sábado, 2 de abril de 2022

Horacio Sátiras, Epístolas, Arte poética Biblioteca Clásica Gredos - 373. (INTRODUCCIÓN).

 

 

 

 


 

            Horacio

 

 Sátiras, Epístolas, Arte poética

 

 

            Biblioteca Clásica Gredos - 373

 

 

           

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

            Título original: Satyrarum libri, Epistles, De Arte Poetica liber

 

            Horacio, 013 a. C.

 

            Traducción, introducción y notas: José Luis Moralejo

 

           

             

 

 


 SÁTIRAS

 

 

 


 INTRODUCCIÓN

 

 

            El género y su tradición

 

 

            En la panorámica comparativa de las literaturas griega y latina de su Institutio Oratoria (X 1) afirma Quintiliano: satura quidem tota nostra est, lo que suele interpretarse como una reivindicación de la estirpe netamente indígena de ese género poético (o al menos de la superioridad romana en él). Sin embargo, no están claros ni sus orígenes[1] ni el sentido que en los primeros tiempos tenía su propio nombre de satura; un término que, además, ha llegado a nuestros días en una forma («sátira», «satire», etc.) alterada por una ya antigua etimología popular que lo relacionaba con el gr. άτυρος, el nombre de los chocarreros dioses menores que formaban parte del cortejo del dios Dioniso y que comparecían en el género dramático griego del drama satírico, con el cual, al parecer, se le vio cierto parentesco a la sátira romana[2].

            Sí parece generalmente admitido —aparte hipótesis menos verosímiles[3]— que en el nombre de la satura tenemos la forma femenina del adjetivo satur («colmado», «harto»), genuinamente latino. Su acepción literaria, siempre según esa opinión predominante, derivaría de la elipsis de una metáfora culinaria: la de la satura lanx, un plato abundoso y variado, una especie de potpourri u «olla podrida», en el que casi todo tenía cabida (aunque, según otros, más bien sería un embutido de vario acarreo). En la literatura, la denominación satura designaría una obra de carácter misceláneo[4].

            Pero los datos antiguos, como apuntábamos, nos hablan de la satura en términos discutidos. Así, parece haber habido una de carácter dramático, a tenor de lo que Tito Livio cuenta sobre la prehistoria del teatro romano[5]. Para la época bien documentada de la literatura latina, tenemos noticias y fragmentos que apuntan al padre Ennio como cultivador e incluso como primus inventor de la sátira[6]. Su sobrino el trágico Marco Pacuvio (220-c. 130 a. C.) también aparece en los anales del género[7]. Pero no hay duda de que el primer autor de sátiras latinas bien conocido —y debidamente reconocido por la posteridad— fue el caballero romano Gayo Lucilio (c. 180-102 a. C.), modelo (y anti-modelo) declarado del propio Horacio, autor, nada menos, que de 30 libros de ellas, de las que nos ha llegado un importante contingente de fragmentos. No era, desde luego, el poeta enragé y contestatario cuya imagen pudieran sugerirnos ciertas noticias posteriores, incluidas las de Horacio, sino un hombre de buena posición social y aún mejores relaciones, que se podía permitir ciertas libertades al respecto de sus conciudadanos.

            Lucilio escribió en los tiempos de la primera ola de helenismo directo, que afluyó a Roma a partir de mediados del s. II a. C., al socaire de la conquista de Grecia y de los gustos literarios de los círculos ilustrados como el de los Escipiones, al que él mismo pertenecía. Ello no le impidió adoptar y llevar a más un género autóctono, del que llegaría a ser considerado como el verdadero creador; pero lo hizo de manera que también dejó ver la influencia de géneros griegos como la Comedia Antigua y el yambo (el arcaico de Arquíloco y, sobre todo, el más literario del alejandrino Calímaco[8]). De las sátiras de Lucilio tenemos, a través de sus fragmentos y de las documentación indirecta, una idea bastante clara; y cabe afirmar que no diferían en lo fundamental de la idea del género que nos dan sus manifestaciones posteriores bien conservadas y conocidas, las debidas a Horacio, Persio y Juvenal[9].

            Hay, sin embargo, en la historia de la sátira latina un eslabón intermedio tan importante como incierto: el que representaron las Sátiras Menipeas del polígrafo Marco Terencio Varrón (116-27 a. C.). Como se ve, las apellidó con un brindis al filósofo griego Menipo de Gádara, cuyo torpe aliño indumentario retrataría Velázquez de manera admirable. Menipo era un cínico sirio del s. III a. C., que, según la costumbre de su escuela, había fustigado de palabra y por escrito, en prosa y en verso, los vicios y contradicciones en que incurrimos el común de los mortales. Vemos, pues, también en este caso que el género genuinamente romano de la sátira había ido cediendo a la seducción de las letras griegas. Pero Horacio, y aunque cuando él escribió su Sátiras Varrón aún vivía y era toda una autoridad intelectual, no lo menciona para nada: salta sobre él, como si no hubiera existido, para conectarse y enfrentarse directamente con Lucilio[10].

            Los asuntos que la documentación histórica no nos permite conocer con el detalle deseable son campo propicio para las especulaciones reconstructivas; pero ateniéndonos a los datos que los testimonios conservados nos brindan, parece claro, como hemos dicho, que la sátira, tal como Horacio la concibió y practicó, era en sustancia del mismo género que la que Lucilio había concebido y practicado, aunque la refinara según la estética propia del helenismo maduro de un poeta de la época augústea. A Horacio habría que atribuir, además de las aportaciones de ese ambiente plenamente clásico en el que escribió y de su personal talento, la iniciativa de fijar el hexámetro dactílico —el metro épico, pero, en cierto sentido, también el metro no marcado[11]— como verso propio del género.

            Dicho esto, hay que insistir en lo mucho que la sátira latina, ya desde Lucilio, debía a la literatura griega. En Grecia, ciertamente, no había un género poético que por los rasgos concordantes de metro, dicción y contenido pudiera considerarse como antecedente directo de la sátira latina (como lo eran los modelos épicos, líricos o bucólicos); pero también parece claro que este género latino se adscribió desde muy pronto a una tradición híbrida, abriendo la puerta a temas, ideas y actitudes presentes en varios de los ya consagrados por los cánones literarios griegos. El propio Horacio afirma (Sát. I 4, 1 ss.) que la esencia de la sátira de Lucilio venía de la libertad de palabra (la parrhesía) con que la Comedia Antigua ateniense había prodigado su censura pública y nominal entre los ciudadanos que se la merecían (según el hábito del onomastì komodeîn, «sacar a uno en la escena por su nombre»); y al definir retrospectivamente su propia sátira (Epíst. II 2, 60), habla de ella como Bioneus sermo, «charla» —o, si se prefiere, «sermón»— «al estilo de Bión». Con ello confiesa su deuda y la de la sátira con el género más popular —y, en opinión de muchos, el más socrático[12]— de la filosofía griega de época helenística y romana, cultivado sobre todo por los cínicos y lo estoicos: el de la διατριβή o diatriba, término que desde el sentido de «pasatiempo» había llegado a significar «plática» o «charla», y de donde tal vez Horacio tomó el nombre y título de Sermones que seguramente dio a sus sátiras[13]. Cínico o muy afín al cinismo era, en efecto, el antes nombrado Bión de Borístenes, un griego periférico y de origen humilde que en el s. III a. C. había llevado una vida de filósofopredicador, ambulante y contracultural, poniendo en solfa los vicios de las gentes. Similar a la de Bión debió de ser la personalidad de su contemporáneo el ya citado Menipo de Gádara, cuyos escritos, satíricos en sentido amplio y en los que, al parecer, mezclaba prosa y verso, había imitado Varrón. Como divisa de esa clase de diatribas —pues también existió otra más seria, representada, por ejemplo, por las que escribiría el estoico Epicteto (c. 50-c. 120 d. C.)— se suele hablar de lo σπουδογελοιον[14], lo «serio-risible» o, más castizamente, «bromas y veras[15]»; una divisa que Horacio recoge en su ridentem dicere uerum de Sát. I 1, 24[16].

