viernes, 29 de mayo de 2020

9 Historia completamente absurda Giovanni Papini. Antología del Cuento Extraño-. Tomo I



9
 Historia completamente absurda
 Giovanni Papini
GIOVANNI PAPINI nació en Florencia, Italia, en 1881. Ensayista y polemista, su obra ofrece el testimonio de su lucha por perfeccionarse en el ejercicio de una agresiva sinceridad. Detractor del cristianismo en su juventud, se convirtió luego en su apasionado defensor. Cabe mencionar entre sus libros Un Hombre Acabado, Memorias de Dios, Historia de Cristo, Gog, Dante Vivo, El Libro Negro, El Diablo.«Historia Completamente Absurda» pertenece a sus Racconti di Gioventu, publicados a comienzos de siglo, «en pleno clima romántico, ese romanticismo un poco abstracto, un poco tenebroso, un poco malicioso, un poco mágico» a decir de su autor.Papini murió en su ciudad natal el 8 de julio de 1956.           
 ***
Hace ya cuatro días, mientras escribía con ligera irritación algunas de las páginas más falsas de mis «Memorias», oí que golpeaban levemente a la puerta, pero no me levanté ni respondí. El llamado era demasiado débil y no quiero saber nada con los tímidos.
            Al día siguiente, a la misma hora, oí llamar nuevamente y esta vez los golpes eran más fuertes y resueltos. Pero tampoco ese día quise abrir, porque en verdad no me gustan los que se corrigen demasiado pronto.
            Al otro día, siempre a la misma hora, se repitieron los golpes, ahora violentos, y antes de que pudiese levantarme vi que la puerta se abría y avanzaba hacia mí la mediocre persona de un hombre bastante joven, con el rostro un poco encendido y la cabeza cubierta de cabellos rojos y rizados, quien se inclinaba torpemente sin pronunciar palabra. Apenas descubrió una silla, se echó encima, y como yo había permanecido de pie, me indicó el sillón para que me sentara. Después de obedecerle; me pareció tener el derecho de preguntarle quién era y le rogué, con acento nada cortés, que me comunicara su nombre y el motivo que lo había animado a invadir mi cuarto. Pero el hombre no se desconcertó y me hizo comprender bien pronto que deseaba seguir siendo lo que era hasta entonces para mí: un desconocido.
            —El motivo que me trae a su casa —prosiguió sonriendo— está dentro de mi valija y se lo haré conocer en seguida.
            Advertí, en efecto, que traía en la mano un sucio valijín de cuero amarillo con cierre de latón oxidado. Lo abrió de golpe y sacó de él un libro.
            —Este libro —dijo poniéndome ante las narices el grueso volumen encuadernado en papel antiguo con grandes florones de bermejo orín— contiene una historia imaginaria que yo he creado, inventado, compuesto y copiado. Solo he escrito esta historia en toda mi vida, y me permito creer que no le desagradará. Hasta ahora lo conocía únicamente por su fama y solo hace unos pocos días una mujer que lo estima me ha dicho que usted es uno de los pocos hombres que saben no aterrarse de sí mismos y el único que ha tenido el coraje de aconsejar la muerte a muchos de nuestros semejantes. Por todo ello, he resuelto leerle esta historia mía, que narra la vida de un hombre fantástico al que acaecen las más singulares e insólitas aventuras. Cuando la haya escuchado, me dirá qué debo hacer. Si mi historia le agrada, me prometerá hacerme célebre en el plazo de un año; si no le gusta, me mataré dentro de dos días. Dígame si acepta esas condiciones para que pueda empezar.
            Comprendí que no podía hacer otra cosa que persistir en la conducta pasiva que había observado hasta entonces y le anuncié, con un gesto que no consiguió ser amable, que estaba dispuesto a escucharlo y a hacer todo lo que me podía.
            El hombre comenzó la lectura. Las primeras palabras se me escaparon. A las que siguieron presté más atención. De pronto agucé el oído y sentí un pequeño escalofrío en la espalda. Dos o tres minutos más tarde mi cara se ponía encarnada, mis piernas empezaban a moverse nerviosamente, y no pude menos de levantarme. El desconocido suspendió la lectura y me miró, interrogándome humildemente con todo el rostro. Yo también lo interrogaba con la mirada, pero estaba demasiado estupefacto para arrojarlo a la calle y le dije simplemente, como cualquier imbécil mundano:
            —Continúe, se lo ruego.
