jueves, 25 de mayo de 2023

Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

  


 

 

 

           

 

 

  Dario Argento

 

 

o la alquimia del miedo

 

 

 




Salvador Bernabé

 


 

 

 

Título original: Dario Argento o la alquimia del miedo

 

Salvador Bernabé, 2001

 

Diseño de cubierta: Recesvinto

 

Editor digital: Titivilus

 

ePub base r1.2

 

 

 

 

 

 

 


 
 Para Samuel, pirata de primavera,

bajo cuyo pabellón navegan los insignes Chucky, Creepy y Tom Savini;

y un grumete pokemón oculto en el barril de las manzanas.

Con el sincero deseo de que algún día le alcance la luz de Moonfleet.

 

 

 

 


 
 
 1a Parte.
 Introducción

 

 

  Introducción a Dario Argento

 

 

 «En la infancia no desfigura muñecas, no rompe platos ni martiriza animales. Pero apenas crece, se siente atraído de manera irresistible precisamente por esa clase de diversiones. Busca febrilmente una esfera de aplicación en la que pueda manifestar sus apetitos de la manera menos peligrosa. Así, no puede dejar de convertirse en director de cine…».

 

S. M. Eisenstein

“A lo largo de mi carrera he matado a más de 150 personas” confesó, finalmente, Dario Argento en Sitges, en octubre de 1999, durante la XXXII edición del Festival Internacional de Cinema de Catalunya. La transparente inculpación podría pasar por una justificable broma del maestro del giallo, si no fuera por la denodada convicción con que el autor de «Rojo oscuro» se ha entregado siempre al arte del crimen cinematográfico. Como él mismo refiere en la entrevista incluida en este libro, todo empezó de una forma fortuita durante el rodaje de «El pájaro de las plumas de cristal», su impactante ópera prima, cuando, para ajustarse al tiempo y al presupuesto del que disponía, utilizó la imagen de sus propias manos para dar vida a las del primero de sus múltiples psicópatas de celuloide. La puntual improvisación le sedujo en tal grado que la adoptó luego, de forma sistemática, hasta el extremo de convertirla en dogma para todas sus puestas en crimen. Uno de los placeres adicionales que proporciona el cine de Dario Argento es la contemplación de esas manos de artesano, en conexión con el impulso criminal del lunático que actúa desde la sombra. Pero tan sugestiva transferencia posee connotaciones que desbordan su componente lúdico. O, al menos, así nos gusta sentirlo. Las manos de Argento contienen el goce de la huella que se inserta adrede en el delito, pero son también la evidente encarnación de una presencia habitual en los ritos sacrificiales: la del chamán que, pertinentemente ungido del poder que su estatus le confiere, va a hacer posible y efectiva la ceremonia. Presentes en cada uno de sus films, las manos de Argento son la encarnación radical de un demiurgo que, lejos de contentarse con dirigir el film desde el exterior, se adentra en él con una incontinencia kamikaze. Junto a esas manos de naturaleza oscura y taumatúrgica, Argento libera su delirio escoptofílico mediante una cámara de subjetividad esquizofrénica, al conjugar la mirada del asesino y la del cineasta, que se cuela en el relato aprovechando el vacío que deja el encuadre. El terror que proporciona esa mirada tiene el mismo origen que las manos asesinas: nace de una ambigüedad no poco opresiva. ¿Quién mira a las víctimas? ¿Argento? ¿El criminal? ¿Su público? Con su celebración casi autobiográfica del crimen, su prolífica expresión artesanal de un insaciable complejo de Orlac, y su malabarista necesidad de convertirse en un nuevo fotógrafo del pánico que prolongue los manierismos de «Peeping Tom», Dario Argento ha terminado por elaborar una presencia fantasmagórica y liminar que habita en los intersticios que separan al realizador de sus películas. Ese ente intermedio canaliza lo más desasosegante que esconde su creación artística. El espectro intangible que el director agita, a manera de máscara, como reclamo para sus más acérrimos seguidores esconde, entre su pliegues, las claves de la condición chamánica de su arte: su capacidad alquímica para extraer, de la naturaleza evanescente del celuloide, el elemento matérico del miedo.

Mario Bava —maestro iniciador de Argento por tantas razones— soñó una vez en un músico que tocaba una serenata con los nervios de su brazo. Émulo de esa bella parábola onírica. Argento ha ejecutado, con gravedad extrema, una sinfonía cinematográfica de excesos sadomasoquistas a la que nunca ha querido dar límites. Es una implicación directa con el material en que se forjan sus antológicas series criminales lo que consigue revelar ante su público la cara pura y dura del terror. Los objetivos eminentemente catárticos de esa operación son compartibles por sus espectadores, pero nacen de las necesidades de su propio autor. Los miedos que convoca el cine de Dario Argento son los miedos originarios del cineasta, aunque su transferencia en la platea sea ritualmente posible por su saber chamánico, por su dominio de la liturgia. El diálogo que las víctimas de sus películas sienten con el verdugo es, también, el diálogo solitario de los espectadores con sus propios miedos, que el estilo sacerdotal de Dario Argento pone al descubierto. Ese viaje hacia un mundo solitario y despoblado (despoblada es siempre la escenografía de sus películas, programáticamente antinaturalista), lleva implícito el recurso al mundo de lo sueños, pesadillas íntimas que parecen constituir la única geografía posible de su entramado dramatúrgico. La ausencia de lógica de muchos de sus guiones, sustituida por una magistral coherencia simbólica, traslada su cine a un territorio de abstracción máxima, a las antípodas de toda tentación realista. En el corazón de esa poética, existen unos trazos persistentes que afirman la irreductible identidad del cineasta. Antes de pasar a estudiar, film a film, los prodigios concretos que se plasman en su construcción artesanal y alquímica del miedo, puede ser útil al lector que repasemos brevemente algunas de las claves de su arte ritual.

Una de las condiciones que tuvo que aceptar Dario Argento para el rodaje de la serie de televisión «La porta sul buio» fue la de no incluir ningún cuchillo, por estar considerado un símbolo fálico que no tenía cabida en la moral de la pequeña pantalla. Ni corto ni perezoso, el cineasta se decidió, en el episodio «Il tram», por un gancho de hierro, artilugio sin duda tenebroso al que los ejecutivos de la RAI dieron, paradójicamente, su visto bueno. Fálicas o no, las armas en el giallo son tan decisivas como el crimen y la sangre. En el cine de Dario Argento reina el arma blanca (cuchillos de brillante y erecto filo, dagas aristocráticas, tijeras puntiagudas, navajas de afeitar)… pero tampoco se excluyen las armas de fuego, ni las hachas de leñador, las hachetas de carnicero, un buen lazo de estrangulador (o un improvisado alambre para el mismo efecto), una jeringuilla con veneno, un cortador de cabezas eléctrico, o el simple cristal roto de una ventana. Los asesinos de sus films son auténticos profesionales, devotos de sus herramientas: una imagen clásica de sus películas es la que nos muestra la intimidad del criminal en contacto con las armas, observándolas, eligiendo la más precisa. La cámara de Argento las privilegia siempre, aislándolas de la secuencia con primerísimos planos, y filmándolas con delectación fetichista. Las armas son el rostro del criminal, lo representan metonímicamente, y se cargan de su malignidad. Hagamos inventario:

 

 

 

 

 

La mirada de Cristina Marsillach, víctima de la alquimia del maestro, en «Opera».

 

 

 


  El demonio de las armas

 

 

«… y en su boca abierta sintió el agudo filo de un cuchillo atravesándole la lengua y después la mejilla; chirrió la hoja al tropezar con los dientes».

 

‘El cuchillo’, Patricia Highsmith.

—Armas blancas. La herramienta destructora más utilizada en el cine de Dario Argento es el cuchillo o la daga. Pocas veces se han visto instrumentos criminales poseídos de tanta física ferocidad. Entre el cuchillo fálico que arranca la ropa a una de las víctimas en «El pájaro de las plumas de cristal» y la cuchillada mortal que le infringe el cazador de ratas a Erik en «Il fantasma dell’Opera», median una selecta colección de crímenes protagonizados por arma blanca: el rostro de la amante de Roberto se refleja fugazmente en la hoja del cuchillo que se abate inexorable sobre ella en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris»; el profesor Giordani se arma con una daga para defenderse del asesino que le acecha, ignorando que empuña el instrumento que causará su propia muerte, en «Rojo oscuro»; una de las alumnas de la misteriosa academia de baile de «Suspiria» es apuñalada una y otra vez, mientras contemplamos, en opresivo primer plano, la hoja del cuchillo abriendo brechas en su corazón; Sara, la amiga del protagonista de «Inferno», es brutalmente asesinada por el mismo cuchillo que ha atravesado el cuello de un escéptico cronista deportivo; el agente literario de Peter Neal es apuñalado en el vientre por un reluciente cuchillo en medio de una plaza pública y a pleno día, en «Tenebrae»; la daga es el instrumento ritual en los juegos sexuales y criminales de Santini y la madre de Betty, en «Opera»; en ese mismo film, es el arma que utilizará el primero para asesinar al amante de Betty, para destrozar su vestido de Lady Macbeth, y para saciar su impulso criminal destazando unos cuantos cuervos.

