sábado, 5 de noviembre de 2022

OJOS VERDES Leónidas Andreiev


 

OJOS VERDES

Leónidas Andreiev

¡Calla! ¡Calla! ¡Calla! ¡Acércate más a mí! ¡Mírame a los ojos! Yo siempre fui una criatura fascinadora, tierna, sensible y agradecida. Fui sabia y noble. Y mi cuerpo flexible es tan gracioso al moverse que te proporcionará alegría contemplar mi fácil danza. Ahora me arrollaré en un anillo, relampaguearán mis escamas obscuras, serpentearé tiernamente y abrazaré el tuyo con mi cuerpo acerado en un abrazo gentil y frío. ¡Uno en muchos! ¡Uno en muchos! ¿No te gusta que me retuerza y me estire? ¡Oh! Mi cabeza es pesada; por eso me muevo despacio. ¡Oh! Mi cabeza es pesada; por eso miro derechamente hacia delante, conforme me arrastro. Ven más cerca de mí. Dame un poco de calor; acaricia mi sabia frente con tus dedos; en su lindo perfil encontrarás una copa en la que mana sabiduría, el rocío de las flores de la tarde. Cuando corto el aire en mis ondulaciones, dejo en él una estela; una traza del tejido más fino, el tejido de los encantos de los sueños, el encanto de los movimientos silenciosos, el inaudible silbido de líneas resbaladizas. Estoy callada y me cimbreo; miro adelante, y me cimbreo. ¿Qué extraña carga llevo en mi cuello?

Siempre fui una criatura fascinadora y amé tiernamente a quienes amé. Ven más cerca de mí. ¿Ves mis blancos, agudos, agudos y encantadores dientecitos? Besando, acostumbraba a morder un poco, hasta que las brillantes primeras gotas aparecían, hasta que llegaba a mí un grito que me sonaba como la risa producida por el cosquilleo. Eso era muy agradable, no pienses que fuera desagradable, de lo contrario, aquellos a quienes besaba no volverían por más besos. ¡Ahora es cuando no puedo besar más que una vez! ¡Qué triste! ¡Sólo una vez! ¡Un beso para cada uno! ¡Qué poco para un corazón amante, para un alma sensible, que se esfuerza por encontrar una gran unión! Pero soy yo sola la que está triste, la que besa una sola vez y tiene que buscar amor de nuevo; él ya no conoce otro amor; para él mi único tierno beso nupcial es inviolable y eterno. Te hablo francamente, y cuando termine mi historia te besaré.

Te amo.

Mírame a los ojos. ¿No es cierto que mi mirada es magnífica y poderosa? ¿Qué es firme y derecha? ¿Qué es fija como un acero forjado en tu corazón? Miro derechamente adelante y me ondulo; en mis ojos verdes reúno tu miedo, tu anhelo amoroso, fatigado y sumiso. Ahora soy reina, y tú no osas ver mi belleza; pero hubo un tiempo extraño. ¡Oh, qué extraño tiempo! ¡Sólo de recordarlo me agito! ¡Oh, qué extraño tiempo en que nadie me amó! Nadie me respetó. Fui perseguida con cruel ferocidad, pisoteada en el barro y escarnecida. ¡Oh, qué tiempo tan extraño fue! ¡Uno en muchos! ¡Uno en muchos!

Yo te digo: Ven más cerca de mí.

¿Por qué no me aman? En aquel tiempo también era una criatura fascinadora, pero sin malicia; era gentil y danzaba maravillosamente. Pero me torturaron. Me quemaron en el fuego. Rudos y pesados golpes caían sobre mí, sordas pisadas de pies pesados; frías dentelladas de bocas sangrantes rasgaban mi delicado cuerpo; y en mi imponente tristeza, mordía la arena, tragaba el polvo del suelo, moría de desesperación. ¡Oh, qué tiempo tan terrible era! El bosque estúpido lo ha vivido todo; no recuerda aquellos tiempos; pero tu tienes piedad de mí, de la ofendida, de la triste, de la amorosa, de la que danza tan hermosamente.

Te amo.

¿Cómo podía defenderme? No tenía más que mis dientecitos blancos, maravillosos y afilados; no servía más que para besar. ¿Cómo podía defenderme?

Es ahora solamente cuando llevo sobre mi cuello esta terrible carga de la cabeza, y mi mirada es imperativa y recta; pero entonces mi cabeza era ligera y mis ojos miraban apaciblemente. Entonces aún no tenía veneno. ¡Oh, mi cabeza pesa tanto que me cuesta trabajo mantenerla levantada! Me he cansado de mi mirada; dentro de mi frente hay dos piedras; y estas son mis ojos. Tal vez las piedras centelleantes son preciosas; pero es duro llevarlas en lugar de ojos gentiles; oprimen mi cerebro. ¡Es tan duro para mi cabeza! Yo miro adelante y me arrastro. Te veo entre una neblina verde. ¡Estás tan lejos! ¡Ven más cerca de mí!

Ya lo ves: hasta en mi tristeza soy hermosa y mi mirada es lánguida causa de mi amor. Mira mis pupilas; yo las estrecharé y las extenderé y les daré un brillo peculiar; el brillo de una estrella en la noche, el juguete de todas las piedras preciosas, de diamantes, verdes esmeraldas, amarillentos topacios y rubíes de rojo sangre. Mírame a los ojos, soy yo la reina; sin la niebla me estoy coronando, y lo que brilla, abrasando y resplandeciendo, que te quita la razón, libertad y la vida, es el veneno. Es una gota de mi veneno.

¿Cómo ha ocurrido? No lo sé. No tengo mala voluntad a los que viven.

Yo viví y sufrí, era callada, languidecí, me ocultaba apresuradamente cuando podía hacerlo, escapaba ondulante; pero jamás me han visto llorar, no puedo llorar. Y mi danza fácil fue haciéndose cada vez más rápida y más hermosa. Sola, en la quietud, en la espesura, danzaba con tristeza en el corazón; despreciaban mi danza ligera y hubiesen deseado matarme cuado danzaba. Repentinamente comenzó a hacerse pesada mi cabeza ¡Qué raro es! Mi cabeza se hizo pesada. Tan pequeña y hermosa, tan sabia y hermosa, había crecido, haciéndose terriblemente pesada; dobló mi cuello sobre la tierra

y me causó dolor. Ahora ya estoy, en cierto modo, acostumbrada a ella; pero al principio era terriblemente difícil y doloroso. Pensé que estaba enferma.

Y de repente… Acércate más a mí. Mírame a los ojos. ¡Calla! ¡Calla! ¡Calla!

De repente mi mirada se hizo pesada, fija y extraña. ¡Hasta yo estaba asustada! Deseo ojear y volverme, pero no puedo; siempre miré adelante; de cada vez taladro más hondamente con mi mirada; estoy como petrificada. Mírame a los ojos. Estoy como petrificada, como si todo lo que miro lo estuviese. Mírame a los ojos.

Te amo. No te rías de mi franca historia, o me enfadaré. A todas horas abro mi corazón sensible; pero mis esfuerzos son en vano; estoy sola. Mi solo y último beso está lleno de sonora tristeza; y el que amo no está aquí, y busco amor de nuevo, y cuento mi historia en vano. Mi corazón no puede soportarse a sí mismo, el veneno me atormenta y mi cabeza se hace más pesada. ¿No soy hermosa en mi desesperación? Acércate más a mí.

Te amo.

Una vez me estaba bañando en una balsa estancada del bosque; me gusta ser limpia; es signo de noble nacimiento, y me bañaba con frecuencia. Mientras me bañaba, danzando en el agua, vi mi reflejo y, como siempre, me enamoré de mí misma. ¡Me gustan tanto los sabios y los hermosos! Y repentinamente vi sobre mi frente, entre mis adornos innatos, un nuevo y extraño signo. ¿No sería este signo el que origina la pesadez, la mirada petrificada y el gusto dulce de mi boca? Aquí, sobre mi frente, se dibuja una cruz oscura, aquí mismo, mira. Acércate más a mí. ¿No es esto raro?

Yo no lo comprendía entonces y me gustó. Y en aquel mismo día, en aquel terrible día que apareció la cruz, mi primer beso fue también mi último; mi beso se convirtió en fatal. ¡Uno en muchos! ¡Uno en muchos!

¡Oh!

Tú adoras las piedras preciosas; pero piensa, amado mío, cuánto más preciada es una pequeña gota de mi veneno. ¡Es una gota tan pequeña! ¿Las has visto alguna vez en medio de la niebla? Nunca, nunca, pero ya lo adivinarás. Considera, amado mío, como me devoraban tantos sufrimientos, tan penosas humillaciones y mi rabia impotente. Tenía que experimentar para poder llevar esta pequeña gota. ¡Soy una reina! ¡Soy una reina! En una gota llevo la muerte a los vivos, y mi reino es ilimitado, como lo es la

pesadumbre, la muerte. ¡Soy una reina! ¡Mi mirada es inexorable! ¡Mi danza es terrible! ¡Soy hermosa! ¡Uno en muchos! ¡Uno en muchos!

¡Oh!

No caigas. Mi historia no ha terminado aún. Acércate más a mí.

Entonces me arrastré hacia la estúpida floresta, dentro de mi verde dominio.

¡Ahora es un nuevo camino! ¡Un camino terrible! Era, como reina, amable, y como tal, saludaba graciosamente a derecha e izquierda. ¡Y ellos escapaban corriendo! Como una reina, saludaba benevolente a derecha e izquierda, y ellos, ¡gente extraña!, huían corriendo. ¿Qué piensas? ¿Por qué corrían? ¿Qué piensas? Mírame a los ojos. ¿Ves cierto resplandor y un relámpago en ellos? Los rayos de mi corona ciegan tus ojos; estás petrificado, estás perdido. Pronto bailaré mi última danza; no caigas. Yo me recogeré en anillos, relampaguearán mis escamas obscuramente y estrecharé mi cuerpo de acero con abrazos gentiles y fríos. ¡Heme aquí! Acepta mi único beso, mi beso nupcial. En él está toda la fatal pesadumbre de todas las vidas oprimidas. ¡Uno en muchos! ¡Uno en muchos!

Inclínate hacia mí. Te amo.

¡Muere!

jueves, 3 de noviembre de 2022

ESCALERA REAL Víctor Juan Guillot



 ESCALERA REAL

Víctor Juan Guillot

Toda persona que haya jugado al póquer lo suficiente para saber que no es sólo un arte de ganar o perder dinero en poco tiempo, no ignora que las cartas obedecen a una ley desconocida pero inviolable que las obliga a preferir sucesivamente cada uno de los sitios ocupados por los jugadores. Es lo que se llama la rotación de la «liga». La mala suerte no es otra cosa que el desencuentro entre la «liga» que se traslada y el jugador que no ha sabido o no ha querido esperarla en su puesto. Por eso puede afirmarse categóricamente que un hombre sereno, contando con tiempo bastante para que las cartas describan su círculo y con el dinero necesario para resistir la racha adversa sin comprometer sus reservas, puede esperar tranquilamente su momento, con la seguridad absoluta de que ese momento habrá de arribar por fin. Inútil parece agregar que la regla no opera cuando se trata de uno de esos novicios aturdidos por las pérdidas que se las arreglan para cavarse un pozo tan hondo que después no hay favor de la fortuna que consiga sacarlos de su profundidad. Pero sobre esta clase de personas no se debe insistir, porque es la misma que pierde siempre, y por las mismas causas, en el juego de la vida.

