional de lectura no hay salida en la Argentina, en términos culturales. Yo ya hice varias propuestas, he escrito varios textos sobre el Derecho a la Lectura, que debe ser sancionado constitucionalmente y mediante Ley del Congreso. He propuesto la sanción de una Ley que establezca los derechos de los lectores. Así como hay ley de libro, de teatro o de cine, tiene que haber una ley de la lectura. La lectura es un derecho que tiene la sociedad y, a partir de ese derecho hay que debatir y establecer una política de estado de lectura.
De hecho hay líneas ya trazadas, al menos, que yo sepa, desde que Andrés Delich estuvo al frente del Ministerio de Educación. Creo que entonces se lanzó el Plan Nacional de Lectura, que con muy buen criterio y sin sectarismo ha retomado este gobierno de la mano de Daniel Filmus. Aquel plan empezó en el 99, creo, en Buenos Aires, y se hizo también una gran encuesta nacional de lectura, que ha sido utilísima en términos estadísticos y de planificación. Ahora hay además una Campaña Nacional de Lectura, que conduce Margarita Eggers Lan, una escritora muy activa y competente, y que es diferente del PNL, porque esta Campaña es mucho más directa y agresiva, y se suma a los diferentes programas provinciales.
Yo creo que estamos en un muy buen comienzo, aunque todavía falta esa legislación que redondee, que organice y que de alguna manera garantice a la ciudadanía y comprometa al estado a mantener una activa Política de Lectura.
Para que se tenga una idea de la importancia de esto hay que decir que España, por ejemplo, en su Ministerio de Cultura tiene una Dirección General del Libro y Promoción de la Lectura que ha cambiado al pueblo español en un par de décadas. Y así España, que tenía índices de lectura per cápita bajísimos hace treinta años, al salir del franquismo, es hoy uno de los pueblos más lectores del mundo, y sin dudas el más lector de toda la lengua castellana. Eso quiere decir que cuando se tiene una política seria y consistente, una política de estado de promoción de la lectura, es perfectamente posible transformar la realidad socio-cultural. Y significa también que el Estado tiene que hacerse cargo de la tarea de estímulo y medición, de seguimiento de los índices de analfabetismo, de la creación de estrategias que promuevan la lectura y reorganicen el sistema bibliotecario nacional.
Después vendrá todo lo demás. Yo creo que hace falta un Ministerio de Cultura, a partir de la reestructuración total de la actual Secretaría. Creo que hay que darle autonomía real a la Biblioteca Nacional, a la CONABIP, al Fondo Nacional de las Artes y a cada uno de los muchos institutos que hoy dependen de la Secretaría de Cultura de manera bastante errática. Para todo esto hace falta una política de estado de Cultura, y otra de Lectura. Y esos son los debates que debe estimular, con claro sentido federal, un Ministerio de Cultura. Es todo un tema, ya lo sé, y nada de esto es fácil, además de que tengo la impresión de que no hay, todavía, conciencia acerca de la importancia de esta cuestión. Porque la Cultura, todavía, en la Argentina es mirada por las dirigencias como algo entre peligroso, sospechoso y banal. Y el espantoso sistema multimediático que padecemos sigue contribuyendo a que gran parte de la sociedad crea que cultura es espectáculo, pavada, frivolidad. Y así nos va. •

Fuente:
http://www.mempogiardinelli.com/ent3.html

sábado, 28 de noviembre de 2015

CARLOS FUENTES TODOS LOS GATOS SON PARDOS (Ceremonia Del alba).


CARLOS FUENTES

TODOS LOS GATOS SON PARDOS
(Ceremonia Del alba)
En:
Obras Completas; Ed. Aguilar, vol 2.; 1985; p.1153-1261

