viernes, 26 de enero de 2024

CÁTEDRA EN EL CAFÉ-WILLIAM HOPE HODGSON LA CASA EN EL CONFÍN DE LA TIERRA FRAGMENTOS





»Hay un pensamiento, para concluir, que se me impone con creciente insistencia. Y es que vivo en una casa muy extraña, en una casa espantosa. Y he empezado a preguntarme si hago bien permaneciendo aquí. Pero si me marcho, ¿adonde iré, dónde puedo encontrar la soledad y la sensación de su presencia , que es lo único que hace soportable mi vejez?

***

EL MAR DEL SUEÑO


»Durante un período considerable, después del último incidente que he relatado en mi diario, he pensado seriamente varias veces en abandonar la casa; y podía haberlo hecho, de no ser por el grande y maravilloso acontecimiento que voy a contar.

»¡Cuán certeramente me advirtió mi corazón, cuando me vine a vivir aquí, a pesar de las visiones y apariciones de seres desconocidos e inexplicables!; pues de no haber venido, no habría visto otra vez el rostro de mi amada. Porque, aunque son pocos los que lo saben, aparte de mi hermana Mary, yo he amado y, ¡ay!, he perdido lo que amaba.

»Me gustaría escribir la historia de aquellos tiempos remotos y felices; pero sería como hurgar en las viejas heridas; sin embargo, después de lo que ha sucedido, ¿qué necesidad tengo de preocuparme? Ella ha vuelto a mí desde lo desconocido. Pero es extraño que haya venido a advertirme; me ha prevenido vehementemente contra esta casa; me ha suplicado que la abandone; pero al preguntarle yo, ha admitido que no habría venido a mí de no estar yo aquí en ella. No obstante, ha seguido advirtiéndome muy gravemente, diciendo que hace mucho tiempo esta casa estuvo dedicada al mal y al poder de sus leyes horrendas, cosa que nadie sabe aquí. Y al preguntarle si volvería a mí en otro lugar, se ha limitado a guardar silencio.
***
«Gradualmente, la bruma aumentó, por así decir, de la nada. Luego, lentamente, una luz blanca, difusa, empezó a inundar de claridad la habitación. Las llamas de las velas brillaban pálidas en medio de este resplandor extraño. Miré de un extremo a otro, y descubrí que todavía podían distinguirse los muebles, pero de una manera singularmente irreal, más bien como si el fantasma de cada mesa y cada silla ocupase el lugar del objeto material.

«Mientras los miraba, los vi desvanecerse más y más, hasta que se disolvieron en la nada. Ahora miré de nuevo hacia las velas. Ante mis ojos, sus llamas desmayadas se fueron volviendo irreales, y se desvanecieron también. La habitación se había llenado ahora de un difuso resplandor blanco, como una tenue bruma de luz. Detrás de ella, me era imposible distinguir nada. Incluso las paredes habían desaparecido.

***
"¡Oh, mi vida...!", pero sin poder decir más, ahogado por la misma intensidad. Y entonces, se acercó velozmente, y me rozó, y fue como si se hubiesen abierto los cielos. Pero cuando yo tendí las manos, ella me apartó con las suyas, tiernamente firmes, y me sentí avergonzado...»

NOTA. Aquí el texto se vuelve indescifrable, debido al estado de deterioro en que se encuentra esta parte del Manuscrito. A continuación imprimo los fragmentos legibles. (El Edit.)

***

»El mundo giraba cada vez más de prisa. Ahora, cada día y cada noche duraba tan sólo unos segundos; y seguía aumentando la velocidad.

***
Me acerqué a la ventana y me 
asomé. Arriba, el río de llamas ascendía y descendía, al norte y al sur, en un danzante semicírculo de fuego. Parecía —según se me figuró de pronto— una inmensa lanzadera pasando el hilo de los años. Tan enormemente se había acelerado el tiempo, que ya no tenía sensación de desplazamiento del sol de oriente a poniente. El único movimiento perceptible era la oscilación de norte a sur del río-sol, tan rápida ahora que podía describirla como una vibración.

***

»No recordaba haber paseado por en medio de todo este polvo, desde que había despertado. Ciertamente, había transcurrido una cantidad increíble de años desde que me había acercado a la ventana; pero eso evidentemente no era nada, comparado con los incontables espacios de tiempo que, según calculaba yo, habían transcurrido mientras dormía. Ahora recordaba que me había quedado dormido en mi silla. ¿Habría desaparecido...? Miré hacia el lugar donde había estado. Naturalmente, no se veía butaca alguna. No podía saber a ciencia cierta si había desaparecido después de despertarme o antes. Si se hubiese desmoronado debajo de mí, seguramente me habría despertado al caer. Luego recordé que el espeso polvo que cubría el suelo habría bastado para amortiguar la caída, de modo que era perfectamente posible que hubiese dormido sobre el polvo durante un millón de años o más.

Lo indecente y lo enfermo en el arte [1 de Marzo de 1911] ROBERT MUSIL

 



Lo indecente y lo enfermo en el arte

[1 de Marzo de 1911]

El autor de este artículo es el escritor de ese

libro psicológicamente tan cautivador que apareció

hace varios años como obra primeriza y fue

sumamente celebrado por’la crítica más seria. Se

llamaba «Las tribulaciones del joven Torless», y

hasta hoy sigue, sin dar la talla editorial propia

de «la edad peligrosa».

Ordenar en consideración a una finalidad externa ideas que les. resultaban

conocidas hace mucho a las personas sensatas tiene algo de innegablemente

aburrido. Pero, en determinadas circunstancias, nada se le alcanzaría a uno tan

conocido como para que ya no fuera necesario repetirlo a menudo en público.

En Berlín se había prohibido a Flaubert. Alfred Kerr ya ha puesto en claro con

pocas palabras, de forma incontrovertible, que tal cosa sucedió en contra de la

ley, porque ésta dice que «la incitación sexual de una representación está

permitida cuando viene vinculada a una finalidad artística». Pero en Frankfurt

a. M. se ha prohibido también una conferencia de Karin Michaelis sobre la

edad crítica de la mujer, y en Munich, de una u otra forma, se le ha autorizado

a pronunciarla ante auditorios de uno u otro sexo exclusivamente. Imagínese

el consenso entre autoridades y opinión pública alemanas en los casos

siguientes:

Un marchante mecenas que expusiera trabajos japoneses de xilografía

donde aparecieran parejas arracimadas, enmarañadas en prodigiosos entrelazamientos,

