lunes, 28 de noviembre de 2022

RECONOCIMIENTO. NOVELA. MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO.

 


AGRADECIMIENTO A LA REAL ACADEMIA DE LA LENGUA COSTARRICENSE Y AL CENTRO CULTURAL ESPAÑOL EN COSTA RICA POR INCLUIR A MI NOVELA: "MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO", DENTRO DE LAS 30 MEJORES OBRAS DE LOS ÚLTIMOS 30 AÑOS., CORRESPONDIENDO A MI NOVELA EL HONOR DE SER LA OBRA MÁS DIFUNDIDA Y LEÍDA EN EL AÑO 2005.

LIGOTTI THOMAS. EL RETOZO. CUENTO. LIBRO: LA FÁBRICA DE PESADILLAS.


 


 El retozo

 

 

En un hermoso hogar de una hermosa zona de la ciudad (la localidad de Nolgate, sede de la prisión estatal), el doctor Munck examinaba el periódico vespertino mientras su mujer descansaba en un sofá cercano, hojeando perezosamente el desfile de colores de una revista de moda. Su hija Norleen estaba arriba, durmiendo ya, o quizá disfrutando a escondidas de una sesión nocturna con el nuevo televisor en color que había recibido la semana anterior por su cumpleaños. De ser así, la violación de la regla acerca de la hora de irse a la cama pasó desapercibida debido a la gran distancia entre su cuarto y el salón, donde los padres no oían sonido de desobediencia alguno. La casa estaba en silencio. El vecindario y el resto de la ciudad también estaban en calma de varias formas, todas ellas levemente molestas para la esposa del doctor. Pero de momento Leslie solo se había atrevido a quejarse del letargo social del modo más jocoso («otra emocionante velada en el retiro monacal de los Munck»), Sabía que su marido estaba volcado en su nuevo puesto en aquel nuevo entorno. Aunque quizá esa noche exhibiera algunos síntomas alentadores de desencanto con su trabajo.

—¿Qué tal te ha ido hoy, David? —preguntó, levantando su mirada radiante por encima de la portada de la revista, donde otro par de ojos refulgían lustrosos y satinados—. Durante la cena has estado muy callado.

—Más o menos como siempre —respondió David, sin bajar el periódico local para mirar a su mujer.

—¿Significa eso que no quieres hablar de ello?

El dobló el periódico hacia atrás, revelando el torso.

—Sonaba a eso, ¿no?

—Sí, sin duda. ¿Estás bien? —preguntó ella, dejando la revista sobre la mesa de café para ofrecerle toda su atención.

—Lo que estoy es terriblemente indeciso —respondió el doctor, con una especie de reflexión ausente.

—¿Alguna indecisión en particular, doctor Munck?

—Todas, más o menos —respondió.

—¿Preparo algo de beber?

—Te lo agradecería enormemente.

Leslie se dirigió a otra parte del salón y, de un gran aparador, sacó algunas botellas y dos vasos. De la cocina trajo cubitos de hielo en un cubo de plástico marrón. Los sonidos de la elaboración eran inusualmente audibles en aquel silencio. Las cortinas estaban echadas en todas las ventanas salvo la de la esquina, donde posaba una escultura de Afrodita. Más allá de la ventana había una calle desierta iluminada por las farolas, y un trozo de luna sobre el opulento follaje primaveral de los árboles.

—Tenga, doctor —dijo Leslie, ofreciéndole un vaso de base muy gruesa e imperceptiblemente ahusado hacia el borde.

—Gracias, no sabes la falta que me hacía.

—¿Por qué? ¿No te van bien las cosas en el trabajo?

—¿Te refieres al trabajo en la penitenciaría?

—Sí, claro.

—Podrías decir «en la penitenciaría» de vez en cuando. No hablar siempre en abstracto. Reconocer abiertamente el entorno profesional que he elegido, mi…

—Muy bien, muy bien. ¿Qué tal te han ido las cosas en esa cárcel maravillosa, cariño? ¿Mejor así? —Se detuvo y dio un buen trago a su copa, antes de calmarse un poco— . Siento el sarcasmo, David.

—No, me lo merecía. Te estoy echando la culpa por haber comprendido hace mucho algo que yo mismo me niego a admitir.

—¿Y que es…? —lo animó ella.

—Que tal vez no fue la decisión más inteligente la de mudarnos aquí y cargar esta misión sacrosanta sobre mis hombros de psicólogo.

Este comentario era una indicación de un desencanto mucho más profundo de lo que Leslie había deseado. Pero, de algún modo, aquellas palabras no la habían alegrado como creía que harían. A lo lejos oía ya las furgonetas de la mudanza acercándose a la casa, pero el sonido ya no le parecía tan maravilloso como antes.

—Decías que querías hacer algo más que tratar neurosis urbanas. Algo más significativo, más desafiante.

—Lo que quería, a mi modo masoquista, era un trabajo ingrato, imposible. Y lo conseguí.

—¿Tan malo es? —preguntó Leslie, sin creer del todo que hubiera hecho la preguntas con un escepticismo alentador tal ante la gravedad real de la situación. Se felicitó por colocar la autoestima de David por encima de su propio deseo de un cambio de aires, por importante que lo considerara.

—Me temo que sí. Cuando visité por primera vez la sección psiquiátrica de la penitenciaría y conocí a los otros doctores, me juré que no me haría tan desesperanzado y cruelmente cínico como ellos. Las cosas serían diferentes conmigo. Parece que me sobrevaloré, pero mucho. Hoy, uno de los enfermeros volvió a ser apaleado por dos de los prisioneros, perdón, «pacientes».-La semana pasada fue el doctor Valdman; por eso estuve tan bajo en el cumpleaños de Norleen. De momento he tenido suerte, lo único que hacen es escupirme. Por lo que a mí respecta, pueden pudrirse todos en ese agujero infernal.

David sintió cómo sus palabras alteraban la atmósfera del salón, contaminando la serenidad de la casa. Hasta entonces su hogar había sido un refugio insular alejado de la polución de la prisión, una imponente estructura fuera de los límites de la ciudad. Ahora su imposición psíquica trascendía los límites de la distancia física. Las distancias interiores se constreñían, y David sentía cómo los gruesos muros de la penitenciaría oscurecían el acogedor vecindario.

—¿Sabes por qué he llegado tarde esta noche? —preguntó a su esposa.

—No. ¿Por qué?

—Porque tuve una charla más que extensa con un tipo que aún no tiene nombre.

—¿Ese del que me contaste que no le ha dicho a nadie de dónde es o cómo se llama de verdad?

—Ese. No es más que un ejemplo de la perniciosa monstruosidad de ese lugar. Es peor que una bestia, que un animal rabioso. Una agresión demente, ciega… pero astuta. Debido a ese jueguecito suyo del nombre, fue clasificado como inadecuado para la población reclusa normal, de modo que nos lo mandaron a la sección psiquiátrica. Pero según él tiene muchos nombres, no menos de mil, ninguno de los cuales ha consentido en pronunciar en presencia de nadie. Desde mi punto de vista, en realidad no tiene necesidad alguna de un nombre humano. Pero nos lo han endilgado, sin nombre y todo.

—¿Lo llamas así, «sin nombre»?

—Pues quizá deberíamos hacerlo, pero no.

—¿Y cómo lo llamáis entonces?

—Bueno, fue condenado como John Doe, y desde entonces todos lo llaman así. Aún está por descubrir alguna documentación oficial sobre él. Ni sus huellas ni su fotografía se corresponden con ningún registro de condenas previas. Sé que lo detuvieron en un coche robado estacionado frente a una escuela primaria. Un vecino observador informó de él como un tipo sospechoso al que se veía a menudo por la zona. Supongo que todos estaban alerta después de las primeras desapariciones en el colegio, y la policía lo vigilaba mientras llevaba a una nueva víctima al coche. Fue entonces cuando lo pescaron. Pero su versión de la historia es un poco distinta. Dice que era plenamente consciente de que lo perseguían y que esperaba, incluso deseaba, ser arrestado, sentenciado y confinado en la penitenciaría.