Una variante en el instrumental con filo muy querida por Argento es la clásica navaja de afeitar. La encontramos ya en «El pájaro de las plumas de cristal»: un asesinato en un ascensor, con la joven víctima interponiendo las manos para protegerse mientras su atacante se las corta sucesivamente. La navaja vuelve a ser protagonista en la muerte de la Sara de «Suspiria»: destaca el momento en que el arma intenta abrir el pestillo de la puerta tras la que se esconde la víctima, y el primer plano del filo cortándole el cuello. Y en «Tenebrae», una navaja es el arma que utiliza el asesino que se inspira presuntamente en los libros del escritor Peter Neal, y la que éste mismo utilizará para fingir su muerte; Argento ironiza al descubrirnos la falsedad del artilugio: una hoja de pega con un pequeño depósito de hemoglobina que se acciona al presionar.

 

 

 

 

 

Dario Argento empuñando uno de sus más queridos instrumentos litúrgicos.

 

 

—Armas de fuego. Son las que menos abundan. La secuencia del tiroteo del que es víctima Sam Dalmas en «El pájaro de las plumas de cristal» sorprende por la poca relación que tiene con el cine que después ha practicado Argento.

A pesar de todo, un arma de fuego puede convertir una secuencia en un espectacular tour de force técnico en el clímax de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris»: Nina Tobias dispara contra su marido, y el ralentí nos deja apreciar nítidamente cómo la bala sale del cañón. La imagen, que tiene su origen en «Performance» de Nicolás Roeg y Donald Cammell, volverá a ser tratada por el cineasta romano en «Opera», pero de forma espectacular e hiperbólica: el personaje interpretado por Daría Nicolodi intenta ver el rostro del asesino a través del ojo de la cerradura; el asesino dispara su arma y Argento nos coloca en el interior de la mirilla para ofrecemos una visión insólita de la trayectoria de la bala. Años más tarde, en «La sindrome di Stendhal», la visualización de un proyectil que sale de la pistola y traspasa la cara de una joven es una de las imágenes de impacto que sobrecoge por su efectividad visual inmediata, pero también como la guinda cruel de la experiencia brutal que vive la protagonista en Florencia.

—El lazo. Al inicio de «Los estranguladores de Bombay» de Terence Fisher, el cabecilla de la secta asesina que protagoniza el film contaba a los neófitos el mito fundacional del grupo: un combate entre la diosa Kali y un feroz monstruo se saldaba con la victoria de la primera; sin embargo, de las gotas de sangre de su contrincante muerto nacían nuevos monstruos en lo que prometía ser una cadena infinita. A fin de evitarlo, la diosa utilizó un lazo de seda. No sabemos si la escasez de estranguladores en las películas de Dario Argento viene motivada precisamente por ser un método excesivamente cauto con la sangre, un elemento indispensable de sus puestas en crimen. En todo caso, el cineasta eligió el lazo como rnodus operandi del asesino genético de «El gato de las nueve colas», quizás como homenaje a uno de sus mitos del terror, el Erik de «Il fantasma dell’Opera», del cual cuenta Gastón Lerroux que era un experto en el manejo del lazo de Pendjab (como recordaba la versión cinematográfica de Lon Chaney, donde los dos protagonistas debían mantener el brazo alzado durante su descenso a los subterráneos de la ópera para evitar que el fantasma les sorprendiera con el susodicho lazo). «El gato de las nueve colas» contenía dos muertes por asfixia: la del fotógrafo Righetto y la de Bianca Merusi, dos asesinatos a los que el cineasta sabía dotar del tempo cinematográfico que demanda el letal ejercicio del lazo. Una variación sobre el tema se produce en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris», con Nina Tobias utilizando un alambre para acabar con la vida de su cómplice, pero con una puesta en crimen más elíptica.

Peter Neal, en «Tenebrae», recuperaría el lazo para acabar con su joven e incauto admirador Guianni, en un plano en el que la subjetividad del criminal y la mirada de la víctima era tan tensa como el lazo que les unía.

 

 

 

 

 

Sara, literalmente digerida en uno de los ámbitos siniestros de «Suspiria».

 

 

—Tijeras. En «El pájaro de las plumas de cristal» el criminal asedia a Julia en su apartamento. La joven, aterrorizada, ve impotente cómo su asaltante va abriendo pacientemente un agujero en la puerta utilizando un cuchillo. Julia se arma con unas tijeras, y cuando el asesino mira a través del hueco se lanza hacia él. Aunque su ataque falla, la sensación que transmite la posible colisión entre el ojo y la punta de la tijera es escalofriante. Las tijeras de la posterior «Phenomena» sí alcanzan su objetivo, clavándose primero en la mano de la turista que interpreta Fiora Argento, y después en su vientre. El rocambolesco ejemplo de «Opera» hace gala de una brutalidad sin cuento: la víctima, al morir, se traga una pulsera en la que figura el nombre de su asesino. Este utiliza la punta de las tijeras para hurgar en la boca de la muerta, y ante la inutilidad de este gesto se decide sin más dilación por la autopsia.

—Cristales. Helga Ulman, la vidente de «Rojo oscuro», se estrella contra el cristal de la ventana después de recibir un último golpe de hacheta: su cuerpo cae a peso y se incrusta en el cristal astillado de la base. Con esta hiriente conclusión, Dario Argento se inicia en los placeres sádicos de la comunión entre la carne y el cristal, debilidad para la cual no ha dudado, en los años siguientes, en orquestar quebradizas set pieces de formato barroco, entre las que destaca la del crimen inicial de «Suspiria», con el techo de cristal viniéndose abajo después de engullir a una de las víctimas y eliminar, de paso, a su aterrorizada amiga con la mortal lluvia de fragmentos. Tan cortante modalidad criminal irá apareciendo de forma intermitente en su filmografía: la hermana del protagonista de «Inferno» muere degollada por una improvisada guillotina de cristal que una mano se encarga de hacer descender un par de veces; en «Tenebrae» la frenética noche de la louma (artilugio especial que posibilitó una serie de complicados movimientos de la cámara sobre la fachada de la casa de las víctimas) se salda con la muerte de dos mujeres, una de las cuales encuentra el reposo definitivo entre los filos de una cristalera que encuentra trágicamente en su camino; y en «Phenomena», la turista danesa del inicio sigue una suerte similar al embestir el cristal del mirador de una cascada, después de ser apuñalada.

—Hachas, hachetas y otras formas de cortar cabezas. La hacheta de «Rojo oscuro», con la cual era asesinada la médium, pesa con rotundidad en la memoria del aficionado por la gran interpretación que Argento conseguía del instrumento: un montaje encadenadamente agresivo daba a la truculencia gore —el filo abriéndose camino en la víctima— más trascendencia de la que en realidad tenía. Peter Neal, el escritor loco de «Tenebrae», alterna, como ya hemos dicho, el arma blanca con el lazo, pero obtiene sus mejores páginas empuñando el hacha, como el Jack Torrance de «El resplandor». De sus sangrientos resultados se hacen perfecto eco los cadáveres que se amontonan en el suelo del escenario en el último acto del film. Pero la reina de las decapitaciones de Argento quizás sea la guillotina doméstica con la que la perturbada Adriana Petrescu despacha un equipo médico al completo en «Trauma»: un ingenio ideado por Argento y construido por Tom Savini a partir de una irónica derivación de los modelos Black & Decker.

 

 

 

 

 

Fiora Argento sometida a la disciplina paternal en «Phenomena».

 

 

 


  El demonio de los elementos

 

 

—El agua. Elemento indispensable de su poética, adopta distintas formas.

Uno. El agua ligada a la lluvia.