Ese no era, sin embargo, el caso de Lagrange. Había sido buen jugador y no ignoraba que el desquite es una cuestión de tiempo, siempre que un hombre sepa estar listo para aprovechar en forma el llamado de la ocasión. Por eso, cuando Bertoni lo invitó a trabajar juntos en Entre Ríos, Lagrange aceptó la invitación y el trabajo en común. La intuición infalible de los jugadores le advirtió que se aproximaba el momento del esperado desquite. A la verdad, Bertoni desconocía o había olvidado el agravio que el otro mantenía fresco y vivo como una planta que se riega con asiduidad. Era un hombre sanguíneo, bullicioso y un poco brutal, tan capaz de asestar a un enemigo un puñetazo en la cara como de suponer al día siguiente que el hecho había tenido tan poca importancia para el maltratado como para él mismo. Lagrange tampoco era un villano de película; pero ajustaba su vida a una regla de conducta que prescribía la necesidad de no cerrar jamás una cuenta con saldo en contra en sus relaciones con los demás. Mediaba por fin, en este caso, un sentimiento de amor propio, y puede ser también que algo más profundo y duradero que el amor propio. Con ello se está diciendo que entre Lagrange y Bertoni había pasado una mujer. Siempre hay una mujer en los orígenes de la enemistad entre dos hombres que no han franqueado los cuarenta años… y a veces entre los que han saltado ese límite también.

La cosa había ocurrido algunos años antes, cuando Bertoni y Lagrange trabajaron en la administración de los astilleros de Mihanovich, en el Carmelo, por la costa oriental. Conociéronse allí y se vincularon íntimamente, hasta que los distanció el asunto aquel. Lagrange perdió una mujer que le gustaba y una pequeña fortuna que le habría venido juntamente con la mujer. Bertoni en cambio, ganó el rencor de un hombre que desde ese

instante le abrió una cuenta que el tiempo y las circunstancias se encargarían de cancelar. Eso no impidió que cuando se encontraron aquella mañana en un «ristorante» de la Boca, Bertoni se abrazara con Lagrange, aturdiéndolo con sus gritos; que los dos se trenzaran en inacabable charla sobre las cosas del tiempo pasado; y que finalmente, el primero, siempre entre exuberantes ademanes y ruidosas carcajadas, le explicara que la providencia debía haber preparado aquel encuentro con su viejo amigo Lagrange, a fin de que él, Bertoni, dejara de buscar el socio que necesitaba para emprender cierta explotación frutícola en unos terrenos que le ofrecían en venta cerca de Concordia.

Del incidente pasado y de la muchacha que fue su causa suficiente no se habló ni una palabra. Era probable que Bertoni lo hubiese olvidado, lo mismo que a la mujer. También, ¡quién diablos va a vivir recordando a todas las mujeres que se le han cruzado en la existencia! Por su parte, Lagrange tampoco preguntó nada. Al pasar, enteróse de que Bertoni estaba casado y que su esposa era una señorita de Pergamino, ciudad en donde aquel había vivido algunos años como representante de una casa introductora de maquinarias agrícolas de Buenos Aires.

Después hablaron del negocio. Tratábase de unas cuantas hectáreas de tierra sobre la misma barra del Yuquerí, en las goteras de Concordia, retazo de los campos que fueron de la sucesión de don Bernardo de Yrigoyen, y que se podía comprar en condiciones extraordinariamente ventajosas. El desembolso inmediato no alcanzaría a diez mil pesos, debiendo continuar los adquirentes con los servicios de una deuda en cédulas del Banco Hipotecario Nacional. Había allí una plantación de mandarinas en plena producción, un criadero de aves organizado con planteles de las mejores razas y un colmenar de primer orden. También se estaba ensayando con buenos resultados el cultivo de espárragos.

—¡Una pichincha! ¡Una verdadera pichincha! —vociferaba Bertoni con entusiasmo, corroborado por vigorosos puñetazos que hacían saltar las cosas de la mesa. No agarraba el asunto por su sola cuenta en razón de que su capital había quedado reducido a unos pocos miles a consecuencia de un mal negocio de lanchas en el Puerto Madero. Buscaba una persona con quien entenderse, cuando tuvo la suerte de tropezar con Lagrange.

—Una suerte —repetía—, porque, ¡quién mejor que un antiguo amigo para trabajar en sociedad!

Fue entonces que Lagrange tuvo la intuición de que se le brindaba la oportunidad del desquite con aquel hombrón rudo y algo cándido que se hartaba de sopa de pescado, largando de pronto el pan y la cuchara para palmearle las manos con un

afectuoso «¡qué viejo Lagrange, este!», lanzado con voz tan poderosa que posiblemente hacía volver la cabeza a todos los que en aquel momento transitaban por la calle Necochea. Pero no era hombre de arriesgar en la puesta más de lo que podía ganar en la jugada. Poseía alguna platita ahorrada, es cierto; más le había costado demasiado el ganarla para que estuviera dispuesto a exponerla en un negocio vidrioso. Claro que en todo momento entreveía la oportunidad de cobrarse, y con altos intereses, la vieja cuenta que el otro parecía haber olvidado. Sin embargo, él se atenía a la norma de no dar por el pito más de lo que el pito podía valer. Exigió informes concretos y la facundia de Bertoni desbordóse nuevamente, acompañada esta vez de cálculos numéricos hechos a lápiz al dorso de la lista de platos.

El establecimiento se llamaba «La Barra» y tenía tantas hectáreas de superficie, toda tierra aprovechable. La vivienda era un chalet de material, casi nuevo y muy cómodo: las instalaciones estaban en perfecto estado. Trabajando ellos mismos para reducir gastos, la explotación dejaría un año con otro, una utilidad neta de doce mil pesos, sin contar la propiedad que valdría holgadamente sus cien mil.

A la prudencia de Lagrange resultábanle aquellos demasiados miles: por otra parte también había andado por Concordia y le parecía recordar que el terreno no se prestaba para la producción de citrus el aquella zona del distrito, aparte de que en la temporada lluviosa se desbordan los arroyos y no hay cultivo que no quede arrasado por la inundación. La impetuosa dialéctica y la mímica expresiva de Bertoni disiparon victoriosamente sus vacilaciones. Todos los comensales de las mesas vecinas habían seguido la exposición de Bertoni y estaban visiblemente de su parte. Hasta el mozo que los servía y el abúlico personaje que redactaba las adiciones en la caja, hacían converger sobre Lagrange un fuego de miradas que reflejaban el asombro y la indignación de sus espíritus ante las resistencias, opuestas a la fortuna que el otro le brindaba con estrepitosa generosidad. Con la última copa de un Lambrusco di Módena espeso como alquitrán y áspero como papel de lija, quedó cerrado el trato y formalizada la sociedad.

Cuando salían del «ristorante», Lagrange tuvo la impresión que su nuevo socio estaba barajando las cartas que habían de darle el esperado juego. Y se prometió pegar fuerte y sin ascos cuando tuviera las manos llenas.

No pensaba exactamente lo mismo dos meses después, ya instalado en el lindo bungalow de «La Barra», juntamente con el matrimonio Bertoni. Durante el tiempo transcurrido y la vida en común, Lagrange había establecido ciertas comprobaciones que solía repasar por la noche, tendido en la cama, mientras fumaba solitariamente su pipa de «genuine Bull» de Virginia. Ante todo el negocio era bueno y sino produciría

tanto como calculaba Bertoni, resultaba, en resumen, una inversión excelente, que aún había de mejorar.

Luego, la esposa de Bertoni era una mujer de treinta años, bonita, bastante fina y un tanto romántica, que al lado de su marido daba la impresión de una gacela uncida a la coyunda de un búfalo. Llamábase Albertina y era escrupulosamente honesta; pero la perspicacia de Lagrange le permitía conjeturar que si no pertenecía a la clase de mujeres que faltan a sus deberes, no sería injusto incluirla en la categoría de las viudas fácilmente consolables en el caso de que el marido sufriera una desgracia; cosa, por lo demás, que le acontece a cualquiera y que, en el campo, siempre es más factible en un hombre de mal carácter como Bertoni que en una persona tan dueña de sí como Lagrange.

Por último y esa era la contrapartida de los anteriores asientos —Lagrange era el tenedor de libros—, si bien el juego se desenvolvía en condiciones satisfactorias, nada confirmaba, todavía las esperanzas depositadas en un próximo desquite de la antigua derrota. Y eso que ahora; como antes, en la puesta había una mujer y unos pesos. Solamente que ahora la mujer era mejor y los pesos más numerosos que en la jugada perdida años atrás. Todo lo cual traía muy pensativo a Langrage, hasta que una noche recordó que si bien es cierto que el buen jugador debe esperar las cartas que le convienen, tampoco está reñido con la buena conducta del juego el estimular un poco la marcha de la suerte, cuando esta demora demasiado en llegar al sitio donde se la guarda.

*

Hacía una semana que Bertoni tronaba casi diariamente contra Villalba, un peón del establecimiento, que por servir de intermediario entre los dueños y el resto del personal, venía a resultar una especie de capataz. Parecía que al hombre se le hubiera metido el diablo en el cuerpo, porque no pasaba día sin que cometiera una barbaridad, lo que desataba torrencialmente la fácil iracundia de su patrón.

Empezó aquello una noche en que un caballo se coló en el colmenar y derribó doce cajones en sus desesperados esfuerzos por escapar a la persecución de las abejas perturbadas por su intrusión.

Bertoni descargó sobre Villalba una tempestad de interjecciones y amenazas anunciando su propósito de «sacar a patadas al haragán descuidado que le había originado semejante perjuicio». Villalba se limitó a responder que no se explicaba lo ocurrido, porque la tarde anterior había cerrado personalmente el portillo que daba al potrero alfalfado de los animales de trabajo. Era, un tape pálido y menudo, que empezó a trabajar en el establecimiento con los dueños anteriores y a quien Bertoni estuvo a punto de despedir cuando llegaron, pues se le dijo que el hombre no pasaba por trigo limpio, que tenía fama de cuchillero y que en un proceso por lesiones se había ganado algunos meses de prisión en la cárcel de Concordia. Lo dejó, sin embargo, porque resultó cumplidor, callado y muy conocedor de las tareas que traía entre manos. Aquella tarde no le aceptó la explicación Y siguió gritando hasta que Villalba, lanzándole una mirada de reojo, lo dejó plantado, metiéndose en la cocina.

Después fue la historia de una cantidad de arbustos del vivero que debieron ser cargados en el carro para mandarlos a la estación y que quedaron olvidados al sol todo un día, hasta que Bertoni los descubrió, al caer la tarde, cuando regresaba de la esparraguera. El asunto no se aclaró bien porque Villalba argüyó «que el señor Lagrange le había dicho…» y Bertoni negó a Lagrange todo derecho a inmiscuirse en nada que no fuera la contabilidad y las relaciones comerciales de la explotación. Gritaba tanto, que la mujer temió algo y salió a tranquilizarlo, llevándoselo adentro, en donde se encaró airadamente con Lagrange, a quien acusó de entrometerse en asuntos que no eran de su incumbencia.

Siempre tranquilo pero algo molesto, Lagrange negó haber dicho una palabra a Villalba respecto a los dichosos árboles. Sin responderle, Bertoni entró en el cuarto de baño, oyéndosele enseguida chapuzar ruidosamente la cabeza en el agua del lavatorio. Lagrange y Albertina quedaron solos; aquel estaba mudo y hosco; tanto, que la mujer creyó necesario decir algo:

—Tenga paciencia, Lagrange; usted ya conoce el genio de este hombre.

Y suspiró como quien lleva en silencio el peso de una abrumadora cruz.

Dos días más tarde, las vociferaciones de Bertoni contra Villalba hubieran podido ser oídas desde el puente de Cambápaso. La cosa no era para menos. De veinticuatro aves encerradas en una jaula para ser entregadas al mayordomo del vapor de la carrera, más de la mitad aparecieron muertas. El mismo Villalba descubrió que al afrecho mojado que les diera como alimento la noche anterior, había sido mezclado arsénico en polvo, del que se usaba para matar las hormigas. No se explicaba cómo pudo ocurrir la cosa, pues él mismo fue quien preparó la comida de las aves, a causa de que el

muchacho encargado de ello estaba tirado en un catre, con un tobillo inflamado por una torcedura. Bertoni tampoco admitió aclaraciones y prosiguió rugiendo como él solo era capaz de hacerlo en algunas leguas a la redonda. Villalba era humilde, pero la paciencia de una persona tiene sus límites. Además, aquellos percances sucesivos de que invariablemente se le responsabilizaba, habían despertado su desconfianza. Contestó de mal modo, dando a entender que si se quería quitar el conchabo no había porqué valerse de mañas que no son de hombres porque él sabía cómo proceden los hombres y era tan hombre como el que más.