A Inge y Arthur Millar

PROLOGO DEL AUTOR

CUÉNTASE en los Anales de Cuautitlán que los llamados Tezcatlipoca, Ilhuimécatl y Toltécatl (todos ellos mágicos certificados) decidieron expulsar de la ciudad de los dioses a Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, el creador de los hombres y el instructor en las artes básicas: el cultivo del maíz, el pulimiento del jade, la pintura del mosaico y el tejido y tintura del algodón. Pero necesitaban un pretexto: la caída. Pues mientras representase el más alto valor moral del universo indígena, Quetzalcóatl era intocable. Prepararon pulque para emborracharlo, hacerle perder el conocimiento e inducirlo a acostarse con su hermana, Quetzaltépatl. Como en las historias bíblicas, la embriaguez y el incesto serían una tentación suficiente. Pero ningún patriarca hebreo era dios; y los demonios mexicanos sabían que Quetzalcóatl lo era. ¿Bastarían las tentaciones humanas? Para desacreditar al dios ante los hombres, sí. Pero, ¿para desacreditarlo ante los dioses y ante sí mismo? Entonces Tezcatlipoca, el brujo de la noche, el espejo humeante, dijo: "Propongo que le demos su cuerpo." Tomó un espejo, lo envolvió en algodones y fue a la morada de Quetzalcóatl. Allí, le dijo al dios que deseaba mostrarle su cuerpo. "¿Qué es mi cuerpo?", preguntó con asombro Quetzalcóatl. Entonces Teztatlipoca le ofreció el espejo a Quetzalcóatl, que desconocía la existencia de su apariencia, y la serpiente de plumas se miró y sintió gran miedo y gran vergüenza: "Si mis vasallos me viesen —dijo— huirían lejos de mí." Presa del terror de sí mismo —del terror de su apariencia—, Quetzalcóatl, esa noche, bebió y fornicó. Al día siguiente huyó, hacia el oriente, hacia el mar. Dijo que el sol lo llamaba. Dijeron que regresaría: por el oriente, por el mar. Quetzalcóatl se fue sin saber que había sido el protagonista simultáneo de la creación y de la caída. Sembró, en la tierra, el maíz; pero en las almas de los mexicanos sembró una infinita sospecha circular.
El arte circular del México antiguo posee la forma de una serpiente emplumada que se devora a sí misma: es la imagen de Quetzalcóatl. Su tiempo y su espacio se niegan a resolverse en una ilusión lineal. El arte europeo transplantado a México es fundamentalmente lineal: se resuelve en un progreso anecdótico, accidentado pero ascendente, accidentado por occidentado. La orientación indígena es de otro signo. En una ocasión, visitando las ruinas de Uxmal con el pintor italiano Adami, éste me hizo notar cómo la función religiosa del conjunto es escondida, sí, pero a la vez superada por una forma estética en la que cabe mucho, muchísimo más que el pragmatismo teocrático que la dictó. Y es que el sentido del arte mexicano antiguo consiste, precisamente, en elaborar un tiempo y un espacio amplísimos en los que quepa tanto el círculo implacable de la manutención del cosmos, como la circularidad de un perpetuo retorno a los orígenes, como la circulación de todos los misterios que la racionalización no puede acotar. Así, nuestro arte antiguo termina por crear un signo de apertura: el significante no agota los significados. La forma es más amplia y resistente que cualquiera de los contenidos que se le atribuyan: y esta calidad formal es la que asegura, precisamente, la vigencia y multiplicidad de los contenidos. El conjunto de Uxmal, una estatuilla olmeca o un relieve zapoteca admiten —reclaman— varias lecturas: existen a un nivel histórico, social, religioso, psicológico, estético, simbólico, físico y metafísico, real y suprarreal.
Y es que en el arte antiguo de México existe una secreta tensión que el pensamiento europeo positivista no puede admitir. Éste pretende, de manera abstracta, suprimir la contradicción entre la necesidad y la libertad; e! enunciado de la ley —"todos los hombres son iguales"— debería asegurar su coincidencia. En las sociedades indígenas todo era necesario: la libertad, a primera vista, solo es identificable con una aspiración centrada en el mito de Quetzalcóatl y degradada, como lo ha hecho notar Laurette Séjourné por la necesidad política del imperio azteca. No faltan, desde luego, las pruebas de una variada resistencia a esa política, así en las comunidades tribales que después prestaron su ayuda a Hernán Cortés, como en actos aislados de rebeldía suicida, como el del imprudente consejero de Moctezuma, Tzompantecuhtli. Pero en el origen mismo del mundo antiguo (lo Índica, entre otras cosas, el mito de la serpiente emplumada: un dios envidiado, traicionado, caído porque creó a la criatura) existe esa tensión en un doble aspecto.
La necesidad en sí es una prueba de la insuficiencia humana: el asombro cósmico, el terror natural, no son nunca ajenos a una reflexión, por sumaria que sea, sobre los límites de la libertad. En cierto modo, esa libertad crea lo que la niega para saberse distinta: los hombres no pueden ejecutar las obras de los dioses; ¿pueden los dioses ejecutar las obras de los hombres? La antigüedad grecolatina contesta que sí: el destino de los dioses se confunde con el de los hombres: cultura trágica que aspira a la reunión. La antigüedad mexicana contesta negativamente: los dioses son distintos de los hombres: cultura teocrática que afirma la separación. Venus y Apolo son dioses fisurables, vaginales, testiculares: penetran y son penetrados por los hombres. La Coatlicue —la diosa madre del panteón azteca— no admite fisura alguna: es el monolito perfecto, una totalidad de lo intenso: autocontenida y omnicontinente. Carece, significativamente, de cabeza; renuncia al antropomorfismo: es una diosa, no una persona, y una deidad separada de las vacilaciones, tentaciones, necesidades o libertades humanas. Cuando el tiempo y el espacio se reúnen en la Coatlicue, dejan de ser objeto de identificación humana y se imponen como algo más, un poder aparte que no se funde con lo real y que, sin embargo, es parte de lo real porque, quizás a pesar suyo, multiplica la realidad. Los dioses mexicanos, en este sentido, son algo más que una ilustración de la naturaleza: pretenden ser lo que la naturaleza jamás puede ser: lo otro, una realidad separada.
Esta decisión de crear una realidad ajena a la vida natural abre un espacio de extrañamiento y promueve un encuentro paradójico entre lo que no puede ser tocado o afectado por los hombres (lo sagrado) y la construcción humana, física e imaginativa, de esos espacios y tiempos de lo sagrado. La imaginación de los hombres ha creado lo que en seguida será enajenado, separado de los hombres. La Coatlicue cuadrada, decapitada, con su guirnalda de calaveras, su falda de serpientes, sus manos abiertas y laceradas, quiere ser impenetrable: monolítica. Como todos los dioses del panteón azteca, ha sido creada a imagen y semejanza de lo desconocido y sus elementos decorativos, si separadamente pueden ser llamados calaveras, serpientes, manos, en verdad se funden en una composición de lo desconocido: vistos en su conjunto, ya no quieren ser nombrados. La Coatlicue es el símbolo de una cultura ritual: una cultura de repeticiones sagradas que excluye la renovación histórica.
Quizá la tentación de Quetzalcóatl consistió en parecerse a sus criaturas; quizá la tentación ofrecida por el espejo humeante de Tezcatlipoca no consistía sino en una doble operación del terror sagrado: mostrar a las criaturas que la cara de Quetzalcóatl no era como la de ellos, que fueron creados, sino un rostro anterior a la creación, un rostro espantable en el que no podía dejar huella el tiempo dulce y vulnerable de los hombres: un rostro espantoso porque era irreconocible, e irreconocible porque era eterno, y mostrarle a Quetzalcóatl, el creador que inventó las caras de los hombres, que su rostro no era como el de los hombres; que si su creación era divina, el era un monstruo, pero que si él era un dios, sus hijos, tan distintos de él, eran infernales. Quetzalcóatl vio en el espejo de Tezcatlipoca un rostro eterno: idéntico al espejo: un espacio infinitamente vacío, idéntico a la noche sobre la que reinaba el demonio. La fuga de Quetzalcóatl es la huida de un dios desesperado por parecerse a sus criaturas: como ellas, bebe; como ellas, ama; como ellas, se adueña de un rostro que es espejo del tiempo, de un tiempo que es reflejo del deseo, de un deseo que nace de la necesidad. Quetzalcóatl huye a sabiendas de que, mientras esté ausente, será deseado. La Coatlicue, monolítica, impenetrable, sin rostro, permanece.
Quizás esta negación extrema fue una condición para que hoy, vaciada de su función precisa, literal, la forma de la escultura indígena aparezca desprovista de su viejo significado unívoco y abierta a la pluralidad ambigua. Pues estas figuras voluntariamente enajenadas, distantes, de una cultura ritual que excluía el cambio, remitían, precisamente en virtud de esa voluntad estática, a los hombres que las imaginaban a sus propios orígenes. En el mundo azteca, todo —religión, agricultura, poder, ritos sacrificiales, astrología— estaba sometido a la sospecha del fin cercano; la vida, frágil y nueva, de las poblaciones del altiplano mexicano necesitaba una certeza de permanencia; todo estaba ordenado a exorcizar la catástrofe  cíclica  de  la  sequía,  el  hambre,  la  guerra, la muerte, la enfermedad, la desaparición de los reinos de este mundo. Los dioses cumplían esta función de estabilidad, de inmovilidad: eran las sustancias no sujetas a cambio, la garantía contra el Apocalipsis, la negación de un futuro que solo podía ser catastrófico. Cuando el futuro es suprimido, el origen ocupa su lugar. En vez de mirar hacia adelante, los hombres se acostumbran a mirar hacia atrás; atrás estuvo \a época feliz, la edad de oro, antes de que los hombres fuesen entregados a la opresión, el hambre y la duda. Pero el hombre instalado de nuevo en los orígenes también ha estado fuera de ellos: los puede interrogar y, al hacerlo, invariablemente adquirirá una imaginación de realidades opuestas y alternativas que lo conducirá, a su vez, a una certeza clandestina, acaso revestida de mitos, de que hubo una unidad original, es  decir, una historia anterior a la separación.
Mi emoción al contemplar las antiguas esculturas mexicanas nace de esta tensión y del descubrimiento, en ellas, de una libertad diferida, la que es posible reconocer en la gracia reclinada de un Chac Mool, en la mueca falsa (irónica) de una urna zapoteca, en la deyección inconsciente, como si la divinidad fuese una carga humana más que una condición sagrada, de Xochipilli, Señor de las Flores. Una y otra vez, la intención monolítica es frustrada por un sentido secreto, casi conspiratorio, de la contradicción sembrada en el corazón de la piedra por el artista anónimo. Contradicción: nominación. Pues, muy a su pesar, ¿no eran inmersas estas heladas deidades en el flujo de la imaginación al ser nombradas, en fusión y confusión perpetuas, espejo de humo, flor de la fiesta, concha de mar, hogar de la aurora, campanas pintadas por la luna, navaja de la mariposa de obsidiana, serpiente de las nubes?
La piedra era corroída, en cada oración, en cada aspiración, por la contra-consagración de la poesía. Y es esto lo que convierte, para nosotros, al arte indígena en arte moderno, suprarreal, ambivalente: entre las piedras y las manos que las esculpieron, las palabras acabaron por tender el puente del deseo. En la tierra de la necesidad, el deseo se transfigura a fin de alcanzar su objeto, un objeto que materialmente le es vedado. La necesidad encuentra gratificaciones donde la abundancia solo acumula desperdicios.
