jueves, 3 de agosto de 2023

LOS CINCO GRANDES LIBROS DE POLÍTICA, MORAL Y FILOSOFÍA DE LA ANTIGUA CHINA FRAGMENTO




 EL CHU-KING * EL TA HIO * EL LUN-YU

EL TCHUNG-YUNG * EL MENG-TSEU

LOS CINCO GRANDES LIBROS DE POLÍTICA, MORAL

Y FILOSOFÍA DE LA ANTIGUA CHINA

Traducción, noticias preliminares y notas de

JUAN B. BERGUA

No obstante las numerosas notas destinadas a completar el texto,

sería para el lector del mayor interés tener al alcance de la mano el

tomo primero de la HISTORIA DE LAS RELIGIONES, de Juan B.

Bergua, donde en el capítulo destinado a China se trata ampliamente

de las religiones de este país; así como la MITOLOGIA UNIVERSAL,

también de Juan B. Bergua.

Colección «TESORO LITERARIO» núm. 20

CONFUCIO (Kung-Fu-Tsé)

y

MENCÍO (Meng-Tsé)

i - C - ' r . - „ ? * . > * . ' V C O S

CHINOS

LA RELIGION Y LA FILOSOFIA MAS ANTIGUAS

Y LA MORAL Y LA POLÍTICA MAS PERFECTAS

DE LA HUMANIDAD

TRADUCCION, NOTICIAS PRELIMINARES

Y NOTAS DE

JUAN B. BERGUA

SEGUNDA EDICION

C L A S I C O S B E R G U A

www.edicionesibericas.es

© Juan B. Bergua, 1969

Clásicos Bergua-Madrid

(España)

Depósito Legal: AV. 127.— 1969

N úmero de Registro: 3551 - 53

Impreso en España

Printed in Spain

Imprenta «Teresa de Jesús».—Calderón de la Barca, 7. AVILA

NOTICIA PRELIMINAR

EL PAIS DE LOS «HIJOS DEL CIELO»

No se sabe nada sobre los orígenes de la China. La

cronología no ofrece seguridad alguna sino a partir

del siglo V I I I antes de nuestra era. Los chinos, divididos

en pequeños principados feudales, ocupaban entonces

la cuenca media del río Amarillo, rodeados por todas

partes de bárbaros. Los señores reconocían la autoridad

de los «Hijo s del cielo», reyes de la dinastía Tcheu,

que habían sucedido, según parece, a las dinastías Hia

y Yin. Del siglo V I I I al VI, varios Estados feudales trataron

de obtener la supremacía. Del siglo V al siglo II,

la lucha se circunscribió entre dos de ellos: Ts-in y

Tch-u. En el siglo I I I , Ts-in realizó la unidad de China,

creó el Imperio y empezó la lucha contra los Hiong-nu.

A partir de este momento se sucedieron diversas dinastías

imperiales. Los Han (siglo I I a. de ]., I I d. de J.)

acabaron la unificación del Imperio y colonizaron toda

la cuenca del río Azul; tras destruir el poder de los

Hiong-nu, se pusieron en contacto con los tibetanos y

establecieron relaciones con diferentes pueblos de Asia

Central. En esta época fue cuando el budismo se introdujo

en China.

Los Tang (siglos V I I al IX ), tras rehacer la unidad

del Imperio, que había vuelto a dividirse en numerosos

principados, lucharon contra los turcos y conquistaron

la mayor parte de Asia, hasta la Dzungaria; pero luego

fueron vencidos por una coalición de árabes y tibetaños.

Por entonces, el comercio chino penetró profundamente

en Europa por el camino de la seda y por las

vías marítimas. Tras un período aún de feudalismo disgregante,

los Sing (960-1280) gobernaron en toda la China;

pero, vencidos por los tártaros, tuvieron que refugiarse

en la China del Sur; los tártaros fueron vencidos,

a su vez, por la invasión mongola. Con la dinastía

de los Yuan, efímera dinastía mongola, coincidió una

larga expansión política y comercial, y fue entonces,

cuando la China se abrió a los extranjeros y a la propaganda

cristiana. Una reacción nacional trajo al poder

a la dinastía de los Ming, que fueron reemplazados

por otra dinastía extranjera: la de los Ts-ing (1644-1912).

Los primeros emperadores de esta dinastía volvieron

a emprender la conquista del Asia Central; pero sus

sucesores fueron molestados por los progresos rusos en

Siberia y la llegada y establecimiento al sur, con pretextos

culturales y de protección ( comerciales y coloniales

en realidad), de diferentes Estados europeos.

Vencidos por Inglaterra, Francia y el Japón, que resucitaba

rápidamente, tuvieron que ceder la soberanía. de

Anam, Corea y Formosa y abrir a los extranjeros las

puertas del resto del Imperio (1839-1895), y con todo

ello encender el avispero que aún zumba, cada día más

amenazador.