partes de sus cuerpos que palpan el suelo como tentáculos, o se

repliegan de nuev'o como sacacorchos sobre sí mismas en el indecible vacío de

la decepción ulterior, ojos que cuelgan y giran, trémulos como burbujas, sobre

pechos inmóviles. O un artista que representara el motivo, en el fondo

puramente burgués, que los franceses, llaman fantasiosamente el beso del

monte sagrado —por ejemplo Felicien Rops en sus cartas—, y supongamos

que lo hiciera con la espalda del hombre combada de avidez canina y la amplia

indiferencia de la mujer en su indefinida búsqueda de algo. O un escritor que

describiera cómo alguien mira Jas manos temblorosas de su madre y miente,

miente, miente y dice algo apenas cierto acerca de que se le volverán cada vez

más cansadas y temblorosas, algo inventado, meramente por hacer daño. O

que describiera a una pariente próxima desnuda en la mesa de operaciones,

mordida ya por el bisturí; que lo describiera vivido al modo en que se coge a

una mujer en un accidente, casi como una cosa, y se la desnuda con ese campo

de conciencia restringido propio de las decisiones enérgicas; vivido con ese no

pensar en zonas en las que jamás se ha penetrado. Pero alguien habla —poco,

objetiva, médicamente— alguien con responsabilidad, un caballero, y ya hay

ahí algo sin movimiento, una herida, medio extraña, ahí puesta, floral, a

medias supuración sangrienta, abierta, en medio de la piel del costado pálida

por la tirantez, como una boca... Una asociación automática... besar, apretar

sobre la piel indefensa de esos labios. ¿Porqué? ¿Quién sabe? ¿Una semejanza

superficial, una nostalgia?... Una fracción de segundo, horror al respecto, y

luego otra vez órdenes y acciones rápidas. Y de repente, como un relámpago,

un ajuste de cuentas con la propia vida, al acecho de este instante casual de

debilidad desde hace tiempo, un tiempo indefinidamente largo: órdenes,

rápidas acciones también en el interior, hasta en la soledad con uno mismo esa

idiotez de la raya, de la ruta a seguir, el alma que zumba vacía en torno a lo

más sólido, agarrando hasta estrujar lo más fiable. Es un bloqueo, —vivido

quizás como una sublevación contra el profesor y contra la tiesa objetividad de

los colegas, quizás con espanto como un choque amortiguado consigo mismo,

muy hondo allá dentro en lo oscuro—, es un flamear de jirones; hojas en un

torbellino que se ha levantado: Yo, lento revolotear a la deriva, vacilante;

proximidad mortecina, lejana, semiprocesos de otro modo reprimidos y ahora

temporalmente reavivados, fragmentos de excitaciones jamás consumadas, sin

embargo sexuales, sin embargo ilícitos y presentes, sin embargo prometeicos,

que se hacen sensibles por vez primera. Y despertados a veces, por un rato,

gracias justamente al preciso y tranquilo paso de marcha de los términos

científicos, se hacen radiantes como el día, crueles, convocados a la lucha por

la existencia, hostiles y hartos ya de los tormentos que les sofocaron en la

estrechez de una convivencia anodina. Y un escritor insistiría en eso: también

una madre, una hermana, siguen siendo, desnudas, una mujer desnuda, y

quizás se vuelven tal para la conciencia tan sólo en las precisas circunstancias

que lo hagan aparecer como lo más aborrecible. Más o menos algo así, con una

inventiva mejor lograda.

En un caso fácil de juzgar, que giraba en torno a acciones cuya comisión a

nadie se le reprocharía en serio, el señor von Jagow sencillamente ha pasado

por alto la finalidad artística ligada a la imagen, que no se hallaba allí pegada

como un prospecto, sino en el valor de una compasión que vibraba luminosa

y estremecida en torno a un estilo. Pero hay casos en que, con todo el valor

humano de lo representado y todo el arte de la representación, y pese a todo

el reconocimiento que no es preciso negarles, no obstante se les niega la

finalidad artística que bastaría para justificarlos, o bien se la subordina a alguna

otra; casos cuya exclusión del terreno de lo artístico constituye hoy en día no

sólo el programa de comisarios de policía y fiscales del estado, pongamos por

caso, sino también el de revistas con pretensiones artísticas. He presentado

algunos ejemplos de ese tipo, y de ellos voy a hablar: hay cosas de las que no

se habla en la comunidad cultural alemana. N o soy el único al que tal estado

de cosas le llena de vergüenza y de cólera, y frente a él voy a defender la

posición de que el arte puede no sólo representar lo inmoral y lo aborrecible,

sino también amarlo.

Doy por sentado al respecto que desde el punto de vista social existen con

toda razón lo inmoral, lo aborrecible y lo enfermo —cosa que razonablemente

no va a negarse, en general. Pero entonces sólo hay tres posibilidades para la

afirmación antes establecida: o bien lo indecente y lo enfermo, representados

por un artista, ya no lo son en absoluto. O bien, y a excepción de los casos

en que se representan para provocar un efecto de contraste, para ser

denunciado, o cosas por el estilo, habría que aceptar que el amor que un

artista siente hacia ello es distinto de lo que en este tema se exige como

seriedad en la vida real (para ser más preciso, y no permitir ni por un instante

que alguien pegue el cambiazo encorbatado y cuele al picaro o al exaltado

comcfürtista: que la suya es una seriedad artística). O bien lo indecente y lo

enfermo tienen también en la vida, decididamente, su lado bueno.

Las tres afirmaciones son correctas en cierto sentido.

El arte puede perfectamente elegir lo indecente y lo enfermo como punto

de partida, pero a partir de ahí lo representado —no la representación, sino lo

indecente y enfermo representado— ya no es ni indecente ni enfermo. Es éste

un postulado que, prescindiendo de toda cháchara de sacristía sofcre la misión

del artista, se sigue ya de una simple consideración desapasionada de las

funciones específicas que hacen surgir la obra de arte. Gracias a ella no se

satisfacen propiamente ansias distintas de las artísticas; ésas, se pueden

satisfacer mucho más fácilmente y sin penosos rodeos en la realidad, y sólo en

la realidad se las satisface con la suficiente abundancia. Sentir la necesidad de

representar (artísticamente) significa no tener—ninguna necesidad acuciante de

satisfacción directa, aun cuando hubieran sido ansias de la vida 'real quienes

hubiesen empujado a ello. Representar algo significa representar sus relaciones

con otras cien cosas diferentes: porque objetivamente no es posible de otro

modo, porque hay algo que sólo así se puede hacer entender y sentir... lo

mismo que también el entendimiento científico surge sólo mediante una

actividad de comparación y relación, igual que surge cualquier comprensión

humana. Y aunque esas otras cien cosas fueran, una vez más, indecentes o

enfermas: las relaciones no lo son, el hallazgo de esas relaciones no lo es jamás.

N o de otra manera sucede en la ciencia; en los libros científicos se

encuentra de todo, indecencias anodinas y perversidades anatómicas cuyo

aspecto interno casi no se puede ya recomponer a partir de los elementos de

un alma sana; si uno no se deja engañar p o r ‘ enfoques tan enmascaradores

como la compasión, la obligación social o la máscara de salvador del médico

que nos lanza sus guiños, el interés por esos procesos es un interés directo,

que busca conocimiento. Y también el arte quiere saber; representa lo

indecente y lo enfermo médiante sus relaciones con lo decente y lo sano, y

esto no significa sino que así amplía su saber acerca de lo sano y lo decente.

La impresión que recibe un artista —algo a evitar, una sensación indefinida,

un sentimiento, una volición— se descompone en él, y escapados a su

paralizante contexto habitual, sus componentes alcanzan de pronto relaciones

inesperadas con objetos a menudo muy distintos, que a su vez resuenan en su

dislocación en involuntaria armonía. Así se abren caminos y se hacen estallar

masas de relaciones establecidas, así va excavando la conciencia sus vías de

acceso. El resultado no es más que una representación del proceso a describir

imprecisa aún en la mayoría de los casos, pero en torno suyo, un oscuro

resonar de afinidades anímicas, un lento desplazarse de grandes masas de

voliciones, ideas y sentimientos entrelazados. Tal es lo que sucede en realidad,

y ése el aspecto que un proceso enfermo, odioso, incomprensible o meramente

desatendido por convencionalismo, presenta en el cerebro de un artista. Pero

en esa misma forma, inserto en una cadena de relaciones, atrapado por un

movimiento que lo alza, lo arrastra consigo y lo. libera de la opresión de su

peso, es como debe aparecer también en el cerebro de quien comprende la

representación. Esa totalidad es el objeto representado, y el efecto purificador

del arte que desensualiza automáticamente debe fundarse en ello —y en

ninguna otra cosa, tampoco en una moralidad que toca la lira con la decencia

de un actor del teatro nacional—. Lo que en la realidad sigue condensado

como en una gota ardiente se ve aquí disuelto, disperso y entreverado:

bendito, humanizado. Basta haber tenido siquiera una vez entre las manos ía

obra de un enfermo para comprender la diferencia en lo producido.