Felizmente Bertoni no pudo replicar, porque Albertina le avisó que lo llamaban con apremio desde el pueblo por teléfono. Era precisamente el mayordomo del vapor, quien, sin duda alguna, reclamaría los pollos.

La tarde pasó tranquila. Se llenó otra jaula, que Villalba condujo, a Concordia en el camión. Bertoni anduvo por el fondo de la quinta, ocupado en una nueva plantación que estaba formando y sólo regresó a la casa hacia la oración. Al llegar, la mujer le recordó que al otro día debían ir juntos al pueblo; ella quería hacer unas compras y él, por su parte, aprovecharía el viaje para despachar un giro en el Banco. Mientras comían, se convino en que la llevaría en el Rugby, dejándola en la casa de unas amigas, porque quería retornar en la misma mañana para continuar con el naranjal en formación.

Por la tarde volvería a buscarla; y en caso de que no se lo consintiera el trabajo, tal vez Lagrange quisiera también darse una vuelta por la ciudad. Este aceptó encantado. Aquella noche sentíase muy contento y alargaron la sobremesa escuchándole historias alegres que, sabía contar muy bien cuando estaba en vena.

A la primera hora de la mañana siguiente, despertaron a Lagrange las voces de Bertoni en el patio. Resultaba que al sacar el automóvil del cobertizo descubrió Villalba que estaba rajado el depósito del radiador, perdiendo agua a todo trapo. Aquello era para hacer arder de rabia al menos propenso y Bertoni siempre se encontraba a un centímetro de la explosión. Casi se arrojó sobre Villalba manoteándole frente a los ojos y tratándolo de «criollo pillo y perezoso, que estaba robando la plata que le pagaban los patrones».

Si el capataz no hubiese estado tan sorprendido con lo que pasaba, las cosas habrían tomado un mal sesgo en ese momento. Pero el asombro, sumado a cierto temor supersticioso acerca de la ingerencia malévola de fuerzas desconocidas, que lo asaltó al descubrir el nuevo percance, desviaron su atención, impidiéndole reaccionar en la forma que lo hubiera hecho en otras circunstancias. Como Bertoni continuara chillando mientras esforzábase por reparar el desperfecto, lo interrumpió para decirle, muy

digno, que comprendía que allí estaba sobrando, y pedía se le arreglara su cuenta de inmediato. Trabajo no le faltaría en ninguna parte —añadió en tono provocativo—, y no se vería obligado a aguantar el mal genio de gente que parecía confundir un obrero con un animal.

Bertoni se calmó de golpe, respondiendo que, por la tarde, cuando volviera de la ciudad, lo esperaría en el escritorio para el arreglo pedido.

Reparada como se pudo la avería del radiador, llamó a su mujer, quien ya salía dispuesta para el viaje. Desde la ventana, Lagrange admiró la buena presencia de Albertina, vestida con un ceñido traje «tailleur» que hacía resaltar, sin exagerarlas, la elegante morbidez de sus formas. Se dijo que estaba realmente linda y que la vida no sería desagradable con una compañera como aquella alhaja que el bárbaro del marido no sabía valorar.

Poco más tarde, bajó Lagrange al escritorio, una piecita en la planta baja, después de desayunarse solo en el comedor. No le gustaba el mate y prefería tomar su café con leche como en la ciudad. Trabajó un par de horas revisando facturas y contestando cartas comerciales. En una pared de aquella pieza, colgada al alcance de la mano de quien estuviera sentado detrás de la mesa, había siempre una magnífica escopeta inglesa de dos caños cargada con munición patera.

Contempló Lagrange, pensativamente, la escopeta, silbando entre los labios; la tomó, y armado de ella se alejó despacio hasta la barra, por donde se le oyó largo rato hacer fuego sobre los zambullidores. Retornó cerca de las doce y colgó la escopeta en su sitio. Más tarde cuando hubieron ocurrido las cosas, se deploró el fatal descuido que lo hizo olvidarse de recargar el arma, como era costumbre de todos los que la usaban.

No tardó en llegar Bertoni, bastante malhumorado porque había pinchado una goma en el camino y tuvo que trabajar largo rato al rayo del sol para colocar la rueda de auxilio. Almorzaron casi sin cambiar palabra; sólo Bertoni habló del fastidio que le causaba la salida de Villalba. «Aquellos criollos —comentó— no tenían donde caerse muertos y eran más quisquillosos que un hidalgo español».

Por toda respuesta, Lagrange se encogió de hombros. El otro creyó descubrir en aquel gesto la intención de una censura sobre su modo de tratar al personal y guardó silencio, mortificado y colérico. Antes de separarse, sin embargo, abrió la boca para anunciar a su socio que volvería al naranjal, pidiéndole que se trasladara a la ciudad en busca de Albertina.

Un par de horas más tarde, afeitado, y arreglado, Lagrange empuñó el volante y puso el coche en marcha, despidiéndose de su socio con un saludo amistoso, apenas respondido por aquél. El hombre seguía alunado. Antes de salir, Lagrange busco a Villalba con la vista; el capataz se hallaba en el cobertizo, ajustando los sunchos de un barril. Cuando ya se alejaba el coche, Bertoni le dio una voz, gritándole algunos encargos. Lagrange asintió con la cabeza y se marchó.

Cambiando de idea, Bertoni no fue al naranjal, pasó el resto de la tarde en los gallineros, acompañado de un peón. Bajaba ya el sol cuándo volvió a la casa, entrando al escritorio. Villalba debía haberlo estado espiando, porque se le presentó enseguida, vistiendo la ropa de salida. El chino estaba más pálido que de costumbre y abordó al patrón con el acento y el gesto de quien lleva malas intenciones.

Posiblemente Bertoni abrigaba el propósito de retener al capataz, hablándole amistosamente y hasta explicándole que no debería dar demasiada importancia a las palabras que profería cuando se le subía la mostaza a las narices. Pero la actitud del otro removió todo el fondo de irritación sedimentado en su ánimo durante un enojoso día de contrariedades. Lo único que le faltaba —pensó— «era que ahora se le insolentase el compadrito aquel».

La escena fue rápida y violenta. A las primeras frases de Villalba, Bertoni se puso de pie, furioso, tendiendo el puño cerrado: «¡Salga de aquí, canallita de porra!».

Y se corrió a un lado, como dispuesto a precipitarse sobre el tapete. Este se puso más pálido aún, llevando la mano a la cintura: «Aquí el único canalla es usted, gringo hijo de…», rezongó amenazante. En su derecha brilló un cuchillo corto y agudo.

De un salto, Bertoni manoteó la escopeta, apuntándole y vociferando.

Villalba no era flojo, pero un arma de fuego impone a cualquiera. Además, prefería pelear afuera, donde tendría más libertad de movimientos. Brincó hasta la puerta seguido de Bertoni e insultándolo para exasperarlo. Así se encontraron los dos en la galería, a dos metros de distancia el uno del otro. Bertoni apuntó otra vez, gritando: «¡Te voy a pagar tu cuenta en plomo; en chumbos, te voy a arreglar!».

Agachándose como un gato, Villalba atropelló, haciendo viborear el cuchillo: «Aseguró bien, porque…».

Bertoni apretó el gatillo y sólo se oyó el ruidito seco del hierro percutiendo sobre el hierro; quiso disparar el segundo cartucho y tampoco dio fuego el arma. Desesperado,

trató de ganar la escalera para subir al primer piso, pero el otro no le dio tiempo. Se le fue encima, verde de rabia y reluciéndole en los ojos la feroz decisión:

¡No te dije!…

El cuchillo se hundió una y otra vez en el pecho y en el vientre de Bertoni, cortándole las manos, cuando este pretendía parar los puntazos. Cayó contra la puerta del escritorio a tiempo que se escuchaban los gritos de los otros peones que acudían a todo correr. La última puñalada le había partido el corazón.

Villalba se volvió a los tres o cuatro hombres detenidos en el patio. La sangre de su enemigo le empapaba la mano derecha y le había salpicado hasta la cara. Jadeando de fatiga, les habló con siniestra frialdad: «El que quiera copar la parada, ya sabe; de no, abran cancha».

Lo dejaron pasar sin moverse ni articular una palabra. El tape se apoderó de una bolsa que tenía lista sus cosas y se dirigió, sin apuro, a la costa, para tomar la canoa en que cruzaría el río hasta la ribera uruguaya.

Cuando se hubo perdido de vista, unos se acercaron al cadáver de Bertoni, mientras otro llamaba apresuradamente por teléfono a la comisaría de Suburbios. En ese mismo momento sonó la bocina del automóvil que volvía con Albertina y Lagrange.

Al día siguiente, cuando volvió del entierro de Bertoni, Lagrange mantuvo una larga conversación con Albertina. La mujer estaba más tranquila de lo que podía esperarse y encaraba el porvenir con mucho buen sentido y serenidad. Convinieron en que ella partiría a Buenos Aires para regresar quince días más tarde con una sobrinita que la acompañaría en «La Barra», en donde resolvió quedarse continuando la explotación de la finca con el socio de su marido.

Por la noche, tendido en la cama, Lagrange cargó su pipa de «genuine Bull» y reflexionó detenidamente sobre los acontecimientos pasados. Después de todo, habíanse confirmado sus intuiciones de jugador. El pobre Bertoni terminó por darle buen juego para el desquite.

Una escalera real.

miércoles, 2 de noviembre de 2022

EL DELATOR Joseph Conrad


 

EL DELATOR

Joseph Conrad

Vino a verme el señor X, precedido por una carta de recomendación de un buen amigo mío de París; deseaba ver, según explicaba la carta, mi colección de bronces chinos y porcelanas.

Mi amigo de París es coleccionista, también. Y no es que coleccione bronces y porcelanas, cuadros, estampas, medallas, sellos, ni nada que pudiera venderse con provecho en un remate público… La verdad es que él rechazaría, muy sorprendido, la etiqueta de coleccionista. Sin embargo, él, precisamente, lo es. Mi amigo colecciona relaciones sociales. Delicada tarea, por cierto. En ella pone toda la paciencia, el entusiasmo y la decisión de un verdadero coleccionista de curiosidades. No incluye su colección ninguna testa coronada. Es que no las considera suficientemente raras e interesantes; pero, hecha esta salvedad, él ha conocido y hablado con todo el mundo que vale la pena de conocer, en cualquier terreno que pueda imaginarse. Observa a sus elegidos, bucea en el fondo de ellos todo lo posible, aprecia su verdadero valor y guarda luego el recuerdo de ellos en las galerías que conforman su memoria. Ha diseñado así a través de Europa toda una red de planes, maquinaciones, intrigas y viajes, con el único fin de aumentar su colección de relaciones personales con gente distinguida.

Como mi amigo es rico, con buenas amistades y despreocupado, en esa colección suya van incluidos no pocos objetos —¿no sería mejor que dijera yo sujetos?— cuyo valor no ha sido debidamente apreciado por el vulgo y que, con frecuencia, carecen de toda popularidad. Precisamente de estos se muestra especialmente orgulloso mi amigo.