La parábola de Quetzalcóatl ilustra, aclara este tema de la tensión entre libertad y necesidad, entre estar y devenir, entre padecimiento y deseo, entre consagración y profanación, entre identidad y anonimato, que se oculta en el arte antiguo de México. Quetzalcóatl lucha con su apariencia: es la encarnación misma del dilema de todo arte. Es el único dios mexicano que se atreve a aparecer con un cuerpo, con una identidad. Rompe la fatalidad de la máscara. Pero nunca sabremos cómo era su cuerpo o cuál era su identidad. Al conocerse, Quetzalcóatl se convierte en un desconocido. Huye, pero es esperado. La historia del México indígena es la historia de una ausencia y de una espera: la de un principio de unión, es decir, de libertad original. Cada piedra, cada templo, cada escultura del México antiguo son algo más que el signo pragmático de una sociedad teocrática: son los recipientes de esa espera desesperada: el regreso de Quetzalcóatl, un retorno al origen sin separación, idéntico al encuentro con un futuro bienhechor. Todo el tiempo y todo el espacio debían caber en esos recipientes, pues quizá sería necesario esperar una eternidad para que el principio de la unión, la moral y la libertad regresasen a estos lugares.
La piedra debía resistir, desvelada. El insomnio era la condición de un encuentro. ¿Cuál ser/a la verdadera apariencia del dios que huyó hacia el sol? ¿Bajo que aspecto regresaría? Desconocida, la identidad de Quetzalcóatl fue usurpada por un hombre que llegó a destruir el tiempo y el espacio inventados para recibirlo. Hernán Cortés, al desembarcar en México el día previsto por los augurios divinos, cumplió la promesa destruyéndola. México impuso a Cortés la máscara de Quetzalcóatl. Cortés la rechazó e impuso a México la máscara de Cristo. Desde entonces, es imposible saber a quién se adora en los altares barrocos de Puebla, de Tlaxcala y de Oaxaca. Pero la confusión ha sido superada por la sangre: los indios, acostumbrados a que los hombres muriesen en honor de los dioses, se sintieron maravillados y vencidos por un dios que había muerto en honor de los hombres. ¿Cristo o Quetzalcóatl, el galileo coronado de espinas o la serpiente coronada de plumas?
Desde entonces, la historia de México es una segunda búsqueda de la identidad, de la apariencia, una búsqueda nuevamente tendida entre la necesidad y la libertad: más que conceptos, signos vivos de un destino que, una vez, se resolvió en el encuentro de la pura fatalidad y el puro azar. Fatal para el indígena. Azaroso para el español. Más trágico que Edipo, México no acaba de reconocerse en su máscara: a la fatalidad y el azar, opone el "albur": temible negación de los demás que nos conduce al suicidio de no poder reconocernos fuera de nosotros mismos. Y esa profunda inquietud acerca de su propia identidad —acerca de su necesidad y de su libertad probables— es lo que hace de México un país peligroso, un país apasionado. A fin de descubrirla sin engaños, México —como una calavera de Posada, como un monstruo de Cuevas— tiene que saltar con un grito desgarrante de la orilla de la necesidad a la orilla de la libertad —política, cultural, personal, económica—. ¿Es de extrañar que la historia oficial de nuestro país sea un ejercicio de enmascaramiento positivista con el propósito de evadir esa tensión, de volverla inocua?
Hace algunos inviernos y muchas noches, Artbur Miller me decía en su granja de Connecticut que, desde niño, lo que le había fascinado en la historia de la conquista de México era el encuentro dramático de un hombre que lo tenía todo —Moctezuma— y de un hombre que nada tenía —Cortés—. Más tarde, leyendo los escritos de psicoanálisis estructural de Jacgues Lacan, encontré este pensamiento: el subconsciente es el discurso del otro.
En cierto modo, de estas dos sugerencias nació Todos los gatos son pardos. Digo solo en cierto modo, pues básicamente esta pieza no es más que una respuesta o, para incurrir en galicismo, una contestación. Respuesta a mí mismo y contestación a México. A un tiempo, monólogo y diálogo; pero también, con suerte, coro. Pues en nuestro país, hablarse a sí mismo es hablar con los demás: la lírica ha sido la arteria central de la literatura mexicana; solo decimos la verdad en secreto, Y aun cuando hablamos en voz alta, seguimos hablando en voz baja; dulce dejo indígena, dicen algunos; voz del esclavo, digo yo, voz del hombre sometido que debió aprender la lengua de los amos y dirigirse a ellos con elaborado respeto, rezo y confesión, circunloquios, abundantes diminutivos y, cuando el señor da la espalda, con el cuchillo del albur y el alarido de la mentada.
Pero vista de otra manera, la literatura mexicana, desde la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España hasta Obsesivos días circulares y de fray Bernardino de Sahagún a fray José Emilio Pacheco, es un solo y vasto intento de recuperar la memoria recuperando la palabra. Porque en México la palabra pública, también desde tas Cartas de relación de Cortés hasta el penúltimo informe presidencial, ha vivido secuestrada por el poder y el poder, en México, es una operación de la amnesia. Si no fuese por la tarea de algunos escritores, la historia de México no tendría más voz que el zumbido de las moscas en los basureros de los discursos, las falsas promesas y las leyes incumplidas. Y cuando digo escritores, lo digo en el más amplio sentido: me refiero lo mismo a sor Juana Inés de la Cruz, que salva del silencio al virreinato, que a Emiliano Zapata, que alguna vez salvó a la Revolución de la mentira.
La lucha por la palabra, entre nosotros, equivale a la lucha por el poder, pero no por el poder burocrático, el poder armado o el poder retórico, sino por el poder ciudadano y personal, por el poder histórico de cada mexicano vivo y vivo ahora. Respuesta y contestación, Todos los gatos son pardos es a la vez una memoria personal e histórica, pues indagar sobre nuestros orígenes comunes para entender nuestra existencia presente requiere ambas memorias en México, el único país que yo conozco, además de España y los del mundo eslavo —no en balde excéntricos, como nosotros— donde preguntarse, ¿quién soy yo?, ¿quién es mi papá y quién es mi mamá?, equivale a preguntarse, ¿qué significa toda nuestra historia?
El poder y la palabra. Moctezuma o el poder de la fatalidad; Cortés o el poder de la voluntad. Entre las dos orillas del poder, un puente: la lengua, Marina, que con las palabras convierte la historia de ambos poderes en destino: el conocimiento del que es imposible sustraerse. Destino en y de la muerte, el sueño, la rebelión y el amor, le dice la Malinche a su hijo, el primer mexicano: muerte, sueño, rebelión y amor, no en cualquier orden, sino precisamente en ése, que indica los grados crecientes de la dificultad, de la carga y de la realización plena. Lo más fácil, entre nosotros, será morir; un paco menos fácil, soñar;  difícil, rebelarse;  dificilísimo, amar.
Si Moctezuma es la tragedia avasallada por la historia de los vencedores y Cortés es la historia contaminada por la tragedia de los vencidas, la Malinche, Marina, Malintzin reúne por un instante ambas esferas, nos recuerda que no hay historia comprensible si no toma en cuenta las excepciones personales de la tragedia, ni tragedia personalizable si no toma en cuenta las exigencias de la historia. Edipo es la gran excepción trágica al diseño histórico de Grecia;  la armonía es destruida por el destino. Hamlet es la gran excepción trágica al diseño histórico del Renacimiento: la voluntad es paralizada por la duda. Stalin es la gran, excepción trágica al diseño histórico del socialismo: la libertad revolucionaria es pervertida por el poder personal, La tragedia staliniana no ha sido afortunada: ha carecido de un lenguaje catártico, aunque no de imágenes simbólicas; las de Eisensteín en Iván el terrible. En cambio, las palabras de los dramaturgos griegos e isabelinos reintegran las excepciones trágicas al diseño histórico y, al mismo tiempo, dominan el orgullo y la ceguera de los proyectos históricos con el recordatorio trágico: la tragedia es la voz de la necesidad humana, la advertencia de las insuficiencias. Pero la conquista de México no es ni una revolución, ni una visión del mundo en crisis, ni la armonización crítica dentro de una cultura unitaria: es la historia de una colonización, y todo coloniaje envilece tanto al colonizador como al colonizado. Sin embargo, al contrario del coloniaje inglés, en la conquista española de México no solo existen dos diseños históricos contrapuestos (los anglosajones colonizaron el vacío cultural) sino que ambos son derrotados. Esto es lo que termina haciendo de la conquista española de México una tragedia, en tanto que la conquista inglesa de lo que después serían los Estados Unidos, es solo un genocidio. El diseño histórico del mundo indígena mexicano era la fatalidad, definida por el esperado regreso de Ouetzalcóatí: precisamente en el día previsto por el tiempo cíclico, la serpiente emplumada regresó, solo que su identidad fue usurpada por hombres, y por hombres crueles, rapaces, nuevos, enérgicos. Pues el verdadero diseño histórico de los conquistadores no correspondía ya al orden jerárquico, vertical, de la Edad Media; su signo era el signo renacentista de la voluntad", protagonizaba el ascenso a la existencia de los hombres nuevos, reclutados entre los bachilleres, los hidalgos pobretones, los aventureros y los labriegos de España, que desplazaban a los reyes y a la nobleza del centro activo del escenario pero que, a la postre, fueron frustrados por las jerarquías impersonales, religiosas y políticas, a las que representaban. Los indígenas fueron objeto de un culturicidio; los conquistadores fueron objeto de un personalicidio. España, con la Contrarreforma, instala sobre los restos del poder absoluto de Moctezuma, que a su vez se fundaba sobre la opresión colonial de los pueblos tributarios, las estructuras verticales y opresivas del poder absoluto de los Austrias. España se cierra y nos encierra. Tanto el mundo indígena mexicano como el mundo renacentista español quedan fuera del diseño histórico del virreinato. Un organicismo anacrónico derrota a un criticismo futurizable.
Corresponderá al nuevo mundo mestizo —a los hijos de la Malinche— inventar nuevos proyectos históricos y la lucha, hasta nuestros días, será entre colonizadores y descolonizadores. Mientras México no liquide el colonialismo, tanto el extranjero como el que algunos mexicanos ejercen sobre y contra millones de mexicanos, la conquista seguirá siendo nuestro trauma y pesadilla históricos: la seña de una fatalidad insuperable y de una voluntad frustrada.
El clamor de la Malinche es la advertencia del nuevo sacrificio humano y de la nueva necesidad humana del México nacido de la conquista. Pero sus palabras, al cabo, serán sofocadas por una tercera realidad, que en América Latina oculta y desvirtúa la verdad de la historia y la verdad de la tragedia: esa realidad es la épica, falsa historia y falsa tragedia que rehusa la crítica e impone la celebración.
Por la puerta falsa de la epopeya se cuela el autor, con la esperanza de penetrar al corazón del castillo e instalar en él, en vez de la gesta, el ritual. Y el ritual, tanto teatral como antropológicamente, significa la desintegración de una vieja personalidad y su reintegración en un nuevo ser.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Sir Arthur Conan Doyle. Las Memorias de Sherlock Holmes.