Desde luego, el arte no representa de una manera conceptual, sino sensual,

no lo general, sino el caso particular, en cuyo complejo acorde resuenan

inciertas notas generales, y mientras que, ante un mismo caso, un médico se

interesa por las relaciones causales de validez general, el artista se interesa por

un contexto individual de sentimientos; el científico, por un esquema sintetizador

de lo real, el artista, por la ampliación del registro de lo que aún es posible

interiormente, y por ello el arte no es tampoco sensatez jurídica, sino otra

muy distinta. No expone las personas, emociones y sucesos a los que da forma

desde todos sus costados, x sino unilateralmente. Amar algo como artista

significa así verse estremecido no por su valor o su falta de valor último, sino

por un aspecto que'se abre de repente; en donde tiene algún valor, el arte

muestra cosas que muy pocos han visto todavía. Es conquistador, no pacificador.

Así, ve también aspectos valiosos e interrelaciones en sucesos ante los

cuales se horrorizan los demás. En la mayoría de los choques entre arte y

opinión pública, o bien no se reconocen esos valores, o bien, lo que es el caso

típico, sucede que ya el mero intento de conocerlos se ve rechazado por temor

a las circunstancias en que se alcanzan. Se le hace saber al artista que la

impresión que analiza no forma parte de ningún hombre sano, que es algo

asqúeroso se mire por donde se mire. Y para enfrentarse a esto, tras recordar

modestamente que a pesar de todo la evidencia siguió aferrándose durante

largo tiempo a la rotación del sol en torno a la tierra, no queda ya cosa mejor

que hacer que ésta: emprender la lucha contra el fundaménto último de esas

contradicciones, y defender la teoría de que en esta época, que tanto se

angustia con la decadencia y la salud, la frontera entre salud y enfermedad

anímicas o entre moral e inmoral se busca, en términos geométricos demasiado

bastos, como una línea a definir y respetar (y cualquier acción debería estar o

bien a un lado o bien al otro), en lugar de reconocer que no existe ningún

venenó anímico que lo sea así sin más, sino sólo efectos venenosos de alguna

desproporción funcional en uno u otro de los componentes de la mezcla

anímica —con lo cual no es menos repugnante el enfermar por un exceso de

lo bien visto que de lo contrario—; y que cada acción, cada sentimiento, cada

deseo, cada línea de interés —o como quiera que se enumere cuanto se suele

sacar a colación para hacer sospechoso de minusvalía anímica a un poeta y a

sus figuras— puede ser de por sí tan sano como enfermo, que hay lugares tan

enfermos como esos en cualquier alma sana, y que la decisión sólo se puede

referir a la totalidad, a relaciones de cantidad, superficie, peso, tensión, valor

u otras igual de complicadas entre elementos particulares que hoy se distinguen

como sanos o enfermos, y que no podrían tener tal significado de una vez por

todas, sino solo en cada caso y según sus efectos en el caso particular de un

alma particular.

En verdad no existe perversidad o inmoralidad alguna que no tenga por así

decir su correlativa salud o moral. Lo que presupone que, para todos y cada

uno de los componentes por los que está constituida una perversión o una

inmoralidad, se encuentra otro análogo en las almas sanas y aptas para la vida

en común. Y esta presuposición es correcta, y a ningún escritor le resultará

difícil probarla sea cual fuere el ejemplo que se le presente. Toda perversidad

puede representarse. Se deja representar porque se estructura a partir de lo

normal, pues en otro caso su representación no sería comprensible. Así como

la desensualización de la representación se basa en esa actividad de estructuración,

el efecto humanizador del modelo se basa en la posibilidad de representación.

Pero al igual que en esa estructura resultante pueden'‘ contenerse además

elementos valiosos en puntos decisivos, también puede haberlos en su valoración.

Esta es la clave de la combinatoria que hace posible la comprensión y el amor

artístico también hacia lo perverso y lo inmoral.

Amor válido sólo en relación a una imagen intelectualizada, o como diría

un químico, «enriquecida». Para la que sin embargo también puede haber un

modelo preciso en la vida. De manera que, si bien es cierto que no se debe

negar la existencia de lo inmoral y lo enfermo, en el terreno del pensamiento

no obstante se debe considerar que los límites tendrían que establecerse de

otro modo. Con un ejemplo: se tendrá que reconocer que un asesino sexual

puede ser un enfermo, que puede ser sano e inmoral, y que puede ser sano y

moral; tal cosa ya se hace con los asesinos sin más.

Desde el momento en que hay valores que llegan a madurar gracias a uri

arte que no elude reconocerlo, es indigno y cobarde ensañarse con él. Nadie

abordará ese terreno si no hay en él determinados valores que le atraigan, pero

esa perspectiva de panadero orondo, con su arte alemán sano a cualquier

precio, es muy estrecha. N o es preciso negar los peligros. Hay ansias a medias

que no bastan para intentar su realización en la vida, pero -sin embargo sí para

tratar de realizarlas en el arte, y puede haber hombres que utilicen para ello

tanto vida como arte. Pero, o bien en el proceso sufren ese efecto de

transformación de la energía (y entonces da totalmente igual el que además

estén enfermos), o bien no se puede hablar propiamente de arte. Pese a lo cual,

todo esto podría no bastar aún para excluir algún efecto secundario, y también

pudiera ser cierto que el público no capta más que el tema en bruto, que el

arte actúa sobre interioridades más movedizas e indisciplinadas que la ciencia,

y que se vuelve as! más peligroso: pero todo eso son dificultades, y no

contraargumentos. También la ciencia tiene su séquito de merodeadores

intelectuales, y no por ello va a ser prohibida cuando se difunda más aún que

en la actualidad entre el pueblo —camino que la ciencia ya está encarando—.

Lo que se hace por ella debe hacerse también por el arte: cargar con los

desagradables efectos secundarios mencionados por mor del fin principal,

además de quitarles importancia acentuando lo asombroso del mismo. Pues se

debe reformar hacia adelante y no hacia atrás; las enfermedades sociales, las

revoluciones, son evoluciones bloqueadas por la estupidez conservadora.

También en la vida real se tendrá- que aprender a pensar de otra manera

para comprender al arte. Que se defina como moral cualquier objetivo de la

comunidad, pero con una gran cantidad de caminos laterales autorizados. Y

que el movimiento vaya convergiendo por todos ellos en una fuerte voluntad

de progreso, para no correr el peligro de trastabillar a cada guijarro del

camino.

miércoles, 24 de enero de 2024

Robert Musil Atrapamoscas FRAGMENTO

 



            El papel atrapamoscas mide aproximadamente treinta centímetros de largo por veinte de ancho; está cubierto por una capa de veneno amarillo y su origen es Canadá. Cuando una mosca aterriza sobre él —sin demasiado entusiasmo, más bien por inercia, dado que hay tantas otras allí— se pega primero por la punta de las patas.

Una sensación apenas desconcertante la invade, como si una persona fuera caminando descalza a oscuras y pisara algo, una suave obstrucción, tibia e ineludible, en la que poco a poco la fabulosa esencia humana empieza a fluir, reconociéndola como una mano que simplemente estaba allí, y que con sus cinco dedos bien diferenciados la agarra fuerte.