Me escribió acerca de X: «Es el mayor rebelde (revolte, decía él) de los tiempos modernos. Lo conoce el mundo como un escritor revolucionario, cuya selvática ironía ha mostrado sin velos cuanto hay de podrido en las más respetables instituciones. Desolladas, en carne viva, nos ha mostrado él las más veneradas testas, y no existe opinión generalmente admitida, ni principio reconocido de conducta o de gobierno, que no haya sido triturado por su ingenio. ¿Quién no recuerda sus flamígeras, rojas octavillas revolucionarias? Cada fajo de ellas, repentinamente esparcidas, solía poner a prueba todo el poderío de la policía europea, eran como una plaga de tábanos pintados de color carmesí. Pero ese escritor tan radical ha sido también un activo promotor de sociedades secretas, el alma misteriosa, desconocida, de audaces conspiraciones, sospechadas o reales, estalladas en plena madurez o bien abortadas. ¡Y ni un indicio de tal secreta actividad ha llegado jamás al mundo en general! Esto es lo que explica que pueda moverse con libertad, hasta ahora, entre nosotros, ese veterano curtido en tantas batallas secretas, como un ser aparte, invulnerable en su aureola de mero publicista, el más destructor que haya existido nunca».

Esto es lo que me escribió mi amigo, añadiendo que el señor X era además un inteligente erudito en materia de bronces y porcelanas, y suplicándome que le enseñara mi colección.

Se me presentó el tal X pues, un día. Mis tesoros estaban reunidos en tres grandes salas, sin alfombras ni cortinajes. No hay en ellas más muebles que las étageres y las cajas de cristales, cuyo contenido supondrá una fortuna para mis herederos. No permito que en aquellos aposentos se encienda lumbre, por temor a posibles accidentes, y una puerta construida a prueba de incendios los separa del resto de la casa.

Aquel día hacía mucho frío. Nos vimos obligados a permanecer con la cabeza cubierta y los abrigos puestos.

De talla mediana y cenceño, de ojos vivos y penetrantes, de larga nariz romana y pies pequeños, avanzaba mi hombre a pequeños pasos mientras contemplaba mi colección con aire inteligente. Yo quería mostrarme a su altura. Por contraste con su bigote y su barbilla, blancos como la nieve, su rostro parecía aun más moreno de lo que era. Con su gabán de piel y su reluciente sombrero de copa, aquel hombre terrible tenía todo el aspecto de un dandy. Creo que pertenecía a una noble familia y de desearlo, hubiera podido usar el título de Vizconde X de la X. Nuestra conversación giró sobre un único asunto: bronces y porcelanas. Su instinto crítico resultaba verdaderamente notable. Nos separamos en términos de la mayor cordialidad.

Dónde se hospedaba él, lo ignoro. Se me antoja que su género de vida debía de ser el propio de un solitario. Supongo que los anarquistas serán gente sin familia… o, al menos, tal como nosotros entendemos esta clase de relación social. Bien puede la organización familiar responder a una necesidad de la humana naturaleza; pero en último término, está basada en la ley, y, por consiguiente, ha de resultar algo odioso e imposible para un anarquista. Pero la verdad es que no logro yo entenderlos. El hombre que tiene esta… esta… persuasión, este convencimiento, ¿continúa siendo anarquista cuando está solo, completamente solo, y, por ejemplo, se retira por la noche a descansar? ¿Pone la cabeza en la almohada, se cubre con las ropas de la cama y se duerme sintiendo la necesidad de aquel chambardement general, como suele decirse en la jerga popular francesa, de aquella voladura de todo lo existente que no parece apartarse un instante de su entendimiento? Y si así es, ¿cómo lo siente? Yo, por mi parte, estoy seguro de que si tal clase de fe (o tal clase de fanatismo) se adueñara de mis pensamientos algún día, no podría yo dominarme o aquietarme lo suficiente para dormir, comer o realizar cualquiera de los rutinarios actos de la vida cotidiana. No querría tener ni esposa, ni hijos; me parece que ni amigos; y respecto a coleccionar bronces o porcelanas, esto sí que ni hay que mentarlo siquiera. Pero la verdad es que no

se nada de él. Lo único que sé es que el señor X solía comer en un restaurante excelente al que también iba yo con frecuencia.

Cuando se le veía con la cabeza descubierta, el plateado tupé que coronaba su cabello, peinado hacía arriba, completaba el sello característico de su fisonomía en la que todo eran óseas cordilleras y hoyos profundos, revestido el conjunto por una especie de máscara de impasibilidad. Sus demacradas y morenas manos, que surgían de los blancos y holgados puños de la camisa, iban y venían desmenuzando el pan, sirviendo el vino y haciendo todo lo demás con reposada y mecánica precisión. Por encima del mantel, la cabeza y el cuerpo se erguían con rígida inmovilidad. No podía aquel incendiario, aquel agitador, mostrar menos calor y animación. Carraspeaba al hablar y su voz era fría, monótona, profunda. No podía decirse de él que fuera locuaz; pero con su aire tranquilo y como falto de interés, parecía más dispuesto a mantener y prolongar la conversación que a cortarla en seco en cualquier momento.

Y su conversación nada tenía de vulgar. Para mí, lo confieso, resultaba estimulante departir tranquilamente, mientras comíamos, con un hombre que de una plumada tenía el poder de minar la fuerza y vitalidad de una, cuando menos, de las monarquías existentes. Esto era lo que de él sabía el público; pero yo sabía más aún. Sabía acerca de él, a ciencia cierta (a través de mi amigo), aquello que los guardianes del orden social en Europa sospechaban o quizás adivinaban confusamente.

Una parte de su vida había sido subterránea. Y como un día y otro me sentaba yo frente a él a la hora de la comida, era natural que se me fuera despertando una creciente curiosidad en tal sentido. Soy sólo un tranquilo y pacífico producto de la civilización y nada me apasiona más que el afán de coleccionar objetos raros, con la condición de que no dejen de ser exquisitos, aunque estén cerca de ser monstruosos. Algunos bronces chinos poseen esa cualidad de ser monstruosamente preciosos. Allí, precisamente, tenía yo delante (procedente de la colección de mi amigo) una especie de raro monstruo. Es verdad que no carecía de pulimento y que, en cierto sentido, resultaba hasta exquisito. A tal punto llegaba su bello estilo reposado, tranquilo. Pero no era de bronce. Ni era siquiera chino, lo que habría permitido que uno pudiese contemplarlo con la tranquilidad de ánimo que da la honda sima de las diferencias de raza. Estaba vivo y era europeo; poseía los modales de hombre de la buena sociedad; su traje y su sombrero eran como los míos, y hasta en sus preferencias de gastrónomo se asemejaba a mí. Nada más pensarlo me horrorizaba.

En una de aquellas sobremesas, deslizó él, como de paso, durante la charla, la afirmación, de que «no hay otro modo de lograr que la humanidad se enmiende que empleando el terror y la violencia».

Pueden ustedes imaginarse el efecto que semejante frase, saliendo de labios de aquel hombre, produciría en una persona como yo, cuyo plan de vida se ha basado siempre en un criterio suave y delicado acerca de los valores sociales y artísticos. ¡Figúrense ustedes! ¡Precisamente yo, a quien toda clase y forma de violencia ha parecido cosa tan desprovista de realidad como los gigantes, los ogros y las hidras de siete cabezas que aparecen, fantásticamente, en las leyendas y cuentos de hadas!

Me pareció como si, de pronto, dominando el bullicio festivo de aquel restaurante de moda, se oyera el rumor de la protesta producido por una multitud hambrienta y en plena sedición.

Supongo que se me tendrá por hombre harto impresionable y dado a fantasear, pero enseguida me asaltó la visión perturbadora, en medio de cientos de bombillas eléctricas que inundaban de luz el local, de un oscuro antro lleno de demacradas mandíbulas y ojos extraviados. Mas esta visión despertó en mí vivo enojo. La contemplación de aquel hombre, desmigando allí, tan tranquilo, pedacitos de pan blanco, llegó a exasperarme. Y tuve la audacia de preguntarle cómo era que el hambriento proletariado de Europa, al cual él había estado predicando la revolución y la violencia, no se mostraba indignado al verle llevar abiertamente aquella vida de lujo y de abundancia. «Al ver todo esto», dije intencionadamente, mirando en torno y luego a la botella de champaña que, generosamente, bebíamos entre los dos mientras comíamos.

Permaneció mi hombre impasible.

—¿Pero es que vivo yo de sus fatigas, de chuparles la sangre de sus venas? ¿Soy acaso un especulador o un capitalista? ¿He robado mi fortuna, quitándosela a los que se mueren de hambre? ¡No! Bien lo saben ellos. Y no les inspiro ni pizca de envidia. La masa miserable del pueblo es generosa con sus directores. Lo que yo he adquirido me lo he procurado con mis escritos, y no con los millones de volantes distribuidos gratuitamente entre los hambrientos y los oprimidos, sino con los centenares de miles vendidos al burgués ahíto. Sabe usted que mis libros hicieron furor en otro tiempo, estuvieron de moda…, constituían la novedad que había que leer con asombro, con horror, para poner los ojos en blanco ante su vigoroso sentimiento… o bien para sumirse en éxtasis risueño ante mis ingeniosidades chistosas.

—Sí —le dije—, claro que lo recuerdo; y he de confesarle a usted, para hablar con entera franqueza, que nunca llegué a entender aquel entusiasmo de algunos.

—Pero, ¿no se ha enterado usted aún de que a cierta clase de gente desocupada y egoísta le gusta todo lo que hace daño, aun en el caso de que este daño se produzca a

expensas suyas? Como no es su propia vida otra cosa que una continua pose, una sucesión de artificiosos gestos y ademanes, son incapaces de comprender toda la fuerza y el peligro de un movimiento real, ni de palabras cuyo sentido no es ficticio. No ven en todo más que diversión y sentimiento. Lo mismo hacía la rancia aristocracia francesa con relación a los filósofos cuya prédica preparaba la Gran Revolución. Aun en Inglaterra, donde hay cierto caudal de sentido común, cualquier demagogo sólo tiene que gritar mucho durante un tiempo para encontrar cierto apoyo en la misma clase contra la cual vocifera. También a ustedes les gusta ver el daño que alguien causa. Todo demagogo arrastra a los aficionados a emociones fuertes. El ejercer de aficionado a esto, lo otro o lo de más allá, es, al fin, un modo deliciosamente cómodo de matar el tiempo y de cultivar la propia vanidad… la necia vanidad de hallarse siempre entre las avanzadas de los que profesan las ideas no de hoy, sino de pasado mañana. Ni más ni menos que lo que ocurre con cierta buena gente por otra parte inofensiva, que se le unirá a usted en una extática admiración hacia su colección de bronces y porcelanas, sin saber ni sospechar en qué consiste su estupendo valor.

Bajé la cabeza. El ejemplo elegido, era prueba aplastante de la triste verdad que encerraban sus palabras. De gente así, el mundo está lleno. Y el caso de la aristocracia francesa antes de estallar la revolución no era menos convincente. Nada supe objetar a su afirmación, aunque el cinismo de que estaba impregnada, y que es siempre rasgo de mal gusto, le quitaba, para mi criterio, gran parte de valor. Sea como fuere, he de confesar que sus palabras me impresionaron. Sentí, por ello mismo, la necesidad de decir algo que no pareciera simple asentimiento y, sin embargo, no diera pie a una discusión.

—Supongo que no querrá decir —observé como a la ligera— que los extremistas revolucionarios hayan sido apoyados eficazmente por el mismo embobamiento de esa clase de gente.

—No quise decir exactamente eso —me contestó—, al expresarme como acabo de hacerlo. Me limitaba a generalidades. Pero desde el momento que usted me lo pregunta, podría contestarle que tal clase de ayuda se ha prestado a los movimientos revolucionarios, de modo más o menos consciente, en varios países. Y aún en el mismo en que nos hallamos.

—¡Imposible! —dije con firmeza, protestando contra tal afirmación—. No jugamos nosotros con fuego hasta ese punto.

—Y sin embargo quizás ustedes pudieran permitirse, mejor que otros, tal lujo. Pero permítame que le haga una objeción; la mayor parte de las mujeres, aunque no están

siempre dispuestas a jugar con fuego, sienten, alguna vez, el deseo de verificarlo con alguna chispita suelta del mismo.

—¿Es esa una broma? —pregunté sonriendo.