Contiene este volumen doce (once en la edición americana) de los casos más notables que resolvió Sherlock Holmes, donde no sabemos qué admirar más: si la inteligencia de Holmes como detective o la maestría de Watson como narrador.

La fama de Holmes creció de tal manera que a Conan Doyle llegó a hacérsele insoportable. Y decidió asesinarlo. En El problema final, sobrio y conmovedor relato, en el que de modo extraordinario se trasluce la ternura de Holmes a través de su proverbial impasibilidad, asistimos a la desaparición del detective. Pero fueron tantas y tan violentas las protestas de los lectores, que, diez años después, Conan Doyle se vio obligado a resucitarle.

Contiene los siguientes casos:
1. Estrella de plata
2. La caja de cartón.
3. El rostro amarillo
4. El oficinista del corredor de bolsa
5. La corbeta Gloria Scott
6. El ritual de los Musgrave
7. Los hacendados de Reigate
8. El jorobado
9. El paciente interno
10. El intérprete griego
11. El tratado naval
12. El problema final

Fuente:
Formato: EPUB - DRM
Editorial: DEBOLSILLO
Lengua: CASTELLANO
Año edición: 2012

jueves, 26 de noviembre de 2015

F. M. Dostoyevski: El doble. Poema de Petersburgo.



Hay obras literarias cuyo sentido y alcance no son cap-tados en la época de su publicación, sino largo tiempo después, cuando cambios en el ambiente intelectual o mu-danzas en la sensibilidad general actualizan lo que el autor, con genial intuición, puso en ellas y que sus contemporá-neos, menos perspicaces, no alcanzaron a penetrar. Así su-cedió con la obra presente. Cuando salió a luz en 1846, lectores y críticos vieron en ella un relato en que un tema que les era familiar venía revestido de extravagante sin-gularidad. En todo caso, quedó frustrada la esperanza de Dostoyevski de que esta su segunda novela sirviera para consolidar el renombre que le había procurado la prime-ra, Pobres gentes, publicada también en 1846.
Lo familiar de El doble era la reaparición de uno de los tipos favoritos de Gogol, escritor a quien tanto debe el temprano Dostoyevski en materia de ficciones nove-lescas: el del funcionario público (chinovnik) de modesta o ínfima categoría que se esfuerza por salvaguardar un mínimo de dignidad y amor propio ante una burocracia que ve en sus servidores sólo un conjunto de nombres y puestos en un desalmado escalafón. El protagonista de El doble, Yakov Petrovich Goliadkin, es ejemplo cabal de ese tipo de funcionario. Consciente de su «grado» (chin) oficial y desdeñoso de las limitaciones que conlleva, aspira a zafarse de ellas en el plano social, sin percatarse de que en el sistema en que vive «persona» y «función» son equivalentes. En el medio social se alcanza el nivel que corresponde al «grado» que se tiene en el escalafón. En alguna medida esta equivalencia es propia de todas las burocracias gubernamentales, y así lo hicieron cons-tar otros maestros del realismo literario como Balzac y Galdós. Pero fue rasgo acentuado de la burocracia que implantó en Rusia Pedro el Grande y que Nicolás I llevó al máximo de mecánica rigidez.
Ahora bien, una vez sentada la coincidencia tipológica con Gogol, las divergencias entre los dos escritores re-sultaban tan profundas que no podían menos de despis-tar a aquellos lectores y críticos empeñados en ver en El doble sólo una malograda y aun perversa imitación de Gogol. Aunque ambos escritores hacían hincapié en la deshumanización del chinovnik, Gogol procedía desde fuera, según un método reductivo consistente en tomar la parte por el todo: el personaje gogoliano se fragmenta en nombre cómico, rasgo facial, gesto, muletilla, artículo de vestir, etc., y cada fragmento adquiere sustancialidad tan vigorosa y autónoma que a menudo nos olvidamos de que es sólo un retazo de caracterización que ha veni-do a suplantar a la caracterización total. Dostoyevski pro-cede a la inversa: su personaje crece y se ensancha desde dentro, según un arbitrio que le empuja a rebasar el cau-ce del yo convencional y derramarse por su contorno vital, convertido así en aditamento inseparable de la persona-lidad. Ese arbitrio es la virtud expansiva de la palabra. Desde sus comienzos como escritor, Dostoyevski hace que sus personajes vivan y se desarrollen —también que se destruyan— hablando, consigo mismos o con otros, razo-nando, delirando, disputando, soñando dormidos o despier-tos. Delirando sobre todo en la obra que nos ocupa. Go-liadkin, cuyo trastorno mental es evidente desde su primera aparición, se va sumiendo gradualmente en un mundo de su propia hechura, en el que se siente perse-guido y acosado por «enemigos» ante quienes se enso-berbece o se humilla para dar al traste con sus aviesos propósitos. Del contraste entre la fantasía demencial de Goliadkin y la realidad presunta deriva la índole grotesca del relato. Y decimos «realidad presunta» porque sólo al-canzamos a entreverla, medio velada como está siempre por las alucinantes interpretaciones del protagonista.
Para neutralizar la simpatía que el lector pueda sentir inicialmente por el protagonista, Dostoyevski inyecta en su personaje inequívocas taras morales. Goliadkin no es una víctima inocente, condenada a la insania por un des-tino adverso. Es soberbio, ambicioso y taimado. Su rebe-lión contra el orden establecido está motivada por el afán de hacerse pasar por lo que no es: por hombre de mundo, rico, distinguido, respetado y admirado de todos. Como tal, aspira secretamente a ascender en su carrera y aun obtener la mano de la hija de su jefe. Cuando su ambición se ve frustrada al ser expulsado del baile con que éste celebra el cumpleaños de aquélla, la mente desquiciada de Goliadkin «inventa» un doble que vendrá a encarnar paródicamente muchos de sus propios defectos y algunas de sus aspiraciones inconfesadas, y de paso a cosechar algunos de los triunfos que a él le son negados. El impos-tor, en suma, da vida imaginaria a otro impostor, con el que trata inútilmente de reconciliarse y que acabará por destruirle.
El tema del doble, caro a los románticos, había sido tratado en particular por Gogol y Hoffmann. Pero fue Dostoyevski quien descubrió en él todas sus espeluznan-tes —trágicas al par que grotescas— posibilidades, lo que explica en parte la perplejidad de sus lectores y críticos contemporáneos. Era necesario llegar al siglo XX, a Kafka y la psicopatología moderna para comprender el alcance de las intuiciones de Dostoyevski en materia de esquizofrenia. En todo caso, el tema del desdoblamiento de la personalidad fue la «idea seria» —así la llamó— que vino a su encuentro al inicio mismo de su carrera como escritor. Goliadkin fue sólo el primero en una serie de personajes «desdoblados» en la que hay que incluir andando el tiempo al «hombre subterráneo», Versilov, Stavrogin, Ivan Karamazov.

JUAN LÓPEZ-MORILLAS

Agosto 1983.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Neopolicial latinoamericano: el triunfo del asesino Francisca Noguerol Jiménez.


Neopolicial latinoamericano: el triunfo del asesino
Francisca Noguerol Jiménez
Universidad de Salamanca

El género policial, como todos los géneros, vive de la continua y delicada infracción de sus leyes.
Jorge Luis Borges
Ésta es la historia de una transgresión: la de la narrativa policial en los países americanos de habla hispana, que comenzaron importando el modelo anglosajón a finales del siglo XIX para teñirlo de cualidades metafísicas en los años cuarenta, humanizarlo en los cincuenta y, finalmente, desembocar en el neopolicial, demostración fehaciente de que la teoría de los géneros resulta especialmente interesante cuando se violan las fórmulas.
En las siguientes páginas abordaré específicamente los temas y estrategias del neopolicial. Desde el prefijo de su denominación -popularizada por autores tan reconocidos como el mexicano Paco Ignacio Taibo II o el cubano Leonardo Padura Fuentes-, el término subraya la novedad de su propuesta. Cultivado desde los años setenta en países como México, Argentina, Cuba y Brasil,(1) se ha constituido desde la segunda mitad de los ochenta en referente genérico indispensable y hoy en día permea buena parte de los textos producidos en América Latina.(2) Para reconocer su originalidad, nada mejor que remontarse a su prehistoria o, lo que es lo mismo, recorrer los orígenes del policial transatlántico.
El reinado del whodunit
Traducciones y enigma