 


 Robert Musil

 

 Atrapamoscas

 

 

 

 

 


 

 Atrapamoscas

EL PAPEL ATRAPAMOSCAS MIDE aproximadamente treinta centímetros de largo por veinte de ancho; está cubierto por una capa de veneno amarillo y su origen es Canadá. Cuando una mosca aterriza sobre él —sin demasiado entusiasmo, más bien por inercia, dado que hay tantas otras allí— se pega primero por la punta de las patas. Una sensación apenas desconcertante la invade, como si una persona fuera caminando descalza a oscuras y pisara algo, una suave obstrucción, tibia e ineludible, en la que poco a poco la fabulosa esencia humana empieza a fluir, reconociéndola como una mano que simplemente estaba allí, y que con sus cinco dedos bien diferenciados la agarra fuerte.

Las moscas se esfuerzan por mantenerse erguidas, como rengos queriendo ocultar su invalidez, o como decrépitos soldados, con las piernas algo arqueadas —como uno se pararía frente a un abismo—. Toman fuerza, consideran la situación. Al cabo de unos segundos empiezan a hacer lo que está a su alcance: zumban, intentan liberarse. Continúan esa lucha frenética hasta que el agotamiento las obliga a detenerse. Toman aliento y vuelven a la carga. Pero los intervalos se hacen cada vez más largos. Es evidente su indefensión. Se elevan extraños vapores. Sus lenguas golpetean como diminutos martillos. Tienen la cabeza marrón y peluda como cocos o africanos. Se retuercen sobre sus patas bien agarradas, se doblan sobre sus rodillas y se inclinan hacia adelante como hombres intentando mover algo muy pesado: la imagen es más trágica que la de obreros en una fábrica, más honesta y dramática que el lamento de un Laoconte. Y luego llega el extraordinario momento en que la necesidad de un segundo de descanso se impone sobre los mismos instintos de supervivencia. Es el momento en que el dolor de dedos hace soltar al montañista, en que el hombre perdido en la nieve se acurruca como un niño, en que el perseguido se detiene a recobrar el aliento. Ya no se mantienen completamente en pie sino que se doblan apenas, y en ese momento parecen completamente humanas. Inmediatamente se pegan por otro lado, más arriba en la pata o la punta de un ala.

Cuando poco después vencen el agotamiento espiritual y retoman la lucha, se encuentran atrapadas en una posición desfavorable y sus movimientos se vuelven artificiales. Entonces se acuestan con las patas traseras estiradas, se apoyan en los codos y hacen fuerza para levantarse. O sentadas con los brazos estirados como mujeres tratando de liberarse de un hombre. O acostadas boca abajo con la cabeza y los brazos al frente como si se hubieran tropezado y subido la cabeza por reflejo. Pero el enemigo es pasivo y triunfa precisamente en esos momentos de desesperación. Las atrae tan lentamente que se puede seguir la acción, a menudo con una aceleración abrupta hacia el final, el momento del último aliento. Entonces, de pronto, se dejan caer, con la cabeza hacia adelante, boca abajo, o de costado con las piernas vencidas; a menudo también dan una vuelta carnero. Así quedan atrapadas. Como aviones estrellados con un ala hacia arriba. O como caballos muertos. Con eternos gestos de desesperación. O muy tranquilos, como si estuvieran dormidas. Incluso puede que al otro día una se despierte y sacuda una pata o un ala. En ocasiones esos movimientos despiertan a las otras y entonces todas se hunden un poco más profundo en la muerte. Y al costado, junto al tomacorriente, una microscópica larva vivirá durante mucho tiempo más. Se abre y se cierra; no se puede describir sin una lupa: parece un diminuto ojo parpadeando sin cesar.


 Isla de monos

EN VILLA BORGHESE, ROMA, hay un árbol sin corteza ni ramas. Pelado como un cráneo, corroído por el Sol y el agua, y amarillo como un esqueleto. Se yergue sin raíces, muerto, clavado como un mástil en el cemento de una isla ovalada del tamaño de un barco pequeño, separada de Italia por una cuneta de hormigón. La cuneta es lo suficientemente ancha, y del lado de afuera, lo suficientemente profunda, de manera que un mono no puede treparla ni saltarla. Desde afuera probablemente sí, pero no estando adentro.

El tronco en el medio ofrece un buen agarre, y como les gusta decir a los turistas, es ideal para una dosis de alpinismo gratis y fácil. Pero bien en la cima, largas y firmes ramas crecen horizontalmente, y si te quitaras los zapatos y las medias y te afirmaras con las plantas de los pies alrededor del tronco, sujetándote fuerte con las manos, una frente a la otra, no tendrías inconveniente en alcanzar el extremo de una de esas ramas bañadas en Sol, que se extienden sobre los picos de los pinos.

Esta maravillosa isla está habitada por tres familias de distinto tamaño. Aproximadamente quince ágiles y fibrosos niños y niñas, todos del tamaño de un niño de cuatro años, viven en el árbol, mientras que al pie, en el único edificio de la isla, un palacio de la forma y el tamaño de la casa de un perro, vive una pareja de monos de mayor tamaño con su hijo. Son la pareja real de la isla y el pequeño príncipe. Nunca sus padres se alejan de la casa; se sientan cada uno a su lado como guardaespaldas, inmóviles, y contemplan la distancia. Una vez por hora el rey se levanta y trepa el árbol para echar su vistazo de rutina. Camina lentamente por las ramas, y no se inmuta frente a la deferencia y el recelo con que todos se retraen a su paso —para evitar su mirada— hacia los últimos extremos de las ramas, hasta que un paso letal los separa del suelo. El mono recorre una por una las ramas, y ni la más atenta mirada puede descifrar si su rostro expresa el de un gobernante cumpliendo su deber o el de un terrateniente midiendo sus posesiones.

Mientras tanto, el príncipe está sentado solo sobre el techo del palacio —porque sorprendentemente su madre se va al mismo tiempo que el rey— y el Sol brilla rojo coral entre sus delgadas orejas salientes. Pocas veces se ha visto rutina tan inútil, y a la vez, ejecutada con tan invisible dignidad como la de ese joven mono. Uno tras otro los tres monos que bajaron corriendo del árbol pasan delante de él, y tranquilamente podrían romperle su cuello raquítico de un solo movimiento —están de muy mal humor—, pero caminan a cierta distancia y ejecutan todas las formas de reverencia y reserva que se le debe a su familia.

Lleva un tiempo notar que, además de estos seres que llevan una vida tan ordenada, la isla también está habitada por otros animales. Arribados por tierra y por aire, una gran población de pequeños monos vive en la cuneta. Si uno de ellos siquiera asoma la cabeza en la isla, los tres monos lo correrían de vuelta a la cuneta bajo severas represalias. A la hora de alimentarse los pequeños deben aguardar sumisamente y recién cuando los otros están llenos y se van a descansar al árbol se les permite comer las sobras. Ni siquiera tienen permitido comer lo que les arrojan. Un niño malvado o una niña traviesa están siempre esperando la oportunidad. Entonces, aunque sea evidente que están llenos, los monos bajan lentamente de su posadero al ver que los pequeños pueden estar pasándola demasiado bien. Los pocos que se atreven a pisar la isla ya están corriendo de vuelta a la cuneta; se mezclan con los demás y comienza el griterío. Ahora todos se amontonan de manera tal que se forma una sola superficie de pelo y carne; los ojos oscuros aparecen del otro lado de la pared como agua de un tanque desbordado. El guarda, sin embargo, tan sólo camina por el borde y observa la oleada de terror a sus pies. En ese momento las negras caritas se revuelven y los pequeños monos extienden sus brazos suplicantes ante los ojos malvados que los miran desde arriba. Pronto la mirada se posa sobre un solo individuo, que empuja hacia adelante y hacia atrás, y otros cinco que no saben quién de todos es el blanco de esos ojos hacen lo mismo; pero la indefensa y aterrada masa de monitos permanece estática. Cuando la prolongada e indiferente mirada detecta arbitrariamente a su víctima es imposible seguir controlándose para demostrar poco o mucho miedo. Se quiebra el autocontrol a la vez que se presenta y abre paso el odio; y sin reparos una criatura pega alaridos de dolor. El resto de los monos corre temblando como almas condenadas en el purgatorio y se reúnen a conversar alegremente, tan apartados de la escena como sea posible.