Un movimiento nacionalista ( el asunto llamado de los

«Boxers», 1898-1900) contra los intrusos extranjeros que

se habían hecho conceder por la fuerza diversos territorios

chinos en una especie de arriendo, originó la

intervención de ocho naciones, entre ellas el Japón, para

quien aquel vecino enorme, blando y sin organización

ni fuerza, era bocado fácil y apetitoso; terreno ideal para

su expansión (1).

La guerra ruso-japonesa, que tuvo lugar, por cierto, en

territorio chino, dio ocasión al establecimiento de los

japoneses en Manchuria y Corea. Tanta humillación y

desastre hizo impopular a la dinastía reinante, ocasionando

la revolución al sur, en Cantón, dirigida por Sun

Yat-sen, médico chino, educado en Europa, protestante

y socialista, y la proclamación de la República, E l norte,

tras el suicidio de Yuan Che-kai, que de virrey se

había erigido en emperador, comenzó un período de dictaduras

militares y de anarquía, que no acabó sino cuando

Tchang Kai-chek, sucesor de Sun Yat-sen, muerto en

1925, entró en Pekín (1928) y se hizo proclamar presidente

de la República.

Luego fue la ocupación de Manchuria por los japoneses

en 1931, la de la provincia de Jehol en 1932 y la formación

del Estado independiente del Manchukuo, al

frente del cual los invasores pusieron a un rey fantasma:

a Pu-Yi, heredero destronado de la caída dinastía

Mandchu. Resultado de todo ello: la guerra chino-japonesa,

en la que este país no pudo obtener un triunfo

definitivo a causa de la ayuda eficaz y descarada prestada

a los chinos por Inglaterra, los Estados Unidos y

la U.R.S.S.

En 1941, China declaró la guerra al Eje (Alemania,

Italia, Japón) y luchó junto a los aliados en Birmania.

La derrota, de los japoneses devolvió a los chinos cuantos

territorios les habían arrebatado aquéllos; pero al

mismo tiempo estalló la rivalidad entre el partido comunista

(que había aprovechado las luchas y desórdenes

anteriores de su país para organizarse poderosamente,

apoyado por la Rusia soviética) y el nacionalista

de Tchang Kai-chek. Dueños los comunistas de la China

del Norte desde 1947, continuaron progresando, y en

1949, tras apoderarse de Shanghai y amenazar Nankín,

obligaron a Tchang Kai-chek a refugiarse en Formosa,

donde sigue, sostenido por los americanos.

Al punto se inició la supremacía de Mao, que aún

continúa.

LAS PRIMERAS M ISIONES EN CHINA

Como dicho queda, fue la dinastía mongola la que

abrió el misterioso país de Oriente a los extranjeros,

y con ello, a la propaganda cristiana. Recuérdese que

Marco Polo (1254-1323) llegó a China, luego de haberatravesado

Badakhchan y el desierto de Gobi, siendo

recibido favorablemente por el Gran Khan (Kublaikhan),

de cuya personalidad, corte, grandeza y dominios

hizo tan brillante y fabulosa relación en su libro.

Pero esta primera propaganda cristiana, empezada con

los mongoles por misiones tanto católicas como protestantes,

se vio pronto interrumpida, no volviendo a

iniciarse seriamente sino a principios del siglo X V II,

desde cuya época ha continuado de una manera regular,

bien que con suerte varia, hasta el advenimiento de la

República china, en que pudo intensificarse gracias a

la proclamación por el nuevo Estado de la libertad de

cultos. Actualmente, con el comunismo, parece haber

entrado en una fase menos favorable. Pero dejemos

esto, mal conocido aún, para ocuparnos de algo de mucho

interés; eq'decir, del estado social y religioso del

enorme Imperio de los «H ijo s del Cielo» cuando los misioneros

jesuítas, a principios del siglo X V II, volvieron

a pisar el suelo del Celeste Imperio.

LA GRAN SORPRESA

China fue siempre un pueblo, o reunión de pueblos,

misterioso para los europeos. Si hoy mismo no se sabe

gran cosa de la evolución que en él se está realizando,

antes de su « comunización» no estábamos tampoco mucho

mejor informados. Durante siglos, el Lejano Oriente

estuvo totalmente aislado de los focos de civilización

occidental. N i la guerra y el comercio, medios de comunicación

por excelencia entre los pueblos, a los que,

como a los hombres, nada les mueve tanto como el interés,

pudieron quebrantar su aislamiento. Grecia y

Roma no parece que tuvieron, o apenas, contacto con el

remoto Imperio de los « Hijos del Cielo». Alejandro detuvo

sus conquistas muy lejos de sus fronteras de entonces.