Aparece por primera vez en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris»: Roberto Tobias golpea a un cartero bajo la lluvia al confundirlo con el chantajista que le asedia. Nada hace presagiar, todavía, las antológicas tormentas de «Suspiria» e «Inferno»: manifestaciones latentes del Mal en estado puro, tormentas que Argento no tuvo más remedio que trucar hasta conseguir su fantástica densidad. Argento, que quería abrir «Inferno» con el delirante plano subjetivo de un rayo (sueño que no pudo realizar por falta de medios) se ha seguido luego acompañando de la lluvia para practicar su alquimia del miedo: en «Tenebrae» una tormenta sirve de telón de fondo para el violento desenlace; en «Opera», Betty vaga sin rumbo bajo otra tormenta, después de presenciar la muerte de su amante; en «Trauma», la asesina sólo actúa los días de lluvia; y el primer plano de «Il fantasma dell’Opera» nos muestra a una mujer caminando desolada por la lluvia después de deshacerse de su pequeño hijo.

Dos. El agua ligada a la inmersión.

La mejor secuencia de este tipo pertenece a «Inferno»; Rose Elliot se sumerge en la habitación inundada, a modo de simbólico viaje intrauterino. El motivo reaparece en «Phenomena», con la estancia forzosa de la protagonista en la fosa de los cadáveres putrefactos y, después, en una última prueba ritual, en su descenso a las aguas purificadoras del lago; en «La sindrome di Stendhal» Anna penetra y se sumerge en el fondo acuático de una obra de Brueghel, constituyendo una de las más felices evocaciones que el cine ha ofrecido nunca sobre los poderes hipnóticos de la pintura.

Tres. El agua trepidante de las cataratas.

Con la incorporación del paisaje natural en «Phenomena», Argento amplía su pasión por el agua hacia esos accidentes geográficos que le ayudan a abrigar el crimen: el asesinato inicial de la turista danesa extraviada se produce, así, ante una espectacular cascada. Otras cataratas, simbólicas arquitecturas de la fuerza implacable de una naturaleza criminal donde la vida humana pinta más bien poco, serán las que se lleven el cuerpo de Alfredo en «La sindrome di Stendhal».

Cuatro. El agua ligada a un grifo abierto.

Esta persistente imagen constituye una obsesión visual en Argento, cuyos máximos exponentes quizás se encuentren en el asesinato de la escritora Amanda Righetti en «Rojo oscuro» (con toda la grifería del cuarto de baño chorreando agua caliente); en los respectivos lavados de la navaja asesina bajo el grifo de «Tenebrae», y de la pulsera sangrienta con las iniciales del psicópata en «Opera»; y en dos secuencias simétricas de «Suspiria» y «Phenomena», con sus respectivas heroínas en idéntico empeño: Jessica Harper deshaciéndose del vino envenenado en el lavabo, y Jennifer Connolly intentando vomitar las pastillas que le ha dado Daria Nicolodi, siempre ante la persistencia enfermiza del grifo abierto.

 

 

 

 

 

La metafórica vuelta al vientre de la madre en «Inferno».

 

 

—El viento. Roberto Tobias aguarda en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» la inminente llegada del asesino; en el exterior, las ramas de unos árboles se agitan con el viento. El efecto aún es ingenuo, y se pierde en medio del fragor de la intriga. Como para tantos otros motivos visuales de la obra de Argento, habrá que esperar a la inabarcable «Inferno» para dar al viento su carta de nobleza. Al descubrir la imposibilidad de obtener el mencionado plano subjetivo de la trayectoria de un rayo, Argento se decidirá por la subjetividad del viento: la cámara, cual pluma al viento, entra espectacularmente en el auditorio romano, sumándose al ‘Va Pensiero’ de Verdi. En «Phenomena» el viento tiene nombre propio, el Phón, y una naturaleza que puede hacer enloquecer al más templado. Originariamente, Argento quería prescindir de toda música y concentrarse exclusivamente en el sonido de ese viento. Erik, el protagonista de «Il fantasma dell’Opera» está también unido al viento. Su poder se manifiesta a través de él. El nacimiento de un súbito viento frío obliga al cazador de ratas a dejarse atrapar en una de sus trampas; otro misterioso viento obliga al periodista y a la vieja acomodadora a abandonar el palco del Fantasma. Christine acude a la llamada de Erik, y su traje blanco revolotea con el viento, marcándole el camino que debe seguir. Cuando la joven se ve acosada en el escenario por el cazador de ratas, el Fantasma acude en su ayuda, y su descenso está concebido como un impetuoso arranque de invisible viento.

—El fuego. El fuego ligado siempre a la función purificadora tiene su primera aparición en «Rojo oscuro»: la misteriosa casa modernista, donde va a parar el protagonista Marcus Daly en su retorcida investigación, arde irremisiblemente, llevándose consigo los secretos criminales que oculta. Otra vez es en la trilogía inacabada de las Madres («Suspiria» e «Inferno») donde el fuego adquirirá rasgos catárticos, al destruir con contundencia los dominios del Mal. Es un fuego que nace desde el corazón de las entrañas mismas de los edificios donde se produce la aventura, una vez desmantelado el poder oculto de sus ocupantes. El carácter purificador del fuego llega, luego, a «Phenomena», cuando unas llamas definitivamente benéficas se suman a la terapia de las aguas, para la ceremonia de renacimiento de la princesa Corbino.

 

 

 

 

 

El asesino conduce a su víctima a un lóbrego altar para ser sacrificada en «La sindrome di Stendhal».

 

 

 


  La oscuridad

 

 

La oscuridad es una de las grandes protagonistas de «El pájaro de las plumas de cristal». En la escena inaugural, una estancia apenas iluminada por una lamparilla de mesa da paso a la oscuridad total cuando una mano enguantada la apaga, en un gesto que nos conduce inapelablemente al crimen. Contra esa misma oscuridad lucha el investigador Saín Dalmas en las últimas secuencias del film: la bombilla que se apaga en el rellano, la habitación sin luz del criminal —las manos de Dalmas buscan desesperadamente un interruptor que le libere— y la total negrura que le conduce hasta la trampa mortal que es la galería de arte. La oscuridad más memorable de «El gato de las nueve colas» la experimenta el periodista Giordani al quedarse encerrado en una cripta con la única compañía de los muertos. Otra aterradora oscuridad es convocada en el vestíbulo del hogar de los Tobias en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris», desde donde un intruso amenaza de muerte al protagonista. Esa luz que se apaga sin avisar, a menudo por la mano del propio criminal, se ha convertido en un axioma del cine de Argento: el preludio de la oscuridad trae consigo la muerte. A veces es pura experimentación, como en «Rojo oscuro», donde el cineasta practica un teatral y brevísimo fundido en negro sobre el profesor Giordani antes de que éste muera, o como en «Inferno», donde la muerte de Sara se acompaña de una luz que viene y va, intermitente, al son del entrecortado ‘Va Pensiero’. Al otro extremo de ese gusto por la oscuridad se sitúa una escena de «Tenebrae»: el asesinato del agente literario de Neal a plena luz diurna, pero el film, en su conjunto, no descuida ni el clásico apagón preparatorio para el crimen —el asesinato de la mechera—, ni el premonitorio plano de la navaja de afeitar rompiendo la bombilla antes de entrar en acción.

 


  La zoología

 

 