            Horacio satírico: actitudes y temas

 

 

            Lo ya dicho en nuestra Introducción general al autor nos dispensará de demoramos ahora en lo que se sabe sobre la fecha de composición de las Sátiras, que tampoco es mucho[17], y sobre la de su publicación, que tuvo lugar, según parece, en los años 35/34 (libro I, con 10 sátiras) y 30 a. C. (libro II, con 8). En el primero de ellos y en de los Epodos está sin duda la que hemos llamado obra pre-mecenática de Horacio: la que le valió la estima y protección de Mecenas, al cual fue presentado en el a. 37 a. C. por Virgilio y Vario[18], y que seguramente le permitió también dejar el puesto de scriba quaestorius con el que se venía ganando la vida. Cumple recordar, con todo, que las Sátiras aparecieron en forma de libros cuando Horacio ya había ingresado en ese selecto círculo, pues la primera de ellas, y con ella toda la colección, ya está dedicada al generoso protector.

            El Horacio de las Sátiras es un observador crítico pero humano —no como el de los Epodos más yámbicos— de la sociedad de su tiempo; y eso aunque al hablar de ellas las llamara, además de Bioneus sermo, sal niger, «sal negra» (Epi. II 2, 60)[19]. Se nos presenta como un maestro[20], como un ψυχαγωγός no muy severo, que, conforme al ideal de eudemonismo compartido por casi todas las filosofías de su tiempo, quiere ayudar a los hombres a ser más felices[21]. W. S. ANDERSON llamó al Horacio satírico «un sonriente maestro de cuestiones éticas importantes[22]».

            Sin embargo, en ciertas ocasiones, reflexionando sobre su propia tarea, Horacio también teoriza y polemiza sobre el origen, el papel y los límites del género satírico. Con esto quedan delimitados los dos campos temáticos capitales de la obra: el de las sátiras de costumbres y el de las sátiras literarias.

            Al segundo grupo se adscriben solamente tres (I 4, I 10 y II 1), y ya en la segunda de ellas encontramos respuesta a las críticas que se habían hecho a la primera[23], lo que prueba que el poeta las había dado a conocer aisladamente antes de publicarlas en formato de libro. Los tópicos que aparecen en las sátiras de costumbres son los que cabe suponer ya tradicionales en el género y que desde luego lo eran en la diatriba griega, sin ser muchos de ellos patrimonio exclusivo de una determinada escuela filosófica (por más que en Horacio se observe el consabido predominio de las ideas epicúreas). Son los tópicos del general descontento con la propia suerte y la envidia por la ajena, del afán insaciable de riquezas y medro social (con el que se conectan el de los cazadores de herencias, el de las relaciones con el amigo poderoso y el de los recuerdos autobiográficos del propio poeta); el de la obsesión imperante por los refinamientos culinarios, el de la pasión por los amoríos adúlteros, el de la doble vara de medir que aplicamos a los defectos ajenos y a los propios, el de la incoherencia entre palabra y vida, de la cual no escapan ni los filósofos; el de la superstición, el de la intransigencia extremada, y por ello estéril, de algunos moralistas[24]; el de nuestra incapacidad para llevar una existencia auténtica dedicada a uno mismo y no al tráfago de las relaciones sociales (de donde el poco aprecio de muchos por la paz de la vida campesina); el del olvido del justo medio, evitando los extremos, y otros varios emparentados con ellos.

            El repertorio de motivos de las sátiras literarias es, obviamente, más limitado. En primer lugar, tenemos el de la ancestral libertad de palabra del género, que, como decíamos, Horacio hace derivar de la parrhesía[25] de la Comedia Antigua de Aristófanes, Éupolis y Cratino; además, y en enfrentamiento crítico con Lucilio, el de la prioridad que en poesía debe darse a la calidad sobre la cantidad, aplicando estrictamente los principios de la estética alejandrina de Calímaco[26]; y, en fin, su respuesta a quienes habían tomado a mal su censura al considerado como maestro del género. Por lo demás, y dado que hemos antepuesto a la traducción de cada sátira una nota sinóptica, nos excusamos de detallar aquí sus respectivos contenidos.

            Tanto Lucilio como sus antecedentes griegos de la Comedia Antigua, habían fustigado sin reparos y por su nombre a los ciudadanos a los que consideraban merecedores de censura, por importantes que fueran. También Horacio saca a la escena en sus Sátiras muchos nombres propios; pero su caso era distinto, al igual que lo eran las circunstancias sociales y legales en que escribió (lo mismo que los Epodos); y además sus sermones ya eran en gran medida poesía literaria, al modo helenístico, en la cual la imitación de un género consagrado pesaba más que las viejas funciones o licencias propias del mismo. A este respecto es ilustrativo el capítulo «The Names» de la clásica monografía de N. RUDD (1966: 132 ss.), que ofrece una especie de prosopografía de la sátira horaciana. Resulta ser una prosopografía mixta en la que pasado y presente, realidad y ficción se combinan y se interfieren. Rudd distingue en los nombres propios que aparecen en las Sátiras hasta seis categorías: a) personas vivas; b) personas muertas; c) personas que aparecen en Lucilio; d) «nombres significativos»; e) nombres de otros personajes típicos; f) seudónimos. En el primer apartado, y entre los que cabe suponer personajes reales, no aparece ningún notable de la Ciudad; a no ser que el Salustio de I 2, 48 —un apasionado por los amoríos con las libertas— sea al famoso y moralizante historiador, que más bien dejó fama de su afición por las casadas, o bien su homónimo sobrino-nieto e hijo adoptivo y confidente de Augusto, algo menos probable por su cronología[27]. Tampoco se ve a ninguna figura de primer orden en el grupo de las personas que Rudd da por fallecidas, grupo con el cual, como es obvio, se solapa el de las ya nombradas por Lucilio. Entre éstas estaba el pauper Opimius de II 3, 142 ss. que, a su vez, reaparece entre los «nombres significativos», que vienen a corresponderse más o menos con los que otros llamarían «parlantes» o nomina ficta, creados o escogidos para reflejar las características personales y morales de un personaje o tipo humano; y Rudd nos recuerda que ése también ha sido un recurso habitual en la literatura satírica moderna. Así, Opimio, opulento pero miserable, sería algo así como «el pobre Sr. Rico»; por su parte, el Porcio de II 8, 23, el gorrón que llega al banquete acompañando a Mecenas y a sus amigos, haría honor al étimo de su apellido, porcus; de manera similar, el gracioso y ávido Pantólabo de I 8, 11 y II 1, 22 justificaría su nombre arramblando con todo lo que se le pusiera delante. El apartado de los «nombres de otros personajes típicos» presenta menos interés, por estar mayoritariamente formado por personajes de la cantera mítica, como Orestes, Ulises, Agamenón y otros. Y, en fin, el de los seudónimos, bajo los que se supone que Horacio camufla a personas a las que no quería o no se atrevía a sacar nominatim a la escena —que Rudd compara acertadamente con los que Catulo, Tibulo y Propercio habían dado a sus Lesbias, Delias y Cintias— también presenta ejemplos interesantes: así, el de Alpino para el épico Furio en I 10, 36, y sobre todo el de la siniestra bruja Canidia (al parecer Gratidia) de I 8,24; 48; II 1,48 y 8, 95, también citada ampliamente en los Epodos 3 y 5[28] (aunque este seudónimo también tiene algo de parlante o, para ser más exactos, de latrante, vista su clara relación con canis).