            La extraordinaria lectura prosiguió. Yo no podía quedarme quieto en el sillón. Los escalofríos me corrían no solo por la espalda, sino por la cabeza y todo el cuerpo. Si hubiese visto mi cara en un espejo, quizá me habría echado a reír y todo habría pasado, porque probablemente se reflejaban en ella un abyecto temor y una incierta ferocidad. Traté por un momento de no escuchar las palabras del tranquilo lector, pero solo conseguí turbarme más, y en consecuencia oí entera, palabra por palabra, pausa por pausa, la historia que el hombre leía con la cabeza rojiza inclinada sobre el bien encuadernado volumen. ¿Qué debía hacer, qué podía hacer yo en estas singularísimas circunstancias? ¿Apoderarme del libro, desgarrarlo, pisotearlo, echarlo al fuego? ¿Aferrar al maldito lector y echarlo del cuarto como a un fantasma inoportuno?
            Mas ¿por qué debía hacer todo esto? Y, sin embargo, esa lectura me producía un fastidio indecible, una penosísima impresión de sueño absurdo y desagradable sin esperanza de despertar.
            Al fin concluyó la lectura. No sé cuántas horas había durado, pero observé, a pesar de mi confusión, que el lector tenía la voz ronca y la frente húmeda de sudor. Cerró el libro y lo guardó en el valijín. Después me miró con ansiedad, pero sus ojos ya no eran tan ávidos como antes. Mi abatimiento era tan grande que él mismo lo advirtió y su asombro creció enormemente cuando vio que me frotaba un ojo y no sabía qué responderle. En aquel momento me parecía que jamás podría volver a hablar, y las cosas más simples que me rodeaban se me antojaron de pronto tan extrañas y hostiles que casi tuve miedo de ellas.
            Todo esto parece demasiado vil y vergonzoso, inclusive a mí, y no tengo la menor indulgencia para mi turbación. Pero la razón de mi desconcierto era bien fuerte: la historia que había leído ese hombre era la narración precisa y completa de toda mi vida íntima y exterior. En ese lapso yo había oído la crónica minuciosa, fiel, inexorable de todo cuanto había sentido, soñado y realizado desde que vine al mundo. Si un ser divino, lector de corazones y testigo invisible, hubiese estado a mi lado desde mi nacimiento y hubiese escrito lo que había visto de mis pensamientos y de mis actos, habría compuesto una historia perfectamente igual a la que el desconocido lector declaraba imaginaria e inventada por él. Todas las cosas más pequeñas y secretas estaban registradas, y ni siquiera un sueño, o un amor, o una vileza escondida o un cálculo innoble habían escapado al escritor. El terrible libro contenía inclusive hechos y matices de pensamiento que yo mismo había olvidado y que solamente ahora, al oírlos, recordaba.
            Mi confusión, mi pavor, provenían de esa exactitud impecable y de esa inquietante escrupulosidad. Yo no había visto jamás a ese hombre; ese hombre afirmaba no conocerme. Yo vivía muy solitario, en una ciudad a donde nadie acude si no es llevado por el azar o la necesidad, y a ningún amigo —si acaso los tenía— había confiado mis aventuras de cazador de engaños, mis viajes de ladrón de almas, mis ambiciones de voluntario de lo inverosímil. Jamás había escrito, ni para mí ni para los demás, una relación completa y sincera de mi vida, y justamente en esos días estaba fabricando unas fingidas memorias para permanecer oculto a los hombres inclusive después de la muerte.
            ¿Quién, pues, podía haber dicho a ese hombre todo lo que narraba sin pudor y sin piedad en su odioso libro encuadernado en papel antiguo del color de la herrumbre? ¡Y él afirmaba haber inventado esa historia y me mostraba, a mí, mi viaje, toda mi vida, como una historia imaginaria!
            Me sentía terriblemente turbado y conmovido, pero de una cosa estaba bien seguro. Ese libro no debía llegar a conocimiento de los hombres. Antes, era preferible que este muriese. No podía permitir que mi vida fuese divulgada en el mundo, entre todos mis enemigos impersonales.
            Esta decisión, que sentí bien firme dentro de mí, consiguió tranquilizarme. El hombre seguía contemplándome con aire espantado y casi suplicante. Habían pasado solamente dos minutos desde el momento en que cesó de leer, y no parecía haber comprendido las razones de mi turbación.
            Finalmente conseguí hablar.
            —Perdone, señor —le dije—, pero ¿me asegura que esa historia ha sido inventada exclusivamente por usted?
            —Justamente —respondió el enigmático lector, ya un poco sublevado—. La he pensado e imaginado durante largos años, y de tanto en tanto he efectuado algunos retoques y modificaciones en la vida de mi héroe. Pero todo es inventado por mí.
            Estas palabras me inquietaron aún más, pero atiné a formular otra pregunta:
            —Dígame, se lo ruego, ¿está seguro de no haberme conocido antes de hoy? ¿Jamás oyó contar mi vida a alguien que me conozca?