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Por qué preguntar por qué? ¿Por qué pedirle a un psicópata que explique sus motivaciones, si no se logra más que hacerlo todo más confuso? Y John Doe es aún más inescrutable que la mayoría.

—¿A qué te refieres? —preguntó Leslie.

—Te lo puedo explicar narrando una pequeña escena de una entrevista que he tenido hoy con él. Le he preguntado si sabía por qué estaba en prisión. «Por retozar», me ha dicho. «¿Qué significa eso?», le pregunto. Su respuesta: «Eso, so, so, so borrico». Esa musiquilla infantil me sonó en cierto modo como si imitara a sus víctimas. Para entonces ya había tenido bastante, pero fui lo bastante insensato para proseguir la entrevista. «¿Sabes por qué no puedes marcharte de aquí?», le pregunto calmadamente, como una variación cutre de mi pregunta original. «¿Quién ha dicho que no puedo? Me iré cuando me apetezca. Pero aún no me apetece». Por supuesto, le pregunto: «¿Por qué no quieres?». «Acabo de llegar», me dice. «Creo que me viene bien un descanso después de tanto retozar. Pero quiero estar con todos los demás. Es una atmósfera incuestionablemente estimulante. ¿Cuándo podré ir con ellos, cuándo?».

»¿Te lo puedes creer? Pero sería cruel ponerlo con la población reclusa normal, por no decir que él no merece su crueldad. El interno medio detesta el tipo de delito de Doe, y no es posible predecir qué sucedería si lo pusiéramos ahí y los otros descubrieran por qué había sido condenado.

—Entonces, ¿va a pasarse el resto de la sentencia en la sección psiquiátrica ? —preguntó Leslie.

—Él no lo cree. Piensa que puede irse cuando quiera.

—¿Y puede? —preguntó Leslie con una firme ausencia de humor en la voz. Aquel había sido siempre uno de sus mayores temores al mudarse a aquella ciudad: que a todas horas del día y de la noche había demonios horrendos planeando escapar a través de lo que a ella se le imaginaban como muros de papel. Criar a una hija en un entorno así era otra de las objeciones al trabajo de su marido.

—Ya te lo he dicho, Leslie, en esa cárcel ha habido poquísimas fugas con éxito. Y si un preso logra superar los muros, su primer impulso suele ser el del instinto de conservación, por lo que intentaría alejarse de aquí todo lo posible. Por eso, en caso de fuga este sería probablemente el lugar más seguro. De todos modos, la mayoría de los huidos son atrapados a las pocas horas.

—¿Y qué hay de un prisionero como John Doe? ¿Tiene él este impulso del «instinto de conservación»?, o ese preferiría quedarse por aquí para hacerle daño a alguien?

—No es habitual que los prisioneros así se fuguen. Suelen dedicarse a darse golpes contra las paredes, no a saltarlas. ¿Entiendes lo que te digo?

Leslie dijo que así era, pero aquello no rebajó lo más mínimo la fuerza de sus miedos, que tenían su fuente en una prisión imaginaria de una ciudad imaginaria, y donde podía suceder cualquier cosa mientras se tratara de algo repulsivo. La morbidez nunca había sido uno de sus puntos fuertes, y detestaba aquella intrusión en su carácter. Y, pese a lo presto que estaba siempre David a insistir en la seguridad del presidio, también él parecía profundamente inquieto. Ahora se sentaba muy quieto, sujetando su bebida entre las rodillas, como si estuviera escuchando algo.

—¿Qué sucede, David? —preguntó Leslie.

—Creí haber oído… un sonido.

—¿Un sonido como qué?

—No lo puedo describir con exactitud. Un ruido lejano.

Se incorporó y miró alrededor, como si quisiera ver si el sonido había dejado alguna prueba comprometedora en la quietud de la casa, quizá una pegajosa huella sonora.

—Voy a ver a Norleen —dijo David, depositando con brusquedad el vaso sobre la mesa, junto a la silla, salpicando la bebida. Atravesó el salón, recorrió el pasillo, subió los tres tramos de la escalera y cruzó el pasillo superior. Al contemplar el cuarto de su hija vio su figura diminuta descansando plácidamente, mientras abrazaba en su sueño a un Bambi de peluche. En ocasiones seguía durmiendo con un compañero inanimado, aunque ya se estaba haciendo un poco mayor para ello. Pero su padre psicólogo se cuidaba de no cuestionar su derecho a aquel solaz pueril. Antes de dejar la habitación, el doctor Munck bajó la ventana, que estaba parcialmente abierta a la cálida noche primaveral.

Cuando volvió al salón transmitió el mensaje maravillosamente rutinario de que Norleen dormía sin problemas. Con un gesto que contenía leves tonos de alivio celebrante, Leslie preparó dos nuevas copas, tras lo que dijo:

—David, antes comentabas que tuviste una «charla más que extensa» con ese John Doe. No es curiosidad morbosa ni nada así, pero, ¿has conseguido alguna vez que revele algo acerca de sí mismo?

—Sin duda —respondió el doctor Munck, jugueteando con un cubito de hielo en la boca. Su voz era ahora más relajada—. Me lo dijo todo acerca de sí mismo, y en apariencia era todo un sinsentido. Le pregunté, como si no fuera en realidad conmigo, de dónde era. «De ningún lugar», respondió como un psicópata simplón. «¿De ningún lugar?», tanteé. «Sí, precisamente de ahí, herr Doktor». «¿Dónde naciste?», le pregunté con otra brillante alternativa de la cuestión. «¿A qué tiempo, po-po-podías referirte?», replicó, y así. Podría seguir con esta cháchara hasta…

—Imitas muy bien a ese John Doe.

—Muchas gracias, pero no podría mantenerlo mucho tiempo. No sería fácil imitar todas sus voces diferentes y todos sus niveles de falta de articulación. Podría ser algo que se acercara a la personalidad múltiple. No lo tengo claro. Tendría que revisar la cinta de la entrevista para ver si aparece algún patrón coherente, posiblemente algo que los detectives pudieran usar para establecer la identidad de ese hombre, si es que le queda alguna. La parte trágica es que, por supuesto, en lo que concierne a las víctimas de los crímenes de Doe toda esta información sería totalmente inútil…, y lo mismo en lo que a mí respecta, en realidad. No soy un esteta de la patología. Nunca he tenido la ambición de estudiar la enfermedad en sí misma, sin efectuar alguna clase de mejora, sin tratar de ayudar a alguien al que le encantaría verme muerto, o algo peor. Antes creía en la rehabilitación, puede que con demasiada ingenuidad e idealismo. Pero esa gente, esas… cosas de la prisión son solo una horrible mancha de la existencia. Que se vayan al infierno —concluyó, bebiéndose su copa hasta que los cubitos empezaron a tintinear.

—¿Quieres otro? —le preguntó Leslie con un tono suave y terapéutico.

David le sonrió, purgado en parte por el estallido anterior.

—Venga, emborrachémonos.

Leslie le recogió el vaso para rellenarlo. Pensaba que ahora había algo que celebrar. Su marido no iba a dejar su trabajo por una sensación de fracaso e ineficacia, sino por furia. La furia se convertiría en resignación, la resignación en indiferencia, y después todo sería como siempre; podrían largarse de aquella ciudad penitenciaria y volver a casa. De hecho, podrían mudarse a donde quisieran. Puede que antes se tomaran unas largas vacaciones, para que Norleen conociera un lugar soleado. Leslie pensaba todo esto mientras preparaba las copas en la quietud de aquel hermoso salón. Aquel silencio ya no era indicación de un mudo estancamiento, sino un preludio delicioso de los prometedores días venideros. La felicidad indistinta ante el futuro resplandecía en su interior, acompañada por el alcohol; sentía la gravedad de las agradables profecías. Quizá fuera aquel el momento para tener otro hijo, un hermanito para Norleen. Pero eso podía esperar un poco más. Ante ellos se abría una vida de posibilidades, aguardando sus deseos como un genio distinguido y paternal.