            En resumidas cuentas, aparte de que la prosopografía satírica de Horacio resulta ser de notable complejidad, es claro que él estaba muy atento a no infringir la legalidad que en su tiempo proscribía el libelo y la difamación; y también, como decíamos, que su propia concepción literaria del género había dejado en un segundo plano los tradicionales instintos agresivos del mismo[29].

            Forma, composición y estructura

 

 

            En uno y otro de los grupos temáticos de las Sátiras (y especialmente en el de las de costumbres, como es lógico por su mayor número y su mayor cercanía a lo cotidiano), nos encontramos con una variedad de formas, que van desde la más tradicional del que cabe llamar sermo currens, la meditación en voz alta, pasando por el diálogo —en algunos casos diálogo puro, sin marco narrativo, como en II 1; 3; 4; 5; 7 y 8[30]—, hasta el mero relato anecdótico, como en I 5, I 7 y I 9. Esas formas pueden aparecer variadas y combinadas entre sí y con otros elementos, e incluso en una misma composición (narración o discurso moral en boca de un tercero, con o sin diálogo, y con o sin reminiscencias personales; aparte de la parodia, como I 7, II 4 y 5 etc[31].).

            Ya a propósito de la Sátira I 1 comenta P. FEDELI (246) que avanza según «un procedere… desultorio[32]», un discurso —digamos— irregular y quebrado, como parece propio de un auténtico sermo; de ahí que esa clase de discurso sea perceptible en bastantes otras de las Sátiras. Eso no ha disuadido a los estudiosos de intentar detectar principios constructivos dentro de cada sátira y dentro del conjunto de los libros, y a veces con resultados plausibles, que, como puede suponerse, no ha lugar a recoger aquí con el detalle deseable.

            Desde luego, y en cuanto a la composición de los libros, es evidente, al menos, que Horacio organizó a propósito el primero de manera que lo encabezara una sátira dedicada a Mecenas, que no fue la primera que escribió. A él también va dirigida la que abre la segunda mitad del libro, la 6.ª, lo que ha llevado a concluir que el poeta le dio una organización bipartita como la que poco antes Virgilio había dado a sus Bucólicas. Sin embargo, HKINZE que suscribe esas ideas sostiene que con tal estructura se entrecruza otra tripartita y más compleja que abarca a los contenidos: la primera tríada de sátiras trata de cuestiones morales; la segunda, del propio poeta (la 4.ª en cuanto escritor, la 5.ª en cuanto amigo de sus amigos, la 6.ª en cuanto que persona que se había ganado un lugar prominente en la sociedad); la tercera tríada cuenta «historias divertidas», y la Sátira 10, «para el autorretrato del poeta, la más importante», sería el epílogo del libro[33]. En cuanto al libro II, HEINZE reitera la opinión de F. Boll de que se estructura en dos series simétricas: la Sátira 1 (la consulta con Trebacio) se correspondería con la 5 (consulta con Tiresias), la 2 (la del campesino Ofelo) con la 6 (la del Horacio campesino, del que Ofelo sería un alter ego); la 3 y la 7, por su parte, estarían unidas por su tratamiento de paradojas estoicas y, en fin, la 4 y la 8 conciernen a la vigente moda de los placeres de la mesa[34].

            A estas propuestas de estructuración les han surgido con el tiempo varias y variadas alternativas. Así RUDD (1966: 160 s.) se muestra más escéptico: tras admitir que, al igual que las Bucólicas, las Sátiras dejan ver un cierto arrangement, y que I 1-3 están estrechamente ligadas por forma y contenido, al igual que las literarias, la 4 y la 10, «aparte de ellas apenas hay un mode lo discernible». En cambio, la situación parece cambiar en el libro II, en el que, no sin ciertas reservas, Rudd da por bueno el antiguo esquema simétrico propuesto por Boll. Con todo, concluye que: «El diseño en sí mismo… no tiene ningún significado simbólico; no otorga ningún significado añadido a ningún poema individual; y en la medida que yo puedo averiguar, no implica secreto matemático alguno».

            Hay que mencionar también la propuesta de K. BÜCHNER (1970)[35], que en cuanto al libro I se pronuncia por la organización bipartita en la que los dos bloques estarían temáticamente ligados. En cuanto al libro II, destaca ante todo que en él predomina la forma dramática o dialógica, y admite, más o menos, las simetrías temáticas propuestas por Boll y Heinze. Las conclusiones que sobre la composición del libro I habían alcanzado esos los autores han sido confirmadas y matizadas mediante un análisis propio y más elaborado por C. RAMBAUX[36]. Para él, el libro tiene una «estructura piramidal» que trata de hacer eco a las Bucólicas, aunque en él no quepa observar correspondencias numéricas como las que Maury detectó en aquéllas. Lo que parece que se puede observar una composition d’ensemble que, en resumen, respondería a un orden simétrico o concéntrico en el que, por sus contenidos (repudio de determinados vicios), las Sátiras 1, 2 y 3 se corresponderían, respectivamente, con las 7, 8 y 9. La 5 vendría a hacer de «pointe de la piramyde», la «imagen de la vida feliz», escoltada por la 4 y la 6, que comparten la actitud de rechazo a los detractores y la evocación de la figura del padre. En un más resumen todavía, 1, 2, 3 y 7, 8, 9 presentarían «los escollos a evitar»; 4 y 6 «el camino a seguir»; 5 el resultado, y 10 la «conclusión literaria del libro».

            Por esos mismos años, el filólogo sudafricano C. A. VAN ROOY, en una amplia serie de artículos[37] (en su conjunto una sólida monografía), estudió minuciosamente los criterios de «arrangement and structure» que, a su entender, Horacio aplicó en el libro 1 de sus Sátiras. Para VAN ROOY (1971: 87). «el más fundamental principio en la estructura del libro consiste en el agrupamiento de pares conjuntos»; es decir, formados por 1-2, 3-4, 5-6 (núcleo del libro), 7-8 y 9-10. Esas parejas, que ya habrían sido «compuestas y editadas» como tales (1970b: 50), y pese a visibles diferencias de contenido, estarían conectadas por semejanzas de sus estructuras internas, que VAN ROOY analiza en cada caso en «secciones» y con criterios bastante realistas. Por lo demás, suscribe la idea, ya antigua, de que Horacio haya imitado en este libro, aunque a la debida distancia, el de las Bucólicas virgilianas, aparecido no mucho antes; en primer lugar, en el número de los poemas, pero también en otros mecanismos de organización (VAN ROOY, 1973).

            Tampoco han faltado en el análisis de las Sátiras los ensayos «numerológicos» que con tanto afán se aplicaron al de otras obras de la poesía clásica[38]. En este caso hay que citar, al menos, los de W. HERING[39], «para [el que] la unidad de las sátiras horacianas descansa sobre las proporciones de sus partes, sobre simetrías que sólo es posible comprobar por su correlación, por la dialéctica de contenido y forma y por medio de precisas relaciones numéricas[40]». Sólo hemos tenido la oportunidad de examinar personalmente el análisis de la Sátira II I que Hering hace en el segundo de sus trabajos citados (HERING, 1982: 206 ss.), y nos parece que es muy meritorio, cuando menos, por la minuciosidad con que estudia la «Gedankenfürung» del poema, diseccionando cuidadosamente los bloques de sentido en que se estructura. Tales bloques o «secciones» tienen dimensiones variables, pero, a fin de cuentas, al menos según Hering, parecen dar como resultado un esquema armónico y simétrico, incluso con correspondencias muy alejadas entre sí dentro del texto; algo que razonablemente sólo cabe suponer que se debe a un cierto esquema constructivo que, por lo demás, el autor observa también en poetas como Virgilio y Propercio. Concretamente, los 86 versos de la Sátira II 1 se estructurarían en dos grandes bloques de 43 versos. En la primera mitad habría cuatro bloques temática y cuantitativamente simétricos (de 9, 11, 11 y 9 versos) y tres en la segunda (de 16, 11 y 16). Una observación interesante que hace Hering es la de que Horacio suele aprovechar como punto de transición entre secciones la cesura del hexámetro, lo que, aparte de ser un mecanismo de cohesión del texto, abona su idea de que hasta los elementos formales más externos contribuyen al diseño trazado por el poeta.