            Ante esas palabras, el desconocido no pudo disimular una sonrisa de estupor.
            —Ya le he dicho —respondió— que hasta hace poco tiempo solo conocía su nombre y que solo algunos días atrás me han dicho que usted suele aconsejar la muerte. Pero eso es lo único que he sabido de usted.
            Era necesario que su condena no tardase en ser ejecutada.
            —¿Está siempre dispuesto —le pregunté con solemnidad— a cumplir las condiciones estipuladas por usted mismo al comenzar la lectura?
            —Sin ninguna vacilación —respondió con un leve temblor en la voz—. No me queda otra puerta a donde llamar, y esta obra es toda mi vida. Estoy convencido de que no podría hacer otra cosa.
            —Entonces —le dije con idéntica solemnidad, atemperada por cierta pesadumbre—, debo decirle que su historia es estúpida, tediosa, incoherente y abominable. Lo que usted llama su héroe no es más que un odioso malandrín que repugnaría a cualquier lector delicado. Y no le diré más para no ser excesivamente cruel.
            Comprendí que el hombre no esperaba estas palabras y observé con espanto que sus ojos se cerraban de golpe. Mas en seguida advertí que su dominio de sí mismo era igual a su honestidad. Tornó a abrir los ojos y me miró sin miedo y sin odio.
            —¿Quiere acompañarme? —preguntó con voz demasiado dulce para ser natural.
            —Por cierto —respondí, y después de ponerme el sombrero salimos ambos sin decir palabra. El desconocido conservaba siempre en la mano la valijita de cuero amarillo y yo lo seguí, aturdido, hasta la orilla del río que corría desbordante y fragoroso entre las negras murallas de piedra. Después de mirar en torno y comprobar que no había nadie con aspecto de salvador, se volvió hacia mí, diciendo:
            —Perdone si mi lectura lo ha fatigado. Creo que ya nunca volveré a molestar a un ser viviente. Olvídese de mí lo antes posible.
            Y en verdad estas fueron sus postreras palabras, porque descolgándose ágilmente del parapeto se lanzó con rápido impulso al río, sin abandonar su valijita. Me asomé para verlo por última vez, mas ya las aguas lo habían tragado. Una muchacha tímida y rubia había presenciado el fulminante suicidio, pero no pareció maravillarse mucho y siguió su camino comiendo avellanas.
            Apenas entré en mi cuarto me tendí en el lecho y me adormecí sin esfuerzo, abatido y humillado por lo inexplicable.
            Esta mañana me he despertado muy tarde y con una extraña impresión. Me parece estar ya muerto y aguardar solamente que vengan a sepultarme. Siento que pertenezco a otro mundo y que todo la que me circunda tiene un aire indecible de cosa pasada, concluida, sin ningún interés para mí.
            Un amigo me ha traído flores y le he dicho que podía esperar a ponerlas sobre mi tumba. Me pareció que sonreía, pero los hombres siempre sonríen cuando no comprenden.

jueves, 28 de mayo de 2020

8 La zarpa del mono W. W. Jacobs. Cuentos extraños. Antología TOMO I.



8
 La zarpa del mono
 W. W. Jacobs
JACOBS (WILLIAM WYMARK, 1863 - 1943) figura en los diccionarios biográficos como humorista inglés. Amparado en ese oblicuo privilegio, ha aterrado a millones de lectores con este cuento simple y atroz, herencia forzosa de antologías, traducido a casi todos los idiomas, llevado al teatro, que le dio fama, acaso dinero y oscureció sin remedio el resto de su obra. Se dice que en ella efectivamente cultivó el humorismo.I        Afuera la noche era fría y lluviosa, pero en la salita de Villa Laburnum estaban corridos los visillos y ardía luminosamente el fuego. Padre e hijo jugaban al ajedrez; aquel tenía ideas muy personales sobre el juego, y exponía su rey a peligros tan graves e innecesarios, que aun la anciana señora de cabellos blancos, que tejía plácidamente junto al fuego, no podía abstenerse de comentarlos.
            —Oigan el viento —dijo el señor White, advirtiendo tarde un error fatal, y esforzándose amablemente por impedir que su hijo lo viera.
            —Ya lo oigo —dijo este, observando, ceñudo el tablero y estirando la mano—. Jaque.
            —No creo que venga esta noche —dijo el padre, con la mano suspendida sobre el tablero.
            —Mate —replicó el hijo.
            —Ese es el inconveniente de vivir tan lejos —chilló el señor White, con súbita e injustificada violencia—. Nunca he visto un lugar tan a trasmano, tan incómodo y cenagoso como este. El sendero es un pantano y el camino es un arroyo. No sé en qué piensa la gente. Seguramente creen que no importa, porque solo hay dos casas alquiladas en el camino.