—Si le parece, no me había dado cuenta de ello —me respondió con imperturbable expresión en el rostro—. Estaba solo pensando en uno de tantos ejemplos. ¡Oh! No crea usted… bastante inocente, según como se mira…

Ante este preámbulo, fui, enseguida, todo oídos. En numerosas ocasiones había yo intentado sondearle respecto a aquella parte de su vida que he llamado subterránea. Acababa él de pronunciar ahora precisamente las palabras que yo deseaba oír. Pero ¡tan acostumbrado me tenía a su impenetrable calma!

—Servirá al propio tiempo este ejemplo —continuó el señor X— para darle a usted una idea de las dificultades que pueden presentársele a uno en eso que usted llama trabajos subterráneos. Son, a veces, de bien difícil realización. Desde luego que no existen jerarquías entre los militantes. No hay rígido sistema de organización.

Grande fue mi sorpresa, pero de escasa duración. Claro resultaba que entre extremistas no cabían jerarquías ni grados: nada que se pareciera a la ley de los precedentes establecidos. La idea de la anarquía inponiéndose en las relaciones entre los propios anarquistas resultaba, además, consoladora. No era posible que llegaran a nada verdaderamente eficaz.

Me sorprendió el señor X preguntándome bruscamente:

—¿Conoce usted la calle Elermione?

Asentí de un modo vago, dudoso. Ha sido esa calle, en el espacio de tres años, de tal modo urbanizada, que no hay ya quien sea capaz de reconocerla. Subsiste el nombre, pero ni un ladrillo, ni una piedra, queda ya de la antigua calle. Precisamente a ella se refería él, porque siguió diciendo:

—Recordará usted que, a la izquierda, había una serie de casas de ladrillo, de dos pisos cada una, cuya parte posterior se apoyaba contra una de las alas de un gran edificio público. ¿Le extrañará a usted mucho que le diga que una de esas casas fue, durante cierto tiempo, centro de propaganda anarquista y de esa acción que usted llama subterránea?

—No, no me extraña nada —le contesté; pues, por lo que yo recordaba, nunca aquella calle gozó de muy buena reputación.

—La casa era propiedad de un distinguido funcionario —añadió bebiendo un sorbo de champaña.

—¿De veras? —salté yo, ya sin creer esta vez ni una palabra de lo que me decía.

—Claro que no vivía él allí —continuó el señor X—; pero desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde estaba el buen hombre sentado en el edificio contiguo, en su bien amueblado despacho, que se hallaba, cabalmente, en aquella ala del edificio público que acabo de mencionar. Para hablar con entera exactitud, debo hacer constar, sin embargo, que, en rigor, no era a él a quien pertenecía la casa de la calle Hermione, si no a un hijo y a una hija suyos que eran ya mayores. La chica, de preciosa figura, tenía un lindo rostro, y a los atractivos propios de sus pocos años unía la seductora apariencia que le daban su entusiasmo, su carácter independiente y la valentía de su pensamiento. Supongo que adoptaría tal apariencia del mismo modo y por igual razón que usaba pintorescos trajes, es decir, para afirmar a toda costa su personalidad. Las mujeres… ya sabe usted que llegarían a los mayores extremos con tal de realizar este propósito. En cuanto a ella, no se quedaba corta ni mucho menos. Había adquirido todos los ademanes apropiados a las convicciones revolucionarias: los de piedad, de enojo, de indignación contra los vicios antihumanitarios de la clase social a que ella pertenecía. Sentaba todo esto tan bien a su llamativa personalidad como aquellos vestidos ligeramente originales que llevaba. No muy originales; pero lo bastante para que representaran una forma de protesta contra el filisteísmo de los harto bien alimentados destajistas de los pobres. No traspasaba nunca los límites de lo correcto. Ya comprenderá usted que el exagerar tal tendencia no hubiera sido conveniente. Pero la chica era mayor de edad y ningún obstáculo podía oponerse a que ofreciera su casa a los que trabajaban por la revolución.

—¿Es posible? —exclamé.

—Le aseguro que tuvo este rasgo, eminentemente práctico. ¿Cómo quería usted, si no, que pudieran obtener ellos la vivienda? La causa no tiene fondos. Y además, para alquilar o comprar, hubieran surgido mil dificultades al acudir a una agencia inmobiliaria, que hubiera exigido informes y demás.

»La célula, con la cual se puso ella en contacto mientras visitaba los barrios pobres de la ciudad (ya sabe usted que algunos años atrás estuvo muy de moda ejercer la caridad en forma de servicios personales) aceptó con gratitud la oferta. La primera

ventaja estribaba, desde luego, en que la calle Hermione está, como usted sabe, bien apartada de la parte sospechosa de la ciudad, especialmente vigilada por la policía.

»Consistía la planta baja en un reducido restaurante italiano de aquellos en los que abundan la suciedad y las moscas. No hubo la menor dificultad en sacar de allí al dueño, mediante algún dinero. Un hombre y una mujer de la célula se pusieron al frente del establecimiento. El hombre había sido cocinero. Así, nuestros compañeros podían comer allí sin llamar la atención, confundidos entre los demás parroquianos, lo cual era una ventaja. Ocupaba el primer piso una mísera agencia que se encargaba de proporcionar contratos a artistas de variedades, de esos de ínfima categoría, ¿sabe usted? El agente recuerdo que era un tal Bomm. Para nada se le molestó en su negocio. Más bien era conveniente para nosotros que todo el día entraran y salieran gentes de aspecto extraño, como prestidigitadores, acróbatas, cantantes de ambos sexos, etc. Por ello no se fijaba ya la policía en las caras que veía por primera vez. Vino perfectamente, también, que el último piso estuviera entonces alquilado». Interrumpióse aquí X para emprenderla, impasible, con correctos y mesurados movimientos, contra una bombe glaceé que el camarero acababa de servirle. Tragó cuidadosamente unas cucharadas de helado y me preguntó:

—¿Ha oído usted hablar alguna vez de la sopa en polvo Stone?

—Sí, he oído hablar de… ¿Cómo ha dicho usted?

—Pues era —prosiguió X, sin cambiar de tono— un artículo comestible que, en su tiempo, fue profusamente publicitado, ocupando sitio preferente en los periódicos; pero que por un motivo u otro nunca consiguió ganarse la simpatía del público. La empresa se fue a pique. Sus paquetes podían comprarse en grandes cantidades en subastas, a un penique la libra. Adquirió nuestro grupo regular lote y abrimos en el último piso de la casa una oficina para la venta de aquel producto. Un negocio tan respetable como cualquier otro. El artículo consistía en cierto polvo amarillo, de aspecto bien poco apetitoso, que iba envasado en grandes latas cuadradas, y cada seis de ellas llenaban una caja. Si a alguien se le ocurriese presentarse con intención de comprar, por supuesto que el encargo se cumplía con toda exactitud. Pero aquellos polvos nos venían a nosotros de perillas, porque nos permitían esconder en ellos lo que quisiéramos. De cuando en cuando, alguna caja especial salía de allí en carro, como objeto de exportación que mandábamos a algún país extranjero frente a las mismas narices del policía plantado en la esquina. ¿Comprende usted?…

—Me parece que sí —dije asintiendo con expresivo movimiento de la cabeza y mirando los restos de la bombe que se derretían lentamente en el plato.

—Exacto. Pero otra era la utilidad que nos prestaban aquellas cajas. En la planta baja de la casa, o mejor dicho, en la bodega de la parte posterior, habíamos colocado dos rotativas. Grandes cantidades de literatura revolucionaria, de lo más fuerte que se escribe, salían de la casa en las cajas de sopa en polvo Stone. El hermano de nuestra señorita anarquista halló allí ocupación. Escribía artículos, componía y, en general, ayudaba al tipógrafo, un joven muy hábil llamado Sevrin.

»Era alma y guía del aquel grupo fanático un fanático de la revolución social. Murió ya. Fue un gran grabador al aguafuerte. Por fuerza ha de haber visto usted obras suyas, que son ahora buscadas por los conocedores. Comenzó por ser revolucionario en su arte, y acabó por serlo también en política, tras ver morir en la miseria a su mujer y a su hijo. Solía decir que los burgueses, los atildados y hartos burgueses, se los habían matado. Así lo creía él firmemente. Continuó practicando su arte, pero no exclusivamente, si no repartiendo el tiempo entre su doble ideal. Era alto, flaco, atezado, de larga barba de color castaño y hundidos ojos. Por fuerza debió usted haberle visto alguna vez. Se llamaba Horne».

Me quedé sorprendido. Claro que lo conocía. Años atrás había tropezado con él algunas veces. Parecía un gitano recio y tosco, con un sombrero de copa viejo, una bufanda roja anudada al cuello y raído gabán, siempre muy abrochado. Hablaba con verdadera exaltación de cosas relativas a su arte, y la impresión que a uno le producía era de que rayaba casi en loco. Tenía un reducido círculo de admiradores inteligentes que seguían con interés sus trabajos. ¿Quién hubiera pensado que aquel hombre?… ¡Era estupendo!… Y sin embargo, después de todo, no resultaba tan difícil creerlo…

—Como usted ve —continuó X—, estaba aquel grupo en posición adecuada para proseguir sus trabajos de propaganda, y también los de otra clase, en las mejores condiciones. Todos los que lo formaban eran hombres resueltos, de experiencia y de superiores facultades. Y, no obstante, acabó por llamarnos la atención a nosotros el hecho de que cuantos planes se fraguaban en la casa de la calle Hermione, casi infaliblemente fracasaban.

—¿Y quiénes eran los que usted llama nosotros?

—Algunos de los que estábamos en Bruselas…, en la sede —se apresuró a decir—. En cuanto algo que supusiera vigorosa acción partía de la calle Hermione, parecía nacer ya destinado a acabar mal. Siempre ocurría algo que desbarataba lo más hábilmente ideado, en cualquier parte de Europa en que hubiese de realizarse. La época era de extraordinaria actividad. Y no se imagine usted que todos nuestros fracasos eran ruidosos, de los que van acompañados de detenciones y procesos. No. Con frecuencia

trabaja la policía silenciosamente, casi en secreto y deshace nuestras combinaciones por medio de hábiles contra-complots. No se detiene a nadie, no se alarma a la opinión pública ni se encienden las pasiones. Es un procedimiento sabio, discreto. Pero en aquellos tiempos resultaba ya demasiada casualidad que siempre triunfara la policía, desde el Mediterráneo hasta el Báltico. Era enojoso y además se convertía en un peligro. Llegamos a comprender que entre los diversos grupos de Londres debía de haber algunos elementos de los cuales no podíamos fiarnos. Por esto vine yo, para ver qué era lo que podía hacerse sin alborotar el avispero.

»Mi primer paso fue ir a visitar a nuestra señorita de aficiones anarquistas en su domicilio particular. Me recibió del modo más lisonjero que pueda desearse. Tuve la impresión de que nada sabía de los trabajos químicos y de otra clase que se verificaban en el primer piso de la calle Hermione. De lo único que parecía enterada era de que allí se imprimían trabajos anarquistas. Daba señales patentes del mayor entusiasmo y llevaba ya escritos muchos artículos en los que las conclusiones eran siempre feroces. Evidentemente, disfrutaba con todo esto, demostrándolo con sus ademanes y gestos, que reflejaban extraordinaria vehemencia. Sentaba esta perfectamente con sus ojos, su ancha frente y el aire altivo y gallardo de la cabeza, cuya bella forma coronaba una magnífica mata de pelo castaño, recogido en estilo original y elegante. También su hermano se hallaba en la sala, joven de aspecto serio, de arqueadas cejas y que llevaba una corbata roja. Este me pareció no estar enterado de nada del mundo, incluso de su propia persona. A poco entró, además, un joven alto, completamente afeitado, de acusadas mandíbulas de reflejos azulados y cierto aire, como de actor taciturno o de cura fanático… ¿Sabe usted?… Uno de esos tipos cejijuntos, de negro y poblado ceño. Pero sabía presentarse y alternar. Nos dio, enseguida, a cada uno, un vigoroso apretón de manos. La joven se acercó a mí y murmuró con dulce voz:

—El camarada Sevrin.