Cuando todo termina el guarda trepa ágilmente de vuelta al árbol, a su rama más alta, camina hasta el extremo y se sienta tranquilamente, erguido, serio, y allí permanece largamente. Su mirada se dirige al monte Pincio y Villa Borghese, donde pasando los parques está la gran ciudad amarilla, envuelta en la nube verde de la copa del árbol, flotando, imperceptible para todos, suspendida en el aire.

martes, 23 de enero de 2024

William H. Hogdson UNA VOZ EN LA NOCHE TEXTO COMPLETO

 


William H. Hogdson 

 

UNA VOZ EN LA NOCHE

 


Era un noche oscura y sin estrellas. La falta de viento nos tenía detenidos en el Pacífico norte. No sé cuál era nuestra posición exacta, pues durante un semana fatigosa y jadeante el sol había permanecido oculto detrás de un tenue neblina que parecía flotar sobre nosotros, más o menos a la altura de nuestros calcés, aunque a veces descendía para envolver el mar que nos rodeaba.

Ante la falta de viento, habíamos sujetado en posición firme la caña del timón y yo era el único hombre que se encontraba en cubierta. La tripulación, que consistía en dos marineros y un grumete, dormía en su camarote de proa, mientras Will -mi amigo y a la vez patrón de nuestra pequeña embarcación- se hallaba en su litera de popa, en el lado de babor.

De pronto, surgió un llamada de entre las tinieblas que nos rodeaban:

-¡Ah de la goleta! -Fue tan inesperada, que la sorpresa me impidió contestar inmediatamente.

Volvió a oírse la llamada; un voz curiosamente gutural e inhumana nos llamaba desde alguna parte del mar tenebroso, por el lado de babor.

-¡Ah de la goleta!

-¡Eh! -grité, después de reponerme un poco de mi sorpresa-. ¿Qué sois? ¿Qué queréis?

-No temáis -contestó la voz extraña, que probablemente había captado cierto tono de confusión en la mía-. No soy más que un hombre... anciano.

La pausa resultó extraña, pero hasta más adelante no le encontraría sentido.

-Si es así, ¿por qué no atracas a nuestro costado? -pregunté con cierta sequedad, pues no me gustaba la insinuación de que me había mostrado un tanto confundido.

-No. .. no puedo. Sería peligroso. Yo...

La voz enmudeció y todo volvió a quedar en silencio.

-¿Qué quieres decir? -pregunté, cada vez más asombrado-. ¿Por qué sería peligroso? ¿Dónde estás?

Escuché durante un momento, pero no hubo respuesta. Y entonces, un sospecha súbita e indefinida, aunque no sabía de qué, se apoderó de mí. Me acerqué rápidamente a la bitácora y saqué la lámpara encendida. Al mismo tiempo golpeé la cubierta con el tacón para despertar a Will. Luego me aproximé de nuevo al costado y proyecté el haz de luz amarilla hacia la silenciosa inmensidad que había más allá de nuestra borda. Al hacerlo, oí un grito leve y sofocado y luego un chapoteo, como si alguien acabase de sumergir los remos precipitadamente. Pese a ello, no puedo decir que viera nada con certeza, excepto, me pareció, que el primer destello de luz había iluminado algo en el agua, allí donde ahora no había nada.

-¡Eh! -llamé-. ¿Qué broma es ésta?

Pero lo único que oí fueron los confusos ruidos de un embarcación que se alejaba de nosotros y se internaba en la noche.

Entonces oí la voz de Will que venía de popa.

-¿Qué pasa, George?

-¡Ven aquí, Will! -dije.

-¿De qué se trata? -preguntó, cruzando la cubierta. Le conté el raro incidente que acababa de producirse. Él me hizo varias preguntas; luego, tras un momento de silencio, hizo bocina con las manos y llamó:

-¡Ah del barco!

Desde mucha distancia nos llegó débilmente un réplica y mi compañero repitió su llamada. Al poco, después de un breve silencio, el sonido apagado de unos remos fue acercándose a nosotros y, al oírlo, Will volvió a llamar.

Esta vez hubo respuesta.

-Apagad la luz.

-Que me cuelguen si la apago -musité, pero Will me dijo que hiciera lo que ordenaba la voz, así que metí la luz debajo de las amuradas.

-Acercaros más -dijo Will. Siguieron oyéndose los remos. Luego, cuando parecían estar a un media docena de brazas, cesaron de nuevo.

-¡Atracad al costado! -exclamó Will-. ¡A bordo no tenemos nada que deba daros miedo!

-Promete que no mostrarás la luz.

-¿Qué te pasa? -pregunté-. ¿Por qué sientes ese temor infernal a la luz?

-Porque... -empezó a decir la voz y enmudeció de repente.

-Porque ¿qué? -pregunté en seguida. Will me puso un mano en el hombro.

-Cállate durante un minuto, viejo -dijo-. Ya me encargo yo de él.

Se inclinó más sobre la borda.

-Oiga usted, señor -dijo-. Todo esto es muy extraño..., acercarse a nosotros de esta manera, en medio del bendito Pacífico. ¿Cómo vamos a saber que no se trae algo raro entre manos? Dice que está solo. ¿Cómo podemos saberlo si no le vemos? ¿Cómo... eh? ¿Qué tiene contra la luz, si puede saberse?

Cuando Will terminó de hablar, volví a oír el ruido de remos y luego la voz, pero ahora procedía de más lejos y su tono reflejaba una desesperanza y un patetismo tremendos.

-Lo siento... ¡Lo siento! No quería molestaros, pero es que tengo hambre..., y ella también.

La voz se apagó y hasta nosotros llegó el ruido de los remos sumergiéndose irregularmente.

-¡Alto! -gritó Will-. No quiero ahuyentarte. ¡Vuelve! Esconderemos la luz, si a ti no te gusta.

Will se volvió hacia mí:

-Todo esto resulta muy extraño, pero creo que no hay nada que temer.

Había un interrogante en su tono y le contesté:

-Yo tampoco. El pobre diablo habrá naufragado por aquí cerca y se habrá vuelto loco.

El sonido de los remos iba acercándose.

-Vuelve a guardar la lámpara en la bitácora -dijo Will; luego se inclinó sobre la borda y aguzó el oído.

Dejé la lámpara en su sitio y volví a su lado. El ruido de los remos cesó a un docena de metros aproximadamente.

-¿No quieres atracar de costado ahora? -preguntó Will con voz tranquila-. He vuelto a meter la lámpara en la bitácora.

-No.... no puedo -repuso la voz-. No me atrevo a acercarme más. Ni siquiera me atrevo a pagar las..., las provisiones.

-Eso no importa -dijo Will, titubeando luego-. Coge toda la comida que quieras...

Volvió a titubear.

-¡Eres muy bueno! -exclamó la voz-. Que Dios, que todo lo comprende, te recompense por tu...

La voz se quebró roncamente.

-¿La.... la señora? -dijo de pronto Will-. ¿Está ... ?

-La he dejado en la isla -dijo la voz.

-¿Qué isla? -tercié yo.

-No sé cómo se llama -contestó la voz-. Ojalá... -empezó a decir, pero se calló súbitamente.

-¿No podríamos enviar un barca en su busca? -pregunté a Will.