            —No te preocupes, querido —dijo su esposa—; quizá ganes la próxima.
            El señor White alzó bruscamente la cabeza, a tiempo para interceptar una mirada de inteligencia cambiada entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios, y ocultó en la rala barba una sonrisa culpable.
            —Ahí está —dijo Herbert White. Acababa de oírse el ruido del portón, y pesados pasos se acercaban a la puerta.
            El anciano se puso de pie con hospitalario apresuramiento. Abrió la puerta, lo oyeron lamentarse del tiempo con el recién llegado. Este se lamentaba también por su cuenta, de modo que la señora White dijo: «¡Ta, ta!» y tosió suavemente cuando su esposo entró en la sala, seguido de un hombre alto, corpulento, de cara rubicunda y ojos pequeños y brillantes.
            —El sargento mayor Morris —dijo, presentándolo. El sargento mayor estrechó la mano de la señora y ocupando el asiento que le ofrecían junto al fuego observó satisfecho a su anfitrión, que sacaba una botella de whisky y vasos y colocaba sobre el fuego una pequeña tetera de cobre.
            Después del tercer vaso los ojos del sargento se volvieron más brillantes. Empezó a hablar. El pequeño círculo de familia observaba con ansioso interés a aquel visitante que venía de lejanas tierras y que cuadrando las anchas espaldas en la silla hablaba de salvajes escenas y esforzadas hazañas; de guerras y pestes y extraños pueblos.
            —Veintiún años en eso —dijo el señor White, mirando a su esposa y su hijo y moviendo la cabeza de arriba abajo—. Cuando se fue, era un jovencito, un dependiente de los almacenes. Mírenlo ahora.
            —No parece haberle sentado mal —opinó cortésmente la señora White.
            —A mí también me gustaría ir a la India —dijo el anciano—. Nada más que para ver, ¿sabe usted?
            —Está mejor donde está —respondió el sargento mayor meneando la cabeza. Bajó el vaso vacío, suspiró y volvió a menear la cabeza.
            —Me gustaría ver esos viejos templos, y esos faquires y juglares —dijo el viejo—. ¿Qué era esa zarpa de mono de que empezó a hablarme días pasados, Morris?
            —Nada —repuso apresuradamente el soldado—. Por lo menos, nada de que valga la pena hablar.
            —¿Una zarpa de mono? —dijo la señora White con curiosidad.
            —Bueno, es algo que quizá podría llamarse magia —contestó despreocupadamente el sargento. Sus tres oyentes se inclinaron ansiosos hacia él. El visitante se llevó distraídamente a los labios el vaso vacío, y volvió a bajarlo. El señor White lo llenó.
            —A primera vista —dijo el sargento revisándose los bolsillos—, no es más que una vulgar zarpa de mono momificada.
            Sacó algo del bolsillo y lo mostró. La señora White retrocedió con una mueca, pero su hijo tomó aquel objeto y lo examinó con curiosidad.
            —¿Y qué tiene esto de particular? —preguntó el señor White recibiendo la zarpa de manos de su hijo y colocándola sobre la mesa después de observarla.
            —Un viejo faquir la hechizó —dijo el sargento—. Era un hombre muy santo. Quería demostrar que el destino rige las vidas humanas y acarrea grandes males a quienes se atreven a desafiarlo. La hechizó de modo que tres hombres distintos pudieran formularle tres deseos.
            Hablaba con seguridad tan impresionante que quienes lo oían soltaron a reír, pero con risa algo nerviosa.
            —¿Y por qué no formula usted tres deseos? —preguntó Herbert White, tratando de ser ingenioso. El soldado lo miró con esa expresión con que los hombres de edad madura suelen mirar a los jóvenes presuntuosos.
            —Ya lo he hecho —dijo quedamente, y su cara cubierta de manchas palideció.
            —¿Y se cumplieron los tres deseos? —preguntó la señora White.
            —Sí —dijo el sargento mayor. El vaso rechinó contra sus fuertes dientes.
            —¿Y alguien más los ha formulado? —insistió la anciana.
            —Sí, los tres deseos del primer hombre también se cumplieron —fue la respuesta—. No sé cuáles fueron los dos primeros, pero la tercera vez deseó la muerte. Fue así como la zarpa de mono llegó a mi poder.
            Hablaba en tono tan grave que el silencio cayó sobre los demás.
            —Si usted ya ha pedido tres cosas, Morris —dijo por fin el anciano—, esa pata de mono no le sirve más. ¿Por qué la conserva?
            El soldado meneó la cabeza.
            —Por capricho, supongo —dijo lentamente—. He pensado venderla, pero creo que no lo haré. Ha provocado ya demasiados males. Además, la gente no quiere comprármela. Algunos creen que es un cuento de hadas; y los menos desconfiados quieren hacer la prueba primero y pagarme después.