El protagonismo de los animales en los films de Argento ha ido creciendo a medida que el título de éstos dejaba de nombrarlos. La fascinación zoológica de sus tres primeros films no está contenida en la fauna que muestran sus imágenes, sino en el poder sugerente de sus títulos. «El pájaro de las plumas de cristal», «El gato de las nueve colas» y «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» parecen el resultado de una partida memorable de cadáver exquisito con fondo cinegético. De su contagioso surrealismo dará perfecta cuenta la lista de giallos que adoptan la llamada de la zoología en sus serpenteantes títulos: «La tarántula del vientre negro», «Una lagartija con piel de mujer», «La lengua de fuego de la iguana», «Una mariposa con las alas ensangrentadas»… Víctima propiciatoria o verdugo recalcitrante, el gato es indudablemente el animal por el que Dario Argento siente mayor debilidad. Aparece ya en «El pájaro de las plumas de cristal», como integrante de la dieta del pintor ermitaño, y se mantiene en su papel de víctima —esta vez ahorcado— en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris». La gran apoteosis felina se produce en «Inferno»: el palacio neogótico del episodio de Nueva York está plagado de gatos, y su intervención es clave en relación a dos personajes, la condesa Elisa, que muere en un feroz ataque, y el anticuario Kazanian, que se dedica a ahogarlos en una charca de Central Park. Paradojas del mundo animal, serán luego las ratas las que, por una vez, edifiquen una venganza ejemplar contra Kazanian, con la misma persistencia tenebrosa con que decidirán criar piadosamente al futuro Fantasma de la ópera en la versión de Argento. Siguiendo todavía con los gatos, en su versión de ‘El gato negro’ Argento cruza nuevamente su pasión felina con la de Edgar Alan Poe, para dar vida a un gato de subjetividad steadicamizada, que asoma terroríficamente su cabeza por el tabique que Usher ha construido para esconder el cadáver de la esposa. Y hasta en la frenética «Trauma» el realizador no puede evitar un pequeño alto en el camino criminal, para mostrarnos al asesino acariciando a un gato, mientras vigila la casa de Mark. Los pájaros de Argento están ligados sobre todo a filigranas técnicas: tanto en la secuencia de «Suspiria» rodada en la Kéningplatz de Munich, con el pianista ciego vigilado por unos diabólicos pájaros de piedra, como en el delirante vuelo de los cuervos a la caza de Santini dentro del teatro en «Opera», la cámara aérea representa con todo su esplendor ingrávido la mirada subjetiva de las aves. Una utilización premonitora de la muerte alada tiene lugar, por otra parte, en una secuencia prodigiosa de «Rojo oscuro»: el asesinato de Giuliana Calandra viene precedido por el atmosférico ataque a la mujer por parte de unos inquietantes pajarracos negros. Aunque un sin fin de planos fugaces de mariposas, arañas, gusanos y hormigas han alimentado de pasión entomóloga todas las películas de Dario Argento, es en «Phenomena» donde se edifica su más emocionante himno a los insectos, y donde la propia cámara —que, por una vez, les otorga mirada subjetiva— ofrece algunas memorables páginas de conciliación con los mismos. Al lado de esos planos imposibles de miradas invertebradas y ligeras destacan también los travellings de Jennifer Corvino siguiendo a una luciérnaga hasta el guante que el criminal ha olvidado, y acompañando luego al gran necrófago en su búsqueda de restos humanos. De ese amor por los bichos se nutrirá más tarde la emocionante caída de telón de «Opera», con la imagen naif de su desquiciada protagonista arrastrándose por el prado suizo, en comunicación extática con lo más diminuto e inocente de la fauna alpina. Cierran la cadena zoológica manifestaciones mamíferas aisladas: el chimpancé nodriza del entomólogo inválido de «Phenomena», criatura paciente y bondadosa que no vacila en armarse con una navaja de afeitar para vengar la muerte de su amo; el impertinente doberman que persigue a la joven Maria hasta la casa del asesino en «Tenebrae»; y, como delicatessen más terrible y excesiva, el perro del pianista ciego, volcándose embrujado contra su indefenso amo hasta acabar con él, en la cenital escena de la plaza desierta de «Suspiria».

 

 

 

 

 

Las ratas de Central Park dan buena cuenta de las piernas de Kazanian en «Inferno».

 

 

 


  El demonio de los sentimientos

 

 

—La familia. Para los personajes —siempre víctimas— del cine de Argento, la familia es lugar poco confortable: su hermético caparazón doméstico suele esconder cadáveres en la despensa. Paradigma de esa mirada siniestra sobre el claustrofóbico mundo del hogar es «Rojo oscuro»: de niño, Carlo fue testigo del asesinato de su padre a manos de su propia madre; ese lejano crimen navideño saldrá de nuevo a flote para destruir a ambos sobrevivientes, no sin dejar por el camino una estela de sangre inocente. Antes de este film crucial, los dos últimos títulos de la Trilogía Zoológica de Argento ya destapan un cúmulo de horrores escondidos en familia: en «El gato de las nueve colas», el respetable profesor Terzi siente unos inconfesables deseos incestuosos por su hija Anna; en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris», la locura que impulsa a Nina Tobias hacia el crimen tiene su origen en un padre déspota y sádico que, empeñado en tener un varón en la familia, amargó la infancia de la inocente niña. La filmografía posterior de Argento sigue insistiendo en estas biografías sombrías, crecidas al amparo de la institución familiar. Destaca, en el conjunto, la particular colección de madres terribles que el director ha ido perfilando a la sombra hitchcockiana de la madre criminal de «Rojo oscuro»: así, la Ms. Bruckner de «Phenomena», capaz de los más abyectos actos para encubrir a su monstruosa descendencia; la madre de Betty en «Ópera», devota de una sexualidad aberrante y sanguinaria; y la Adriana Petrescu de «Trauma», parricida y vengadora compulsiva. La lista se completa, claro está, con la versión fantástica del asunto: la tríada de las Madres, que sobrevuelan los cielos hechiceros de «Suspiria» e «Inferno», “en realidad perversas madrastras”, según define un personaje de este último film, con nombres tan definitivos como Mater Tenebrarum. Mater Lacrimorum y Mater Suspiriorum.

—La Pareja. Antes que la familia, estuvo la pareja: Argento la trata con el mismo pesimismo escéptico. En «El pájaro de las plumas de cristal», Sam Dalmas supedita su proyecto de investigación obsesiva a su relación con Julia, su compañera sentimental, hasta poner en crisis el romance. En el mismo film, el matrimonio de los Ranieri —cómplices en el crimen, y prisioneros de su infierno privado— constituye una nada halagüeña visión de la vida marital. La historia de amor entre Giordani y Anna en «El gato de las nueve colas» sufre un progresivo deterioro que culmina cuando el periodista sospecha que la joven es responsable de las muertes: Giordani se da cuenta finalmente de su error, pero Argento mantiene firme el plano general, dejando que el silencio construya una barrera, que el realizador hará infranqueable al no incluir, en el montaje final del film, la secuencia de la reconciliación de la pareja. Cuenta Fabio Giovannini (‘Dario Argento: il brivido, il sangue, il trilling’) hasta qué punto sorprendió a los miembros del rodaje de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» el parecido físico entre Maria Casale, esposa del cineasta por aquel entonces, y la actriz protagonista Mimsy Farmer. Que esta última interpretase el papel de asesina, y que su marido fuera la víctima propiciatoria, da perfecta idea de las tentaciones autobiográficas del caso: el film actuaba de perfecto ejercicio terapéutico, liberador, con Argento dando rienda suelta a sus más ocultos demonios:

Las mujeres me dan miedo, son misteriosas, tienen muchas caras; cuando era más joven pensaba que mi novia quería asesinarme. Me resulta enormemente difícil conciliar el sueño con una mujer al lado: la respiración de una persona extraña me inquieta”.

Reflejando, en clave de giallo, un pasaje decisivo de su vida privada, Argento anticipaba, no hace falta decirlo, su divorcio inminente con Maria Casale. La guerra de sexos al estilo screwball comedy se impone tímidamente en algunos momentos de la relación entre la periodista y el músico de «Rojo oscuro», pero Argento no permite que el asunto trascienda al plano sentimental, y les niega nuevamente, como a la pareja protagonista de su segundo film, un reencuentro tranquilizador al final de la pesadilla. El panorama no mejora en «Tenebrae», donde Peter Neal no perdona la traición de su esposa, a la que asesina a golpes de hacha, ni es capaz de emprender ninguna relación con su secretaria, a la que intenta asesinar más tarde. La felicidad que promete el idílico paisaje suizo para Marco y Betty, protagonistas de «Opera», salta brutalmente por los aires con la inesperada aparición de Santini, que acaba con el rival masculino sin contemplaciones. «El gato negro» ofrece una desoladora crónica de la vida doméstica de una pareja, y de su inevitable destrucción. Y si bien en «Trauma», por una vez. Argento se muestra condescendiente, y permite que Mark y Aura encaren su futuro con ciertas esperanzas, en «La sindrome di Stendhal» las aguas vuelven a su cauce negativo: el fatídico encuentro con Alfredo en Florencia trae funestas consecuencias para la inspectora Anna Manni que, transformada ella misma en asesina, queda imposibilitada para cualquier relación sentimental venidera. En cuanto al final de «Il fantasma dell’Opera», trae consigo la muerte de Erik, y el forzoso debilitamiento del amor entre Christine y Raoul: el generoso sacrificio del fantasma supondrá, para la pareja, un recuerdo interpuesto del que difícilmente podrá prescindir.