Encontramos los primeros testimonios de relatos de misterio en algunas traducciones de Edgar Allan Poe fechadas a finales del siglo XIX y localizadas en el Cono Sur, región especialmente receptiva a las novedades literarias extranjeras. La decisiva impronta del escritor estadounidense explica la predilección de sus vecinos meridionales por el cuento frente a la novela y su reproducción del esquema del whodunit o novela de enigma, inventado por Poe pero canonizado en Gran Bretaña por autores como Gilbert K. Chesterton, Agatha Christie y Arthur Conan Doyle.
El whodunit, que se plantea desde su propia acepción como una pregunta sin resolver(3) y posee una estructura bien definida: el detective, amateur pero bastante más perspicaz que la policía, descubre las claves del misterio que investiga a distancia -a veces, en un espacio cerrado- gracias a su insólita capacidad deductiva. Asume el descubrimiento del criminal por el desafío que este hecho supone, sin que le importe el contexto social que ha motivado el delito o el castigo del mismo. El delincuente es admirado por su inteligencia -el asesinato puede llegar a ser considerado, como ya señalara De Quincey, “una de las bellas artes”-, y se produce una identificación clara entre él y su perseguidor para que este último consiga desenmarañar la trama. Al final, el orden burgués se restablece con el triunfo de la verdad y la aplicación de la ley. Se trata por consiguiente de una literatura concebida como juego riguroso, elusiva de la realidad y carente de psicologismo.
Los primeros cultores latinoamericanos de narrativa policial fueron conscientes de la escasa consideración literaria del género, lo que los llevó a ocultarse bajo seudónimo o a escribir sus obras a cuatro manos. Aislados entre sí, publicaron con frecuencia en periódicos de corta tirada y no se enorgullecieron de unos textos que ellos mismos consideraban menores. Entre ellos destacan Raúl Waleis -seudónimo de Luis Vicente Varela, autor de La Huella del Crimen (1877), primera novela policial en lengua española-, Paul Groussac -“La pesquisa” (1884)- y Eduardo L. Holmberg -“La bolsa de huesos” (1896)-. En Argentina publicarán también dos uruguayos: Horacio Quiroga -“El crimen del otro” (l904)- y Vicente Rossi, que reúne sus relatos en Casos policiales (l912). Ese mismo año el chileno Alberto Edwards comienza a editar un folletín seriado sobre Román Calvo, detective denominado ya en la portada de sus diferentes casos como “El Sherlock Holmes chileno” y claro deudor, por tanto, del personaje de Conan Doyle.

Parodia y policial metafísico

En la década del cuarenta se producen rupturas de la fórmula clásica gracias a Jorge Luis Borges. Defensor del modelo del whodunit -es conocido su rechazo a la inserción de la realidad en la literatura-, Borges amplió las posibilidades de la fórmula al parodiarla en sus relatos conjuntos y teñirla de cualidades metafísicas en los que publicó en solitario. Defensor encendido del género, sus múltiples reflexiones sobre el mismo se remontan a los años treinta -“Leyes de la narración policial” apareció en la revista Hoy Argentina en 1933- y se despliegan a lo largo de la siguiente década. Este hecho le valió ser considerado una mala influencia entre las nuevas generaciones, lo que subraya humorísticamente Pablo Brescia en “Borges, el policial y la teoría del cuento: la verdad sobre el caso del corruptor de menores” (Brescia, 2003: 12).
En efecto, Borges fue responsable de la colección “Séptimo Círculo”, que difundió por América Latina a los principales autores policiales a través de la editorial Emecé y que explica revisiones argentinas del whodunit tan destacadas como La muerte baja en el ascensor (1954), de María Angélica Bosco; “Los que aman odian” (1946), de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares; El estruendo de las rosas (1948), de Manuel Peyrou, o Rosaura a las diez (1955), de Marco Denevi.
Asimismo, junto con Bioy Casares y bajo el seudónimo Honorio Bustos Domecq publicó Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), relatos en los que un barbero injustamente encarcelado se entretiene resolviendo casos de los que tiene noticia a través de los diarios vespertinos.(4) Como descubre el apellido del inusual detective, los problemas suponen una revisión paródica del modelo en todos sus componentes: frente a los infalibles sabuesos anglosajones, Parodi es claramente argentino -bebe mate, juega baraja- y se muestra limitado en sus capacidades, pues no puede descubrir por qué fue encerrado en prisión.(5)
Fascinado por el orden y el rigor racional que requiere el género, Borges hizo converger el discurso filosófico y la ficción policial en “La muerte y la brújula” y “El jardín de los senderos que se bifurcan”, relatos incluidos en Ficciones (1944). Con ellos inició la corriente metafísica en la narración detectivesca, por la que incluyó en sus tramas meditaciones sobre la esencia del hombre, los límites del conocimiento y las fronteras entre realidad y ficción. Como señaló Ernesto Sábato en Uno y el universo (1945): “A Borges le gusta confundir al lector: uno cree estar leyendo un relato policial y de pronto se encuentra con Dios o con el falso Basílides” (Sábato, 1996: 34).
En ambos textos el criminal es concebido como un individuo de capacidades extraordinarias, creador de una sofisticada red de signos en la que el detective queda atrapado. Este último se descubre como hermeneuta fallido: imagina una trama errónea en la que, paradójicamente, termina envuelto por su oponente, quien lo sabe leer en todo momento y va un paso por delante de su deducción. De este modo, las leyes del policial se invierten: el detective fracasa al imaginar una explicación que lo lleva finalmente a la muerte, convirtiéndose en el cazador cazado. Como consecuencia, se produce el triunfo del asesino y se difuminan los límites entre vida y literatura, autor y lector de policiales. (6)

La novela del procedimiento

En los años cuarenta el interés por los textos de misterio ya no se circunscribe al Cono Sur. México -que recibe desde 1944 los libros de “Séptimo Círculo”- cuenta para la difusión del género con la editorial Albatros y la revista Selecciones policiacas y de misterio, fundada por Antonio Helú. Al igual que los argentinos Borges o Sábato reflexionan sobre el modelo policial -este último en su novela corta El túnel (1948) y en el libro de ensayos Heterodoxia (1953)-, importantes autores mexicanos escriben acerca del whodunit. Es el caso de Alfonso Reyes -“Sobre la novela policial” (1945), “Algo más sobre la novela detectivesca”- (1959), Xavier Villaurrutia -que dedica un prólogo elogioso a La obligación de asesinar (1946), de Helú- o María Elvira Bermúdez, defensora a ultranza de la fórmula de enigma y autora de una antología del género fechada en 1955.
Desde el punto de vista literario destaca por su ambivalencia moral el personaje de Máximo Roldán, ladrón metido a detective ideado por Helú que, como nuevo Vidocq, gana la partida a la policía al resolver los casos pero manteniéndose siempre fuera de la ley. Por su parte, Rodolfo Usigli cuenta en Ensayo de un crimen (1944) la historia de un asesinato que, a pesar de ser aclarado por un escéptico ex inspector de la policía, queda impune. La novela se permite por primera vez la crítica a las clases altas de la sociedad -tan aburridas como para imaginar un crimen gratuito- y el reflejo de la psicología de los personajes.
Se abre así en el whodunit latinoamericano una vía para la novela de procedimiento, descendiente del roman policier -especialmente de Simenon- y en la que interesa sobre todo el aspecto humano de la investigación. Los representantes de la ley -que se apoyan en el sentido común y el conocimiento del medio para realizar sus pesquisas- ganan en sentido del humor y pierden solemnidad. Así se aprecia en muchos de los detectives retratados en la revista argentina Vea y Lea, representados entre otros por don Frutos Gómez, de Velmiro Ayala Gauna -Los casos de don Frutos Gómez (1955), Don Frutos Gómez el comisario (1960)- y el ya retirado Laurenzi, de Rodolfo Walsh -La máquina del bien y del mal (1992)-, que resolvió crímenes en la citada revista entre 1956 y 1961.
Hacia un nuevo canon: del hard boiled al neopolicial