            —Y si usted pudiera volver a pedir tres cosas —dijo el anciano, observándolo con mirada penetrante—, ¿lo haría?
            —No sé —repuso el otro—. No sé.
            Tomó la zarpa, la balanceó entre el índice y el pulgar y bruscamente la lanzó al fuego. White se agachó, con una pequeña exclamación, y la recobró.
            —Mejor que arda —dijo solemnemente el soldado.
            —Si usted no la quiere, Morris —dijo White—, démela.
            —No —respondió porfiadamente su amigo—. Yo la tiré al fuego. Si usted la conserva, no me eche la culpa de lo que suceda. Sea sensato, vuelva a lanzarla al fuego.
            El otro meneó la cabeza y examinó atentamente su nueva posesión.
            —¿Cómo se hace? —preguntó.
            —Levántela en la mano derecha y formule sus deseos en alta voz —dijo el sargento—. Pero le advierto que las consecuencias pueden ser desagradables.
            —Parece un pasaje de Las Mil y Una Noches —comentó la señora White, levantándose y disponiéndose a preparar la cena—. ¿Por qué no pides cuatro pares de manos para mí?
            Su esposo sacó el talismán del bolsillo, y los tres se echaron a reír cuando el sargento mayor, con expresión de alarma, lo tomó por el brazo.
            —Si quiere pedir algo —dijo— que sea algo sensato.
            El señor White la guardó nuevamente en el bolsillo, acercó las sillas a la mesa e invitó a su amigo a que ocupara su lugar. Durante la cena se olvidó parcialmente del talismán, y después los tres oyeron, fascinados, una nueva crónica de las aventuras del soldado en la India.
            —Si esa historia de la zarpa de mono no es más verídica que las que nos contó después —dijo Herbert cuando el invitado se marchó para tomar el último tren de la noche—, no sacaremos mucha ganancia.
            —¿Le diste algo por ella, querido? —preguntó la señora White, mirando atentamente a su esposo.
            —Una bagatela —respondió él, sonrojándose levemente—. No quería recibir nada, pero yo insistí. Y me recomendó una vez más que la tirara.
            —¡Cualquier día! —exclamó Herbert con fingido horror—. ¡Ahora que podemos ser ricos y famosos y felices! Pide que te hagan emperador, papá, para empezar; así mamá no podrá reñirte.
            Huyó alrededor de la mesa, perseguido por la calumniada señora White, armada de la funda de un sillón.
            El señor White sacó del bolsillo la zarpa de mono y la miró dubitativamente.
            —No sé qué pedir, no se me ocurre —dijo lentamente—. Creo que tengo todo lo que necesito.
            —Si pagaras la hipoteca de la casa, serías completamente feliz, ¿verdad? —dijo Herbert poniéndole la mano en el hombro—. Bueno, pide doscientas libras. Es justamente lo que necesitas.
            Su padre, sonriendo avergonzado de su propia credulidad, levantó el talismán, mientras el hijo, con solemne expresión, momentáneamente desmentida por un guiño dirigido a su madre, se sentaba al piano y tocaba unos pocos acordes majestuosos.
            —Quiero doscientas libras —dijo el anciano en voz muy clara.
            Un son triunfal del piano recibió aquellas palabras, interrumpido por un trémulo grito del anciano. Su esposa y su hijo corrieron hacia él.
            —¡Se movió! —exclamó el señor White, mirando con repugnancia la zarpa de mono, que yacía en el piso—. En el momento de pedir eso, se retorció en mi mano como una víbora.
            —Bueno, yo no veo el dinero —dijo su hijo, recogiéndola y colocándola sobre la mesa—, y nunca lo veré.
            —Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la señora White, mirándolo con ansiedad.
            Él movió la cabeza.
            —No, pero no importa. No me ha pasado nada, aunque me llevé un buen susto.
            Volvieron a sentarse junto al fuego. Los dos hombres terminaron sus pipas. Afuera el silbido del viento era más agudo que nunca, y el viejo respingó nerviosamente al oír una puerta que se golpeaba arriba. Los tres cayeron en un silencio inusitado y opresivo, que duró hasta que los ancianos se levantaron para retirarse.
            —Quizá encuentres el dinero dentro de una gran bolsa en mitad de la cama —dijo Herbert al darles las buenas noches— y algo atroz acurrucado sobre el guardarropa, mirándote guardar tus ganancias mal habidas.