-¡No! -dijo la voz con un énfasis extraordinario-. ¡Dios mío! ¡No! -Hubo un breve pausa; luego, en un tono que hacía pensar en un reproche merecido, añadió-: Me he aventurado a causa de nuestra necesidad... Porque su agonía me atormentaba.

-¡Soy un bruto despistado! -exclamó Will-. Aguarda un minuto, seas quien seas, y en seguida te traigo algo.

Al cabo de un par de minutos volvió con los brazos cargados de los más variados comestibles. Se detuvo ante la borda.

-¿No puedes acercarte a recogerlo? -preguntó.

-No.... no me atrevo -replicó la voz. Me pareció detectar en ella un tono de anhelo sofocado... como si su dueño reprimiera algún deseo mortal. Y entonces se me ocurrió que aquella criatura vieja e infeliz sufría realmente necesidad de lo que Will tenía en los brazos y, pese a ello, debido a algún temor ininteligible, se abstenía de acercarse velozmente al costado de nuestra pequeña goleta y recogerlo. Y junto con este convencimiento relámpago, llegó el conocimiento de que el invisible no estaba loco, sino que afrontaba con cordura algún horror intolerable.

-¡Maldita sea, Will! -dije, lleno de muchos sentimientos, entre los que predominaba un solidaridad inmensa-. Trae un caja. Meteremos la comida en ella y se la haremos llegar flotando.

Así lo hicimos, empujando la caja con un bichero hacia la oscuridad. Al cabo de un minuto llegó a nuestros oídos un leve exclamación del invisible y entonces supimos que tenía la caja en su poder.

Poco después se despidió de nosotros y nos lanzó un bendición que, de ello estoy seguro, no nos vino nada mal. Luego, sin más, oímos que los remos se alejaban en la oscuridad.

-Mucha prisa en irse -comentó Will, quizás un tanto ofendido.

-Espera -repliqué-. No sé por qué, pero me parece que volverá. Seguramente esos alimentos le hacían muchísima falta.

-Y a la dama también -dijo Will. Guardó silencio durante un momento, luego prosiguió-: Es lo más raro que me ha pasado desde que me dedico a la pesca.

-Sí -dije yo, y me puse a reflexionar. Y así fue pasando el tiempo: un hora, y otra, y Will seguía conmigo, pues la extraña aventura le había quitado todo deseo de dormir.

Habían transcurrido ya las tres cuartas partes de la tercera hora cuando nuevamente oímos ruido de remos en el silencio del océano.

-¡Escucha! -dijo Will, con un leve tono de excitación en la voz.

-Lo que me figuraba. Ya vuelve -musité.

El ruido de los remos al sumergirse era cada vez más cercano y me fijé en que los golpes de remo eran más firmes y duraban más. Era verdad que necesitaban los alimentos.

El ruido cesó a poca distancia del costado de la goleta y la voz extraña llegó de nuevo a nosotros a través de las tinieblas:

-¡Ah de la goleta!

-¿Eres tú? -preguntó Will.

-Sí -replicó la voz-. Me he ido repentinamente, pero... es que la necesidad era grande. La... señora les está agradecida aquí en la tierra. Pero más lo estará pronto en..., en el cielo.

Will empezó a decir algo con voz desconcertada, pero sus palabras se hicieron confusas y optó por callarse. Yo no dije nada. Me sentía maravillado por aquellas pausas curiosas, y además de mi maravilla, me embargaba un gran solidaridad.

La voz continuó:

-Nosotros..., ella y yo, hemos hablado mientras compartíamos el fruto de la ternura de Dios y de vosotros...

Will le interrumpió, pero sin coherencia.

-Os suplico que no..., que no menospreciéis vuestro acto de caridad cristiana de esta noche -dijo la voz-. Cercioraros de que no haya escapado a Su atención.

Se calló y durante un minuto entero reinó el silencio. Luego la voz volvió a oírse:

-Hemos hablado juntos de lo.... de lo que ha caído sobre nosotros. Habíamos pensado salir, sin decírselo a nadie, del terror que ha entrado en nuestras... vidas. Ella, igual que yo, cree que los acontecimientos de esta noche obedecen a algún designio especial y que es deseo de Dios que os contemos todo lo que hemos sufrido desde.... desde...

-¿Sí? -dijo Will quedamente.

-Desde el hundimiento del Albatross.

-¡Ah! -exclamé involuntariamente-. Zarpó de Newcastle rumbo a Frisco hace unos seis meses y no ha vuelto a saberse de él.

-Sí -contestó la voz-. Pero unos grados al norte de la línea le sorprendió un terrible tempestad y quedó desarbolado. Al hacerse de día, se vio que el barco hacía agua por todas partes y, finalmente, cuando amainó el temporal, los marineros huyeron en los botes, dejando..., dejando a un joven dama..., mi prometida..., y a mí mismo en los restos del naufragio.

"Nosotros estábamos bajo cubierta, reuniendo algunas de nuestras pertenencias, cuando ellos se fueron. A causa del miedo se comportaron de un modo muy cruel, y cuando subimos a cubierta eran ya unas formas pequeñas en el horizonte. Mas no desesperamos, sino que nos pusimos a construir un pequeña balsa. En ella colocamos lo poco que cabía, incluyendo un poco de agua y algunas galletas. Luego, como el barco estaba ya casi del todo sumergido, nos subimos a la balsa y nos alejamos de él.

"Fue más tarde cuando me di cuenta de que parecíamos estar en medio de alguna marea o corriente que nos alejaba del barco, de tal modo que al cabo de tres horas, según mi reloj, dejamos de ver su casco, aunque los mástiles rotos siguieron siendo visibles durante un poco más. Luego, hacia el crepúsculo, se levantó un niebla que duró toda la noche. Al día siguiente continuábamos envueltos por la niebla, y el tiempo permanecía encalmado.

"Durante cuatro días navegamos a la deriva bajo esta extraña niebla hasta que, al anochecer del cuarto día, llegó a nuestros oídos el murmullo de unos lejanos rompientes. Poco a poco el ruido fue haciéndose más claro y, al poco de la medianoche, pareció que sonaba a ambos lados y en un espacio no muy grande. Las olas levantaron la balsa varias veces y luego nos encontramos en aguas tranquilas, con el ruido de los rompientes a nuestras espaldas.

"Al hacerse de día, vimos que nos encontrábamos en un especie de laguna grande; pero poco vimos de ella en ese momento, pues cerca de nosotros, por detrás, el casco de un gran velero asomó entre la niebla. Como si estuviéramos de común acuerdo, los dos nos postramos de rodillas y dimos gracias a Dios, pues creíamos que era el final de nuestras desventuras. Nos quedaba mucho por aprender.

"La balsa se acercó al barco y gritamos que nos subieran a bordo, mas nadie contestó. Al poco, la balsa rozó el costado del barco y, viendo que de él colgaba un soga, la así y empecé a subir. Pero me costó mucho subir por culpa de un especie de masa gris y viscosa que cubría la soga y que pintaba unas manchas lívidas en el costado del barco.

"Finalmente, llegué a la borda y salté a cubierta. Vi que estaba llena de manchas grises, algunas de las cuales formaban nódulos de varios palmos de altura, pero yo pensaba más en la posibilidad de que a bordo hubiera gente que en lo que veían mis ojos. Grité, pero nadie contestó. Entonces me acerqué a la puerta que había debajo de la cubierta de popa, la abrí y me asomé a su interior. Percibí un fuerte olor a aire enrarecido, por lo que adiviné al instante que allí dentro no había nada vivo y, sabiendo esto, me apresuré a cerrar la puerta, pues de repente me sentí solo.