Fue preciso llegar al siglo X I I I , en época de la

primera dinastía mongola, para que el remoto y misterioso

país empezase al fin a hacerse permeable a la

curiosidad europea. Entonces, algunas informaciones inciertas

de comerciantes audaces y, sobre todo, los interesantísimos

y seguramente exagerados relatos de Marco

Polo, empezaron a descorrer un poco el velo que

durante tantos siglos había envuelto a quellos nebulosos

países lejanos. En fin, en el siglo X V I I y siguientes, la

audacia, valor y tesón de las misiones, la incontenible

expansión comercial, el avance ruso en Siberia, la rapacidad

del Japón naciente y las codicias e insolencias

europeas en busca de mercados, permitieron descorrer

con alguna amplitud el velo que envolvía a la misteriosa

esfinge. Velo que ha vuelto a caer no menos espeso desde

que el comunismo ha clavado su garra en aquel país.

Pero aquellos ardientes misioneros jesuítas del siglo

X V II, ¿qué encontraron, cómo vieron al pueblo chino,

en el que tan audaz y valerosamente pusieron sus

plantas al comenzar el mencionado siglo? Si juzgamos

por ayer mismo (y puede hacerse sin temor a errores

graves, dado el mortecino evolucionar hasta hace poco

de este pueblo), verían y encontrarían, como fácil es

imaginar, un extraño hormiguero humano, víctima físicamente

del hambre, de la desigualdad social y de la

miseria; espiritualmente, un rebaño oscuro, sumido en

cultos extraños, mágicos y supersticiosos, al que unos

cuantos mandarines, déspotas e insolentes, imponían su

férula arbitraria. Verdadera manada de esclavos, regidos

caprichosamente por gobernadores dependientes de

un soberano tan misterioso como ridículo e inaccesible.

Un pueblo inmenso, cuya religión o religiones eran una

mezcla absurda y disparatada de ceremonias extrañas,

sacrificios torpes, cultos brujos y pagodas llenas de

bonzos pedigüeños e ignorantes y de ídolos grotescos.

Un país ideal, en fin, para ser instruido, redimido y

liberado.

Y luego, poco a poco, a medida que los portadores de

la nueva fe fueron aprendiendo el idioma y conociendo

verdaderamente almas y país, sus costumbres y, sobre

todo, su pasado, ¡la gran sorpresa!

Es decir, la serie de sorpresas sucesivas que les fueron

enseñando: primero, que aquel pueblo, tan necesitado

de ayuda, aquel pueblo hambriento y atrasado,

había sido la cuna de la civilización humana; segundo,

que sus religiones habían tenido como base otras de

una sabiduría y de una moral asombrosamente perfectas.

En fin, que jamás una doctrina religiosa conserva

mucho tiempo su pureza original, sino que pronto, al

contrario, se desfigura y torna imposible de reconocer

a causa de su mezcla con los restos de los elementos

atávicos de las religiones precedentes; de tal modo, que

en el transcurso de los tiempos sus adeptos acaban por

poner «religiosamente» en práctica, o sea con todo celo

y buena fe, preceptos diametralmente opuestos y hasta

contrarios a los de su fundador.

Por muy dichgsos, en efecto, se debieron de dar aquellos

buenos misioneros, de que la casualidad hubiese

hecho nacer en China sabios de una inteligencia tan

clara y de un espíritu tan noble y tolerante cual los fundadores

de los sistemas religiosos y morales seguidos

por los hombres que pretendían evangelizar, pues de

otro modo diversa hubiese sido su suerte y muy distinta

la afable acogida que obtuvieron.

¿Quiere esto decir que las ideas admirables de aquellos

sabios ilustres siguiesen enteramente, en vigor?

Evidentemente, no, puesto que, siendo los ideales de los

pueblos lo que más contribuye a su grandeza, y dominando

siempre a las otras naciones aquellas que poseen

los ideales más elevados, no hubiese podido el pueblo

chino llegar al estado de decadencia y abatimiento espiritual

y material en que le encontraban, de haberse conservado

intacta la grandeza del tesoro moral de aquellos

antiguos filósofos.

Pero veamos un poco estos sistemas religiosos a que

hago referencia, cuya tolerante moral permitió a los

misioneros jesuítas empezar a batir en brecha, sin grave

perjuicio personal para ellos, lo que los hombres

suelen defender de ordinario con más fanático tesón:

sus creencias religiosas.

LAS RELIGIONES DE CHINA *

Cuando las doctrinas de los Evangelios empezaron a

intentar abrirse paso en el Imperio chino, había en este

vasto país tres religiones oficiales o, si se quiere, tres

manifestaciones diferentes, puesto que las tres se completaban,

de la religión admitida, a saber: el confucismo,

el taoísmo y él budismo. Las dos primeras, originarias

del país; la última, importada, bien que ya perfectamente

aclimatada y admitida desde el siglo I de

nuestra era.