Antes de volver con las bebidas, Leslie se dirigió a la cocina. Tenía algo que quería dar a su marido, y aquel era el momento perfecto. Una pequeña muestra para enseñarle a David que, aunque su trabajo había resultado ser un triste desperdicio de sus esfuerzos, ella lo había apoyado a su modo. Con un vaso en cada mano, sostenía bajo el codo izquierdo la cajita que había recogido de la cocina.

—¿Qué es eso? —-preguntó David, tomando su copa.

—«Algo para ti, amante del arte. Lo compré en esa tiendecita donde venden cosas hechas por los presos de la penitenciaría. Cinturones, bisutería, ceniceros, ya sabes.

—Ya sé —dijo David con una inhabitual falta de entusiasmo— . No sabía que nadie comprara estas cosas.

—Yo, por lo menos. Creía que ayudaría a apoyar a los reos que están haciendo algo… creativo, en vez de… Bueno, en vez de cosas destructivas.

—La creatividad no es siempre una indicación de bondad, Leslie —la reconvino David.

—Espérate a verlo antes de juzgarlo —dijo ella, abriendo la tapa de la caja— . Ten. ¿No es bonito? —Puso la pieza sobre la mesilla.

El doctor Munck se precipitó hacia esa sobriedad que solo es posible alcanzar si se llega desde una cima alcohólica. Miró el objeto. Claro que lo había visto antes, había contemplado cómo era amasado con ternura, acariciado por manos creativas, hasta que sintió mareos y no pudo seguir mirando. Era la cabeza de un joven, descubierta en una arcilla gris e informe, y con una pátina azul y resplandeciente. El trabajo irradiaba una belleza extraordinaria e intensa. La cara expresaba una especie de serenidad extática, la simplicidad laberíntica de la mirada de un visionario.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Leslie.

David miró a su mujer y dijo con solemnidad:

—Por favor, devuélvelo a la caja y líbrate de eso.

—¿Liberarme de esto? ¿Por qué?

—¿Por qué? Porque sé cuál de los presos hizo esa cosa. Estaba muy orgulloso de ella, e incluso me vi obligado a expresar un cumplido por la manufactura. Era evidentemente notable. Pero entonces me dijo quién era el chico. Esa expresión pacífica, azul como el cielo, no estaba en la cara del chico cuando lo encontraron tirado en un campo hace seis meses.

—No, David —dijo Leslie, negando prematuramente la revelación que esperaba de su marido.

—Este fue su último, y según él el más memorable, «retozo».

—Oh, Dios mío —murmuró Leslie con suavidad, llevándose la mano derecha a la mejilla. Entonces, con ambas manos, devolvió poco a poco al chico azul a la caja—. Lo devolveré a la tienda —dijo muy bajo.

—Hazlo pronto, Leslie. No sé cuánto tiempo seguiremos viviendo aquí.

En el incómodo silencio posterior, Leslie pensó brevemente en la realidad de su partida de la ciudad de Nolgate, de su huida, ahora expresada abiertamente, una realidad definida. Dijo:

—David… ¿Habló… habló de las cosas que hizo? Me refiero a…

—Sé a qué te refieres. Sí, lo hizo —respondió el doctor Munck con seriedad profesional.

—Pobre David —se compadeció Leslie.

—En realidad no fue tan duro. Las conversaciones que tuvimos podrían incluso considerarse estimulantes, desde un punto de vista cínico. Describía su «retozar» de un modo irreal y muy imaginativo que no siempre resultaba repulsivo. La extraña belleza de esa cosa de la caja, aunque sea perturbadora, es un cierto reflejo del lenguaje que emplea al hablar de esos pobres chicos. A veces no podía evitar sentirme fascinado, aunque puede que estuviera protegiendo mis sensaciones con un distanciamiento profesional. A veces es necesario alejarse, aunque eso signifique ser un poco menos humano.

»En cualquier caso, nada de lo que dijo era gráficamente enfermizo, no como puedas imaginarlo. Cuando me habló de su «último y más memorable retozo», lo hizo con un fuerte sentido de asombro, con nostalgia, por chocante que pueda sonarme ahora. Parecía una especie de… añoranza, pero de un «hogar» que era un ruina execrable de su mente podrida. Su psicosis había creado un blasfemo cuento de hadas que para él existe de un modo poderoso y nítido, y a pesar de la grandeza demente de su millar de nombres, en realidad se ve solo como una figura menor en este mundo, como un mediocre cortesano en un espantoso reino de horrores. Esto es realmente interesante cuando consideras la magnificencia egoísta que muchísimos psicópatas se atribuirían en un mundo imaginario y sin límites en el que pudieran representar cualquier papel. Pero no así John Doe. El es un medio demonio comparativamente perezoso de un lugar, un No Lugar, donde el caos confuso es la norma, un estado en el que él medra con gula. Lo que sirve como adecuada descripción de la economía metafísica del universo de un psicópata.

»Y en el mundo onírico que describe existe una geografía poética. Habló de un lugar que sonaba como los callejones de una especie de barrios bajos cósmicos, un callejón sin salida intradimensional, lo que podría ser indicativo de que Doe creció en un gueto. De ser así, su locura ha transformado los recuerdos de este gueto en un reino que combina la realidad banal de las calles con un paraíso psicopático. Aquí es donde se da a sus «retozos» con lo que él llama «su fascinada compañía», un lugar que probablemente sea un edificio abandonado, o incluso una alcantarilla conveniente. Digo esto porque menciona repetidamente un «alegre río de desechos» y unos «montones angulosos en las sombras», que sin duda son transmutaciones dementes de un yermo literal. Menos comprensibles son sus recuerdos de un pasillo iluminado por la luna en el que hay espejos que gritan y ríen, de picos oscuros de alguna clase que no permanecen quietos, de una escalera que está «rota» de un modo extraño, aunque esto último encaja con el pasado de un barrio deprimido.

»Pero a pesar de todos estos detalles oníricos de la imaginación de Doe, la evidencia mundana de sus retozos sigue apuntando a un crimen de horrores tan familiares como terrenos. A una atrocidad corriente. Doe asegura con consistencia que a posteriori hizo que las pruebas apuntaran a eso deliberadamente, que aquello a lo que se refiere en realidad con «retozos» es un tipo de actividad muy distinta, incluso opuesta al crimen por el que fue condenado. Es probable que este término tenga alguna asociación privada enraizada en su pasado.

El doctor Munck hizo una pausa y agitó los cubitos de hielo en su vaso vacío. Leslie parecía haberse encerrado en sí misma mientras él hablaba. Había encendido un cigarrillo y estaba recostada sobre el brazo del sofá, con las piernas sobre los cojines, de modo que las rodillas apuntaban a su marido.

—Deberías dejar de fumar, de verdad —le dijo.

Leslie bajó la mirada como una niña reprendida.

—En cuanto nos mudemos, lo prometo. ¿Trato hecho?

—Trato hecho —dijo David—. Y tengo otra propuesta. Primero déjame decirte que he decidido entregar mañana por la mañana mi carta de dimisión.

—¿No es un poco pronto? —preguntó Leslie, esperando que no fuera así.

—Te aseguro que nadie se va a sorprender mucho. No creo ni que les importe. En cualquier caso, mi propuesta es que mañana cogemos a Norleen y alquilamos una vivienda al norte, para unos días. Podríamos montar a caballo. ¿Te acuerdas lo bien que se lo pasó el verano pasado? ¿Qué me dices?

—Suena bien —aceptó Leslie con un profundo brillo de entusiasmo— . Pero que muy bien.

—Y de vuelta podríamos dejarla con tus padres. Puede quedarse allí mientras nos encargamos de los asuntos de la mudanza, de encontrar algún apartamento temporal. No creo que les importe tenerla una semana, ¿no?