 

 

 

 

 

Julia y Sam, intimando en «El pájaro de las plumas de cristal».

miércoles, 24 de mayo de 2023

FREDRIC BROWN LA ESTATUA DEL TERROR


 



Esta figurilla maravillosamente ejecutada por un artista,

representando un desnudo de mujer completamente aterrorizada,

fué la clave del asesinato brutal de tres mujeres. ¡Y el modelo para

esa figurilla trágica, era la misteriosa muchacha a quien Guillermo

Sweeney, amaba! Sweeney era un veterano periodista y reportajista

de Chicago, que jamás se había enamorado. Pero cuando entre

otros nocturnos curiosos miró a través de las puertas de aquél

edificio de apartamentos y vió a la misteriosa mujer con una herida

sangrante, su corazón dió un vuelco. En el vestíbulo del edificio,

tambaleante y medio desnuda, estaba la hermosa mujer rubia

hermosa hasta lo increíble, desde la cima de su cabellera hasta la

punta de los dedos de sus pies, de uñas exquisitamente pintadas. Y

al lado de ella, su perro policía mostrando los feroces colmillos a la

multitud curiosa. Cuando los ojos de Sweeney se cruzaron con los

de la muchacha, el periodista tuvo la sensación de que ya su destino

quedaba para siempre ligado al de ella. Para salvar a la muchacha

del destripador que aterrorizaba Chicago, Sweeney lanzóse a

descubrir la estatua, clave de tres asesinatos, y esa aventura situó

al periodista cara a cara con la muerte y el más sorprendente

desenlace.

CAPÍTULO I

Nunca se sabe lo que a un irlandés borracho puede ocurrírsele.

Solamente cabe aventurar suposiciones, en cuyo caso el margen

para éstas es infinito.

Usted puede enumerarlas por el orden de sus probabilidades.

Las más susceptibles de producirse son fáciles de enumerar. Por

ejemplo: es posible que el irlandés se tome una copa más, que riña

con alguien, que pronuncie un discurso o que emprenda un viaje en

tren… Desde este punto, anote usted en orden descendente la lista

de probabilidades de menor importancia: que el irlandés compre un

bote de pintura verde, derribe a hachazos un árbol, baile la danza

del abanico, cante el himno inglés “Dios salve al Rey…” o robe un

instrumento musical… Y así tiene usted la probabilidad de continuar

enumerando, de mayor a menor, todas las extravagancias que el

irlandés beodo sea capaz de realizar, y eventualmente podrá llegar

al fondo rocoso de lo improbable que consiste en esto: que el

irlandés tome una resolución… y la cumpla.

Sé muy bien que esto parece increíble, pero eso es exactamente

lo que sucedió. Un tipo llamado Sweeney, que vivía en Chicago,

tuvo una vez esta ocurrencia. Para poder cumplirla, hubo de

atravesar por verdaderos charcos de sangre y de café negro, pero la

cumplió. Quizás bajo el punto de vista ordinario su resolución no era

muy buena, pero no es eso lo que importa. El hecho es que la

cumplió.

Como la verdad es a veces un poco elusiva, tendremos que

empezar con algunos rodeos. La verdad no siempre se amolda a un

patrón determinado. Por ejemplo: la frase “Un irlandés borracho

llamado Sweeney”; esa es una frase precisa, como muchas otras.

Pero la verdad misma no es siempre tan sencilla.

En realidad, este sujeto sí se llamaba Sweeney, pero era

solamente cinco octavas partes irlandés y sólo estaba tres cuartas

partes borracho. Es lo más que puedo aproximar la verdad a un

molde exacto, y si esto no le agrada al lector, ya puede dejar el libro

ahora mismo. Si no lo deja, quizás de todos modos se arrepienta,

pues esta novela no tiene nada de agradable. Está compuesta con

asesinatos, mujeres y licores, juego y prevaricaciones. Se ha

cometido un asesinato antes de empezar la historia misma, y se

comete otro después de que ésta termina; el relato empieza con una

mujer desnuda y termina con otra mujer desnuda, lo cual constituye

un buen principio y un buen fin, pero todo lo que sucede entre estos

dos eventos no es nada agradable. Que no diga el lector que no se

lo advertí. Pero si después de todo esto aún quiere seguir leyendo,

volvamos al tipo llamado Sweeney.

Cierta noche de verano, Sweeney estaba sentado en un banco

del parque, junto a Dios. Dios le simpatizaba mucho a Sweeney,

aunque no siempre le sucedía lo mismo con otras personas. Dios

era un viejo alto y flaco, que tenía una barba corta, enmarañada y

manchada de nicotina. Su nombre completo era Diosdado, y al decir

su nombre completo lo hago con las reservas del caso, pues nadie,

ni aun el mismo Sweeney, sabía a ciencia cierta si este era su

nombre de pila o su apellido. El viejo estaba un poco chiflado, pero

no mucho. Quizás no más chiflado de lo que era usual en los

vagabundos de su edad que vivían en el lado norte de Chicago y

que, cuando el estado del tiempo lo permitía, se pasaban los días en

el parque llamado Jardín de los Chiflados. Este parque tiene otro

nombre, pero es aún menos apropiado que el de Jardín de los

Chiflados. Está situado entre las calles Clark y Dearborn, un poco al

sur de la nueva Biblioteca Newberry; cuando menos esa es su

ubicación horizontal. Verticalmente, se encuentra mucho más cerca

del infierno que del cielo. Lo que quiero decir es que, aunque está

brillantemente iluminado con la luz de los faroles, lo llenan de

oscuridad las sombras de tantos hombres derrotados por la vida que

duermen por las noches en sus duros bancos.

Habían dado ya las dos de la mañana en esa noche de verano y

el Jardín de los Chiflados estaba silencioso y quieto por fin. Ya se

habían marchado los oradores ocasionales, y los paseantes que no

eran habituales del parque hacía mucho que se habían retirado a

dormir. Los vagabundos dormían sobre el césped y sobre los

bancos. Se habían anudado fuertemente los cordones de los

zapatos para evitar que se los robaran durante la noche. La

posibilidad de que les sacaran el dinero de los bolsillos no les

preocupaba: no tenían dinero. Y por eso podían dormir tranquilos.

—¡Ay, Dios! —empezó Sweeney—. ¡Quién tuviera otra copa! —

Empujó el maltrecho sombrero unos centímetros más atrás sobre su

sucia cabeza.

—Yo también quisiera una copa —contestó Dios—. Pero no lo

ansío suficientemente…

—Otra vez con ese cuento —refunfuñó Sweeney.

—Es cierto, Sweeney —contestó Dios, sonriéndose un poco—;

tú bien sabes que es cierto. —Sacó una arrugada cajetilla de

cigarros del bolsillo de la chaqueta y le ofreció uno a Sweeney;

luego encendió otro para sí.

Sweeney aspiró el humo hondamente. Se quedó mirando fijo al

hombre que dormía en el banco de enfrente, y luego alzó los ojos un

poco más allá, hacia las luces de la calle Clark. Tenía la vista un

tanto empañada por la bebida y las luces le parecían tener una

aureola, pero Sweeney sabía bien que esto era falso. Sentía calor y

estaba cubierto de sudor, como el parque, como la ciudad misma.

Se quitó el sombrero y empezó a abanicarse con él. Entonces, un

impulso habitual en quien está solamente tres cuartas partes

borracho, le obligó a dejar de abanicarse y a examinar el sombrero.

Hacía una semana que éste había sido nuevo; lo había comprado

cuando aún trabajaba en La Hoja. Ahora, más bien parecía que lo

había recogido de un basurero, pues las ruedas de un auto le

habían pasado por encima, se le había caído en una cloaca lodosa y

muchos pies lo habían pisoteado. Sweeney se sentía exactamente

como si él mismo fuese el sombrero.

—¡Dios! —murmuró, y no se dirigía a Diosdado. Tampoco se

refería a nadie más. Se colocó el sombrero nuevamente—. Ojalá

pudiera dormir —dijo, y se puso en pie—. Voy a caminar unas

cuantas cuadras. ¿Vienes?

—¿Y arriesgo perder este banco? —le preguntó Dios—. No,

Sweeney, prefiero dormirme aquí. Ya nos veremos. —Dios se acostó

de lado sobre el banco y colocó la cabeza en la curva de su brazo.

Sweeney refunfuñó un poco y luego comenzó a andar por la

acera que conduce a la calle Clark. Se bamboleaba un poco, pero

no mucho. Caminó a través de la noche, yendo hacia el sur por la

calle Clark, y cruzó la avenida Chicago. Pasó frente a muchas

tabernas, y al verlas pensó que no tenía siquiera dinero para una

copa. Se cruzó con un policía y éste lo saludó: “Hola, Sweeney”, y

Sweeney le contestó: “Hola, Pedro”; y siguió andando.