Digo que se completaban porque cada una de ellas

por sí sola no era capaz de satisfacer esa inquietud espiritual,

mezcla de temor, duda, interés y esperanza que

hace a las criaturas religiosas. Temor y duda de que la

muerte no acabe con las sensaciones; interés y esperanza

de obtener algo bueno en el más allá; y, por ello, el

tratar de atraerse, mediante preces y ofrendas, el favor

de los seres a los que temen y de los que esperan.

E l confucismo, filosofía más que religión propiamente

dicha, sólo hubiese bastado para aquellos que,

seguros de la fuerza de sus creencias, cruzaban la vida

protegidos por una serena calma estoica. Los perseguidos,

en cambio, por dudas ultraterrenas hallaban un

bálsamo consolador en las doctrinas metafísicas del budismo.

Los aún más perseguidos por los temores de lo

desconocido, por las tinieblas del más allá y por la duda

de lo que pudiera existir tras la muerte, éstos encontra*

Véase en el tomo I de mi Historia de las relativo a las de la China y a Confucio, t raRtealdigoio naellsí tcoodno llao debida amplitud.

ban en los dogmas taoístas con qué dar paz a su espíritu

atormentado.

¿Cómo y en qué proporción estaban (y están aún) repartidas

las tres creencias?

Preciso es reconocer, ante todo, que siempre, en el

transcurso de los siglos, el confucismo fue la doctrina

predominante en la corte y entre los hombres letrados.

Como es preciso declarar que si budismo y taoísmo

fueron constantemente tolerantes con su rival, éste

no se mostró asimismo tan transigente, bien que sus

persecuciones no adquiriesen 'jamás el grado de fanatismo

y de crueldad de las persecuciones religiosas en

Occidente. Y ello, sin duda, porque, siendo el confucismo,

como dicho queda, más bien filosofía que religión,

jamás una filosofía empuja a sus adeptos a persecuciones

implacables. Además, si en Occidente las

guerras políticas fueron siempre sostenidas por violentos

celos religiosos, en China, por el contrario, se ha

solido dar carácter religioso, para justificarlas, a la mayor

parte de las luchas políticas (2).

Todo ello daba como resultado que si los letrados

confucistas despreciaban el budismo, el taoismo y a su

clero, muy inferior a ellos en cultura, el pueblo, sin

hacer una distinción especial entre las tres creencias,

usaba las tres religiones, aplicando los preceptos de

cada una como mejor convenía a cada circunstancia y

a cada momento. Así, el dicho chino «las tres religiones

no hacen sino una» era la regla general, regla que permitía

a cada uno ir al templo que más le placía (3).

Por supuesto, ni Confucio ni Laotsé, padre del taoísmo,

fueron verdaderos fundadores de religiones. Cuanto

hicieron, como Sakiamuni, fue modificar y adaptar

a nuevas condiciones de vida y a otras necesidades espirituales

sistemas religiosos ya anticuados. Las religiones,

como todo lo humano, son hijas del tiempo y del

espacio: en éste nacen y en aquél mueren. Confucio, al

infundir nueva vida a la envejecida sabiduría antigua

del pueblo chino, tomó la vía político-religiosa; Laotsé,

la ascético-mística (4). Pero si el confucismo había

degenerado en el transcurso de los siglos, en él taoísmo

no prendió menos pronto el antiguo animismo espiritualista

y mágico que en China, como en todos los

pueblos, -fue la primera religión organizada (5).

De donde resulta que la religión que encontraron

aquellos animosos misioneros del siglo X V I I al llegar

a China, la religión dominante en el país entonces, como

ahora (6), fue una mezcla de las tres grandes doctrinas

implantadas sobre la primitiva magia religiosa, de cuyas

supersticiones tan sólo los letrados confucistas superiores

han estado siempre alejados.

Ahora bien, las tres religiones implantadas sobre la

primitiva magia ¿eran las de aquellos tres hombres eminentes?

En modo alguno. Lo que hallaron fue una torpe amalgama

del antiguo animismo espiritualista y mágico con

las doctrinas ya muy degeneradas y modificadas de los

tres fundadores. Amalgama en la que predominaban las

prácticas mágicas, que no eran, en realidad, ni confucistas

ni taoístas, sino que constituían una mezcla de.

ambos cultos a lo que se añadían prácticas budistas.

Tal era la religión del pueblo y del letrado medio confucista,

lleno también de supersticiones, a las que los

taoístas se entregaban asimismo.

Es decir, que el confucismo aquel, lejos de ser el

culto moral de otros tiempos, se entregaba a un animismo

que permitía la adoración de dioses y demonios.