—No, claro que no, les encantará. ¿Pero por qué tanta prisa? Norleen sigue en el colegio, ya lo sabes. Igual tendríamos que esperar a que terminara el curso. Solo queda un mes.

David permaneció un momento en silencio, como si estuviera ordenando sus ideas.

—¿Qué pasa? —preguntó Leslie, con el más leve asomo de ansiedad en su voz.

—No, no pasa nada, de verdad. Pero…

—¿Pero qué?

—Bueno, tiene que ver con la penitenciaría. Ya sé que sonaba muy orgulloso al decirte lo seguros que estamos ante cualquier fuga, y sigo manteniéndolo. Pero ese preso del que te he hablado es muy extraño, como sin duda habrás comprobado. Es sin duda un psicópata criminal… , pero también es algo más.

Leslie preguntó a su marido con los ojos.

—Creía que decías que se dedicaba a darse contra las paredes, no a…

—Sí, gran parte del tiempo es así. Pero a veces, bueno…

—¿Qué intentas decirme, David? —preguntó Leslie inquieta.

—Es algo que Doe dijo cuando hablaba hoy con él. Nada realmente definido, pero me sentiría infinitamente más cómodo si Norleen se quedara con tus padres mientras nos organizamos.

Leslie encendió otro cigarrillo.

—Dime qué es eso que te preocupa tanto —pidió con firmeza—. Yo también debería saberlo.

—Cuando te lo diga, probablemente pensarás que yo también estoy un poco loco. Pero tú no has hablado con él. El tono, o más bien los muchos tonos distintos de su voz, las expresiones cambiantes de aquella cara chupada… Durante buena parte del tiempo que estuve con él tuve la sensación de que estaba más allá de mí, en cierto modo, aunque no sé exactamente cómo. Estoy convencido de que era el comportamiento de rigor del psicópata, para intentar asustar al doctor. Le da una sensación de poder.

—Cuéntame qué es lo que dijo —insistió Leslie.

—Muy bien, te lo diré. Como te he dicho, probablemente no sea nada. Pero hacia el final de la entrevista de hoy, cuando hablábamos de esos chavales, y de los chicos en general, dijo algo que no me gustó nada. Lo hizo con un acento afectado, escocés esta vez, y con algo de alemán. Dijo: «¿No tendrá usted también una mujercita desocupada y una chiquilla pequeña, no, profesor von Munck?». Después me sonrió en silencio.

»Ahora estoy seguro de que intentaba deliberadamente ponerme nervioso, pero sin más propósito en mente.

—Pero lo que dijo, David: «y una chiquilla pequeña»…

—Gramaticalmente, por supuesto, hubiera sido más adecuado «o», pero estoy seguro de que no tenía más intención.

—No le habrás dicho nada de Norleen, ¿no?

—Claro que no. Esa no es precisamente la clase de cosas que trataría con esa… gente.

—Entonces, ¿por qué lo dijo así?

—No tengo ni idea. Tiene una clase de inteligencia muy rara, habla gran parte del tiempo con vagas sugerencias, incluso con chistes sutiles. Puede que haya oído cosas sobre mí de otra gente, supongo. Pero de todos modos, podría ser solo una coincidencia inocente. —Miró a su mujer esperando su comentario.

—Probablemente tengas razón —aceptó Leslie con un deseo ambivalente de creer en esta conclusión—. Pero de todos modos, creo entender por qué quieres que Norleen se quede con mis padres. No porque pudiera pasar nada…

—No, en absoluto. No hay motivo para pensar que nada pudiera suceder. Puede que sea uno de esos casos en los que el paciente consigue superar al doctor, pero en realidad no me preocupa demasiado. Cualquier persona razonable se asustaría un tanto después de pasar un día tras otro en el caos y el peligro psíquico de ese lugar. Los asesinos, los violadores, lo peor de lo peor. Es imposible llevar una vida familiar normal mientras se trabaja en esas condiciones. Ya viste cómo estaba en el cumpleaños de Norleen.

—Lo sé. No es el mejor sitio para criar a un hijo.

David asintió lentamente.

—Cuando pienso en cómo estaba cuando fui a verla hace un rato, abrazada a uno de esos cinturones de seguridad de peluche suyos… —Tomó un sorbo de su bebida—. Era uno nuevo. ¿Lo compraste hoy?

Leslie lo miró inexpresiva.

—Lo único que compré fue esto —dijo, señalando la caja sobre la mesilla de café— . ¿A qué te refieres con «uno nuevo»?

—Al Bambi de peluche. Puede que lo tuviera de antes y nunca me hubiera fijado —dijo, rechazando en parte aquel asunto.

—Pues si lo tenía de antes no fue por mí —dijo Leslie muy resuelta.

—Ni por mí.

—No recuerdo que lo tuviera cuando la metí en la cama —dijo Leslie.

—Pues lo tenía cuando fui a verla después de oír…

David se detuvo con una mirada de intensa concentración, una indicación de una búsqueda interior frenética.

—¿Qué pasa, David? —preguntó Leslie, fallándole la voz.

—No estoy muy seguro. Es como si supiera algo y lo ignorara al mismo tiempo.

Pero el doctor Munck comenzaba a saber. Con la mano izquierda se cubrió la nuca, calentándola. ¿Había corriente en la casa? Aquella no era una casa con muchas corrientes, ni en un estado tal que el viento se colara a través de los tableros del tejado y los cercos de las ventanas. Pero el viento era perceptible, podía oírlo acechando en el exterior, y alcanzaba a ver los árboles inquietos a través de la ventana detrás de la escultura de Afrodita. La diosa posaba lánguida con la cabeza inmaculada echada hacia atrás, contemplando con ojos ciegos el techo, y más allá. ¿Pero más allá del techo? ¿Más allá del sonido hueco del viento, frío y muerto? ¿Y la corriente?

¿Qué?

—David, ¿sientes una corriente? —preguntó su mujer.

—Sí —respondió él muy alto, con una fuerza inusual—. Sí —repitió, levantándose de la silla, cruzando el salón, acelerando sus pasos hacia las escaleras, subiendo los tres tramos, corriendo ya por el pasillo de la planta alta.

—Norleen, Norleen —canturreaba antes de alcanzar la puerta medio cerrada del dormitorio. Podía sentir la brisa procedente de allí.

Lo sabía y no lo sabía.

Buscó a tientas el interruptor de la luz. Estaba muy abajo, a la altura de un niño. Encendió. La niña había desaparecido. Al otro lado del cuarto, la ventana estaba muy abierta, las cortinas blancas, traslúcidas, se agitaban ante el viento invasor. Sobre la cama estaba, solo, el animal de peluche, desgarrado, cubriendo el colchón de suaves entrañas. En su interior había ahora, floreciendo como un capullo, un trozo de papel, y el doctor Munck pudo distinguir entre los pliegues un fragmento del encabezado del papel oficial de la penitenciaría. Pero la nota no era un mensaje impreso con algún asunto oficial. La caligrafía variaba desde una escritura cursiva y clara hasta el garrapateo de un niño. Miró desesperado las palabras durante lo que pareció un tiempo infinito, antes de comprender el mensaje. Entonces, por fin, lo aprehendió.

«Doctor Munck», decía la nota del interior del animal, «dejamos esto atrás, en sus capaces manos, pues a las cunetas y callejones de negra espuma del paraíso, a la húmeda penumbra sin ventanas de algún sótano galáctico, a los huecos remolinos perlados de mares como cloacas, a las ciudades sin estrellas de la locura y a sus suburbios… mi cervatillo fascinado y yo hemos ido a retozar. Nos veremos pronto. Jonathan Doe».

—¿David? —oyó a su mujer preguntar desde la base de la escalera—. ¿Está todo bien?