Mientras caminaba, recordó su reciente conversación,

especialmente aquella parte referente a la teoría favorita de

Diosdado. El condenado viejo tiene razón, pensó… Uno puede

conseguir lo que se proponga si lo desea con suficiente

vehemencia. Pudiera haberle dado un sablazo a Pedro y habría

conseguido hasta cincuenta centavos o un dólar, si lo hubiera

deseado suficientemente. Quizás mañana.

Pero todavía no, aunque se sentía exactamente como una

cuerda de violín que está demasiado tirante. Maldita sea; ¿por qué

no le había dado el sablazo a Pedro? Necesitaba un trago;

necesitaba unas seis copas más; digamos un cuarto de litro más, y

entonces disfrutaría del sueño que proporciona la bebida. ¿Cuándo

había dormido por última vez? Trató de recordar, pero todo le

parecía borroso. Solamente recordaba que se había quedado

dormido en un sótano, allá por la calle Hurón, cerca del tren

elevado, y que era de noche; pero no sabía si se trataba de la noche

anterior o la anterior a ésa. ¿Qué había hecho ayer?

Cruzó la calle Hurón y luego la de Erie. Pensó que quizás, si

seguía caminando hacia el centro de la ciudad, todavía encontraría

a algunos de los reporteros de La Hoja en el bar de la calle

Randolph donde se congregaban y posiblemente uno de ellos le

prestaría algo. ¿O es que ya había ido antes allí, tan borracho como

estaba ahora? Maldijo lo borroso de su mente y trató de darse

cuenta de si no estaría demasiado borracho como para presentarse

en el bar de la calle Randolph.

Al andar, se fijaba en todos los escaparates, y al ver uno con

espejos se detuvo y se examinó a sí mismo. Decidió que no parecía

estar demasiado borracho. Cierto era que traía el sombrero

maltrecho, que había perdido la corbata y que su traje estaba muy

arrugado; todo eso era natural, pero… Se acercó un poco más al

espejo e inmediatamente se arrepintió de ello, porque era ya

demasiado cerca y se contempló a sí mismo por primera vez en

toda la terrible realidad de su aspecto. Se vió los ojos irritados, la

barba cuando menos de tres días, quizás de cuatro, y el cuello de la

camisa horriblemente sucio. Hacía una semana esa camisa había

sido blanca. Luego se fijó que llevaba muchas manchas en el traje.

Apartó la vista con repugnancia y empezó a caminar

nuevamente. Comprendió que con esa facha no podía pensar en

buscar a ninguno de sus compañeros del periódico. Quizás se

habría atrevido a hacerlo cuando todavía se encontraba un poco

más presentable, pero no en estas condiciones. Quizás también se

atreviera más tarde, cuando ya no le importara su apariencia. Y al

comprender que así sería dentro de uno o dos días, empezó a

renegar de sí mismo mientras caminaba. Se aborrecía, odiaba a

todo y a todos porque se odiaba a sí mismo.

Atravesó la calle Ontario, cruzando la densa noche. Maldecía en

voz alta mientras caminaba, pero no se daba cuenta. “El Gran

Sweeney Marchando a Través de la Noche”, pensó, y trató de

apartar sus pensamientos para no verse a sí mismo en perspectiva,

mas no lo logró. Recordó con desagrado su imagen en el espejo, y

ahora se sentía aún peor, pues se aunaba al recuerdo el mar olor

que despedía su cuerpo sucio y sudoroso. No se había quitado la

ropa que llevaba puesta desde que… ¿Cuándo fué que la casera le

negó la entrada a su propio cuarto de la calle Ohio? Maldita sea, si

seguía caminando al sur pronto se encontraría en el centro de la

ciudad. Desvió sus pasos hacia el este. ¿Adónde iba? ¿Y qué más

daba? Acaso llegara a cansarse si andaba lo suficiente y quizás así

pudiera dormir. Pensó que sería conveniente no alejarse mucho del

parque, para así tener un lugar donde dormir cuando quisiera

hacerlo.

¡Por todos los diablos!, pensó, haría cualquier cosa por una

copa, cualquier cosa que no fuera ir a buscar a alguna persona

conocida; cuando menos, no lo haría en la facha en que andaba, ni

sintiéndose como se sentía.

Alguien se aproximaba por la acera. Era un hermoso joven que

llevaba una chaqueta a cuadros. Sweeney, cerró los puños. ¿Qué

pasaría si le diese un golpe a ese afeminado, si le quitase la cartera

y echase a correr? Pero nunca antes había hecho una cosa así y

sus reacciones eran lentas. El afeminado, caminando por la orilla de

la acera, ya había pasado, alejándose antes de que Sweeney

pudiera decidirse.

Un coche venía rodando muy despacio por la calle. Sweeney vió

que era un automóvil de patrulla con dos policías. Sintió que se le

doblaban las rodillas al pensar que lo hubieran cazado si hubiera

asaltado al petimetre. Concentró todos sus esfuerzos en caminar

derecho y en aparentar estar menos borracho de lo que estaba. De

repente se fijó en que aún iba refunfuñando entre dientes y se calló

la boca. Si se dejaba arrestar ahora, mañana pasaría un verdadero

infierno en la cárcel, sin una copa. Pero la patrulla siguió adelante

sin detenerse.

Vaciló un poco al llegar a la altura de la calle Dearborn, luego

decidió regresar al norte, por la calle State, y dobló hacia el este. Un

tranvía pasaba rodando sobre sus ruedas metálicas y le pareció

como si se tratase del fin del mundo. Un taxi vacío cruzaba la calle y

por un momento Sweeney pensó en abordarlo para ir a la calle

Randolph. Podía decirle al chofer que lo esperara mientras él

entraba en el bar a pedir dinero prestado. Pero, ¡qué diablos!, el

chofer, al ver la facha en que andaba, probablemente no le haría

caso. Bueno, de todos modos ya era demasiado tarde pues el coche

ya se había alejado.

Dobló hacia el norte por la calle State. Cruzó la calle Erie y luego

la Hurón. Se sentía ya un poco mejor; no mucho, pero sí un poco.

Calle Superior. “El Superior Sweeney”, pensó. “Sweeney Marchando

a Través de la Noche, a Través del Tiempo…”.

De repente, se fijó en un grupo de curiosos que se agolpaban

frente a la puerta de entrada de un 'edificio de apartamientos que

quedaba cuadra y media más adelante.

No eran muchos aquellos curiosos. Una docena escasa de

personas. Tipos que encontraría uno por la calle State, norte, a las

dos y media de la madrugada, parados frente a un edificio, mirando

al interior a través de la puerta de cristales. Sweeney escuchó un

ruido que no pudo identificar de momento. Casi le parecía que era el

gruñido de un animal.

Sweeney no aceleró sus pasos. Pensó que quizás solamente se

tratara de algún borracho que se había caído o golpeado, y que

estaba allí tirado inconsciente —o muerto— hasta que viniera la

ambulancia y lo recogiera. Lo más probable era que estuviese

tendido en un charco de sangre; no habría tantos curiosos si

solamente estuviera desmayado. Los borrachos comunes y

corrientes abundaban demasiado en esta zona de Chicago. La idea

de la sangre no atraía a Sweeney. Había visto suficiente sangre

durante sus tiempos de reportero policíaco; tanta como para no

querer volver a ver más. Como aquella vez en que llegó pisándole

los talones a la policía cuando entraba en el salón de billar de la

calle Towsend, en donde cuatro narcómanos habían llevado a cabo

una orgía de sangre a navajazo limpio.

Sin acercarse a ver lo que sucedía, trató de dar la vuelta en torno

al grupo de curiosos. Ya casi lo había logrado, cuando tres cosas lo

obligaron a detenerse; dos de ellas eran sonidos extraños y la

tercera era un silencio.

El silencio era el mutismo del gentío…, si se puede llamar gentío

a una docena de personas agrupadas de dos en fondo frente a una

puerta de un par de metros de ancho. Uno de los sonidos era el de

la sirena del automóvil de la policía, a media cuadra de distancia. Se

acercaba por la avenida Chicago hacia el norte, y pronto doblaría

por la calle State. Sweeney se dió cuenta entonces que lo que

estaba dentro del vestíbulo era nada menos que el cuerpo del delito.