»Era la primera vez que lo veía. Poco tenía que decirnos a los demás; pero se sentó al lado de la muchacha y trabaron inmediatamente animada conversación. Se inclinó ella hacia adelante en el gran sillón en que estaba sentada, y apoyó la delicada barbilla en la hermosa y blanca mano. La miraba él en los ojos con profunda atención. Era su actitud la de un enamorado, seria, de intensa fijeza, como la del que se halla al borde de la tumba. Supongo que a ella le parecía necesario redondear y completar el efecto de sus supuestas ideas avanzadas, de su revolucionario desprecio por la ley, haciendo creer a todos que estaba enamorada de un anarquista. Y repito que este era muy presentable, a pesar de su aspecto cejijunto de fanático. Tras algunas miradas que les dirigí a hurtadillas, no me quedó la menor duda de que él estaba enamoradísimo. En cuanto a la chica, todos sus ademanes eran inimitables, mejores que si hubieran sido la verdad

misma, con esa mezcla de dignidad, de dulzura, de condescendencia, de fascinación, de rendida entrega de sí misma y de reserva. Interpretaba con arte consumado su concepto de lo que precisamente habría de ser una escena de amor en aquel caso especial. Y, en apariencia, también ella resultaba estar enamoradísima. Todo ficticio…, pero ¡con tal perfección!

»Cuando me dejaron solo con nuestra señorita anarquista aficionada, le informé con precaución del objeto de mi visita. Indiqué nuestras sospechas. Quería ver qué me decía, casi esperanzado de que tal vez lograría así alguna inconsciente revelación. No dijo más que “Esto es muy serio”, mostrando un aspecto deliciosamente preocupado y grave. Pero en sus ojos brotó una chispa que claramente daba a entender que el caso no era para ella más que un nuevo estimulante. Después de todo, bien poco era lo que sabía, como no fueran palabras y nada más. Sin embargo, se encargó de ponerme en comunicación con Elorne, a quien no era fácil encontrar sin acudir a la calle Hermione, donde no quería yo que me vieran entonces.

»Me entrevisté, pues, con Horne. Este era otro fanático, pero de clase completamente distinta. Le expliqué la conclusión a que habíamos llegado en Bélgica, y le hice observar lo significativo de la serie de fracasos experimentados. Me contestó con una exaltación completamente inútil y fuera de lugar…

—Traigo entre manos algo —me dijo— que ha de aterrorizar a todas esas bestias voraces.

»Y entonces supe que, cavando en uno de los sótanos de la casa, él y otros compañeros habían abierto una mina que iba a parar debajo de unas bóvedas pertenecientes al gran edificio público de que le he hablado a usted. La voladura de toda una ala del mismo sería, por consiguiente, un hecho, tan pronto como estuvieran preparadas las sustancias necesarias para ello.

»No me asustó tanto la estupidez de aquella iniciativa como la problemática utilidad de la célula de la calle Hermione. La verdad era que aquello se parecía, más que otra cosa alguna, a una trampa armada por la policía.

»Lo que se necesitaba entonces era descubrir dónde o mejor dicho en quién, radicaba el peligro, y al fin pude meterle esta idea en la cabeza a Horne. Se quedó perplejo, echando miradas de indignación, y como olfateando en el aire al presunto traidor.

»Y ahí va un episodio que indudablemente le parecerá a usted algo semejante a un recurso teatral de efecto. Y, sin embargo, ¿qué otra cosa cabía hacer? Todo el problema

estribaba en descubrir cuál era el miembro del grupo que resultaba indigno de nuestra confianza. Pero ningún motivo había para sospechar de este o de aquel. Someterlos a todos a continua vigilancia no era fácil, y, además, es procedimiento que no suele dar resultado alguno. Cuando menos, exige mucho tiempo, y el caso era urgente. Sentí la completa seguridad de que en último resultado la casa de la calle Hermione sería registrada por la policía, aunque tal confianza tuviera esta, evidentemente, en el delator, que, de momento, ni siquiera se la sometía a especial vigilancia, de lo cual estaba segurísimo Home. En aquellas circunstancias, tal cosa era, precisamente, síntoma desfavorable. Urgía hacer algo y rápidamente.

»Decidí organizar yo mismo una sorpresa, un registro de la policía dirigido contra los del grupo. ¿Comprende usted? Una sorpresa en que otros compañeros de confianza irían disfrazados de policías. Es decir: una conspiración dentro de otra. Por supuesto que ya adivinará usted el objeto. Cuando en apariencia quedaran arrestados todos los de la casa, esperaba yo que el espía se descubriera él mismo, en una u otra forma: ya fuera por algún acto impremeditado, o sencillamente por la indiferencia que demostrara. Por supuesto que esto ofrecía el peligro de resultar un completo fracaso y el no menor riesgo de que ocurriese algún desgraciado accidente en el caso de que se opusiera resistencia, tal vez, o bien en los esfuerzos para apelar a la fuga. Porque, como usted comprenderá, era preciso que el grupo que se reunía en aquella casa se viera copado por sorpresa, del mismo modo que estaba yo seguro de que, sin tardanza, habría de verse detenido por la policía de verdad. Entre ellos estaba el espía, y Horne era el único a quien podía yo confiar el secreto del plan que forjé.

»No entraré en pormenores acerca de mis preparativos para la realización. No era muy fácil el combinarlo todo; pero se hizo perfectamente y el efecto producido no pudo ser más convincente. Invadieron los fingidos policías el restaurante, cuyas puertas fueron cerradas inmediatamente. La sorpresa resultó completa. La mayor parte de los del grupo quedaron detenidos, en la segunda bodega, donde estaban ensanchando el agujero de comunicación con las bóvedas del gran edificio público. A la primera señal de alarma, no pocos de los compañeros se lanzaron impulsivamente por el mismo agujero hacia las bóvedas citadas, donde claro está que, si la invasión hubiera sido de verdaderos policías, habrían quedado encerrados como en segura trampa. No nos preocupamos de ellos, de momento.

»En la casa había algo que nos tenía ansiosos a Horne y a mí. Allí, rodeado de latas de sopa en polvo Stone, otro compañero, conocido por el apodo de “el Profesor’ (era un ex estudiante de la Facultad de Ciencias), se había ocupado en perfeccionar unos pistones recientemente inventados. Era un hombrecillo de color cetrino, que vivía abstraído siempre, lleno de confianza en sí mismo, caladas constantemente unas

grandes gafas de redondos cristales, y lo que nosotros temíamos era que, con la equivocada impresión de verse descubierto, se hiciera volar él mismo por los aires y, de paso, hundiera la casa y a nosotros con ella. Subí en un vuelo la escalera y lo encontré ya en la puerta, en vigilante actitud, escuchando, según dijo, ciertos ruidos sospechosos que había oído abajo”. Antes de que hubiera podido acabar de explicarle lo que ocurría, se encogió de hombros desdeñosamente y volvió la espalda, dirigiéndose de nuevo a sus balanzas y a sus probetas. Era la encarnación del verdadero espíritu revolucionario a todo trance. Para él, los explosivos constituían su única fe, su esperanza, su arma ofensiva y su escudo. Murió un par de años después, en un laboratorio secreto, por la prematura explosión de uno de sus pistones reformados.

»Al regresar a la parte baja del edificio, me hallé con una vivísima escena en la semioscuridad de la bodega grande. El hombre que actuaba de inspector (y para quien el papel de tal no era desconocido) hablaba con violenta expresión, dando fingidas órdenes a sus fingidos subordinados, para sacar de allí a los detenidos. Evidentemente, nada había ocurrido hasta entonces que pudiera dar alguna luz acerca de lo que buscábamos. Horne, taciturno, terroso el rostro, estaba en actitud expectante, cruzados los brazos, y en aquella actitud había cierto aire de estoicismo, muy a tono con la situación. Observé entre las sombras que uno de los del grupo mascaba un pedacito de papel a hurtadillas y se lo tragaba. Alguna nota comprometedora, supongo, acaso una lista con algunos nombres y direcciones. El hombre era realmente un buen y leal compañero. Pero el fondo de malicia secreta que está siempre latente en lo más profundo de nuestras simpatías me hizo regocijarme no poco con aquel acto inesperado e innecesario.

»En todo lo demás, la arriesgada prueba, el golpe teatral, si así quiere usted llamarle, parecía haber fracasado. El engaño no podía ya prolongarse mucho: la explicación franca del mismo no haría más que originar toda clase de situaciones embarazosas o graves. El que se tragó el papelito se pondría furioso y no menor sería el enojo de los que salieron huyendo.

»Para que mi contrariedad fuera aun mayor, se abrió de golpe la puerta que comunicaba con la otra bodega o sótano, donde estaban las prensas, y apareció nuestra señorita revolucionaria, destacándose en negra silueta su ceñido traje y su gran sombrero contra la vivísima luz de gas que llameaba tras de ella. Por encima del hombro de la joven distinguí las arqueadas cejas y la corbata roja de su hermano.

»¡Era la gente que menos deseaba ver en aquellos momentos! Había ido aquella tarde a un concierto de aficionados… uno de esos… ¿sabe usted?… que dan para que se diviertan las clases pobres pero había tenido ella empeño en marcharse pronto, a fin de

entrar en la casa de Herminio Street, antes de retirarse a su domicilio, con el pretexto de que tenía allí algún trabajo que hacer. El suyo era habitualmente el de corregir pruebas de las ediciones italianas y francesas de periódicos como Toque de alarma y La tea incendiaria…

—¡Santo cielo! —exclamé entre dientes, había visto alguna vez ejemplares de esas publicaciones. Nada podía darse, en mi concepto, menos apropiado para que en ellos se posaran los ojos de una señorita. Eran de lo más avanzado y atrevido que se escribía, y lo digo en el sentido de que traspasaban todos los límites de lo razonable y de la decencia. Uno de ellos predicaba la disolución de todos los lazos sociales y domésticos; el otro defendía el asesinato como sistema necesario. Imaginarme yo a aquella muchacha cazando erratas en aquellos textos llenos de sentencias abominables era algo que se me hacía intolerable, dados mis sentimientos respecto al sexo femenino». Después de lanzarme una mirada, prosiguió con toda firmeza el señor X:

—Mi opinión es, sin embargo, que ella se encaminó allí para practicar en Sevrin, una vez más su arte de fascinar, y recibir su homenaje con aquel aire suyo de reina condescendiente. De ambas cosas se daba cuenta perfectamente: del poder que ejercía y de la adoración de que era objeto, y de ambas disfrutaba, creo que cabe decir que con completa inocencia. En ese terreno de la moralidad o inmoralidad de las cosas, no hemos de meternos nosotros para discutir el encanto en la mujer, como la inteligencia excepcional en el hombre, constituyen ya una ley en sí mismos. ¿No es así?

Me abstuve de expresar la execración que me inspiraba esa disolvente, licenciosa doctrina, detenido por la intensa curiosidad que sentía.

—Pero ¿y qué pasó entonces? —me apresuré a preguntar.

Siguió lentamente X reduciendo a migas con la mano izquierda, como con aire distraído, un trocito de pan y contestó:

—Lo que ocurrió entonces fue, en realidad, que ella salvó la situación.

—Vaya, que le proporcionó a usted la ocasión de acabar con aquella farsa siniestra —indiqué.

—Sí —dijo sin perder su aire impasible—. La farsa había de terminar forzosamente muy pronto. Y su fin fue sólo cuestión de escasos minutos.

Con la circunstancia de que acabó bien. Si no llega ella a presentarse allí, acaso el final hubiera sido desastroso. Por supuesto que, en cuanto a su hermano, como si no

estuviera. Habían ambos entrado en la casa sigilosamente, hacía un rato. La bodega que servía de imprenta tenía entrada independiente. No hallando allí a nadie, se puso ella a corregir unas pruebas, esperando que de un momento a otro volviera Sevrin a su trabajo; pero no fue así. Se impacientó la muchacha, oyó a través de la puerta el ruido del disturbio en la otra bodega, y, naturalmente, entró en ella para enterarse de lo que ocurría.