Entonces se rompió el silencio de aquella hermosa casa, pues resonó una risotada gélida, brillante, el sonido perfecto para acompañar la anécdota pasajera de un infierno recóndito.

domingo, 27 de noviembre de 2022

Thomas Ligotti La fábrica de pesadillas. (FRAGMENTO).

 


 

 

Thomas Ligotti

 

 La fábrica de pesadillas

 

Título original: The Nightmare Factory

 Thomas Ligotti, 1996

 Traducción: Carlos Lacasa, Noemí Risco y Carmen Martín

 Diseño de portada: Stuart Moore

 Editor digital: Epicureum

 

 


A la memoria de mi tía y abuela, Virginia Cianciolo

 

 


 Prólogo de
 Poppy Z. Brite

 

 

¿Estás ahí, Thomas Ligotti?

 

 

Tienes mucho por lo que rendir cuentas, aunque nunca he sido capaz de descubrir nada sustancial sobre ti. Parece que quieres que sea así. Incluso en la única entrevista que he conseguido encontrar en el yermo editorial, hablabas únicamente del arte de la escritura. No me malinterpretes: solo de ti me interesaría leer algo acerca de este oficio. Pero es que de aquellas líneas no se desprendía la menor información personal. A mí, como alguien que concede entrevistas tan numerosas como confusas y personales, que sospecho que algún día lamentaré, me intriga saber cómo lo has conseguido.

Contaba veinte años cuando, en mi primer viaje a San Francisco, un amigo me dejó por primera vez tu libro Songs of a Dead Dreamer, la edición limitada de Silver Scarab con aquellas ilustraciones de Harry O. Morris, que se acercaban a la calidad de los relatos. En parte, despertó mi interés por el hecho de que Ramsey Campbell, que era y sigue siendo uno de mis escritores favoritos, había tenido a bien escribir la introducción; por tanto, el que me hayan pedido que escriba esta introducción resulta sorprendente.

Sentada en el asiento trasero de un coche que corría por Bay Ridge, abrí el libro por una página al azar y leí una frase que me acompañará hasta el día de mi muerte, una frase que hubiera dado un pulgar por poder escribir:

«Dejamos esto atrás, en sus capaces manos, pues a las cunetas y callejones de negra espuma del paraíso, a la húmeda penumbra sin ventanas de algún sótano galáctico, a los huecos remolinos perlados de mares como cloacas, a las ciudades sin estrellas de la locura y a sus suburbios… mi cervatillo fascinado y yo hemos ido a retozar».

El retozo

 

El resplandeciente paisaje de San Francisco, una ciudad de la que ya había sospechado que albergaba profundos misterios gracias a Our Lady of Darkness de Fritz Lieber, quedó en mi mente unido de forma inextricable a esta joya. Para mí, aquellas cunetas y callejones de negra espuma (por no mencionar la calle de Wavering Peaks) siempre estarán al otro lado de la Bahía, vista desde Berkeley.

¿Me odiarás si confieso que fotocopié el libro entero? Le había prometido a mi amigo que se lo devolvería, y no me gusta robar libros. Pero no podía soportar el separarme de tus palabras, y no pude encontrar un ejemplar por ningún sitio; aquellos libros, tan preciosos como escasos, habían desaparecido para ser atesorados.

Desde entonces, Songs of a Dead Dreamer ha sido publicado por grandes editoriales en al menos dos continentes. Yo tengo tres ediciones distintas, pero hasta que fue destruida el año pasado durante una inundación siempre conservé aquella carpeta con las patéticas fotocopias.

No he dejado de seguir tu carrera (ya va casi para diez años), y aún no sé de ti más que lo que revelan tus historias. Aunque sé que lo que se deja traslucir en lo que uno escribe es considerable, también sé que con frecuencia los lectores lo malinterpretan. Si tuvieras la amabilidad de llamarme e invitarme a tomar un café, esperaría encontrarme con un esteta disipado, sarcástico, decadente y abyecto, dado a las extrañas asociaciones de palabras, con un gusto no solo para lo macabro sino para lo verdaderamente repugnante (que los críticos hablen de horrores apenas sugeridos; tú consigues que lo vea todo de forma cristalina). Pero quizá me encontrase con alguien totalmente distinto. Sospecho que nunca lo sabré.

Tienes mucho por lo que rendir cuentas, Thomas Ligotti. Por cada rebaño de aficionados al terror a los que no «enganchas» siempre habrá alguien profundamente impresionado y conmovido por tu obra, alguien a quien le parecerá que te has introducido en la parte de su cerebro encargada de los sueños, para extraer de allí pesadillas intensamente privadas. Yo soy una de esas personas. Después de leer tus relatos suelo experimentar dos sensaciones diferentes: un leve déjà vu (no como si ya hubiera leído las mismas palabras, sino como si las imágenes ya hubieran aparecido en alguna parte del cenagal de mi subconsciente) y una especie de fascinación lovecraftiana que llega a confundirse con la náusea existencial. Más que cualquier otro escritor en el que pueda pensar, tú creas una ficción decididamente extraña. Y no puedo sino maravillarme. ¿Estás por ahí fuera, Thomas Ligotti?

Creo que acabo de responder mis propias preguntas.

 


 Introducción: Los consuelos del terror

 

 

 Tinieblas, os saludamos y abrazamos

 

 

El horror, al menos en sus presentaciones artísticas, puede ser un alivio. Y, como cualquier agente de la iluminación, puede incluso conferir (aunque sea brevemente) una sensación de poder, sabiduría y trascendencia, especialmente si el agraciado lo es de buen grado y tiene auténtico gusto por los antiguos misterios y un miedo genuino por las trampas y embustes que un corazón voluntarioso suele percibir en lo desconocido.

Nosotros (los favorecidos de buen grado, recordad) queremos sin duda saber lo peor, tanto sobre nosotros mismos como sobre el mundo. El tema más viejo, quizá el único, es el del saber prohibido. Y ningún saber prohibido consoló nunca a su dueño (motivo probable por el que se prohíbe). Como mucho, será uno de los más irónicos dones concedidos al posesor (pues el conocimiento de lo vedado es, primero y por encima de todo, una ordalía individual). Está especialmente prohibido porque la mera posibilidad de tal conocimiento introduce una monstruosa y perversa tentación que troca los tranquilos placeres de la existencia mundana por las luces brillantes de la alienación, la perdición y, en algunos casos extraños, la condenación eterna.

Así que no solo deseamos conocer lo peor, sino también experimentarlo.

De aquí esta palestra de experiencia artificial, supuestamente de la peor especie (el relato de terror), donde pueden inventarse grotescas conspiraciones a satisfacción de nuestra alma, donde todos los jugadores cortan la baraja con escalofríos, temblores y manos amputadas; y, lo que es más importante, donde uno, desde una segura distancia, puede, en cierto modo, enfrentarse a la muerte, al dolor y a la pérdida del mundo (abrimos comillas) real (cerramos comillas).

¿Pero funciona siempre como querríamos?

 A modo de ejemplo

 

 

Estoy viendo La noche de los muertos vivientes. Tengo delante las filas de los muertos, reanimados por una de las maravillas de doble filo de la edad moderna (la radiación atómica, creo. ¿O era un increíble producto químico que llegaba hasta los depósitos de agua? ¿Acaso importa?). Veo un grupo de tipos normales, casi de documental, encerrados en una casa, enfrentándose a una oleada tras otra de necrófagos hambrientos. Veo cómo el grupo pierde terreno desesperadamente y sucumben uno detrás de otro a la misma enfermedad de sus sonámbulos asesinos: un marido trata de devorar a su mujer (¿o era una madre que intentaba comerse a su hijo?), una hija apuñala a su padre con un palustre de jardinero (¿o era un hermano el que apuñalaba a su hermana con una paleta de albañil?). En cualquier caso, todos mueren de forma horrible. Esto es lo importante.