En América Latina los años sesenta se vieron definidos por el triunfo de la revolución cubana y la consiguiente defensa de la utopía socialista, el compromiso y unas ideas libertarias que alcanzarían su punto álgido en 1968. Sin embargo, el optimismo colectivo se vio truncado ese mismo año, que conoció la terrible matanza de estudiantes en Tlatelolco por parte de las fuerzas gubernamentales mexicanas.
La represión se intensificó en los setenta y ochenta, lo que ocasionó la emergencia de sangrientas dictaduras, la sucesión de guerras civiles -francas o encubiertas- y la paralización generalizada de la vida intelectual en numerosos países, donde algunos intelectuales morían en la lucha armada mientras otros sufrían prisión, tortura o exilio. Se produjo así el derrumbe de los antiguos ideales y un proceso generalizado de desencanto ante la frustración de las antiguas expectativas, agravado tras la caída del muro de Berlín por el descubrimiento de las fisuras del castrismo y el triunfo global de las doctrinas neoliberales.
En esta nueva época, definida con el controvertido rótulo de posmoderna, se produce desde el punto de vista literario la revisión de las historias oficiales, el rechazo de los frescos narrativos y el recurso a la polifonía textual, estrategias con las que se intenta reflejar una realidad tan caótica como diversa. En el ámbito académico, la reivindicación de la cultura de masas en disciplinas como la sociología de la literatura y la semiótica conlleva el reconocimiento definitivo de los considerados hasta este momento géneros menores o Trivialliteratur, entre los que se incluye la narrativa policial.(7) Este hecho explica la orgullosa consideración del modelo implícita en las siguientes palabras de Mempo Giardinelli:
La moderna literatura negra, que alcanza ya una cierta dimensión filosófica, se propone indagar en la condición humana, demuestra una sólida formación clásica en muchos autores, es original, audaz y últimamente hasta experimental. Por otra parte, en sus mejores expresiones, la literatura negra es una radiografía de la llamada civilización, tan eficaz y sofisticada como inhumana y destructora. Es un medio tan bueno como cualquier otro para comprender, primero, y para interrogar, después, el mundo en que vivimos (Giardinelli en Kohut, 1990: 173).
Los escritores de los setenta o generación del postboom, entre los que se encuentra la plana mayor del neopolicial,(8) recelan de los discursos autoritarios y se refugian en la cotidianeidad. Enemigos de la experimentación que caracterizó la literatura del boom, privilegian en sus textos los nuevos realismos. Al poseer un espíritu de grupo que contrasta con el sesgo individualista predominante en la vida literaria -no en vano la Semana Negra de Gijón, coordinada por Taibo II, es definida por sus participantes como “una fiesta entre amigos”- han mantenido relaciones muy estrechas con los cultores del género en la Península Ibérica -en especial, Manuel Vázquez Montalbán-, con quienes comparten planteamientos ideológicos y estéticos.
Desde el punto de vista ideológico se definen como hijos del 68, militantes de izquierda durante su juventud pero desencantados con la evolución de los tiempos. Giardinelli resume su espíritu cuando el protagonista de Qué solos se quedan los muertos (1985) se pregunta obsesivamente: “Qué nos había pasado a los argentinos de mi generación? ¿Cuál era nuestra culpa?” (Giardinelli, 1986: 114-115).(9) Esta conciencia de fracaso se aprecia en títulos como los de las novelas argentinas Triste, solitario y final (1973), de Osvaldo Soriano, tomado de El largo adiós chandleriano; Últimos días de la víctima (1979) y Ni el tiro del final (1981), de José Pablo Feinmann (donde se recupera el verso de tango “Ni el tiro del final te va a salir”); y Manual de perdedores 1 y 2 (1985 y 1987), de Juan Sasturain. Así se explican también No habrá final feliz (1989), de Taibo II, y Perder es cuestión de método (1997), del colombiano Santiago Gamboa.
Sin embargo, la conciencia de fracaso no les impide defender la literatura comprometida, lo que explica que Taibo II considere el neopolicial con las siguientes palabras: “Es que siento que es la gran novela social del fin del milenio. Este formidable vehículo narrativo nos ha permitido poner en crisis las apariencias de las sociedades en que vivimos. Es ameno, tiene gancho y, por su intermedio entramos de lleno en la violencia interna de un Estado promotor de la ilegalidad y del crimen” (Scantlebory, 2000: 2).
Como consecuencia de esta actitud, los escritores neopoliciales rechazan los fundamentos conservadores del whodunit para decantarse por el hard boiled o novela negra norteamericana, iniciada por Dashiell Hammett, canonizada por Raymond Chandler y definida por Giardinelli como “la narrativa de acción y de suspenso originada en los Estados Unidos durante los años ’20, que enfoca la temática del crimen de un modo realista y con marcados tintes sociopolíticos” (Giardinelli en Kohut, 1990: 171).
El solitario detective del hard boiled recorre la Norteamérica de la Ley Seca, la Depresión y los gangsters, un mundo convulso en el que impera la corrupción. Rechazado por los ineptos agentes de la ley, este cowboy de una degradada épica urbana se mueve cómodamente en los ambientes marginales. Para desenmarañar las tramas recurre a su conocimiento de las miserias humanas, su intuición y, por encima de todo, a su profundo cinismo. Escéptico ante cualquier forma de autoridad y fiel a su propio código de honor, resuelve los delitos recurriendo sin empacho a la violencia para concluir, de forma bastante pesimista, que “el hombre es un lobo para el hombre”.
Los autores latinoamericanos se sintieron atraídos por esta arquetípica figura y admiraron, asimismo, el lenguaje desacatado del hard boiled, la plasticidad de sus escenas -canonizadas por el Hollywood expresionista de los años cuarenta- y su amenidad, conseguida a través de la acción continua, los agudos diálogos y el reflejo veraz de los diferentes estratos sociales.
Habitualmente se considera 1976 como punto de partida del neopolicial, ya que en ese año se publicaron dos novelas mexicanas paradigmáticas del género: Días de combate (1976), de Taibo II, primer caso protagonizado por el detective Héctor Belascoarán Shayne, y En el lugar de los hechos, de Rafael Ramírez Heredia.(10) En Argentina resulta fundacional “La loca y el relato del crimen”, relato de Ricardo Piglia incluido en Nombre falso (1975) en el que el autor -gran impulsor del género a través de sus críticas y de la reconocida colección “Serie Negra”- conjuga sus conocimientos lingüísticos con una trama de extrema complejidad.
Ganador en múltiples ocasiones del Premio Dashiell Hammett y traducido a numerosos idiomas, el carismático Taibo II se define como un rebelde capaz de utilizar a Ernest Hemingway como personaje -en Retornamos como sombras (2001), curiosamente coetánea de la novela de Padura Adiós, Hemingway (2001)- o de escribir a cuatro manos junto al subcomandante Marcos Muertos incómodos (2005), publicada por primera vez siguiendo la mejor tradición del folletín en el periódico La Jornada. Su enumeración de los rasgos del neopolicial resulta esclarecedora:
(...) Caracterización de la policía como una fuerza del caos, del sistema bárbaro, dispuesta a ahogar a los ciudadanos; presentación de un hecho criminal como un accidente social, envuelto en la cotidianidad de las grandes nuevas ciudades; énfasis en el diálogo como conductor de la narración; gran calidad en el lenguaje, sobre todo en la construcción de ambientes; personajes centrales marginales por decisión (Taibo II, 1979: 40).
Teniendo en cuenta sus palabras, adentrémonos ya en el peculiar universo de estas obras para comentar sus rasgos más destacables.

La impronta de la realidad

El interés por reflejar la realidad explica la clara oralidad de unos textos que retratan a los personajes a través de sus idiolectos. Así se explica, por ejemplo, que la narrativa escrita por argentinos exiliados en México durante los años de la Guerra Sucia -Mempo Giardinelli, Rolo Díez, Miriam Laurini o Miguel Bonasso entre otros- fuera conocida como argenmex, ya que mezclaba en sus páginas giros idiomáticos de los dos países.
Las huellas del new journalism se hacen igualmente patentes en estos autores, que combinan en muchos casos el trabajo periodístico con la literatura y que suscriben las ideas expresadas por un personaje de Taibo II en Sintiendo que el campo de batalla (1988):
El periodismo es la última pinche barrera que nos impide caer en la barbarie. Sin periodismo, sin circulación de información, todos levantaríamos la mano cuando el big brother lo dijera. (...) Es la mejor literatura, porque es la más inmediata. Es la clave de la democracia real, porque la gente tiene que saber qué está pasando para decidir cómo se va a jugar la vida (Taibo II, 2000: 69).
Estos planteamientos redundan en la profusión de neopoliciales basados en crímenes reales, escritos a partir de documentos tan diversos como los testimonios grabados, las crónicas periodísticas o los noticieros televisivos. Así, a la manera del Capote de A sangre fría (1966), Rodolfo Walsh se permite radiografiar la sociedad que permitió los asesinatos recreados en Operación masacre (1957) y ¿Quién mató a Rosendo? (1968), estela seguida con excelente humor negro por el mexicano Jorge Ibargüengoitia -Las muertas (1977), Dos crímenes (1979)-,(11) con grandes dosis de cinefilia por el nicaragüense Sergio Ramírez -Castigo divino (1988)-, y recuperada por García Márquez en Noticia de un secuestro (1996), sorprendente crónica del reinado de Pablo Escobar en Colombia tramada a partir del secuestro de Maruja Panchón de Villamizar.

La relegación del enigma a un segundo plano

El neopolicial privilegia el reflejo del contexto social y, como consecuencia, deja el misterio por resolver en un segundo plano. Ya lo señala José Daniel Fierro, el escritor metido a policía que protagoniza La vida misma (1988):
[El neopolicial] Es una novela de crímenes muy jodidos, pero lo importante no son lo crímenes, sino (como en toda novela policíaca mexicana) el contexto. Aquí pocas veces se va a preguntar uno quién los mató, porque el que mata no es el que quiere la muerte. Hay distancia entre ejecutor y ordenador. Por lo tanto, lo importante suele ser el porqué (Taibo, 1988: 144).
Así, las novelas de Mempo Giardinelli -Luna caliente (1983), Qué solos se quedan los muertos (1985)- giran esencialmente en torno al tema de la culpa y el castigo. Del mismo modo, Luisa Valenzuela elige como protagonista de Novela negra con argentinos (1990) a un exiliado político que comete un asesinato gratuito y a lo largo de la trama intenta desentrañar las causas de su irracional conducta, provocada por el clima de violencia sufrido durante los años del Proceso.
Un grupo nutrido de novelas centra su atención precisamente en denunciar el horror vivido bajo la dictadura. Es el caso del chileno Ramón Díaz Eteroviç, quien aborda el tráfico de hijos de desaparecidos en Nadie sabe más que los muertos (1993). Del mismo modo, Omar Prego retrata el Uruguay de los militares en Ultimo domicilio conocido (1990), Para sentencia (1994), Nunca segundas muertes (1995) e Igual que una sombra (1998), novelas que denuncian cómo la pesadilla de aquellos tiempos aún se hace sentir en el país.