«Con nosotros había estado, durante aquel tiempo, Sevrin. Al principio me pareció el más asombrado de cuantos fueron sorprendidos allí por la fingida policía. Se quedó como si hubiera echado raíces en el suelo. No movía pie ni mano. Una solitaria luz de gas ardía a poca distancia de su cabeza. Todas las demás habían sido apagadas a la primera señal de alarma. De pronto, desde el oscuro rincón en que me hallaba yo, observé en su rasurada cara de actor cierta expresión de perpleja y como ofendida vigilancia. Arrugado el espeso entrecejo y muy caídas las comisuras de los labios, era evidente que estaba enojado. Probablemente nos había adivinado el juego, y eso me hizo arrepentirme de no haberme franqueado por completo con él desde el principio.

»Pero la aparición de la muchacha vino a producir en él honda alarma. La veía yo crecer cada segundo. Su cambio de expresión fue rápido y sorprendente; y no me explicaba el motivo: no se me podía ocurrir. Me sentía sencillamente asombrado al ver la honda alteración de su semblante. Por supuesto que nada sabía él de que la chica estuviera estado antes en el cuarto contiguo. Pero no bastaba esto para explicar la tremenda impresión que le produjo su presencia. Por un momento se quedó como un idiota. Abrió la boca como para gritar, o acaso, sencillamente, para respirar mejor. Sea como fuere, el que gritó fue otro: el heroico compañero a quien había visto yo tragarse el papelito. Con laudable presencia de ánimo, lanzó la voz de alarma a la joven.

—¡La policía está ahí! ¡Atrás! ¡Atrás! Corra y cierre con llave por dentro.

»El consejo era excelente; pero, en vez de retroceder, siguió avanzando la muchacha, seguida por su hermano; de rostro desencajado y en traje de pantalón corto, el mismo con que había estado cantando canciones de café-concert para entretenimiento de unos tristes proletarios. Avanzaba la muchacha como si no hubiera entendido lo que le decían (la palabra “policía tiene un sonido especial que es inconfundible), o como si obedeciera a una fuerza incontrastable. No se movía con aquel porte, desembarazado y con el aire satisfecho del anarquista distinguido, un aficionado entre infelices luchadores de profesión, sino con los hombros ligeramente encogidos, y apretados contra el cuerpo los codos, como si deseara parecer reducida a la mínima expresión. Ni un momento dejó de mirar fijamente a Sevrin; mirándolo como hombre, no como anarquista. Iba avanzando sin embargo. Al fin y al cabo, natural era todo aquello. Por

más que presuman de independientes, las muchachas de esa clase están acostumbradas a sentirse objeto de especial protección, como, realmente, la tienen. Esta íntima impresión explica las nueve décimas partes de sus rasgos de audacia. A la nuestra se le había puesto el rostro intensamente pálido. Parecía un espectro. ¡Figúrese usted! ¡Encontrarse ella de aquel modo brutal, con que era, precisamente, de la clase de personas que tienen que huir de la policía! Creo que aquella palidez suya resultaba, en gran parte, efecto de la indignación, por más que mucho hubiera, también, de la preocupación por conservar intacta su personalidad, al vago temor, de estar expuesta a verse tratada sin miramiento alguno. Y, naturalmente, su impulso fue volver los ojos hacia un hombre, hacia aquel a quien ella se reservaba el derecho de fascinar y de recibir su homenaje…, aquel cuya ayuda no podía fallarle en cualquier emergencia”.

—Pero —exclamé yo, asombrado ante aquel análisis—, si la cosa hubiera ido de veras, si hubiese sido real y no fingida, quiero decir… (tal como ella se la figuraba), ¿qué era lo que podía esperar que aquel hombre hiciese por ella?

No movió X ni uno de sus músculos faciales ante mi objeción.

—¿Quién es capaz de saberlo? —contestó—. Lo que yo me imagino es que aquella encantadora, generosa, e independiente muchacha no había sabido nunca, en los años que llevaba de vida, lo que era ni un pensamiento verdadero, genuino, es decir, separado de todas las pequeñeces y vanidades mundanales, o bien cuya fuente originaria no se hallara en alguna moción convencional. Lo único que sé es que, después de dar algunos pasos, tendió la mano a Sevrin, que seguía inmóvil. Al menos esto no era fingida postura: era un movimiento natural, espontáneo. Respecto a lo que esperara que él hiciera, ¿quién puede decido? Imposible adivinarlo. Pero fuera lo que fuese, puedo asegurar que no estaría a la altura de lo que él mismo había resuelto, aun antes de que aquella mano implorara su auxilio tan directamente. No era necesario. Desde el momento mismo en que la vio él entrar en la bodega, tomó ya la firme resolución de sacrificarse por ella; de renunciar a todo otro servicio que pudiera prestar en lo futuro; de arrancarse de golpe aquella máscara que tan sólidamente atada al rostro llevaba con orgullo…

—¿Cómo? ¿Qué está usted diciendo? —le interrumpí, completamente perplejo—. Pues entonces ¿era Sevrin el que…?

—Lo era. El más persistente, el más peligroso, el más astuto, hábil, y sistemático de todos los delatores. Un genio de la traición. Afortunadamente para nosotros, era un solitario. Ya le dije a usted antes que era un fanático. Pero, también por fortuna nuestra, se había enamorado de la mezcla de arte consumado y de inocencia que había en los

rasgos, en la pose de aquella muchacha. Como actor extremado y fervoroso que era él mismo, debió de creer en el valor absoluto de ciertos signos convencionales. En cuanto a cómo llegó a caer él en tan burda trampa, la explicación debe de ser que dos sentimientos de tan absorbentes magnitud no cabe que existan simultáneamente en un mismo corazón. El peligro en el que vio que se hallaba aquella otra inconsciente actriz, le robó su clara visión, su perspicacia y su serenidad de juicio. La verdad es que lo primero que le privó fue del dominio de sí mismo. Pero se recuperó por la imperiosa necesidad de hacer inmediatamente algo. ¿Hacer qué? Pues claro está que sacarla de la casa lo más pronto posible. Esto era su más vivo anhelo. Ya le he dicho a usted que el hombre estaba aterrado y como fuera de sí. Acababa de sorprenderle y sacarle de tino una iniciativa imprevista y prematura, cuando se hallaba acostumbrado a arreglar a su gusto la escena de su traición con tan profundo y refinado arte que siempre quedaba a salvo su reputación de revolucionario. Pero, para mí, era evidente que había resuelto capear el temporal, conservar a toda costa la careta que llevaba. Sólo al descubrir que ella estaba allí, fue cuando todo, su forzada calma, la mordaza puesta a su fanatismo, la máscara, en fin, se vino abajo en una especie de terror pánico. Y ¿por qué ese terror? —preguntará usted—. La respuesta es obvia: el hombre recordó (o mejor me atrevería a afirmar que no lo había olvidado un momento) que allá arriba, en lo alto de la casa, estaba «el Profesor’, solo, continuando sus experimentos, rodeado de latas y más latas de polvos para hacer sopa. Escondido en algunas de ellas había suficiente explosivo para enterrarnos a todos bajo un montón de escombros. Comprenderá usted que esto lo sabía perfectamente Sevrin, lo mismo que conocía con toda exactitud el carácter de aquel hombre. ¡Tantos había sondeado cuidadosamente! O acaso para apreciarlo no necesitaba más que guiarse por lo que su propia iniciativa era capaz de hacer. Pero, tanto en uno como en otro caso, el efecto fue el mismo. De pronto, alzando la voz dijo con aire de autoridad:

—Sacad de aquí inmediatamente a la señorita.

»Ocurrió que al hombre se le había puesto la voz más ronca que graznido de cuervo, sin duda por efecto de la intensa emoción, aunque pronto volviera a aclarársele. Pero aquellas palabras salieron de su contraída garganta en tono discordante, ridículo. No necesitaban contestación alguna y la cosa se hizo. Sin embargo, el que representaba allí el papel de inspector de policía creyó oportuno responder con aire brutal:

—Bien pronto tendrá que salir, junto con todos ustedes.

»Fue esto lo último de lo que se dijo allí que conservara aún el carácter de comedia, inherente a aquella parte de nuestro asunto.

»Olvidándose de todo y de todos, Sevrin se dirigió con grandes pasos hacia él y lo tomó por las solapas del uniforme. Bajo los flacos carrillos, de tinte ligeramente azulado, se le marcaban más que nunca las mandíbulas, que apretaba con rabia.

—Ahí fuera tiene usted hombres apostados —le dijo—. Mande usted que lleven inmediatamente a su casa a esta señorita. ¿Oye usted? Ahora, enseguida. Antes de que intenten ustedes echar mano al hombre que está ahí arriba.

—¡Ah! ¿Con que arriba hay otro hombre? —dijo con aire burlón el otro—. Bueno, pues ya le haremos bajar a su debido tiempo para que vea el final de todo esto.

»Pero Sevrin, fuera de sí, no hizo el menor caso de aquel tono.

—¿Quién es el imbécil mequetrefe que le ha mandado a usted aquí a que metiera la pata? ¿Es que no entendió usted sus instrucciones? ¿No sabe usted nada? Es increíble. ¡Mire!…

»Soltó las solapas del otro y, hundiendo la mano en la ropa, forcejeó febrilmente para arrancar algo que llevaba oculto bajo la camisa. Al fin, sacó una bolsita cuadrada de blando cuero, que, debía de llevar colgando del cuello, como un escapulario, por medio de las cintas cuyos rotos pedazos oscilaban pendientes de su apretado puño.

—Mire lo que hay dentro —le gritó furioso mientras se la lanzaba al rostro.

»Y al instante se volvió en redondo hacia la chica, que estaba detrás de él, completamente inmóvil y silenciosa. Su pálido rostro, de fija, impenetrable expresión, llegaba a producir cierto efecto como de plácida calma. Sólo sus ojos, clavados en él, lucían agrandados y oscuros.

»Le habló Sevrin con rápido y nervioso aplomo. Oíale claramente prometerle que al momento, quedaría todo resuelto y tan claro como la luz del día. Pero nada más pude oír ya. Se quedó parado junto a ella, sin intentar siquiera tocarla ni con la punta de los dedos… y ella seguía mirándole fijamente, como con idiotez. Hubo un momento, sin embargo, en que bajó lentamente los párpados, con aire patético, y, caídas las largas pestañas negras sobre las blancas mejillas, parecía que iba a caerse desmayada. Pero ni siquiera llegó a perder el equilibrio. Le ordenó él en voz alta que le siguiera enseguida, y se dirigió hacia la puerta que había al final de la escalera de la bodega, sin mirar atrás. Y, realmente, dio ella uno o dos pasos en pos de él; pero claro está que no se le permitió a Sevrin llegar hasta la puerta. Se armó un alboroto acompañado de desesperada lucha. Lanzado hacia atrás violentamente, vino el hombre a dar contra ella y cayó. Abrió la

muchacha los brazos con ademán de espanto y se apartó, precisamente en ese momento por lo que la cabeza del hombre chocó pesadamente contra el suelo, junto al pie de aquella.

»Él gimió y, mientras se levantaba lentamente, aturdido, comprendió lo que en realidad significaba todo aquello. El individuo en cuyas manos confiara la bolsita de cuero acababa de sacar de ella una estrecha tira de papel azulado. La levantó por encima de su cabeza y, aprovechando la embarazosa y expectante quietud que siguió a la lucha, la arrojó al suelo desdeñosamente, mientras decía:

—Creo, compañeros, que ni falta hacía siquiera que contáramos con esta prueba.

»Rápida como el pensamiento, se agachó la muchacha para tomar al vuelo la tira de papel. Manteniéndola abierta con ambas manos, la leyó de una ojeada y luego, sin levantar la vista, abrió lentamente los dedos y la dejó caer.