Entre aquéllos estaba el Cielo, divinidad suprema y que

no era en modo alguno el lugar reservado a los justos

tras la muerte, sino que se tomaba esta palabra en un

sentido más lato al que daban los misioneros católicos

a la palabra Providencia; pero sin unir a ella ninguna

idea personal.

P o r supuesto, la religión de Confucio siempre tuvo

sus raíces en el animismo. En aquel animismo primitivo,

que fue. la primera religión propiamente dicha de

China; animismo que inculcaba el culto de las fuerzas

de la Naturaleza y el de los espíritus que mandaban en

los fenómenos naturales (7); espíritus, claro está, que

dependían, a su vez, de un Soberano Supremo personal,

que gobernaba la creación entera. Más tarde, la idolatría

búdica y el culto taoísta a los héroes movieron a canonizar

a los guerreros y a los hombres de Estado (8), lo

que, unido al culto en honor de los muertos y a los sacrificios,

daban aquel caos religioso, tan distinto de las

primitivas doctrinas de Laotsé y de Confucio.

En resumen, él confucismo comprendía entonces,

cuando los misioneros del siglo X V II, cual comprende

aún hoy, además de la forma muy degenerada del primitivo

culto aconsejado y seguido por Confucio mismo,

el culto a él mismo y a algunos de sus discípulos (9).

El taoísmo veneraba a sus divinidades y observaba las

prácticas de su escuela, muy degeneradas a su vez, pues

tras haber abandonado la búsqueda de lo absoluto y

de la inmortalidad, se daba, y sigue dándose, a la brujería,

a la taumaturgia y a la práctica y culto de la

magia anterior a Laotsé y a Confucio. Añádase a esto

las prácticas budistas, muy particularmente sus oficios

por los muertos, y las seguidas por una decena de millones

de musulmanes, y tendremos completo el cuadro

religioso que hallaron al llegar a China aquellos misioneros

jesuítas hace tres siglos. Que, por cierto, una vez

versados en la lengua y ya conocedores de la obra y

méritos de los dos grandes sabios, muy particularmente

de Confucio; admirados de su sorprendente y profunda

sabiduría, de sus enseñanzas tan morales y perfectas y

al darse cuenta de que, gracias a él, que había recogido

en sus libros los documentos más antiguos de la historia

del Mundo, la civilización china podía considerarse

como la primera no solamente en origen, sino en perfección;

en fin, ante la alta razón y sentido eminentemente

moral que presidía la obra del gran Maestro,

propusieron al Papa de Roma que le incluyese entre

los Santos de la Iglesia.

No fueron escuchados, claro; pero el gesto fue generoso

y noble. I r a enseñar y encontrarse que tenían que

aprender; a llevar cultura y enfrentarse con otra que

moralmente no podían sobrepujar; portadores de civilización

y tener que detenerse ante otra más avanzada,

y reconocer todo esto e inclinarse ante ello, fue justo y

fue hermoso. Porque, en efecto, ¿dónde encontrar, fuera

del «Chu-King», ideas más puras sobre la divinidad y

su acción continua y benéfica sobre el Mundo? ¿Dónde

una más elevada filosofía? ¿Dónde que la razón humana

haya estado jamás mejor representada? ¿En qué

libro sagrado de cualquier tiempo, máximas más hermosas?

¿E ideas más nobles y elevadas que en el «Lun-

Yu», ni una filosofía como la de las «Conversaciones»,

que, lejos de perderse en especulaciones vanas, alcanza

con sus preceptos a todas las ocasiones de la vida y a

todas las relaciones sociales, y cuya base primordial es

la constante mejora de sí mismo y de los demás?

He aquí por qué Confucio, tras él, Mencio (10), y más

tarde Tchu-hi (11) deben ocupar puestos preeminentes

entre los genios que han iluminado con su brillo el

camino de la humanidad, guiándola por la senda de la

civilización y del verdadero progreso.

Mientras que otras naciones de la tierra levantaban

por todas partes templos a dioses imaginarios (a animales

muchas veces} o a divinidades imposibles, brutales,

crueles y sanguinarias, es decir, a su imagen, los

chinos los erigían en honor del apóstol de la sabiduría

y de la tolerancia, del gran maestro de la moral y de la

virtud: Confucio.

Veamos quién era y cómo era este gran hombre, a

quien la admiración de sus compatriotas llevó a los

altares.