Y si era así, y la policía estaba por llegar, no le convenía que lo viera

alejándose de la escena del crimen. Pero si se quedaba allí

curioseando en vez de alejarse, seguramente se concretarían a

darle un empellón y a decirle que se largara, y entonces podría

marcharse. El otro sonido era una repetición del que había oído

momentos antes, y ahora podía percibirlo claramente por encima del

silencio de la gente y bajo el chillido de la sirena; era efectivamente

el gruñido de un animal.

La suma total de estos tres sonidos fue más fuerte que su

voluntad, y aun tomando en cuenta lo que sucedió después, no se

puede culpar a Sweeney por detenerse a ver lo que ocurría.

En un principio todo lo que podía ver era una docena de

espaldas distintas. Tampoco podía oír nada más que el gruñir del

animal que tenía delante y el aullar de la sirena que venía detrás. El

automóvil de la patrulla aminoraba ya su velocidad para detenerle

frente al edificio.

Algunos de los curiosos se apartaron de la puerta de cristales del

edificio, quizás obligados, fuese por el ruido del coche o por el

gruñido del animal. Sweeney logró entonces ver la puerta…, y a

través de la puerta. No se podía distinguir muy bien porque no había

luz dentro del vestíbulo. La única iluminación era proporcionada por

los faroles de la calle.

El perro fué lo primero que distinguió, porque estaba parado más

cerca de la puerta, mirando hacia fuera. Pero, ¿era un perro? Debía

serlo, ya que esto ocurría en Chicago; pero si uno se lo hubiese

encontrado en el campo diría que se trataba de un lobo, de un lobo

enorme y sumamente feroz. El animal estaba parado como a un

metro de distancia más allá de la puerta, con las patas tiesas en

actitud de acecho; tenía erizados los pelos del cuello, y al gruñir

mostraba afilados colmillos que parecían medir, cuando menos, tres

centímetros de largo. Sus ojos centelleaban con reflejos de fuego

amarillo.

Sweeney sintió un escalofrío cuando su mirada se cruzó con los

ojos color topacio del animal. Esos ojos parecían atravesar con su

mirada amarilla y salvaje los ojos enrojecidos y fatigados de

Sweeney.

Esa mirada casi le cortó la borrachera, y apartó la vista, nervioso,

para ver qué era lo que estaba tirado en el suelo dentro del

vestíbulo, un poco atrás del perro. Se trataba del cuerpo de una

mujer, y estaba caído boca abajo sobre la alfombra.

No uso la palabra cuerpo con ligereza. Aun en la penumbra, sus

blanquísimos hombros brillaban sobre un traje blanco, escotado,

que moldeaba cada una de sus bellas curvas a la perfección…, al

menos aquellas curvas visibles cuando una mujer está tirada boca

abajo…, y esta visión casi le cortó el resuello alcohólico a Sweeney.

No podía verle la cara, porque la coronilla de su dorada y bien

peinada cabellera apuntaba hacia él, pero comprendió que su cara

debía ser hermosa. Tenía que serlo; cuando una mujer posee un

cuerpo tan bello como aquél, tiene que ser la poseedora de un

rostro igualmente bello.

Le pareció que ella se movía ligeramente. El perro comenzó a

gruñir otra vez; era un sonido grueso, que apenas si se oía sobre el

chirriar de los frenos del automóvil de patrulla que se detenía frente

al edificio. Sweeney escuchó, sin volver la cara, cuando se abrió la

portezuela del coche, y oyó después los recios pasos de los

policías. Una mano se posó sobre su hombro, empujándolo

bruscamente hacia un lado, y una voz autoritaria preguntó: “¿Qué es

lo que pasa aquí? ¿Quién llamó a la patrulla?…”. Pero la voz no se

dirigía precisamente a Sweeney y éste no contestó; ni siquiera se

volvió. Nadie contestó.

Sweeney se tambaleó un poco por el empujón, pero luego

recobró el equilibrio. Aun podía ver lo que pasaba dentro del edificio.

El hombre uniformado de sarga azul marino traía en la mano una

linterna; apretó el botón y dirigió el rayo de luz a través de los

cristales dentro del vestíbulo. El haz de luz centelleó en los ojos

amarillos y salvajes del perro, arrancó reflejos dorados del pelo rubio

de la mujer y resaltó el brillo de sus blanquísimos hombros y del

vestido.

El hombre de la linterna también parecía haberse quedado sin

aliento. Silbó suavemente entre dientes, pero no preguntó nada. Dio

un paso hacia adelante e hizo ademán de abrir la puerta.

El perro cesó de gruñir y se agazapó para saltar. Su silencio era

mucho peor que su gruñido. El hombre del traje azul retiró la mano

de la puerta como si ésta lo hubiera quemado.

—¡Qué demonios! —exclamó. Se llevó la mano hacia el lado

izquierdo del traje, pero no sacó la pistola. Se volvió para ver al

pequeño grupo de curiosos y nuevamente preguntó—: ¿Qué pasa

aquí? ¿Quién llamó por teléfono? ¿Qué le pasa a esa mujer…, está

borracha, enferma, o qué?

Nadie contestó.

—¿Es de ella ese perro? —preguntó.

Todos guardaron silencio. Se le acercó un hombre de traje gris.

—Cálmate, David —le dijo—; no queremos matar al can, a

menos que sea necesario.

—Está bien —contestó Traje Azul—. Tú abres la puerta y

acaricias al perro mientras yo cuido a la dama. Pero no me digas

que eso es un perro; es un lobo o un demonio, o qué se yo…

—Bueno. —Traje Azul hizo ademán de abrir la puerta, y retiró la

mano bruscamente cuando el perro se agazapó de nuevo y mostró

los afilados colmillos.

Traje Azul se echó a reír.

—¿Qué te dijeron por teléfono? —preguntó—. Tú contestaste la

llamada.

—Pues nada más que había una mujer desmayada en el

vestíbulo. No mencionaron al perro. Un tipo llamó desde el bar de la

esquina y dió su nombre.

—Querrás decir que te dió un nombre —contestó cínicamente

Traje Azul—. Mira, si yo estuviera seguro de que esa mujer

solamente está borracha, podríamos llamar a los de la Sociedad

Protectora de Animales para que se lleven al perro. Ellos saben

cómo tratarlos. A mí me gustan los perros, y no quisiera verme

obligado a matar a ese. Probablemente la mujer esa es su dueña y

él cree que la está protegiendo.

—No solamente lo cree —contestó Traje Gris—. La está

protegiendo. A mí también me gustan mucho los perros, pero yo no

aseguraría que ese animal es un perro. Bueno…

Traje Gris empezó a quitarse la chaqueta.

—Bien —dijo—. Me cubriré el brazo con la chaqueta y cuando tú

abras la puerta y el perro míe salte encima le daré un culatazo.

—¡Mira!… La mujer se está moviendo.

La mujer, en efecto, empezó a moverse. Levantó la cabeza.

Empezó a erguirse apoyándose en las manos, y Sweeney observó

que llevaba puestos unos largos guantes blancos que le llegaban

más arriba del codo. Levantó la cabeza hasta que sus ojos

quedaron mirando fijamente al haz de luz de la linterna.

Su rostro era bellísimo. Pero sus ojos parecían nublados, como

si fuese ciega.

—¡Caramba, qué borrachera se trae la niña! —comentó Traje

Azul—. Mira, Enrique, a lo mejor si le das un culatazo matas al perro

y alguien te puede armar un escándalo. Si el perro es de esta niña,

ella misma te lo armará cuando se le pase la borrachera. Yo

esperaré aquí y la vigilaré mientras tú te comunicas con la jefatura

por radio-teléfono y les pides que nos manden a alguien de la

Sociedad Protectora de Animales, y que traigan una red o lo que se

use para estos casos y…

Un grito ahogado que salió de varias gargantas calló a Traje Azul

tan súbitamente como si alguien le hubiera tapado la boca con la

mano.

Apenas si se oyó la palabra “sangre” susurrada por alguno de los

presentes.

La mujer trató de incorporarse débilmente, como si estuviera

aturdida. Dobló las rodillas bajo el cuerpo y se alzó con las manos

hasta que los brazos le quedaron rectos. El perro se situó

rápidamente junto a ella, y Traje Azul lanzó una maldición y, al ver

que el animal acercaba su hocico a la cara de la mujer, sacó la

pistola de la funda que llevaba bajo el brazo.

LIMBRICK

 Pero antes de que

terminara de desenfundar el arma, el perro, con su larga y roja

lengua y gimiendo, empezó a lamer la cara de la mujer.