            Permaneció sentado, solo, en la oscuridad, viendo caras en el fuego moribundo. La última era tan horrible, tan simiesca, que Herbert la contempló con asombro. Y luego se volvió tan vívida que el muchacho, soltando una risita inquieta, buscó a tientas sobre la mesa un vaso de agua para lanzárselo. Sus dedos tocaron la zarpa de mono. Con un estremecimiento se frotó la mano en el saco y subió a su dormitorio.
II         A la mañana siguiente, a la luz del sol invernal que se derramaba sobre la mesa del desayuno, se rio de sus temores. El comedor mostraba un aspecto prosaico y saludable que no había tenido la noche anterior, y la sucia y encogida zarpa de mono yacía sobre el aparador con un descuido que revelaba escasa fe en sus virtudes.
            —Supongo que todos los viejos soldados son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué ocurrencia tan estrafalaria! ¿Cómo creer que en los tiempos que corren pueden cumplirse los deseos de uno? Y aun cuando se cumplieran —añadió dirigiéndose a su esposo—, ¿qué daño podrían hacerte doscientas libras?
            —Quizá le caigan encima de la cabeza —aventuró el frívolo Herbert.
            —Morris dijo que las cosas ocurrían tan naturalmente —respondió el padre— que si uno quería, podía atribuirlas a simple coincidencia.
            —Bueno, no te apoderes del dinero antes de que yo vuelva —dijo Herbert, levantándose de la mesa—. Temo que te conviertas en un hombre ruin y avaro, y tengamos que desconocerte.
            Su madre se echó a reír, mientras lo acompañaba hacia la puerta, y lo observó alejarse por el camino. Después, al volver a la mesa, se regocijó mucho a expensas de la credulidad de su esposo. Pero todo esto no le impidió correr a la puerta cuando llamó el cartero ni aludir con cierta acritud a las tendencias alcohólicas de los sargentos retirados cuando descubrió que el correo traía la cuenta del sastre.
            —Supongo que Herbert insistirá en hacerse el gracioso cuando vuelva —dijo mientras se sentaban a comer.
            —Imagino que sí —contestó el señor White, sirviéndose cerveza—. Pero, a pesar de todo, esa zarpa se movió en mi mano. Podría jurarlo.
            —Fantasías tuyas —dijo la anciana, condescendiente.
            —Te digo que se movió —replicó él—. No es que lo haya imaginado. Yo acababa de… ¿Qué ocurre?
            Su esposa no respondió. Estaba observando los misteriosos movimientos de un hombre que, afuera, atisbaba indeciso la casa, como tratando de decidirse a entrar. Observó que el desconocido vestía elegantemente y usaba un flamante sombrero de seda; por asociación de ideas, recordó las doscientas libras. Tres veces el hombre se detuvo ante la verja y las tres veces reanudó su camino. A la cuarta posó la mano en ella, la empujó con brusca resolución y echó a andar por el sendero. En aquel momento la señora White se llevó las manos a la espalda, desatando apresuradamente el cinturón de su delantal, que guardó bajo el almohadón de su silla.
            Hizo entrar al desconocido, que parecía inquieto. La miraba furtivamente y oía con preocupación las excusas de la anciana por el aspecto de la estancia y por el saco que vestía su marido y que por lo general usaba para trabajar en el jardín. Después aguardó, con la escasa paciencia de que son capaces las mujeres, a que el hombre hablara. Pero él permaneció unos instantes en extraño silencio.
            —Yo… me ordenaron que viniera a verlos —dijo por fin, agachándose para recoger una hilacha de su pantalón—. Vengo de la compañía Maw y Meggins.
            La anciana se sobresaltó.
            —¿Pasa algo? —preguntó sin aliento—. ¿Le ha sucedido algo a Herbert? ¿Qué es? ¿Qué es?
            Su marido se interpuso.
            —Vamos, querida, vamos —dijo apresuradamente—. Siéntate y no te alarmes antes de tiempo. Estoy seguro, señor —añadió mirando al otro con expresión anhelante—, de que usted no nos trae malas noticias.
            —Lo siento… —comenzó el visitante.
            —¿Está lastimado? —preguntó la madre, desesperada.
            El desconocido asintió.
            —Gravemente herido —dijo quedamente—, pero no sufre.
            —¡Oh, gracias a Dios! —exclamó la anciana entrecruzando los dedos de sus manos—. ¡Gracias a Dios que no sufre! Que…
            Se interrumpió bruscamente al comprender el siniestro significado de aquellas palabras, y en el rostro desviado del desconocido vio la espantosa confirmación de sus temores. Contuvo el aliento, y volviéndose a su esposo, más tardo en comprender, colocó sobre la de él su mano arrugada y temblorosa. Hubo un largo silencio.
            —Lo atraparon las máquinas —dijo el visitante por fin, en voz baja.
            —Lo atraparon las máquinas —repitió el señor White, aturdido—. Sí, ya veo.