            Los análisis como éste pueden provocar en el lector una doble impresión: por una parte, la de que sus autores han examinado a fondo los textos a los que se enfrentan; por otra, la de que el propio alto grado de resolución con que lo hacen a veces produce —o contraproduce— la duda de que sus deducciones respondan realmente a esquemas constructivos subyacentes en ellos y susceptibles de una fructífera generalización.

            En fin, la estudiosa norteamericana H. DETTMER (1983)[41], cuyos esfuerzos por identificar estructuras constructivas en los libros de las Odas[42] ya hemos ponderado en su momento, se ha ocupado también de las de las Sátiras. Dettmer estima que «el anillo entrelazado» —es decir, la Ringkomposition cuyos términos se entrecruzan con las de otras— es «el principal esquema unificador» que encontramos en la disposición de uno y otro libro. Naturalmente, Dettmer valora debidamente los precedentes que desde Boll en adelante había habido en ese terreno, y los desarrolla y, en lo posible, los unifica, hasta concluir que las Sátiras están construidas conforme a un «principio de consistencia» en el que los temas se tratan de manera simétrica y equilibrada. En el libro I —no, al parecer, en el II— ese principio se correspondería además con unas ciertas proporciones en el número de versos dedicados al tratamiento de cada uno, pormenores en los que no ha lugar a entrar aquí. En fin, son bastantes otras las propuestas que a este respecto se han hecho, entre ellas las de Port, Reincke, Ludwig y otros[43].

            Lengua y estilo

 

 

            ST. HARRISON (1995: 14) escribió: «todavía no existe ningún estudio autorizado de conjunto sobre la ‘dicción’ de Horacio, y las principales contribuciones han sido sobre las Odas[44]; para las otras obras hay que consultar los comentarios». Y, en efecto, esa circunstancia, por lo demás lógica, de que en el estudio de la lengua de Horacio haya primado el interés por la de su lírica no ha propiciado el deseable conocimiento de la de sus sermones[45].

            En una instantánea panorámica de la misma, CLASSEN (EO I: 277) afirma que se caracteriza por la claridad de sus construcciones, la cuidada selección de su vocabulario, el moderado uso de arcaísmos[46] y vulgarismos y el aún más moderado de helenismos. Pero parece conveniente recordar aquí algo que a este respecto escribía el propio autor:

            Ante todo, me excluiré del número de los que reconozco como poetas. Pues no me dirás que cuadrar un verso es bastante; y si uno escribe, como yo hago, cosas que más cerca están de una conversación, no pensarás que por ello es poeta (I 4, 39 ss.).

            De este pasaje, por lo demás un tanto hiperbólico, podría sacarse la presunción de que Horacio no aplicó a sus Sermones, inspirados por una Musa pedestris (II 6, 17), una dicción poética específica, algo que en la tradición literaria griega, junto con el dialecto y el metro consagrados[47], formaba la tríada de rasgos formales característicos de cada género. A esta presunción cabría responder que el poeta sí se valió de una cierta dicción de género; pero que ésta consistía en gran medida en atenerse al latín cotidiano del tiempo, al modo y manera en que ciertas corrientes literarias de nuestros días —entre nosotros, las que, arrancan de Valle Inclán— han sabido sacar a la lengua usual y castiza un notable rendimiento estético. Tal parece haber sido el caso de la sátira y en particular[48] de la de Horacio, prototipo de poesía impura, como en nuestros tiempos estudiantiles nos enseñaba Agustín García Calvo.

            Por todo lo dicho, y no sin ciertas reservas, cabe considerar al Horacio satírico como una fuente para el conocimiento del latín vulgar de su tiempo; o, para ser más exactos, de la lengua cotidiana de la gente educada («gebildete Umgangsprache», HEINZE, 1921: XXIV). Ese registro lingüístico no era precisamente el utilizado por Lucilio, más popular, al tiempo que más enrevesado, sino que se acercaba al sencillo pero elegante que cien años atrás había cultivado Terencio en sus comedias[49] y al más llano, el humilis, de entre los tres estilos oratorios clásicos. A este respecto afirma ANDERSON (1963: 14) que «simplemente no es verdad que las sátiras horacianas se puedan convertir en prosa sin sufrir daño», contra lo que el propio poeta parecía sugerir en I 4, 56 ss[50].

            Al tratar de la lengua del Horacio satírico y de su relación con la lengua hablada no se pueden pasar por alto los estudios que publicó en España, en sus años jóvenes, el longevo y siempre original lingüista italiano Giuliano Bonfante (1904-2005), en los volúmenes casi fundacionales de la revista Emerita[51]. Sin embargo, aquí nos atendremos a exposiciones más recientes[52].

            Por de pronto, y como decíamos, el latín de las Sátiras, salvo algunas concesiones a la lengua abiertamente vulgar (merda, cunnus, futuo…), es un testimonio del latín coloquial que cabe suponer que en su tiempo utilizaban las personas educadas como él; y, por cierto, algunos rasgos coloquiales aparecen también eventualmente en su obra lírica. En el plano fonético cabe señalar fenómenos como la diptongación precoz del diptongo au (así colis por caulis y plostrum por plaustrum, forma que, en cambio, sí aparece en Odas III 24, 10), o la síncopa (caldior, soldum, lardo). Claro tono coloquial tienen también expresiones de difusa cuanto innecesaria sintaxis como nugas / hoc genus («insignificancias como éstas», II 6, 43 s.), o que anuncian el éxito futuro de algunos sintagmas preposicionales (cetera de genero hoc, en I 1, 13; o garó de sucis piscis Hiberi, en II 8, 48). Las fórmulas de cortesía y modestia también nos ofrecen ejemplos tan gráficos como hunc hominem en lugar de me (I 9, 47). En el campo de la expresividad coloquial arraiga también, sin duda, la relativa frecuencia del infinitivo exclamativo, al igual que el del llamado praesens pro futuro y el del futuro con valor yusivo. Otra parcela de la lengua de las Sátiras que RICOTILLI (EO II: 901) señala como propicia a la aparición de rasgos populares es la de la afirmación y la negación (ita / minime), las cuales pueden reforzarse por medio de expresiones como hodie (en un uso casi equivalente al de hercle), o de perífrasis condicionales como moriar ni…, ne uiuam si... Al mismo ámbito cabe atribuir la negación por medio de nullus, en lugar de non, o el empleo de male con valor atenuante. Otros adverbios como belle, pulchre o laute, del mismo registro, sirven como intensificadores.

            A un nivel sintáctico superior se sitúan otros giros coloquiales, como el llamado ut indignantis, por medio del cual se repudia un consejo o exigencia que se considera intolerable: utne tegam spurco Damae latus? («¿Que le cubra yo el flanco a un Dama asqueroso?», II 5, 18). Naturalmente, el consabido empleo de la parataxis en lugar de la hipotaxis también está bien acreditado en la lengua de las Sátiras, asunto sobre el que luego volveremos. Y no carece de interés el apartado de la «interrogación mecanizada» (RICOTILLI, EO II: 903) del tipo quid agis? o quid faciam?, non uides? y otras de clara función fática; tampoco el de las fórmulas de ruego y persuasión como inquam (un tajante «digo»). Naturalmente, también la profusión y variedad de las interjecciones y expresiones equiparadas (heu, heus, eheu, ohe, eia, ecce, bone, maxime luppiter, etc.) son una ráfaga de aire popular en la lengua de las Sátiras. Y lo mismo las expresiones de menosprecio (uilior alga, II 5, 8; cassa nuce pauperet, ibid. 36) o de vituperio (cimex, simius, nebulo) y sus contrarias.