"Volví al costado por donde había subido a bordo. Mi..., mi amada seguía en la balsa, sentada tranquilamente. Al ver que la estaba mirando desde arriba, me preguntó si había alguien a bordo. Le contesté que el barco parecía abandonado desde hacía mucho tiempo, pero que, si quería aguardar un poquito, buscaría un escalera o algo que pudiera usar para subir a bordo. Luego, un vez juntos, registraríamos todo el barco. Unos momentos después, encontré un escalera de cuerda en el otro extremo del barco. Me la llevé al costado por donde había subido y, al cabo de un minuto, mi amada estaba junto a mí. Juntos exploramos las cabinas y camarotes en la parte de popa, mas en ninguna parte encontramos señales de vida. Aquí y allá, en el interior de las cabinas, encontramos manchas de aquella masa extraña, pero, como dijo mi amada, iba a resultar fácil limpiarlas.

"Al final, convencidos ya de que no había nadie en la popa, nos dirigimos a proa caminando por entre los repugnantes nódulos grises de aquella extraña sustancia. También registramos la parte de proa y averiguamos que, efectivamente, salvo nosotros no había nadie a bordo.

"Ya sin ninguna duda al respecto, volvimos a proa y procedimos a instalarnos tan cómodamente como nos fue posible. Entre los dos pusimos orden y limpiamos dos de las cabinas y después miré si en el barco había algo comestible. No tardé en comprobar que así era y mi corazón dio gracias a Dios por su bondad. Además, descubrí dónde estaba la bomba de agua dulce y, tras repasarla, comprobé que el agua era potable, aunque tenía un saborcillo desagradable.

"Durante varios días permanecimos a bordo del barco, sin tratar de llegar a la playa. Trabajábamos afanosamente para hacer de aquél un lugar habitable. Sin embargo, ya entonces empezábamos a darnos cuenta de que nuestra suerte era aún menos deseable de lo que hubiera cabido imaginar, pues, aunque, como primera medida, rascamos las manchas de aquella sustancia que había en el suelo y las paredes de los camarotes y el salón, en el plazo de veinticuatro horas recuperaban casi su tamaño original, lo cual no sólo nos desalentaba, sino que nos inspiraba un vaga sensación de inquietud.

"Con todo, no estábamos dispuestos a darnos por vencidos, así que volvíamos a poner manos a la obra y no sólo rascábamos la masa, sino que los sitios donde había estado los regábamos profusamente con ácido carbólico, pues en la despensa había encontrado una lata llena. Sin embargo, al final de la semana, la sustancia volvía a presentar toda su fuerza y, además, se había propagado a otros lugares, como si nosotros, al tocarla, hubiéramos permitido que los gérmenes se esparcieran.

"Al despertar en la mañana del séptimo día, mi amada se encontró con que un pequeña porción de la misteriosa sustancia crecía en su almohada, cerca de su cara. Al verlo, se vistió a toda prisa y vino a mí. En aquel momento me encontraba yo en la cocina, encendiendo el fuego para el desayuno.

""Ven conmigo, John", dijo, y me condujo a popa. Al ver lo que crecía en su almohada, me estremecí y en aquel mismo instante decidimos abandonar en seguida el barco y ver si podíamos instalarnos más cómodamente en tierra firme.

"Rápidamente recogimos nuestras escasas pertenencias y entonces vi que incluso entre ellas había aparecido la masa, pues en uno de los chales de mi amada, cerca del borde, había un poco. Tiré la prenda por la borda, sin decirle nada a ella.

"La balsa seguía en el costado del barco, pero como era demasiado difícil gobernarla, eché al agua un bote pequeño que colgaba de lado a lado de popa y a bordo del mismo nos dirigimos a la playa. Mas al acercarnos a ella, poco a poco me di cuenta de que la vil masa que nos había hecho abandonar el barco empezaba a cubrir todo cuanto había en tierra. En algunos sitios formaba montículos horribles, fantásticos, que casi parecían moverse, como si albergaran algún tipo de vida silenciosa, cuando el viento pasaba sobre ellos. En otras partes tomaba la forma de dedos inmensos, mientras que en otras se limitaba a extenderse, lisa, viscosa y traicionera. En algunos sitios hacía pensar en árboles enanos y grotescos, llenos de nudos y pliegues extraordinarios.. . Y todo ello se movía a ratos, horriblemente.

"Al principio nos pareció que en toda la costa que había a nuestro alrededor no quedaba ni un solo lugar que no estuviera oculto bajo aquella horrible sustancia; pero más tarde pudimos comprobar que nos equivocábamos, pues al navegar siguiendo la costa, a cierta distancia, vimos un pequeña extensión de algo que parecía arena fina y allí desembarcamos. No era arena. Lo que era no lo sé. Lo único que he podido observar es que sobre ella no crece la masa, mientras que nada más que ésta aparece en todas partes, salvo allí donde esa tierra que parece arena dibuja extraños senderos entre la gris desolación, que es en verdad un espectáculo terrible de ver.

"Es difícil haceros comprender cómo nos animamos al encontrar un sitio que aparecía absolutamente libre de aquella sustancia. En él depositamos nuestras pertenencias. Luego volvimos al barco para recoger las cosas que parecía que íbamos a necesitar. Entre otras cosas, logré llevarme a tierra un de las velas del barco, con la que construí dos tiendas pequeñas, las cuales, pese a tener un forma muy irregular, cumplían su cometido. En ellas vivíamos y teníamos almacenadas las cosas que necesitábamos, y durante varias semanas todo fue bien, sin que sufriéramos ningún percance digno de señalar. A decir verdad, nos sentíamos muy felices... porque.... porque estábamos juntos.

"Fue en el pulgar de la mano derecha de mi amada donde apareció la primera porción de sustancia gris. No era más que un pequeña mancha circular, muy parecida a un lunar gris. ¡Dios mío! ¡Qué temor embargó mi corazón cuando ella me la enseñó! La lavamos entre los dos, rociándola con ácido carbólico y agua. Al día siguiente, por la mañana, volvió a enseñarme la mano. La mancha gris, parecida a un verruga, volvía a ser visible. Durante un rato estuvimos mirándonos en silencio. Luego, todavía sin mediar palabra, nos pusimos a eliminarla de nuevo. Estábamos a la mitad de la operación cuando de pronto mi amada dijo: 

""¿Qué es eso que tienes en la cara, amado mío?" Su voz reflejaba inquietud. Alcé la mano para tocarme la cara.

"" ¡Ahí! Debajo del cabello junto a la oreja. un poco hacia el frente." Mi dedo se posó en el lugar que me indicaba y entonces lo supe.

""Primero acabemos de curarte el pulgar", dije. Y ella se sometió sólo porque temía tocarme antes de que se lo hubiese limpiado. Terminé de lavarle y desinfectarle el pulgar y entonces ella hizo lo propio con mi cara. Al terminar, nos sentarnos y estuvimos hablando durante un rato; hablamos de muchas cosas, pues en nuestras vidas acababan de irrumpir pensamientos inesperados y terribles. De pronto, sentimos miedo de algo peor que la muerte. Hablamos de cargar el bote con provisiones y agua y hacernos a la mar; pero por diversas causas éramos impotentes y... la sustancia ya nos había atacado. Decidimos quedarnos y que Dios hiciera con nosotros su voluntad. Nosotros esperaríamos.

"Pasó un mes, dos meses, tres meses, y las manchas iban creciendo, a la vez que aparecían otras. Pero seguíamos esforzándonos por luchar contra el miedo, tanto es así que sus progresos eran lentos, relativamente hablando.

"De vez en cuando nos aventurábamos a volver al barco en busca de cosas que nos hacían falta. Allí comprobamos que la sustancia crecía de modo persistente. Uno de los nódulos de la cubierta principal no tardó en llegar a la altura de mi cabeza.