            Permaneció sentado mirando por la ventana, con los ojos vacíos, estrechando entre las suyas la mano de su mujer, como solía hacerlo en los días de su noviazgo, casi cuarenta años atrás.
            —Era el único que nos quedaba —dijo; volviéndose hacia el visitante—. Es duro.
            El otro tosió, se levantó, fue lentamente a la ventana.
            —La compañía me ha encomendado que les transmita sus sinceras condolencias por esta gran pérdida —dijo sin mirarlos—. Les ruego comprender que yo soy solo un empleado y no hago más que cumplir órdenes.
            No hubo respuesta. La cara de la anciana estaba blanca, sus ojos fijos, su respiración no se oía. El semblante de su esposo tenía, quizá, la misma expresión de su amigo el sargento al entrar por primera vez en combate.
            —Me mandan decir que Maw y Meggins rechazan toda responsabilidad —prosiguió el otro—. No admiten haber contraído obligación alguna, pero, considerando los servicios prestados por su hijo, desean entregarles una determinada suma a modo de compensación.
            El señor White dejó caer la mano de su esposa, y poniéndose de pie miró al visitante con expresión de horror. Sus labios secos articularon un par de sílabas:
            —¿Cuánto?
            —Doscientas libras —fue la respuesta.
            Sin oír el grito de su esposa, el anciano sonrió vagamente, alzó las manos como un hombre ciego, y se desplomó inconsciente sobre el piso.
III      
En el vasto cementerio nuevo, a dos millas de distancia, los viejos sepultaron a su hijo y volvieron a la casa sumida en sombras y en silencio. Todo terminó tan rápidamente que al principio apenas alcanzaban a comprenderlo y parecían esperar que sucediera algo más, algo que aliviara aquella carga demasiado pesada para ellos.
            Pero pasaban los días y la expectativa cedió su lugar a la resignación, esa desesperanzada resignación de los viejos que a veces, equivocadamente, se llama apatía. En ocasiones pasaba mucho tiempo sin que cambiaran una palabra, porque ahora no tenían nada que hablar, y eran largos hasta la fatiga sus días.
            Una semana más tarde el anciano, despertando de pronto en la noche, extendió el brazo y descubrió que estaba solo. El cuarto hallábase oscuro y de la ventana llegaban ahogados sollozos. Se incorporó en la cama y prestó atención.
            —Vuelve —dijo tiernamente—. Tomarás frío.
            —Mi hijo tiene más frío —dijo la mujer renovando su llanto.
            El sonido de los sollozos se apagó en sus oídos. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Dormitó a intervalos y por fin se quedó completamente dormido hasta que un alarido súbito y salvaje de su esposa lo despertó con un sobresalto.
            —¡La zarpa! —gritaba desesperadamente—. ¡La zarpa de mono!
            Él se incorporó, alarmado.
            —¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué ocurre?
            Ella se le acercó trastabillando.
            —¡Dámela! —dijo quedamente—. ¿No la has destruido?
            —Está en la sala, sobre la repisa —contestó extrañado—. ¿Por qué?
            Ahora la anciana lloraba y reía al mismo tiempo, e inclinándose sobre él lo besó en la mejilla.
            —Acaba de ocurrírseme —dijo histéricamente—. ¿Cómo no lo he pensado antes? ¿Por qué no lo pensaste tú?
            —¿Pensar qué?
            —Los otros dos deseos —contestó ella rápidamente—. Solo hemos formulado uno.
            —¿No fue bastante? —preguntó ferozmente.
            —No —replicó ella, triunfante—. Pediremos otra cosa más. Ve, tómala rápido, pide que nuestro hijo resucite.
            El hombre se sentó en la cama y apartó las mantas de sus piernas temblorosas.
            —¡Santo Dios, estás loca! —exclamó, aterrorizado.
            —Búscala —dijo ella, jadeante—. Búscala pronto, y pide… ¡Oh, hijo mío, hijo mío!
            Su esposo encendió la vela con un fósforo.
            —Vuelve a la cama —dijo con voz insegura—. No sabes lo que estás diciendo.
            —El primer deseo se cumplió —dijo la anciana, febril—. ¿Por qué no el segundo?
            —Fue una coincidencia —tartamudeó él.
            —Ve, búscala, pide —gritó la mujer, temblando de excitación.
            El viejo la miró. Su voz temblaba.
            —Hace diez días que está muerto, y además… no quise decírtelo antes, pero yo solo pude reconocerlo por sus ropas. Si antes era demasiado terrible para ver, ¿qué será ahora?
            —Tráelo —gritó la anciana arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que tendré miedo del hijo que he criado?