            En el léxico de las Sátiras se observa la tendencia a las «expresiones concretas, que se fundan en la experiencia de la percepción sensorial y se imprimen fácilmente en la mente del oyente[53]». Esa tendencia evoca con frecuencia «la exageración y la afectividad». Algunos ejemplos de Horacio bastarán: ebibo (no simplemente «beber», sino «beberse»), ingluuies («tragaderas») en lugar de uoracitas; auerro («barrer») en lugar de aufero), cubo («estar en cama») en lugar de aegroto y, en fin, el gráfico defrico para referirse al modo en que Lucilio había aplicado su «sal» a sus conciudadanos (I 10, 4). Anotemos también la frecuencia con que los verbos como facere, esse, habere y mittere aparecen como «Allerweltsverba» (RICOTILLI, EO II: 906, citando a Hofmann), algo parecido a lo que cierta lingüística moderna llama «proverbos», en lugar de otros más concretos. Otros elementos claramente populares a señalar son los términos caballus, casa, comedo, bellus, bucca, etc.

            En cuanto a características no vinculadas al sermo cotidianus, la lengua del Horacio satírico no exige ni justifica un tratamiento detallado en el marco de una simple introducción a una simple traducción. Por ello remitimos al lector interesado a la bibliografía citada al inicio de este apartado. Pero sí creemos que merecen reseña aparte, al menos, dos rasgos de la misma. En primer lugar, el de que en ella se observa una cantidad de helenismos sensiblemente inferior a la de las Odas[54], algo lógico en un género carente de modelos griegos inmediatos. Luego, en el plano sintáctico, los valores estadísticos de la relación entre coordinación y subordinación, que nos ofrece y comenta G. CALBOLI[55]. Sentado que la lengua poética tiene una menor inclinación por la hipotaxis, la cual sobrepasa el 50% en prosistas como Cicerón y César y desciende por debajo del 25% en la Eneida, Calboli nos hace ver que las Sátiras (con un 35,18%) y las Epístolas (con un 33,11%) se encuentran también en este aspecto a medio camino entre los datos distintivos de la literatura prosaica y los de la poética, a los cuales, como es lógico, se acercan bastante más los Epodos, con el 28,44%, y las Odas, con el 25,88%. Sin embargo, también hay casos, y en las propias Sátiras, en que el empleo de la parataxis en lugar de construcciones normalmente hipotácticas (como las condicionales, concesivas y temporales) no sólo no es un rasgo poético, sino «propio de la lengua vulgar o, mejor, hablada[56]».

            Varios de los rasgos de lengua aludidos hasta aquí pueden verse también como rasgos de estilo. En el de las Sátiras Horacio combina con equilibrio los propios de la prosa, de lo coloquial y de lo poético[57].

            J. MAROUZEAU, que convirtió los estudios de estilística latina, y en particular los de fonoestilística[58], en una disciplina seria, rescatándola de la intuición subjetiva, llamó a Horacio «artista de los sonidos[59]». Naturalmente, hablamos ahora de recursos y rasgos intraducibles, pero de los que sí cabe dar al lector una idea mediata con algún que otro ejemplo.

            En la famosa sátira del pelmazo, la I 9 (31 ss.), el poeta, irritado, pero que aún conserva un resto de ironía, le cuenta a su indeseado acompañante:

            «una vieja adivina sabelia me predijo de niño, después de que hubo agitado su urna: ‘A éste no lo ha de quitar de en medio una espada enemiga ni un dolor de costado, ni una tos, ni la torpe podagra; será un charlatán el que acabe con él cualquier día. Si tiene sentido común, que evite a los hombres locuaces tan pronto como se haga un hombre maduro’».

            Al contar la anécdota —probablemente inventada—, Horacio sabe adoptar el aire propio de un carmen —un vaticinio y al tiempo un poema— tradicional romano:

            Hunc neque dira uenena nec hosticus auferet ensis

 

 

            nec laterum dolor aut tussis nec tarda podagra;

 

 

            garrulus hunc quando consumet cumque; loquaces,

 

 

            si sapiat, uitet, simul atque adoleuerit aetas.

 

 

            Marouzeau nos hace notar que ahí nos encontramos con algunos recursos fónicos propios de ese viejo género: homeoteleutos como los que forma la serie dira- tarda- podagra: y aliteraciones como las evidentes de consonantes en quando consumet cumque o si sapiat… simul, o la más singular que consiste en combinar iniciales vocálicas, incluso de diverso timbre: auferet ensis, adoleuerit aetas. De la expresividad que Horacio logra por medio de su diestro manejo de los sonidos tenemos otro excelente ejemplo en I 6, 57, donde con una aliteración de la consonante p describe gráficamente su propio balbuceo ante las primeras palabras que le había dirigido Mecenas:

            lnfans namque pudor prohibebat plura profari[60]

 

            Recordábamos en nuestra Introducción general[61] que Horacio y Virgilio, a diferencia de la mayoría de los poetas de la generación anterior, ya tenía una sólida formación retórica, todo un signo de los tiempos. De ahí que a la hora de analizar el estilo de las Sátiras, y aunque su autor declare que es similar al del sermo merus de la comedia (I 4, 48), haya que pensar también en el instrumental de recursos oratorios que ya eran de corriente uso en la prosa de la época. Sin embargo, en cuanto al llamado estilo periódico, el Horacio satírico no parece haberse atenido a las tendencias que Virgilio consagró en su hexámetro, con períodos de hasta cuatro versos: al parecer, la longitud media de los suyos no pasa de entre un hexámetro y medio y dos; y cuando excede esa medida, lo hace según el antiguo y «pesado y complicado» tipo lucreciano, todavía inmune a las modernas técnicas oratorias y sin una clara organización, o bien procede de una manera acumulativa, propia del discurso cotidiano[62]. Por lo demás, es habitual en las Sátiras el empleo de los tropos y figuras principales[63], tanto de raigambre poética como retórica: la anáfora, la hendíadis, el poliptoton, la anástrofe, el hipérbato, el zeugma, la tmesis, el asíndeto, la lítotes, la metáfora, la metonimia, la prosopopeya, la aliteración[64], etc. En cuanto al orden de palabras, Horacio parece haber seguido el modelo discursivo de Lucilio, sin buscar «una artificial simetría[65]».

            Para concluir este apartado, recordaremos los que, según M. J. MCGANN[66], constituyen los «principios artísticos de acuerdo con los cuales Horacio escribe sátiras», implícitamente enunciados en I 10, 5-17: 1) no basta con hacer reír, aunque esto ya no es poca cosa; 2) es fundamental la brevedad, de manera que el pensamiento no se enrede con las palabras; 3) hay que tener capacidad para variar el lenguaje desde la severidad a la ligereza, haciendo al tiempo de orador y de poeta; y en otras ocasiones, sabiendo controlar la fuerza del propio ingenio.

            Pervivencia de las Sátiras desde el Renacimiento

 

            Ya hemos visto la importancia del Orazio satiro hasta los albores del Renacimiento, en nuestra panorámica de su pervivencia en la Antigüedad y en el Medievo[67]. Ahora trataremos de su fortuna en las modernas letras europeas, prescindiendo, naturalmente de su Fortleben puramente filológico. Enseguida veremos que esa pervivencia se encuentra estrechamente unida a la de las Epístolas y a la de otras vetas antiguas de la poesía epistolar, con lo que no siempre resulta fácil distinguir entre las diversas estirpes[68].