Cuando la película termina, me siento fortalecido por la sensación de haber soportado este tormento terrorífico; ya tengo más pesadillas que me sirvan para acerar mis nervios ante los horrendos días y noches que puedan venir. En resumen, he expandido mi capacidad para el miedo. ¡Puedo soportar lo que sea!

En las películas, claro está.

La inquietante verdad es que las brutalidades anteriores se «digieren» con suma facilidad. Y entonces, en algún momento, uno comienza a adoptar estrategias poco naturales para protegerse no del hombre del saco, sino del de los sueños. Hablamos, por ejemplo, a los personajes de una película de terror: «Hola, señor Cadáver Putrefacto que lame un montón de entrañas pegajosas, ¡qué hay!». Pero incluso esta táctica pierde su encanto después de un tiempo, especialmente si estás viendo una de estas películas solo y careces de un cómplice con el que compartir tu más reciente fase de hastío e inmunidad al terror primitivo. (Hablamos de las películas. De otro modo sigues siendo la misma persona vulnerable de siempre).

Así que cuando un devoto aficionado (aquí predominan tradicionalmente los hombres sobre las mujeres) al terror está hasta arriba, saturado y consecuentemente aburrido, ¿qué hace a continuación? ¿Darse una vuelta por las salas de urgencias de los hospitales o los depósitos de cadáveres de la zona? ¿Estar atento por si ve algún accidente sangriento en la carretera? ¿Hacerse corresponsal de guerra? De cualquier manera, el caso se ha desplazado claramente a un plano por completo distinto, de las películas a la vida real, y es evidente que algo anda mal aquí.

El único remedio para el adicto al terror parece ser este: si la vieja dosis de medicina no es lo bastante potente, ¡auméntala! (este paralelismo farmacéutico es manido, pero adecuado). Y así llegamos al bien conocido y tosco fundamento de la «escalada visceral» en las películas de terror. ¿Ya has visto demasiadas veces viejos clásicos como Un hombre lobo americano en Londres? Pues prueba una de sus versiones de primeros de los ochenta, mucho más sangrientas pero infinitamente inferiores. Por supuesto, este alivio solo es temporal; la tolerancia a las drogas suele aumentar con el uso, y en el horizonte no parece haber una solución definitiva, una farmacia genial en la que pueda comprarse una dosis lo bastante grande como para saciar el ansia de horror, donde el adicto inquieto pueda por fin cargarse de droga demoníaca, satisfacer su gula impía con sombras y susurrar: «ya basta».

El pozo vacío del aburrimiento se renueva constantemente, mientras que las películas de terror se tornan cada vez menos inquietantes para el espectador marginalmente sádico.

¿Y cuál es el razonamiento común para justificar lo que de otro modo se consideraría un caso apenas frustrado de sadomasoquismo? Ahora recordamos: presentarnos horrores dentro del cine (o dentro de un libro, no los olvidemos) y así ayudarnos a asimilar los horrores de fuera, y también prepararnos para el gran horror. Suena razonable, suena correcto y racional. Pero no tiene nada de real. Estamos en el gran bosque del miedo, donde no puedes combatir las peores experiencias reales con otras falsas, por bien sincronizadas que estén sus correspondencias simbólicas. ¿Cuándo fue la última vez que, al oír que alguien despertaba gritando de una pesadilla, lo apartaste a un lado con un «sí, pero he visto cosas peores en las películas» (o he leído cosas peores en los libros; ya llegaremos a ellos)? Nada es peor que aquello que le sucede a uno en persona. Y aunque un mal sueño puede llegar muy alto temporalmente en el asustómetro, siendo realistas es uno de los más pequeños y efímeros terrores a los que una persona tiene que enfrentarse. Prueba a encontrar solaz en las cinco veces que has visto La matanza de Texas cuando te están preparando para una operación de cirugía cerebral.

En honor a la verdad, los aficionados a las películas de terror son personas más nerviosas e histéricas que la mayoría. Necesitamos toda la confianza que podamos obtener, como todo el mundo, y solemos complacernos al pensar que pasar diecisiete noches seguidas viendo películas de psicópatas sobrenaturales es bueno para los nervios, y que nos darán un poder especial del que carecen aquellos a los que no les gustan. Después de todo, este es uno de los métodos psicológicos con los que nos «venden» el mercado del terror, el más importante de sus consuelos.

Sin duda es el principal consuelo, pero también es falso.

 Interludio: hasta aquí, consuelos de la violencia

 

 

Quizá haya sido un error elegir La noche de los muertos vivientes para ilustrar los consuelos del terror. Como delegada de Terrorlandia, esta película es admirablemente incorruptible y rezuma integridad. No se ha vendido a los códigos morales de guardería de casi todo el «terror moderno», y no lanza ningún mensaje concreto. Su único propósito es la pesadilla. Desde el punto de vista de la simple demencia alienante, inquietante y vomitiva, es una obra bastante eficaz, al menos las dos primeras veces que la ves. Ni intenta ni pretende ser nada más. (Y, como hemos descubierto, es que no hay nada más esperándonos, salvo más de lo mismo). Pero el gran problema es que a veces olvidamos lo mucho que podemos hacer en las películas de terror (¡ y en los libros!) aparte de lo visto. A veces olvidamos que las historias sobrenaturales (y este es un muy buen momento para echar a patadas a las no sobrenaturales: las de psicópatas, las de suspense, etc.) pueden tener todas las funciones que las reales, y transmitir las mismas sensaciones, pues lo sobrenatural puede servir como eficaz vehículo con el que adentrarse en reinos en los que lo extraño y lo familiar se cargan mutuamente con los polos opuestos de su pasión.

La mansión encantada, por ejemplo. Aparte de ser la mayor película de casas encantadas jamás filmada, también nos habla de humanos poseídos. En ella, el viejo espíritu de la tragedia moral atraviesa fácilmente las paredes, dividiendo los misterios del universo mundano de aquellos de lo extramundano. Y ese espectro súper trágico no llega a descansar en ninguno de los dos, nunca se queda lo suficiente para darnos el conocimiento prohibido ni de las estrellas ni de nosotros mismos, ni de absolutamente nada, ya puestos. ¿Hasta qué punto puede culparse al «trastorno de la casa de la colina» (según el diagnóstico del doctor Markway) de la locura de la gente que estuvo, está y probablemente estará en ella? Y viceversa, por supuesto. ¿Qué es lo que sucede con esa escalera de caracol de la biblioteca, o por lo menos con las personas que intentan subir por ella? Lo único que está claro es que algo sucede, sea lo que sea… y sea quien sea el responsable. Nuestro pobre cuarteto de cazafantasmas (el doctor Markway, Theo, Luke y Eleanor) no solo son incapaces de desatarse los hilos con los que son movidos como títeres. ¡Es que ni siquiera pueden dar con los nudos!

Los fantasmas de la casa de la colina permanecen siempre invisibles, salvo por sus efectos: enormes puertas de roble que se cierran con fuerza salvaje, doblándolas como si fueran de cartón; mensajes asonantes escritos en las paredes («Ayudad a Eleanor a volver a casa») con una sustancia indeterminada («Tiza», dice Luke. «O algo que se le parece», corrige Markway); y, en general, dando al lugar unas pésimas vibraciones. Ni siquiera estamos seguros de quiénes son (o fueron) los fantasmas. ¿El devoto y dementado Hugh Crane, que construyó la casa de la colina? ¿Su siniestra hija Abigail, que se consumió allí? ¿Su negligente compañera, que se ahorcó en la casa? Ninguno de ellos emerge como el claro y definitivo responsable de una presencia que parece una especie de crisol de fuerzas enloquecidas del pasado, de una «anti-América» donde los de más bajo espíritu convergen, se estancan y se pierden en un inmenso y arrebatado cuerpo espectral.