            A tientas en la oscuridad, él bajó a la sala y se encaminó a la repisa de la chimenea. El talismán estaba en su lugar. Lo asaltó un terrible temor de que el deseo no formulado trajera a su hijo mutilado antes de que él pudiera escapar del cuarto, y contuvo la respiración al comprender que ya no sabía dónde quedaba la puerta. La frente fría de sudor, se abrió paso tanteando con las manos alrededor de la mesa y a lo largo de la pared hasta que se encontró, en el pasillo, con aquella cosa horrible en la mano.
            Aun la cara de su esposa parecía cambiada cuando él entró en el dormitorio. Blanca, expectante, antinatural. El anciano tuvo miedo.
            —¡Pide! —exclamó ella con voz penetrante.
            —Es una tontería y una maldad —tartamudeó.
            —¡Pide! —repitió la mujer.
            Él levantó la mano.
            —Deseo que mi hijo vuelva a la vida.
            El talismán cayó al piso y él lo miró con temor. Después se hundió temblando en una silla mientras la anciana, con ojos incendiados, se dirigía a la ventana y alzaba los visillos.
            Él permaneció sentado hasta que el frío lo hizo temblar. De tanto en tanto miraba a la anciana, que atisbaba por la ventana. El cabo de vela, que se había consumido por debajo del borde del candelero enlozado, lanzaba vacilantes sombras contra el techo y las paredes, hasta que, al fin, fluctuó por última vez y se extinguió. El anciano, experimentando una indecible sensación de alivio ante el fracaso del talismán, volvió a la cama, y uno o dos minutos más tarde llegó su mujer, silenciosa y apática.
            No hablaron. Se quedaron escuchando silenciosamente el tictac del reloj. Crujió la escalera, chilló una rata, atravesando veloz y ruidosa un agujero de la pared. La oscuridad era opresiva. Al cabo de un rato el hombre juntó coraje, tomó la caja de fósforos, encendió uno y bajó a buscar una vela.
            Al pie de la escalera se apagó el fósforo. Se detuvo para encender otro. Y en aquel momento llamaron a la puerta de calle con un golpe tan quedo y cauteloso, que era apenas perceptible.
            Los fósforos cayeron de su mano y se desparramaron por el pasillo. Se quedó inmóvil, con el aliento suspendido, hasta que se repitió el llamado. Entonces dio media vuelta, huyó precipitadamente a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó el tercer golpe.
            —¿Qué es eso? —preguntó la anciana, incorporándose.
            —Una rata —dijo el hombre con acento conmovido—… una rata. Me crucé con ella en la escalera.
            La mujer se sentó en la cama, escuchando. Un fuerte aldabonazo repercutió en todo el interior de la casa.
            —¡Es Herbert! —gritó—. ¡Es Herbert!
            Corrió hacia la puerta, pero su esposo llegó antes que ella, y tomándola del brazo la sujetó con fuerza.
            —¿Qué vas a hacer? —murmuró roncamente.
            —¡Es mi hijo; es Herbert! —exclamó ella, forcejeando mecánicamente—. Olvidé que debía caminar dos millas. ¿Por qué me sujetas? Suéltame. Debo abrirle la puerta.
            —Por amor de Dios, no lo dejes entrar —exclamó el viejo, temblando.
            —Tienes miedo de tu propio hijo —gritó ella, debatiéndose—. Suéltame. ¡Ya voy, Herbert, ya voy!
            Hubo otro golpe, y otro. Con un brusco movimiento la anciana se soltó y salió corriendo de la habitación. Su esposo la siguió hasta el descanso y la llamó desesperadamente mientras ella seguía bajando a la carrera. Oyó chirriar la cadena y luego el cerrojo inferior que salía lenta y dificultosamente de su anillo. Después la voz de la anciana, ronca y jadeante.
            —El otro cerrojo —gritó—. Baja. Yo no puedo alcanzarlo.
            Pero su esposo, de rodillas, buscaba a tientas en el piso, desesperadamente, la zarpa de mono. ¡Si pudiera encontrarla antes de que «aquello» que estaba afuera entrase…!
            Un tableteo de aldabonazos reverberó en la casa.
            Su esposa arrastraba una silla y la colocaba contra la puerta. Después, el chirrido del cerrojo que se abría despacio, y en aquel momento encontró la zarpa de mono, y frenéticamente musitó su tercer y último deseo.
            Los aldabonazos cesaron bruscamente, aunque sus ecos perduraban todavía en el recinto de la casa. Oyó el ruido de la silla hecha a un lado y el ruido de la puerta que se abría. Una ráfaga helada subió por la escalera, y el gemido de angustia y desconsuelo de su esposa le dio las fuerzas para correr junto a ella, y luego en dirección a la reja.
            Un mortecino farol callejero alumbraba el camino tranquilo y desierto.

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