            G. HIGHET (1985: 309) da a entender que la recuperación de la sátira latina es un fenómeno, más que renacentista, barroco, incluyendo en esta época buena parte del siglo XVIII; en efecto —afirma— la sátira no fue «plenamente comprendida hasta que Isaac Casaubon, en 1605, publicó una ilustración de su historia y significado aneja a su edición de Persio»; sin embargo, algunas líneas más abajo también reconoce que mucho antes los italianos ya habían redescubierto el género. En efecto, en la Italia renacentista «Más que desdibujarse, la imagen prevalente del Horacio sátiro —la cual reaparece como soporte, aunque sea fragmentario, de la ética humanística (vd., por ej., G. Pontano), para luego convertirse en punto de referencia de un cierto género satírico en el Renacimiento avanzado— se integra más y más con la imagen del ‘vate’ y del maestro del arte entendido sobre todo como entrega asidua, culto de la perfección, elegancia y sentido aristocrático de la forma expresiva» (F. TATEO, EO III: 571).

            El humanista veneciano G. Correr (Corrarius, 1409-1464) fue autor, tal vez de los primeros en el Renacimiento, de un Liber Satyrarum[69] en el que encontramos las que «pueden considerarse como las primeras sátiras de la época moderna acreedoras plenamente al calificativo de ‘horacianas’»[70]. También el florentino F. Filelfo (1398-1481) fue pionero en la imitación de la sátira antigua, que recreó en las suyas, también latinas y marcadamente horacianas —aunque para algunos más bien epístolas—, y de manera copiosa[71]. También fueron satíricos latinos en el s. XV italiano G. Tríbraco, L. Lippi (1442-1485) y T. V. Strozzi, que en sus Sermones, aunque escritos como epístolas, «representa la vuelta a Horacio y el abandono de Juvenal como modelo[72]». G. Pontano (1429-1503), cabeza del Humanismo napolitano, nutrió sus diálogos latinos con ideas y palabras tomadas de los Sermones[73] y lo mismo hizo en sus obras en prosa G. Pico de la Mirandola (1463-1494). Ya en italiano escribió el gran L. Ariosto (1474-1533) sus Satire, que en opinión de muchos más bien son epístolas[74], dirigidas a su propio mecenas, el cardenal Ippolito d’Este[75]. Por entonces también publicó las suyas el florentino Francesco Berni (c. 1497-1535, poeta políticamente incorrecto, de breve vida y siniestra muerte[76]; y en su misma línea, y en la del propio Horacio escribió el venusino L. Tansillo (1510-1568), el amigo de Garcilaso del que ya hicimos especial mención al tratar de la pervivencia de las Odas[77]. Aunque practique la contaminatio de metros y temas en su imitación de Horacio, son claras las huellas de las Sátiras en los Carmina de Giovanni della Casa (1503-1556). También son dignos de mención los Sermoni de G. Chiabrera (1552-1638)[78]. Dicho esto, en el Renacimiento no le faltaron al Horacio satírico detractores en su propia tierra: el humanista G. G. Escalígero (1484-1558) lo consideraba inferior a Aristófanes en gracia, y a Juvenal también en elegancia[79].

            Aunque no fue un creador poético, G. V. Gravina (1664-1718), figura puente entre el tardo Humanismo y la Ilustración (al igual que su amigo y protegido el Deán Manuel Martí), sí fue un crítico y teórico literario prestigioso, que en su Ragion poetica hizo una sýncrisis de las sátiras de Horacio y las de Juvenal, mostrando una clara preferencia por las primeras (M. CAMPANELLI, EO III: 270). Sí fue poeta satírico y horaciano, aunque mediocre, B. Menzini (1646-1704), autor de unas Sátiras y de un Arte Poética (cf. R. M. CAIRA LUMETTI, EO III: 352 ss). De bastante mayor altura son los Sermoni de G. Gozzi (1713-1786), confusamente horacianos (cf. D. NARDO, EO III: 264). Pero el más grande de los satíricos italianos no llegará hasta los tiempos del neoclasicismo. Hablamos del abate milanés Giuseppe Parini (1729-1799), que malvivió como profesor y preceptor privado, lo que no le impidió alcanzar un notable prestigio literario. Se distinguió además por su integridad moral y por el equilibrio con que supo mantenerse equidistante de los excesos revolucionarios y absolutistas que le tocó vivir. La larga sátira, estructurada en varios libros, que le valió a Paríni la fama se titula «Il giorno», y es «una descripción completa de la rutina diaria de un joven dandy italiano» (HIGHET, 1985: 315). La relación del Parini satírico con la sátira romana aún no ha sido debidamente analizada, según el propio HIGHET (loc. cit.), que se inclina a considerarla inspirada más bien por Juvenal y Persio que por Horacio. Sin embargo, el amplio artículo que le ha dedicado M. CAMPANELLI (EO III: 377-388) ofrece una solución intermedia, aunque paradójica, bien argumentada: no discute la estirpe persio-juvenaliana de «Il Giorno», pero pone de relieve la importante cantidad de ecos del Horacio lírico —tan caro a Parini— que en ella aparecen.

            HIGHET (1985: 309) exageraba un poco al hablar, con referencia a la «high Renaissance», de «la ausencia de grandes escritores satíricos en países que estuvieron en parte al margen del Renacimiento, como España o Alemania». Dicho esto, el propio MENÉNDEZ PELAYO[80] reconoció que de los géneros horacianos, incluido el de la epístola, el de la sátira fue el que más tardó en encontrar eco en la literatura hispánica. Y lo hizo gracias a la que él llama «la escuela aragonesa», encabezada por los hermanos Lupercio (1559-1613) y Bartolomé (1561-1631) Leonardo de Argensola, que imitaron con gran dignidad las Epístolas y las Sátiras[81]. Pero entretanto ya había escrito sus diez Satyrae latinas, de forma epistolar, el humanista valenciano Jaime Juan Falcó (1522-1594)[82]. Al respecto del escritor satírico español por excelencia, F. de Quevedo, don Marcelino afirma: «he hallado algunos rasgos de Horacio, pero no una composición que remotamente pueda llamarse horaciana[83]».

            Aunque sin contribuciones de primer orden, la sátira clasicista se perpetúa también en la España dieciochesca. El imprescindible MENÉNDEZ PELAYO (1951. VI: 358 s.), tras saludar la aparición, en 1737, de la Poética de Luzán como el retorno de «la bandera del sentido común» a las letras españolas, reseña el que denomina «primer modelo de la sátira clásica en el siglo XVIII». Se debe a la que ya antes había llamado «escuela salmantina» y fue escrita con el seudónimo de «Jorge Pitillas» por un jurista de aquella Universidad, al parecer apellidado Hervás; sin embargo, como el propio don Marcelino añade luego, se trata de una «sátira horaciana de segunda mano», dado que procede en gran medida de las de Boileau. Don Nicolás Fernández de Moratín (1737-1780) escribió «tres sátiras medianas» muy deudoras de los satíricos españoles ya nombrados (cf. MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 361). En una de ellas puso en verso los principios dramáticos clasicistas ya expuestos en su discurso Desengaños del teatro español, al parecer tan influyente que motivó que en 1765 los autos sacramentales fueran expulsados de la escena. A la escuela de Moratín, al que dedicó sus tres sátiras, «de sabor asaz volteriano» perteneció M. N. Pérez del Camino (MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 390). También los dos grandes fabulistas del XVIII español pagaron su tributo al Horacio satírico. Tomás de Iriarte (1750-1791) escribió unas Epístolas que, siempre en opinión de MENÉNDEZ PELAYO (1951, VI: 362 s.), «son sermones a imitación del Venusino»; y F. M. de Samaniego (1745-1801), al menos por su fábula del ratón del campo y el ratón de la ciudad parece haber conocido las Sátiras de Horacio, aunque por entonces el famoso asunto ya hubiera rodado de pluma en pluma (cf. MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 364). Dentro de la escuela salmantina, ya reconstruida, del XVIII, don Marcelino elogia sin reservas las dos sátiras escritas por G. M. de Jovellanos (1744-1811), pero estima que «entrambas son de la cuerda de Juvenal, sin que ser perciban allí rasgos horacianos» (MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 372). Tampoco la sátira del polémico J. P. Fomer (1756-1797) «es horaciana ni por asomos» (MENÉNDEZ PELAYO,1951, VI: 374), sino que deriva de Polignac, Pope y Voltaire. También reclama un lugar en esta reseña, al igual que lo logró en la EO (II: 465 s., artículo de G. MAZZOCCHI), tan parca en nombres españoles, el modesto poeta y preceptista F. Sánchez Barbero (1764-1819), que en el presidio de Melilla, en el que acabó sus días, entretuvo sus forzados ocios, al parecer debidos a los azares políticos del tiempo, componiendo unos Diálogos satíricos que algo deben a Horacio (cf. MENÉNDEZ PELAYO 1951, VI: 380 s.).