"Para entonces ya habíamos abandonado toda esperanza de salir de la isla. Nos dábamos cuenta de que, padeciendo de aquel mal, no nos permitirían volver con los demás seres humanos.

"Un vez hubimos llegado a tal conclusión, comprendimos que era necesario vigilar nuestras existencias de alimentos y agua, pues a la sazón no sabíamos cuánto tiempo pasaríamos allí, aunque era posible que fuesen muchos años.

"Esto me recuerda que ya os he dicho que soy un anciano. No es así si nos atenemos a mis años. Pero.... pero...

Se interrumpió, pero luego continuó hablando con cierta brusquedad:

-Como decía, sabíamos que teníamos que ir con cuidado con nuestros alimentos, pero ignorábamos que nos quedasen tan pocos. Fue un semana después cuando descubrí que todos los demás depósitos de pan..., que yo suponía llenos..., estaban vacíos, y que, aparte de algunas latas de verduras y carne y algunas otras cosas, no teníamos nada para comer excepto el pan del depósito que yo había abierto.

"Al descubrir esto, decidí hacer algo, lo que pudiese, y traté de pescar en la laguna, pero no lo conseguí. Entonces me sentí un tanto inclinado al desespero, hasta que se me ocurrió que podía probar suerte fuera de la laguna, en mar abierto.

"Aquí pescaba algún que otro pez, pero con tan poca frecuencia que apenas resultaba suficiente para protegernos del hambre que nos amenazaba. Empecé a pensar que nuestra muerte sobrevendría probablemente a causa del hambre y del crecimiento de la sustancia que se había apoderado de nuestros cuerpos.

"En ese estado se encontraban nuestros ánimos cuando el cuarto mes tocó a su fin. Entonces hice un descubrimiento en verdad horrible. Un mañana, poco antes del mediodía, regresé del barco con un pedazo de galleta que quedaba en él y vi que mi amada estaba sentada ante la entrada de la tienda, comiendo algo.

""¿Qué es, amada mía?', le pregunté en el momento de saltar a tierra. Mas, al oír mi voz, pareció un tanto confundida y, volviéndose, con gesto furtivo arrojó algo hacia el lindero del pequeño claro. Cayó más cerca de lo que ella deseaba y yo, que empezaba a sentir un vaga sospecha, me acerqué y lo recogí. Era un trozo de la sustancia gris.

"Al acercarme a ella con aquello en la mano, se puso pálida como un cadáver y luego se ruborizó.

"Yo me sentía extrañamente aturdido y asustado. ""¡Querida mía! ¡Querida mía!", dije, incapaz de decir nada más. Pero, al oír mis palabras, no pudo resistirlo y rompió a llorar amargamente. Poco a poco, cuando se fue calmando, me confesó que lo había probado el día anterior y que... le había gustado. La obligué a arrodillarse y le hice prometer que no volvería a tocarlo, por grande que fuera nuestra hambre. Después de prometérmelo, me dijo que el deseo de comer de aquello le había sobrevenido de pronto y que, hasta el momento de sentir tal deseo, la sustancia no le había inspirado más que un repulsión infinita.

"Unas horas después, sintiéndome extrañamente desasosegado, y muy consternado por lo que había descubierto, eché a andar por uno de los senderos retorcidos que formaba aquella especie de tierra blanca que parecía arena y que cruzaba la sustancia gris. Ya me había aventurado por allí en otra ocasión, aunque sin llegar muy lejos. Esta vez, hallándome enfrascado en pensamientos que me llenaban de perplejidad, llegué mucho más lejos.

"Súbitamente salí de mi ensimismamiento al oír un ruido extraño y áspero a mi izquierda. Al volverme rápidamente vi que algo se movía entre la masa que había cerca de mí, y que presentaba unas formas extraordinarias. Se balanceaba de un modo precario, como si poseyera vida propia. De pronto, mientras mis fascinados ojos contemplaban aquello, pensé que se parecía de un modo grotesco a la figura de un ser humano deforme. Todavía estaba pensando en ello cuando se oyó un ruido desagradable, como si algo se estuviera rasgando, y vi que uno de los brazos, que más bien parecían ramas, se estaba despegando de las masas grises que lo rodeaban y acercándose a mí. La cabeza.... un especie de bola gris sin forma definida, se inclinó hacia mí. Me quedé allí parado como un estúpido y el brazo repugnante me rozó la cara. Proferí un grito de terror y retrocedí apresuradamente unos pasos. En mis labios notaba un sabor dulzón. Pasé la lengua por ellos y al instante sentí que me embargaba un deseo inhumano. Me volví y cogí un puñado de sustancia. Luego más Y... más. Mi deseo era insaciable. Mientras devoraba la sustancia, el recuerdo del descubrimiento de la mañana penetró en el laberinto de mi cerebro. Dios lo había enviado. Tiré al suelo el fragmento que tenía en la mano. Luego, totalmente abatido y sintiéndome horriblemente culpable, regresé al pequeño campamento.

"Creo que en cuanto puso sus ojos en mí, ella lo adivinó, merced a alguna intuición maravillosa que el amor debía de haberle dado. Su comprensión silenciosa hizo que me resultara más fácil confesarle mi repentina flaqueza, aunque omití decirle la cosa extraordinaria que había ocurrido antes. Deseaba ahorrarle todo terror innecesario.

"Mas lo que había descubierto resultaba intolerable y hacía nacer un terror incesante en mi cerebro, pues no me cabía la menor duda de que había presenciado el fin de uno de los hombres que habían llegado a la isla en el barco que estaba en la laguna. Y en aquel fin monstruoso había presenciado el nuestro propio.

"En lo sucesivo nos abstuvimos de aquel alimento abominable, aunque el deseo de comerlo se nos había metido en la sangre. Sin embargo, nuestro temible castigo era inminente, pues día a día, con un rapidez monstruosa, la sustancia fangosa iba apoderándose de nuestros pobres cuerpos. Materialmente no podíamos hacer nada para detenerla, y así. .., nosotros.... que habíamos sido humanos, nos convertimos en... Bueno, cada día importa menos. Sólo. .., sólo que habíamos sido hombre y doncella.

"Y cada día resulta más terrible la lucha por resistirse al hambre, al deseo lujurioso de comer esa horrible sustancia.

"Hace un semana terminamos la galleta, y desde entonces he pescado tres peces. Me encontraba pescando aquí esta noche cuando vuestra goleta surgió de entre la niebla y casi se me echó encima. Entonces os llamé. El resto ya lo conocéis. Y que Dios os bendiga por vuestra bondad para con un par de pobres almas proscritas.

Se oyó el ruido de un remo al sumergirse..., luego el de otro. Después..., la voz habló de nuevo y por última vez, atravesando la niebla que la envolvía, fantasmal y lúgubre:

-¡Que Dios os bendiga! ¡Adiós!

-¡Adiós! -gritamos al unísono con voz ronca y el corazón rebosante de emociones.

Miré a mi alrededor y me di cuenta de que empezaba a amanecer. El sol lanzó un rayo aislado sobre el mar oculto; la luz mortecina perforó la niebla y con un fuego melancólico iluminó la barca que se alejaba. Aunque no muy claramente, vi algo que cabeceaba entre los remos. Me hizo pensar en un esponja..., un esponja grande y gris que movía la cabeza arriba y abajo... Los remos continuaron moviéndose. Eran grises... Igual que la barca... Y mis ojos buscaron inútilmente el lugar donde la mano se unía al remo. Mi mirada volvió rápidamente a la... cabeza. Se inclinaba hacia delante cuando los remos se movían hacia atrás a causa del golpe. Luego los remos se hundieron, la barca salió de la zona iluminada y la..., la cosa se perdió de vista en medio de la niebla, sin dejar de cabecear.

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