Ley y sociedad, responsables del crimen

En el neopolicial se acentúa la desconfianza en la ley que ya se adivinaba en el hard boiled estadounidense. Frecuentemente recurre a temas de actualidad para denunciar la corrupción de un sistema irremediablemente podrido, en el que jueces y políticos actúan en connivencia con los criminales. Así se entiende que Miguel Bonasso -víctima de varios atentados por sus valientes denuncias- aborde en Don Alfredo (1999) la extraña muerte de un empresario que practicaba negocios ilícitos al amparo del menemismo. Igualmente, el peruano Alonso Cuento ambienta Grandes miradas (2003) en la dictadura fujimontesinista para desvelar la extrema corrupción a que llegó este gobierno en sus últimos meses, mientras el venezolano Marcos Tarre Briceño sitúa Bala Morena (2004) en la frontera de su país con Colombia para bucear en las intrincadas relaciones entre guerrilla, narcotráfico y poder político.
Si el hard boiled nos enseñó que el motor del delito es el dinero, el neopolicial considera las diferencias sociales como su motivación esencial. En este sentido son numerosas las novelas que, como American Visa (1994) -del boliviano Juan de Recacoechea- o Linda 67. Historia de un crimen (1995) -del mexicano Fernando del Paso- contraponen el american dream a la realidad del subcontinente, demostrando los extremos de violencia a los que se puede llegar por conseguir una vida mejor al otro lado de la frontera.
El reflejo de la cultura de masas

El último tercio del siglo XX se ha caracterizado por el asentamiento definitivo de los mitos de la cultura de masas en la sociedad. Este hecho ha provocado la aparición de nuevas identidades desterritorializadas en torno a la música popular, el cine, el comic o la telenovela, que han unido a los seres humanos en una cultura sin fronteras. Los autores del neopolicial, conscientes de que manejan una fórmula menospreciada durante buena parte del siglo XX, recurren sin pudor a temas y técnicas de otros géneros ninguneados por la alta cultura para obtener resultados tan originales como cercanos al lector.
Neopolicial y cine gozan de excelentes relaciones debido a la impronta marcada en la literatura por las películas estadounidenses de los años cuarenta y, en menor medida, por las francesas de los setenta. Este hecho, sumado a los numerosos escritores que trabajan en la industria fílmica -ya sea como guionistas, montadores o directores-, explica la publicación de novelas plagadas de referencias cinematográficas como The Buenos Aires Affair (1973), de Manuel Puig, llevada a la pantalla por Wong Kar Wai -Happy together (1997)- en una parábola que demuestra los estrechos vínculos existentes entre ambas expresiones artísticas; Los asesinos las prefieren rubias (1974), del también argentino Juan Carlos Martini, parodia del cine negro, el cómic y el mundo del jazz que relata la investigación del asesinato de Marilyn Monroe por parte de un inspector de policía apellidado significativamente Sinatra; o la citada Castigo divino, de Sergio Ramírez, donde se refleja cómo la llegada del cine revoluciona la vida de una ciudad de provincias en los años cuarenta.(12)
Siguiendo la estela de las artes visuales el comic, tan cercano a la narrativa policial desde los míticos cuadernillos de Black Mask, se encuentra en la base de novelas como Manual de perdedores 1 y 2, de Juan Sasturain, quien comparte el ejercicio de la literatura con su trabajo como guionista de historias gráficas.
Por su parte, la música popular resulta esencial en títulos como De tacones y gabardina (1996), de Rafael Ramírez Heredia, conjunto de relatos a ritmo de chachachá, danzón, bolero o corrido; Boleros en la Habana (1994), del chileno Roberto Ampuero y, en esta misma línea, en La neblina del ayer (2005), de Leonardo Padura, investigación de un asesinato en la Cuba prerrevolucionaria en la que se adivina un implícito homenaje al Cabrera Infante de Tres tristes tigres (1964).

La primacía de “los otros” en la trama

Frente al modelo clásico, que privilegia la figura del detective, el neopolicial ha incorporado a las tramas los puntos de vista del criminal y la víctima. Siguiendo la estela del Ripley de Patricia Highsmith, los asesinos ocupan un lugar protagónico en las fascinantes novelas del salvadoreño Horacio Castellanos Moya -Baile con serpientes (1996), La diabla en el espejo (2000), El arma en el hombre (2001), Donde no estén ustedes (2003)-. Resulta especialmente interesante el juego de espejos por el que los personajes pasan de víctimas a victimarios, como ocurre con las protagonistas de Cómo triunfar en la vida (1998), fascinante conjunto de relatos de la argentina Angélica Gorodischer, o con el camaleón ideado por su compatriota Raúl Argemí en Penúltimo nombre de guerra (2004).
Pero los perdedores también pueden contar la historia, papel que suele ser ocupado, generalmente, por personajes femeninos. Es el caso de las mujeres que, con evidente humor negro, cuentan cómo no pudieron hacer nada contra sus agresores en Pasión de historia y otras historias de pasión (1987), de la portorriqueña Ana Lydia Vega, o de la protagonista de El año del laberinto (2000), convertida en fantasma por la costarricense Tatiana Lobo hasta que descubre las razones de su asesinato.
Atención aparte merece la práctica del policial etnológico. Encontramos un ejemplo de esta corriente en Un viejo que leía novelas de amor (1992), de Luis Sepúlveda, relato amazónico de claros tintes ecológicos; el también chileno Bartolomé Leal (seudónimo) urde tramas localizadas en lugares tan diversos como Kenya o Bolivia -Linchamiento de negro (1994), Morir en La Paz (2003)-, en las que los detectives defienden a los más desfavorecidos de acuerdo con la raza a la que pertenecen -el primer caso es resuelto por un investigador mulato- y con las injusticias imperantes en el país.
Intertextualidad y metaficción

Como ya señalamos arriba, la parodia de la fórmula policial ha continuado vigente desde los años cuarenta a nuestros días. En estos textos los juegos intertextuales resultan cada vez más evidentes, como lo demuestran los títulos Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975), publicado en forma de folletín por el uruguayo Mario Levrero; “¿Quién mató a Agatha Christie?”, relato del mexicano Vicente Leñero recogido en Cajón de sastre (1981); o La pesquisa (1994), revisión del cuento homónimo de Groussac a cargo del argentino Juan José Saer.
Los autores de narrativa policial pasan a convertirse en personajes de unos textos que demuestran hasta qué extremos ha llegado su mitificación. Si Díaz Eteroviç presenta como lúcido compañero del detective Heredia a un gato llamado Simenon, su compatriota Marcela Serrano plantea en Nuestra Señora de la Soledad (1999) el caso de una escritora de novelas policiacas que desaparece sin dejar rastro, muy similar a la anécdota que protagonizó Agatha Christie en su juventud.
Mucho más radical resulta la apuesta del uruguayo Hiber Conteris, quien en El diez por ciento de vida (1985) imagina la investigación del asesinato del agente literario de Raymond Chandler llevada a cabo por Philip Marlowe, detective presente en numerosos argumentos neopoliciales. En la novela, que une la criatura de ficción -Marlowe- con su creador -Chandler- se incluyen dos largas conversaciones entre este último y otros autores sobre los posibles modelos de novela policial, el valor del género y de su propia obra.
En la misma línea metaficcional, que explica por qué los más reconocidos detectives latinoamericanos se confiesan escritores frustrados del género, el boliviano Edmundo Paz Soldán cuenta en Río fugitivo (1998) la historia de un adolescente que plagia famosos argumentos policiacos para divertir a sus amigos, con lo que expone en sus páginas el proceso de escritura del hard boiled.