LA VIDA

Kung-Fu-Tsé (12) vio la luz, según se dice, el décimo

mes del año 552 a. de J. (13). Su padre, Schu-Liang-Ho,

antiguo guerrero, viejo ya y temiendo morir sin sucesor

varón que continuase celebrando el culto a los antepasados,

pues de su mujer legítima no tenía sino nueve

hijas (14), repudió a ésta y solicitó en matrimonio a

una de las tres herederas de otra familia honorable:

de cierto caballero de la casa de Yen. Este reunió a sus

hijas y las hizo saber el propósito y cualidades del

setentón, y ante el silencio elocuente de sus hermanas,

la más pequeña aceptó la carga. Meses después nacía

el futuro maestro, que fue denominado primeramente

Kin (15).

A propósito de su infancia se dice que gustaba entretenerse

imitando las ceremonias rituales y limpiando

y ordenando cuidadosamente las vasijas destinadas a

los sacrificios (16). Fuera de este detalle, todo lo relativo

a sus primeros años ha pasado sumido en un razonable

silencio (17).

A los diecinueve años contrajo matrimonio y, como

era pobre, tuvo que aceptar para poder vivir varias

colocaciones subalternas, en las que pronto se hizo notar

a causa de su escrupuloso celo en el cumplimiento

de sus obligaciones (18). Este celo, unido a la inteligencia

y buen juicio que demostró en la administración

de sus cargos,1 debieron atraer ya sobre él la atención

pública. Las diferencias y querellas entre los proveedores

de granos y los pastores, con los cuales tuvo que

tratar, debieron darle ocasión más de una vez para que

demostrase, interviniendo, cualidades de sensatez, prudencia,

buen juicio y rectitud, que empezaron a labrar

en torno suyo la aureola de sabio, que ya no hizo sino

crecer de día en día. Por su parte, pronto debió comprender

claramente cuán necesario era en una época

tan revuelta y turbada cual en la que vivía, simplificar

el enmarañadísimo tinglado de la moral y enseñanzas

tradicionales, y sintiéndose con ánimos para llevar a

cabo tan ardua labor, se aplicó al estudio, con la esperanza

de hacer llegar al pueblo la esencia y virtud de

aquella ciencia antigua que tal cual estaba no comprendían.

Y fue por entonces, en plena juventud y en pleno

ardor, cuando tuvo el atisbo genial de enunciar su «regía

de oro», la sublime máxima sobre la que tantas

veces se ha vuelto después: «N o hagáis a otros lo que no

quisierais que os hiciesen a vosotros mismos» (19).

De su vida privada se sabe muy poco. De su mujer,

nada o casi nada. Tuvo con ella un hijo y dos hijas. El

hijo murió el año 482, año particularmente funesto para

Confucio, puesto que la muerte te arrebató también a

Yan-Hui, su discípulo predilecto, el que mejor le comprendía

(20). En cambio, el hijo de Confucio no tenía

la grandeza de su padre; parece ser que era tranquilo

y poco sobresaliente. Murió a los cincuenta años, tras

haber vivido inadvertido. Dejó un hijo de treinta, llamado

Tsi Si, que llegó a ser, tras la muerte de su abuelo,

un jefe de escuela estimable.

E l matrimonio de Confucio no duró sino cuatro años.

La ruptura debió de tener lugar de un modo efectivo,

y por causa, la larga ausencia de Kungtsé con motivo

de la muerte de su madre.

En efecto, Confucio, siguiendo la costumbre de su

época, que obligaba a los hijos a un prolongado retiro

cuando morían sus padres, permaneció recogido durante

veintisiete meses, y seguramente entregado a la meditación

de sus planes futuros, al morir su madre, a la

que, por ¡o visto (debía de ser una mujer delicada e

inteligente), le unía un afecto singular. La enterró junto

a su padre, en Fang. Por el «L ib ro de los Ritos» y po r

uno de los libros de las «Conversaciones» se tienen

noticias bastantes precisas de todos estos sucesos (21).

Acabado el duelo empezó su verdadera vida de maestro.

Con su mujer no volvió a tener relación alguna;

con otra mujer cualquiera, tampoco. Toda su vida no

fue ya sino ejemplo y enseñanza. Y peregrinación de

un Estado a otro, ofreciendo sus servicios, sus consejos

y su ejemplo.

En realidad, poco después de su matrimonio había

empezado ya a enseñar y a tener discípulos, pese a su

temprana edad (veintidós o veintitrés años), porque

su sabiduría, según se cuenta, era muy grande. Pero,

tras el retiro, su existencia entera no fue ya otra cosa.

Tanto más cuanto que entonces pudo hacer beneficiar

a los que le seguían, cuyo número aumentaba incesantemente

(se cuenta que llegó a tener 3.000 discípulos),

del fruto de sus meditaciones junto a la tumba de sus

padres.

Las enseñanzas de Confucio, sin contar las ocasiones

que su vida errante le ofrecía de decir y aconsejar,

comprendían conocimientos fijos a propósito de historia,

literatura, moral y, sobre todo, música y política.