»Examinaré yo después aquel curioso documento. Llevaba la firma de un altísimo personaje, seguida de sellos y de otras firmas de altos funcionarios pertenecientes a diversos países de Europa. Para ejercer su oficio (o ¿habré de llamarle acaso misión?)… no cabe duda que aquello era una especie de talismán, absolutamente necesario. Hasta para la misma policía (excepción hecha de los jefes superiores), el hombre era conocido como el significado anarquista Sevrin.

Bajó la cabeza, mordiéndose el labio inferior. Pareció cambiar por completo, mientras le invadía una especie de calma, pensativo, absorto. Seguía aún, sin embargo, jadeante, respirando con fuerza, que resultaba bien visible en el modo como se movían su pecho y en la dilatación de sus ventanillas nasales, en rudo contraste con el sombrío aspecto que ofrecía de monje fanático, con algo también, en el rostro, de actor atento a las terribles exigencias del papel que allí representaba. Ante él formulaba el barbudo Horne, con aire huraño, selvático, una inspirada filípica, denuncia de profeta que predicaba desde el desierto. Dos fanáticos, en el fondo. Fueron creados para entenderse uno a otro. ¿Le sorprende a usted esto? Supongo que se figuraría que gente así estaría entonces lanzando espumarajos de rabia».

Me apresuré a protestar contra tal suposición, haciendo constar que nada de esto me figuraba; que los anarquistas, en general, resultaban para mí seres sencillamente inconcebibles, desde cualquier punto de vista, mental, moral, lógica, sentimental y hasta físico. Recibió esta afirmación mía el señor X con su habitual impenetrable y fría reserva, y siguió diciendo:

—A Horne se le había soltado el caño de la elocuencia. Mientras iba lanzando invectiva tras invectiva, se le saltaron las lágrimas, que rodaron hasta su descuidada barba. Sevrin jadeaba a más y mejor. Cuando despegó los labios para hablar, todos parecían pendientes de lo que iba a decir.

—¡No seas tonto, Home! —comenzó—. De sobra sabes tu que, si hice esto, no fue por ninguno de los motivos que me estás echando en cara.

»Y en ese instante pareció, exteriormente, firme como una roca, ante la amenazadora mirada del otro.

—Si he desbaratado los planes de ustedes engañándolos y traicionándolos… ha sido por convicción.

»Le volvió la espalda a Home y, dirigiéndose a la muchacha, repitió las palabras: “Por convicción”.

»Con extraordinaria frialdad las oyó ella. Supongo que no hallaría de momento actitud apropiada. En verdad que la situación debió de parecerle sin precedentes.

—Claro como la luz del día —añadió él—. ¿Comprende usted lo que esto significa? Por convicción.

»Y aún seguía ella sin moverse. No sabía, realmente qué hacer. Pero el desgraciado iba a darle él mismo la oportunidad para el bello y correcto rasgo que buscaba la muchacha.

—Me he sentido con fuerza suficiente para hacerle a usted compartir conmigo este convencimiento —exclamó con ardoroso acento.

»Perdió la serenidad. Dio hacia ella un paso… o tal vez titubeó, dando un traspié. Lo que a mí me pareció fue que Sevrin se agachaba como si fuera a tocar el borde de su falda. Y entonces surgió el ademán apropiado. Apartó ella violentamente el vestido de su impuro contacto y levantó de pronto con altivo impulso la cabeza. Fue un movimiento magníficamente ejecutado, expresión de un honor convencional no mancillada; un ademán de arrogante actriz de teatro de aficionados que defiende su honra inmaculada.

»Estuvo insuperable. Y, al parecer, esto pensaría él también, puesto que de nuevo volvió la espalda. Pero esta vez no se encaró ya con nadie. Volvía a respirar con horrible dificultad y buscó precipitadamente algo en uno de los bolsillos del chaleco, llevándose

luego la mano a la boca. Hubo algo de furtivo en el movimiento; pero inmediatamente cambió de aspecto. Su continuo jadear le asemejaba al que ha agotado sus fuerzas en desesperada carrera; más cierto aire curioso de orgullosa indiferencia, de supremo desinterés, vino a reemplazar el tremendo esfuerzo de antes. La carrera había terminado ya.

»No quise ver lo que ocurriría después. Harto lo sabía. Di el brazo a la señorita sin pronunciar una palabra y, asegurándolo con la presión del mío, me abrí paso con ella hacia la escalera.

»Detrás de nosotros venía su hermano. A la mitad del corto tramo pareció que le faltaran a la muchacha fuerzas para levantar los pies, y seguir subiendo por lo que tuvimos que tirar de ella y empujada hasta llegar arriba. En el pasillo fue arrastrándose, colgada de mi brazo, doblado el cuerpo como si fuera el de una imposibilitada anciana. Salimos a una desierta calle por una puerta medio entornada, tambaleándonos como quien sale atontado de una juerga. En la esquina tomamos un coche cerrado que pasaba, y el viejo cochero se volvió desde su asiento para mirarnos con malhumorado desdén al observar nuestros esfuerzos para hacer entrar a la muchacha en el vehículo. Dos veces durante la carrera la sentí recostarse sin fuerzas en mi hombro, medio desmayada. Frente a nosotros, el joven de pantalón corto permaneció mudo, más quieto de lo que yo creía posible en él, hasta que saltó del coche.

»Ella, ya en su domicilio, al llegar a la puerta de la sala me soltó el brazo y pasó delante, apoyándose, para andar, en las sillas, y en las mesas. Se quitó el sombrero y, como agotada por el esfuerzo, con la capa colgando aún de los hombros, se dejó caer sobre una butaca, con el rostro medio escondido en un almohadón. Enseguida, se le puso delante el bueno del hermano, llevándole un vaso de agua. Lo rechazó la muchacha y entonces se lo bebió él mismo, yéndose después a un apartado rincón, detrás del gran piano que había en la sala.

—Todo quietud era el aposento en que vi yo por primera vez a Sevrin, el antianarquista cautivado por el hechizo y las heredadas gracias y actitudes que en ciertas esferas sociales sustituyen a los sentimientos, con seguro y excelente efecto. Creo que ella evocaría entonces el mismo recuerdo. Se le estremeció el cuerpo violentamente. Puro ataque de nervios. Una vez desvanecido, me preguntó con afectada firmeza:

—Y, ¿qué se le hace a un hombre así? ¿Qué harán con él ahora?

—Nada. Nada pueden hacerle —le aseguré.

—Tenía yo casi el convencimiento de que había muerto en menos de veinte minutos desde el instante en que se llevó la mano a la boca. Como su fanático odio al anarquismo lo hacía llevar encima un veneno, sólo con el fin de privar a sus adversarios del derecho de legítima venganza, ya sabía yo que tendría buen cuidado en procurar que éste no le fallara en el momento de necesitarlo.

Lanzó la joven un suspiro de hondo dolor.

—¿Se vio nunca —dijo— que alguien se hallara en tan terrible trance como el mío? ¡Y pensar, que mi mano ha estado entre las suyas! ¡Qué hombre!

»Se le descompuso el rostro y rompió en patéticos sollozos.

—Si de algo creí estar yo alguna vez segura, fue de que sólo altos motivos lo guiaban.

Y aquí su llanto se hizo tranquilo, calmante. De pronto, entre el mar de lágrimas, preguntó como ofendida:

—Y ¿qué fue lo que Sevrin me dijo?… ¡Por convicción! Parecía una burla vil, cruel. ¿Qué quiso decir con ello?

—Esto, señorita, es preguntar más de lo que yo, o cualquier otro, podemos explicarle a usted —le respondí.

»Al decir esto, se sacudió X una miga de pan que se le había quedado pegada al traje.

—Y lo que le dijo se ajustaba a la más estricta verdad por lo que a ella se refiere, aunque Horne comprendió aquellas palabras de Sevrin perfectamente, y lo mismo me ocurrió a mí, sobre todo después de la visita que hicimos al aposento en que se hospedaba el falso anarquista, en triste callejón de un barrio de los no muy bien reputados. Tenían allí a Sevrin por un amigo, y sin dificultad alguna fuimos admitidos, sin más observación, por parte de la sirvienta, de que «el señor Sevrin no había regresado aquella noche». Descerrajamos un par de cajones, como quien cumple, con un deber, y algunos datos útiles pudimos obtener de ello. Lo más interesante fue el diario que llevaba, pues aquel hombre, metido en tan peligroso oficio, tenía la debilidad de tomar día por día apuntes de grave y comprometedor carácter. Allí estaban, en toda su desnudez no sólo sus actos, sino hasta sus pensamientos. Pero a los muertos poco les importa eso. En verdad que todo les es ya igual.

«¡Por convicción! Sí, efectivamente. Cierto vago pero ardiente humanitarismo, le había impulsado en los primeros años de su juventud, a los más enconados extremos de negación y de revuelta. Después, su optimismo se hizo vacilante. Dudó y fue hombre perdido. Ya habrá usted oído hablar de ateos que se convierten. Con frecuencia se truecan en fanáticos peligrosos; pero el alma continúa en ellos igual que antes. Después de entrar Sevrin en relaciones con la muchacha, tropieza uno en su diario con toda clase de ridículas rapsodias político-amorosas. Se ve que tomó muy en serio las regias actitudes y monerías de ella. Lo que anhelaba él era convertirla. Pero todo esto ha de carecer de interés para usted. Respecto a lo demás, no sé si recordará usted…, porque han transcurrido ya bastantes años desde entonces, aquel sensacional tema periodístico de “El misterio de la calle Hermione”; el hallazgo del cadáver de un hombre en la bodega de una casa desocupada; las pesquisas, judiciales, las escasas detenciones que se verificaron; las sospechas y suposiciones a las que el misterioso hecho dio lugar…, y luego el silencio… el acostumbrado final, el de muchos y oscuros mártires y confesores. El hecho es que no fue él bastante optimista. Es preciso ser un salvaje, tiránico, despiadado, a prueba de obstáculos y dificultades, como Horne, por ejemplo, para resultar un buen revolucionario social de los más extremistas».

Dicho esto, se levantó de la mesa, corrió uno de los camareros a ofrecerle el gabán, mientras otro le acercaba el sombrero.

—Pero… ¿qué fue de la muchacha? —le pregunté.

—¿Tiene usted, realmente, empeño en saberlo? —dijo abrochándose cuidadosamente el abrigo de piel—. Confieso que, con mala intención, le mandé el diario que llevaba Sevrin. Lo primero que hizo fue apartarse de todo trato social; después se fue a Florencia y, al fin, se metió en un convento. No sé adonde fue; después, ¿qué importa cuanto haga? ¡Actitudes! ¡Rasgos teatrales! Mera ficción, propia de su clase.

Se puso el brillante sombrero de copa, se lo ajustó con precisión, y, lanzando rápida ojeada a la sala, llena de gente bien vestida, inocentemente ocupada en comer, murmuró entre dientes.

—¡Y nada más que eso! He aquí por qué razón esa clase a la que ella pertenece está condenada a perecer.

No volví a ver al señor X desde entonces. Adquirí la costumbre de ir a comer siempre a mi club. En mi siguiente viaje a París, vi a mi amigo, muy impaciente por saber el efecto que me había producido aquella pieza rara de su colección de relaciones

sociales. Le conté toda la historia y se quedó radiante de orgullo por estar en posesión de tan valioso ejemplar.

—¿No valió la pena conocer a ese X? —exclamó lleno de satisfacción—. Es único en el mundo, estupendo, absolutamente terrorífico.

Su entusiasmo hirió desagradablemente mis delicados sentimientos. Le contesté con sequedad que el cinismo de aquel hombre me parecía sencillamente abominable.

—¡Oh, sí, abominable, abominable! —asintió efusivamente mi amigo—. Y al mismo tiempo… ¿sabes?… —añadió en tono confidencial— le gusta de vez en cuando hacer bromas, mostrarse chistoso.

No comprendí qué congruencia podía haber entre su observación y lo anterior. Esta es la hora en que no he llegado aún a ver dónde está la broma en todo este asunto.

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