            En Portugal no tuvo la sátira horaciana la fortuna que, como veremos en su lugar, alcanzó la epístola; pero no faltan algunas muestras de interés, que reseñaremos siguiendo, naturalmente, al propio MENÉNDEZ PELAYO (1951, VI: 475 ss.). Entre las primeras, ya en el s. XVI, parecen estar las debidas a Andrés Falcâo de Rezende, entre las que cabe destacar la sátira dirigida al gran Camôes censurando a los poderosos que no gastan sus recursos en proteger a los hombres de letras (MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 488). Ya en el neoclasicismo del XVIII escribió Correia Garçâo, poeta de depurado gusto, «dos hermosas sátiras horacianas, entrambas de re litteraria» (MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 500). En el mismo ambiente escribió Nicolás Tolentino de Almeida, que al parecer disfrutó de un prestigio exagerado. Es autor de algunas sátiras horacianas, con más gracia que profundidad (MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 501).

            Tampoco en la Francia renacentista fue la sátira en verso un género precoz. Aparte de innegables rasgos satíricos que cabe observar en Rabelais[84] y en el gran Montaigne[85], el primer poeta satírico propiamente dicho fue M. Régnier (1573-1613), eclesiástico que en Roma había conocido las sátiras de Berni. Algunas de las suyas muestran influencias claras de las de Horacio, y no menos de las de Juvenal. HIGHET (1985: 312) lo considera «mucho mejor en la sátira que su contemporáneo Donne[86]», y añade que «No hubo vacío alguno entre Régnier y su formidable sucesor Boileau». Saltando sobre otros poetas deudores de Horacio, como el fabulista Lafontaine[87] y el jesuita R. Rapin (1621-1687)[88], a Nicolas Boileau-Despréaux (1636-1711) se lo puede considerar como el gran restaurador moderno de la sátira horaciana, que recreó de cerca en los 12 libros de las suyas, publicados entre 1657 y 1667, además de reivindicar en los otros 12 de Epístolas, y en su Art Poétique los ideales clasicistas[89]. Como es sabido, fue Boileau quien hizo estallar la famosa querelle des anciens et des modernes; pero no parece que en las intervenciones en la misma haya alguna que quepa considerar satírica en el sentido que aquí nos interesa, a no ser, tal vez, la de Ch. Perrault (1628-1703), más conocido por sus colecciones de cuentos infantiles, presididos por la inmarcesible figura de Caperucita Roja. Perrault se mostró enconado enemigo de la poética clasicista e incluso de la del propio Horacio (cf. G. GRASSO, EO III: 546). Tampoco de la época de la Revolución parece haber recreaciones de las Sátiras dignas de nota, por más que en ella no decayera el interés por ellas ni por ninguna de las obras de Horacio (cf. J. MARMIER, EO III: 550 s.).

            En la Inglaterra renacentista las primeras huellas del Horacio satírico parecen hallarse en un poeta al que ya aludimos al tratar de la fortuna de las Odas: sir Thomas Wyatt (1503-1542), que en Italia se había familiarizado con el horacianismo y con la sátiras, más bien juvenalianas, de L. Alamanni (1495-1556), un poeta de la los tiempos de Berni[90]. Una mención especial merece el dramaturgo Ben Jonson (1572-1637), que en su comedia Poetaster, ambientada en la corte de Augusto, sacó a escena al propio Horacio como debelador del mal gusto de sus competidores[91]. Pero también aquí el género se afirmó en la época barroca con la obra del gran poeta y crítico J. Dryden (1631-1700), en el que, sin embargo, parece predominar la influencia de Juvenal, al que había traducido, sobre la de Horacio[92]. Contemporáneo y, por un tiempo, protector suyo fue J. Wilmot, conde de Rochester, el mayor libertino de sus tiempos (1647-1680), al que, al parecer, el cine ha relanzado recientemente a la fama. Escribió sátiras, y entre ellas una titulada Allusion to Horace en la que imitaba la 1 10 de Horacio para atacar a su antiguo protegido (cf. H. D. JOCELYN, EO III: 455). Jonathan Swift (1667-1680), el famoso autor de las utopías de Gulliver, también mostró en varias otras obras suyas su espíritu satírico hasta el sarcasmo, que lo había llevado a proponer como solución para resolver el problema del hambre en Irlanda la institución del canibalismo. Hizo una imitación de la Sátira II 6 de Horacio (cf. E. BARISONE, EO III: 480). Pero la cumbre de la moderna sátira horaciana llega con Alexander Pope (1688-1744), que, excluido de la vida académica por su condición de católico, supo agenciarse por su cuenta una prodigiosa cultura humanística; y pese a su escasa salud, fue un formidable polemista literario, que se atrevió con el propio Bentley[93]. Pope recreó todos los géneros cultivados por Horacio, pero con especial maestría el de los Sermones, en sus Satires y en sus Imitations of Horace[94]. Dentro del mismo siglo, el polifacético Samuel Johnson (1709-1784) perpetuó el género, aunque más según las huellas de Juvenal que las de Horacio[95]. Además, también siguieron ocasionalmente la estela de la sátira horaciana el gran H. Fielding (1707-1754), que con su Tom Jones revolucionó la novela inglesa (cf. H. D. JOCELYN, EO III: 222), y el poeta W. Cowper (1731-1800) (ibid., 180 s.).

            En cuanto a Alemania, en el más amplio de los sentidos, empecemos por recordar que, junto con España, y precisamente a cuento de la sátira clasicista, HIGHET (1985: 309) la situaba en la zona marginal del Renacimiento. Y, en efecto, no es mucho lo que las tierras germánicas parecen aportar a nuestro asunto. Cierto que las Sátiras figuran entre las primeras obras de Horacio traducidas al alemán, ya en el s. XVI, por A. W. von Themar y D. von Pleningen, miembros del «círculo humanístico de Heidelberg» (cf. E. SCHÄFER, EO III: 551); pero hay que llegar hasta el s. XVIII para encontrar verdaderas huellas del Horacio satírico. Así, Fr. von Hagedorn (1708-1754), poeta muy celebrado en su tiempo y horaciano de pro, en sus Moralische Gedichte, y en la pieza que tituló «El Charlatán», recreó admirablemente la Sátira I 9 (cf. L. QUATTROCCHI, EO III: 554; EO III: 277 s.). Ya en los tiempos de la Aufklärung, G. J. Herder (1744-1804), poco afín a la misma, y más bien precursor de la línea popularista del Romanticismo, aparte de traducir a Horacio completo, dedicó a las Sátiras un importante ensayo crítico (cf. L. QUATTROCI, EO III: 282). Por su parte, M. Wieland (1733-1813), cima del rococó alemán y uno de los grandes horacianos de todos los tiempos, pagó su tributo a las Sátiras con su excelente traducción de 1786 (cf. G. CHIARINI, EO 111: 519).