Tramas literarias

En los últimos años se repiten las tramas en las que los críticos literarios actúan como detectives. Ya lo señaló Ricardo Piglia en uno de sus ensayos:

A menudo veo a la crítica como una variante del género policial. El crítico como detective que trata de descifrar un enigma aunque no haya enigma. El gran crítico es un aventurero que se mueve entre los textos buscando un secreto que a veces no existe. Es un personaje fascinante: el descifrador de oráculos, el lector de la tribu (Piglia, 2001: 53).
La pasión por el lenguaje explica que éste sea el verdadero protagonista de Respiración artificial (1980) o La ciudad ausente (1992), de Piglia. En esta línea, el peruano Carlos Calderón Fajardo cuenta en La conciencia del Límite último (1990) la odisea de un cronista de policiales obligado a inventar muertes horrendas para sobrevivir e inmerso en un laberinto que sólo se explica a la luz del pensamiento de Wittgenstein.
Otros autores hacen gala de su reconocida bibliofilia y urden tramas en las que los críticos actúan de detectives para localizar escritores desaparecidos. Es el caso del magnífico Roberto Bolaño -Los detectives salvajes (1998), 2666 (2004)- (13) y de su compatriota Sergio Gómez -La obra literaria de Mario Valdini (2002).
La escurridiza verdad

El neopolicial rechaza el concepto de verdad unívoca para defender las explicaciones a pequeña escala, las únicas admisibles en una época que Nathalie Sarraute ha calificado acertadamente como edad de la sospecha. Los antecedentes de este pensamiento en la narrativa policial latinoamericana están claros: Borges ya planteó la posibilidad de que el detective reconstruyera el crimen de forma errónea; por su parte, el mexicano Vicente Leñero imaginó en Los albañiles (1969) un asesinato imposible de resolver porque cada uno de los implicados contaba una versión tan diferente como posible de lo sucedido.
Así, si Juan Sasturain elige como epígrafe para la primera parte de su Manual de perdedores la expresión “un cachito de verdad”, el mexicano Sergio Pitol escribe en el prólogo a El desfile del amor (1984): “La verdad, la verdadera verdad de la verdad difícilmente está a nuestro alcance” (Pitol, 1984: 9)-.(14) Quince años después, su compatriota Jorge Volpi demuestra cómo la propia ciencia refuta el concepto de verdad a través de la sofisticada trama de En busca de Klingsor (1999)

Cuba, un caso aparte

Terminamos nuestro recorrido haciendo una mención especial a Cuba, país que, por sus especiales circunstancias históricas -triunfo de la revolución en el 59, embargo estadounidense, aislamiento del resto de los países-, cuenta con una trayectoria específica del género, denominado en la isla desde los años setenta novela policial revolucionaria o de contraespionaje y apoyado por el régimen de forma entusiasta.
Esta narrativa, potenciada durante dos décadas a través de editoriales, premios literarios, revistas y ediciones de las obras en grandes tiradas, tiene como punto de partida la aparición de la novela Enigma para un Domingo (1971), de Ignacio Cárdenas Acuña. En vista de que los textos son fácilmente utilizables como instrumentos de propaganda ideológica, a partir de este momento se instauran una serie de preceptos para el modelo policial que, si bien no dañan a las mejores novelas -No es tiempo de ceremonias (1974), de Rodolfo Pérez Valero; El cuarto círculo (1976), de Luis Rogelio Nogueras y Guillermo Rodríguez Rivera (1976); Joy (1977), del uruguayo Daniel Chavarría- perjudican notablemente a las que vendrán después, convertidas en simples repeticiones de una fórmula en la que la resolución del asesinato es lo de menos. Los clichés están servidos: dos o más investigadores -nunca uno solo para evitar el individualismo capitalista- son ayudados por representantes idealizados del pueblo -viejecita chismosa pero amable, trabajador valiente y comprometido- para luchar contra los enemigos contrarrevolucionarios que, con la complicidad de sus familiares en el extranjero, planean derrocar el régimen. Al final, la revolución triunfa y los malos fracasan en sus mezquinos intentos.
La maniquea fórmula muestra claros signos de agotamiento ya a mediados de los ochenta, cuando autores como el propio Chavarría y Justo Vasco firman novelas -Completo Camagüey (1983), Primero muerto (1986)- en las que se critica la situación del país a través de un lenguaje inusitadamente desacatado. Esta tendencia se acentúa en los años noventa, década de crisis nacional que, tras la caída del Muro de Berlín y el fin de la ayuda soviética, conoce el crecimiento del desempleo, la pérdida de confianza en el Estado, el empobrecimiento generalizado de los cubanos y, como consecuencia de ello, el auge de la prostitución y los trapicheos de todo tipo.
Esta situación será denunciada por Leonardo Padura, buque insignia del neopolicial isleño tanto por sus ensayos sobre el tema como porque sus textos han supuesto el hundimiento definitivo de la novela policial revolucionaria. A través de los casos del heterodoxo Mario Conde -Pasado perfecto (1991), Vientos de cuaresma (1994), Máscaras (1996), Paisaje de otoño (1998)- Padura refleja sin tapujos los episodios más negros en la historia de la Revolución: entre ellos, la persecución de homosexuales, los traumas ocasionados por la guerra de Angola y la corrupción de los altos cargos castristas. Su estela es seguida por autores jóvenes como Amir Valle -quien retrata descarnadamente el mundo de los chaperos en Si Cristo te desnuda (2001)- y Lorenzo Lunar, autor de la tragicómica Que en vez de infierno encuentres gloria (2003).
Llegamos así al final de un recorrido que ha demostrado la riqueza y variedad del neopolicial latinoamericano, un corpus narrativo comprometido con la realidad que, desde los años setenta hasta nuestros días, ha reflejado las facetas más oscuras de la condición humana. Contrario al whodunit y adscrito al hard boiled, el neopolicial se carga de pesimismo para denunciar la corrupción omnipresente en unas sociedades en las que triunfa, definitivamente, al asesino. Su desesperanza queda reflejada en el policía Federico, personaje de Penúltimo nombre de guerra con cuyas palabras concluyo mi exposición:
En las novelas policiales que me gustaban de chico [...] el detective, al final, juntaba a todos en el salón y develaba el misterio con una inteligencia que cortaba el aliento. Nunca me pasó, y nunca me va a pasar. [...] Sí, la vida y Agatha Christie nunca tuvieron nada que ver. Me hice policía con la cabeza llena de esos pajaritos, y terminé aprendiendo que lo único inteligente es acostar a un tipo en la parrilla, y reventarlo hasta que largue todo (Argemí, 2004: 175-176).
Notas
(1). No comento la rica producción de la zona brasileña, profundamente vinculada a la del resto del subcontinente, por limitar mi exposición a la narrativa en español.
(2). Para apreciar la evolución de las ideas sobre el género remitimos a los ensayos de Braham, Giardinelli, Lafforgue, Merivale, Nogueras, Padura, Petronio, Ponce, Simpson, Stavans, Torres, Trujillo y Yates incluidos en la bibliografía final.
(3). El término procede de la deformación de la frase “Who has done it?”, lo que explica que en español haya sido traducido como “novela de enigma”.
(4). Para un análisis detallado de los textos, cf. Readers and Labyrinths. Detective Fiction in Borges, Bustos Domecq and Eco (Hernández Martín, 1995).
(5). La estela paródica de la novela de enigma en el país llega hasta nuestros días con títulos tan refrescantes como Las partidas del juez Belisario Guzmán (2004), de Alejandro González Foerster y Lucio Yudicello.
(6). Esta red de engaños será retomada por Umberto Eco en El nombre de la rosa (1981), novela en la que el bibliotecario ciego Jorge de Burgos -obvia referencia a Jorge Luis Borges- envuelve a Guillermo de Baskerville en una intrincada trama construida a partir de las falsas deducciones del detective.
(7). Su procedencia folletinesca y cercana al pulp se aprecia en los términos giallo o noir, acepciones italianas y francesa del género que remiten al color de las tapas -amarilla y negra- de las publicaciones en que aparecían recogidas las andanzas del detective. Este hecho ha sido recuperado en las novelas de Taibo II, que mantienen en la portada el subtítulo “un nuevo caso de Belascoarán”.
(8). No obstante, el género ha sido practicado también por autores del boom a partir de los setenta. Es el caso de Carlos Fuentes -La cabeza de la hidra (1978)-, Gabriel García Márquez -Crónica de una muerte anunciada (1981), Noticia de un Secuestro (1996)- y Mario Vargas Llosa -¿Quién mató a Palomino Molero? (1986)-. El neopolicial continúa asimismo en boga entre escritores nacidos en los sesenta como Santiago Gamboa, Sergio Gómez, Edmundo Paz Soldán, Jorge Volpi o Amir Valle, mencionados a lo largo de estas páginas.
(9). Joan Resina analiza este hecho en El cadáver en la cocina: la novela criminal en la cultura del desencanto (Resina, 1997).
(10). No obstante, son muchos los que reclaman este puesto de honor para El complot mongol (1969), del también mexicano Rafael Bernal, novela de lenguaje virulento que, tras los sucesos de Tlatelolco, se atrevió a criticar el priísmo y su degradación de los ideales revolucionarios.
(11). Elzbieta Sklodowska realiza un fino análisis de estos títulos en “Transgresión paródica de la fórmula policial” (Sklodowska, 1991).
(12). El neopolicial ha sido llevado con frecuencia a las pantallas de cine. Valgan como ejemplos la reciente adaptación que Sergio Cabrera hizo de la novela de Gamboa Perder es cuestión de método (España y Colombia, 2004) o el arrollador éxito de Guillermo Arriaga con los guiones de Amores perros (México, 2000) y 21 gramos (Estados Unidos, 2003).
(13). En esta novela discurre paralelamente la investigación de los crímenes de Ciudad Juárez, denominada Santa Teresa en la ficción.
(14). El protagonista se presenta como un historiador incapaz de esclarecer un crimen del pasado a pesar de haberse agotado consultando legajos y entrevistando testigos. Al final, reconoce su fracaso con una significativa frase “Como saber he sabido muchas cosas, pero el significado se me escapa” (Pitol, 1984: 146).
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