Más fáciles de identificar son los espectros personales de los vivos, al menos para el espectador. Pero los personajes de la película están demasiado ocupados con sus asuntos exteriores como para mirar dentro de las casas de los demás, o incluso de las suyas. El doctor Markway no reconoce los fantasmas de Eleanor (que lo ama sin esperanza). Eleanor no alcanza a percibir los de Theo (es lesbiana), que por su parte evita reflexionar sobre ello. («¿Y de qué tienes miedo, Theo?», pregunta Eleanor. «De saber lo que quiero en realidad», responde ella, con una cierta falta de candor). Pero el mejor de todos es Luke, que ni siquiera cree que haya fantasma alguno hasta cerca del final de la película, cuando este afable amante de la diversión presiente una terrorífica sensación de alienación, perversidad y extrañeza en el mundo que lo rodea. «Deberían quemarla hasta los cimientos», dice acerca de la lujosa casa que va a heredar, «y echar sal en la tierra». Esta cita cuasi bíblica indica que en los pasadizos privados de Luke se han abierto unas cuantas puertas. ¡Por fin sabe! La pobre Eleanor, por supuesto, ha sido reclamada por la casa como una de sus solitarias y eternas moradoras sin rostro. Será su voz la que pronunciará las últimas y reverberantes frases de la película: «La casa de la colina lleva ochenta años en pie, y probablemente resistirá ochenta más… Y los que en ella vivimos, lo hacemos en soledad». Con estas palabras, el espectador vislumbra un mundo de dolor y horror inimaginables, una región insondable de tumulto gótico, un inquietante Nuncaburgo.

La experiencia es extremadamente desconsoladora, pero en cualquier caso emocionante.

Pero el que una película transmita una sensación tan fuerte de lo sobrenatural es raro (esta, por supuesto, es una adaptación escrupulosamente fiel de la novela de Shirley Jackson, indiscutiblemente excelente). Lo que sí es frecuente, especialmente con la ficción, es el fenómeno que provocó la frase del párrafo anterior; en otras palabras, la paradoja de la diversión en las historias de terror. El palpitante corazón de la cuestión, sin embargo, es: ¿qué nos entretiene de verdad? El entretenimiento, imaginemos como imaginemos su fuente, es justamente considerado como una justificación en sí mismo, y parece ser uno de los infatigables consuelos del terror.

¿Pero seguro que es así? (Esto no llevará mucho).

 Otro ejemplo

 

 

Estamos leyendo (no hace falta decir que en una sala silenciosa y acogedora) una de las estupendas historias de fantasmas de M. R. James. Es Count Magnus, en la que un curioso erudito obtiene un conocimiento que ni siquiera sabía prohibido, y sufre las terribles consecuencias a manos del conde y su camarada tentaculado. En realidad la historia termina antes de tener la oportunidad de ser testigos de este fabuloso golpe de gracia, pero sabemos que lo que le espera a nuestro estudioso es la succión de la cabeza. Y mientras el sabio condenado se enfrenta a un destino peor que el que cualquiera de nosotros conoceremos nunca, nosotros estamos sentados tranquilamente en una esquina, probablemente bebiendo un té calentito. Al menos creemos que su muerte será peor. Lo esperamos. En los subsótanos más profundos de nuestra mente, suplicamos: «¡por favor, que a mí no me pase nada siquiera parecido! A mí no. Si le sucede al otro yo me lo leo, e incluso temblaré un poco. Me estoy divirtiendo tanto que no puede ser tan terrible. Para él, claro está. Para él la desgracia insoportable. Fíjate lo nervioso que me pongo simplemente leyéndolo. Así que, por favor, que le pase siempre al otro».

Pero no siempre le tocará al otro, porque a la larga a todos nos llega el turno.

Por supuesto, en el corto plazo, leer acerca de un mundo en el que suceden cosas espantosas, en un área restringida a la que nunca osaríamos acercarnos siquiera, se convierte en uno de los pequeños éxtasis de la vida, en una indudable fuente de diversión. Y es en este corto plazo en el que se leen (y escriben) todas las historias. (Si algo con ojos como huevos aguados quisiera arrancarte la cabeza, ¿te pararías a escribir un relato al respecto?). Es otro mundo, el corto plazo; es un mundo en el que el terror es un verdadero consuelo. Pero el que pongamos demasiada fe en las historias de fantasmas como consuelo para nuestra mortalidad, nuestra vulnerabilidad para los terrores de la vida real, no es un cumplido para el doctor James, ni para nosotros como lectores. En lo tocante a consuelos, este resulta ser uno de grado bajo, una complacencia demente disfrazada de beatitud.

Así que nuestro segundo consuelo está en el tiempo, como mucho, prestado. Y en el largo plazo, donde ningún sencillo relato puede servirte de mucho, el consuelo es ilusorio.

(Quizá las historias de H. P. Lovecraft nos ofrezcan un papel más amenazador y admirable a los devotos de la condenación. En la obra de Lovecraft el destino no queda restringido a personajes excéntricos en situaciones excéntricas. Comienza así, pero al final se expande para violar la zona de seguridad del lector —y del no lector, ya puestos, aunque este permanece ajeno al saber prohibido de Lovecraft—. Los de M. R. James son relatos admonitorios, lecciones de cómo permanecer libre de problemas espectrales, y de lo agradable y seguro que es esto. Pero dentro de las fronteras cósmicas del universo de Lovecraft, al que muchos llamarían el universo en sí mismo, ya estamos metidos en un buen lío, y lo de sentirse a salvo es algo complicado para cualquiera con un poco de seso y acceso a los manuscritos de Albert Wilmarth, Nathaniel Wingate Paeslee o el sobrino del profesor Angell. Estos narradores aislados nos llevan con ellos a su perdición, que es la del mundo —en los relatos de Lovecraft, a nadie le importa un pimiento lo que les suceda a los personajes en cuanto personas individuales—. Si nosotros supiéramos lo que saben ellos acerca del mundo y de nuestra terrible y precaria posición en él, sin duda nuestros cerebros temblarían ante la revelación. Y si descubriéramos lo mismo que Arthur Jermyn descubrió acerca de nosotros mismos y nuestros humildes orígenes es una mera locura de la biología, haríamos lo que él hizo con unos cuantos litros de gasolina y una misericordiosa cerilla. Por supuesto, Lovecraft insiste en contarnos cosas cuyo conocimiento en nada nos beneficia, cosas que no pueden ayudarnos, ni protegernos, ni siquiera prepararnos para el terrible e inevitable apocalipsis que se avecina. El único consuelo es aceptarlo, vivir con ellos y suspirar en el bálsamo que es el olvido viviente. Si logras mantener este constante estado de condenación, puede que te libres del dolor de la esperanza insensata y su segura aniquilación.

Pero no podemos mantener este estado, solo un santo de la perdición sería capaz de ello. La esperanza se infiltra en nuestras vidas por las grietas crecientes que siempre quisimos reparar, sin encontrar tiempo para ello. Extrañamente, cuando las grietas se hacen más grandes y llega al fin el diluvio prometido, no es precisamente la esperanza la que se abre camino y nos ahoga).

 Interludio: hasta aquí, consuelos de la violencia

 

 

Así que, cuando un estado ficticio de perdición absoluta ya no nos ofrece posibilidades de consuelo, ¿qué nos queda? Bueno, hay otro papel típico aparte del de víctima de una historia de terror: el del villano. Es decir, nos convertimos en el monstruo para cambiar el paso. Hasta cierto punto, se supone que esto sucede cuando subimos a la tarima resonante que hay detrás de la iluminación gótica. Es tradicional identificarse y sentir lástima por el vampiro y el hombre lobo en su momento definitivo de debilidad, un momento en el que son más humanos. Sin embargo, a veces parece como si fuera más divertido interpretar al vampiro o al hombre lobo en la cima de su poder monstruoso y asesino. Interpretarlos en nuestro corazón, claro. Después de todo, podría ser estupendo levantarse al ocaso todos los días para recorrer las sombras, volar en la noche con alas de murciélago, mirar a los extraños a los ojos y someterlos a tu voluntad. No está mal para alguien que en teoría está muerto. O al menos para alguien que no puede morir y cuya alma no le pertenece; para alguien que, por elegante y aristocrático que pueda parecer, está condenado a vagar por la eternidad con una única y muy embarazosa obsesión. Es el drogadicto más encanallado, y encima inmortal.