            Y pasemos, ya para terminar, a la influencia de la sátira horaciana en la época contemporánea, entendiendo por tal la que viene desde la Revolución Francesa hasta nuestros días. Quizá sea extremado el aserto de M. R. LIDA (1975: 263) de que «en el siglo XIX la influencia de Horacio perdura de veras sólo en las literaturas de ritmo retrasado, como la húngara y la rumana, o por razones políticas, en las literaturas de las naciones nuevas…». Parece, con todo, que la de las Sátiras fue más bien escasa, al menos en la forma de la sátira poética, que no sobrevivió al destrozo del sistema de los géneros literarios clásicos que trajo consigo el Romanticismo. Además, si esos tiempos no fueron propicios para la obra lírica de Horacio en cuanto que clasicista por excelencia, menos razón había aún para que lo fueran a la satírica, ejemplo, como antes decíamos citando a García Calvo, de poesía impura, una especie prácticamente inexistente en las letras modernas. De hecho puede verse que el capítulo de HIGHET (1985: 303-321) dedicado al género no pasa de la sátira de finales del XVIII; y que algunos de los capítulos que la Enciclopedia Oraziana dedica a panorámicas nacionales de su recepción, a partir de esa fecha se limitan a la de la lírica o bien derivan hacia la crónica filológica, en sí digna del mayor interés, pero no del que en estos momentos nos mueve.

            Recomenzando por Italia, donde ya vimos en su lugar (MORALEJO, 2007: 220 s.) que siguió siendo importante la huella del Horacio lírico hasta el umbral del s. XX, citaremos, por citar algo, la obra de T. Salvadori (1776-1833), un aristócrata ilustrado afín al bonapartismo, entre la que se cuenta una traducción completa de Horacio en verso, al parecer especialmente feliz en las Sátiras, que fue importante en la historia de la lengua italiana y apareció citada a menudo entre las autoridades del diccionario de la famosa Accademia della Crusca (cf. A. DI PILLA, EO III: 462 ss.).

            Tampoco es mucho lo que al respecto de la recepción de las Sátiras logra rebañar MENÉNDEZ PELAYO (1951, VI: 417 ss.) en nuestro siglo XIX, en el cual, y como arriba apuntábamos, a causa de la revolución romántica «las ideas literarias se confundieron» para dar lugar a un tiempo «poco propicio para Horacio». Pero algo halló el erudito patriotismo de don Marcelino; así, las sátiras del que llama «el rey de nuestro moderno teatro cómico», Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873), autodidacto —y además tardío— en cuanto a cultura clásica. Pero las encabezaba con una contraseña horaciana inconfundible: la del ridentem dicere uerum. Bretón supo combinar con cierta gracia el espíritu satírico clásico con el de raíz popular; pero no pasa de ser «el último vástago» de la tradición dieciochesca de Hervás y Moratín (MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 421). Poco más hay que reseñar en ese siglo: las sátiras políticas y literarias de Eugenio Tapia, que parecen acusar la influencia de Parini (MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 416); el proverbial gracejo gaditano de algunas piezas de J. J. de Mora, al parecer terciado de humorismo británico (cf. MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 424), y los versos políticos, aunque más bien juvenalescos, de un tal Cañete del que nada más hemos averiguado (cf. MENÉNDEZ PELAYO, 1951, VI: 431).

            También en el Romanticismo francés vino a menos el interés por Horacio, y en especial por el satírico, aunque cabría hablar a su respecto de una cierta inercia residual (cf. G. GRASSO, EO III: 546 s.). Alguna huella de las Sátiras parece haber en Víctor Hugo (1802-1885), pero no parece muy significativa la de la consabida fábula del ratón del campo y el de la ciudad (cf. J. MARMIER, EO III: 288). Tampoco el gran crítico Sainte-Beuve (1804-1869), pese a su gran cultura clásica y horaciana, dejó en su obra más que algunas reminiscencias de los Sermones (cf. J. MARMIER, EO III: 460 s.).

            En la crisis del horacianismo que también afectó a la Inglaterra del XIX, «las Sátiras perdieron su autoridad» (RUDD, EO III: 562); y realmente cuesta trabajo imaginarse a Byron o a Shelley recurriendo a ellas para hacerse una norma de conducta o de escritura. Por ello no es de extrañar que, como apuntábamos antes, la panorámica general que sobre el horacianismo británico de esa época traza el citado Rudd derive hacia la crónica filológica, llevando de paso —y dicho sea cum mica salis— el agua a su molino. Sin embargo, puestos a rastrear en los trabajos ajenos, algo podemos encontrar. Así, el propio Byron (1788-1824), que había salido de la escuela con una auténtica indigestión de Horacio, no dejó de pagarle su tributo, y en particular a sus Sermones; e incluso parece que de ellos pudo tomar el recurso de dialogar con su lector, al modo tradicional de la diatriba (cf. H. D. JOCELYN, EO III: 148 s.). En cuanto a S. T. Coleridge (1772-1834), aunque dejó claro que Horacio y Virgilio no eran sus clásicos preferidos —pues, como los arcaístas del s. 11, prefería a Plauto, Terencio, Lucrecio y Catulo—, no deja de citar las Sátiras (cf. H. D. JOCELYN, EO III: 170ss.). En fin, R. Browning (1812-1889) acusa de su formación horaciana la huella especialmente visible de las Sátiras y las Epístolas (cf. H.D. JOCELYN, EO III: 145). Y a falta de mayores noticias, cerraremos este apartado británico con un número musical. Los lectores melómanos recordarán que las operetas (musicals) del irlandés J. Sullivan (1842-1900) animaron durante muchos años la aburrida vida del Londres Victoriano. El libretista preferido de Sullivan fue el gran humorista sir William S. Gilbert (1836-1911); y resulta que Menéndez Pelayo, en su Horacio en España (1951, VI: 501), cita, aunque de pasada, a Gilbert, contemporáneo suyo, como modelo de poeta satírico, al lado de Jovellanos y Parini. No cabe duda de que don Marcelino estaba al día, incluso en las cosas menos serias.

            Entretanto, la cultura clásica, y el horacianismo, también habían arraigado en los jóvenes Estados Unidos de Norteamérica. Ya hemos recordado en su lugar (MORALEJO, 2007: 232) las traducciones de su segundo presidente J. Adams (1735-1826). Por entonces el texto de Horacio ya circulaba por los colegios y universidades americanas, si bien sometido a unas purgas puritanas que nada tenían que envidiar a las de las viejas ediciones ad usum Delphini; pero ello no fue obstáculo para que pronto influyera de forma manifiesta en la naciente literatura de aquellas tierras. Valga como testimonio de la huella de las Sátiras el caso del poeta romántico W. C. Bryant (1794-1878) que recreó en sus versos, y transfiriéndolos a su propia experiencia, los recuerdos que Horacio guardaba de su buen padre (cf. A. MARIANI, EO III: 605). El gran E. A. Poe (1804-1849) se había formado en Escocia, en un colegio en el que el Horacio satírico era materia obligatoria (ibid.). En fin, O. W. Holmes (1809-1894) escribió, al menos, una sátira en la que evoca las descripciones horacianas de su finca en la Sabina (ibid.).

            Y volvamos, para concluir, a las tierras de Germania, en las cuales, como ya vimos en su lugar (MORAIJEJO, 2007: 234), el Romanticismo no arrinconó al Horacio lírico. No tuvieron la misma fortuna las Sátiras, de las que en esa época y en las posteriores no hay mucho que decir en el plano estrictamente literario. Quizá el más explícito reconocimiento es el que le tributó el gran lírico E. Mörike (1804-1875), en su epístola An Longus, que, pese a su título, recrea una vez más la sátira del encontradizo (I 9; cf. L. QUATTROCCHI, EO III: 361).

 


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