Hasta él podían llegar y ser sus discípulos no solamente

los hijos de las familias ricas, sino los pobres. Amor

hacia la virtud y espíritu de t/abajo era cuanto exigía

para ser seguido. El secreto de su éxito estaba, por lo

demás, tanto en su palabra como en su ejemplo (22).

Como Sókrates, Confucio debía de ser uno de esos hombres

de tan certero juicio y perfecta honradez cívica,

de tan austera moral y tal pureza de vida, de costumbres

tan equilibradas y sanas, que se buscaba con avidez

su compañía y su consejo. Por otra parte, su talento

natural y su innato conocimiento de los hombres

le habían dadoi'sin duda desde muy pronto, esa experiencia

de la vida que de ordinario tan sólo se consigue

a fuerza de tiempo, de dolores y de desengaños. Todo

ello, unido a su certero instinto pedagógico, hacía de él

un maestro perfecto. Además, un fondo de segura razón

y un perfecto equilibrio espiritual que le hacían huir

siempre tanto de lo sobrenatural como de lo revolucionario

y violento, su delicadeza de sentimientos y su

profunda humanidad, hacían de él un refugio tan placentero

como razonable y seguro (23).

Por entonces, tendría Confucio treinta años, puede

situarse su gran viaje a Lo, capital del antiguo reino

Tschu (24), viaje que le permitió, entre otras grandes

emociones, conocer a Laotsé o Lao Tan, que era a la sazón

bibliotecario de la corte y que gozaba de grandísimo

prestigio (25).

Laotsé, que no creía en los dioses ni en los seres

sobrenaturales, dio sabios consejos a su visitante (26).

Tras esta entrevista viene un período de cerca de

veinte años, durante los cuales el maestro viaja, enseña

y se pone en contacto con diferentes príncipes, en cuyas

rivalidades y querellas interviene, solicitado por

ellos. Cierto que, en general, de modo no muy fructuoso,

pues nada más arisco a los ambiciosos y violentos

que los consejos prudentes. Y doblaba ya los cincuenta

cuando el príncipe de Lu le hizo, primero, ministro de

Trabajos Públicos (27), y un año más tarde, ministro

de Justicia (28). En este cargo sus ideas se revelaron

no menos prácticas que en el anterior, y sus procedimientos

de administración de justicia dieron resultado

excelente (29).

No obstante, Confucio no ejerció el cargo sino cuatro

años. Cuando en el vecino Estado de Ts-i supieron que

había sido elevado a tan importante puesto, temiendo

que, gracias a sus consejos, el país que los recibía se

engrandeciese demasiado, llenos de recelo y de temor,

pues nada más peligroso para el débil que la proximidad

del fuerte, decidieron anularle. Es decir, contrarrestar

su obra de rectitud y depuración de costumbres.

Y escogiendo para ello una compañía de ochenta danzarinas

diestras no solamente en tocar toda clase de

instrumentos sino en las artes de seducción, se las enviaron

al duque de Lu, sabiendo muy bien cuál era el

flaco de este príncipe. Y, en efecto, no tardó el libertino

en abandonar con alegría la severa vida a que Confucio

le había constreñido con sus consejos y ejemplos, para

entregarse de nuevo a los placeres carnales y a toda

suerte de desarreglos y extravíos. Entonces, Confucio,

al ver, tras varios días en que inútilmente trató de obtener

audiencia de su soberano, que cuanto había hecho

durante muchos meses se había venido al suelo, abandonó

su cargo y hasta el país, y se marchó desilusionado

y decidido a no ofrecer sus servicios sino a un hombre

íntegro, si le encontraba. Luego, tras trece años de

buscar en vano, volvió a Lu. Pero, en vez de entrar otra

vez al servicio del duque, dedicó el tiempo que le quedó

de vida, de sesenta y ocho a setenta y dos años, a continuar

su magna labor de extractar los textos clásicos.

Al comenzar el verano del año 419 se extinguió la vida

terrenal del maestro. Parece ser que ciertos ensueños

que tuvo le anunciaron su próximo fin y le prepararon

a él. Según se afirma, se vio* en ellos sentado en el

templo entre pilastras rojas. También se dice que una

mañana se levantó al alba y paseó por el patio, cantando,

dificultosamente: «E l taischan se derrumba, la viga

se rompe, el sabio termina su vida.» Luego volvió a su

habitación y guardó silencio. Tsi Kung le preguntó qué

significaba su canción. Entonces Confucio, tras referirle

su sueño, añadió: «N o veo ningún rey sabio. ¿Quién

podría escucharme? ¡Tengo que m o rir!» Luego se acostó

en su lecho y tras lenta agonía, que duró siete días,

acabó (30).