Pero quizá te fuera bien como hombre lobo. Durante la mayor parte del mes eres como todos los demás. Entonces, por unos días, te puedes tomar unas vacaciones del patético yo humano y derramar la sangre de los otros humanos patéticos. Y una vez vuelves a tu tamaño de ropa habitual, nadie puede enterarse de nada… hasta que llega el mes siguiente, y vuelta a empezar con todo el jaleo. Y otro mes, y otro, y así siempre. No obstante la vida del hombre lobo no es tan mala, siempre que no te pesquen destrozándole a alguien la garganta. Por supuesto, podrías tener sentimiento de culpa, y sí, pesadillas.

Todo el mundo admite que el vampirismo y la licantropía tienen sus contraprestaciones, pero también habría momentos memorables, momentos que los humanos raramente pueden disfrutar, si es que es siquiera posible: sentir tu yo primario en armonía con las fuerzas inhumanas que te rodean, impávido ante el rostro de la noche, de la naturaleza, de la soledad, de todas estas cosas de las que la gente simple tiene mucho que temer. Ahí estás tú bajo la Luna, como una tormenta de furia en forma humana. Y siempre serás así, eternamente si eres cuidadoso. Ser humano es ser un callejón sin salida. Parece que los sociópatas sobrenaturales tienen más posibilidades abiertas, así que, ¿no sería genial ser uno de ellos? Lo que quiero decir, por supuesto, es: ¿es un consuelo de la literatura de terror el dejarnos serlo durante un breve tiempo? Sí, sin duda. La atracción de esta vida es en ocasiones irresistible. ¿Pero pasamos algo por alto si solo alcanzamos a ver el glamour e ignoramos el penoso trabajo que es la existencia de estos nictófilos de espíritu libre? ¿Qué me dices?

 El último ejemplo

 

 

Ejemplo cancelado. El consuelo es un truco patente, hecho con escritura invisible, espejos y una cámara mágica.

 Consuelo sustitutivo:
 
La caída de la casa Usher, o la Perdición de nuevo

 

 

¿Te has preguntado alguna vez cómo una historia gótica como esta obra maestra de Poe puede ser tan genial sin procurarse la preocupación del lector por el destino de sus personajes? Hay un montón de horribles acontecimiento y conceptos entretejidos; el narrador y su amigo Roderick experimentan una buena dosis de MIEDO. Pero, al contrario que en un relato de terror cuyos efectos dependen de la simpatía que el lector sienta por sus víctimas ficticias, esta no quiere que nos involucremos con los protagonistas de ese modo. Nuestro miedo no deriva del suyo. Aunque Roderick, su hermana y el narrador visitante son compañeros fascinantes, no nos lastran con sus catástrofes individuales. ¿Sentimos lástima por el terrible sino de Roderick y su hermana? No. ¿Nos alegramos de que el narrador logre escapar de la casa que se hunde? No especialmente. Entonces, ¿por qué lamentarnos por esta calamidad que tiene lugar en la campiña, a muchos kilómetros del pueblo más cercano y de las preocupaciones humanas cotidianas?

En esta historia no importan las personas. En el universo literario de Poe (y en el de Lovecraft), lo individual es horrible y consoladoramente irrelevante. Durante la lectura de La caída de la casa Usher no miramos por encima del hombro de ningún personaje, sino que nuestra atención se distribuye de modo omnisciente por las cuatro esquinas de una pestilente factoría que fabrica un solo producto: una perdición total de la que no hay escapatoria. El que un nombre propio en concreto se salve de este destino o se vea atrapado no es importante. El de Poe es un mundo creado con una obsolescencia inherente, y para apreciar por completo este cosmos tétrico uno debe asumir la perspectiva de su creador, que son todas, sin dejarse limitar por una sola. Por tanto, nosotros como lectores somos la casa Usher (tanto la familia como la estructura), somos el moho que se adueña de sus muros y la violenta tormenta sobre su vetusta cabeza; nos hundimos con los Usher y nos escapamos con el narrador. En resumen, interpretamos ambos papeles. Y el consuelo aquí es que estamos supremamente alejados del punto de vista enloquecedoramente trágico del ser humano.

Por supuesto, cuando la historia termina debemos caer de nuestra percha divina y regresar a nuestra mortalidad, que es quizá lo que están haciendo los Usher y su casa. ¡Este es siempre el problema de los aspirantes a dios! No podemos mantener demasiado tiempo este punto de vista divino. ¿No sería genial que pudiéramos lograrlo, si la vida pudiera vivirse ajena a la agonía de lo individual? Pero estamos condenados a involucrarnos en nuestra propia vida, que es la única que hay, y la divinidad nada tiene que ver con ello.

Pero… ¿no sería genial?

 Tinieblas, habéis hecho tanto por nosotros…

 

 

En este punto puede parecer que los consuelos del terror no son lo que creíamos al principio, que todo este tiempo nos hemos acompañado de meras ilusiones. Es que es así. Y seguiremos haciéndolo, seguiremos sentándonos en nuestra insensible comodidad con un libro de terror en el regazo, como depredadores catalépticos, y seguiremos hallando un atildado solaz, aunque solo sea por espacio de un relato, de un mundo al que la desesperanza y la perdición absolutas han hecho tan abrigado como simple. Estos consuelos siguen siendo eficaces, aunque no funcionen tan bien como nos gustaría. Pero solo son efectivos, como la mayoría de las cosas de valor en el arte o en la vida, como ilusiones. Y no tiene sentido atribuirles poderes terapéuticos o salvadores que ni poseen ni pueden poseer. Ya hay suficientes desencantos en el mundo como para añadir otro más.

Pero quizá la ilusión del consuelo pueda perfeccionarse adquiriendo un mejor sentido de aquello por lo que nos consolamos. ¿Qué es, en realidad, una historia de terror? ¿Y qué es lo que hace? Empecemos por la segunda pregunta.

El relato de terror hace el trabajo de una especie de sueño que todos conocemos. A veces lo hace tan bien que incluso el asunto más irracional e improbable puede infectar al lector con una sensación de realismo más allá de lo realista, un truco que no suele darse más allá del vodevil que es el sueño. ¿Cuándo fue la última vez que no te logró engañar una pesadilla, en que no te la creíste porque los incidentes no eran lo bastante lógicos y realistas? La historia de terror solo es real para los sueños, especialmente para aquellos que nos involucran en misteriosas ordalías, en la transmisión de secretos, en la obtención de saberes prohibidos y, en más de un sentido, en el derramamiento de vísceras.

Lo que distingue al terror de otra clase de historias es la devoción exclusiva de sus practicantes, de sus auténticos practicantes, para imaginar y aislar de forma consciente los aspectos y episodios más demoníacos de la existencia humana, imperturbables ante cualquier consuelo. Pues no hay en la tierra consuelo suficiente para los terrores que tratamos en vano de hacer soportables.

¿Son las historias de terror más reales que otras? Pueden serlo, pero no necesariamente. Se limitan a mostrar condiciones de extraordinario sufrimiento, y aunque no son solo esto, estas demostraciones pueden ser tan cercanas a la verdad como cualquier otra. En cualquier caso, ¿qué horror ficticio sencillo, por grotescamente magnificado que esté, puede compararse siquiera con el complejo entramado de miseria y desencanto que es la mera rutina humana? Por supuesto, el horror fundamental de la existencia no nos es siempre evidente a sus habitantes, siempre amenazados y aun así desprevenidos. Pero en las verdaderas historias de terror podemos verlo aun en la oscuridad. Todas las esperanzas eternas, las salidas optimistas y las redenciones definitivas desaparecen, y por un rato podemos pretender que miramos el rostro putrefacto de lo pésimo.

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