Los dos detectives hicieron un rápido movimiento hacia la puerta,

y el perro se volvió, agazapado, y gruñó nuevamente…

Pero la mujer seguía incorporándose. Todos podían ver ahora la

sangre…, una mancha alargada en la parte delantera de su traje de

noche blanco, precisamente sobre el abdomen. Bajo la luz de la

linterna, daba la impresión de que todo aquello era un acto teatral o

que sucedía en la pantalla de un aparato de televisión,

representando un programa de misterio…, y ahora se distinguía

claramente un tajo como de doce centímetros de largo sobre la

blanca tela del vestido, en el mismo centro de la mancha roja.

—¡Jesús, un navajazo! —exclamó Traje Gris—. ¡Esto es obra del

Destripador!

Cuando los dos detectives trataron de acercarse a la puerta

empujaron a Sweeney a un lado. Pero él pudo seguir observando la

escena por encima de sus hombros; se había olvidado por completo

de la idea que había tenido minutos antes de largarse lo más

rápidamente posible. En ese momento podría haberse marchado y

nadie se habría fijado en él.

Traje Gris se había quedado como paralizado en el momento de

quitarse la chaqueta, y la tenía aún medio puesta. Por fin le dió un

tirón, y al hacerlo golpeó a Sweeney en la barba con el hombro.

—Llama una ambulancia y al Departamento de Homicidios,

David —su voz más bien parecía un ladrido—. Yo trataré de hacer

doblar al perro.

De nuevo golpeó a Sweeney en la barbilla al sacar su propia

pistola de la funda bajo el brazo izquierdo. Ya con el arma en la

mano, su voz pareció normalizarse y empezó a dar órdenes:

—Abre la puerta, David —ordenó—. El perro se quedará quieto

un minuto cuando se agazape para saltarte encima, y creo que

tendré un tiro limpio. Quiero ponerlo fuera de combate.

Pero no llegó a apuntar con la pistola y David no abrió la puerta.

En esos momentos empezó a suceder algo que parecía increíble, y

Sweeney no lo olvidaría nunca…, como no lo olvidaría tampoco

ninguno de los quince espectadores que para entonces se hallaban

congregados frente a la puerta.

La mujer había colocado la mano en la pared, junto a la hilera de

buzones y timbres. Se esforzaba por ponerse de pie, y su cuerpo

estaba ya erguido, pero aun descansaba sobre una rodilla. El blanco

rayo de la linterna enmarcaba la escena como un reflector de teatro,

haciendo resaltar la blancura de su cutis, de los guantes y del

vestido y el rojo de la mancha ovalada de su sangre. Sus ojos aun

parecían aturdidos. Sweeney pensó que quizás se debiera al

choque nervioso, ya que la herida no parecía ser muy profunda,

pues de haberlo sido habría sangrado muchísimo más. La mujer

cerró los ojos y, tambaleándose un poco, se incorporó y quedó de

pie.

Entonces sucedió lo más increíble de todo aquello.

El perro caminó suavemente y se irguió sobre sus patas traseras

detrás de la mujer, pero sin tocarla. Los dientes del animal buscaron

y encontraron algo en la espalda del traje blanco y luego dieron un

ligero tirón. Ese algo, según resultó ser después, era la pequeña

borla de seda blanca que remataba el cierre de cremallera del

vestido.

El traje cayó a los pies de la mujer, como una nube blanca en

forma de círculo. No traía nada debajo del vestido; estaba absoluta y

totalmente desnuda.

Nadie se movió durante lo que pareció ser una eternidad,

aunque sólo fueron breves segundos. Un ligero temblor de la

linterna en la mano de Traje Azul era el único movimiento que se

veía.

Las rodillas de la mujer se doblaron suavemente y su cuerpo se

hundió como si estuviera demasiado cansada para sostenerse.

Quedó tendida dentro del círculo blanco que minutos antes había

cubierto su cuerpo.

En ese mismo instante sucedieron varias cosas: Sweeney

recobró el resuello. Traje Azul apuntó cuidadosamente al perro y

apretó el gatillo. El perro cayó y se quedó quieto en el vestíbulo, y

entonces Traje Azul abrió la puerta y entró al edificio.

—Llama la ambulancia, Enrique —ordenó a su compañero—, y

luego le amarras las patas a este maldito perro. No creo que lo haya

matado; solamente lo atonté.

Sweeney se apartó del grupo y nadie se fijó en él mientras se

alejaba hacia el norte por la calle Delaware y luego dobló al oeste

hacia el Jardín de los Chiflados.

Diosdado no estaba ya en el banco, pero no podía andar muy

lejos, puesto que aquél aun estaba vacío y en las noches de verano

los bancos se ocupan inmediatamente. Sweeney se sentó a esperar

que regresara el viejo.

—Hola, Sweeney —Dios lo saludó, y se sentó junto a él—.

Conseguí medio litro. ¿Quieres un trago?

Era una pregunta tonta y Sweeney no se molestó en contestarla;

se limitó a tender la mano. Dios tampoco esperaba contestación;

solamente le alcanzó la botella. Sweeney tomó un largo trago.

—Gracias —dijo por fin—. Oye, Dios; era hermosísima. Era la

chica más hermosa que he visto en mi vida… —Tomó otro trago de

la botella y se la devolvió al viejo—. Daría mi brazo derecho… —

empezó.

—¿Quién? ¿De qué se trata? —Dios le preguntó.

—La mujer. Iba caminando hacia el norte por la calle State y… —

Guardó silencio, comprendiendo que no podría describir la escena

que había presenciado—. No me hagas caso —dijo—. Oye, ¿dónde

conseguiste la botella?

—Me fui pidiendo un par de cuadras —suspiró el viejo Dios—. Te

dije que si quería un trago lo suficientemente podría conseguirlo; es

que antes de esto no lo deseaba lo bastante para hacerlo. Uno

puede conseguir lo que quiera si se lo propone…

—Estás loco —contestó Sweeney automáticamente. Pero de

repente se echó a reír—. ¿Cualquier cosa? —preguntó.

—Lo que tú quieras —contestó Dios dogmáticamente—. Es lo

más fácil del mundo, Sweeney. Nada más fíjate en los hombres

ricos. ¡Pero si el tener dinero es lo más fácil del mundo, cualquiera

puede hacerse rico! Basta con desear el dinero más que ninguna

otra cosa en la tierra. Concentra todos tus esfuerzos en hacerte rico

y lo conseguirás. Pero si hay alguna otra cosa que desees más que

el dinero, no lograrás éste.

Sweeney se rió suavemente. Estaba muy contento. Todo lo que

necesitaba era el trago que acababa de tomar. Le llevaría la

corriente al viejo Diosdado y se enfrascaría en la discusión de olí

tema favorito.

—¿También las mujeres? —preguntó.

—¿Qué quieres decir… también las mujeres? —los ojos de Dios

parecían ya un poco nublados, pues empezaba a estar borracho.

Cuando se emborrachaba hablaba con un acento bostoniano que

después olvidaba el resto del tiempo—. ¿Quieres decir si puedes

conseguir a una mujer en particular?

—Claro que sí —contestó Sweeney—. Vamos a suponer, por

ejemplo, que hay una chica con la cual me gustaría pasar la noche.

¿Crees que lo lograría?

—Si lo deseas lo suficientemente, claro que sí, Sweeney. Si

concentras todos tus esfuerzos, directos o indirectos, en lograr tu

propósito, claro que puedes conseguirlo. ¿Por qué no has de poder?

Sweeney se rió nuevamente.

Echó la cabeza hacia atrás y se fijó en el verde oscuro de las

hojas de los árboles. Su carcajada se convirtió en una risilla y

entonces se quitó el sombrero, empezó a abanicarse con él y se

quedó mirándolo como si nunca lo hubiera visto; luego le limpió el

polvo cuidadosamente con la manga de la chaqueta y trató de darle

su forma original. Y hacia esto con la misma concentración que una

niña enhebrando una aguja.

Dios tuvo que repetir la pregunta antes de que Sweeney lo

oyera. Pero como se trataba de otra pregunta tonta, Dios no

esperaba contestación verbal. Se limitó a ofrecerle la botella.

Pero Sweeney no la aceptó. Se: colocó el sombrero

nuevamente, se puso de pie y, guiñándole un ojo al viejo, le dijo:

—No, gracias, compadre. Tengo una cita muy importante.


La estatua del Terror. Traducción Emma E. de Gutiérrez Suarez.

BROWN, Fredric.-

Editorial: Cumbre, 1952, Mexico.

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