martes, 1 de agosto de 2023

C. S. KIRK, J. E. RAVEN Y M. SCHOFIELD LOS FILÓSOFOS PRESOCRÁTICOS HISTORIA CRÍTICA CON SELECCIÓN DE TEXTOS VERSIÓN ESPAÑOLA DE JESÚS GARCÍA FERNÁNDEZ SEGUNDA EDICIÓN PARTE II-FRAGMENTO

  

 


 

C. S. KIRK, J. E. RAVEN Y M. SCHOFIELD

 

LOS    FILÓSOFOS PRESOCRÁTICOS

 

HISTORIA CRÍTICA CON SELECCIÓN DE TEXTOS

 

VERSIÓN ESPAÑOLA

 

DE JESÚS GARCÍA FERNÁNDEZ

 

SEGUNDA EDICIÓN

 

 

PARTE II

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EDITORIAL   GREDOS

 

Libera los Libros


 

 

 

 

 

Indice

 

LA FILOSOFÍA EN EL OCCIDENTE (GRIEGO) 3

CAPITULO VII - PITÁGORAS DE SAMOS.. 5

CAPÍTULO VIII - PARMÉNIDES   DE   ELEA.. 39

CAPÍTULO IX  -  ZENÓN  DE  ELEA.. 70

CAPÍTULO X -  EMPÉDOCLES  DE  ACRAGAS.. 93

CAPÍTULO XI - FILOLAO DE CROTONA Y EL PITAGORISMO DEL SIGLO V.. 152

 

nota: si ud. no ve, a continuación de esta nota, la palabra “logos”, escrita  en caracaters griegos, deberá instalar la fuente SPionic que se provee junto a este e-book:

lo/goj

 

LA FILOSOFÍA EN EL OCCIDENTE (GRIEGO)

 

Los dos primeros filósofos conocidos que enseñaron en las ciudades griegas del Sur de Italia fueron dos emigrantes de Jonia, Jenófanes y Pitágoras, que florecieron hacia el final del siglo vi a. C. Pero las filosofías que se desarrollaron en el Sur de Italia fueron, desde el principio, muy diferentes en sus motivos impulsores y en su Índole de las de los Milesios. Mientras que éstos se sintieron impulsados por una curiosidad intelectual y la insatisfacción con las viejas versiones mitológicas, en un intento por procurar una sistemática explicación física de los fenómenos físi­cos, el impulso subyacente al pitagorismo fue de orden religioso y los eleáticos Parménides y Zenón propusieron paradojas metafísicas que destruyeron, de raíz, la creencia en la existencia misma del mundo natural. El único pensador importante que continuó en Occidente la tradición Jonia de investigación sobre la naturaleza, de un modo similar a su espíritu, fue el filósofo siciliano Empédocles. A pesar de todo, experimentó una poderosa influencia tanto del pensamiento pitagórico co­mo del de Parménides; su sistema está enmascarado por preocupaciones metafísicas y religiosas, así como por una imaginación audaz (por no decir fantástica), extraor­dinariamente personal.

 

Resulta tentador conjeturar que estas diferencias entre la filosofía griega occi­dental y la Jonia están en relación con diferencias en las condiciones sociales y políti­cas de la vida en estas partes tan distantes del mundo griego. El Sur de Italia y de Sicilia fue, ciertamente, la residencia de cultos mistéricos vinculados a la muerte y a la adoración de dioses del inframundo, mientras que este tipo de actividad reli­giosa tuvo escasa presencia en las ciudades de la costa ribereña de Jonia. Se ha sugerido que las ciudades occidentales eran inherentemente menos estables y que el compromiso de sus ciudadanos con los valores típicamente políticos de la polis griega estaba menos enraizado que en cualquier otra parte de Grecia (sin duda, la guerra entre los estados de Italia y Sicilia parece haber sido extraordinariamente encarnizada, hasta el punto de que originó deportaciones de poblaciones enteras y el arrasamiento total de sus moradas: la destrucción de Síbaris en el año 510 a.C. fue la más famosa de estas atrocidades). Cualquiera que sea la verdad de estas especulaciones, fue, en el Sur de Italia y no en Jonia, donde nacieron los elementos más distintivos de la moderna concepción de la filosofía. Pitágoras es el arquetipo del filósofo considerado como sabio, que enseña a los hombres el signi­ficado de la vida y de la muerte y Parménides es el fundador de la filosofía, entendi­da no como investigación de primer orden sobre la naturaleza de las cosas (lo que actualmente constituye la parcela de las ciencias naturales), sino como un estudio de segundo orden sobre lo que quiere decir el que algo exista, esté en movimiento o sea una pluralidad. Es significativo que, desde el principio, estas dos preocupacio­nes estuvieron asociadas a dos tipos muy diferentes de mentalidad, actitud que aún subsiste como característica de una misma denominación: la filosofía

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